En la película Roma de Fellini hay una escena inolvidable: descubren una antigua gruta donde hay unos espléndidos frescos que, al quedar expuestos a las linternas de los científicos y a los focos de los fotógrafos, se decoloran y desvanecen.
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Para mí, tratar de explicar lo que ocurre en el proceso de inspiración se parece mucho a tratar de explicar lo que ocurre en un sueño. En ambos casos debemos recurrir a las palabras para transmitir una experiencia cuya vitalidad se deriva del hecho de que no se somete a definiciones. Y también en ambos casos podemos hacer un análisis racional de las circunstancias. Por ejemplo, podemos hablar de los temas o de los personajes que ejercen influencia en el soñador, o de las necesidades que le empujan a «invocar» en sueños precisamente esas influencias. Pero siempre tendremos la sensación de que lo fundamental, el secreto del sueño, la chispa que produce el contacto especial y único entre él y nosotros, sigue siendo un enigma insondable.
Recuerdo haber tenido esta sensación cada vez que me encontraba bajo la irradiación de una fuerza literaria intensa y estimulante; por ejemplo, cuando leía La metamorfosis de Kafka, o Inventario de Yakov Shabtai, o José y sus hermanos de Thomas Mann. Sé muy bien que entonces una parte de mi ser, tal vez la más íntima, estaba dominada por un sueño, con sus normas internas y con el diálogo directo que él establecía con los recovecos más profundos y ocultos del alma, casi sin intervención de la conciencia.
Así pues, cuando aquí hablo de tal o cual autor, y de su influencia en mi vida o en mi obra, sé que es algo que me explico hoy en estado de vigilia, bajo la luz de los focos, durante el natural proceso de filtración de la memoria.
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Cuando tenía ocho años, mi padre me sugirió que leyera los cuentos de Mottel, el hijo de Peisi el cantor. Mi padre también había sido niño en Dinov, una pequeña aldea situada a algunos kilómetros de Lemberg, la actual Lvov, en Galitzia, región de Europa oriental. También él, como Mottel, se había quedado huérfano de padre desde muy chico, y había vivido con su hermano, su hermana y su laboriosa madre viuda.
Mi padre, que había inmigrado a Palestina en 1936, hablaba muy pocas veces de su infancia. Muy escasamente la cortina se corría para descubrirme de forma superficial un mundo singular, fascinante y abstracto, como un teatro de sombras chinescas. En él veía a mi padre de niño, sentado en el jéder5 frente a un severo maestro que, durante las clases, también arreglaba vasijas de barro rotas poniéndoles una abrazadera de alambre. Veía cómo, con solo cuatro años, volvía a casa al acabar la clase, cuando ya había oscurecido, iluminando el camino con una vela plantada en una palmatoria natural, un rábano partido por la mitad. Veía al médico llevando una rara y cara medicina al padre de mi padre, que se encontraba en el lecho de muerte: una tajada de sandía fina como una hoja de papel, mientras mi padre miraba por la ventana.
Recuerdo cuando mi padre me dio a leer los cuentos de Mottel, el hijo de Peisi el cantor, de Sholem Aleijem6 (traducido al hebreo por Y. D. Berkowitz). Me sostuvo el libro entre sus manos y yo leí el título del primer capítulo: «¡Silencio! En un día alegre no se debe llorar», y a continuación las siguientes líneas: «Estoy convencido de que nadie ha disfrutado tanto del primer resplandor de la primavera después de la Pascua como yo, Mottel, el hijo de Peisi el cantor, y el ternero del vecino, que se llama Meni».
No comprendí nada, pero en aquellas palabras había algo. Cogí el libro de las manos de mi padre y fui a sentarme en el reborde de la ventana, que era mi lugar preferido para leer. Fuera se extendía el barrio de Beit Mazmil, a cuyos habitantes les costaba acostumbrarse al nombre hebreo oficial de Kyriat Yovel. Se trataba de un amontonamiento de casas baratas cuyos habitantes, procedentes de diversos lugares de exilio, discutían en infinidad de idiomas. Los que vivían en lo que se conocía como los asbestonim porque eran unos barracones fabricados con un material que contenía asbesto, miraban con envidia a los que habían conseguido un diminuto piso en alguna de las casas baratas. Había parejas jóvenes que se enfrentaban a la vida con obstinado optimismo, y supervivientes del Holocausto que deambulaban por las calles y a los que nosotros, los niños, temíamos como si fueran fantasmas.
«Ambos, el ternero Meni y yo, tomábamos los primeros rayos del cálido sol en los calurosos días posteriores a la Pascua, respirábamos el olor a hierba fresca que crecía en la tierra que ahora había quedado al descubierto, ambos habíamos salido de nuestro sombrío cuchitril al encuentro de aquella primera mañana de primavera, agradable, luminosa y cálida. Yo, Mottel, el hijo de Peisi el cantor, había salido de la suciedad de un sótano frío que siempre olía a fermentación y a medicamentos. Y Meni, el ternero de nuestros vecinos, de una fetidez muchísimo peor: de un pequeño, oscuro e inmundo establo cuyas paredes torcidas y estropeadas dejaban pasar la nieve en invierno y la lluvia en verano.»
«¿Te gusta? —me preguntó mi padre—. Lee, sigue leyendo, así era nuestra casa.» Y en aquel momento, tal vez debido a la expresión de su rostro, de pronto comprendí, como una revelación, que por vez primera me invitaba a pasar, que me daba la llave del túnel que conducía de mi infancia a la suya.
Era un túnel extraño. Una de las bocas estaba en Jerusalén, en el joven Estado de Israel que creía que su fuerza dependía en parte de su capacidad de olvidar para poderse fraguar una nueva identidad. La otra boca se encontraba en el país llamado «allí».
En cuanto entré en aquel país, ya no pude salir de él. Tenía ocho años, y en pocos meses me tragué todas las obras de Sholem Aleijem que estaban disponibles en hebreo, tanto los libros infantiles como los libros para adultos y las obras de teatro. Cuando volví a leerlas para escribir estas líneas, me sorprendí al darme cuenta de lo poco que entonces había podido comprender y de cómo me había influido lo que no estaba explícitamente escrito en los textos. ¿Qué podía comprender un niño de ocho o nueve años de las penas de amor de Raquel por Stempenyu? ¿O de las opiniones políticas que Sholem Aleijem atribuía a Menájem Mendel, un personaje judío inadaptado y extraviado, o a su extremo opuesto, Tevye el lechero? ¿Qué sabía yo de la vida de los jóvenes estudiantes que siempre tenían un plato en las mesas de los ricos, o de la hostilidad que había en la pequeña aldea entre capitalistas y proletarios, o del conflicto entre sionistas y bundistas?
Ni lo sabía ni lo comprendía, pero algo dentro de mí me impedía dejar de lado esas historias incomprensibles escritas en un hebreo que no me era conocido. Las leía como si me estuviera metiendo en un mundo absolutamente extraño que, al mismo tiempo, era una «tierra prometida». En cierto modo, sentía que volvía a casa. Todo me influía en un gran desorden: las palabras que tenían una sonoridad bíblica, los personajes, las costumbres, los estilos de vida, el que algunas páginas, como en el Libro de leyendas de Bialik y Ravnitzki, estuvieran numeradas con letras (la numeración de algunas me insinuaba cosas), incluso su olor era absolutamente distinto del de los libros que entonces leía: Los cinco y Los siete secretos [de Enid Blyton], Chuta, Alón, chuta [de Sheraga Gafni], los libros de Erich Kästner, Julio Verne y Najum Gutman, Los pioneros [de Eliézer Smoli], Los muchachos de la calle Pal [de Ferenc Molnár], Kaitus o el secreto de Antón [de Janusz Korczak], Oz Yaoz y los cocodrilos del faraón [de Ido Seter], y todo lo que llegaba a mis manos.
Añadiré, entre paréntesis, que pertenezco a una generación que estaba habituada a leer textos sin comprender todas las palabras. A principios de 1960, leíamos libros escritos en un hebreo arcaico y ampuloso; eran traducciones de los años veinte y treinta, muy alejadas de nuestro hebreo cotidiano. Por supuesto, aquella incomprensión era un obstáculo para leer con fluidez, pero retrospectivamente me parece que, en aquel entonces, parte de mi experiencia lectora provenía precisamente de la incomprensión; del misterio y del exotismo de palabras que tenían extrañas sonoridades, del placer de comprender algo. Lo menciono porque actualmente la mayoría de los libros para niños (especialmente cuando se trata de publicaciones periódicas) están escritos en un lenguaje que raya en lo vulgar, o que incluso está por debajo de la vulgaridad; en la mayoría de libros se da prioridad a los términos más simples, incluso simplistas, es decir, a la jerga. Evidentemente, esto tiene muchas ventajas en lo que concierne al acercamiento a la lectura y a los libros de un público más amplio, pero yo no dejo de añorar la experiencia de lector en mi infancia, cuando un niño, además de leer, llenaba sus lagunas lingüísticas, adquiría sin darse cuenta un amplio y rico vocabulario, y aprendía a relacionarse con el idioma como una entidad que posee una función determinada.
En los seis volúmenes de Sholem Aleijem —unos libritos encuadernados en rojo publicados por la editorial Dvir— descubrí el mayor mundo imaginario que podía soñar: un universo que no era ni heroico ni fabuloso, y que aparentemente no tenía nada que pudiera fascinar a un niño. Pero era un mundo que me hablaba y que expresaba con palabras un cierto anhelo, una auténtica necesidad que, hasta aquel momento, no había imaginado. Era un universo poblado de casamenteras astutas, sastres, aguadores, maestros y mocosos de escuela, sacerdotes, mujeres que lavaban la ropa en el río, consumidores de rapé y contrabandistas. En él había pasteles, mantos de piel de cordero y capas de campesinos. Me encontré con prestamistas, con usureros y con bandidos que te asaltaban de noche en los bosques. Con lugares llamados Kasrilevke y Yehupetz, con personajes que tenían nombres como Hersch Leib, Shnior, Menájem Mendel, Iván Pitzkor y el padre Alexéi. Y sobre todo, entré en contacto con la extraña experiencia de encontrarme con judíos viviendo entre gentiles. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué querrían vivir con aquellos gentiles peligrosos? ¿Por qué Jávale, la hija de Tevye, se había casado con un gentil? ¿Por qué los gentiles habían echado de su casa a Tevye? ¿Cómo se podía hacer algo así, arrancar a un hombre de su casa y de su existencia con tanta facilidad, solamente diciéndole: «Vete»?
(Por cierto, no entendía el significado de la palabra gentil, y el término cristiano me resultaba confuso. Creo que hasta los nueve años estuve convencido —como tal vez la mayoría de los de mi generación— de que un «cristiano» [en hebreo, notzrí] era una especie de «egipcio» [en hebreo, mitzrí], y de que ambos eran «el enemigo».)
Todo me maravillaba, me atemorizaba y me subyugaba: el sentimiento de la fragilidad de la existencia, el sufrimiento agazapado en la cotidianidad, el miedo continuo ante un pogromo y la «caza del hombre», el diálogo fluido y casi trivial con Dios, y el poder absoluto de los sueños y su interpretación. Y también la presencia permanente de los muertos, de los «ancianos padres y ancianas madres» con los que el hombre mantiene conversaciones cotidianamente aunque hayan fallecido. La sumisión absoluta a los déspotas, al fatalismo y a la debilidad física, la compasión —incluso por el que es odiado—, la ironía, y una y otra vez el extraño vínculo con la adversidad que siempre aleteaba sobre sus cabezas y de la que nunca se sustraían.
Tal vez sea necesario mencionar que entonces ningún otro niño de los que yo conocía leía a Sholem Aleijem. Cuando, entusiasmado, hablé de mi nueva experiencia a mi mejor amigo y vecino, me miró de reojo y disimuló una sonrisa. Conseguí cambiar de tema rápidamente, pero, posteriormente, el pequeño incidente me obligó a esforzarme mucho para dar saltos suicidas desde los árboles o subirme a las grúas altísimas solo para lavar mi reputación venida a menos. Rápidamente, con la intuición de niño (es decir, de superviviente), me di cuenta de que el mundo de la pequeña aldea sería mi mundo secreto. Solo mío.
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De los ocho a los diez años, fui un agente doble de «aquí» a «allí» y viceversa. Llevaba una vida agitada entre las dos existencias. Vivía con gran entusiasmo el día a día que el Israel de los años sesenta me ofrecía, una existencia trepidante que era, a la vez, miserable y milagrosa. Como la mayoría de los niños del barrio, me esforzaba por descubrir espías árabes (en aquellos años la mitad del país se dedicaba a ello), me entrenaba para mejorar mi forma física y así conseguir que me aceptaran en el equipo de la selección de Israel que derrotaría a la malvada selección alemana, o en los paracaidistas. Pero en cuanto me era posible volvía a zambullirme en mi pequeña aldea judía, que cada vez me resultaba más tangible, comprensible y relevante, y que me transmitía un toque judío, muy judío y muy diaspórico, al que otorgaba voz, sensaciones y una existencia evidente en mi propio mundo. (Se podría decir que, simultáneamente, practicaba las volteretas de los paracaidistas y seguía dando tumbos por los túneles.)
Lo extraño era que estaba convencido de que el mundo de Sholem Aleijem —el de la pequeña aldea judía de Europa oriental— seguía existiendo en paralelo al mío. En realidad, nunca me preocupé mucho de la cuestión de su existencia o inexistencia: la literaria era tan potente y llena de vida que jamás me pasó por la cabeza cuestionármela más allá de los seis volúmenes. Pero, en lo recóndito de mi pensamiento, para mí era evidente que aquel mundo seguiría existiendo en algún lugar, con sus leyes y sus instituciones, su lenguaje y su carácter misterioso, un mundo al que siempre acompañaba una melodía entre triste y sonriente, un lamento que se resignaba con la pérdida. ¿Con qué pérdida? Lo ignoraba.
Cuando tenía unos nueve años y medio, en el momento álgido de la ceremonia conmemorativa del Holocausto, una de esas ceremonias pesadas, trilladas, grandilocuentes e impotentes ante el mismo hecho, ante la enorme cifra, seis millones...
De pronto lo comprendí: los seis millones, las víctimas, los «mártires del Holocausto», todos estos términos, a decir verdad, eran mi gente, cualquiera que fuera su nombre. Eran Mottel, Tevye, Shímele Soroker, Jávale, Stempenyu, Lili y Shimek. De pronto, en el asfalto ardiente del patio de la escuela de Beit ha-Kérem, aquella pequeña aldea me fue arrebatada.
Por vez primera comprendí lo que significaba el Holocausto. Y no exagero al decir que dicha comprensión trastornó mi mundo. Recuerdo la desazón que me invadió durante los días que siguieron —una desazón tal vez propia de los hijos de los supervivientes—, porque imaginé que entonces se me había impuesto la «responsabilidad» de acordarme de todas aquellas personas. Y no deseaba en absoluto aquella responsabilidad.
Cada niño tiene su primer muerto. Los personajes de los relatos de Sholem Aleijem fueron los míos. No podía ni seguir leyéndolos ni dejar de leerlos. Durante un cierto tiempo llevé a cabo una lectura sistemática que no recuerdo haber repetido: por última vez releí los seis volúmenes, seria y minuciosamente (poniendo atención en no reírme en los pasajes que siempre me habían divertido), y la lectura fue, al mismo tiempo, tanto el contacto con el dolor insoportable como la única vía posible de curación. Cada contacto con aquellos textos me hacía más palpable la inmensidad de la tragedia que, de algún modo, también se hacía algo más soportable. Hoy sé que a los diez años descubrí que los libros son el único lugar en el mundo donde pueden coexistir las cosas y su pérdida.
La primera parte de mi libro Véase: amor habla de un niño llamado Momik que intenta comprender la diáspora en términos israelíes. (Este nombre, Momik, ¿no será una especie de síntesis de los nombres Mottel y Élik?) Lo primordial del libro es el intento de describir la «esencia» judía en un lenguaje «israelí». Pero también es lo contrario: describir Israel en un lenguaje «diaspórico». Esta es la música interna del libro y su contrapunto.
Véase: amor trata de una historia perdida y hecha añicos. En el libro hay muchas otras historias parecidas que deben ser explicadas una y otra vez, porque es la única posibilidad de reunir los añicos de la identidad y recomponer los pedazos de un mundo desmoronado. Muchos protagonistas del libro buscan un relato perdido que les es vital, generalmente un cuento infantil, para poder contarlo de mayores y vivificarse en él. No es que quieran explicar un cuento infantil por ingenuidad, porque casi no les queda, sino porque es su forma de mantener su humanidad y quizá también una brizna de nobleza; para creer en la posibilidad de ser un niño en este mundo y confrontarla al cinismo absoluto.
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La arbitrariedad de una fuerza externa que irrumpe violentamente en la vida de un hombre, de un alma, es un tema recurrente en casi todos mis libros. En Véase: amor es el nazismo. En La sonrisa del cordero y en El tiempo amarillo,7 es una situación de ocupación militar que se cree civilizada cuando sus víctimas se encuentran a merced de la tiranía de un poder que para ellas es casi divino. En El libro de la gramática interna intenté describir la manera en que el alma —una chispa viva de múltiples facetas— está obligada a adecuarse a la dimensión impersonal de la materia, a la esencia indefinida y unívoca del cuerpo.
Libro tras libro descubrí que, si definía con más precisión la relación entre el alma del individuo y la arbitrariedad externa, si profundizaba un poco más en los detalles y en la sutileza de las sensaciones, en el último matiz del «estar allí», conseguiría superar otro milímetro del vacío que existía entre mí mismo y lo que siempre me había parecido inmutable.
No porque hubiera encontrado un modo mejor de vivir serenamente las contradicciones entre el cuerpo y el alma, ni porque hubiera comprendido realmente cómo un ser humano podía anularse hasta el punto de convertirse en parte de un mecanismo de exterminio, ni porque si escribía sobre la iniquidad de la ocupación, esta cesaría. Pero mi posición con respecto a lo inmutable ha cambiado un poco: frente a la arbitrariedad no mantengo la postura decidida que tenía antes de escribir. He descubierto nuevos matices en algunas situaciones que me parecían estancadas, eternas y monolíticas por decreto divino o humano. Dándoles los nombres y las definiciones que yo quería, me creaba una libertad de movimiento interior en mi relación con ellas, era libre de moverme ante lo que antes me paralizaba de miedo y de desesperación. Ya no era una víctima.
Esta percepción me llevó a otra preciada fuente de inspiración y de admiración: la obra del escritor Bruno Schulz.
Oí hablar por vez primera de su libro Las tiendas de canela gracias a un desconocido que un buen día, tras haber leído La sonrisa del cordero, me llamó para decirme, con afecto pero también con determinación, que estaba muy influido por Bruno Schulz.
Aunque, como he dicho, entonces no conocía la obra de Schulz, me alegró saber que me había influido. Entre paréntesis añadiré que, en más de una ocasión, algunos críticos eruditos me han hecho ver qué autor me había influido, y tras leerlo por primera vez he descubierto que tenían razón.
Bruno Schulz, un escritor judío polaco que vivió en la pequeña aldea de Drohobycz, que también se encontraba en Galitzia, era un modesto profesor de dibujo que transformó su insignificante vida hogareña en una formidable mitología. Actualmente se le considera uno de los grandes escritores del siglo XX.
Bruno Schulz creía, y esperaba, que nuestra vida cotidiana no era más que fragmentos de viejas leyendas, restos de antiguas esculturas, migajas de mitologías destrozadas. Comparaba el lenguaje humano con la primitiva serpiente legendaria que en algún momento habían cortado en miles de trozos; las palabras que, tras haber perdido aparentemente su vitalidad original, ya no son más que un simple instrumento de comunicación, a pesar de que todavía siguen «buscándose en la oscuridad».
En cada página de Bruno Schulz se percibe esta búsqueda infatigable, el ansia de una perfección distinta y antigua. Sus libros están llenos de instantes de primeros contactos, cuando de pronto las palabras «se encuentran en la oscuridad». Y entonces, en la conciencia del lector se produce una especie de «chispa eléctrica» que le hace pensar que la palabra que ha oído o leído miles de veces, súbitamente le desvela su nombre propio.
De su obra solamente se han publicado dos colecciones de cuentos y algunos relatos breves. Escribió una novela titulada El Mesías, que se ha perdido y de la que nadie conoce a ciencia cierta su contenido. Una vez me encontré con alguien que me dijo que Schulz le había mostrado las primeras líneas: amanece en una ciudad, una cierta luz, torres. No vio nada más.
Schulz escribió poco, pero en cada una de sus páginas estalla una vida desbordante digna de su nombre: una excelente disposición que tiene lugar simultáneamente en todos los niveles del consciente y del inconsciente, de las ilusiones, las añoranzas y las pesadillas. Leí el libro en un día y una noche, con un delirio desenfrenado y una sensación que ahora me avergüenza un poco, la que tienen los enamorados: la de haber encontrado a la persona que nos está destinada.
Leí todo el libro —Las tiendas de canela y El sanatorio bajo la clepsidra— sin saber nada de Bruno Schulz. Al terminarlo, también leí el epílogo de Yoram Brunowski, y entonces descubrí las circunstancias de su muerte.
En el gueto de Drohobycz, Schulz tenía un protector, defensor y patrón, un hombre de las SS llamado Landau, que le había utilizado para que pintara unos murales en su casa y en su establo. El oficial tenía un enemigo, otro oficial de las SS llamado Günther, que había perdido dinero jugando a las cartas contra Landau. Un día, el tal Günther se encontró con Bruno Schulz en la esquina de una calle y le pegó un tiro solo para hacer daño a su protector. Luego, cuando los dos oficiales se encontraron, el asesino dijo: «He matado a tu judío». Y Landau le replicó: «Muy bien. Ahora yo mataré al tuyo».
Recuerdo que cerré el libro, salí de casa y estuve dando vueltas durante horas, como si me encontrara dentro de una nebulosa. Me sentía como si hubiera perdido las ganas de vivir en un mundo donde pasaban aquellas cosas, un mundo en el que el lenguaje permitía frases tan monstruosas.
Pero ahora —en contraposición al marasmo que sentí a los diez años—, cuando ya había relacionado los horrores del Holocausto con los personajes de Sholem Aleijem, sabía cómo expresar lo que sentía. Me dije que tenía que escribir un libro sobre Bruno Schulz, un libro que temblara en la estantería y cuya vida equivaliera a un instante de la vida de un hombre. No de la vida entre comillas, la que solamente es una huella en el tiempo, sino de la vida que Bruno Schulz nos enseña en sus escritos, la vida de la vida, la vida al cuadrado.
Sé que a muchos lectores de Véase: amor les fue difícil cruzar el capítulo sobre Bruno Schulz. Para mí es la esencia del libro, la razón para escribirlo y también la razón de mi escritura. Cuando alguien me dice que no ha conseguido leerlo, me duele mucho, porque es como faltar a una cita. Por esto aprecio tanto encontrarme con los que han querido zambullirse conmigo en ese capítulo. El libro se ha traducido a varios idiomas, y nada me hace más feliz que el hecho de que la edición de mi libro en cada idioma haya supuesto la reedición de la obra de Bruno Schulz, y que cada vez más gente conozca a este autor maravilloso.
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Cuando me invitaron a dar esta conferencia sobre mis fuentes de inspiración, me preguntaron de qué libros querría hablar y qué bibliografía dar a los alumnos. Inmediatamente me puse a pensar en los libros y en los autores que habían influido en mí y en mi obra. Son muchos: los relatos de A. B. Yehoshua, La colina del mal consejo de Amos Oz, las obras de Kafka, La montaña mágica de Thomas Mann, las obras de Heinrich Böll y de Virginia Woolf, y muchas más. Evidentemente, también me cosquilleaba la tentación de hablar de Joyce y de Camus, a los que quiero mucho, y dejar de una pieza a ciertos intelectuales ilustres con algunas citas de una epopeya groenlandesa de la que no habían oído hablar...
Pero cuando Bialik escribió Mi poesía, no habló de sus fuentes de inspiración literarias, ni evocó la biblioteca de una juventud que ya había dejado atrás. A la pregunta: «¿Sabes de quién heredé la poesía?», responde algo así como: del canto seco y vacío del grillo que se había instalado en casa de su padre, y del profundo suspirar de su madre al quedarse viuda.
Así pues, no hablaré de los autores ni de los libros que me han marcado, sino de una sensación casi física que tal vez no sea la «fuente de inspiración», pero sí el origen absolutamente evidente de mi necesidad de escribir. Me resulta difícil definir esta sensación o resumirla en pocas palabras. Bruno Schulz habla de la asfixia entre «las murallas inexpugnables del horror que nos rodean». Tal vez se trate de esto. O de una forma de claustrofobia, de sentirse encerrado entre las palabras de los demás. Para comprender esa sensación escribí el Libro de la gramática interna, que es la historia de un joven que no está dispuesto a aceptar el peso de las convenciones y de las costumbres que ve a su alrededor, ni los clichés del lenguaje, ni el dictado físico, limitado y unívoco de su propio cuerpo.
La acción transcurre en los años sesenta en Jerusalén. Aarón Kleinfeld vive en un entorno que es, esencialmente, de refugiados, de personas que acaban de escapar de una gran catástrofe y que, con el resto de sus fuerzas, tratan de crearse una nueva vida y una nueva lengua. Se aferran con un entusiasmo a veces grotesco a los objetos, a la comida y a todo lo que sea tangible y material. Construyen un mundo concreto, físico, unívoco, natural y, por consiguiente, muy agresivo y arbitrario. Un mundo que invade devastadoramente la intimidad de los individuos que lo integran.
Para mí, el libro trata del nacimiento de un artista dentro de las «murallas inexpugnables del horror». Aarón, que al principio de la narración tiene doce años, es un niño brillante, desbordante de alegría, de inventiva y de imaginación, pero que nota cómo esa invasión cada vez le ahoga más. Le rodea por todas partes y mete sus groseros dedos en su alma y en su cuerpo. A Aarón incluso le parece que el proceso fisiológico de la pubertad ante el que se encuentra es parte de esa invasión.
Lentamente, se va creando cierto alejamiento, incluso animosidad, entre Aarón y su cuerpo, es decir, entre él y una parte de su ser, la que tiene una existencia extrínseca y objetiva, que también es la más íntima.
Aarón ve que sus compañeros empiezan a hacerse mayores y a cambiar, como si todos a la vez obedecieran una orden oculta a la que él no está dispuesto a someterse. Algo de lo singular e ineludible del proceso le estremece porque le parece que carece de libertad, que es casi humillante.
El caso de Aarón es, evidentemente, un caso extremo, pero imagino que todos recordamos lo que sentíamos en la adolescencia, cuando uno entra en un túnel que dura varios años sin saber lo que el destino le deparará, cómo saldrá de él, en qué cuerpo y en qué alma.
Con el paso de los años, también nosotros hemos descubierto lo que Aarón —por supuesto inconscientemente— teme por encima de todo, lo que supuestamente le lleva a no querer obedecer las leyes de la carne: saber cuán simple es para el alma rendirse al materialismo y cambiar paulatinamente al mecanismo de funcionamiento del cuerpo, con sus arterias calcificadas, sus calambres, sus articulaciones entumecidas y sus reflejos automáticos.
Frente a la burocracia del cuerpo que le es impuesta, Aarón percibe que la mejor forma de expresar su libertad, su personalidad y su sexualidad es a través del lenguaje. Puesto que el lenguaje es una especie de «cuerpo» de doble cara, exterior e interior, Aarón sufre cada vez que el «interior» y el «exterior» chocan: cuando los que le rodean usan un lenguaje sin valor o cuando desdeñan algo que en el alma de Aarón tiene una existencia más pura y fiel. A partir de cierto momento, instintivamente percibe que ya no podrá utilizar aquellas palabras como hacen los demás, con falta de discernimiento, con indiferencia, con torpeza.
Recordemos que el relato transcurre durante los días anteriores a la guerra de los Seis Días, cuando todas las personas con las que Aarón se encuentra utilizan el mismo estilo marcial, temeroso y arrogante, las mismas consignas y la misma aspereza. Todos profetizan en un mismo tono, lo que deprime profundamente al chico, tanto por el fondo grosero que contiene aquel discurso uniforme y propagandístico como por la sensación de que, en cierto modo, todos pertenecen a un mismo sistema de símbolos secreto y hermético salvo él, que nunca tendrá la suficiente grosería ni la insensibilidad necesaria para formar parte de él.
Así pues, se crea en el fondo de sí mismo, debajo de su corazón, un hospital de palabras enfermas. Recopila palabras de uso cotidiano, las lleva allí y las purifica llevando a cabo los ritos más complejos, y solo cuando ha concluido el proceso de purificación siente que vale la pena utilizarlas. Cuando las palabras han pasado a través de su cuerpo y de su alma, ya le pertenecen.
Evidentemente, ese proceso condena a Aarón a una soledad total, le hace prisionero de su mundo interior, de su lenguaje particular con el que crea en sí mismo a su amada y a su mejor amigo, con los cuales es incapaz de establecer una relación normal en lo que se conoce como la «realidad». El libro concluye cuando Aarón se encierra dentro de una vieja nevera, esperando poder salir de ella gracias a la chispa artística de su infancia y al truco de magia de Harry Houdini más difícil que conoce. ¿Lo conseguirá?
Tengo la respuesta, pero antes de darla quiero pasar del lenguaje privado y personal a otro más general, al lenguaje que ha sido mi «fuente de inspiración inversa» en tres obras: en la novela La sonrisa del cordero y en dos libros testimoniales, El tiempo amarillo y Presencias ausentes. Son libros que intentan, cada uno a su manera, describir la realidad política del momento en un lenguaje que no sea público, común, nacionalizado.
Desgraciadamente, hace casi un siglo que los israelíes vivimos en una situación de conflicto brutal cuya influencia se nota en todos los aspectos de la existencia y, por supuesto, también en el lenguaje y en lo que a través de él se expresa.
Cuando un país o una sociedad se enfrentan, sean cuales sean los motivos, a una situación de litigio continuo entre sus valores fundamentales y una situación política determinada, se crea un conflicto, o una auténtica fragmentación, entre dicha sociedad y su identidad, entre ella y su «voz interior».
Cuando la situación se vuelve más complicada y contradictoria, cuando la sociedad se ve obligada a transigir cada vez más para poder soportar sus contradicciones, se crea un sistema ad hoc de convenciones, de «valores para momentos de crisis», como si llevara una especie de doble contabilidad de su identidad.
No estoy diciendo nada nuevo. Quien haya vivido en una realidad parecida, como nosotros en Israel, comprenderá fácilmente que los miedos son los que materializan a su alrededor los ideales, que las necesidades se transforman en valores, y cómo uno se crea una visión del mundo subjetiva y una imagen de sí mismo que no tiene nada que ver con la realidad.
A medida que nuestros sentimientos de encierro y de error aumentan, se crea un foso entre los individuos —las víctimas de la situación— y la propia situación, de modo que no saben cómo afrontarla hasta que empiezan a verla como un designio del cielo.
Ese foso se va llenando de desesperación, de fatalismo y de apatía. Y en este vacío también se crea un lenguaje especial. Un lenguaje que, generalmente, es una manipulación llevada a cabo por los que están interesados en que la situación distorsionada persista. Es un lenguaje cuyas palabras no están pensadas para describir la realidad sino para empañarla, oscurecerla y «aplacarla». Partes de este lenguaje describen una realidad inexistente, imaginaria e ilusoria, mientras que otras realidades, mayores y más complicadas, se quedan sin palabras con la esperanza de que, de algún modo, desaparezcan. Que se esfumen.
En circunstancias así es cuando queda al descubierto una de las habilidades más dudosas del hombre: la de volverse pasivo, borrarse, reducir la superficie del alma para que no se dañe. Dicho en otras palabras, la habilidad de ser una víctima.
Retrocedamos once años, a la primavera de 1987. Hace veinte años que, como consecuencia de la guerra de los Seis Días, Israel gobierna a más de dos millones de palestinos. Desde todos los puntos de vista, se trata de una situación difícil. Sin embargo, es evidente que tanto la mayoría de los israelíes como un elevado número de palestinos han aprendido a vivir en la perversión de una situación que muchos ven como invariable. Con el transcurso del tiempo se tiene la sensación de que se ha creado un statu quo y, evidentemente, cada vez hay más argumentos para justificarlo, incluso para consagrarlo. Los periódicos de la época casi no dicen nada de lo que ocurría en los Territorios. Solo de vez en cuando se encuentran algunas informaciones sobre incidentes violentos, escritas en formatos convencionales que parecen eslóganes y que no atraen en absoluto la atención.
En aquella época, yo trabajaba como presentador de noticias en Kol Israel, la emisora pública, donde decenas de veces, por no decir centenares, tuve que transmitir noticias redactadas en los siguientes términos: «En el transcurso de las violaciones del orden que han tenido lugar en los Territorios, ha resultado muerto un joven lugareño».
Prestemos atención a la sutileza de la expresión «violaciones del orden»: como si en los Territorios ocupados existiera un «orden» o una «situación normal» que por un momento se hubiera interrumpido.
«En los Territorios»: jamás se habla explícitamente de «territorios ocupados».
«Un joven»: podría haber sido un niño de tres años. Por supuesto, siempre es anónimo.
«Lugareño»: para no decir, Dios nos libre, palestino, es decir, alguien con una definición nacional clara.
Hay que prestar una atención especial al verbo «ha resultado muerto»: nadie le ha matado. Sería casi insoportable que nuestras manos estuvieran llenas de su sangre, así que «ha resultado muerto». (A veces la voz pasiva también es el último refugio del patriota.)
Puesto que habíamos perdido la facultad de emplear las palabras apropiadas para describir la realidad, un buen día, en diciembre de 1987, despertamos a una realidad indescriptible. Israel se había engañado con tal eficiencia que el ejército ni siquiera tenía un plan de contingencia para contener las masivas manifestaciones, y al principio de la intifada los servicios de seguridad enviaron urgentemente emisarios a los mercados de más dudosa reputación del mundo para que compraran lanzarredes, balas de goma, vehículos lanzadores de ripio y otros artilugios semejantes.
Un Estado que ocupa y oprime a otro debería estar preparado para tales manifestaciones multitudinarias. Pero Israel no lo estaba porque ignoraba que era el ocupante y el opresor, porque ni siquiera admitía que había otro pueblo.
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Nueve meses antes de que estallara la intifada escribí El tiempo amarillo. El libro no decía nada nuevo sobre los acontecimientos, que eran archiconocidos, pero para comprender realmente lo que veía y sentía, debía formularlo con palabras nuevas. Un día, cuando empezaba a escribirlo, fui al campo de refugiados de Dheisha, y allí me encontré con una realidad indescriptible porque no tenía palabras para hacerlo, sentí algo que hacía años que no experimentaba, no en el contexto de la política general: que en cualquier situación la conciencia tiene la libertad de enfrentarse de una manera distinta, nueva, a la realidad. Y que escribir sobre la realidad es el medio más simple para no ser una víctima.
En este sentido, escribir estos libros testimoniales me dio la sensación de recuperar partes de mí mismo que el prolongado conflicto en el que vivimos me había confiscado, nacionalizado o transformado en una «zona militar cerrada». También pude comprender que desprendernos voluntariamente de partes de nuestra alma nos costaba muy caro, tanto como desprendernos de partes del país. Supe que en esa confrontación no solamente matábamos a los palestinos, y me pregunté por qué seguíamos resignándonos no solo al asesinato sino también al suicidio.
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El título del libro Tú serás mi cuchillo es una paráfrasis de una frase que Kafka escribió a Milena: «El amor es que tú eres para mí el cuchillo con el que hurgo en mis entrañas».
El libro de la gramática interna no existiría si antes no hubiera escrito Véase: amor. Lo mismo ocurre con Tú serás mi cuchillo con respecto a El libro de la gramática interna. Supongo que este también es la base del libro que le seguirá. Para mí es muy evidente que se trata de un largo camino que uno debe recorrer muy despacio para saber que toda una vida no será suficiente ni siquiera para trazar el mapa de la primera curva.
En El libro de la gramática interna me formulé muchas cuestiones complejas, frases que actualmente tengo ante mí como un veredicto. Pero son las que harán posible que pueda reunir la fuerza necesaria para salir de la soledad de Aarón Kleinfeld y, en cierto sentido, escapar de la nevera del final de aquel libro y encaminarme —en una situación literaria distinta y con un protagonista distinto, un adulto— hacia un personaje que no pertenezca al imaginario, que sea real, una mujer de carne y hueso y alma. Para creer en la posibilidad de que otro pueda existir en el interior de uno mismo: creer que un hombre puede morar en el cuerpo, en el alma y en el lenguaje de otro, y no asustarse. Descubrir que es posible encontrar a otro con quien compartir los miedos más profundos y mudos, y hallar las llaves para abrir los cerrojos de las trampas más infames en las que nosotros mismos nos dejamos caer.
También se trata de un viaje hacia el lenguaje correcto. Un viaje en el que la mujer es, en cierta forma, una guía que conduce al hombre hacia su verdadero lenguaje, un lenguaje que ella le ha grabado en su interior tras una dura lucha, hasta que, hacia el final del libro, ambos se crean su propio lenguaje. El libro intenta ser el único lugar en el que este lenguaje interior y privado tendrá sentido; el lenguaje de su amor.
Ensayo escrito en 1998 y publicado por primera vez en 2002
(Ruth Kartun-Blum, ed., Escritores y poetas
hablan de sus fuentes de inspiración, Yediot Ajaronot,
Tel Aviv, 2002, pp. 33-46)