APERTURA

Los Estados Unidos se están convirtiendo en un problema para el mundo. Antes estábamos más acostumbrados a ver en ellos una solución. Durante medio siglo fueron garantes de la libertad política y el orden económico, pero en la actualidad se están transformando en un factor de desorden internacional cada vez más preocupante, puesto que no dudan en alimentar la incertidumbre y el conflicto siempre que pueden. Hoy, exigen que todo el planeta reconozca que ciertos Estados de importancia secundaria constituyen un «eje del mal» que debe ser combatido y aniquilado: el Iraq de Sadam Husein, vocinglero pero insignificante como potencia militar, la Corea del Norte de Kim Jong-il, primer (y último) comunismo en instituir una sucesión por primogenitura, un residuo de otra época llamado a desaparecer sin intervención exterior alguna. Irán, otro blanco recurrente, es un país importante desde el punto de vista estratégico, claramente inmerso en un proceso de apaciguamiento interno y externo. Sin embargo, el gobierno norteamericano lo estigmatiza obsesivamente como miembro de pleno derecho de ese eje del mal. Los Estados Unidos provocaron a China bombardeando su embajada en Belgrado durante la guerra de Kosovo y atiborrando de micrófonos fácilmente localizables un Boeing destinado a sus dirigentes. Entre tres abrazos públicos y dos acuerdos de desarme nuclear, también provocaron a Rusia patrocinando, a través de Radio Free Europe, emisiones en lengua chechena, enviando consejeros militares a Georgia y estableciendo bases permanentes en la antigua Asia central soviética; es decir, en las mismas narices del ejército ruso. Finalmente, la guinda teórica de ese militarismo febril: el Pentágono ha filtrado documentos sobre posibles ataques nucleares a países no nuclearizados. El gobierno de Washington aplica así un modelo estratégico clásico pero inadaptado a una nación de escala continental, la «estrategia del loco», que consiste en presentarse como irresponsable ante los adversarios potenciales para intimidarlos. En cuanto al famoso escudo espacial, que rompería el equilibrio nuclear y permitiría a Estados Unidos reinar sobre el resto del mundo mediante el terror, con él nos introducimos en un universo digno de la ciencia ficción. ¿Cómo sorprenderse ante la nueva actitud de desconfianza y miedo que embarga, uno tras otro, a todos aquellos que basaban su política exterior en un axioma tranquilizador: la única superpotencia es ante todo responsable?

Los aliados y clientes tradicionales de Estados Unidos están tanto más inquietos cuanto más cerca se encuentran de las zonas designadas por su líder como sensibles. Corea del Sur recuerda continuamente que no se siente amenazada por su vecino paleocomunista del Norte; Kuwait afirma que ya no tiene contencioso alguno con Iraq.

Rusia, China e Irán, tres naciones cuya prioridad absoluta es el desarrollo económico, tienen una sola preocupación estratégica: resistir a las provocaciones estadounidenses, no hacer nada; y lo que es más, actualmente militan por la estabilidad y el orden mundial, algo que hubiera sido inconcebible hace sólo diez años.

Por su parte, los grandes aliados de Estados Unidos están cada vez más perplejos, se sienten cada vez más incómodos. En Europa, donde sólo Francia se jactaba de su independencia, observamos con cierta sorpresa a una Alemania irritada y a un Reino Unido, fiel entre los fieles, claramente inquieto. Al otro lado de Eurasia, el silencio de Japón expresa un malestar creciente más que una adhesión sin fisuras.

Los europeos no comprenden por qué Estados Unidos se niega a resolver la cuestión palestino-israelí, cuando tiene un poder absoluto sobre la misma. Empiezan a preguntarse si, en el fondo, Washington no estará satisfecho con la existencia de un foco de tensión perpetuo en Oriente Próximo y con la creciente hostilidad que los pueblos árabes manifiesten hacia el mundo occidental.

La organización Al Qaeda, un hatajo de terroristas desequilibrados y geniales, ha emergido de una región definida y limitada del planeta, Arabia Saudí, aunque Bin Laden y sus lugartenientes hubiesen reclutado a algunos tránsfugas egipcios y a un puñado de colgados procedentes de los suburbios de Europa occidental. Los Estados Unidos se esfuerzan, no obstante, en transformar a Al Qaeda en una potencia tan estable como maléfica, el «terrorismo», omnipresente –de Bosnia a Filipinas, de Chechenia a Pakistán, del Líbano a Yemen–, legitimando así cualquier acción punitiva, en cualquier momento y en cualquier lugar. La elevación del terrorismo al estatus de fuerza universal institucionaliza un estado de guerra permanente a escala planetaria: una cuarta guerra mundial, según ciertos autores norteamericanos que ya no tienen reparos en hacer el ridículo considerando la guerra fría como la tercera[1]. Es como si los Estados Unidos buscasen, por una razón oscura, el mantenimiento de cierto nivel de tensión internacional, de una situación de guerra limitada pero endémica.

A tan sólo un año del 11 de septiembre, esta percepción de Estados Unidos resulta paradójica. Durante las horas que siguieron a los atentados contra el World Trade Center fuimos testigos de la dimensión más profunda y simpática de la hegemonía americana: un poder aceptado en un mundo que admitía, muy mayoritariamente, que sólo la organización capitalista de la vida económica y democrática de la vida política eran razonables y posibles. Entonces vimos claramente que la fuerza principal de Estados Unidos era su legitimidad. La solidaridad de las naciones del mundo fue inmediata; todas condenaron el atentado. Entre los aliados europeos brotó un deseo de solidaridad activa que se expresó en la implicación de la OTAN. En cuanto a Rusia, no desperdició la oportunidad de demostrar que, por encima de todo, deseaba mantener buenas relaciones con el Oeste. No en vano, proporcionó a la Alianza del Norte afgana el armamento que necesitaba, y abrió a las fuerzas armadas estadounidenses el espacio estratégico indispensable en Asia central. Sin la participación activa de Rusia, la ofensiva americana en Afganistán hubiera sido imposible.

El atentado del 11 de septiembre ha fascinado a los psiquiatras: la revelación de la fragilidad de Estados Unidos causó inestabilidad en todas partes, no sólo entre los adultos, sino también entre sus hijos. Una verdadera crisis psíquica puso de manifiesto la arquitectura mental del planeta, de la que Estados Unidos, única pero legítima superpotencia, constituía una especie de clave de bóveda inconsciente. Proamericanos y antiamericanos eran como niños privados de la autoridad que tanto necesitaban, ya fuese para someterse a ella o para combatirla. En suma, el atentado del 11 de septiembre reveló el carácter voluntario de nuestra servidumbre. La teoría del soft power de Joseph Nye quedaba ampliamente verificada: los Estados Unidos no reinaban solamente, ni siquiera principalmente, por las armas, sino por el prestigio de sus valores, de sus instituciones y de su cultura.

Tres meses más tarde, el mundo parecía haber vuelto a su equilibrio normal. Los Estados Unidos habían vencido, volvían a ser omnipotentes gracias a la fuerza de unos cuantos bombardeos. Los vasallos volvían a sus asuntos, esencialmente económicos e internos. Los contestatarios se disponían a retomar, en el punto en que la habían dejado, su eterna condena del imperialismo americano.

Todo el mundo esperaba que la herida del 11 de septiembre –bastante relativa si pensamos en las experiencias europea, rusa, japonesa, china o palestina de la guerra– acercase a Estados Unidos al común de los mortales, lo hiciese más sensible a los problemas de los pobres y los débiles. El mundo tuvo un sueño: el reconocimiento de todas las naciones, o casi todas, de la legitimidad del poder estadounidense iba a conducir a la emergencia de un verdadero imperio del bien, el planeta dominado aceptaría un poder central, los dominadores norteamericanos se someterían a la idea de justicia.

Pero entonces el comportamiento internacional de Estados Unidos empezó a cambiar. A lo largo del año 2002, vimos resurgir la tendencia a la unilateralidad, ya manifiesta durante la segunda mitad de la década de los 90, con el rechazo de Washington, en diciembre de 1997, del Tratado de Ottawa que prohibía las minas antipersonas y, en julio de 1998, del acuerdo para la creación de una Corte Penal Internacional. La historia parecía volver a su curso anterior con el rechazo de Estados Unidos del protocolo de Kyoto sobre las emisiones de gas carbónico.

La lucha contra Al Qaeda, que, si hubiese sido dirigida modesta y razonablemente, hubiera consolidado la legitimidad de Estados Unidos, puso de manifiesto su irresponsabilidad. La imagen de unos Estados Unidos narcisistas, sobreexcitados y agresivos reemplazó, en algunos meses, la de la nación herida, simpática e indispensable para nuestro equilibrio. Y en ese punto nos encontramos. Pero ¿dónde nos encontramos realmente?

Lo más inquietante de la situación actual es, en el fondo, la ausencia de un modelo explicativo satisfactorio para el comportamiento norteamericano. ¿Por qué la «superpotencia solitaria» ya no es, conforme a la tradición establecida tras la Segunda Guerra Mundial, fundamentalmente bonachona y razonable? ¿Por qué es tan activa y desestabilizadora? ¿Porque es omnipotente? O, por el contrario, ¿porque siente cómo se le escapa el mundo que está a punto de nacer?

Antes de proceder a la elaboración de un modelo explicativo riguroso del comportamiento internacional de Estados Unidos, tenemos que deshacernos de la imagen estandarizada de una nación cuyo único problema sería el exceso de poder. Los antiamericanos profesionales no nos serán de ninguna utilidad en nuestro empeño, pero los pensadores del establishment serán guías muy seguros.

RETORNO A LA PROBLEMÁTICA DEL DECLIVE

Los antiamericanos estructurales nos proponen su respuesta habitual: los Estados Unidos, encarnación estatal de la malignidad del sistema capitalista, son malos por naturaleza. Éste es un gran momento para los antiamericanos de toda la vida, admiradores o no de pequeños déspotas locales como Fidel Castro, hayan comprendido o no el fracaso inapelable de la economía dirigida, puesto que por fin pueden invocar sin ruborizarse una contribución negativa de los Estados Unidos al equilibrio y la felicidad del planeta. No nos engañemos, la relación con la realidad y con el tiempo de esos antiamericanos estructurales es la de los relojes parados que, lógicamente, siguen dando la hora dos veces al día. Por otra parte, los más típicos son americanos. Quien lea los textos de Noam Chomsky, no encontrará en ellos conciencia alguna de la evolución del mundo. Nada ha cambiado: los Estados Unidos siguen siendo los que eran antes del desmoronamiento de la amenaza soviética: militaristas, opresivos, falsamente liberales, lo mismo hoy en Iraq que hace un cuarto de siglo en Vietnam[2]. Pero, según Chomsky, los Estados Unidos no son solamente malos, sino también omnipotentes.

En un estilo más cultural y moderno, podemos mencionar Jihad vs. Mc World, de Benjamin Barber, que nos presenta el cuadro de un mundo asolado por el enfrentamiento entre una despreciable infracultura americana y unos no menos insoportables tribalismos residuales[3]. Pero la victoria anunciada de la americanización sugiere que, más allá de su postura crítica, y sin ser plenamente consciente de ello, Benjamin Barber es otro nacionalista americano. Él también sobrestima el potencial de su país.

En ese mismo registro sobrevalorativo encontramos la noción de hiperpotencia americana. Cualquiera que sea la opinión que nos inspire la política exterior desarrollada por Hubert Védrine cuando era ministro de Asuntos Exteriores, hay que admitir que ese concepto que tanto le gusta más que iluminar a los analistas, los ciega.

Esas interpretaciones no nos ayudarán a comprender la situación actual. Todas ellas dibujan a unos Estados Unidos exagerados, a veces en la dimensión del mal, siempre en la del poder, y nos impiden descifrar el misterio de la política exterior norteamericana, porque la solución debe buscarse en su debilidad y no en su poderío. La trayectoria estratégica errática y agresiva, en suma, las maneras de borracho de la «superpotencia solitaria», sólo pueden explicarse de manera satisfactoria mediante la comprensión de ciertas contradicciones no resueltas o insolubles, y de los sentimientos de inferioridad y miedo que se derivan de ellas.

La lectura de los análisis publicados por el establishment americano es más reveladora. Más allá de todas sus divergencias, encontramos, en Paul Kennedy, Samuel Huntington, Zbigniew Brzezinski, Henry Kissinger o Robert Gilpin la misma visión comedida de una nación que, lejos de ser invencible, debe gestionar la inexorable reducción de su poder relativo en un mundo cada vez más poblado y desarrollado. Los análisis del potencial norteamericano son diversos: económico en Kennedy o Gilpin, cultural y religioso en Huntington, diplomático y militar en Brzezinski o Kissinger. Pero en todos los casos nos encontramos frente a una representación inquieta de la fuerza de Estados Unidos, cuyo poder sobre el mundo parece frágil y amenazado.

Kissinger, al margen de su fidelidad a los principios del realismo estratégico y de la admiración que siente por su propia inteligencia, hoy por hoy carece de una visión de conjunto. Su última obra, Does America need a Foreign Policy? no es más que un catálogo de dificultades locales[4]. Pero en The Rise and Fall of Great Powers, una obra de Paul Kennedy ya antigua, pues data de 1988, encontramos una descripción muy útil de un sistema norteamericano amenazado de imperial overstretch, cuyo desproporcionado despliegue militar y diplomático se deriva de una pérdida de potencial económico relativo[5]. Samuel Huntington publicó en 1996 The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, versión larga de un artículo aparecido en 1993 en la revista Foreign Affairs cuyo tono es francamente depresivo[6]. Al leer su libro, a menudo nos asalta la impresión de tener en las manos un pastiche estratégico de El declive de Occidente, de Spengler. Huntington llega a poner en cuestión la universalización de la lengua inglesa, y recomienda un modesto repliegue de Estados Unidos sobre su alianza con Europa occidental, es decir, con el bloque católico-protestante, rechazando a los «ortodoxos» del Este de Europa y abandonando a su suerte a otros dos pilares del sistema estratégico norteamericano, Japón e Israel, marcados con el sello de la otredad cultural.

La visión de Robert Gilpin combina consideraciones económicas y culturales; es muy universitaria, muy prudente, muy inteligente. Gilpin, que cree en la persistencia del Estado-nación, percibe en su Global Political Economy las debilidades potenciales del sistema económico y financiero norteamericano, y la amenaza fundamental que supone la «regionalización» del planeta: si Europa y Japón organizasen, cada uno por su lado, sus zonas de influencia, la existencia de un centro americano del mundo sería superflua, con todas las dificultades que implicaría, en tal configuración, la redefinición del papel económico de los Estados Unidos[7].

Pero fue Brzezinski quien, en 1997, en The Grand Chessboard, se mostró más perspicaz, pese a su desinterés por las cuestiones económicas[8]. Para comprender bien su interpretación, hay que hacer girar un globo terráqueo y ser conscientes del extraordinario aislamiento geográfico de Estados Unidos: el centro político del mundo está en realidad lejos del mundo. A menudo se acusa a Brzezinski de ser un imperialista simplón, arrogante y brutal. En efecto, sus recetas estratégicas pueden hacernos sonreír, sobre todo cuando designa a Ucrania y a Uzbekistán como objetos necesarios de las atenciones de Estados Unidos. Pero su percepción de una Eurasia donde se concentra la mayoría de la población y la economía mundiales es fundamental, máxime cuando esa Eurasia se está reunificando tras el desmoronamiento del comunismo y tiende, cada vez más, a olvidar a los Estados Unidos, aislados en su nuevo mundo; se trata de una intuición fulgurante de la verdadera amenaza que planea sobre el sistema norteamericano.

LA PARADOJA DE FUKUYAMA: DEL TRIUNFO A LA INUTILIDAD DE ESTADOS UNIDOS

Si queremos comprender la inquietud que corroe al establishment norteamericano, debemos reflexionar seriamente sobre las implicaciones estratégicas que tiene para Estados Unidos la hipótesis del fin de la historia propuesta por Francis Fukuyama. Esta teoría, que data de los años 1989-1992, fue motivo de diversión entre los intelectuales parisinos, asombrados por el uso simplificado pero altamente consumible que Fukuyama hacía de Hegel[9]. Según Fukuyama, la historia tiene un sentido y culminará en la universalización de la democracia liberal. El desmoronamiento del comunismo no sería entonces más que una etapa en la marcha hacia la libertad humana, que sucedería a aquella otra etapa importante que supuso la caída de las dictaduras del sur de Europa: Portugal, España o Grecia. La emergencia de la democracia en Turquía se inscribe en ese proceso, así como la consolidación de las democracias latinoamericanas. Coincidiendo con el desmoronamiento del sistema soviético, este modelo de la historia humana fue acogido en Francia como un típico ejemplo de la ingenuidad y el optimismo americanos. Quien tenga en mente al Hegel de carne y hueso, sometido a Prusia, respetuoso hacia el autoritarismo luterano y devoto del Estado, disfrutará con esta divertida caricatura del mismo como demócrata individualista. El que nos propone Fukuyama es un Hegel edulcorado por los estudios Disney. Por otra parte, Hegel se interesaba por el desarrollo del espíritu en la historia, pero Fukuyama, incluso cuando teoriza sobre la educación, privilegia siempre el factor económico y, a menudo, recuerda más a Marx, que anunciaba otro fin de la historia completamente diferente[10]. El carácter secundario del desarrollo educativo y cultural en su modelo hacen de Fukuyama un hegeliano bastante extraño, sin duda contaminado por el economismo delirante de la vida intelectual norteamericana.

Una vez planteadas estas reservas, debemos reconocer a Fukuyama una mirada empírica muy ágil y pertinente sobre la historia en curso. Observar, ya en 1989, que la universalización de la democracia liberal era una posibilidad que merecía ser examinada fue toda una hazaña. Por su parte, los intelectuales europeos, menos sensibles al movimiento de la historia, concentraban sus facultades analíticas en la condena del comunismo, es decir, en el pasado. Fukuyama tuvo el mérito de especular sobre el futuro, que es más difícil, pero también más útil. Por mi parte, creo que la visión de Fukuyama contiene una importante parte de verdad, pero no capta la estabilización del planeta en toda su amplitud educativa y demográfica.

Dejemos de lado por un momento el problema de la validez de la hipótesis de Fukuyama sobre la democratización del mundo y concentrémonos en sus implicaciones a medio plazo para Estados Unidos.

Fukuyama integra en su modelo la ley de Michael Doyle, cuya conclusión es la imposibilidad de una guerra entre democracias liberales; esta teoría data de comienzos de los años ochenta y se inspira en Kant más que en Hegel[11]. Con Doyle nos encontramos ante un segundo caso de empirismo anglosajón, aparentemente ingenuo pero, en la práctica productivo. El hecho de que la guerra sea imposible entre democracias se verifica mediante el examen de la historia concreta, que demuestra que, si bien las democracias liberales no escapan a la guerra contra sistemas adversos, nunca combaten entre ellas.

La democracia liberal moderna tiende hacia la paz en toda circunstancia. No se puede reprochar a las democracias francesa y británica de los años 1933-1939 su belicismo, y, lamentablemente, el aislacionismo de la democracia americana hasta Pearl Harbor es fácil de constatar. Sin negar la escalada nacionalista que se produjo en Francia y en Gran Bretaña antes de 1914, hay que admitir que fueron el Imperio austrohúngaro y Alemania, cuyos gobiernos no eran, en la práctica, responsables ante el Parlamento, los que arrastraron a Europa a la Primera Guerra Mundial.

El sentido común sugiere que a un pueblo con un nivel educativo elevado y un nivel de vida satisfactorio no le será fácil producir una mayoría parlamentaria capaz de declarar una guerra mayor. Dos pueblos con una organización similar encontrarán inevitablemente una solución pacífica a sus diferencias. Pero la pandilla incontrolada que dirige, por definición, un sistema no democrático y no liberal, tiene mucha más libertad de maniobra para decidir romper las hostilidades, yendo así contra el deseo de paz que generalmente alberga la mayoría de los hombres ordinarios.

Si a la universalización de la democracia liberal (Fukuyama) le sumamos la imposibilidad de la guerra entre democracias (Doyle), obtenemos un planeta instalado en la paz perpetua.

Un cínico de la vieja tradición europea sonreirá e invocará la eterna e inmutable capacidad del hombre para hacer el mal y la guerra. Pero sigamos el razonamiento sin detenernos en esta objeción, busquemos las implicaciones de este modelo para Estados Unidos. La defensa de un principio democrático que se percibía bajo amenaza –la del nazismo alemán, el militarismo japonés, o los comunismos ruso y chino– se ha convertido en su especialidad por obra de la historia. La Segunda Guerra Mundial, y después la guerra fría, institucionalizaron, si se nos permite la expresión, esa función histórica de Estados Unidos. Pero si la democracia triunfase en todas partes, se produciría la paradoja de que los Estados Unidos, como potencia militar, se volverían inútiles para el mundo y tendrían que resignarse a no ser más que una democracia más.

Esta inutilidad de Estados Unidos es una de las dos angustias fundamentales de Washington, y una de las claves que permiten comprender su política exterior. La formalización de este nuevo miedo entre los jefes de la diplomacia norteamericana a menudo se ha manifestado, como suele ocurrir, bajo la forma de una afirmación inversa: en febrero de 1998, Madeleine Albright, a la sazón secretaria de Estado de Clinton, definió a Estados Unidos como la nación indispensable[12] cuando intentaba justificar un bombardeo con misiles sobre Iraq. Como bien dijera Sacha Guitry[13], lo contrario de la verdad está ya muy cerca de la verdad. Si se afirma oficialmente que los Estados Unidos son indispensables, es evidente que la cuestión de su utilidad para el planeta está sobre la mesa. Los dirigentes dejan filtrar así, mediante pequeños lapsus, la inquietud de los analistas estratégicos. Madeleine Albright expresaba a través de una negación la doctrina Brzezinski, que percibe la situación excéntrica, aislada, de Estados Unidos, lejos de esa Eurasia tan poblada, tan industriosa, donde podría concentrarse la historia de un mundo apaciguado.

En el fondo, Brzezinski acepta la amenaza implícita en la paradoja de Fukuyama y propone una técnica diplomática y militar para conservar el control del Viejo Mundo. Huntington no es tan buen perdedor: no acepta el universalismo simpático del modelo de Fukuyama y se niega a contemplar la eventualidad de que los valores democráticos y liberales se extiendan por todo el planeta. Muy al contrario, este autor se refugia en una categorización religiosa y étnica de los pueblos, la mayoría de ellos excluidos por naturaleza del ideal «occidental».

En este punto de la reflexión no se trata de escoger entre las diversas posibilidades históricas: ¿la democracia liberal es generalizable? Si así fuera, ¿garantiza la paz? Pero tenemos que comprender que Brzezinski y Huntington contestan a Fukuyama, y que la posibilidad de una marginación de Estados Unidos, paradójica cuando el mundo entero se inquieta ante su omnipotencia, obsesiona a las elites americanas. Lejos de dejarse tentar por un regreso al aislacionismo, los Estados Unidos tienen miedo a quedar aislados, a encontrarse solos en un mundo que ya no los necesite. Pero ¿por qué tienen miedo ahora de un distanciamiento con el resto del mundo que fue su razón de ser desde la Declaración de Independencia, en 1776, a Pearl Harbor, en 1941?

DE LA AUTONOMÍA A LA DEPENDENCIA ECONÓMICA

Ese miedo a devenir inútiles, y al aislamiento que podría derivarse, es, para los Estados Unidos, más que un fenómeno nuevo, una verdadera inversión de su postura histórica. La separación respecto a un Viejo Mundo corrompido fue uno de los mitos fundadores de América, tal vez el principal. Tierra de libertad, de abundancia y de perfeccionamiento moral, los Estados Unidos de América optaron por desarrollarse con independencia de Europa, sin mezclarse en los conflictos degradantes de las cínicas naciones del Viejo Continente.

En realidad, el aislamiento del siglo XIX sólo fue diplomático y militar, puesto que el crecimiento económico de Estados Unidos se alimentó con dos flujos continuos e indispensables llegados de Europa: por un lado el capital, por otro el trabajo. Las inversiones europeas y la inmigración de mano de obra con un alto grado de alfabetización fueron los verdaderos trampolines económicos de la experiencia americana. Por otra parte, a fines del siglo XIX, los Estados Unidos no sólo disponían de la economía más potente del planeta, sino también de la más autosuficiente, masivamente productora de materias primas y ampliamente excedentaria en el plano comercial.

A principios del siglo XX, los Estados Unidos ya no necesitaban al mundo. Teniendo en cuenta su poder efectivo, sus primeras intervenciones en Asia y América Latina fueron bastante modestas. Pero, como se hizo evidente a partir de la Primera Guerra Mundial, el planeta sí los necesitaba a ellos. Los Estados Unidos no tardaron mucho en acudir a la llamada: en 1917 exactamente. Después volvieron a optar por el aislamiento al negarse a ratificar el Tratado de Versalles. Hubo que esperar a Pearl Harbor y a que Alemania les declarase la guerra para que los Estados Unidos, a iniciativa, si se nos permite la expresión, de Japón y Alemania, ocupasen el lugar en el mundo que correspondía a su potencial económico.

En 1945, el producto nacional bruto norteamericano representaba más de la mitad del producto bruto mundial, y el efecto de dominación fue mecánico, inmediato. Ciertamente, el comunismo se extendía, hacia 1950, por el corazón de Eurasia, de Alemania del Este a Corea del Norte. Pero los Estados Unidos, potencia naval y aérea, controlaban estratégicamente el resto del planeta con la bendición de una multitud de aliados y clientes cuya prioridad era la lucha contra el sistema soviético. La hegemonía norteamericana quedó instaurada con la aprobación de buena parte del mundo, y pese al apoyo que numerosos intelectuales, obreros y campesinos proporcionaron, aquí y allá, al comunismo.

Si queremos comprender la evolución de los acontecimientos, tenemos que admitir que esa hegemonía fue beneficiosa durante muchos años. Sin el reconocimiento del carácter generalmente beneficioso que tuvo la dominación americana entre 1950 y 1990, no podremos captar la importancia del viraje ulterior de Estados Unidos de la utilidad a la inutilidad; y las dificultades que se desprenden, para ellos tanto como para nosotros, de tal viraje.

Entre 1950 y 1990, la hegemonía sobre la porción no comunista del planeta casi hubiera merecido el título de imperio. Sus recursos económicos, militares e ideológicos proporcionaron a Estados Unidos, durante un tiempo, todas las dimensiones del poder imperial. La predominancia de los principios económicos liberales en la esfera dirigida política y militarmente desde Washington ha acabado trasformando el mundo –es lo que llamamos «globalización»–. Por otra parte, también ha afectado profundamente a la estructura interna de la nación dominante, debilitando su economía y deformando su sociedad. Al principio, el proceso fue lento, progresivo. Sin que los actores de la historia se diesen realmente cuenta, quedó establecida una relación de dependencia entre Estados Unidos y su esfera de influencia. A comienzos de los años setenta, apareció el déficit comercial de Estados Unidos, elemento estructural de la economía mundial.

El derrumbamiento del comunismo acarreó una dramática aceleración del proceso de dependencia. Entre 1990 y 2000, el déficit comercial estadounidense pasó de 100.000 a 450.000 millones de dólares. Para equilibrar sus cuentas exteriores, los Estados Unidos necesitan un flujo de capitales exteriores de volumen equivalente. En este comienzo del tercer milenio, ya no pueden vivir sólo de su producción. En un momento en que el mundo, en vías de estabilización educativa, demográfica y democrática, está a punto de descubrir que puede prescindir de los Estados Unidos, éstos descubren que no pueden prescindir del mundo.

El debate sobre la «globalización» está parcialmente desconectado de la realidad, porque aceptamos, demasiado a menudo, la representación ortodoxa de intercambios comerciales y financieros simétricos, homogéneos, en los que ninguna nación ocupa una posición particular. Las nociones abstractas de trabajo, beneficio y libertad de circulación del capital enmascaran un elemento fundamental: el papel específico de la nación más importante en la nueva organización del mundo económico. Si bien su potencial económico relativo ha retrocedido mucho, los Estados Unidos han conseguido aumentar masivamente su capacidad de exacción sobre la economía mundial, hasta el punto de que es posible afirmar objetivamente que se han convertido en una nación depredadora. ¿Esta situación debe interpretarse como un signo de poder o de debilidad? Lo que es seguro es que los Estados Unidos van a tener que luchar política y militarmente para mantener una hegemonía en adelante indispensable si quieren mantener su nivel de vida.

Esta inversión de la relación de dependencia económica es el segundo factor importante, que, combinado con el primero, la multiplicación de las democracias, permite explicar una situación mundial bastante inusual, el extraño comportamiento de Estados Unidos y el desconcierto del planeta. ¿Cómo administrar una superpotencia económicamente dependiente y políticamente inútil?

Podríamos detener aquí la elaboración de este inquietante modelo, y reconfortarnos recordando que, después de todo, los Estados Unidos son una democracia, que las democracias no se hacen la guerra entre sí, y que, en consecuencia, los Estados Unidos no pueden llegar a ser peligrosos para el mundo, agresivos ni provocadores. A través del método de ensayo y error, el gobierno de Washington acabará encontrando las vías para su readaptación económica y política a ese nuevo mundo. ¿Por qué no? Pero también debemos ser conscientes de que las crisis de las democracias avanzadas, cada vez más visibles, cada vez más preocupantes, sobre todo en América, no nos permiten seguir considerando a Estados Unidos como una nación pacífica por naturaleza.

La historia no se detiene nunca: la emergencia planetaria de la democracia no debe hacernos olvidar que las democracias más antiguas –Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, especialmente– siguen evolucionando. Actualmente, todo indica que tienden a transformarse progresivamente en sistemas oligárquicos. El concepto de inversión, útil para comprender la relación económica de Estados Unidos con el planeta, también lo es para analizar el dinamismo democrático en el mundo. La democracia está progresando allí donde era débil, pero, en los lugares donde era fuerte, está experimentando una regresión.

LA DEGENERACIÓN DE LA DEMOCRACIA ESTADOUNIDENSE Y LA GUERRA COMO POSIBILIDAD

La fuerza de Fukuyama radica en haber identificado muy pronto un proceso de estabilización del mundo no occidental. Pero, como hemos visto, su percepción de las sociedades está influida por el economismo; para él, el factor educativo no es el motor central de la historia, y se interesa poco por la demografía. Fukuyama no ve que la alfabetización de las masas es la variable independiente, explicativa, de la escalada democrática e individualista que él mismo señala. Su mayor error es deducir el fin de la historia de la generalización de la democracia liberal. Tal conclusión presupone que esta forma política es estable, si no perfecta, y que su historia se detiene una vez realizada. Pero si la democracia no es más que la superestructura política de una etapa cultural, la instrucción primaria, la continuación de la revolución educativa, con el desarrollo de las enseñanzas secundaria y superior, sólo puede desestabilizarla allí donde había aparecido en primer lugar, precisamente cuando empieza a consolidarse en los países que apenas alcanzan la alfabetización masiva[14].

La educación secundaria y, sobre todo, superior, reintroducen en la organización mental e ideológica de las sociedades desarrolladas la noción de desigualdad. Aquellos que han recibido una educación superior, tras un tiempo de vacilación y de falsa conciencia, acaban sintiéndose realmente superiores. En los países avanzados está emergiendo una clase nueva que, simplificando, representa el 20 por 100 de la estructura social en el plano numérico y el 50 por 100 en el monetario. A esta nueva clase le cuesta cada vez más soportar la presión del sufragio universal.

El auge de la alfabetización nos había trasladado al mundo de Tocqueville, para quien el avance de la democracia era «providencial», casi efecto de una voluntad divina. El auge de la educación superior nos hace vivir hoy otro avance «providencial» y calamitoso hacia la oligarquía. Es un sorprendente regreso al mundo de Aristóteles, en el que la oligarquía podía suceder a la democracia.

En el mismo momento en que la democracia empieza a implantarse en Eurasia, se debilita en su lugar de origen: la sociedad norteamericana se transforma en un sistema de dominación fundamentalmente desigual, fenómeno perfectamente conceptualizado por Michael Lind en The Next American Nation[15]. En este libro encontramos la primera descripción sistemática de la nueva clase dirigente norteamericana posdemocrática, the overclass.

No hay por qué sentir celos. Francia está casi tan avanzada como Estados Unidos en esa vía. Curiosas «democracias» estos sistemas políticos en cuyo seno cohabitan elitismo y populismo, en los que subsiste el sufragio universal, pero en los que las elites de derechas e izquierdas coinciden en impedir cualquier reorientación de la política económica conducente a la reducción de la desigualdad. Se trata de un universo cada vez más disparatado en el que el juego electoral debe desembocar, tras un titánico enfrentamiento mediático, en el statu quo. El buen entendimiento en el seno de las elites, reflejo de la existencia del pensamiento único, impide que el sistema político aparente se desintegre, incluso cuando el sufragio universal sugiriese la posibilidad de una crisis. George W. Bush fue elegido presidente de Estados Unidos tras un proceso tan opaco que no es posible afirmar que venció aritméticamente. Pero en la otra gran república «histórica», Francia, se dio, poco después, el caso contrario, y por lo tanto muy cercano a la lógica de Sacha Guitry, de un presidente elegido con el 82 por 100 de los sufragios. La cuasi unanimidad francesa resulta de otro mecanismo sociológico y político de obstrucción de las aspiraciones del 20 por 100 de abajo por el 20 por 100 de arriba, que por el momento controlan ideológicamente al 60 por 100 de en medio. Pero el resultado es el mismo: el proceso electoral no tiene ninguna importancia práctica; y la tasa de abstención aumenta irresistiblemente.

En Gran Bretaña, se dan los mismos procesos de re-estratification cultural. Michael Young los analizó precozmente en The Rise of the Meritocracy, breve ensayo realmente profético, pues data de 1958[16]. Pero la fase democrática de Inglaterra ha sido tardía y moderada: el pasado aristocrático, tan cercano, aún encarnado en la persistencia de acentos de clase de extremada nitidez, facilita una lenta transición hacia el nuevo mundo de la oligarquía occidental. La nueva clase estadounidense es por otra parte ligeramente envidiosa, como manifiesta su actitud anglófila, nostálgica de un pasado victoriano que no es el suyo[17].

Por tanto, sería inexacto e injusto restringir la crisis de la democracia a Estados Unidos. Gran Bretaña y Francia, las dos viejas naciones liberales asociadas por la historia a la democracia americana, están inmersas en procesos de decadencia oligárquica paralelos. Pero ambas son, en el sistema político y económico mundial globalizado, dominadas. Ambas deben, por tanto, tener en cuenta el equilibrio de sus intercambios comerciales. Sus trayectorias sociales deben, en un momento dado, separarse de la de Estados Unidos. Y no creo que un día se hable de las «oligarquías occidentales» como antes se hablaba de las «democracias occidentales».

Pero ésa es la segunda gran inversión que explica las difíciles relaciones entre Estados Unidos y el mundo. Los progresos planetarios de la democracia enmascaran el debilitamiento de la democracia en su lugar de nacimiento. La inversión es mal percibida por los participantes en el juego planetario. Los Estados Unidos aún manejan muy bien, por costumbre más que por cinismo, el lenguaje de la libertad y de la igualdad. Y, por supuesto, la democratización del planeta está lejos de haber terminado.

Pero este paso hacia una fase nueva, oligárquica, anula la aplicación a Estados Unidos de la ley Doyle sobre las consecuencias inevitablemente apaciguadoras de la democracia liberal. Se puede afirmar que existen comportamientos agresivos por parte de una casta dirigente mal controlada, y una política militar aventurera. En realidad, si bien la hipótesis de unos Estados Unidos oligárquicos nos autoriza a restringir el dominio de validez de la ley Doyle, sobre todo, nos permite aceptar la realidad empírica de unos Estados Unidos agresivos. Ni siquiera podemos seguir excluyendo a priori la hipótesis estratégica de unos Estados Unidos que agrediesen a las democracias, recientes o antiguas. Con tal esquema reconciliamos –no sin cierta malicia, es cierto– a los «idealistas» anglosajones, que esperan de la democracia liberal el final de los conflictos militares, y a los «realistas» de la misma cultura, que perciben el campo de las relaciones internacionales como un espacio anárquico poblado por Estados agresivos por los siglos de los siglos. Admitiendo que la democracia liberal conduzca a la paz, admitimos también que su debilitamiento puede conducir a la guerra. Incluso si la ley Doyle fuera cierta, no habrá una paz perpetua de espíritu kantiano.

UN MODELO EXPLICATIVO

En este ensayo voy a desarrollar un modelo explicativo formalmente paradójico, pero cuya esencia se resume fácilmente: en el momento en que el mundo descubre la democracia y aprende a pasarse políticamente sin los Estados Unidos, éstos tienden a perder sus características democráticas y descubren que no pueden pasarse económicamente sin el mundo.

El planeta se enfrenta por tanto a una doble inversión: inversión de la relación de dependencia económica entre el mundo y Estados Unidos; inversión de la dinámica democrática, ahora positiva en Eurasia y negativa en Estados Unidos.

Una vez planteados estos significativos procesos sociohistóricos, podemos comprender la aparente extrañeza de las acciones norteamericanas. El objetivo de Estados Unidos ya no es defender un orden democrático y liberal que se vacía lentamente de contenido en los mismos Estados Unidos. El abastecimiento de bienes diversos y de capitales se vuelve primordial: el objetivo estratégico fundamental de Estados Unidos es ahora el control político de los recursos mundiales.

No obstante, el declinante poderío económico, militar e ideológico de los Estados Unidos no les permite controlar efectivamente un mundo demasiado vasto, demasiado poblado, demasiado alfabetizado, demasiado democrático. La neutralización de los obstáculos reales para la hegemonía americana, los verdaderos actores estratégicos que son Rusia, Europa y Japón, es un objetivo desmesurado e inaccesible. Los Estados Unidos están obligados a negociar con ellos y, la mayoría de las veces, a doblegarse. Por eso tienen que encontrar una solución, real o ficticia, para su angustiosa dependencia económica; tienen que permanecer en el centro del mundo, al menos simbólicamente, y, para ello, escenificar su «potencia», perdón, su «omnipotencia». Estamos asistiendo por tanto al desarrollo de un militarismo teatral que comprende tres elementos esenciales:

– No solucionar nunca definitivamente un problema, para justificar así la acción militar indefinida de la «única superpotencia» a escala planetaria.

– Concentrarse en determinadas micropotencias –Iraq, Irán, Corea del Norte, Cuba, etc.–. La única forma de permanecer políticamente en el centro del mundo es «enfrentarse» con sparrings de segunda fila que realcen la potencia norteamericana, a fin de impedir, o al menos retrasar, la toma de conciencia de las potencias mayores llamadas a compartir con Estados Unidos el control del planeta: a medio plazo, Europa, Japón y Rusia, y a más largo plazo, China.

– Desarrollar nuevas armas que se supone colocarán a Estados Unidos «muy por delante» en una carrera de armamentos que no debe cesar nunca.

Esta estrategia convierte sin duda a Estados Unidos en un obstáculo nuevo e inesperado para la paz en el mundo, pero sus dimensiones no son amenazadoras. La lista y el tamaño de los blancos define objetivamente el poder de Estados Unidos, capaz como mucho de enfrentarse con Iraq, Irán, Corea del Norte o Cuba. No hay razón alguna para alarmarse y condenar la emergencia de un imperio americano que en realidad está en vías de descomposición, una década después del imperio soviético.

Tal interpretación de los equilibrios de fuerza planetarios conducirá naturalmente a algunas proposiciones de orden estratégico cuyo objetivo no será beneficiar a tal o cual nación, sino gestionar el declive de Estados Unidos lo mejor posible para todas ellas.


[1] Norman Podhoretz, «How to win World War IV», Commentary, febrero 2002, pp. 19-28.

[2] Por ejemplo: Noam Chomsky, Rogue States. The Rule of Force in World Affairs, Londres, Pluto Press, 2000.

[3] Benjamin R. Barber, Jihad vs. Mc World. How Globalism and Tribalism are reshaping the World, New York, Ballantine Books, 1995.

[4] Henry Kissinger, Does America need a Foreign Policy? Toward a Diplomacy for the 21st Century, New York, Simon and Schuster, 2001.

[5] Paul Kennedy, The Rise and Fall of Great Powers. Economic Change and Military Conflict from 1500 to 2000, Londres, Fontana Press, 1989; primera edición 1988.

[6] Samuel P. Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, Londres, Touchstone Books, 1998; primera edición americana 1996.

[7] Robert Gilpin, Global Political Economy. Understanding the International Economic Order, Princeton University Press, 2001.

[8] Zbigniew Brzezinski, The Grand Chessboard. American Primacy and its Geostrategic Imperatives, New York, Basic Books, 1997.

[9] Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, Londres, Penguin Books, 1992.

[10] Ibid., p. 116: la educación aparece como una consecuencia de la sociedad industrial.

[11] Michael Doyle, «Kant, liberal legacies and foreign policy», Philosophy and Public Affairs, I y II, 1983 (12), pp. 205-235 y 323-353.

[12] «If we have to use force, it is because we are America. We are the indispensable nation. We stand tall. We see farther into the future».

[13] Actor, autor dramático y cineasta francés (1885-1957), autor de piezas como Mon père avait raison o Le mot de Cambronne, y películas como La poison o Si Versailles m’était conté [N. del T.].

[14] Sobre los detalles de este mecanismo, véase mi libro L’illusion économique, Gallimard, 1998, nueva edición en «Folio», capítulo 5.

[15] Michael Lind, The Next American Nation. The New Nationalism and the Fourth American Revolution, Nueva York, The Free Press, 1995.

[16] Michael Young, The Rise of the Meritocracy, Harmondsworth, Penguin, 1961, primera edición 1958.

[17] Michael Lind, op. cit., p. 145.