CAPÍTULO II

La gran amenaza democrática

El examen de los parámetros educativos y demográficos a escala planetaria apoya la hipótesis de Fukuyama sobre la existencia de cierto sentido de la historia. La alfabetización y el control de la fecundidad son, hoy en día, universales humanos. Ahora bien, es fácil asociar esos dos aspectos del progreso al auge de un «individualismo» cuya culminación sólo puede ser la afirmación del individuo en la esfera política. Una de las primeras definiciones de la democracia fue la de Aristóteles, que, perfectamente moderno, asociaba la libertad (eleutheria) a la igualdad (isonomia) para permitir al hombre «vivir su vida como quiera».

El aprendizaje de la lectura y la escritura, efectivamente, permite que cada cual acceda a un nivel de conciencia superior. El descenso de los índices de fecundidad revela la profundidad de esta mutación psicológica, que afecta ampliamente al terreno de la sexualidad. No es, por tanto, ilógico observar una multiplicación de regímenes políticos que tienden hacia la democracia liberal en este mundo que se unifica gracias a la alfabetización y el equilibrio demográfico. Podemos plantear la hipótesis de que unos individuos a los que la alfabetización ha hecho conscientes e iguales no pueden ser gobernados de forma autoritaria indefinidamente; o, lo que viene a ser lo mismo, que el coste práctico de un autoritarismo ejercido sobre poblaciones que han despertado a cierto tipo de conciencia vuelve económicamente no competitiva a la sociedad que lo padece. De hecho, se puede especular hasta el infinito sobre las interacciones entre educación y democracia. Esta asociación era perfectamente clara para un hombre como Condorcet, que situaba el movimiento de la educación en el corazón de su Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain[1]. No es demasiado difícil explicar a partir de ese factor trascendental la percepción que tenía Tocqueville de un avance «providencial» de la democracia.

Esta interpretación me parece mucho más auténticamente «hegeliana» que la de Fukuyama, que se pierde un poco en el economismo y la obsesión del progreso material. También me parece más realista, más verosímil como explicación de la multiplicación de las democracias: en Europa del Este, en la antigua esfera de influencia soviética, América Latina, Turquía, Irán, Indonesia, Taiwán, Corea. Pues no se puede explicar el florecimiento de sistemas electorales pluralistas en función de la prosperidad creciente del mundo. La era de la globalización corresponde en el terreno económico a un descenso de las tasas de crecimiento, a una ralentización del aumento del nivel de vida, a veces incluso a bajas, y casi siempre a un aumento de las desigualdades. El poder explicativo de una secuencia «economista» es más que dudoso: ¿cómo podría una incertidumbre material creciente conducir a la caída de los regímenes dictatoriales y a la estabilización de los procedimientos electorales? La hipótesis educativa, en cambio, permite captar el avance de la igualdad bajo la apariencia de la desigualdad económica.

Cualesquiera que sean las críticas dirigidas contra Fukuyama, no es irrazonable considerar su hipótesis de un mundo finalmente unificado por la democracia liberal, con la posible consecuencia de una paz general que se desprendería de la ley Doyle sobre la imposibilidad de una guerra entre democracias. No obstante, debemos admitir que las trayectorias seguidas por las diversas naciones y regiones del mundo son bastante diversas.

El simple sentido común nos lleva a dudar de la convergencia absoluta hacia un modelo económico y político liberal de naciones que han vivido experiencias históricas tan diversas como la revolución inglesa, la Revolución francesa, el comunismo, el nazismo, el jomeinismo, el nacional-comunismo vietnamita o el régimen de los jemeres rojos. Fukuyama responde a sus propias dudas sobre la realidad de esa convergencia cuando evoca la actual democracia japonesa, formalmente perfecta, pero que tiene la particularidad de mantener en el poder, desde la guerra, y con excepción de un breve paréntesis de menos de un año, en 1993-1994, al partido demócrata-liberal. En Japón, la elección de los gobernantes se lleva a cabo a través de una lucha de clanes en el interior del partido dominante. Según Fukuyama, la ausencia de alternancia de partidos en el poder no nos impide en absoluto calificar al régimen japonés de democracia, porque ésta resulta de la libre elección de los electores.

El modelo sueco, estructurado por una preponderancia de larga duración del partido socialdemócrata, recuerda al japonés. En la medida en que el sistema sueco apareció de forma endógena, sin ocupación extranjera como en el caso de Japón, sin duda podemos aceptar la definición de Fukuyama de una democracia liberal en la que la alternancia no sería un rasgo central.

Sin embargo, la coexistencia de la alternancia anglosajona y de la continuidad japonesa o sueca sugiere la existencia de modelos democráticos bien distintos y, por tanto, de una convergencia que no puede ser completa.

DIVERSIDAD ANTROPOLÓGICA INICIAL

El problema fundamental con el que tropieza la ciencia política ortodoxa es que, actualmente, no dispone de ninguna explicación convincente para la dramática divergencia ideológica de las sociedades en fase de modernización. En el capítulo precedente vimos lo que tienen en común todos los despegues culturales: alfabetización, descenso de la fecundidad, activación política, sin olvidar el desconcierto y la violencia de la transición que resultan del desarraigo mental. No obstante, hay que admitir que la dictadura militar de Cromwell, que autorizó el reparto de las iglesias entre sectas protestantes rivales, y la dictadura bolchevique, que convirtió todo un continente en un campo de concentración, expresan valores diferentes. Y que el totalitarismo comunista, firmemente apegado al principio de la igualdad entre los hombres, difiere en sus valores del nazismo, para el que la desigualdad de los pueblos era un artículo de fe.

En 1983, en La troisième planète. Structures familiales et systèmes idéologiques, propuse una explicación de orden antropológico para la divergencia política de las sociedades en fase de modernización[2]. Hoy en día, la hipótesis familiar permite describir y comprender la persistente diversidad del mundo democrático que parece a punto de nacer.

Los sistemas familiares de los campesinados desarraigados por la modernidad eran portadores de valores muy diversos, liberales o autoritarios, igualitarios o no, que fueron reutilizados como materiales de construcción por las ideologías del periodo de modernización.

– El liberalismo anglosajón proyectó al terreno político el ideal de independencia mutua que caracterizaba las relaciones entre padres e hijos de la familia inglesa, así como la ausencia de referencia igualitaria en la relación entre hermanos.

– La Revolución francesa transfiguró el liberalismo de la interacción entre padres e hijos y el igualitarismo del lazo entre hermanos, típico de los campesinos de la región parisina en el siglo XVIII, en una doctrina universal de la libertad y la igualdad de los hombres.

– Los mujiks rusos trataban a sus hijos de forma igualitaria, pero los conservaban bajo su autoridad hasta su propia muerte, estuviesen casados o no: la ideología rusa de transición, el comunismo, fue no solamente igualitario, a la manera francesa, sino también autoritario. Esta fórmula fue adoptada allí donde predominaban las estructuras familiares de tipo ruso: en China, Yugoslavia, Vietnam; sin olvidar, en ciertas regiones de Europa, las preferencias electorales comunistas de los campesinos de Toscana, el Limousin o Finlandia.

– En Alemania, los valores autoritarios y no igualitarios de la familia tipo, que designaba en cada generación un heredero único, fomentaron el aumento de poder del nazismo, ideología autoritaria y no igualitaria. Japón y Suecia representan variantes muy atenuadas de este modelo antropológico.

– La estructura de la familia arábigo-musulmana permite explicar ciertos aspectos del islamismo radical, una ideología de transición más, pero caracterizada por la combinación única de igualitarismo y de una aspiración comunitaria que no llega a cuajar en estatismo. Este modelo antropológico específico alcanza, más allá del mundo árabe, países como Irán, Pakistán, Afganistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kirguistán, Azerbaiyán y parte de Turquía. El estatus inferior de la mujer en este modelo familiar no es sino el elemento más evidente del mismo. Está cerca del modelo ruso por su forma comunitaria, que asocia al padre a sus hijos casados, pero se distingue fuertemente del mismo por la preferencia del matrimonio endogámico entre primos. El matrimonio entre primos carnales, particularmente entre hijos de dos hermanos, induce una relación hacia la autoridad muy específica, tanto en el ámbito familiar como en el ideológico. La relación entre padre e hijos no es verdaderamente autoritaria. La costumbre se impone sobre el padre, y la asociación horizontal entre hermanos es la relación fundamental. El sistema es muy igualitario, muy comunitario, pero no favorece en absoluto el respeto hacia la autoridad en general y hacia el Estado en particular[3]. El nivel endogámico es variable según el sitio: un 15 por 100 en Turquía, del 25 al 35 por 100 en el mundo árabe, un 50 por 100 en Pakistán. Confieso que espero con cierta curiosidad de antropólogo el desarrollo del proceso de modernización mental e ideológico de Pakistán, país límite en el plano antropológico por su máxima endogamia. Desde ahora mismo, podemos afirmar que su metamorfosis no será como la de Irán, donde la tasa de endogamia familiar es del 25 por 100. Este aliado tan poco fiable de los Estados Unidos aún no ha acabado de difundir su mensaje ideológico, ni tampoco de asombrarnos.

Tabla 3. Porcentaje de matrimonios entre primos en la primera mitad de los años noventa

Sudán

50

Pakistán

57

Mauritania

40

Túnez

36

Jordania

36

Arabia Saudí

36

Siria

35

Omán

33

Yemen

31

Qatar

30

Kuwait

30

Argelia

29

Egipto

25

Marruecos

25

Emiratos Árabes

25

Irán

25

Bahrein

23

Turquía

15

Fuente: Demographic and Health Survey.

Podríamos multiplicar los ejemplos y los desarrollos. Lo importante es percibir una dimensión antropológica inicial, inscrita en el espacio y las costumbres campesinas antes del proceso de modernización. Regiones y pueblos portadores de valores familiares diversos se ven arrastrados, en fechas sucesivas y según ritmos más o menos rápidos, hacia un mismo movimiento de desarraigo. Si captamos a la vez la diversidad familiar original del mundo campesino, variable antropológica, y la universalidad del proceso de alfabetización, variable histórica, podemos pensar, simultáneamente, el sentido de la historia y los fenómenos de divergencia.

UN ESQUEMA POSIBLE: HISTERIA DE TRANSICIÓN Y CONVERGENCIA DEMOCRÁTICA

En un primer momento, la crisis de transición «histeriza» los valores antropológicos. El desarraigo de la modernidad conduce, por reacción, a la reafirmación ideológica de los valores tradicionales de la familia. Por eso todas las ideologías de transición son, en cierto sentido, fundamentalistas, integristas: conscientemente o no, todas reafirman su apego al pasado, incluso cuando pretenden ser violentamente modernas, como en el caso del comunismo, por ejemplo. El partido único, la economía centralizada, y aún más el KGB, se apropiaron, en Rusia, del papel totalitario de la familia campesina tradicional[4].

Todas las sociedades tradicionales se ven arrastradas por el mismo movimiento de la historia: la alfabetización. Pero la transición dramatiza las oposiciones entre pueblos y naciones. Entonces, los antagonismos entre franceses y alemanes, entre anglosajones y rusos, parecen máximos, porque, bajo un ropaje ideológico, cada uno proclama, si puede decirse así, su especificidad antropológica original. Hoy, el mundo arábigo-musulmán dramatiza otra vez su diferencia con Occidente, especialmente en lo que se refiere al estatus de la mujer, precisamente ahora que las mujeres de Irán, o del mundo árabe, están emancipándose a través de la contracepción.

Después, la crisis se aplaca. Poco a poco se hace evidente que todos los sistemas antropológicos están atravesados, con desfases pero en paralelo, por el mismo ascenso del individualismo asociado a la alfabetización. El elemento de convergencia democrática acaba emergiendo.

Por supuesto, no todos los sistemas antropológicos afrontan de la misma forma el ascenso del individualismo democrático. ¿Cómo podrían hacerlo? El valor «libertad» es en ciertos sistemas, el anglosajón y el francés especialmente, original, está inscrito en el zócalo familiar; el avance de la historia no aporta sino una formalización, una radicalización de su expresión. En los casos de los sistemas alemán, japonés, ruso, chino o árabe, el auge del individualismo ataca ciertos valores antropológicos iniciales, de ahí la mayor violencia del proceso de transición y algunas diferencias en su culminación; una vez atenuados, los valores «autoridad» o «comunidad» que caracterizan a esos sistemas no son aniquilados. Así pues, podemos dar cuenta de las diferencias observadas entre los modelos democráticos del mundo pacificado posteriores a la transición demográfica. Japón, con su incombustible partido demócrata-liberal, su cohesión social y su capitalismo industrial y exportador, no es Estados Unidos. La Rusia poscomunista y el Irán posterior a Jomeini no se convertirán a la forma social hiper-individualista que predomina en los Estados Unidos.

Es difícil aceptar la idea de que todas las «democracias» surgidas de la transición son o serán esencialmente estables, o incluso realmente similares en su modo de funcionamiento a las democracias liberales anglosajona y francesa. Plantearse la posibilidad de un mundo pacificado, admitir una tendencia general hacia un mayor individualismo y creer en el triunfo universal de la democracia liberal son cosas bastante diferentes. Por el momento, no obstante, nada permite despreciar la hipótesis de Fukuyama.

Incluso el fracaso de la primera democratización china poscomunista, que culminó con la instauración de un régimen mixto que combina liberalismo económico y autoritarismo político, no es forzosamente un obstáculo para la teoría. Es posible interpretar esa fase como provisional. Contrariamente a lo que sugiere Huntington, el ejemplo de Taiwán, donde desde hace algunos años se observa el desarrollo de una verdadera democracia, sugiere que no existe ninguna incompatibilidad esencial entre China y la democracia.

Paradójicamente, es mucho más difícil imaginar la estabilización democrática y liberal a largo plazo en América Latina. Allí, las estructuras familiares están especialmente atomizadas, las estructuras económicas son radicalmente no igualitarias y, desde el siglo XIX, se vienen sucediendo alternativamente ciclos democráticos y golpes militares. De hecho, cuando se conoce la historia de América Latina, incluso resulta difícil imaginar una estabilización autoritaria duradera. Sin embargo, pese a las formidables dificultades económicas y las indescriptibles peripecias políticas, la democracia argentina resiste. En cuanto a Venezuela, donde en abril de 2002, la patronal, la Iglesia, las cadenas de televisión privadas y parte del ejército intentaron un golpe de Estado contra el presidente Chávez, ha demostrado una solidez democrática inesperada. Es cierto que la tasa de alfabetización de la población adulta es del 93 por 100, y la de los jóvenes entre 15 y 24 años del 98 por 100. Unas pocas cadenas de televisión no bastan para manipular a una población que sabe leer, y no sólo mirar. La transformación de las mentalidades es profunda: las mujeres venezolanas controlan su fecundidad, pues, a principios del año 2002, el número de hijos por mujer bajó a 2,9.

La persistencia de la democracia venezolana ha sorprendido particularmente al gobierno norteamericano, que se apresuró a aprobar el golpe de Estado, interesante signo de su nueva indiferencia hacia los principios de la democracia liberal. Es posible imaginar a un Fukuyama feliz ante la resistencia democrática de Venezuela, conforme a su modelo, pero tal vez algo confuso al ver que Estados Unidos se desinteresa oficialmente de los principios de libertad e igualdad en el preciso momento en que empiezan a triunfar en el antiguo Tercer Mundo.

Si nos ceñimos al propósito limitado de este libro, que es examinar el reajuste de las relaciones de Estados Unidos con el mundo, no necesitamos llegar a una conclusión definitiva sobre la cuestión de la democratización general del planeta para avanzar. Nos bastará con constatar que, tras una fase de modernización, las sociedades se apaciguan y encuentran una forma de gobierno no totalitario aceptada por la mayoría de la población. Basta con aceptar una versión mínima de la hipótesis de Fukuyama sobre la universalización de la democracia liberal. Podemos adoptar el mismo enfoque minimalista respecto a la aplicación de la ley Doyle sobre la imposibilidad de la guerra entre democracias. ¿Por qué no considerar una ley «ampliada» y no dogmática que postule que la guerra entre esas sociedades pacificadas es poco verosímil? En ese contexto, saber si su democratización a través de la alfabetización universal hace de sus sistemas políticos equivalentes estrictos de los modelos liberales anglosajón o francés es una cuestión muy secundaria.

LAS NACIONES UNIDAS DE EUROPA

El espacio europeo occidental es, ciertamente, el lugar de aplicación privilegiada del juego de hipótesis derivado de los trabajos de Fukuyama y Doyle, pese a que la incapacidad del continente para alcanzar el equilibrio por sí mismo impide considerar su experiencia como absolutamente concluyente. Los Estados Unidos garantizaron militarmente la instauración y la estabilización de la democracia liberal tras la Segunda Guerra Mundial. Al igual que Japón, Alemania occidental fue, durante algunos años, un verdadero protectorado norteamericano. Después de dos siglos de hiperactividad ideológica y bélica, la transformación de Europa en un espacio de paz y cooperación entre todas las naciones ilustra bien la posibilidad de una pacificación del mundo. En pleno centro de Europa, las relaciones franco-alemanas son particularmente representativas de un estado de guerra que se está transformando en algo muy parecido a la paz perpetua.

La estabilización democrática y la pacificación no implican en absoluto una convergencia integral de Europa hacia un único modelo sociopolítico. Las viejas naciones, con sus lenguas, sus estructuras sociales y sus costumbres, siguen bien vivas. Para demostrar su persistencia, podríamos examinar la diversidad de modos de gestión de conflictos, sistemas de partidos, tipos de alternancia gubernamental. Pero también podemos, más brusca y fundamentalmente, ceñirnos al nivel demográfico.

En lo que concierne a la natalidad, todos los países europeos han acabado su transición: sus índices de fecundidad son, no obstante, muy desiguales, y van de 1,1 a 1,9 hijos por mujer. Si nos limitamos a las grandes naciones de Europa, en realidad pequeñas o modestas a escala mundial, podremos relacionar la distribución de los niveles de fecundidad y las tradiciones ideológicas. El Reino Unido y Francia se distinguen por sus índices de fecundidad razonablemente elevados: 1,7 y 1,9 hijos por mujer respectivamente, cerca del umbral de reproducción de las generaciones y del 1,8 de la población «blanca europea» de Estados Unidos[5]. La natalidad de las tres viejas democracias liberales es similar. En otros sitios las tasas han implosionado: 1,3 en Alemania e Italia, 1,2 en España, tres países productores de dictaduras durante la fase de transición de la primera mitad del siglo XX. Tal vez esta distribución no sea aleatoria. En la época de los medios de contracepción modernos, la técnica –píldora o dispositivos intrauterinos– traslada a las parejas a una especie de estado socialmente natural de infecundidad. Antaño había que luchar contra la naturaleza, decidir no tener demasiados hijos; hoy hay que decidir tener uno o varios. Las poblaciones de tradición individualista norteamericana, inglesa o francesa parecen tener más facilidad para hacerlo. En el seno de las poblaciones de las zonas de tradición más autoritaria sobrevive, en el plano demográfico, una concepción más pasiva de la existencia. Allí, la decisión de fecundidad, que, hoy por hoy, debería ser positiva, es más difícil de adoptar.

Tal explicación sugiere que persisten entre las poblaciones profundas diferencias de mentalidad, especialmente entre franceses y alemanes. Esta diversidad de temperamentos no impide el funcionamiento de dos regímenes respetuosos hacia las reglas del juego democrático, incluso si la alternancia sigue siendo en Alemania un fenómeno raro y, en Francia, ningún sector político consigue, salvo por casualidad, ganar dos elecciones sucesivas.

Pese a sus instituciones comunes, su moneda única y la cooperación tecnológica, las naciones europeas siguen vivas, y hasta tal punto que sin duda sería más realista, y tal vez más motivador, hablar de las Naciones Unidas de Europa.

Volvamos a la escala planetaria. Vamos a seguir en un plano histórico muy general, armados sólo con nuestro sentido común y evitando atiborrarnos de referencias filosóficas o políticas tranquilizadoras. ¿Cómo no considerar que un mundo alfabetizado, con una demografía estacionaria, debería manifestar una tendencia fundamental hacia la paz que ampliaría la historia reciente de Europa a todo el planeta? ¿Cómo no imaginar a esas naciones tranquilas entregadas a su desarrollo espiritual y material? ¿Cómo no imaginar a un mundo así siguiendo la vía marcada por Estados Unidos, Europa occidental y Japón desde la Segunda Guerra Mundial? De alguna forma, sería el triunfo de la doctrina de Naciones Unidas.

Tal vez sea un sueño. Lo seguro es que, si ese mundo existiese, encontraría su forma política acabada en un triunfo de la Organización de Naciones Unidas, y no tendría ningún papel especial que proponer a Estados Unidos. A éstos no les quedaría otro remedio que convertirse en una nación liberal y democrática como las demás, desmovilizar su aparato militar y aceptar una jubilación estratégica bien merecida, rodeados por el afecto de un planeta agradecido.

Esa historia nunca se escribirá. Aún no sabemos si la universalización de la democracia liberal y de la paz es un proceso histórico inevitable. Lo que sí sabemos es que un mundo así sería una amenaza para los Estados Unidos. Económicamente dependientes, éstos necesitan un nivel de desorden que justifique su presencia político-militar en el Viejo Mundo.

REGRESO AL REALISMO ESTRATÉGICO: RUSIA Y LA PAZ

Acabemos por el principio, por el país cuyo viraje demográfico dio sentido a la primera visión de Fukuyama: Rusia, que, en vísperas de su implosión ideológica, era capaz de amenazar a cualquier país del planeta con su masa geográfica, demográfica y militar. El expansionismo militar soviético constituía el problema esencial para las democracias y justificaba, por sí solo, el papel de Estados Unidos como protector del mundo libre. La caída del comunismo puede desembocar, a medio plazo, en la metamorfosis de Rusia en una democracia liberal. Si una democracia liberal no puede, por definición, agredir a otra, la mutación rusa bastaría por sí misma para transformar, en lo esencial, el planeta en un remanso de paz. Con Rusia convertida en un gigante bonachón, los europeos y los japoneses bien podrían pasarse sin Estados Unidos. Hipótesis audaz y dolorosa para unos Estados Unidos que, por su parte, ya no pueden prescindir de los dos polos industrial y financieramente productivos de la tríada.

Pero, llevemos más lejos nuestra hipótesis. Si el Viejo Mundo tiende hacia la paz, si ya no necesita a los Estados Unidos, y si, en cambio, estos últimos se han convertido en depredadores económicos y, por tanto, en una amenaza, el papel de Rusia también quedaría invertido. A priori, nada nos impide imaginar a una Rusia liberal y democrática protegiendo al planeta de unos Estados Unidos que intentasen consolidar una postura globalmente imperialista.

Más adelante, examinaré en detalle la situación económica y el papel estratégico de Rusia. En esta etapa preliminar, conviene sin embargo recordar que, pese a su hundimiento militar, Rusia es el único país que, gracias a su arsenal nuclear, puede obstaculizar la omnipotencia militar de Estados Unidos. El acuerdo de mayo de 2002 entre George W. Bush y Vladímir Putin sobre la reducción de armamentos nucleares permite la subsistencia, en ambas partes, de 2.000 cabezas nucleares, es decir, del viejo equilibrio del terror.

Si las relaciones de Estados Unidos con el mundo se invierten, pasando de la protección a la agresión potencial, las relaciones de Rusia con el mundo también lo hacen, basculando de la agresión a la protección potencial. En un modelo así, el único elemento estable es, finalmente, el carácter antagónico de las relaciones ruso-americanas.


[1] Escrito en 1793, edición de 1970, Vrin.

[2] Éditions du Seuil, reeditado en 1999 en La diversité du monde, Le Seuil.

[3] Más detalles en La troisième planète, op. cit., cap. 5. Los musulmanes de Yugoslavia, Albania y Kazajstán son patrilineales, comunitarios e igualitarios, pero no endogámicos. Los musulmanes de Malasia e Indonesia tienen un sistema familiar absolutamente diferente, con un estatus elevado de las mujeres y una desviación matrilocal importante. Después del matrimonio, lo más frecuente es que la pareja viva cerca de la familia de la novia.

[4] En 1853, en una carta a Gustave de Beaumont, Tocqueville definía la Rusia de entonces como «América menos la ilustración y la libertad. Una sociedad democrática que da miedo» (A. de Tocqueville, Oeuvres complètes, tomo VIII, Correspondance d’Alexis Tocqueville et de Gustave de Beaumont, Gallimard, 1967, vol. 3, p. 164).

[5] Deducimos del 2,1 nacional a hispanos y negros.