CAPÍTULO IV

La fragilidad del tributo

En nuestros días, es habitual criticar lo desproporcionado del ejército de Estados Unidos, testimonio en sí mismo de una ambición imperial. Suele aducirse además que el gasto militar de la única «superpotencia» representa un tercio del total mundial. No cabe esperar que sean los propios dirigentes estadounidenses quienes desmientan la potencia de su ejército. El examen metódico del gasto sugiere, sin embargo, que fue una inquietud real sobre el potencial de Estados Unidos lo que condujo a Bush, antes de los atentados del 11 de septiembre, a proponer un aumento del presupuesto. Nos enfrentamos a una situación intermedia: el aparato militar norteamericano está sobredimensionado para garantizar la seguridad de la nación, pero no se basta para controlar un imperio, ni siquiera para mantener una hegemonía duradera en Eurasia, tan lejos del Nuevo Mundo.

La fragilidad militar norteamericana está, en un sentido estructural, anclada en la historia de una nación que nunca ha tenido que enfrentarse a un adversario de su talla. Uno piensa inmediatamente en el papel formador de las guerras indias, que enfrentaron, de forma radicalmente asimétrica, a unas tribus analfabetas y mal equipadas contra un ejército moderno de tipo europeo.

LA INCAPACIDAD MILITAR TRADICIONAL

Una especie de duda original planea sobre la realidad de la vocación militar de los Estados Unidos. El espectacular despliegue de recursos económicos durante la Segunda Guerra Mundial no puede hacer olvidar los modestos resultados del ejército sobre el terreno. Dejemos de lado la cuestión de los bombardeos pesados practicados por los anglosajones y soportados masivamente por civiles: no tuvieron efectos estratégicos apreciables y, seguramente, su única consecuencia notable fue el endurecimiento de la resistencia del conjunto de la población alemana contra la ofensiva aliada.

La verdad estratégica de la Segunda Guerra Mundial es que fue ganada, en el frente europeo, por Rusia, cuyo sacrificio humano, antes, durante y después de Stalingrado, permitió romper la maquinaria militar nazi. El desembarco de Normandía, en junio de 1944, llegó tardíamente, cuando las tropas rusas ya habían alcanzado su propia frontera occidental en dirección a Alemania. No se puede comprender la confusión ideológica de la posguerra si se olvida que, para muchos, en la época, fue el comunismo ruso quien venció al nazismo alemán y contribuyó más firmemente a la libertad de Europa.

Como ha señalado oportunamente el historiador y experto militar británico Liddell Hart, el comportamiento de las tropas americanas fue burocrático, lento e ineficaz, habida cuenta de la desproporción de las fuerzas económicas y humanas implicadas[1]. Cada vez que era posible, las operaciones que exigían un cierto espíritu de sacrificio eran confiadas a los contingentes aliados: polacos y franceses en Montecassino, Italia; polacos para cerrar la bolsa de Falaise, en Normandía. El actual «modus operandi» americano en Afganistán, que consiste en reclutar y pagar, operación por operación, a los jefes tribales, no es más que la versión actual y paroxística de un método antiguo. En este caso, Estados Unidos no recuerda ni a Roma ni a Atenas, sino a Cartago, que alquilaba los servicios de mercenarios galos o de honderos baleares. Con los B’52 en el papel de elefantes y nadie en el de Aníbal.

El dominio aeronaval de Estados Unidos es, en cambio, indiscutible. Es algo sabido desde la guerra del Pacífico, por mucho que habitualmente se tienda a olvidar la increíble desproporción de las fuerzas materiales implicadas cuando se evoca el enfrentamiento entre americanos y japoneses. Tras algunos primeros combates heroicos como la batalla de Midway, librada contra fuerzas comparables, la guerra del Pacífico adquirió enseguida trazas de «guerra india», la desigualdad de potencia tecnológica impuso una extraordinaria desigualdad de pérdidas[2].

Tras la Segunda Guerra Mundial, cada paso que dio el ejército americano en dirección a un posible enfrentamiento con el verdadero vencedor terrestre del conflicto, Rusia, reveló la fragilidad militar fundamental de Estados Unidos. En Corea, Estados Unidos no acabó de convencer, en Vietnam no convenció en absoluto; por suerte, la prueba de fuego contra el ejército rojo no tuvo lugar. En cuanto a la Guerra del Golfo, la ganaron contra un mito, el ejército iraquí, instrumento militar de un país subdesarrollado de 20 millones de habitantes.

La reciente emergencia del concepto de guerra sin muertos, al menos en el bando estadounidense, es la culminación de una preferencia original por los enfrentamientos asimétricos. Confirma, formaliza y agrava la tradicional incapacidad terrestre de Estados Unidos.

No estoy acusando aquí a los Estados Unidos de ser incapaces de hacer la guerra como los demás, es decir, estúpidamente, provocando carnicerías simultáneas entre sus adversarios y su propia población. Hacer la guerra a un coste mínimo para uno mismo y máximo para el enemigo puede ser la conclusión de una sana lógica utilitarista. Lo cierto es que la ausencia de una tradición militar norteamericana en tierra impide la ocupación del terreno y la constitución de un espacio imperial en el sentido habitual del término.

El ejército ruso está reducido actualmente a una pequeña fracción de su antiguo potencial. Todo el mundo ironiza sobre sus dificultades en Chechenia. Pero, en el Cáucaso, Rusia está demostrando que aún puede recaudar el impuesto de sangre a su población, con el apoyo del cuerpo electoral. Esta capacidad es un recurso militar, de tipo social y psicológico, que Estados Unidos está perdiendo definitivamente con el desarrollo del concepto de guerra sin muertos.

LA GEOGRAFÍA DEL «IMPERIO»

En 1998, ocho años después del derrumbamiento del sistema soviético, la víspera del desencadenamiento de la «lucha contra el terrorismo», la distribución de las fuerzas norteamericanas en el mundo estaba aún ampliamente definida por el gran enfrentamiento del pasado, la guerra fría. Fuera de Estados Unidos había entonces 60.053 hombres en Alemania, 41.257 en Japón, 35.663 en Corea, 11.677 en Italia, 11.379 en el Reino Unido, 3.575 en España, 2.864 en Turquía, 1.679 en Bélgica, 1.066 en Portugal, 703 en los Países Bajos y 498 en Grecia[3]. Esta distribución de las fuerzas estadounidenses y de sus bases da una visión objetiva del «imperio». Las dos posesiones fundamentales de Estados Unidos, su asidero real en el Viejo Mundo, como dice con toda claridad Brzezinski, son los dos protectorados en Europa y Extremo Oriente, sin los cuales no existiría una potencia americana mundial. Esos dos protectorados alojan y alimentan al 85 por 100 del personal militar estadounidense en el extranjero.

En cambio, los nuevos polos del sudeste europeo, Hungría, Croacia, Bosnia y Macedonia, no sumaban en 1998 más que 13.774 hombres; en Oriente Medio, es decir, en Egipto, Arabia Saudí, Kuwait y Bahrein, sólo 9.956, 12.820 si añadimos el polo turco, que era multifuncional, pues estaba orientado simultáneamente hacia Rusia y hacia Oriente Medio. Pero en esencia, los soldados del imperio siguen velando en los márgenes del antiguo espacio comunista, de hecho rodean a Rusia y a China. El despliegue de 12.000 hombres en Afganistán y de 1.500 en Uzbekistán ha completado más que alterado esta disposición estratégica fundamental.

Tabla 6. Personal militar norteamericano en el extranjero en 1998

Países donde había más de 200 hombres

Alemania

60.053

Japón

41.257

Corea

35.663

Italia

11.677

Reino Unido

11.379

Bosnia-Herzegovina

8.170

Egipto

5.846

Panamá

5.400

Hungría

4.220

España

3.575

Turquía

2.864

Islandia

1.960

Arabia Saudí

1.722

Bélgica

1.679

Kuwait

1.640

Cuba (Guantánamo)

1.527

Portugal

1.066

Croacia

866

Bahrein

748

Diego García

705

Países Bajos

703

Macedonia

518

Grecia

498

Honduras

427

Australia

333

Haití

239

– TOTAL

259.871

– EN TIERRA

218.957

– EMBARCADOS

40.914

Fuente: Statistical Abstract of the United States: 2000, p. 368.

UN REPLIEGUE ABORTADO

Esta constatación no implica la denuncia de una voluntad estable y persistente de agresión por parte de Estados Unidos. Incluso es posible presentar argumentos en contra: durante la década siguiente al derrumbamiento del imperio soviético, los Estados Unidos jugaron limpiamente al juego del desarme y el repliegue. En 1990, el presupuesto militar norteamericano era de 385.000 millones de dólares, en 1998, de 280.000 millones, es decir, hubo una reducción del 28 por 100. Entre 1990 y 2000, el personal global en activo cayó de 2 a 1,4 millones de hombres, es decir, experimentó un descenso del 32 por 100 en diez años[4]. Sea cual sea la naturaleza real del PNB norteamericano, la parte del agregado dedicado al gasto militar cayó de un 5,2 por 100, en 1990, a un 3 por 100, en 1999. No se entiende cómo una retracción de tal amplitud puede interpretarse como signo manifiesto de una voluntad imperial. Condenar sin cesar el proyecto permanente de dominación mundial de Estados Unidos es absurdo. La reducción del gasto militar norteamericano no se detuvo hasta 1996-1998, para remontar otra vez hacia 1998.

Por lo tanto, es posible identificar dos fases cuya existencia revela un giro en la estrategia norteamericana poco después de la mitad de los años noventa. Una vez más, el periodo 1990-2000 no es homogéneo.

– Entre 1990 y 1995, se aprecia un claro retroceso imperial en el terreno militar, que corresponde al auge del debate sobre proteccionismo y a la posible elección de una opción nacional-democrática en el terreno socioeconómico. Tras el hundimiento del comunismo, la redefinición de Estados Unidos como una gran nación, líder de las naciones liberales y democráticas, pero igual en sus principios a las otras, fue seriamente considerada. Esta opción habría incluido el retorno a una independencia económica «relativa», que no hubiera implicado la autarquía ni la reducción de los intercambios con el extranjero, sino el equilibrio de las cuentas exteriores, síntoma económico de la igualdad de las naciones.

– Esta tendencia se fue invirtiendo por etapas. Sería mejor decir «fracasó por etapas». Entre 1999 y 2001, los Estados Unidos iniciaron su remilitarización. Existe una relación entre el acrecentamiento de la dependencia económica y el aumento del aparato militar. El nuevo desarrollo de las fuerzas armadas se deriva de la conciencia de la creciente vulnerabilidad económica de Estados Unidos.

El aumento del 15 por 100 en el gasto militar anunciado por George W. Bush obedece a consideraciones anteriores al 11 de septiembre. Hacia 1999, el establishment político norteamericano tomó conciencia de la insuficiencia real de su potencial militar en la hipótesis de una economía de tipo imperial, es decir, dependiente. Los problemas de seguridad militar de una potencia que vive de la captación sin contrapartida de una riqueza exterior no son del mismo orden que los de los países que equilibran sus cuentas.

No obstante, en el caso de Estados Unidos, es difícil considerar esa captación de riqueza como la percepción de un tributo en el sentido tradicional, estatal e imperial del término, es decir, obtenido directamente mediante violencia o coacción militar. Sólo los gastos de alojamiento y manutención pagados a las tropas norteamericanas por Japón y Alemania pueden analizarse como un tributo de tipo clásico. El hecho de que Estados Unidos consiga consumir sin contrapartida es extraño, por no decir misterioso, y peligroso.

EXTRAÑEZA Y ESPONTANEIDAD DEL TRIBUTO

Los Estados Unidos importan y consumen. Para pagar sus importaciones, recaudan signos monetarios en todo el mundo, pero de una forma original, nunca vista en la historia de los imperios. Atenas recaudaba el phoros, contribución anual de las ciudades aliadas, primero voluntaria, luego exigida por la fuerza. En un primer momento, Roma saqueó los tesoros del mundo mediterráneo, después usurpó el trigo de Sicilia y Egipto, bien en especias o a través de los impuestos. La exacción violenta era consustancial a la naturaleza de Roma, hasta tal punto que César admitía no poder conquistar Germania porque, con su agricultura itinerante e inestable, ésta no era capaz de alimentar a las legiones romanas.

Los Estados Unidos no recaudan autoritariamente más que una fracción de los signos monetarios y bienes que necesitan. Ya hemos hablado del alojamiento y el aprovisionamiento de las tropas americanas en Japón y Alemania. En el caso de la Guerra del Golfo, hubo contribuciones financieras directas de los Estados aliados que, al contrario que Gran Bretaña y Francia, no participaron en las operaciones militares. Fue algo bastante similar al phoros ateniense. Finalmente, están las exportaciones de armas, bien reales, cuya venta reporta dinero pero cuyo valor no está definido, conforme a la teoría económica liberal, por las preferencias de los consumidores individuales. Los equilibrios de fuerzas entre Estados permiten esas ventas, que en ocasiones revelan un auténtico poder de coacción norteamericano, como han podido comprobar recientemente en sus carnes los ingenuos representantes de Dassault en Corea.

Los recursos monetarios que esas ventas de armas reportan a los Estados Unidos son el equivalente del tributo recaudado por vías políticas y militares. Pero su volumen no permitiría, de ninguna manera, mantener el nivel actual de consumo de los norteamericanos. El antiamericanismo clásico invoca con razón el papel preeminente de los Estados Unidos en la exportación de armas: 32.000 millones de dólares en 1997, el 58 por 100 de las ventas mundiales al extranjero, por ejemplo. Esta proporción es fenomenal en el plano militar. Pero aunque ese volumen tenía todavía cierto sentido en el plano económico, pues el déficit comercial aún era solamente de 180.000 millones de dólares, frente a los 450.000 millones del año 2000, ya no representa gran cosa.

El control de ciertas zonas de producción petrolífera es un elemento importante del tributo tradicional. La posición dominante de las multinacionales americanas del petróleo, tanto política como económica, permite la extorsión de una renta planetaria, pero su nivel ya no bastaría en la actualidad para financiar las importaciones estadounidenses de bienes de todas clases. La posición dominante del petróleo dentro de la esfera de las exacciones políticos contribuye, no obstante, a explicar la fijación obsesiva de la política exterior norteamericana sobre ese bien en particular.

El hecho es que la mayor parte del tributo recaudado por los Estados Unidos se obtiene sin coacción política ni militar, es decir, por vías liberales y espontáneas. Los estadounidenses pagan los bienes que compran en el mundo. Los agentes económicos norteamericanos se procuran, en un mercado monetario más libre que nunca, las divisas extranjeras que les permiten tales compras. Para ello, las cambian por dólares, moneda mágica cuyo valor no bajó durante la fase de agravamiento del déficit comercial, al menos hasta abril de 2002. Se trata de un comportamiento tan mágico que ciertos economistas deducen que el papel de Estados Unidos ya no es producir bienes, como las demás naciones, sino moneda.

LA DOCTRINA O’NEILL

En el original mundo de la teoría económica, la demanda de divisas extranjeras necesarias para la compra de las riquezas del mundo debería ocasionar una bajada del dólar, moneda poco demandada para la compra de bienes americanos, cada vez menos competitivos a escala planetaria. Tales movimientos fueron observados en un pasado relativamente reciente, especialmente en los años setenta, que conocieron la emergencia del déficit comercial. Contrariamente a lo que piensan en Francia ciertos «arqueogaullistas», el papel de moneda de reserva del dólar no confiere a Estados Unidos una garantía de poder de compra monetaria independiente de los resultados de su economía en la exportación.

Un cuarto de siglo más tarde, en los comienzos del tercer milenio, a pesar de un déficit comercial nunca visto en la historia, en ausencia de una tasa de intereses elevada, y pese a una inflación relativamente más elevada que la de Europa y Japón, el dólar sigue fuerte. Eso se explica porque el dinero del mundo corría hacia Estados Unidos. En todas partes, empresas, bancos, inversores institucionales y particulares se pusieron a comprar dólares, garantizando así el mantenimiento de su paridad en un nivel elevado. En tal contexto, esos dólares no sirven para comprar bienes de consumo, sino para realizar, en Estados Unidos, inversiones directas o adquirir valores –bonos del Tesoro, obligaciones privadas, acciones.

El movimiento del capital financiero garantiza el equilibrio de la balanza de pagos norteamericana: año tras año –simplificando a ultranza el mecanismo observado– los movimientos del capital hacia el espacio interior americano permiten la compra de bienes llegados del resto del mundo. Si tenemos en cuenta el hecho de que la mayoría de los bienes comprados en el exterior se destinan al consumo, correspondiendo a una demanda renovable indefinidamente a corto plazo, mientras que el capital financiero invertido en Estados Unidos corresponde mayoritariamente a inversiones a medio o largo plazo, debemos admitir que en el mecanismo existe algo paradójico, por no decir estructuralmente inestable.

Tras las repetidas declaraciones del secretario del Tesoro norteamericano, la publicación londinense The economist bautizó alegremente, aunque con cierta inquietud, «doctrina O’Neill» a la afirmación que pretendía que, en un mundo sin fronteras, el equilibrio de las cuentas exteriores ya no tiene ninguna importancia[5]. Felix Rohatyn, antiguo embajador de Estados Unidos en París, expresa mejor el miedo de los responsables norteamericanos, inquietos ante las posibles consecuencias del escándalo Enron sobre las inversiones extranjeras, cuando recuerda que los Estados Unidos necesitan unos ingresos de 1.000 millones de dólares diarios para cubrir su déficit comercial[6].

Por su parte, el Bureau of Economic Analysis norteamericano sigue con cierta ansiedad, año tras año, la cobertura de las importaciones por los flujos financieros. Mientras existan las monedas nacionales, el equilibrio debe conseguirse como sea. La retórica tranquilizadora de O’Neill –cuando dice esas simplezas está en su papel de apaciguador de los mercados– sólo tendría sentido en un universo monetario imperial puro y duro, si el dólar tuviese un curso forzado y un poder liberador sobre el conjunto del planeta; situación cuya condición más elemental sería un poder de coacción militar y estatal absoluto. En suma, un monopolio weberiano de la violencia legítima ejercida por Estados Unidos a escala mundial. El ejército estadounidense, que aún no ha atrapado al mulá Omar ni a Bin Laden, parece incapaz de llevar a cabo tal misión. Las reglas tradicionales siguen siendo válidas: si los norteamericanos siguen consumiendo demasiado y el flujo financiero cesa, el dólar se hundirá. Pero tal vez yo sea víctima de una concepción totalmente arcaica de las nociones de «imperio» y «poder», y le conceda demasiada importancia a la noción política y militar de «coacción». El actual flujo financiero podría haberse convertido, en la presente fase del capitalismo globalizado, en un mecanismo intrínseco, en el elemento estable de una novedosa economía imperial. Es una hipótesis que habrá que considerar.

UNA SUPERPOTENCIA QUE VIVE AL DÍA

La interpretación dominante, generada por los economistas que no quieren complicaciones (bien porque pertenecen a las universidades del establishment norteamericano, bien porque trabajan para las instituciones que viven de las transferencias de fondos), afirma que el dinero se invierte en Estados Unidos porque la economía norteamericana es más dinámica, asume mejor el riesgo y es más rentable. ¿Por qué no? La improductividad «física», tecnológica e industrial de una economía como la de Estados Unidos no implica en sí misma que su nivel de rentabilidad financiera sea bajo. Concebir, en una economía, durante un periodo sustancial pero limitado, la coexistencia de una rentabilidad elevada de las empresas y el sobredimensionamiento de sectores inútiles no plantea ningún problema esencial. La actividad financiera puede bastarse a sí misma, generar un beneficio en operaciones que no afectan a la esfera de la producción real; ahora bien, como ya hemos visto, en la vida económica norteamericana la parte de las finanzas supera a la de la industria. Podemos ir más allá: una tasa de beneficio elevada en las actividades con escaso potencial tecnológico e industrial conduce a la economía hacia la improductividad. Desde este punto de vista, las actividades de corretaje de Enron eran arquetípicas, pues se trataba de obtener beneficios en una operación intermediaria no directamente productiva, y la teoría económica asegura que esa actividad «optimizaba» el ajuste entre producción y consumo. Como se decía antes de la era virtual, la prueba del pudding consiste en el hecho de comérselo. En el caso Enron, ahora está claro que no había nada que comer, en todo caso nada real. Pero el fenómeno Enron ha existido y, durante algunos años, contribuyó a guiar a la economía real hacia la infraproducción, en este caso hacia un déficit energético.

Decir que el dinero viaja hasta Estados Unidos porque los inversores obedecen a un anhelo de rentabilidad equivale a someterse al pensamiento único de nuestro tiempo, que nos asegura que una tasa de beneficio elevado, aun al precio de un riesgo elevado, constituye el horizonte soñado por los ricos. Una motivación así –el amor por el beneficio y el gusto por el riesgo– conduciría al predominio estructural de la compra de acciones y de las inversiones directas extranjeras en Estados Unidos. No es el caso. No todos los flujos monetarios dirigidos hacia Estados Unidos se integran en la visión dinámica y aventurera de la nueva frontera planetaria, la «nueva economía» de Internet y de las «autopistas de la información». Como veremos, la búsqueda de la seguridad prima sobre la búsqueda de rentabilidad.

Lo más sorprendente, en lo que se refiere al equilibrio de la balanza de pagos norteamericana, es de hecho la variabilidad de las posiciones relativas mantenidas por las compras de bonos del Tesoro, las obligaciones privadas, las acciones y los inversores directos en la financiación del déficit estadounidense[7]. Esos violentos movimientos no pueden explicarse en función de las variaciones del tipo de interés, que no tienen ni el mismo ritmo ni la misma amplitud. Las compras de bonos del Tesoro y de obligaciones privadas no escapan al imperativo de rentabilidad, pero también revelan una preferencia por la seguridad de los tipos fijos, garantizados por un sistema económico, político, bancario y monetario seguro. Ahora bien, esas compras de seguridad han sido y son muy importantes para la financiación corriente de Estados Unidos.

Dejemos a un lado en nuestro análisis el puesto importante, inestable y misterioso que ocupan las deudas diversas, bancarias o no, y concentrémonos en los aspectos clásicos, tranquilizadores, de los movimientos del capital financiero. Concentrémonos también en los años noventa, década decisiva durante la cual el mundo digirió el desmoronamiento del comunismo y vivió la apoteosis de la globalización financiera. El aumento de los flujos financieros hacia Estados Unidos ha sido sorprendente: de 88.000 millones de dólares en 1990 a 865.000 millones en 2001. Evidentemente, estas cifras no contemplan el movimiento inverso, casi dos veces menor, de salida de capitales estadounidenses. Fue necesario un balance positivo, de 485.000 millones de dólares en 2000, para compensar el déficit de la balanza de bienes y servicios. Pero al margen de la creciente masa del capital financiero inmigrado, lo impresionante en un periodo de diez años es primero la variabilidad del tipo de influjos: en 1990 predominó la inversión directa, creación o sobre todo compra de empresas por extranjeros (55 por 100 de la aportación de dinero). En 1991 predominaron las compras de acciones y obligaciones (45 por 100). En 1991, 1992, 1995, 1996 y 1997, las compras de bonos del Tesoro fueron importantes y sirvieron para paliar el déficit presupuestario norteamericano. Entre 1997 y 2001, las compras de acciones y obligaciones privadas subieron, pasando del 28 por 100 del total al 58 por 100. Podríamos creer en una apoteosis del capital liberal, al mismo tiempo eficaz y bolsista. Pero si descomponemos el capítulo «compras de valores privados» en acciones de renta variable y en obligaciones, a interés fijo, algo posible para los años 2000 y 2001, descubrimos que la imagen dominante y heroica de la búsqueda del máximo beneficio con el máximo riesgo, la compra de acciones, no describe lo esencial del fenómeno.

En su apogeo en el año 2000, las compras de acciones norteamericanas por extranjeros representaban 192.700 millones de dólares; pero en la misma fecha las compras de obligaciones alcanzaban los 292.200 millones de dólares. Si evaluamos estos volúmenes de transacción en porcentajes de dinero fresco recaudado en el mundo por Estados Unidos, obtenemos un 19 por 100 en acciones y un 30 por 100 en obligaciones. En 2001, año de recesión y horror terrorista, el volumen representado por las acciones bajó a un 15 por 100 del total, pero pudimos asistir a la apoteosis de las compras de obligaciones que llegaron al 43 por 100.

Tabla 7. Compras de títulos e inversiones directas extranjeras en Estados Unidos

Total en millones de dólares

Bonos del Tesoro %

Acciones/ obligaciones %

Inversiones directas %

Deudas %

1990

88.861

–3

2

55

46

1991

78.020

24

45

30

1

1992

116.786

32

26

17

16

1993

191.387

13

42

27

19

1994

243.006

14

23

19

43

1995

343.504

29

28

17

26

1996

441.952

35

29

20

16

1997

715.472

20

28

15

37

1998

507.790

10

43

35

12

1999

747.786

–3

46

40

16

2000

985.470

–5

49

29

27

2001

865.584

2

58

18

22

Fuente: http://www.bea.doc.gov/bea/international.

Este resultado es capital, y no se trata de un mal juego de palabras. Como bien dijo Keynes, el hombre que quiere invertir su dinero vive con una doble angustia: la del miedo a perderlo y la de no ganar el máximo posible. Nuestro hombre busca al mismo tiempo seguridad y beneficio. Contrariamente a lo que sugiere la ideología del liberalismo moderno, la verdadera historia de las finanzas actuales refleja el predominio del imperativo de seguridad en la elección de Estados Unidos como lugar de inversión. Esto nos aleja de la saga del capitalismo liberal, pero nos acerca a una concepción política e imperial de la globalización económica y financiera, pues los Estados Unidos son en efecto el centro político del sistema económico, y hasta hace poco parecían el sitio más seguro para invertir. La reciente inseguridad es producto del descubrimiento de los fraudes contables en Estados Unidos, en ningún modo del atentado del 11 de septiembre.

No obstante, queda un problema por resolver: el mundo entero prefiere invertir su dinero en Estados Unidos, sea. Pero ¿por qué el planeta dispone de semejante cantidad de dinero para invertir? Un análisis de los efectos financieros de la globalización económica en cada sociedad nacional permite captar un mecanismo en el fondo bastante simple.

UN ESTADO PARA LOS RICOS

Incluso aunque pensemos que el capitalismo es la única organización económica razonable (como es mi caso), tenemos que admitir que el sistema, abandonado a su suerte, es inmediatamente devastado por algunas disfunciones fundamentales a las que ni siquiera los ricos pueden escapar. Vamos a intentar ser verdaderamente imparciales. Olvidemos a las masas laboriosas y la disminución de sus salarios, olvidemos también el interés general burlado por la tendencia al déficit de la demanda global. Adoptemos, por una vez, el punto de vista de los privilegiados, volvámonos miopes y centremos nuestro interés en sus preocupaciones, es decir, en el destino de sus beneficios.

El alza de los márgenes de beneficio aumenta los ingresos de las clases superiores, pero esos ingresos inflados no constituyen en manera alguna una realidad física. La masa de beneficios es un agregado financiero abstracto, un cúmulo de signos monetarios que, por supuesto, los capitalistas no pueden utilizar para su consumo. Pueden multiplicar sus gastos en personal, redistribuyendo así una parte de los ingresos acaparados hacia las capas bajas de la sociedad a través de la compra de servicios. Ese mecanismo es muy importante en Estados Unidos, donde el desarrollo de los servicios ya no tiene nada que ver con un terciario moderno, sino con un retorno al viejo desbarajuste humano de las sociedades aristocráticas del pasado. Los nobles, entonces detentadores de la riqueza, alimentaban a una sarta de feudatarios, empleados en labores domésticas o guerreros. Hoy, la nueva plutocracia se asegura los servicios de abogados, contables y guardas privados. Los mejores analistas de estos mecanismos de redistribución siguen siendo sin duda los primeros economistas ingleses, como Smith, que, a finales del siglo XVIII, aún tenían ante los ojos una redistribución descendente de la riqueza mediante el empleo masivo de domésticos. «Un hombre se enriquece empleando a una multitud de obreros y empobrece manteniendo a una multitud de pequeños sirvientes»[8].

Pero las masas financieras extraídas son hoy demasiado considerables. Más arriba vimos el prodigioso acrecentamiento de la fracción de los ingresos nacionales norteamericanos acaparada por el 20 por 100 más rico, o incluso el 5 por 100 más rico. En menor grado, este fenómeno es característico de todos los países del mundo económicamente globalizado. ¿Qué hacer con los ingresos no empleados, cómo conservarlos? O, si pasamos del temor a la esperanza del rico, ¿cómo hacer que fructifiquen, se reproduzcan y se multipliquen por sí solos?

Tabla 8. Capitalizaciones bursátiles (en billones de dólares)

1990

1998

Aumento

Estados Unidos

3,059

13,451

340%

Japón

2,918

2,496

–15%

Reino Unido

0,849

2,374

180%

Alemania

0,355

1,094

208%

Francia

0,314

0,992

216%

Canadá

0,242

0,543

124%

Italia

0,149

0,570

283%

Fuente: http://www.bea.doc.gov/bea/international.

La inversión financiera es una necesidad; mejor aún, la existencia de una instancia segura de cristalización de los beneficios es una necesidad ontológica para el capitalismo. Primero estaba el Estado, deudor, cuyo papel fue perfectamente descrito por Marx: la renta pública se convirtió muy pronto en un instrumento de seguridad financiera para los burgueses. Y luego la Bolsa, donde desemboca el dinero de los beneficios. En el contexto de un capitalismo mundial que habría de volver en unos pocos años al estado salvaje, el país líder de la financiarización, Estado central del nuevo sistema económico, tenía una especie de ventaja comparativa inicial para absorber, en un intento de conservación y securización, un beneficio mundial en aumento. Los Estados Unidos tenían todos los triunfos: una ideología adaptada, el mayor aparato militar y la capitalización bursátil inicial más fuerte. Dejando aparte a Japón, las capitalizaciones bursátiles de los otros países occidentales parecían, hacia 1990, minúsculas en relación con la de Estados Unidos. Japón, cuyo sistema económico sigue siendo de tipo nacional, protegido, y cuya lengua es garantía de opacidad, no podía ser un rival serio.

Estados Unidos, líder monetario y militar, ofrecía al principio condiciones de máxima seguridad. Wall Street, cuyos indicadores bursátiles parecen ahora dirigir los de todo el planeta (al alza ayer, a la baja hoy), se ha convertido en el punto culminante del mecanismo: 3,059 billones de capitalización en Estados Unidos en 1990, 13,451 billones en 1998. Pero todo esto no tiene mucho que ver con la noción de eficacia económica, de productividad en un sentido físico, real, a pesar de que la imagen de las «nuevas tecnologías» es un elemento mítico apreciable del proceso.

El aumento de la capitalización bursátil, totalmente desproporcionado en relación con el crecimiento real de la economía norteamericana, no representa en realidad sino una especie de inflación de los ricos. La extracción del beneficio dispara unos ingresos que se invierten en la Bolsa, donde la relativa escasez de «bienes» a la venta, las acciones, produce un alza de su valor nominal.

VOLATILIZACIÓN

La explotación de las clases laboriosas del mundo desarrollado y la superexplotación de los países en vías de desarrollo no supondrían problemas insuperables para el equilibrio de la sociedad globalizada si las clases dirigentes de todos los países del planeta, y específicamente de los protectorados europeos y japonés, sacaran partido de ello. La creciente vulnerabilidad de la hegemonía norteamericana se deriva en parte del hecho de que el mecanismo regulador se está convirtiendo en una amenaza para las clases privilegiadas de la periferia dominada, ya se trate de los capitalistas europeos y japoneses o de las nuevas burguesías de los países en vías de desarrollo. A partir de ahora debemos esmerarnos en estudiar el destino mundial del beneficio, que nos llevará, más allá de la denuncia moral de su extracción, al examen de su evaporación.

Si nos salimos de un modelo general y abstracto que utiliza las palabras capitalismo, beneficio, ricos, Bolsa, etc., y reinsertamos esas nociones en la realidad del mundo, tenemos que decir, simplemente, que una parte importante de los beneficios del mundo corre hacia el sistema bursátil norteamericano. No pretendo reconstituir yo solo la totalidad de los mecanismo de redistribución en Estados Unidos de esos ingresos procedentes del extranjero. El sistema está plagado de señuelos financieros e ideológicos que hacen de él un juego de espejos deformantes: desde el empleo de la servidumbre innumerable de abogados y contables a las órdenes de los capitalistas, hasta el endeudamiento de los hogares medios y las sucesivas purgas sufridas por Wall Street. Sin olvidar las bajas sucesivas del precio del dinero, con un tipo de interés real igual a cero en el punto de mira, que equivale, en una economía especulativa, a la distribución gratuita de moneda. Pero si admitimos que la economía norteamericana es, en su realidad física, escasamente productiva, como atestigua la importación masiva y creciente de bienes de consumo, tendremos que considerar que la capitalización bursátil es una masa ficticia y que el dinero dirigido hacia los Estados Unidos entra, literalmente, en un espejismo.

Por vías misteriosas, el movimiento de dinero concebido por los privilegiados de la periferia como una inversión de capital se transforma para los estadounidenses en signos monetarios que sirven para el consumo cotidiano de bienes comprados a lo largo y ancho del mundo. Entonces, de una forma u otra, el capital invertido se evaporará. La ciencia económica tendría que especular, analizar, prever: la caída de los indicadores bursátiles, la desaparición de Enron, la implosión del consulting de auditorías Andersen, proporcionan pistas e hipótesis. Cada quiebra norteamericana se traduce en la volatilización de activos para los bancos japoneses o europeos. Y, además, en Francia sabemos por experiencia, baste recordar el escándalo del Crédit Lyonnais o la megalomanía americanófila de Jean-Marie Messier[9], que una inversión masiva en Estados Unidos anuncia una catástrofe inminente. Aún no sabemos cómo, ni a qué ritmo serán desplumados los inversores europeos, japoneses y otros, pero lo serán. Lo más verosímil es un pánico bursátil de proporciones nunca vistas seguido del hundimiento del dólar, encadenamiento que pondría término al estatus económico «imperial» de los Estados Unidos. No sabemos todavía si la bajada del dólar, que se inició a comienzos de abril de 2002 tras el caso Enron-Andersen, no es más que un avatar del sistema o el comienzo de su fin. Nada de todo eso ha sido deseado o pensado. La implosión del mecanismo será tan sorprendente como lo fue su emergencia.

En la medida en que los ingresos de los pobres, las clases medias y los privilegiados progresaron en Estados Unidos, entre 1995 y 2000, más o menos al mismo ritmo, el moralista puede reconfortarse ante la visión terminal de una plebe norteamericana que acapararía una parte de los beneficios del mundo entero, sobre todo europeos. Es un regreso al fundamentalismo de Jesse James[10]: robar a los ricos para dar a los pobres –a sus pobres–. Un mecanismo así ¿no revela la potencia imperial de Estados Unidos, similar a la de Roma?

Pero los Estados Unidos no tienen el poder militar de Roma. Su poder sobre el mundo no puede prescindir del acuerdo de las clases dirigentes tributarias de la periferia. Más allá de cierta tasa de exacción, y de cierto nivel de inseguridad financiera, la adhesión al imperio tal vez ya no sea una opción razonable para estas últimas.

Nuestra servidumbre voluntaria sólo puede mantenerse si los Estados Unidos nos tratan de forma equitativa, más aún, si nos consideran, cada vez más, como miembros de la sociedad dominante central; es el principio básico de toda dinámica imperial. Deben convencernos, mediante su universalismo, mediante la palabra tanto como mediante el comportamiento económico, de que «todos somos americanos». Pero, lejos de esto, nos tratan, cada vez más, como a súbditos de segunda categoría –porque, hoy por hoy, el retroceso del universalismo es, desgraciadamente para el mundo, la tendencia ideológica central de los Estados Unidos.


[1] B. H. Liddell Hart, History of the Second World War, Londres, Pan Books, 1973.

[2] Las estadísticas disponibles no permiten distinguir entre los diferentes frentes y teatros de operaciones, pero las cifras globales de muertos en combate son elocuentes:

Estados Unidos (contra Alemania y Japón): 300.000

Reino Unido: 260.000

Francia: 250.000

Rusia: 13.000.000

Japón (contra todos sus adversarios): 1.750.000

Alemania: 3.250.000

[3] U.S. Census Bureau, Statistical Abstract of the United States: 2000, tabla 580.

[4] Para un buen análisis de la realidad del gasto y el poderío militar norteamericano, véase M. E. O’Hanlon, Defense Policy Choices for the Bush Administration 2001-2005, Brookings Institution Press, 2001.

[5] Entrevista aparecida en Les Échos, 11 abril 2002.

[6] En un artículo titulado «The betrayal of capitalism», publicado por la New York Review of Books el 31 de enero de 2002 y aparecido recientemente en Le Monde.

[7] Bureau of Economic Analysis, U.S. International Transactions Account Data.

[8] The Wealth of Nations, Penguin, 1979, p. 430 [ed. cast.: La riqueza de las naciones, Barcelona, Folio, 1999]. En el sentido económico en que la entiende Smith, la noción servant incluiría sin ninguna duda buena parte de la nueva economía de servicios norteamericana.

[9] Importante hombre de negocios francés, presidente de Vivendi Universal, actualmente caído en desgracia tras un sonado escándalo bursátil [N. del T.].

[10] Célebre fuera de la ley del Oeste americano que, entre 1860 y 1880, desvalijaba bancos y trenes con su banda.