CAPÍTULO VI

¿Enfrentarse al fuerte o atacar al débil?

La deriva de la sociedad y la economía norteamericanas hacia la desigualdad y, sobre todo, hacia la ineficacia, ha acabado invirtiendo la relación de Estados Unidos con el mundo. La hiperpotencia autónoma de 1945 se ha convertido, medio siglo más tarde, en una especie de agujero negro para la economía mundial, que absorbe mercancías y capitales pero es incapaz de proporcionar a cambio bienes equivalentes. Para asegurar su influencia sobre ese mundo que le alimenta, debe redefinir otro papel en vez del de consumidor keynesiano de última instancia. Esto no es fácil. Su redefinición como potencia hegemónica no puede ser sólo política y militar: tiene que imponerse como Estado del planeta entero, adquirir un monopolio mundial de la violencia legítima. Estados Unidos, no obstante, no dispone de los recursos indispensables para tal reconversión, ya se trate de hard power o de soft power, por emplear estos conceptos tan caros a Joseph Nye.

Como ya hemos visto, el librecambio induce dificultades de crecimiento a escala mundial y es un freno para la prosperidad del mundo. A corto plazo, permite que los Estados Unidos se mantengan gracias a un mecanismo francamente barroco: la deficiencia de la demanda que engendra les confiere un papel de «consumidor indispensable», mientras que el aumento de la desigualdad, otra consecuencia del sistema, permite el incremento de los beneficios que nutren a esos mismos Estados Unidos del dinero fresco que necesitan para financiar su consumo.

La posición de regulador central que ocupa Estados Unidos es frágil porque, como hemos visto, la percepción del tributo imperial no está garantizada por medios autoritarios, sino según un mecanismo «liberal», voluntario, sutil e inestable, terriblemente dependiente de la buena voluntad de las clases dirigentes de la periferia dominada, europeos y japoneses particularmente. A Wall Street y a los bancos norteamericanos se les pueden reprochar innumerables estafas, pero no se les puede acusar de obligar a sus usuarios y clientes a dejar el dinero en sus manos.

El régimen capitalista de variedad desregulada, cuyo campeón es Estados Unidos, parece cada vez menos legítimo, hasta tal punto que el número de enero-febrero de 2002 de la revista Foreign Affair’s se abría con una referencia a la amenaza estratégica constituida por el rechazo a la globalización.

La insuficiencia del poder de coacción militar norteamericano complica el problema económico. Indiscutiblemente eficaces en el plano aeronaval, las fuerzas armadas no pueden, sin embargo, controlar directamente el espacio geográfico donde se producen las mercancías o del que se extraen las masas financieras necesarias para Estados Unidos. Además, y tal vez sobre todo, el potencial aéreo que, en teoría, podría bastar para ejercer un poder absoluto, por la amenaza de bombardeos, depende aún y siempre del capricho de la única potencia capaz de neutralizar, parcial o totalmente, a la aviación norteamericana con su tecnología de lucha antiaérea: Rusia. Mientras ésta exista Estados Unidos no dispondrá del poder total, que le aseguraría una seguridad económica de larga duración en su nueva situación de dependencia del mundo.

Dependencia económica, insuficiencia militar... Hay que añadir un tercer elemento clave a la nómina de deficiencias norteamericanas: el retroceso del sentimiento universalista, que incapacita a Estados Unidos para adquirir una percepción igualitaria, justa y responsable del planeta. El universalismo es un recurso fundamental para cualquier Estado, ya intente dominar y regular una nación o un espacio más vasto, pluriétnico e imperial.

Estos elementos explicativos ponen de manifiesto la contradicción fundamental de la posición norteamericana en el mundo: los Estados Unidos pretenden conseguir un equilibrio económico imperial duradero y estable sin tener realmente los medios militares e ideológicos para ello. Para comprender la política exterior norteamericana, no obstante, tenemos que examinar también cómo apareció esta contradicción fundamental, describir la trayectoria que condujo a esta posición inestable, medio imperial, medio liberal. Nada parece sugerir la existencia de un proyecto a largo plazo en la secuencia de decisiones que ha llevado al dilema actual.

La opción imperial es reciente: no se deriva de una voluntad fuerte, sino que, por el contrario, los dirigentes norteamericanos han encontrado en ella una solución fácil. Es producto de las circunstancias: el derrumbamiento del sistema soviético les produjo una momentánea ilusión de omnipotencia y les empujó hacia el sueño de una hegemonía global y estable. El año 1995, más que 1990, fue el momento de la elección.

DEL DERRUMBAMIENTO DEL COMUNISMO AL DE RUSIA

Ni los dirigentes ni los estrategas norteamericanos habían previsto el hundimiento del sistema soviético, ese rival comunista cuya competencia, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, proporcionó una especie de coherencia negativa al espacio liberal. A principios de los años noventa, los Estados Unidos estaban además inmersos en un proceso de concienciación de sus propias deficiencias económicas. En The Competitive Advantage of Nations, obra de 1990, Michael Porter describía varios capitalismos –el japonés, el alemán, el sueco, el coreano– más eficaces que el capitalismo anglosajón en términos de producción porque sólo aceptaban las reglas liberales si éstas les convenían[1].

Parecía que, en un primer momento, el derrumbamiento del comunismo, enemigo principal, iba a conducir a una emergencia de la rivalidad con las potencias capitalistas europeas o asiáticas. En 1993, Lester Thurow anunciaba, en Head to Head, una futura guerra económica entre Estados Unidos, Europa y Japón[2]. Debemos comprender que, en aquel momento, el gobierno norteamericano, y los demás, que no predijeron, algunos años antes, el derrumbamiento del comunismo, aún no se planteaban la desaparición de Rusia como potencia. Tras haber sobrestimado la eficacia económica del comunismo, el mundo desarrollado subestimaba las dificultades asociadas con la salida del comunismo.

A principios de los años noventa, la hipótesis más verosímil para todos era que Rusia conservaría cierto peso estratégico en un mundo libre de la polarización ideológica pero que aún contaría con dos superpotencias. Entonces era posible soñar con un mundo igualitario y equilibrado, y que las naciones al fin aceptasen las mismas reglas de juego. En aquel contexto, los Estados Unidos apostaron por el retorno al equilibrio entre las naciones. Su esfuerzo de desarme, ya lo hemos visto, fue espectacular[3]. Nada anunciaba entonces la futura opción imperial. Pero entre 1990 y 1995, la descomposición política de la antigua esfera soviética se hizo patente, y la implosión económica de las diversas repúblicas fue realmente dramática.

Entre 1990 y 1995, la producción rusa experimentó una caída del 50 por 100. La tasa de inversión se desmoronó, el uso de la moneda retrocedió y, en ciertas regiones, se volvió a una economía de trueque. Las independencias de Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán –medio rusa étnicamente– supusieron para el centro «eslavo» del sistema una pérdida de 75 millones de individuos. Desde el punto de vista de la masa demográfica, Rusia perdió su estatus de equivalente aproximado de Estados Unidos. En 1981, la Unión Soviética tenía 268 millones de habitantes, los Estados Unidos 230. En 2001, Rusia sólo tenía 144 millones, y los Estados Unidos habían alcanzado los 285.

Peor aún, las reivindicaciones nacionales o étnicas no sólo afectaron a las antiguas repúblicas soviéticas, sino también a las regiones autónomas del interior de la Federación Rusa, del Cáucaso al Tatarstán. La administración central parecía estar perdiendo el control de las lejanas regiones de Siberia. Entonces se especuló sobre la posible ruptura de los lazos entre las regiones puramente rusas, una especie de fragmentación feudal del Estado ruso[4]. Todo sugería la posibilidad de una desintegración total. Hacia 1996, el antiguo adversario estratégico de los norteamericanos parecía, simple y llanamente, a punto de desaparecer. Fue entonces cuando apareció la opción imperial en Estados Unidos. La hipótesis de un mundo desequilibrado, dominado militarmente por Estados Unidos, contenía un elemento de verosimilitud. Un empujoncito, algunos estímulos y provocaciones en los márgenes de la Federación Rusa, el Cáucaso y Asia central, sus dos talones de Aquiles, y Estados Unidos ganaría aquella partida de ajedrez. En 1997 apareció The Grand Chessboard, coherente obra estratégica de Brzezinski sobre la necesidad y los medios para establecer una dominación asimétrica de Estados Unidos en Eurasia.

El hundimiento ruso convierte a Estados Unidos en la única superpotencia militar. Paralelamente, se acelera la globalización financiera: entre 1990 y 1997, el saldo positivo de los movimientos de capitales entre Estados Unidos y el resto del mundo pasa de 60.000 a 271.000 millones de dólares. Los norteamericanos pueden entregarse a un consumo suplementario no cubierto por la producción.

La idea de la existencia de una opción imperial, sin embargo, no debe llevarnos a imaginar que, unos círculos dirigentes norteamericanos intensamente lúcidos, genialmente calculadores, concibiesen en un momento decisivo cierta estrategia y la aplicasen consistentemente a partir del mismo. Lo que condujo a la elección de la opción imperial fue, por el contrario, el abandono al curso natural de las cosas, una preferencia constante por la facilidad. La clase dirigente norteamericana está aún más desprovista de voluntad y de proyectos positivos que sus homólogas europeas, tan a menudo criticadas por su debilidad. Después de todo, la construcción de Europa exige esfuerzos de concertación y organización de los que, hoy por hoy, la clase dirigente estadounidense sería completamente incapaz.

A largo plazo, una opción nacional habría sido infinitamente más segura para Estados Unidos, donde, teniendo en cuenta la masa continental del país y el centralismo de su sistema financiero, esta opción es mucho más viable que en cualquier otro sitio. Pero eso habría exigido un verdadero trabajo de organización y regulación por parte de la administración: una política energética y una política de protección de la industria, dos elementos esenciales que habría sido necesario combinar con una política exterior multilateral para animar a las demás naciones y regiones a evolucionar hacia una autonomía beneficiosa para todos. La redinamización de las economías desarrolladas sobre una base «regionalizada» habría permitido, en efecto, una ayuda eficaz a los países en vías de desarrollo, cuya deuda habría podido ser condonada como contrapartida del retorno al proteccionismo. Un plan mundial de este tipo hubiera convertido a Estados Unidos en un líder mundial indiscutible y definitivo. Pero, claro, pensar y poner todo eso en marcha habría sido agotador.

Era tan fácil, tan gratificante, creer en el derrumbamiento definitivo de Rusia y en la emergencia de Estados Unidos como única superpotencia, constatar la afluencia de capitales y abandonarse a un deslizamiento sin fin del déficit comercial... Justificada por la ideología liberal del laisser-faire, la opción imperial fue sobre todo, psicológicamente, producto del laisser-aller[5].

Esta estrategia, con objetivos ambiciosos pero frágiles motivaciones, implicaba un riesgo mayor: en 1997 no se podía afirmar definitivamente que la potencia rusa hubiese muerto. Toda política exterior que diese por hecho algo tan incierto comportaba un riesgo colosal para Estados Unidos: el de encontrarse un día en una situación de dependencia económica grave y no disponer de una superioridad militar real, en suma, pasar de una situación semi-imperial a una situación pseudo-imperial.

Si hubiese sido pensada, si hubiese resultado de una voluntad fuerte, la estrategia diplomática y militar correspondiente a la opción imperial al menos hubiese sido aplicada metódica y constantemente. Pero no ha sido así. Para demostrar esa ausencia de continuidad en el esfuerzo, lo más simple es analizar el más razonable y más franco de los proyectos imperiales –el modelo Brzezinski– y examinar a continuación en qué medida los dirigentes norteamericanos se han ceñido a él o no. El examen de la historia reciente revela que han llevado a cabo todo lo que era fácil y renunciado a todo lo que exigía una inversión importante de tiempo y energía.

DEL GRAN TABLERO DE AJEDREZ DIPLOMÁTICO...

Aunque sugiere que, por su propio bien, Occidente debería dar el golpe de gracia a Rusia anexionándose Ucrania y utilizando a Uzbekistán para conseguir que Asia central escape a su esfera de influencia, el proyecto de Brzezinski es claro y conciso. Tampoco revela qué cerco sobre Rusia debe conducir a la disgregación del corazón del país. La alta estrategia no excluye un mínimo de prudencia diplomática. Pero hay algo más inconfesable aún: Brzezinski no evoca la ineficacia de la economía norteamericana ni la necesidad de Estados Unidos de asegurarse política y militarmente el control sobre las riquezas del mundo. Su cultura geopolítica le lleva, sin embargo, a formular esa motivación esencial de manera indirecta, primero subrayando que lo esencial de la población y la actividad mundial se encuentra en Eurasia, luego constatando que los Estados Unidos están lejos de Eurasia. Traducción: es de Eurasia de donde vienen los flujos de mercancías y dinero indispensables para el mantenimiento del nivel de vida de Estados Unidos, tanto de sus clases superiores como de su plebe.

Una vez planteadas esas reservas, el proyecto parece coherente. La única amenaza para el imperio norteamericano es Rusia y, por tanto, hay que aislarla y desmembrarla. Se podría hablar de un enfoque bismarckiano de los problemas en el que Rusia ocuparía el lugar de la Francia vencida del periodo 1871-1890. El canciller Bismarck consiguió la unificación de Alemania tras aplastar a Francia en 1870-1871. Durante los veinte años siguientes, trabajó para mantener buenas relaciones con todas las demás potencias europeas y aislar a un único adversario, Francia, a la que consideraba estructuralmente revanchista a causa de la pérdida de Alsacia-Lorena. Brzezinski recomienda a Estados Unidos la adopción de una línea conciliadora con todas las naciones excepto Rusia. Además, como ha comprendido perfectamente que el verdadero ascendiente de Estados Unidos sobre Eurasia depende, antes que nada, del consentimiento de los protectorados europeo y japonés, aconseja afianzar ese ascendiente mediante la concesión de un papel mundial, en vez de asiático, a Japón y la adopción de una actitud comprensiva hacia la construcción europea. Brzezinski sólo trata de manera condescendiente a Inglaterra, a la que define como «no-actor». Sin embargo, respeta al tándem franco-alemán, y destaca su papel de jugador estratégico mayor, y, en un alarde de inteligencia política, el autor hasta sugiere la conveniencia de una actitud más comprensiva hacia Francia. La visión de partida es lúcida: mientras Europa y Japón se conformen con el liderazgo norteamericano, el imperio es invulnerable, pues concentra en su esfera próxima la mayor parte del potencial tecnológico y económico del mundo. Más allá de ese centro estratégico, Brzezinski recomienda también una actitud conciliadora hacia China, cuya posible rivalidad no es más que un problema a largo plazo, y hacia Irán, cuya probable evolución no tiene por qué conducir al enfrentamiento. Atrapada entre Europa y Japón, aislada de China e Irán, Rusia perdería efectivamente cualquier medio de acción en Eurasia. Resumamos: los Estados Unidos, única superpotencia, deben ser comprensivos con todas las potencias secundarias para eliminar definitivamente la única amenaza militar inmediata a su hegemonía: Rusia.

¿Qué parte de este programa ha sido aplicada por la diplomacia norteamericana? En el fondo, sólo la acción contra Rusia mediante la ampliación de la OTAN hacia el Este, los acercamientos a Ucrania, y la utilización de todos los pretextos posibles para extender la influencia estadounidense en el Cáucaso y Asia central. La guerra contra Al Qaeda y el régimen de los talibán ha permitido el despliegue de 12.000 soldados americanos en Afganistán, 1.500 en Uzbekistán y un centenar en Georgia. Pero el gobierno norteamericano no ha hecho otra cosa que aprovecharse de las circunstancias: el esfuerzo es débil, insuficiente para culminar, como veremos en el capítulo siguiente, en una desestabilización definitiva de Rusia para la que Estados Unidos ya no tiene medios.

Por lo demás, la diplomacia norteamericana, lejos de ser brillantemente bismarckiana, ha sido catastróficamente wilhelmiana. Guillermo II, una vez consiguió desembarazarse del canciller de hierro, se apresuró a entrar en conflicto con dos de las potencias mayores de Europa: Gran Bretaña y Rusia, imponiendo a Francia un sistema de alianzas «llave en mano» que condujo directamente a la Primera Guerra Mundial y al final de la hegemonía alemana. Los Estados Unidos descuidan y humillan a sus aliados europeos con sus acciones unilaterales, dejando de lado a la OTAN, instrumento esencial de su poderío. Por otra parte, desprecian a Japón, cuya economía, la más eficaz del mundo y necesaria para su bienestar, presentan continuamente como retrasada. Además, provocan incansablemente a China e integran a Irán en el eje del mal. Es como si Estados Unidos tratase de constituir una coalición eurasiática de países muy diversos exasperados por su comportamiento errático. Añadamos, saliéndonos ligeramente del marco de Brzezinski, la obstinación de los Estados Unidos en generalizar su conflicto con el mundo musulmán mediante su indefectible apoyo a Israel.

La torpeza norteamericana, no obstante, no es aleatoria, sino que resulta, así como la opción imperial, de un abandono al curso de las cosas, a las necesidades a corto plazo. Los limitados recursos económicos, militares e ideológicos de Estados Unidos no le dejan otra posibilidad para afirmar su papel mundial que maltratar a las pequeñas potencias. Hay una lógica oculta en el aparente comportamiento de borracho de la diplomacia norteamericana. Al provocar a todos los actores secundarios, afirma su papel mundial. Su dependencia económica del mundo implica, en efecto, una presencia universal de una clase u otra. La insuficiencia de sus recursos reales conduce a la «histerización» teatral de los conflictos secundarios. Además, el debilitamiento de su universalismo le ha hecho perder de vista el hecho de que, si quiere seguir reinando, debe tratar de forma igualitaria a Europa y Japón, sus aliados principales, que, juntos, dominan la industria mundial.

... AL JUEGUECITO MILITAR

La obstinación de Estados Unidos en mantener una tensión en apariencia inútil con esos residuos del pasado que son Corea del Norte, Cuba e Iraq reúne todas las características de la irracionalidad. Sobre todo si añadimos la hostilidad hacia Irán, nación claramente inmersa una la vía de normalización democrática, y las frecuentes provocaciones a China. Una política auténticamente imperial conduciría a la búsqueda de una Pax americana mediante el establecimiento de relaciones de paciencia condescendiente con países cuyo estatuto es evidentemente provisional. Los regímenes norcoreano, cubano e iraquí caerían sin intervención exterior. Irán se está transformando positivamente ante nuestros ojos. Ahora bien, es perfectamente evidente que la agresividad norteamericana refuerza los comunismos absurdos, consolida el régimen iraquí y conforta la posición de los conservadores antiamericanos en Irán. En el caso de China, donde el poder comunista gestiona una transición autoritaria hacia el capitalismo, en la práctica, la hostilidad americana da armas al régimen, le legitima continuamente al permitirle apoyarse en sentimientos nacionalistas y xenófobos. Recientemente se ha abierto un nuevo frente ante la actividad de bombero pirómano de Estados Unidos: el conflicto entre la India y Pakistán. Aunque ampliamente responsable de la desestabilización de Pakistán y de la virulencia local del islamismo, Estados Unidos sigue presentándose como mediador indispensable.

Nada de eso es bueno para el mundo y, además, irrita a sus aliados, pero sin embargo tiene cierto sentido. Esos conflictos, que representan un riesgo militar cero para los Estados Unidos, les permiten estar «presentes» en cualquier parte del mundo y alimentar la ilusión de un planeta inestable, peligroso, que necesita de ellos para su protección.

La primera guerra contra Iraq, dirigida por Bush I, en cierta forma proporcionó el modelo que domina actualmente el comportamiento norteamericano. Ya no nos atrevemos a hablar de estrategia, pues, probablemente, la racionalidad a muy corto plazo de los Estados Unidos provocará, a medio plazo, un debilitamiento radical de su posición en el mundo.

¿Qué es Iraq? Un país petrolífero dirigido por un dictador cuya capacidad destructiva es sólo local. Las circunstancias de la agresión contra Kuwait son oscuras, y no va a ser fácil averiguar si los Estados Unidos animaron conscientemente a Sadam Husein a la anexión de Kuwait haciéndole creer que para ellos tal cosa era aceptable. La cuestión es secundaria. Lo seguro es que la liberación de Kuwait definió una opción posible para el futuro: implicarse en el máximo de conflictos contra potencias militares ridículas –designadas por la expresión rogue state[6], que resume su peligrosidad y su pequeño tamaño– para «demostrar» la fuerza de Estados Unidos. El adversario debe ser débil: por algo los Estados Unidos han dejado en paz a Vietnam, todavía comunista, que simboliza para los norteamericanos el límite de su capacidad militar real. La exageración de la amenaza iraquí –¡el cuarto ejército del mundo, decían!– no fue más que el comienzo de la puesta en escena de inexistentes amenazas para el mundo.

La guerra de Afganistán que resultó del atentado del 11 de septiembre vino a confirmar la opción. Una vez más, los dirigentes norteamericanos se metieron en un conflicto que no habían previsto, pero que encajaba con su técnica central, que podemos llamar micromilitarismo teatral y consiste en demostrar que el mundo necesita que los Estados Unidos aplasten lentamente a unos adversarios insignificantes. En el caso de Afganistán, la demostración ha sido imperfecta. Efectivamente, ha quedado patente que cualquier país que carezca de una defensa aérea eficaz, o incluso de capacidad de disuasión nuclear, está a merced de un bombardeo. Pero la incapacidad del ejército norteamericano para imponerse en el terreno ha recordado al mismo tiempo la incapacidad fundamental de la superpotencia, revelando su dependencia, no sólo de los señores de la guerra locales, sino sobre todo del beneplácito de los rusos, muy próximos y únicos capaces de armar rápidamente a la Alianza del Norte. Resultado: ni el mulá Omar ni Bin Laden han sido capturados, aunque unos cuantos prisioneros insignificantes han sido encerrados en la base de Guantánamo, Cuba, país cuyo jefe, Castro, sólo comparte con los jefes fundamentalistas cierta predilección por la barba. Se ha creado así un vínculo ficticio entre el «problema cubano» y el problema Al Qaeda. La construcción mediática de un eje del mal es uno de los actuales objetivos estadounidenses.

LA FIJACIÓN POR EL ISLAM

La distribución de las fuerzas norteamericanas en el mundo revela la estructura real del imperio, o de sus restos, si uno considera que, más que en ascensión, está en descomposición. Alemania, Japón y Corea siguen siendo los lugares con mayor implantación de fuerzas norteamericanas en el extranjero. El establecimiento, desde 1990, de bases en Hungría, Bosnia, Afganistán y Uzbekistán no ha cambiado estadísticamente esa orientación general heredada de la lucha contra el comunismo. De aquel periodo sólo subsisten como adversarios declarados Cuba y Corea del Norte. Esos Estados ridículos son estigmatizados incesantemente, pero sin que las palabras conlleven acción militar alguna.

El grueso de la actividad militar norteamericana se concentra ahora en el mundo musulmán, en nombre de la «lucha contra el terrorismo», última versión oficial del «micromilitarismo teatral». Tres factores permiten explicar la fijación de Estados Unidos por esa religión que, de hecho, es también una región. Cada uno de ellos remite a una de las deficiencias –ideológica, económica o militar– de los Estados Unidos en términos de recursos imperiales:

– El retroceso del universalismo ideológico conduce a una nueva intolerancia hacia la cuestión del estatus de la mujer en el mundo musulmán.

– La reducción de la eficacia económica lleva a una obsesión por el petróleo árabe.

– La insuficiencia militar de Estados Unidos hace del mundo musulmán, cuya debilidad en este terreno es extrema, un blanco preferente.

FEMINISMO ANGLOSAJÓN Y DESPRECIO DEL MUNDO ÁRABE

Los Estados Unidos, cada vez más intolerantes respecto a la diversidad del mundo, identifican espontáneamente al mundo árabe con un antagonista. La oposición es en este caso de tipo visceral, primitivo, antropológico. Va mucho más allá de la oposición religiosa utilizada por Huntington para dejar al mundo musulmán fuera de la esfera occidental. Para el antropólogo acostumbrado a trabajar sobre las costumbres, los sistemas anglosajón y árabe son completamente opuestos.

La familia norteamericana es nuclear, individualista y garantiza a la mujer una posición elevada. La familia árabe es extensa, patrilineal y coloca a la mujer en una situación de máxima dependencia. El matrimonio entre primos es un tabú en el mundo anglosajón, y preferencial en el mundo árabe. Estados Unidos, cuyo feminismo se ha hecho, con el paso del tiempo, cada vez más dogmático y agresivo, y cuya tolerancia hacia la diversidad efectiva del mundo disminuye sin cesar, estaba en cierta forma programado para entrar en conflicto con el mundo árabe, o más generalmente con la parte del mundo musulmán cuyas estructuras familiares se parecen a las del mundo árabe, lo que podemos llamar mundo arábigo-musulmán. Tal definición incluye a Pakistán, Irán y, parcialmente, a Turquía, pero no a Indonesia, Malasia, ni a los pueblos africanos islamizados de la costa índica, donde el estatus de la mujer es elevado.

El choque entre Estados Unidos y el mundo arábigo-musulmán presenta, por tanto, el desagradable aspecto de un conflicto antropológico, de un enfrentamiento irracional entre valores indemostrables por definición. Hay algo inquietante en el hecho de que tal dimensión pueda convertirse en un factor estructural de las relaciones internacionales. Este conflicto cultural ha adquirido desde el 11 de septiembre un cariz bufonesco y, de nuevo, teatral, para convertirse en una especie de comedieta de bulevar globalizada. Por un lado, los Estados Unidos, país de las mujeres castradoras, cuyo presidente anterior tuvo que comparecer ante una comisión para demostrar que no se había acostado con una becaria; por el otro, Bin Laden, terrorista polígamo con innumerables hermanastros y hermanastras. Nos encontramos ante la caricatura de un mundo a punto de desaparecer. El mundo musulmán no necesita los consejos de Estados Unidos para evolucionar en materia de usos y costumbres.

El descenso de la fecundidad que caracteriza a la mayor parte de los países musulmanes supone en sí mismo una mejoría del estatus de la mujer. Primero porque requiere una elevación de su nivel de alfabetización, después porque un país que, como Irán, alcanza una fecundidad de 2,1 hijos por mujer contiene un gran número de familias que renuncian a tener hijos y, de hecho, rompen con la tradición patrilineal[7]. Egipto es uno de los pocos países que dispone de encuestas sucesivas sobre los matrimonios entre primos; en ellas se observa que la proporción de los mismos está decreciendo: de un 25 por 100 en 1992 a un 22 por 100 en 2000[8].

Con la guerra de Afganistán hemos conocido la emergencia, un poco en el continente europeo, masivamente en el mundo anglosajón, de un discurso de guerra cultural sobre el estatus de la mujer afgana, y de la exigencia de la reforma de las costumbres. Parecía que lo que bombardeaban los B’52 norteamericanos era el antifeminismo islámico. Esta exigencia occidental es ridícula. La evolución de las costumbres ya está en marcha, pero se trata de un proceso lento que una guerra moderna y ciega sólo puede frenar, pues asociará la civilización occidental, efectivamente feminista, con una indiscutible ferocidad militar y, en consecuencia, conferirá una nobleza absurda a la ética sobremasculinizada del guerrero afgano.

El conflicto entre el mundo anglosajón y el mundo arábigo-musulmán es profundo. Y lo peor no son los posicionamientos de las señoras Bush y Blair sobre las mujeres afganas. La antropología social o cultural anglosajona están dando pruebas de su decadencia. Al esfuerzo de comprensión de los individuos que viven en sistemas diferentes, típico de Evans-Pritchard o Meyer Fortes, ha sucedido la denuncia a manos de sufragistas ignorantes de la dominación masculina en Nueva Guinea, o la admiración explícita hacia los sistemas matrilineales de la costa de Tanzania o Mozambique, por otra parte, mayoritariamente musulmanes. Si la ciencia se pone a discriminar entre buenos y malos, ¿cómo podemos esperar serenidad por parte de gobiernos y ejércitos?

Ya lo vimos más arriba, «universalismo» no es sinónimo de tolerancia. Los franceses, por ejemplo, son más que capaces de mostrarse hostiles con los inmigrantes de origen magrebí porque el estatus de la mujer árabe contradice su propio sistema de valores. Pero su reacción es instintiva y no viene acompañada por ninguna formalización ideológica, ningún juicio global sobre el sistema antropológico árabe. A priori, el universalismo es ciego a la diferencia y no puede desembocar en la condena explícita de tal o cual sistema. La guerra «contra el terrorismo», por el contrario, ha dado pie a juicios definitivos e inapelables sobre el sistema antropológico afgano (o árabe), incompatibles con un a priori igualitario.

Estas observaciones no son por tanto una colección de anécdotas, sino la consecuencia del retroceso del universalismo en el mundo anglosajón, que priva a Estados Unidos de una visión pertinente de las relaciones internacionales y les impide tratar decentemente –es decir, eficazmente, desde un punto de vista estratégico– al mundo musulmán.

DEPENDENCIA ECONÓMICA Y OBSESIÓN POR EL PETRÓLEO

La política petrolífera norteamericana, naturalmente concentrada en el mundo árabe, es un efecto de la nueva relación económica de Estados Unidos con el mundo. Líder histórico en el descubrimiento, producción y utilización del petróleo en los últimos treinta años, el papel de Estados Unidos ha pasado a ser, fundamentalmente, el de un importador. Desde ese punto de vista se ha normalizado en comparación con Europa y Japón, cuyas producciones son poco importantes o inexistentes.

En 1973, los Estados Unidos producían 9,2 millones de barriles al día e importaban 3,2. En 1999, producían 5,9 e importaban 8,6[9]. Al actual ritmo de explotación, las reservas norteamericanas se agotarán en 2010. Atendiendo a estas cifras, es fácil comprender la obsesión estadounidense por el petróleo y, por qué no, la excesiva representación de los «petroleros» en el gobierno Bush. La fijación de Estados Unidos por esta fuente de energía no puede, sin embargo, ser considerada como puramente racional y sintomática de una estrategia imperial eficaz. Y esto por varias razones.

Primero porque, teniendo en cuenta el nivel de dependencia general de las importaciones de la economía norteamericana, la temática petrolera es más simbólica que esencial. Un país atiborrado de petróleo pero privado de sus abastecimientos de mercancías vería caer su consumo de la misma manera que un país privado de petróleo. Las importaciones de petróleo representan, ya lo hemos visto, un porcentaje en absoluto despreciable, pero secundario, del déficit comercial norteamericano: 80.000 millones de dólares de 450.000, en el año 2000. De hecho, los Estados Unidos serían vulnerables a cualquier tipo de bloqueo, y la preeminencia de la temática petrolera no puede explicarse mediante la racionalidad económica.

El temor a una insuficiencia del abastecimiento no debería conducir a una fijación por Oriente Medio. Los países que proveen de energía a Estados Unidos están bastante bien repartidos por el planeta. El mundo árabe, pese a su posición preponderante en la producción y, sobre todo, la posesión de las reservas mundiales, no representa amenaza alguna para Estados Unidos. La mitad de las importaciones norteamericanas de petróleo proceden del Nuevo Mundo, militarmente seguro para Estados Unidos: México, Canadá y Venezuela, principalmente. Si añadimos a las cantidades provenientes de esos países la propia producción norteamericana, resulta que el 70 por 100 del consumo de Estados Unidos procede de la esfera occidental inmediata definida por la doctrina Monroe.

Tabla 9. Importaciones petrolíferas norteamericanas en 2001 (en millones de barriles)

Total

3.475

Argelia

3

Congo (Kinshasa)

5

Arabia Saudí

585

Indonesia

15

Egipto

2,5

Malaisia

5

Emiratos Árabes

5

Nigeria

309

Iraq

285

Irán

0

Antillas Holandesas

6

Kuwait

88

Canadá

485

Omán

6

Ecuador

43

Qatar

0

México

498

Perú

2,5

Angola

122

Trinidad y Tobago

19

Brunei

2

Venezuela

520

China

5

Congo (Brazzaville)

16

Resto del mundo

453

Fuente: http://www.census.gov/foreign-trade.

En comparación con Europa y Japón, que realmente dependen de Oriente Medio, la seguridad petrolífera de Estados Unidos es considerable. Los países del Golfo Pérsico sólo aportan el 18 por 100 del consumo norteamericano. La presencia militar en la región, aeronaval o terrestre, en Arabia Saudí, la lucha diplomática contra Irán y los ataques repetidos contra Iraq, se inscriben sin duda en el marco de una estrategia petrolífera. No obstante, no se trata de controlar la energía de Estados Unidos, sino la del mundo y, más específicamente, la de los dos polos industrialmente productivos y excedentarios de la tríada, Europa y Japón. En este caso, la acción norteamericana puede calificarse, efectivamente, de imperial. Y no es del todo tranquilizadora.

Actualmente, la existencia de poblaciones numerosas en Irán, Iraq e incluso Arabia Saudí obliga a estos países a vender su petróleo para evitar el riesgo de explosionar. Por tanto, europeos y japoneses no tienen nada que temer de la libertad de acción de esas naciones. Los Estados Unidos pretenden querer garantizar la seguridad de abastecimiento de sus aliados. La verdad es que, mediante el control de los recursos energéticos necesarios para Europa y Japón, Estados Unidos se asegura la posibilidad de ejercer significativas presiones sobre ellos.

Lo que acabo de sugerir son las ensoñaciones de un viejo estratega abandonado a la facilidad de ciertas cifras y de algunos mapas, una especie de Rumsfeld arquetípico. La realidad es que los Estados Unidos han perdido el control de Irán y de Iraq. Arabia Saudí está empezando a escapar a su dominación, y sólo es posible considerar el establecimiento de bases permanentes en este país, tras la primera guerra contra Iraq, como un último intento para no perder completamente el control de la zona. Este retroceso es la tendencia estratégica de fondo. Ninguna armada aeronaval puede mantener una supremacía militar indefinida, a tal distancia de Estados Unidos, sin el apoyo de naciones locales. Las bases saudíes y turcas son técnicamente más importantes que los portaaviones norteamericanos.

Por tanto, la fijación por el petróleo del mundo musulmán tiene más que ver con el miedo a la expulsión que con la capacidad para ampliar el imperio. Además, revela la ansiedad de Estados Unidos más que su poder: en primer lugar, por miedo a una dependencia económica general, cuyo déficit energético no es más que un símbolo; a continuación, y como consecuencia, por miedo a perder el control de los dos protectorados productivos de la tríada, Europa y Japón.

UNA SOLUCIÓN A CORTO PLAZO: ATACAR A LOS DÉBILES

Más allá de toda motivación aparente de Estados Unidos –indignación ante el estatus de la mujer árabe, importancia del petróleo–, la elección del mundo musulmán como blanco y pretexto privilegiado para el militarismo teatral norteamericano, cuyo objetivo real es ilustrar sin gastar mucho la «omnipotencia estratégica» de Estados Unidos, resulta de la debilidad del mundo árabe. Así de sencillo. Es el cordero del sacrificio por naturaleza. Huntington señala –no sabemos si con pesar o satisfacción– que la civilización musulmana carece de un Estado dominante central, un «core-state» en su terminología. Efectivamente, en la esfera arábigo-musulmana no existe ningún Estado poderoso en función de la población, industria o capacidad militar. Ni Egipto, ni Arabia Saudí, ni Pakistán, ni Iraq, ni Irán tienen los medios materiales ni humanos para una verdadera resistencia. Israel ha demostrado en varias ocasiones la actual incapacidad militar de los países árabes, cuyo nivel de desarrollo y organización estatal parecen por el momento incompatibles con la emergencia de aparatos militares eficaces.

La región es por tanto un campo de demostración ideal para los Estados Unidos, que pueden conseguir victorias cuya facilidad recuerda a un videojuego. La derrota en Vietnam ha sido perfecta y sucesivamente minimizada por el establishment militar norteamericano, que conoce la incapacidad en tierra de sus propias tropas y nunca deja de recordar –ya se trate del lapsus de un general que confunde Afganistán con Vietnam, o del miedo evidente a desplegar su infantería– que la única guerra posible para Estados Unidos es la que le enfrenta a un adversario débil y desprovisto de defensas antiaéreas. Además, está fuera de duda que, eligiendo un adversario débil, buscando la asimetría, el ejército norteamericano resucita cierta tradición militar asociada con el diferencialismo, la de las guerras indias.

La opción antiárabe de Estados Unidos es una solución fácil. Resulta de múltiples parámetros objetivos y de la necesidad de mantener una apariencia de acción imperial. Pero no de una decisión pensada de manera central para optimizar las posibilidades del imperio norteamericano a largo plazo. Al contrario. Los dirigentes estadounidenses escogen siempre caminar cuesta abajo. Siempre adoptan la solución más fácil e inmediata, la menos exigente en términos de inversión económica, militar o incluso conceptual. Maltratan a los árabes porque son débiles militarmente, porque tienen petróleo y porque el mito del petróleo permite olvidar lo esencial, la dependencia global estadounidense para abastecerse de todas las mercancías. También maltratan a los árabes porque no hay un lobby árabe eficaz en el juego político interno de Estados Unidos, y porque los líderes norteamericanos ya no son capaces de pensar de manera universalista e igualitaria.

Si queremos comprender lo que ocurre, es absolutamente necesario rechazar el modelo de unos Estados Unidos actuando en virtud de un plan global, pensado racionalmente y aplicado metódicamente. Existe un curso de la política exterior norteamericana que conduce a alguna parte, pero como podría hacerlo el curso de un río. La pendiente más inclinada conduce siempre al descenso y la reunión de los arroyos, de los ríos, y al final el río desemboca en el mar o en el océano. Luego el conjunto va a alguna parte. Pero el proceso prescinde de todo pensamiento y todo control. Así es como Estados Unidos define su camino, es una superpotencia en efecto, pero impotente para dominar un mundo demasiado vasto y diverso. Cada una de las opciones escogidas conduce a dificultades agravadas en los terrenos en los que hubiera sido realmente necesario actuar, ir temporalmente contra el curso de las cosas, rechazar la línea con mayor pendiente, por seguir con la metáfora hidrográfica, aceptar remontar algunos cientos de metros a pie: reconstruir la industria, pagar el precio de una verdadera fidelidad de los aliados teniendo en cuenta sus intereses, atreverse a enfrentarse seriamente al verdadero adversario estratégico ruso en vez de contentarse con incordiarle, o imponer a Israel una paz equitativa.

Las gesticulaciones norteamericanas en el Golfo, los ataques contra Iraq, las amenazas contra Corea, las provocaciones a China, se inscriben en la estrategia estadounidense del micromilitarismo teatral. Divierten por un tiempo a los medios de comunicación y despistan a los dirigentes aliados. Pero esas gesticulaciones divergen de los ejes mayores de una estrategia norteamericana realista, que debería asegurar el control estadounidense sobre los polos industriales productivos de la tríada, Europa y Japón, y neutralizar a China e Irán mediante una actitud benevolente. Y neutralizar al único adversario militar real, Rusia. En los dos últimos capítulos de este libro, voy a mostrar cómo el retorno de Rusia al equilibrio y la tendencia de Europa y Japón a la autonomía conducirán, a medio plazo, al desmoronamiento del liderazgo norteamericano. Y cómo la agitación micromilitar estadounidense está fomentando el acercamiento entre esos actores estratégicos mayores que son Europa, Rusia y Japón; es decir, exactamente lo que Estados Unidos debería impedir si quisiera reinar. La pesadilla oculta tras el sueño de Brzezinski se está realizando: Eurasia está buscando su equilibrio sin Estados Unidos.


[1] Michael Porter, The Competitive Advantage of Nations, Macmillan, 1990.

[2] Lester Thurow, Head to Head. The Coming Economic Battle among Japan, Europe and America, William Morrow, Nicholas Brealey, 1993.

[3] Véase supra, pp. 79-80.

[4] Muy buena descripción de esta fase en Le chaos russe, de Jacques Sapir, La Découverte, 1996.

[5] Dejar que algo evolucione sin intervenir, dejarse ir [N. del T.].

[6] Literalmente, «estado bribón». En nuestro ámbito, esta expresión ha conocido traducciones muy diversas, como «estado paria» o «estado canalla» [N. del T.].

[7] Teóricamente, es posible construir un modelo que compatibilice una fecundidad limitada a 2 hijos por mujer y una preferencia patrilineal absoluta, si suponemos que cada pareja deja de procrear en cuanto tiene un hijo y sigue procreando si no lo tiene; pero es una hipótesis muy irreal que elimina la posibilidad de que la pareja tenga dos hijos, imposibilidad que elimina otra dimensión de la familia árabe tradicional: la solidaridad de los hermanos y la preferencia por el matrimonio entre sus hijos.

[8] Egypt Demographic and Health Survey, 1992 y 2000.

[9] Statistical Abstract of The United States, 2000, p. 591.