CAPÍTULO VIII

La emancipación de Europa

En un primer momento, el atentado del 11 de septiembre fue para los europeos la ocasión de una hermosa demostración de solidaridad. Sus dirigentes insistieron en implicar formalmente a la OTAN, alianza defensiva dirigida contra Estados, en una mal definida «lucha contra el terrorismo». Durante el año siguiente al atentado, hemos asistido a una continua degradación de las relaciones entre europeos y norteamericanos, tan aparentemente misteriosa en sus causas profundas como inexorable en su desarrollo. La violencia de la acción terrorista puso de manifiesto una solidaridad. La guerra norteamericana contra el terrorismo, brutal e ineficaz, en lo que a métodos se refiere, y de obscuros objetivos reales, ha acabado poniendo de manifiesto un verdadero antagonismo entre Europa y Estados Unidos. La denuncia incansable de un «eje del mal», el apoyo constante a Israel y el desprecio hacia los palestinos han cambiado progresivamente la percepción europea de Estados Unidos. Hasta entonces factor de paz, los Estados Unidos se han convertido en un factor de desorden. Los europeos, durante mucho tiempo hijos leales de una potencia respetada, han acabado desconfiando de una irresponsabilidad paterna posiblemente peligrosa. Y hemos podido ver cómo se producía lo impensable, la emergencia progresiva, aunque incompleta, de una sensibilidad internacional común a franceses, alemanes y británicos.

La desconfianza hacia Estados Unidos por parte de los franceses no puede considerarse una novedad. Sin embargo, la evolución de los alemanes es asombrosa. Los dirigentes de Washington daban por supuesta la obediencia de los dirigentes de su protectorado principal en el Oeste, instrumento indispensable del poderío norteamericano en el continente. Esta creencia implícita se basaba en un doble sobreentendido: las bombas americanas arrasaron Alemania entre 1943 y 1945, y los alemanes son gente obediente por naturaleza, que se somete al más fuerte; por otra parte, sienten gratitud hacia Estados Unidos por haberlos protegido contra el comunismo y permitido su desarrollo económico. La lealtad de Alemania parecía garantizada por los siglos de los siglos por una mezcla de fuerza e interés bien entendido.

La nueva vacilación del aliado británico no es menos sorprendente. El alineamiento de Gran Bretaña con Estados Unidos era, para los analistas estratégicos norteamericanos, algo natural, congénito, por decirlo así, resultante de una comunidad lingüística, de temperamento y civilización. La desenvoltura de Brzezinski cuando se refiere al apoyo británico es característica. La emergencia de un nuevo antiamericanismo inglés, a la derecha y la izquierda del espectro político, es un fenómeno paradójico, pues aparece justo después de una implicación sin precedentes junto a Estados Unidos. El Reino Unido consiguió permanecer al margen de la guerra de Vietnam. Pero la paradoja de un acercamiento y un alejamiento que se suceden en un breve intervalo de tiempo es clásica; todas las naciones europeas se han visto afectadas por ella en diferentes grados: al acercarse demasiado a algo o a alguien tomamos conciencia de una diferencia insoportable.

Un análisis detenido de la prensa del Viejo Continente, entre los países miembros de la Alianza Atlántica, ilustraría el incremento de una sensación de miedo y, después, de exasperación. No obstante, es más fácil demostrar el giro afectivo a través de sus efectos. Para la desesperación de los dirigentes militares y civiles norteamericanos, los europeos han terminado poniéndose de acuerdo sobre la fabricación de un Airbus destinado al transporte militar. Igualmente, han puesto en marcha el proyecto Galileo de detección vía satélite, destinado a romper el monopolio del sistema norteamericano GPS. Esta decisión permite calibrar la fuerza económica y tecnológica de Europa, pues requiere la puesta en órbita de una treintena de satélites. Cuando Europa quiere, es decir, cuando alemanes, británicos y franceses están de acuerdo, puede. En junio de 2002, Europa, con el acuerdo del Reino Unido y de Alemania, hasta se atrevió a amenazar a Estados Unidos con medidas de represalia detalladas tras la subida de los aranceles aduaneros para el acero. Las conferencias internacionales están ahora repletas de responsables norteamericanos –universitarios, militares o periodistas– irritados, por no decir amargados, que reprochan, explícitamente, a los europeos su incomprensión o su deslealtad, e, implícitamente, su riqueza, su potencia y su creciente autonomía.

No se puede explicar esta evolución en función de los acontecimientos de un solo año, que no son más que la punta del iceberg. Describir los recientes desencuentros políticos es estudiar los mecanismos de una toma de conciencia más que la sustancia del antagonismo. Hay fuerzas profundas en acción. Algunas acercan a los europeos a los americanos, otras los alejan. El análisis se complica en virtud de un aspecto importante del proceso en curso: las fuerzas de aproximación y de disociación aumentan simultáneamente. En Europa existe cierto deseo creciente de fusión con Estados Unidos, pero se ve contrarrestado, cada vez con mayor eficacia, por una necesidad de disociación que progresa aún más vigorosamente. Este tipo de tensiones son típicas de los divorcios inminentes.

LAS DOS OPCIONES: ¿INTEGRACIÓN IMPERIAL O INDEPENDENCIA?

Desde los días de la guerra, las relaciones de los dirigentes europeos con Estados Unidos son ambivalentes, al igual que la relación de los dirigentes de Washington con la construcción europea. Los norteamericanos necesitaban una reconciliación franco-alemana para garantizar la coherencia de la Alianza Atlántica en el continente, frente a los rusos; sin embargo, nunca se habían planteado que esa reconciliación podía conducir al nacimiento de una entidad estratégica competidora. El cambio que han experimentado los americanos, de la simpatía y el aliento a la desconfianza, después a la acritud y, por fin, a la oposición, es un proceso comprensible.

Lógicamente, los responsables europeos, por su parte, sintieron necesidad de la protección americana tras el golpe de Praga y la sovietización de Europa oriental. En nuestros días, una vez pasada la resaca de la Segunda Guerra Mundial y caído el comunismo, les invaden las dudas y la nostalgia de la independencia. Después de todo, desde el punto de vista de las clases dirigentes del Viejo Continente, cada historia nacional europea es más densa, más rica e interesante que la de Estados Unidos, que sólo tiene tres siglos. La conquista de los europeos del nivel de vida norteamericano sólo podía reavivar una duda sobre la legitimidad del liderazgo estadounidense y dar cuerpo al movimiento emancipatorio. Todo esto es aplicable, sin modificación alguna, a Japón, al otro lado de Eurasia.

Pero, a lo largo de los últimos veinte años, también han aparecido fuerzas contradictorias que nos empujan hacia la integración total en el sistema norteamericano. La revolución liberal (reacción ultraliberal en la terminología izquierdista) ha generado una nueva tentación en las esferas superiores europeas. Como hemos visto, el mundo desarrollado está minado por el auge de las tendencias oligárquicas. Las nuevas fuerzas sociales emergentes necesitan un líder. En el mismo momento en que su papel militar deja de ser necesario, los Estados Unidos se convierten en el campeón planetario de una revolución no-igualitaria, de una mutación oligárquica que, comprensiblemente, seduce a las clases dirigentes de todas las sociedades del mundo. Lo que Estados Unidos ofrece ahora no es ya la protección de la democracia liberal, sino más dinero y más poder para aquellos que ya son los más ricos y poderosos.

Los dirigentes europeos del periodo 1965-2000 no llegaron a escoger entre las dos opciones, integración y emancipación. Liberalizaron la economía y unificaron el continente simultáneamente, colocando así a los norteamericanos en una situación original a comienzos del siglo XXI: la de no saber si sus vasallos son traidores o súbditos leales. Europa se ha convertido en una zona de librecambio desprovista de protección tarifaria, si dejamos aparte los restos de una política agrícola común. Pero el euro está ahí y su caída en picado, del 25 por 100, frente al dólar entre su nacimiento y febrero de 2002 ha restablecido de hecho, y durante cierto tiempo, una protección de la economía europea respecto a Estados Unidos al bajar todos sus precios a la importación en un porcentaje equivalente. Los alaridos de los responsables y periodistas del Viejo Continente con ocasión del establecimiento por parte del gobierno Bush, durante la primera mitad del año 2002, de tarifas proteccionistas para el acero y de subvenciones para la agricultura sugieren que los dirigentes europeos no son en absoluto conscientes de las consecuencias de sus actos. No quieren ver que el euro actúa por sí mismo contra Estados Unidos; al principio con su bajada y, en una fase ulterior, con su subida, porque realmente no han escogido entre la integración en el sistema norteamericano o la emancipación.

La opción «integración imperial» implicaría, desde el punto de vista de las clases dirigentes europeas, una doble revolución mental: el enterramiento del concepto de nación y la concertación de un matrimonio imperial; por una parte, una renuncia a defender la independencia de sus pueblos, pero en contrapartida, y en lo que a sus líderes se refiere, una integración de pleno derecho en la clase dirigente norteamericana. Ésta fue la pulsión que sacudió a buena parte de las elites francesas y europeas el 11 de septiembre, cuando todo el mundo se sentía «americano». Y también era el sueño de Jean-Marie Messier.

El expolio cada vez más frecuente de los europeos acaudalados a manos de Wall Street, las empresas y los bancos norteamericanos hace esta opción cada vez menos atractiva. Además, la emergencia de una verdadera eurofobia a la derecha del espectro político norteamericano nos lleva a preguntarnos si los Estados Unidos no estarán a punto de arreglar el asunto por su cuenta haciendo comprender a sus aliados que está fuera de cuestión que en el futuro lleguen a ser otra cosa que ciudadanos de segunda. La recuperación del diferencialismo norteamericano sólo afecta negativamente a los negros, los hispanos y los árabes. Pero, en menor medida, concierne también a europeos y japoneses.

La opción «emancipación» resultaría de la potencia económica objetiva del continente, del reconocimiento de valores comunes distintos de los de Estados Unidos. Esta opción reconoce a Europa la capacidad de garantizar por sí misma su defensa militar, algo realista a muy corto plazo. Europa es más potente industrialmente que Estados Unidos. Ya no tiene nada que temer de una Rusia muy debilitada. No obstante, y esto es algo que nunca se dice, debería alcanzar una verdadera autonomía estratégica aumentando su capacidad nuclear. Aunque desde luego el equilibrio del terror que sigue existiendo entre Estados Unidos y Rusia le proporciona tiempo más que suficiente para llevar a cabo ese incremento de su potencial nuclear si así lo desea. El único problema de fondo que padece Europa es su déficit demográfico y, por tanto, su tendencia al debilitamiento, no en relación con Rusia, sino con Estados Unidos.

Presentar dos opciones es sugerir la posibilidad de una elección. Es imaginar a unas clases dirigentes transformadas en actores conscientes, antropomorfos, por decirlo de alguna manera, capaces de decidir la dirección a seguir en función de sus intereses, sus gustos y sus valores. Semejantes maravillas existieron sin duda a lo largo de la historia: el Senado de la República romana, los líderes de la democracia ateniense en los días de Pericles, la Convención en la Francia de 1793, las elites imperiales victoriosas en tiempos de Gladstone y Disraeli, la aristocracia prusiana bajo la autoridad de Bismarck. Pero nosotros no vivimos en una de esas grandes épocas. En última instancia, podemos evocar una conciencia de ese tipo entre las actuales clases superiores estadounidenses, con ciertas reservas, pues, cuando se enfrentan a una elección, siempre adoptan la solución más fácil, de forma que no se puede afirmar que realmente sea una elección. Pero en el caso de las clases dirigentes europeas que conservan cierta capacidad para tomar decisiones difíciles, exigentes, la fragmentación nacional excluye a priori toda posible ilusión sobre la existencia de un pensamiento colectivo.

Se trata de factores de peso, e inconscientes, que van a decidir las posiciones de Europa y Estados Unidos. La fuerza de las cosas, como se decía antes, va a separar a Europa de Estados Unidos.

CONFLICTO DE CIVILIZACIÓN ENTRE EUROPA Y LOS ESTADOS UNIDOS

No obstante, las fuerzas de disociación no son sólo económicas. La dimensión cultural desempeña su papel, aunque, por otra parte, no es posible distinguir completamente la cultura de la economía. Europa está dominada por valores de agnosticismo, paz y equilibrio ajenos hoy por hoy a la sociedad norteamericana.

Ahí radica probablemente el error más grave de Huntington, en querer restringir la esfera de dominación norteamericana a lo que él llama Occidente. Buscando disfrazar la agresividad norteamericana con ropajes de civilización, apunta al mundo musulmán, la China confucionista y la Rusia ortodoxa, pero postula la existencia de una «esfera occidental» cuya naturaleza es muy incierta incluso desde sus propios presupuestos. Este Occidente de bazar fusiona a católicos y protestantes en un sistema cultural y religioso único. Esta fusión resulta chocante para alguien acostumbrado trabajar sobre la oposición de las teologías y los rituales o, más simplemente, sobre las luchas entre creyentes de ambas religiones en los siglos XVI y XVII.

Dejando de lado la infidelidad de Huntington respecto a su propia variable, la religión, casi resulta demasiado fácil demostrar la oposición latente entre Europa y Estados Unidos partiendo de ese mismo criterio –utilizado, esta vez, correctamente y en el presente–. Los Estados Unidos están atiborrados de fraseología religiosa, la mitad de sus habitantes dicen acudir al oficio del fin de semana, y un cuarto acude efectivamente. Europa, a su vez, es un espacio de agnosticismo donde la práctica religiosa tiende a cero. Pero la Unión Europea aplica mejor el mandamiento bíblico «No matarás». La pena de muerte ha sido abolida y la tasa de homicidio es muy baja, cercana a 1 por cada 100.000 habitantes al año. La ejecución de los condenados es algo rutinario en Estados Unidos, donde la tasa de homicidio, tras un ligero descenso, se ha situado entre 6 y 7 por cada 100.000 habitantes. Los Estados Unidos fascinan por su diferencia tanto o más que por su universalidad. Su violencia, que parece interesante en el cine, resulta insoportable cuando es exportada en forma de acción diplomática o militar. El universo de las diferencias culturales entre europeos y norteamericanos es casi infinito, pero un antropólogo está obligado a mencionar el estatus de la mujer norteamericana, castradora y amenazadora, que resulta tan inquietante para los varones europeos como la omnipotencia del hombre árabe para las mujeres europeas.

Sobre todo, hay que hablar de lo más profundo y antiguo que separa a las concepciones americanas y europeas: el mismo proceso de constitución de las sociedades, nivel de análisis en el que ya no se pueden distinguir en absoluto las costumbres de la economía, y al que conviene más el concepto de civilización.

Las sociedades europeas nacieron de la labor de generaciones de campesinos miserables, y sufrieron durante siglos los hábitos guerreros de sus clases dirigentes. No descubrieron la riqueza y la paz hasta un momento relativamente tardío. Podemos decir otro tanto de Japón y la mayor parte de los países del Viejo Mundo. Todas estas sociedades conservan, en una especie de código genético, una comprensión instintiva de la noción de equilibrio económico. En el plano de la moral práctica, todavía asocian las nociones de trabajo y recompensa; en el plano contable, las de producción y consumo.

La sociedad norteamericana es, en cambio, el producto reciente de una experiencia colonial muy exitosa, pero no testada por el tiempo: se ha desarrollado en tres siglos gracias a la llegada de una población ya alfabetizada a un suelo dotado de inmensos recursos minerales y muy productivo en el plano agrícola, pues era virgen. Aparentemente, Estados Unidos no ha comprendido que su éxito resulta de un proceso de explotación y de gasto sin contrapartida de unas riquezas que no había creado.

La adecuada comprensión que tienen los europeos, los japoneses, o cualquier pueblo de Eurasia, de la necesidad de un equilibrio ecológico, o de un equilibrio de la balanza comercial, es producto de una larga historia campesina. En la Edad Media, europeos, japoneses, chinos e indios, por ejemplo, tuvieron que luchar contra el agotamiento del suelo, y comprobaron en sus carnes la escasez de los recursos naturales. En Estados Unidos, una población liberada del pasado descubrió una naturaleza aparentemente inagotable. La economía ha dejado de ser allí una disciplina que estudia la asignación óptima de unos recursos escasos, para convertirse en la religión de un dinamismo que se desinteresa por la noción de equilibrio. El rechazo por Estados Unidos del protocolo de Kyoto, así como la doctrina O’Neill sobre el carácter benigno del déficit comercial, resultan en parte de una tradición cultural. Los Estados Unidos siempre se han desarrollado agotando sus suelos, derrochando su petróleo, buscando en el exterior los hombres que necesitaban para trabajar.

EL MODELO SOCIAL NORTEAMERICANO AMENAZA A EUROPA

Las sociedades europeas están fuertemente arraigadas. La movilidad geográfica de las poblaciones es dos veces menor que en Estados Unidos, incluyendo Inglaterra, donde la proporción de habitantes que cambiaba de residencia en un año era, hacia 1981, de sólo 9,6 por 100, como en Francia (9,4 por 100) y Japón (9,5 por 100), contra el 17,5 por 100 de Estados Unidos[1]. La inestabilidad residencial de la población norteamericana se considera a menudo una prueba de dinamismo, pero la improductividad actual de la industria norteamericana arroja una duda sobre la eficacia económica intrínseca de esos movimientos incesantes. Después de todo, los japoneses producen el doble moviéndose la mitad.

En el nivel infra-ideológico de las mentalidades, la relación de los ciudadanos europeos con el Estado era y sigue siendo una relación de confianza. Las diversas instituciones que lo encarnan nunca son consideradas enemigas, al contrario de lo que se observa en Estados Unidos, donde la ideología liberal no es más que la parte visible, y presentable, de una relación con el Estado que, en el nivel infra-ideológico de las mentalidades, puede llegar a ser absolutamente paranoica. Incluso en Gran Bretaña, donde la revolución liberal ha sido mucho más importante que en Francia, Alemania o Italia, no se observa la existencia, como ocurre en Estados Unidos, de milicias armadas para resistir a las supuestas manipulaciones del Estado central, federal en la terminología americana[2]. La seguridad social es una pieza fundamental del equilibrio en todas las sociedades europeas. Por eso la exportación del modelo estadounidense de capitalismo desregulado constituye una amenaza para las sociedades europeas, lo mismo que para la sociedad japonesa, tan próxima en este sentido a sus lejanos primos europeos.

A lo largo de la década 1990-2000 se especuló mucho sobre las diferentes variedades del capitalismo, sobre la existencia en Alemania de un modelo industrial renano –que privilegiaba la cohesión social, la estabilidad, la formación de la mano de obra y la inversión tecnológica a largo plazo– opuesto al modelo liberal anglosajón, que fomenta el beneficio, la movilidad de trabajo y capital, el corto plazo. Japón, por supuesto con matices, está más cerca de Alemania, tanto por el modelo económico como por el tipo antropológico, la familia arquetípica, tan cara a Frédéric Le Play[3]. Entonces se especulaba sobre las ventajas e inconvenientes de cada modelo; la mayoría de los comentaristas señalaba la mayor eficacia de los tipos alemán o japonés en la década 1980-1990 y, en la década 1990-2000, una aparente remontada, ideológica más que industrial, del tipo anglosajón.

La cuestión de las ventajas y deficiencias económicas es, en cierto sentido, secundaria. El sistema norteamericano ya no puede asumir el abastecimiento de su propia población. Y, lo que es más grave, desde el punto de vista europeo, los incesantes intentos para adaptar las sociedades fuertemente arraigadas y estatalizadas del Viejo Continente a ese modelo liberal las está haciendo explotar. El ascenso de la extrema derecha en las sucesivas elecciones es muy significativo a este respecto. Dinamarca, los Países Bajos, Bélgica, Francia, Suiza, Italia y Austria ya se han visto afectadas. Un círculo negro parece rodear a Alemania, promovida de forma inesperada, si pensamos en los años treinta, a la condición de polo de resistencia al «fascismo». Por ahora Inglaterra es indemne, cosa explicable dada su mayor capacidad de adaptación al modelo ultraliberal. Pero el país está inquieto, y ha descubierto una renovada pasión por la intervención del Estado en la vida económica y social, ya se trate de educación, sanidad o la gestión de los ferrocarriles. España y Portugal saben que sólo deben su inmunidad temporal a la extrema derecha a su relativo retraso económico.

Por el momento Alemania y Japón resisten. No porque esos dos países sean más aptos a la flexibilidad y a la inseguridad social, sino porque sus poderosas economías han protegido, hasta hace muy poco, a las masas obreras y populares. Podemos estar seguros de que una desregulación a la americana en esas naciones con fuerte cohesión social produciría un ascenso de la extrema derecha.

En este punto el equilibrio ideológico y estratégico da un vuelco: el tipo de capitalismo que se identifica con el modelo americano se convierte en una amenaza para las sociedades que más se habían resistido a él. Durante un tiempo beneficiarias del librecambio, las potencias industriales mayores que son Japón y Alemania se ven ahora asfixiadas por la insuficiencia de la demanda mundial. La tasa de paro se está elevando hasta en Japón. Las clases obreras ya no encuentran protección frente a la presión de la globalización. La preponderancia ideológica del ultraliberalismo ha provocado la emergencia, en el interior de esas mismas sociedades, de un discurso contestatario potencialmente destructor del equilibrio mental y político.

La prensa económica norteamericana no deja de reclamar una reforma de esos sistemas «no modernos», «cerrados», pero cuyo único error verdadero es ser demasiado productivos. En las fases de depresión mundial, las economías industriales más potentes siempre sufren más que las economías atrasadas o infraproductivas. La crisis de 1929 golpeó el corazón de la economía norteamericana a causa de su potencia industrial de la época. Los Estados Unidos escasamente productivos del año 2000 están mejor armados para afrontar un déficit de la demanda. Los artículos de la prensa económica americana que reclaman la modernización de los sistemas alemán y japonés no dejan de tener su gracia: cabría preguntarse cómo funcionaría la economía mundial si Alemania y Japón empezasen a producir déficits comerciales de tipo americano. El hecho es que la presión ideológica norteamericana y la preponderancia de las concepciones liberales en la organización de los intercambios a escala mundial se están convirtiendo en un problema de fondo para los dos aliados más importantes de Estados Unidos, para las dos economías industriales más exportadoras. La estabilidad del sistema norteamericano se apoyaba al principio en la dominación de esos dos pilares fundamentales, Alemania y Japón, conquistados durante la Segunda Guerra Mundial y después domesticados. Los Estados Unidos, arrastrados por su déficit, su fracaso y su angustia, a una nueva intolerancia, se están ganando su enemistad.

En Europa, lo importante es el nuevo comportamiento de Alemania, potencia económica dominante. La revolución liberal americana amenaza mucho más la cohesión social alemana que el modelo republicano francés, de costumbres más liberales y que combina individualismo y la seguridad del Estado. Si pensamos en términos de «valores sociales», el conflicto entre Francia y Estados Unidos sólo es un conflicto a medias; en cambio, la oposición entre las concepciones norteamericana y alemana es absoluta. El viaje de George W. Bush a Europa en mayo de 2002 fue un fiel reflejo de ese desfase franco-alemán. Las manifestaciones contra su llegada fueron mucho más importantes en Alemania que en Francia. Los franceses, lastrados por el recuerdo del general de Gaulle, se creían hasta hace muy poco los únicos capaces de defender su independencia. Les cuesta imaginar a Alemania rebelándose en nombre de sus propios valores. Pero la emancipación de Europa, si llega a producirse, le deberá tanto a Alemania como a Francia.

Los europeos son muy conscientes de los problemas que les plantea Estados Unidos, cuya masa los protege y los oprime al mismo tiempo desde hace muchos años. Sin embargo, son escasamente conscientes de los problemas que ellos le plantean a Estados Unidos. Las burlas hacia Europa, gigante económico sin conciencia ni acción política, son frecuentes. Esa crítica, a menudo justificada, olvida sin embargo que la potencia económica existe en sí misma, y que los mecanismos de integración y concentración derivados producen espontáneamente efectos estratégicos a medio o largo plazo. Por eso Estados Unidos se sentía amenazado, ya antes de la puesta en marcha del euro, por el aumento del potencial económico de Europa.

LA POTENCIA ECONÓMICA EUROPEA

Aunque estimula los intercambios de bienes entre continentes, en la práctica, el librecambio no produce un mundo unificado. La globalización planetaria no es más que una dimensión secundaria del proceso. La realidad estadística es la intensificación de los intercambios prioritarios entre países próximos y la constitución de regiones económicas integradas de escala continental: Europa, América del Norte y Central, América del Sur, Extremo Oriente. Las reglas del juego liberal fijadas bajo liderazgo norteamericano tienden a destruir así la hegemonía de Estados Unidos, induciendo a la constitución de bloques regionales separados de América del Norte.

Europa se está convirtiendo en una potencia autónoma casi a su pesar. Desde el punto de vista americano, hay cosas peores: la acción de las fuerzas económicas hace que Europa esté también condenada a anexionarse nuevos espacios en sus márgenes por un efecto de contigüidad y difusión. Europa expresa su fuerza casi a su pesar. Su peso económico continental la lleva a borrar progresivamente el poder político y militar de Estados Unidos, a englobar con su masa física real, por ejemplo, las bases norteamericanas.

Desde un punto de vista estratégico, se puede ver el mundo de dos formas: atendiendo a lo militar parece que los Estados Unidos aún existen en el Viejo Mundo, atendiendo a lo económico se hace evidente el carácter cada vez más marginal de su presencia, no sólo en Europa, sino en toda Eurasia.

Desde una óptica militar, tendremos que enumerar de nuevo los diferentes asentamientos americanos en el planeta, en Europa, Japón, Corea u otros lugares. Si nos dejamos impresionar fácilmente, podremos convencernos de que los 1.500 soldados extraviados en Uzbekistán, o lo 12.000 encerrados en la base de Bagram, en Afganistán, cuentan algo en el plano estratégico. Mi impresión personal es que esos dos asentamientos son sucursales bancarias poco productivas que sirven para distribuir algunos subsidios entre los jefes de los clanes locales. Éstos siguen detentando el verdadero poder, en este caso el de no entregar a los terroristas que buscan, o hacen como que buscan, los norteamericanos. Esas transferencias financieras son modestas pero suficientes: el subdesarrollo de aquellas regiones es tal que permite pagar a los mercenarios locales a precio de saldo.

Si adoptamos una visión económica de las cuestiones estratégicas, y nos trasladamos a la parte del mundo que realmente se está desarrollando, allí donde nacen industrias, donde las sociedades despiertan y se democratizan, en los márgenes de Europa, por ejemplo, la inexistencia económica y material de Estados Unidos se convierte en un fenómeno flagrante.

Vamos a situarnos en la periferia de la zona euro para considerar tres países clave para Estados Unidos en el plano militar:

– Turquía, aliado fundamental, un baluarte entre Europa, Rusia y Oriente Medio.

– Polonia, legítimamente apresurada por entrar en la OTAN y olvidar definitivamente una dominación rusa muy anterior a la dictadura comunista.

– Reino Unido, aliado natural de Estados Unidos.

Por supuesto, es posible imaginar a esos tres países, como hacen esos niños grandes que son en el fondo los estrategas militares, como posiciones fuertes y estables de la estrategia norteamericana por el control del mundo. En el universo infantil de Donald Rumsfeld, por ejemplo, sólo cuenta la fuerza física. Pero si pasamos del patio de recreo militar al mundo de los equilibrios económicos reales, contemplaremos a Turquía, Polonia y el Reino Unido como a tres países que están ya en la zona de influencia de la zona euro. El Reino Unido comercia 3,5 veces más con la Europa de los doce que con Estados Unidos, Turquía 4,5 veces más, Polonia 15 veces más. En caso de conflicto comercial grave entre Europa y Estados Unidos, Polonia no tendría elección alguna, y Turquía muy pocas. En cuanto al Reino Unido, cualquier enfrentamiento directo con la Europa continental exigiría cierta dosis de heroísmo económico –del que es perfectamente capaz.

Tabla 12. Intercambios comerciales de Turquía, Polonia y el Reino Unido (en millones de dólares)

2000

Turquía

Polonia

Reino Unido

import.

export.

import.

export.

import.

export.

Estados Unidos

7,2

11,3

4,4

3,1

13,4

15,8

Europa de los 12

40,8

43,4

52,3

60

46,6

53,5

Rusia

7,1

2,3

9,4

2,7

0,7

0,4

Japón

3

0,4

2,2

0,2

4,7

2

China

2,5

0,3

2,8

0,3

2,2

0,8

Fuente: OCDE, Estadísticas mensuales del comercio internacional, noviembre 2001.

La situación no es estática. Si introducimos datos históricos relativos al periodo 1995-2000, veremos que Polonia está siendo absorbida por la zona euro. Turquía, como la mayoría de países del mundo, exporta más hacia Estados Unidos de lo que importa de allí. Como en otras ocasiones, Estados Unidos se esfuerza en desempeñar su papel de consumidor omnívoro. El Reino Unido, pese a su pertenencia original a la esfera de intercambio europea, en los últimos cinco años se ha acercado ligeramente a Estados Unidos. La marcha hacia el euro, mal concebida y deflacionista, ha tenido desde ese punto de vista un efecto disuasivo en vez de atractivo.

El examen de estas cifras pone de manifiesto el poder del factor de contigüidad territorial en el desarrollo de los intercambios comerciales. La globalización existe en dos niveles, uno mundial, otro regional; pero antes que nada, como temen los analistas estratégicos norteamericanos, es una regionalización por continente o subcontinente. En la medida en que es un proceso realmente global, hace que los Estados Unidos aparezcan como un consumidor de bienes y financiación más que como una contribución positiva. La estricta lógica matemática sugiere que a través de esas interacciones de contigüidad geográfica, la globalización, sus efectos más profundos, desplazan hacia Eurasia el centro de gravedad económico del mundo y tienden a aislar a los Estados Unidos.

La acción de esas fuerzas, al principio estimulada por Estados Unidos, favorece la emergencia de una Europa integrada, de hecho potencia dominante en una región mejor situada estratégicamente que aquella otra cuyo centro es Estados Unidos. El desarrollo de Europa oriental, de Rusia, de países musulmanes como Turquía o Irán y, potencialmente, toda la cuenca mediterránea, parecen estar convirtiendo a Europa en un polo natural de crecimiento y poder. Su proximidad con el Golfo Pérsico sin duda representa para los «pensadores» de la política norteamericana la amenaza más dramática para la posición de Estados Unidos en el mundo.

La técnica del escenario de crisis permite visualizar mejor la interacción de los equilibrios de fuerza económicos y militares. ¿Qué pasaría si Europa, potencia económica dominante para Turquía, presionase a esta última para que retirase al ejército estadounidense su autorización para utilizar la base de Incirlik en el marco de una agresión contra Iraq? ¿Hoy? ¿Mañana? ¿Pasado mañana? El alineamiento de Turquía al lado de Europa conduciría a una dramática disminución del potencial norteamericano en Oriente Próximo. Los europeos actuales no conciben tales escenarios, los americanos los imaginan.

LA PAZ CON RUSIA Y EL MUNDO MUSULMÁN

Al contrario que Estados Unidos, Europa no tiene problemas particulares con el mundo exterior. Mantiene una interacción comercial normal con el resto del planeta, comprando las materias primas y la energía que necesita, pagando esas importaciones con los ingresos obtenidos de sus exportaciones. Su interés estratégico a largo plazo es entonces la paz. Ahora bien, la política exterior de Estados Unidos está, cada vez más, estructurada por dos conflictos principales con dos adversarios que son vecinos inmediatos de Europa. Uno, Rusia, es el obstáculo fundamental para la hegemonía norteamericana, pero es demasiado fuerte para ser abatido. El otro, el mundo musulmán, es un adversario insignificante que sirve para la puesta en escena teatral de la potencia militar norteamericana. Dado que Europa tiene interés por la paz, particularmente con sus dos principales vecinos, sus objetivos estratégicos prioritarios se oponen radicalmente a los norteamericanos.

En la medida en que los países del Golfo tienen que vender su petróleo para que sus poblaciones se incrementen, Europa no tiene por qué temer un embargo. En cambio, no puede aceptar indefinidamente el desorden alimentado por Estados Unidos e Israel en el mundo árabe. La realidad económica sugiere que esa región del mundo debería pasar a una esfera de cooperación centrada en Europa que excluyese absolutamente a Estados Unidos. Turquía e Irán lo han comprendido perfectamente. Pero no nos equivoquemos: esa situación reúne todos los elementos necesarios para un verdadero antagonismo a medio plazo entre Europa y Estados Unidos.

Europa sólo puede intentar multiplicar los terrenos de entendimiento con Rusia, que, según indican todos los datos, se está convirtiendo en un socio razonable, muy debilitado económica y militarmente, pero gran exportador de petróleo y gas natural. La impotencia estratégica de Estados Unidos frente a Rusia atenúa la contradicción. Los Estados Unidos se ven obligados continuamente, después de un acto de agresión, a demostraciones de amistad hacia Rusia impuestas por el miedo a ver cómo europeos y rusos les dejan completamente de lado en las futuras negociaciones.

En lo que se refiere al islam, los desmanes norteamericanos no dejan de agravarse y se hacen muy concretos. El mundo musulmán aporta a Europa una parte importante de sus inmigrantes: pakistaníes en Inglaterra, magrebíes en Francia, turcos en Alemania, por citar sólo los grupos más importantes. Los hijos de esos inmigrantes son ciudadanos de los países de acogida, incluida Alemania, donde acaba de ser aprobado un derecho de suelo similar al francés. Europa debe mantener una relación de paz y buena armonía no sólo por razones de proximidad geográfica, sino también para garantizar su paz interna. En este punto, los Estados Unidos generan tanto desorden interno como internacional. Con los ataques de jóvenes magrebíes desfavorecidos contra sinagogas, durante el primer trimestre del año 2002, Francia fue la primera en experimentar la desestabilización causada por la política americano-israelí, aunque las causas profundas de la revuelta proceden de la estructura cada vez más desigual de la misma sociedad francesa. No hay razón para pensar que Alemania, con sus turcos y, más aún, Inglaterra, con sus pakistaníes, vayan a escapar en los próximos años a la acción desestabilizadora de los Estados Unidos.

LA PAREJA FRANCO-ALEMANA... Y SU AMANTE INGLESA

Invocar a Europa, su poder, su creciente antagonismo hacia Estados Unidos, es utilizar un concepto cuyo sentido no está bien definido: una región económica, una esfera de civilización, un conjunto de naciones, o, en suma, para permanecer en la indefinición más absoluta, una entidad en movimiento. La integración económica continúa en nuestros días. La entidad atrae por su masa y su éxito a nuevos miembros en Europa del Este y parece destinada, pese a todas las dificultades, a absorber a Turquía. Pero este proceso espontáneo de expansión económica tiene como primer efecto político una desorganización. La ampliación económica deja al sistema institucional en una situación de impotencia. La persistencia de las naciones, encarnada por las lenguas, los sistemas políticos, las mentalidades, hace muy difícil la puesta a punto de procedimientos de decisión aceptables para el conjunto de los miembros.

Desde el punto de vista de la estrategia mundial, tal evolución podría ser percibida como el comienzo de un proceso de desintegración. Además, hace verosímil la emergencia de un proceso simplificado de liderazgo a tres bandas en el continente: el Reino Unido, Francia y Alemania constituyen un triunvirato dirigente. Tras algunos años de desencuentro, la reconciliación franco-alemana es muy verosímil. El papel del Reino Unido sería absolutamente nuevo, pero hay que considerarlo como una posibilidad. No debemos asumir el error inicial de Brzezinski, que asegura que Gran Bretaña, a diferencia de Francia y Alemania, no es un «jugador estratégico» y que «su política no requiere una atención elevada». El papel de la cooperación franco-británica en la elaboración de una política militar europea es tal que esa opinión puede ser calificada de desafortunada.

Entre 1990 y 2001, las relaciones franco-alemanas no fueron buenas. Al crear una Alemania de 80 millones de habitantes y una Francia disminuida de sólo 60 millones, la unificación desequilibró Europa. La unificación monetaria, que hubiera debido representar una marcha hacia el optimismo, fue concebida para atar a Alemania. Para tranquilizar a ésta, los europeos aceptaron criterios de gestión exageradamente rigurosos y años de estancamiento. Alemania, por su lado, un poco ebria tras recuperar la unidad, no desempeñó un papel apaciguador durante ese periodo, sobre todo durante la desintegración de Yugoslavia. Esa fase ha terminado. Primero porque Alemania está evolucionando hacia una mayor flexibilidad y hedonismo, y se está acercando a Francia en el plano de las mentalidades.

Pero volvamos al terreno del realismo político, de los equilibrios de fuerzas. La crisis demográfica devuelve a Alemania, inexorablemente, a la escala común de las grandes naciones europeas. El número de nacimientos es ligeramente inferior que en Francia. Ambos países tienen otra vez prácticamente el mismo tamaño. Las elites alemanas son conscientes de ese retorno a la media. La fiebre de la unificación ha pasado, los dirigentes alemanes saben que su país no será la gran potencia europea. Las dificultades concretas de la reconstrucción en la antigua RDA han contribuido a ese regreso al realismo.

Francia, por su parte, desde que ha dejado de estar paralizada por la política del franco fuerte, desde que fue liberada económicamente por el euro, ha recobrado, gracias a una situación demográfica más favorable, cierto dinamismo y la confianza en sí misma. En suma, en la actualidad se dan todas las condiciones para una reactivación de la cooperación franco-alemana en un verdadero clima de confianza.

Pero, una vez más, debemos constatar la preponderancia de una cierta fuerza de las cosas. El reequilibrio demográfico no ha sido decidido; ha sobrevenido, por la misma evolución de las sociedades, y se presenta para los dirigentes como algo dado. El reequilibrio demográfico franco-alemán no es, por otra parte, más que uno de los aspectos de la estabilización demográfica mundial. Más al Este, la regresión demográfica rusa está aplacando mecánicamente la antigua inquietud, alemana o europea, de verse engullidos por una nación-continente en expansión demográfica.

El declive demográfico ruso, el estancamiento alemán y el relativamente buen comportamiento de la población francesa están reequilibrando el conjunto de Europa, entendida en sentido amplio, en un proceso inverso al que la desestabilizó a principios del siglo XX. Entonces, el estancamiento demográfico galo, combinado con la expansión de la población alemana, hizo de Francia una nación temerosa. Al Este, la expansión aún más rápida de Rusia engendró una verdadera fobia en Alemania. Ahora la fecundidad es baja en todas partes. Esa debilidad plantea problemas específicos, pero al menos tiene el mérito de apaciguar esta parte del mundo de manera casi automática. Si los índices de fecundidad se mantienen así de bajos durante mucho tiempo, asistiremos a una verdadera crisis demográfica que amenazará la prosperidad del continente europeo. En un primer momento, la caída de la presión demográfica facilitó, sin que nadie se diese mucha cuenta de ello, el proceso de fusión de las economías nacionales europeas por el librecambio, borrando de la conciencia de los actores el miedo al desequilibrio político y a la agresión.

Cualquier hipótesis sobre el comportamiento futuro del Reino Unido será bastante arriesgada. La pertenencia simultánea a dos esferas, una anglosajona, otra europea, forma parte de su naturaleza.

La revolución liberal afectó a Inglaterra más violentamente que a cualquier otra nación europea, aunque hoy los británicos sueñen con volver a nacionalizar sus ferrocarriles y reforzar, mediante dotaciones presupuestarias razonables, su sistema sanitario. Los lazos entre los Estados Unidos e Inglaterra van mucho más allá de esa estrecha dimensión socioeconómica: la lengua, el individualismo y un sentido congénito, por decirlo así, de la libertad política. Todo eso es evidente, pero puede hacernos perder de vista algo igual de evidente. Los ingleses perciben mejor que los demás europeos, no sólo los defectos de Estados Unidos, sino su evolución. Si Estados Unidos tiene problemas, serán los primeros en saberlo. Los ingleses son los aliados preferentes de los norteamericanos, pero también están más expuestos que los demás a la presión ideológica y cultural venida de ultramar, porque no disponen, contrariamente a alemanes, franceses, etc., de ninguna protección natural como el idioma. He aquí el dilema británico: no sólo sufren la tirantez entre Europa y Estados Unidos, sino que su relación con éstos es particularmente problemática.

Lo que es seguro es que la decisión británica de aceptar el euro o rechazarlo será capital, no sólo para Europa, sino también para Estados Unidos. La integración a la zona euro de la plaza financiera y bancaria de Londres, principal polo financiero del Viejo Mundo, sería un golpe terrible para Nueva York y para Estados Unidos, habida cuenta de su dependencia de los flujos financieros mundiales. En el actual estado de deficiencia productiva de la economía norteamericana, la entrada de la City en el sistema europeo central realmente podría hacer que el equilibrio del mundo se tambalease. Sería bastante irónico que, al final, Gran Bretaña, ignorada por Brzezinski, acabase de golpe con la hegemonía estadounidense tomando partido por Europa.


[1] L. Long, «Residential mobility differences among developed countries», International Regional Science Review, 1991, vol. 14, núm. 2, pp. 133-147.

[2] Anthony King, «Distrust of government: explaining American exceptionalism», en Susan J. Pharr y Robert D. Putnam, Disaffected Democracies, Princeton University Press, 2000, pp. 74-98.

[3] Economista e ingeniero (1806-1882), uno de los fundadores de la sociología francesa y creador del «método monográfico». Principal representante del catolicismo social, conservador y tradicionalista, su doctrina tuvo mucha influencia durante la segunda mitad del siglo XIX [N. del T.].