Apéndice 1
Coincidencias asombrosas
Las tribulaciones de un granjero con imaginación
T
al como decíamos en el primer capítulo, en junio de 1940 Gran Bretaña se enfrentaba en solitario a la amenaza de la hasta entonces triunfante Alemania. Todo hacía pensar que las tropas germanas atravesarían el canal de la Mancha de un momento a otro. La Luftwaffe sobrevolaba continuamente territorio británico mientras que la población se preparaba para rechazar la inminente invasión.
En tales circunstancias, era normal que se dieran casos de auténtica psicosis entre los ciudadanos. Cualquier pequeño gesto podía interpretarse como la acción de un espía alemán. Tener apariencia germana ya era motivo para que te denunciaran a las autoridades, como lo era también formular demasiadas preguntas en la barra de un pub o simplemente quemar rastrojo en el campo, ya que hubo quien pensó que eran señales de humo para el enemigo. También se informó a la policía de que habían sido vistos varios espías señalizando árboles, de modo que estas señales formaban una línea recta, presumiblemente para orientar a los aviadores alemanes; investigado el caso, se descubrió que se trataba de trabajadores de la compañía telefónica realizando su trabajo ordinario…
Por todo ello, no sorprende el caso de un granjero de la región de West Anglia, a quien denunciaron a la policía porque había segado su campo de trigo dibujando una enorme flecha. Además, el indicador señalaba directamente a un aeródromo de la RAF, lo que supuestamente debía de ser de gran ayuda para la aviación alemana.
Las autoridades detuvieron al granjero y lo interrogaron durante una semana. Finalmente, los servicios secretos británicos concluyeron que aquello no había sido más que una curiosa coincidencia. El granjero consiguió demostrar que era un ciudadano leal y que había segado su trigal de aquella original manera porque estaba aburrido de cortarlo como siempre; no tenía ni idea que su flecha apuntaría directamente a un posible objetivo de la aviación nazi.
Page y Pape, pareja involuntaria
Durante la guerra las confusiones entre soldados de nombre igual o similar fueron corrientes. Una de las más increíbles fue la que involucró a dos hombres cuyos apellidos se diferenciaban por tan solo una letra. En julio de 1940, el soldado británico D. J. Page recibió por correo las fotos de su reciente boda. No obstante, el sobre llegó abierto, aunque en su interior había una carta de disculpa, en la que un soldado llamado Pape aseguraba que había recibido las fotos por error y le presentaba atentamente sus excusas. La curiosidad es mayor, pues el número de identificación de Pape era el 1.509.322, mientras que el del destinatario de la carta era el 1.509.321.
Y los encuentros entre ambos soldados no terminarían allí. Una vez finalizada la guerra, Page comenzó a trabajar como conductor de autobuses. Unos meses después, comprobó que en su nómina figuraba una deducción por impuestos mucho mayor de la habitual. Page acudió a informarse a su superior y este dijo que había sido producto de una confusión con la hoja de otro trabajador. Sorprendentemente, se trataba del mismo Pape que había conocido durante la guerra. Además, los números volvían a unir a ambos al ser también correlativos los números de las licencias de conductor de autobús. La de Page era la número 29.222, mientras que la de Pape era la número 29.223.
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Cincuenta cirujanos en Honolulu
El día del ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, no todo fueron desgracias para los norteamericanos. Pese a que la fortuna estuvo casi totalmente del lado nipón, una circunstancia favorable fue decisiva para que no se produjeran más bajas mortales entre las tropas estadounidenses.
Precisamente ese día, en Honolulu, la ciudad más cercana a Pearl Harbor, se estaban celebrando unas jornadas médicas sobre el tratamiento de las heridas de guerra. A esa conferencia asistían cincuenta cirujanos norteamericanos venidos expresamente desde el continente.
Tras el ataque aéreo, los numerosos heridos fueron trasladados al hospital Tripler Army. De inmediato, los cirujanos se dirigieron a toda prisa al hospital y se dispusieron a intervenir quirúrgicamente a los heridos. Gracias a esa inusual concentración de cirujanos en Hawái, muchos soldados pudieron salvar la vida.
La postal vuelve a casa
En 1942, un soldado británico llamado Arthur Butterwoth vivió una curiosa coincidencia con una postal. Mientras estaba destinado en un cuartel situado en unos campos cercanos a Norwich, solicitó por correo un libro de segunda mano a una librería de Londres. Cuando recibió el envío, se sentó ante una ventana del cuartel y abrió el paquete. Junto al libro había una postal fechada en 1913; curiosamente, el paisaje que se contemplaba en la foto era exactamente el que se podía ver desde la ventana.
El soldado pensó que se trataba de una atención del librero, pero se quedó estupefacto al comprobar que, como medida de seguridad, las direcciones postales de los cuarteles se mantenían en secreto y que tan solo se identificaban por un código numérico, por lo que era imposible que el librero supiera desde dónde había hecho el pedido. Tras casi tres décadas, la postal regresaba a su lugar de origen, aunque fuera mediante esa extraña carambola.
«Yacimiento» de uranio en Nueva York
En junio de 1942 estaba ya en marcha el llamado Proyecto Manhattan, cuyo objetivo era construir la primera bomba atómica. Un elemento imprescindible para desarrollarla era el uranio. El encargado de iniciar los trámites necesarios para conseguir este preciado elemento químico fue un coronel del Ejército norteamericano. En aquellos años, las minas más importantes de uranio se encontraban en el Congo Belga. El coronel contactó con un ingeniero de minas que residía en Nueva York, el belga Edgar Sengier.
El militar, vestido de civil para dejar claro que aquello era una misión secreta, se entrevistó con el ingeniero y le expuso las necesidades del ejército; le preguntó acerca de los pasos que había que dar para extraer el uranio de las minas congoleñas y trasladarlo a territorio estadounidense. El ingeniero belga escuchó con atención, pero, una vez finalizada la exposición del coronel, le respondió, satisfecho, que nada de aquello era necesario, pues, en ese momento, el yacimiento de uranio más importante del mundo era la ciudad de Nueva York.
Ante la lógica sorpresa del militar, Sengier le explicó que, en 1939, mientras estaba trabajando en las minas del Congo, unos científicos antinazis habían contactado con él para advertirle que los alemanes ya estaban experimentando para construir la bomba atómica, por lo que era imprescindible tomar alguna decisión.
El ingeniero de minas decidió hacerse con unas cuantas toneladas de mineral rico en uranio y consiguió embarcarlo con rumbo a Nueva York. Una vez allí, lo guardó en un almacén, dentro de unos recipientes de acero, y envió una carta al gobierno de Estados Unidos explicando que ponía ese material a su disposición. Sin embargo, el encargado de abrir el correo pensó que se trataba de una broma y destruyó la carta sin comprobar su veracidad.
Al final, la casualidad quiso que la acción de Sengier fuera decisiva para la carrera por conseguir la bomba atómica, pues los plazos para conseguir el uranio se acortaron y al Proyecto Manhattan siguió su curso con mayor rapidez.
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Trágica reunión familiar en Guadalcanal
Los cinco hijos del matrimonio Sullivan, de Waterloo, Iowa, murieron a bordo del barco de guerra USS Juneau
, el 14 de noviembre de 1942, cuando el buque resultó hundido en la batalla de Guadalcanal, alcanzado por un torpedo del submarino japonés I-26
.
Cuando los cinco hermanos se alistaron, el 3 de enero de 1942, solicitaron servir juntos; aunque la Marina estadounidense tenía la norma de que los hermanos no sirvieran en el mismo barco para evitar que pudieran morir todos en un mismo ataque, esa regla no siempre se cumplía, como sucedió en este caso.
Los fallecidos fueron George Thomas, de 27 años; Francis Henry, de 26; Joseph Eugene, de 24; Madison Abel de 23, y Albert Leo, de 20. Según contaron los diez supervivientes del
Juneau
, a los que rescataron ocho días después, Francis, Joseph y Madison perecieron en el ataque, Albert se ahogó al día siguiente, y el mayor, George, murió de sed cuatro días más tarde.
Sus padres, Thomas y Alleta, no tuvieron noticia de sus muertes hasta el 13 de enero de 1943. Ese día, tres oficiales se presentaron en el hogar de los Sullivan, cuando Thomas estaba a punto de irse a trabajar. Nada más verlos, el cabeza de familia comprendió que aquellos oficiales traían malas noticias, por lo que les preguntó lacónicamente: «¿Cuál?». Uno de los oficiales le respondió: «Los cinco».
Esta dramática coincidencia de varios hermanos sirviendo en el mismo barco no volvería a producirse. A partir de ese día, el gobierno norteamericano dispuso de forma taxativa que no hubiera hermanos en las tripulaciones.
Aunque con total seguridad, nada pudo consolar a esos padres de la pérdida de sus cinco hijos; las muestras de condolencia llegaron de todas partes, desde el presidente de la nación al papa Pío XII, que les envió una medalla de plata y un rosario. La Marina hizo lo que estuvo en su mano para homenajear a los cinco hermanos. Así, en 1943, puso el nombre de
The Sullivans
a un destructor; esa era la primera vez que se bautizaba un buque de la armada norteamericana con el de un grupo de personas. En 1992, la Marina volvería a poner el nombre de los Sullivan a otro destructor.
Un caso parecido al de la familia Sullivan fue el de los Borgstrom, de Thatcher, Utah. Cuatro de los siete hijos varones de esta familia murieron en combate en menos de seis meses, entre el 17 de marzo de 1944 y el 26 de agosto de ese año, en escenarios tan dispares como Guadalcanal, Italia, el cielo de Alemania durante un bombardeo y Francia.
Sin novia y sin galletas
Siguiendo con las confusiones creadas por los apellidos similares, como la citada historia de Page y Pape, en 1943 se dio otro caso curioso. El soldado norteamericano Bill Purdy, de Ithaca, Nueva York, tenía novia desde hacía siete años cuando fue llamado a filas. Su novia le enviaba semanalmente varias cartas y una caja de galletas, que ella misma elaboraba, al campo de instrucción de Camp Croft, en el sur de California.
Un error en la oficina de correos del Ejército hizo que esas cartas le llegaran a otro soldado, llamado también Bill Purdy. Este respondió a la chica explicando la confusión y felicitándola por sus excelentes galletas (no había podido resistir la tentación y se las había comido todas, pese a saber que no eran para él). A su vez, ella le dirigió otra carta en la que le daba las gracias por el halago. Ese fue el inicio de su relación epistolar.
Y… cuando el primer Bill Purdy regresó a su ciudad se encontró… ¡con que su novia se había casado con el segundo Bill Purdy! No obstante, el desventurado soldado supo encajar el contratiempo con buen humor; cuando aquel curioso episodio apareció en la prensa local, declaró: «no me importa que me haya quitado a mi chica, lo que de verdad me molesta es que se comiese mis galletas».
«Mi madre revisó el paracaídas»
Pocas horas antes del desembarco de Normandía, a las 21.30 horas del 5 de junio de 1944, cientos de paracaidistas se disponían a despegar en sus aviones C-47 Dakota para saltar sobre suelo francés. Mientras permanecían en el interior del avión, era inevitable que muchos pensaran en si su paracaídas se abriría correctamente tras saltar por la portezuela del aparato. Aunque los revisaban a conciencia, nadie escapaba a ese temor.
Tan solo había un hombre que estaba la mar de tranquilo, el norteamericano Robert Hillman. En primer lugar, advirtió que, según la etiqueta, su paracaídas había sido fabricado en su ciudad natal, Mánchester, Connecticut: un buen augurio.
Sin embargo, la sorpresa no acabaría ahí: para sellar su responsabilidad, el encargado de la revisión de los paracaídas imprimía sus iniciales en la etiqueta. ¿Y quién había revisado el paracaídas de Robert? Pues resulta, nada más ni nada menos, que su madre, que trabajaba en aquella fábrica. Por esas cosas del destino (hay que tener en cuenta que había un gran número de fábricas de paracaídas y que cada una contaba con cientos de trabajadores) su propia madre había sido la encargada de velar porque su hijo tuviera un salto sin contratiempos.
¿Un espía en el Daily Telegraph
?
En los meses anteriores al desembarco de Normandía, los Aliados impusieron estrictas medidas de seguridad para ocultar los pormenores de la invasión, especialmente el punto de la costa elegido para establecer las cabezas de playa. Era imposible esconder que la operación iba a tener lugar ese verano, pues se había anunciado públicamente, y tampoco se podía mantener en secreto la gran magnitud de la invasión, por la acumulación de tropas y de material bélico en las costas inglesas. Pero lo más importante era que los alemanes ignorasen su destino exacto. La censura llegó incluso a los telegramas diplomáticos, en los que estaba prohibido hacer referencia alguna a un asunto que se consideraba de máximo secreto.
Además, como se ha visto en un capítulo anterior, los británicos emplearon una serie de señuelos para lograr que los alemanes creyesen que la invasión iba a producirse en otro punto, desde acciones de intoxicación informativa hasta la acumulación de tanques hinchables junto a la costa de Calais.
Para no dar facilidades al enemigo, a los distintos elementos que conformaban esa gigantesca operación se les asignaron nombres en clave. Así pues, a dos de las playas del desembarco se les bautizó como Utah y Omaha; a la punta de lanza naval se la llamó Neptune; a los muelles flotantes de hormigón se les conocía como Mulberry, y a la invasión en su conjunto se le asignó el nombre de Overlord.
Pero, a falta de un mes para el desembarco, los servicios secretos aliados descubrieron estupefactos cómo iban apareciendo estos nombres secretos ni más ni menos que en el crucigrama del diario londinense
Daily Telegraph.
Para colmo, la palabra clave, Overlord, apareció tan solo cuatro días antes del Día-D.
Como era altamente improbable que fuera una simple casualidad, agentes del servicio secreto británico se personaron en las oficinas del periódico, en Fleet Street, en busca del autor de este pasatiempo. Los servicios de inteligencia albergaban serios temores de que hubieran trascendido los detalles de la operación. Suponían que la publicación de todos aquellos nombres altamente secretos demostraban que se había producido alguna filtración desde el interior del Ejército; el hecho de que figurasen tan claramente en un diario de tanta tirada como el
Daily Telegraph
hacía pensar que, en esos momentos, los alemanes ya conocían los pormenores de la invasión.
Así pues, los agentes entraron en la redacción convencidos de que iban a descubrir que el autor de los crucigramas era un colaborador de los nazis; sin embargo, se llevaron una buena sorpresa al encontrarse con un humilde maestro de escuela llamado Leonard Dawe, encargado de confeccionar los crucigramas del periódico desde hacia veinte años. Naturalmente, nada impidió que recayeran sobre él las sospechas de los agentes, por lo que sometieron al desafortunado profesor a un severo interrogatorio.
Al final, los miembros del servicio secreto se convencieron de que la supuesta revelación de los nombres en clave del desembarco no había sido más que una increíble coincidencia y, por tanto, que el maestro de escuela era totalmente inocente.
No obstante, coincidiendo con el cuadragésimo aniversario del desembarco de Normandía y la consiguiente revitalización de esta insólita historia, un antiguo alumno de Leonard Dawe, Ronald French, se puso en contacto con el
Daily Telegraph
para revelar la explicación a tal coincidencia. Junto a la escuela en la que Dawe daba clases, en Effingham, Surrey, había un campamento de soldados norteamericanos y canadienses que pertenecían al contingente que debía participar en el desembarco, y French, que entonces tenía catorce años, consiguió hacerse amigo de un grupo de soldados.
Según afirmaría el antiguo alumno de Dawe, los soldados le proporcionaron un uniforme de cadete y le permitieron pasar tardes enteras en el campamento; le consideraban una especie de mascota. Aquellos hombres, seguros de que él no era un espía alemán, hablaban delante de él de los planes de desembarco, y fue en esas conversaciones en donde oyó las famosas palabras en clave, que iba apuntando en una libreta.
Por su parte, Dawe solía recoger sugerencias de sus alumnos para confeccionar los crucigramas. French le propuso esas palabras: de ese modo llegaron al crucigrama del
Daily Telegraph
. Siempre según el relato de French, cuando estalló el asunto, Dawe le hizo quemar la libreta y, para proteger al muchacho, le hizo jurar sobre la Biblia que no diría nada a nadie, un juramento que French tardaría cuarenta años en romper.
Rommel no se libra de Montgomery
Una de las rivalidades más famosas de la Segunda Guerra Mundial fue la que mantuvieron los mariscales Erwin Rommel y Bernard Montgomery. Desde la batalla de El Alamein, en la que el británico ganó la partida al alemán gracias a su aplastante superioridad en número de cañones y tanques, ambos jugaron al gato y el ratón por las arenas del norte de África, donde dejaron escritas brillantes páginas de estrategia militar. La admiración mutua era tan grande que Montgomery tenía un retrato de su rival dentro de su pequeña casa rodante, mientras que el alemán se refería al británico como «mi amigo Montgomery».
El destino quiso que volvieran a encontrarse, pero en un escenario menos exótico que las arenas del desierto: Normandía. Mientras que Rommel era el comandante del Grupo de ejércitos B alemán, el británico era el jefe de las fuerzas aliadas de tierra durante la invasión.
El 17 de julio de 1944, Rommel estaba haciendo una ronda de reconocimiento en su Mercedes cuando recibió un ataque de dos Spitfire de la RAF. Una ráfaga de ametralladora acertó en el coche; el conductor resultó herido y perdió el control del Mercedes, que cayó a un canal de riego. Rommel salió despedido del vehículo: sufrió una fractura de cráneo y heridas en la cara, por fragmentos del parabrisas.
En ese momento en el que su vida estuvo en peligro, Rommel tampoco pudo escapar a la sombra que proyectaba su oponente. Una aldea cercana al lugar del ataque se llamaba, curiosamente, como su rival inglés, aunque con una «m» de más, Saint Germain de Montgommery, en honor de una familia de nobles normandos que se remontaba al siglo
XI
. Uno de ellos, Roger, participó en la conquista de Inglaterra junto con Guillermo el Conquistador, de quien recibiría tierras y títulos. Roger de Montgommery era uno de los antepasados del famoso general. Así se cerraba ese caprichoso círculo.
Los finlandeses la escogieron primero
Los aviones finlandeses llevaron durante casi toda la guerra el símbolo de la cruz gamada en su fuselaje, aunque con algunas variaciones respecto a la alemana. La finlandesa era de color azul y tenía uno de sus lados como base.
Lo realmente curioso es que ese símbolo nada tenía que ver con la conocida esvástica nazi; todo fue una coincidencia. Su origen se remonta al mes de marzo de 1918, cuando un conde sueco, Eric von Rosen, donó su avión a uno de los bandos que por aquel entonces se enfrentaban en una guerra civil en el país escandinavo. El avión llevaba en sus alas ese ancestral símbolo solar porque el conde estaba convencido de que atraía la buena suerte.
Al Ejército finlandés también le gustó la cruz gamada que exhibía el avión del noble sueco y decidió adoptarla como insignia de las fuerzas aéreas de su país, lo que se hizo oficial el 18 de marzo de 1918. Esto sucedía antes de que la esvástica fuera el símbolo nazi, antes incluso de que se crease ese partido.
Es posible que el conde Von Rosen tuviera razón y que el símbolo trajera buena suerte, ya que la actuación de la aviación finlandesa durante la guerra de Invierno, que les enfrentó a los soviéticos entre el 30 de noviembre de 1939 y el 12 de marzo de 1940, fue muy destacada. Aunque los soviéticos contaban con una abrumadora ventaja en el aire, acabarían vapuleados por la fuerza aérea finlandesa, a pesar de que al comenzar la guerra esta apenas contaba con cuarenta y ocho cazas, pocos de ellos modernos. La clave de su triunfo sería su ágil formación de ataque, en dos parejas, mientras que los soviéticos volaban en una única formación de tres, lo que les restaba maniobrabilidad. Hacia el final de la guerra, los finlandeses habían abatido doscientos cuarenta aviones soviéticos; sus rivales solo habían perdido veintiséis.
Los aviones finlandeses lucirían en sus alas la cruz gamada durante el resto de la Segunda Guerra Mundial, en la que volverían a enfrentarse a los soviéticos a partir del 25 de junio de 1941 en la llamada Guerra de Continuación, con el apoyo de los alemanes. Su objetivo era recuperar los territorios que les habían arrebatado en 1940.
Tras el armisticio firmado con la Unión Soviética el 19 de septiembre de 1944, los finlandeses tuvieron que cambiar la insignia, debido a que, pese a su origen anterior y a las pequeñas diferencias, recordaba demasiado al símbolo nazi. Así pues, los finlandeses sustituyeron la esvástica por una menos controvertida escarapela blanca y azul.
Ni un rasguño para los soldados
El 6 de enero de 1945, el buque de guerra norteamericano USS Calloway
transportaba a 1.118 soldados hacia el golfo de Lingayen, en el norte de las Filipinas, cuando un avión kamikaze japonés se lanzó sobre él. El aparato impactó en la cubierta del barco y el depósito de combustible comenzó a arder.
Esa acción suicida costó la vida a veintinueve miembros de la tripulación; veintidós más resultaron heridos. Curiosamente, ninguno de los 1.118 soldados sufrió el más mínimo daño.
Un equipo marcado por la desgracia
La Segunda Guerra Mundial se cebó especialmente con un equipo de fútbol americano, los Bobcats de Montana.
Once de los treinta y tres jugadores que formaban la plantilla en la temporada de 1941 resultaron muertos durante la guerra. Tres exjugadores de los Bobcats fallecieron también en la contienda. Ningún otro club deportivo estadounidense, y probablemente de todo el mundo, sufrió una pérdida similar.
La maldición del Ehime Maru
Si un armador japonés busca un nombre para bautizar su barco, debería pensárselo dos veces antes de escoger el de Ehime Maru.
En febrero de 2001, el buque escuela de pesca japonés
Ehime Maru
fue embestido por el submarino norteamericano
USS Greenville
cerca de las costas de Hawái; el impacto le provocó una vía de agua que hizo que se hundiera a más de seiscientos metros de profundidad. Las víctimas: cuatro estudiantes, dos profesores y tres tripulantes,
El submarino había perdido el control porque, inexplicablemente, había dos civiles a los mandos en ese momento. Inmediatamente, la Marina norteamericana decidió prohibir la presencia de personal no militar en sus submarinos, además de relevar de su cargo al comandante que estaba al mando del
USS Greenville
.
Tal desgracia no fue de extrañar, si se tiene en cuenta la maldición que persigue al nombre de
Ehime Maru
. Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, el
USS Halibut
torpedeó hasta hundirlo a un carguero con ese nombre. En 1944, otro
Ehime Maru
sufrió importantes daños; en este caso, se debió a los torpedos del submarino
USS Tang.