ELIGES A EMILE

Mientras observas tus manos sucias con la mezcla de colores, has recordado a alguien de tu época universitaria: un chico similar a Emile, tan bueno como un osito de peluche. Le gustaste desde el principio, pero tú no lo tenías claro porque su personalidad no entrañaba algo emocionante ni arriesgado. Te parecía que con él sería como subirse a un columpio, cuando tú lo que buscabas era una montaña rusa. Sofía acabó por convencerte, aconsejándote que huyeras del osito porque tenía todos los puntos para convertirse en un calzonazos, y no hay nada menos excitante que estar con alguien que no protesta nunca por nada.

Tiempo después, te echaron las cartas y te dijeron que tu hombre ideal sería de muy buena familia y tendría dinero. Y el osito empezó a trabajar en un banco y a irse de vacaciones en el velero familiar, pero ya no estaba interesado en ti. Habías dejado pasar el momento ideal, y no importaba cuánto quisieras recuperarlo. Habías perdido el tren. Fue en ese momento en el que entendiste que era mejor arrepentirse de lo hecho que de lo contrario. ¿Por qué no te molestaste por lo menos en averiguar a qué sabían sus besos? Habías cambiado de idea y querías subirte al columpio y, aunque durante el proceso incluso probaste a subirte en alguna montaña rusa, el destino te decía que el osito era el hombre de tu vida. Y si lo decía el destino, así habría de ser.

Pero no fue.

Te has acordado de aquello ahora que te sientes igual de insegura con Emile, pero por lo menos esta vez sí has probado sus besos. Y te han gustado. Tu corazón te ha dicho que sigas adelante, y no solo eso: has revivido los momentos tórridos con él y tus impulsos más animales han aflorado, calentándote la piel.

−No tengo muy claro lo que quiero, pero es verdad que no soy una devora-hombres, por mucho que haya pretendido serlo, y siento haberte hecho sentir mal.

−No lo sientas. Si te soy sincero, cuando ayer pensé que ya no te interesaba, me quedé hecho polvo, y eso hizo que lo que sentía por ti, se hiciera todavía más fuerte. Me volví loco de celos, y sé que no tenía derecho, pero me dije que, si había una mínima posibilidad, tenía que aferrarme a ella.

Si eso no te ha dejado con la boca abierta, es porque no has tenido tiempo de procesar todo lo que te ha dicho. Emile acaba de expresar sus sentimientos con una exactitud digna de admirar en un hombre. Demuestra que entiende la sensibilidad femenina. Sabe lo que quieres escuchar, y además da la casualidad de que es lo mismo que él siente.

Pero, eh, cuidado, que no es de piedra: estáis sentados en una cama. Está claro que, si lo dice ahora, es más probable que fornique que si lo dice mientras se corta las uñas de los pies.

Las palabras de Emile dan paso a un gran beso. Literalmente, te tiras encima, y la pintura de vuestros labios se mezcla.

−Quiero que me pintes −le susurras, jugueteando con tu lengua, como buena aprendiz de un maestro francés−. Desnúdame y píntame entera.

Vas a tomarte tu tiempo. No quieres hacer nada más hoy que estar en la cama con él, entre el arcoíris de sus bíceps, explorando su pelo alborotado y azul con tus dedos; descubriendo el color exacto de su iris, la cavidad de su espalda, el camino que hay desde su pecho hasta su ombligo, y desde su ombligo a su miembro; hundiendo las manos en los marcados oblicuos que palpaste en el lavabo; aspirando el perfume de su cuerpo.

Quieres que él haga lo mismo y os toméis vuestro tiempo para conoceros.

Emile pega un salto de la cama al suelo y se encamina a la terracita.

−Voy a hacer una obra de arte contigo, que lo sepas −te dice antes de salir.

Mientras él recolecta las bolsitas, tú te desprendes de la ropa con una sonrisa bobalicona. La típica del principio de toda relación: me siento querida y quiero que dure eternamente. Cosa que nunca sucede, claro.

Porque lo más probable es que empieces a tolerar todos sus defectos y a convivir con ellos, para después daros por sentado el uno al otro. Ya no tendréis que demostraros que os queréis a cada minuto del día, porque os querréis de otra manera. Superaréis las barreras que son vuestras supuestas incompatibilidades y os convertiréis de repente en compañeros de vida, como una pareja de la tercera edad. No suena muy bien, pero así es: siempre llega el momento en el que los encuentros sexuales disminuyen y las conversaciones rutinarias aumentan.

Pero disfruta de la fase uno, Irene, y vive el presente en toda su plenitud.

**

−Adivina qué he dibujado −te dice Emile, subido a tu espalda en calzoncillos. Os lo estáis tomando con muchísima calma.

−Uhm. Un sol.

−Me dedico a los videojuegos, creo que tengo más imaginación que eso −se ríe−. Vuelve a probar. Te quedan dos intentos. Si no aciertas, tendrás que compensarme.

−¿Ah, sí? ¿Y cómo?

−Se me ocurren muchas posibilidades.

−¿Qué clase de juego es este? ¿Un Pictionary erótico? −preguntas con la barbilla apoyada en tus brazos cruzados.

−Algo así. Bueno, ¿qué es?

−No vale hacer dibujos complicados, que si no es muy difícil de adivinar.

Te da un cachete en el culo y te arranca una risa que traspasa paredes y suelos, alcanzando el oído de la vecina de abajo, que seguro que en este preciso momento ha chasqueado la lengua, indignada.

−Un corazón −aventuras.

−No. Te daré una pista: tiene que ver con cierto juego de rol.

−Un aspa, una línea que cruza por medio del aspa y… Ya me he perdido.

Emile te pasa el dedo por la nariz y te la pinta de azul. Quejándote por ese ataque gratuito, te das la vuelta y contraatacas, con los restos de pintura que te quedan en las manos. Te coge de las muñecas con fuerza y una corriente eléctrica te sacude. Tu mirada adquiere un tinte lascivo que endurece su miembro. La tela de tus brasileñas se moja y la de sus calzoncillos cede.

El hecho de que Emile siga aferrándote con tanta seguridad, evitando así que puedas moverte, despierta un deseo frenético que te obliga a morderte el labio, para no reclamar urgentemente que explore tu hendidura. Él se acerca a tu boca y aspira tu lengua ardiente a la vez que restriega el bulto vigoroso de su entrepierna sobre tu palpitante vagina. La impaciencia por sentir cómo su miembro se abre paso entre tus labios, te hace contraerte de placer. Mientras tanto, la lengua de Emile triplica esa necesidad, lamiendo tus pezones, marcando una línea zigzagueante hasta llegar al elástico de tus braguitas. El bulto ha pasado a un segundo plano y sus dientes se agarran a las braguitas para quitártelas con la boca. Y tú, que ya no puedes esperar más, te incorporas y le quitas los calzoncillos, para atraerlo a ti agarrando su polla.

Pruebas el sabor de la piel tirante de su miembro. Sus jadeos acaparan todos tus sentidos. Acto seguido, posas un pie en el suelo y, sin decir nada, solo guiándolo con la mirada, te sientas sobre el secreter renacentista. Abres las piernas mostrando tu parte rosada y sonríes, solícita. El miembro de Emile llega antes que él y se apresura a embestirte. La sensación es de una intensidad embriagadora. Nunca imaginaste que un embiste podría ser tan tierno como salvaje. No quieres dejar de hacerlo mientras vivas aquí. A la mierda lo de ser compañeros de piso: sois amantes con un lugar en el que poder calmar vuestro apetito.

−Era hielo −dices entre gemidos.

Os miráis como los dos tontos más enamorados en cien kilómetros a la redonda.

−Sí. Hielo de Polaris.

**

Las cajas de mudanza se apilan por todas partes, pero no permites que eso te altere: no es recomendable pasar muchos nervios durante el embarazo. Mezclas todos los ingredientes que indica la receta en la gran cazuela y preparas el sofrito para la paella. Ha pasado tanto tiempo desde que hiciste la última, que has tenido que recurrir a Internet para acordarte. Pero Emile no tiene por qué saberlo. A él le dirás que es una receta heredada de tu tatarabuela, las tradiciones familiares le gustan. Bueno, la familia, en general.

Si hay que comprar un coche, mejor que sea de tamaño familiar; si hay que coger un paquete de pasta, que sea de tamaño familiar; si hay que cambiarse de piso, que tenga más de dos habitaciones para que quepa una familia. Sonríes acordándote de lo que te costó decidirte por Emile y te alegras de haberte subido a este tren.

Sales de la cocina para coger del sofá el libro de consejos para madres primerizas y continuar con la lectura mientras controlas el fuego. Aprietas el manual contra tu pecho, encima de tu prominente barriga, y observas con una felicidad absoluta el mayor logro de Emile, colgado de un marco en la pared: la carátula del videojuego de más éxito entre los jóvenes, y que os ha sacado de pobres. Polaris.

FIN

Empezar de nuevo