MÓJATE

Estás delante del ordenador de sobremesa con las manos sobre el teclado y la espalda ligeramente arqueada, cosa que pone a tu madre muy nerviosa, pero tienes la suerte de que ella no está aquí para darte unos toques en el hombro con el dedo índice mientras te muestra cómo yergue la espalda con los labios apretados y te insta a hacer lo mismo, como si tuvieras ocho años. De modo que sigues en la misma postura unos diez minutos más, mirando un punto en la pantalla que está entre el icono de Word y el de gestor de pedidos. Sabes que deberías coger el teléfono y llamar, como están haciendo las compañeras que te rodean en las mesas, pero no puedes concentrarte. Hay algo que está dando vueltas en tu cabeza y no puedes pararlo: tengo treinta años y mi vida es tan emocionante como una fiesta en un geriátrico.

No puedes evitar repasar mentalmente lo que haces a diario. Te levantas a las siete menos cuarto (con cuidado de no despertar a tu novio Sergi), meas, te limpias con una toallita húmeda (porque te gusta sentir el fresquito), luego te duchas, te secas el pelo, te vistes con la ropa que dejaste planchada el día anterior, te tomas un café con leche y galletas y sales a la calle. Coges el metro. Cinco paradas después, te bajas para andar unos seis minutos y llegar al edificio de oficinas donde coges un ascensor hasta el séptimo piso. Cuando sales del trabajo, llegas a casa, preparas la cena y coméis, normalmente hablando sobre cómo ha ido el día. Conversación que no se alarga más de un cuarto de hora porque, joder, todos los días son iguales. Luego veis un rato la tele y os quedáis dormidos en el sofá. Alguna noche Sergi te hace saber con un alzamiento de ceja que tiene una erección y eso es lo más espontáneo que sucede en toda la semana. Pero no te engañes, Irene, la espontaneidad es mérito de la polla de Sergi, no de Sergi. Él sería capaz de mandarte una invitación de Outlook con asunto: sexo a las 20:30.

Como ocurrió el fin de semana pasado.

La mañana del sábado propusiste ir a cenar a un tailandés, a lo que él contestó: «Y luego podríamos… ya sabes… sábado, sabadete…», guiñándote un ojo.

Ya estaba incluido en el planning.

Pensabas que, llegado el momento, no tendrías ganas, pero te sorprendiste a ti misma dispuesta a darlo todo. Te habías hecho a la idea y querías disfrutar al máximo. De modo que, nada más cruzar la puerta, te despojaste de todo lo que llevabas puesto, cosa que a él le gustó, lo arrastraste a la cocina (porque desde que viste aquella película en la que se lo montaban sobre el mármol quisiste que te hicieran lo mismo) y dijiste:

−Empótrame.

Sergi, que estaba en calzoncillos y con calcetines, arrugó el ceño, desconcertado.

−¿Que te empotre? ¿A qué te refieres exactamente con eso de empotrar?

Y la magia se rompió. Sergi ya no representaba el papel del tío de la peli aquella que te puso tan cachonda.

−Ya sabes, empótrame −imitaste el movimiento.

−¿Contra la pared? Pero, ¿cómo quieres que aguante tu peso?

−Ah, muchas gracias.

Lo había estropeado todo. Continuó besándote y, resignada, te dejaste llevar hasta la habitación. La palabra rutina se repetía en tu mente mientras restregaba su aburrido pene sobre ti. Fuiste consciente de que estabas estirada en la cama boca arriba cinco minutos después de estar físicamente allí. Imagínate lo desconectada que estabas de la situación. Su miembro entraba y salía con movimientos tan idénticos y estudiados que bien podría estar haciendo flexiones, y el hecho de que estuviera penetrándote fuera mera casualidad. Ni siquiera te molestaste en fingir, no emitiste sonido alguno. Cuando se corrió, ya ni te apetecía correrte a ti.

−¿Estás bien? −preguntó, exhalando aire por el esfuerzo, con el tono adormilado del post-orgasmo.

−Sí −un sí que era claramente un no, pero él no lo pilló. Te dio un beso de buenas noches y ahí acabó la cosa.

Ahora estás en ese momento en el que te preguntas si no deberías mandarlo todo a la mierda y empezar de nuevo, pero entonces te acuerdas del puto tres y del cero y no te atreves. Si tuvieras diez años menos, incluso cinco menos, no importaría quedarse sin trabajo y sin pareja, piensas. Tendrías más energía para cambiar por completo tu vida, pero ahora te parece que es arriesgarse demasiado. ¿Qué pasa si te equivocas? No podrás volver atrás. ¿Y si encuentras un trabajo peor que el que tienes? No. Piensa en la gente que está peor que tú, la gente que no tiene trabajo y no puede pagar el alquiler. Los pobres desahuciados, esos sí que lo tienen jodido.

−Irene −te llama tu compañera. Cuando te vuelves hacia la derecha entiendes, por su cara de impaciencia y el tono con el que dice tu nombre que lleva llamándote un rato−. El teléfono −dice señalándolo, y te das cuenta de que está sonando.

Balbuceas un «Gracias», pero tu compañera, a la que nunca le ha interesado intercambiar más palabras contigo que un desganado «Hola», ya no está pendiente de ti. Siempre ha sido una zorra.

−¿Sí?

Crees que deberías haber dado el nombre de la empresa en lugar de contestar como si descolgaras una llamada de tu móvil personal, pero no estás acostumbrada a que te llamen. Normalmente eres tú la que telefonea a los clientes potenciales para venderles el excelente servicio de montaje y diseño de stands, pero hoy no has hecho ni una llamada todavía y, nerviosa, te preguntas si no tendrán un contador con un pitido horrible que se activa cuando una trabajadora holgazana se toca las narices.

−¿Señorita Ramírez?

−Sí, al habla.

−¿Podría hacer el favor de subir a mi despacho?

¡Mierda! Miras la hora en la pantalla del ordenador: son las diez y no has hecho ni una llamada. Lo saben, joder, lo del contador no es ninguna tontería.

−Ahora mismo, señor −respondes como si estuvieras rogando que te perdonaran la vida.

Avanzas por el pasillo que hay entre las mesas con los hombros un poco caídos, pero, al comienzo de las escaleras, te das cuenta a tiempo de la imagen patética que proyectas y los recolocas. Elevas un poquito la barbilla para dar la impresión de que estás segura de ti misma, aunque por dentro estés acojonada. Llegas al piso de arriba, giras el pasillo hacia la izquierda y llamas a la puerta del primer despacho que encuentras a tu derecha.

−Adelante −dice el señor Aguilar, el jefe de tu departamento.

Dejas el suspiro fuera porque no está bien que él lo note. Los depredadores huelen el miedo y atacan. Y tú eres una gacela con zapatos planos y puntiagudos.

Cuando abres la puerta, encuentras al señor Aguilar sentado detrás de su inmenso escritorio. Ves sus pies asomando por debajo de la pared frontal de su mesa, o mejor dicho, los calcetines. Porque está descalzo. Habías oído algún comentario por la oficina de que al jefe le gusta quitarse los zapatos cuando está en su despacho, pero pensabas que era cuando estaba solo. Te da la bienvenida y te señala la silla azul que hay frente a él sin levantarse del asiento. Obediente, te sientas, pero en ningún momento te relajas.

−¿Cómo está? –pregunta. Pero como suele hacer la mayoría de las veces, no te deja contestar−. Bien, se preguntará usted por qué la he llamado.

Asientes y, de pronto, reparas en algo inquietante. En una de las sillas que rodean la mesa de reuniones hay unos pantalones de traje con una gran mancha húmeda unos centímetros por encima de la parte de la rodilla. Sobre la mesa, un rociador quitamanchas. Vuelves la vista a tu jefe, azorada, porque esperas que esos no sean los pantalones que llevaba hoy. Y esperas que, si lo son, se haya puesto unos de repuesto. No quieres imaginarte otra cosa.

−El maldito café de máquina –comenta tras darse cuenta de hacia dónde estabas mirando.

−Ah, ya. Qué mala pata.

−Pues sí. Menos mal que tengo quitamanchas y un escritorio cubierto −dice, y se echa a reír histéricamente.

Ahora sí. La imagen se adentra en tu mente: unos calzoncillos amarillentos de los de antaño a juego con sus maneras de pueblo. Parece que hayas chupado un limón, Irene, esa es tu expresión. No puedes dejar de pensar en los calzoncillos que hay detrás de la pared frontal del escritorio. Muy cerca de ti. Ya lo sabías, pero acaba de demostrarlo: este señor entiende del trato entre profesionales lo mismo que Torrente de procedimientos del cuerpo policial.

Como se sigue riendo, crees que sería demasiado violento quedarse seria, a pesar de que la situación ya es violenta de por sí y piensas que deberías montarle un pollo allí mismo, pero no quieres enemistarte con él y quedarte sin trabajo, así que extiendes las comisuras de los labios como puedes y logras dibujar una sonrisa torcida.

−Dicen que tendremos crisis hasta 2020, ¿lo ha oído? −prosigue, repentinamente serio. No sabes si es un comentario al azar, porque alguna vez le da por repasar las noticias para romper el hielo. De todas maneras tu pulso se ha disparado. No te gusta cómo ha empezado esto.

−Algo he oído −respondes con sinceridad.

−Pase lo que pase −empieza a decir, y se apoya en el respaldo, separándose un poco de la mesa. Ves el final de la camisa y te apresuras a fijar la vista en su cara−, a la empresa le afecta. Llevamos desde 2008 intentando mantener la plantilla. Hemos recortado variables, congelado sueldos y pagas extras, pero los números aún no salen.

Tienes miedo. Sabes hacia dónde va esto y no es justo que te hayan elegido a ti. Eres la más aplicada de tus compañeras. Es cierto que hoy no eres el mejor ejemplo, pero el resto de días eres la más aplicada. No te relacionas con el resto porque siempre has padecido de timidez. Tampoco eres la que más se arregla porque, aunque en tu departamento van de punta en blanco, no trabajas de cara al público. No te gusta destacar y te mantienes en la sombra, y ahora comprendes que eso ha jugado en tu contra.

−Para la empresa esta es siempre la última opción, señorita Ramírez, pero cuando ya has agotado todas las que existen no puedes inventarte más −continúa justificándose, pero tú ya no lo estás escuchando. Ya sabes cómo acaba.

Este gobierno de mierda tiene la culpa de todo. Se supone que los políticos representan a la gente, pero tú no te sientes identificada con ninguno de ellos. Son unos putos elitistas que representan a los de su misma clase y enchufan a sus familiares para robar todos juntos. El congreso es una regleta gigante. Y los europeos, esos también son unos cabrones. Lo único que hacen es repetir la palabra austeridad y todos tenemos que seguirles el rollo hasta ahogarnos en nuestra propia basura. Pero, ¡un momento! Esto viene de antes, de los americanos. Los reyes del mambo esparcieron su mierda al resto del mundo como una diarrea. Y los bancos, los bancos son hienas. Carroñeros que se ríen en tu cara. Y también es culpa de la gente como Aguilar, que consigue el trabajo porque tuvo la puta suerte de coincidir con una cabeza pensante en la universidad que luego se montó su empresa, pero él es un inútil que no sabe hacer la O con un canuto.

Todo esto es lo que quieres soltarle, pero, en vez de eso, contestas:

−Comprendo.

−Lo siento mucho, señorita Ramírez.

Y una mierda lo siente.

−Según la ley vigente, le tocan veinte días por año trabajado. Recibirá los papeles por correo dentro de cinco días. Hoy puede acabar su jornada laboral.

**

Estás de nuevo mirando ese punto entre el icono de Word y el de gestor de pedidos, y te preguntas por qué te has quedado. No tienes que acabar la jornada laboral, que se jodan. Pero siempre te enseñaron a quedar bien con las empresas. Las palabras de tu madre hacen eco en tu mente: «De las empresas hay que irse bien, no hay que cerrarse puertas. Imagínate que alguien conoce a otro alguien que busca a alguien…» A partir de aquí, todo se vuelve confuso.

Has vuelto de comer y has seguido llamando, con la diferencia de que ahora te importa una mierda si contratan el servicio o no. Entonces entiendes por qué las multinacionales despiden en el acto, sin dejarte acabar la jornada. Se te dibuja una sonrisa traviesa. Ahora mismo podrías llamar a un cliente y decirle todo lo que piensas de esta empresa y de tu jefe. Estos idiotas no han pensado en eso.

Es la última llamada del día en este trabajo, ¿por qué no te diviertes un poco?

Pasas al siguiente contacto de Access. Es una empresa francesa que contrata los servicios de montaje y diseño de stands a la competencia y acude a todas las ferias relacionadas con el sector de los muebles. Lo vas a hacer, Irene, te vas a vengar. Si fuera una visita personal no te atreverías, te corta bastante tener a la persona delante, pero por teléfono puedes comportarte como te dé la gana. ¿Acaso vas a ver alguna vez a la persona a la que llames?

Marcas el número y te sorprende cuando te contesta el gerente en lugar de una secretaria. Pero no te dejas amilanar por este imprevisto. En tu excelente francés, lengua materna, preguntas:

−¿Es usted Didier Goulard?

−Sí. ¿Qué desea? No tengo mucho tiempo.

−No se preocupe, no le robaré más de un minuto. Lo llamo de una empresa de mierda para ofrecerle un servicio que en numerosas ocasiones puede ser nefasto pero del que quizá no ha oído nunca hablar.

Piensas que lo más lógico es que cuelgue en los próximos segundos, pero el señor Goulard tiene un gran sentido del humor y suelta una carcajada.

−Es la primera vez que me venden una empresa de mierda por teléfono. Soy todo oídos.

−En los próximos −miras el reloj− cinco minutos tendré que recoger todas las cosas que hay en mi escritorio y meterlas en una caja para no volver, porque en esta empresa de mierda han decidido que ya no soy necesaria. Así que me he permitido el lujo de ser sincera por primera vez.

−Le agradezco su honestidad. ¿De qué mierda de empresa se trata?

−De Stand & Design. Un nombre tremendamente original si tiene en cuenta que nos dedicamos al montaje y diseño de stands −tu interlocutor vuelve a reír−, para que vea el nivel de creatividad que se respira en estas oficinas.

−Un genio el que lo inventó, ya lo creo que sí −contesta, divertido.

−Si va a una feria y quiere contratar nuestros servicios, hágalo y aténgase a las consecuencias. Si quiere ir sobre seguro, continúe confiando en su proveedor habitual.

−Lo tendré en cuenta.

−Y ahora, si me lo permite, voy a colgar este teléfono y después voy a ir a casa a esperar los papeles del desempleo −dices a modo de despedida.

−Un momento −te pide el francés−. Tuteémonos por favor. ¿Cómo te llamas?

Esto sí que no te lo esperabas. ¿No decía que tenía poco tiempo?

−Irene.

−Irene, has conseguido alegrarme el día. Y espero poder alegrar el tuyo −hace una pausa, justo ahora que agarras el auricular con fuerza, expectante−. Mi secretaria lleva pidiéndome apoyo administrativo desde hace meses, pero no he tenido tiempo de publicar el anuncio y tú tienes un francés de primera, ¿qué te parece si hacemos una entrevista?

−¿Telefónica? −casi no tienes voz. El atrevimiento con el que te has presentado ha desaparecido.

−Aquí, en Montpellier.

¿Qué vas a hacer, Irene? Si te quedas, ya sabes lo que te espera: el INEM; buscar trabajo como otros millones de personas; visitar a tus padres y hermana los domingos; escuchar a Sergi decir que tendrías que haber hecho aquello o lo otro; llevar una vida que parece de cincuentona; seguir con la postura del misionero y, ocasionalmente, poner las piernas encima de los hombros de tu novio para que parezca que es otra postura; quedar con tu mejor amiga Sofía y envidiarla porque ella es libre; leer un libro y querer ser ese otro personaje, aunque se trate de una costurera de los años treinta, o una portera de espalda encorvada a la que le gusta leer literatura rusa. Y un largo etcétera.

Pero si te vas, no sabes qué va a pasar, no tienes ni idea de cómo se va a desarrollar el asunto y eso te da un poco de canguelo. Lo desconocido te impone mucho y prefieres la seguridad de tu vida actual. Ya no eres una veinteañera para irte por ahí a la aventura. Es verdad que solo es una entrevista. Si va mal, habrá sido una experiencia más. ¿Pero qué pasa si va bien? No tienes claro si estarías dispuesta a dejarlo todo por irte a vivir a Montpellier. No se te ha perdido nada allí. Además, no crees en las relaciones a distancia. Si va bien, lo tuyo con Sergi no durará. Pero si eres sincera contigo misma, aunque no te cogieran en la entrevista, ¿quieres que dure? El simple hecho de pensar en marcharte a Francia ya dice mucho sobre tu situación con Sergi. Quizás, aunque te quedes, deberías plantearte seriamente si seguir con él.

Te quedas

Te vas