TE VAS

Cuando tenías catorce años, tu mejor amiga del instituto te dijo que, para atraer a un chico, tenías que ir con un Chupa Chups en la boca. Cuantas más veces te viera con él, más posibilidades habría de que te besara. Os pasasteis medio curso mirando a los chicos en el recreo con el Chupa Chups. Mirándoles muy fijamente. Pero la teoría solo le funcionó a ella. A ti te salieron caries. Después de eso, pasó un año entero hasta que volviste a interesarte en algo relacionado con el sexo.

A los dieciséis volviste a tontear con la idea, durante la fiesta mayor del pueblo de tu padre. Te enrollaste con un andaluz que te llevó a la parte de atrás de una ermita y te enseñó la función de la pipeta de tu vagina. Tú tocaste por primera vez una polla y el tacto no te pareció desagradable, pero el modo en que te explicó cómo debías vestir y desvestir la carne fue un poco asqueroso. Y pringoso. Ahí descubriste que ese trocito que tenías entre los labios no era un mero accesorio sin utilidad aparente, y bien que lo supiste aprovechar más tarde.

Eh, Irene, la del presente: si visitaras a la Irene de la adolescencia y le detallaras tu actividad sexual, sin duda te diría que eres tonta del culo.

Dicen que nos hacemos más sabios de mayores, pero eso no siempre es cierto. En este específico asunto, tu yo anterior es más despierto que tu yo de ahora. Tus expectativas sexuales eran muy altas entonces, y lo último que esperabas era una relación en la que el sexo sucede porque es lo que todo el mundo suele hacer de vez en cuando. Sin embargo, dejarlo con Sergi es la decisión más difícil que has tomado en toda tu vida, aunque al final encontraste el valor para llevarlo a cabo, incluso ante la posibilidad de no conseguir el trabajo.

Todavía no te lo crees. Quizás es porque a los de tu alrededor les ha costado mucho tomarte en serio. Después de la dura conversación con Sergi, se lo has dicho a tus padres y a tu hermana. Tu madre te ha preguntado tantas veces si estás segura que has tenido que gritárselo, porque a veces esa es la manera de desatascarla. Sí, es exactamente así: se le atascan las palabras en la boca y tú haces la labor de desatascador con la misma cara de fastidio que se te pondría si se te inundara la ducha. Luego llega tu padre y acaba de arreglarlo soltando algún comentario poco oportuno, porque él entiende el tacto como una superficie que puede ser rugosa o suave, pero a más no llega. Aunque tienes que reconocer que la reacción de tu hermana ha tenido gracia.

Estabais sentados en la terraza del bar al que tú y tu familia soléis ir a tomar tapas: un brunch de barrio. Te ha parecido el sitio ideal para darles la noticia. Además hacía buen día para ser febrero. Patricia estaba tomándose un vermut y se ha sorprendido tanto que, no sabes cómo, se le ha salido la bebida por la nariz. Cuando has visto los dos regueros negros cayendo por los orificios, casi escupes la cerveza de la risa. Todo esto ante la estupefacción de tu madre y la risa mellada de tu padre. En cambio, lo de Sergi fue de todo menos divertido.

Es la primera vez que ponías fin a una relación larga con alguien y no sabías muy bien cómo enfocarlo. Pensaste que no se merecía el típico discurso de no eres tú, soy yo, porque qué coño, es él. Pero tampoco se lo podías decir así: «Sergi, no soy yo, eres tú». ¿Cuál era la mejor manera de arrancar? Hacerlo a saco no te parecía buena opción. Era lo suficientemente importante como para no soltarlo así como quien no quiere la cosa. Estuviste dándole vueltas en el trayecto del metro, y en el camino de la estación a casa, pero no encontraste la solución ideal. Los ejemplos del estilo de «¿Te acuerdas de cuando Luisa lo dejó con Alberto porque eran incompatibles?» no iban a funcionar, porque sabías que no se acordaría de Luisa ni de Alberto, y entonces tendrías que explicarle la historia, cuando no tiene nada que ver con la tuya porque Luisa le puso los cuernos a Alberto, y aunque tú lo enfocaras desde el punto de vista de que el amor ya se les había acabado y de que lo del engaño era una clara consecuencia, Sergi no lo comprendería porque, como la mayoría de los hombres, solo vería la parte más superficial del asunto: los cuernos. De modo que te preguntaría si te has acostado con otro y entonces la liarías. No, los ejemplos no son una opción, concluiste cuando ya tenías la llave en la cerradura. Habías llegado a un callejón sin salida en el que, básicamente, no tenías ni puta idea de cómo sacar el tema. ¿Y cómo se te ocurrió sacarlo, Irene? No te enorgulleces, no.

Entraste por la puerta y Sergi estaba en el sofá, cerveza en mano, viendo el canal de fútbol. Dijiste «Hola» y él te contestó «Hola», seguido de un rutinario «¿Qué tal te ha ido el día?». Pero no querías hablar del despido porque iba a acaparar toda su atención. La verdad es que lo más fácil hubiera sido decirle que habías decidido ir a Montpellier a hacer una entrevista y que, si te cogían, te quedarías allí, pero si la relación fuera viento en popa ni siquiera te lo hubieras planteado, así que le debías algo de sinceridad. «No demasiado bien», le dijiste, sin mencionar lo del despido. Sergi bajó el volumen de la tele y estuviste a punto de soltarle un tenemos que hablar, pero te frenaste a tiempo.

Irene, eso es sinónimo de te dejo y no querías decirlo así, de repente.

De todas maneras, notabas que lo tenías ahí, en la punta de la lengua, y te quemaba. Tenías que soltarlo de una vez o no lo ibas a hacer nunca, porque te iba a entrar el miedo. Él se quedó mirándote, los goles a volumen mínimo. Y sucedió así:

−¿Has sacado la basura?

Sí, eso dijiste. No sabes muy bien por qué hiciste esa pregunta que no venía a cuento. Fue lo primero que se te ocurrió, como si la respuesta a eso pudiera liberar la carga que llevabas encima, porque sabías, sabías, lo que te iba a contestar.

−Uhm, no −y soltaste un suspiro exacerbado. Ahí empezó todo.

Lo dejaste literalmente a cuadros, Irene. El pobre no sabía de dónde venía tanta mierda. Nunca habría pensado que no tirar la basura fuera a ser el detonante de toda tu ira y posterior abandono. Si lo hubiera sabido, la habría tirado, y no solo eso, habría tirado hasta los cartones, las latas, las botellas de vidrio y los plásticos. Pero Sergi no esperaba nada de todo eso. En realidad no tenía ni puñetera idea de que la basura era lo de menos. De que no tirar la basura realmente te la traía al fresco. Porque Irene, él es hombre, y tendrías que haberlo tenido en cuenta.

−Siempre igual. ¿Es que no puedes hacer algo tan fácil como eso? ¿Es pedir demasiado? −múltiples aspavientos−. Llego a casa tres horas y media después que tú y encima tengo que bajar la basura porque, claro, mi novio tiene cosas más importantes que hacer, como ver el fútbol −él balbuceó algo entre enfadado y atónito, pero no le dejaste intervenir−. Y luego tendré que preparar la cena, ponértela en la mesa y darte un masaje. Y después, si al señorito le apetece, a lo mejor echamos un polvo.

−¿Pero qué te pasa?

−Esto no funciona.

Reconócelo, habría sido mucho mejor poner el ejemplo de Luisa y Alberto.

**

Ahora, domingo por la tarde, estás en la cafetería de la estación de Sants. Dentro de cuarenta y cinco minutos sale tu tren. Así de rápido ha sido: viernes por la mañana te despiden; viernes por la tarde llamas al francés y te propone hacerte una entrevista el lunes; viernes por la noche dejas a tu novio y se queda tan hecho polvo que se va a casa de sus padres; sábado por la mañana haces la maleta; domingo vas al bar y se lo cuentas a tus padres: domingo por la tarde recoges la maleta en tu piso y coges el metro hacia la estación.

Un café con leche a medias. Miras el reloj y, poniendo los ojos en blanco, compruebas que tu amiga Sofía y tus padres se están retrasando. Estás a punto de coger el libro de relatos que llevas en el bolso, de esos gorditos con tapa dura que te hacen plantearte los beneficios del libro electrónico, cuando te fijas en el chico que se acaba de sentar en el otro extremo de la mesa. Saca la tableta de su mochila y, prácticamente sin mirar, vuelca el azucarillo en el café. Abres el libro por la página uno y empiezas a leer, pero enseguida te das cuenta de que no estás prestando atención al relato. Llegas a esa conclusión en cuanto vuelves por quinta vez a las dos primeras líneas. La idea de entablar conversación con alguien desconocido con una finalidad que te ha estado vetada durante todos estos años de relación es lo único en lo que puedes pensar. El chico no parece haberse dado cuenta ni de que estás en la misma mesa y eso no es nada alentador. Pero seamos positivas, Irene, el problema es la tableta, que acapara toda su atención. Hoy en día parece que nadie puede comunicarse con otras personas a no ser que sea a través de un teléfono móvil. Te imaginas que en un futuro no muy lejano la gente hablará de sus sentimientos únicamente por mensaje para evitar tener que enfrentarse a la reacción de la otra persona, por si es demasiado intensa.

De pronto te fijas en aquello que dará paso a un primer contacto que intentarás alargar con un sutil flirteo. Señalas el periódico que está junto a su vaso de cartón y le preguntas si puedes cogerlo. Un «Claro» te deja intuir un amago de sonrisa, que no llega a serlo. Imaginas que debe ser un tipo de persona que no se abre mucho al principio. Y eso te gusta. Repasas los titulares dejando un margen en tu ángulo de visión para analizar si el chico está enteramente pendiente de su tableta o si, ahora que sabe que estás ahí, tiene algún interés en continuar hablando. En cuanto notas un ligero movimiento de cabeza, alzas la mirada. Nada. Está bebiendo café. Sigues hojeando las noticias políticas sin prestar atención, no solo porque estés pendiente del chico, sino porque son siempre iguales. Parece que todo está perdido porque pronto llegarán tus padres, o él se irá. Entonces ocurre algo: vuestras miradas se cruzan.

−¿Algún suceso interesante? −te pregunta.

Tardas un instante más de lo que sería normal en responder. Nunca te pasan estas cosas.

−Más de lo mismo −contestas.

No puedes creerte que esté dando resultado, y además tan rápido. El chico se ha levantado para sentarse más cerca de ti.

−No me sorprende −dice.

−¿Estás esperando a alguien? −pretendías flirtear sutilmente y has acabado yendo al grano. Y es que solo tienes veinte minutos para que te dé su número de teléfono. Si te cogen en la entrevista, quedará en nada. Si no, podrías llamarle a la vuelta.

−No. Estoy haciendo tiempo. He perdido el tren para ir al trabajo −responde mirando su reloj de pulsera, arrugando la frente. Te ha recordado a Dylan, el de Sensación de vivir, pero un poco más cuadrado.

−¿Trabajas en domingo?

−Soy actor. Trabajo todos los días −te sonríe, y no puedes evitar tener pensamientos sucios, muy sucios.

−¡Anda! ¿De cine o de series de televisión?

El chico mira un momento hacia abajo para responder en voz baja:

−De cine porno −los ojos se te abren de golpe y el corazón se lanza al galope. Lo estabas llevando muy bien hasta ahora, pero te ha entrado un poco el corte−. Pero las películas son de calidad, nada de lo que te imaginas. El guion está bastante trabajado.

−¿Ah, sí?

«A nadie le importa el guion en una película porno, ¿no?», piensas.

−La productora es bastante innovadora. Quiere enfocarse en el mercado femenino. Tiene bastante potencial con todos los libros eróticos que han salido últimamente, por eso digo que los guiones están bastante trabajados.

Repite mucho la palabra bastante, y no puedes evitar sonreír al pensar que el sexo con él podría estar bastante bien.

−Pues no me parece una mala idea. No conocía eso del porno para mujeres −lo dices en un tono de me gustaría que me lo enseñaras.

−Me llamo Pablo −se presenta extendiéndote la mano. Una mano que estrecha a la tuya con firmeza. No te cuesta imaginártela tocándote. El calor de tu cuerpo se intensifica. Le dices tu nombre mirándole de un modo que no da lugar a malinterpretaciones. Él sigue sin sonreír del todo, pero te mira con una intensidad que te está poniendo a cien. Y esos músculos que se intuyen bajo la camisa blanca… Tienes muchas ganas de verlos y de tocarlos. ¿Cómo puedes insinuarlo con el poco tiempo del que dispones?

−Dicen que a los actores les gusta meterse en su papel.

Vale, parece que no sabes exactamente qué quiere decir insinuación.

Pablo te sigue el rollo acercándose a tu oreja para susurrarte algo que de alguna manera ha conseguido aflojar la goma de tus braguitas, si es que eso es posible. Pero, ¿qué lugar puede haber en Sants para echar uno rápido? No tardáis en localizarlo.

En la misma estación hay un hotel. Te quedan, miras el reloj, tiempo de sobra. Casi te da la impresión de que se ha dilatado desde que habéis empezado a hablar.

Pablo te coge de la mano y avanza con paso ligero esquivando a todo el que se cruza en vuestro camino. Visto desde fuera, cualquiera pensaría que estáis perdiendo el tren, y no que sois como animalitos en celo que necesitan acoplarse lo antes posible. Con la mano que te queda libre vas arrastrando la maleta. Os miráis solo para reíros de la locura que estáis a punto de hacer, porque lo único que él sabe de ti es que te llamas Irene y tú sabes lo estrictamente necesario sobre él. Mientras no sea un asesino en serie, todo va bien.

Entráis en una habitación y, antes de que a las maletas les dé tiempo de caer al suelo, ya estáis restregándoos, con las lenguas en pleno funcionamiento. Lo despojas de su camisa blanca. La dureza de sus pectorales y abdominales es tan apetecible como un helado en un día bochornoso. Se lo haces saber lamiéndolo por todas partes mientras su mano robusta explora la pipeta descubierta por un andaluz, con la soltura del que sabe dónde encontrar oro en una mina que lleva tiempo cegada. El Dylan cuadrado te lleva hasta el borde de la cama, te gira y te ayuda a subirte. Cuando estás de rodillas, notas que su pene se abre camino entre tus piernas, desde atrás, refregando mientras sus manos te agarran de la cintura. Jadeáis. Después de una exhalación ronca, te penetra y sueltas un gritito de satisfacción. El acto se desarrolla sin guion. Quizás el actor no sepa qué decir en un momento como este sin que nadie se lo haya dictado antes. A pesar de que estás gozando como la que más, paras para darte la vuelta, porque quieres mirarle mientras lo hacéis. Y es que en el fondo eres más romántica que salvaje.

−¡A este hombre no se le puede sacar de casa! −dice la voz de tu madre a tu derecha, refiriéndose a tu padre.

Vuelves a estar en la cafetería con la mirada clavada en un chico que podría llamarse Pablo, ser actor porno y llevarte a la habitación del hotel de Sants para follarte loca y apasionadamente, pero la tableta y el fútbol son el peor enemigo de la mujer moderna. Y quizás también lo sea la imaginación exagerada de una treintañera recién separada. La utopía sexual se ha presentado ante ti y te has dejado arrastrar por ella de un modo un tanto preocupante.

Irene, cálmate.

Vuelves la atención a tus padres y os dais dos besos al mismo tiempo que el chico abandona la cafetería. Quedan quince minutos para que salga el tren.

**

Abrazas a tu madre mientras se le caen algunas lágrimas, porque es extremadamente sensible. Le recuerdas que solo es una entrevista, que no te vas para no volver y que, aunque te cogieran, no es como si Montpellier estuviera en Australia. Tu padre, que es todo lo contrario a ella, te gruñe un «Buen viaje» y te recuerda lo del síndrome del turista, para darle un toque colorido a tu marcha. Tú le dices que eso pasa en los vuelos de larga duración y que solo son tres horas de viaje, pero él insiste en que tengas mucho cuidado con cómo pones las piernas, porque puede pasar estando sentado en cualquier medio de transporte, que el asunto es estar en la misma posición durante un periodo de tiempo que no cree él que esté tan determinado como se dice. Al final, como es tan tozudo y podéis estar discutiendo durante horas, aunque la misma Wikipedia te dé la razón, le dices que tendrás muchísimo cuidado.

Le entregas el billete a un chico uniformado, que asiente con la cabeza después de comprobarlo, y agitas la mano en dirección a tus padres. Él la rodea con su grueso brazo, mientras ella apoya la cabeza en el hueco que deja su cuello diciéndote adiós con la mano.

Cuando llegas al control, coges la maleta haciendo fuerza y, torpemente, la dejas caer en la cinta, para después recogerla al otro lado. El chico del control te detiene y te dice que también tienes que pasar el bolso de mano.

Y de repente te acuerdas.

La temperatura sube unos grados y te notas la cara caliente. La imagen se reproduce en tu mente mientras dejas el bolso al principio de la cinta, lentamente, retrasando todo lo posible el momento que te espera.

Resulta que en tu afán por llevártelo todo, has encontrado, en el último cajón de la mesita de noche, el consolador que te regaló Sofía (el bolso ya va por la mitad de la cinta y estás roja). Te habías olvidado completamente de él porque siempre te has empeñado en dar prioridad a la carne frente a la silicona, pero cuando lo has visto esta mañana has comprendido que te equivocabas de cabo a rabo (el bolso ya sale en la pantalla, quieres que trague la tierra). Siempre que la carne no te dé, es mejor la silicona. Ahora lo sabes, por eso no lo has dudado, porque a partir de ahora vas a necesitarla seguro. Pero no te cabía en la maleta y has tenido la genial idea de meterlo en el bolso.

−Por favor, ¿puede abrir el bolso? −te pide el chico después de analizar la pantalla.

Te parece percibir una sombra de sonrisa en su cara mientras la tuya te arde. Seguro que lo sabe, pero quiere divertirse un rato. Encima ahora hay gente detrás que va a ver cómo lo sacas. Perfecto. Te has lucido.

Abres el bolso lo máximo que puedes para enseñárselo sin necesidad de sacarlo, pero no funciona: el chico desea verlo bien. ¿Será cabrón? Das la espalda al resto de la gente muerta de vergüenza y lo sacas un poco. Es de color violeta.

−Está bien, gracias −se ríe, el muy cerdo. Sueltas una risita nerviosa y, mirando al suelo, desapareces de allí.

Mientras desciendes por las escaleras mecánicas, suena tu móvil. Sonríes pensando que es Sofía con alguna excusa de las suyas por no haberse presentado en la estación, pero recibes un jarro de agua fría cuando ves el nombre de Sergi en la pantalla. ¡No lo cojas!, te dice la voz de la razón. Pero, ¿qué mujer le hace caso a esa voz?

−Hola −respondes. Ahora que la temperatura vuelve a estabilizarse, decide llamarte Sergi.

−Cambiaré −se limita a decir con un gemido lastimero. Has llegado al final de las escaleras y se te acaba de encoger el corazón. Suena tan desvalido.

−Sergi, ya es tarde −dices, pero ahora mismo serías capaz de trepar por las escaleras de bajada.

−Ya lo sé −ese acento catalán te gusta. Te gusta con la misma intensidad con la que a tu padre le desagrada−. Lo sé. Pero no quería darme cuenta, lo siento −alguien le ha dicho que no tenía nada que ver con la basura−. Nunca es tarde para demostrar que quieres a alguien, ¿no? No quiero perderte. Me muero, Irene.

Ahora mismo te preguntas si sería posible subir unas escaleras mecánicas en sentido contrario con una gran maleta a cuestas, porque no ves dónde cojones están las otras. Deberían quedar justo al lado, ¿no? Pero es que estás un poco desubicada. No sabes qué responder.

Si has llegado a este punto es por algo, no te dejes vencer por la fuerza de la vida cómoda. Vive una aventura por una vez en tu vida. Y si sale mal, por lo menos lo habrás intentado. Aunque por otro lado… ¿No sería muy romántico dar marcha atrás y volver con Sergi? De todas maneras eso de Montpellier es todo un poco raro. ¿A quién se le ocurriría entrevistar a una persona que va echando pestes de la empresa en la que trabaja? Es mejor que intentes arreglar la vida que conoces. Dicen que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.

Te quedas

Te subes al tren