LE HACES CASO A TU ORGULLO

Normalmente el orgullo no sería una elección para ti, pero has pensado que, ya que estás hecha un lío total, era la opción más razonable. «Si le importo a Emile, me esperará. Lo que haga Didier no puedo preverlo, porque es una puñetera veleta. Así que mejor no decidirme por ninguno de momento», eso es lo que te has dicho a ti misma.

−Necesito tiempo para ordenar mis ideas –y eso es lo que le has dicho a Emile.

−Lo entiendo −te ha contestado él muy elegantemente.

Y tendría que haberlo dejado ahí.

Dos horas más tarde, tienes la maleta hecha y le has mandado un mensaje de despedida a Rachida y Deborah, comentándoles que agradecerías que te devolvieran la fianza y que preferirías quedar en cualquier otra parte que no sea donde esté Emile.

¿Decisión drástica?

Eso es lo que parece a simple vista, pero es que cuando el vaso está lleno, no hay que seguir insistiendo, y en eso tu compañero de piso no tiene mucha experiencia.

Sales de la habitación arrastrando la maleta de ruedas, tan cabreada que necesitarías una terapia completa con circuito de aguas, masaje y un té chai para calmarte.

−Irene, vamos a hablarlo, no te lo tomes tan a la tremenda.

−¡Chai! –vociferas.

Querías decir ciao, pero no rectificas. Ya te habrá entendido.

Dejas las llaves en el mueble de la entrada y cierras de un portazo.

«Malditos sean todos los hombres», truena en tu cabeza. No te quieres ni mirar porque debes de tener la cara tan retorcida que te asustarías de ti misma. Pero se te ha pasado algo por alto, Irene: no solo tienes la cara retorcida, sino también llena de pintura. Así que cuando te cruzas con la señora Richaud en la puerta de la calle, casi consigues que le dé un ataque al corazón.

−¡Qué vergüenza salir así a la calle!

−Hasta nunca, vieja −le has dicho con una sonrisa de psicópata que la ha escandalizado.

Cuando has salido a la calle y los rayos de sol te han bañado el rostro (y fijado más la pintura), te has sentido liberada de una carga invisible, que no por ser invisible era menos carga. No te das cuenta de que la gente te mira con curiosidad mientras avanzas con tu maleta traqueteando sobre los adoquines. ¿Te acuerdas de los artistas que se ponen en las Ramblas? ¿Aquella que hace de estatua o aquel que parece que esté levitando? Pues nadie diría que no formas parte de su elenco. Aunque tú vas peor preparada. A ojos de cualquiera, no tienes ni idea de cómo pintarte.

Lo único que quieres es buscar un sitio donde pasar la noche. No vas a volver al hotel aquel que dividía sus plantas por países europeos. Conque tenga una cama y un bar, cualquier lugar te parece perfecto. Subes una calle un poco empinada, buscando aquel albergue que viste hace unos días, y que te dio muy buen rollo por la gente que entraba, jóvenes y despreocupados. Y tú te sientes así ahora: despreocupada.

No recordabas la inclinación tan exagerada de la cuesta, por lo que acabas dándote la vuelta para tirar de la maleta con ambas manos y caminar de espaldas. En mitad del ascenso, te cruzas con un grupo de ingleses, dos chicas y tres chicos, que van cantando en tirantes y sandalias. Uno de ellos, con un pelo rubio casi blanco, ojos azules muy cristalinos y la piel como la porcelana de las figuritas de tu abuela, se ofrece a echarte una mano. Las chicas se adelantan riendo por lo bajo y a ti no te cuesta interpretar que, o bien su amigo está ligando contigo, o bien están borrachas.

−Gracias −contestas dándole la maleta.

Los otros dos, sin embargo, siguen a las chicas sin prestaros demasiada atención. Podría haberse ofrecido el moreno cañón, ¿no?

El inglés lechoso coge la maleta soltando un «What the fuck…?». Sí, pesa demasiado, pero te la lleva igualmente.

−¿Hablas inglés? −te pregunta en un francés que el típico parisino nunca comprendería, o haría que no comprende.

−Un poco −dices en tu inglés de Cuenca.

−¿Puedo preguntarte −se interrumpe soltando un quejido de esfuerzo al subir el último escalón del albergue con tu maleta−, por qué llevas pintura en la cara?

Entonces te acuerdas. Te acuerdas de la primera discusión con Emile, de la posterior guerra de pintura y de la Discusión, en mayúsculas, que siguió.

Long story −aunque más bien has dicho history.

−Voy al bar. ¿Nos vemos luego allí? –dice soltando tu maleta frente al mostrador de recepción.

Yes –contestas sonriendo.

El hombre de la recepción te atiende sin fijarse demasiado en tu cara. Supones que por estas habitaciones habrá pasado de todo, y no tardas en comprobarlo cuando entras en la número 16: tendrás suerte si funciona el agua caliente.

Te estiras en la cama y el colchón cede tanto que parece estar a punto de deshacerse.

Irene, tampoco hacía falta caer tan bajo, ¿no? Y nunca mejor dicho.

Haces lo único que te permiten tus fuerzas: buscar el nombre de Sofía en tu móvil y llamar, deseando que descuelgue. Necesitas hablar con tu amiga.

−¡La reina de Montpellier!

−De reina, nada −sueltas con una voz lastimera.

−¡Venga ya! ¿Qué te pasa?

−Estoy hecha una mierda, Sofía. Ahora mismo estoy tirada en una cama que quizás tenga chinches en un albergue para gente descarriada y con la cara llena de pintura después de haber protagonizado una especie de película de Bollywood barata.

Al otro lado, Sofía suelta una buena carcajada.

−Eso suena muy surrealista.

−Hoy en día se abusa mucho de esa palabra.

−A ver, cuéntame bien todo.

−Pues mira, hace exactamente tres horas y media todo iba más o menos bien, solo tenía el típico dilema de adolescente, ya sabes.

−No, no lo sé. Yo no tenía muchos dilemas de adolescente.

−Sí, bueno. El caso es que estaba hecha un lío entre Emile y Didier.

−No veo el dilema, pero sigue.

−Tenía que decidirme por uno de los dos.

−¿Por?

−Porque a Emile no le iba a gustar eso de compartirme con otro tío, porque él quería algo más conmigo.

−Joder, qué aburrida es la monogamia. Tanto como el discurso de un cura en una boda.

−Vale, sí. Déjame hablar –esperas para confirmar que no va a volver a interrumpirte−. Total, que después de discutir con él sobre mi jefe y mi vida, que yo hago con ella lo que me da la gana, nos ponemos juguetones con la pintura de una de mis compañeras de piso y acabamos en mi habitación. Y cuando ya estamos a punto, me freno porque pienso que al tío le importo, y que no quiero hacerle daño. Y él me dice que lo entiende. Y hasta ahí todo bien.

−Ajá.

Llaman a la puerta.

−Joder −te quejas−. Espera un momento.

Te acercas con el teléfono y abres. Una chica sonriente te entrega unas toallas tan tiesas como el cartón.

−Gracias −dices en español, porque ahora estás hablando con Sofía y te da igual hasta dónde estés.

−¿Eres española? −dice la chica, que se le ha iluminado la cara.

−Sí.

−¿De dónde?

−De Barcelona.

−¡Oh, me encanta Barcelona! Yo soy de Ciudad Real.

−Muy bien. Gracias por las toallas −dices y cierras la puerta con la certeza de haber generado un debate posterior entre esa chica y otros sobre lo bordes que son los de Barcelona, y además tacaños, porque todo el mundo sabe que a cualquiera que preste algún tipo de servicio en una habitación hay que darle propina.

−A lo que iba –dices volviendo a tu conversación telefónica −. Que me dice que lo entiende, pero que si me decido por mi jefe, preferiría no seguir viéndome, y claro, le contesté que si me estaba echando del piso. Y entonces se hace el digno, ¿sabes?, en plan «Yo no he dicho eso». Pero está claro a lo que se refería, porque él lleva más tiempo que yo en el piso. ¿Pero de qué va? Además ahí viven más personas.

−Pero te conocen menos que a él.

−Eso da igual, la cosa es que me jodió cómo me lo dijo, como si él pudiera decidir si me puedo quedar o no.

−Bueno, depende de cómo te lo dijera…

−No me vengas tú también con eso. Y luego intenta arreglarlo diciendo que podía irse él, que no tenía que ser yo.

−Ahí lo tienes.

−No, pero tú no oíste el tonillo con el que me lo dijo, fue como un soborno rastrero.

−Vale, vale. Tú sabrás −suspira−. ¿Y ahora qué?

−Pues he hecho la maleta y me he venido a un albergue.

−De descarriados.

Te ríes.

−Eso.

−¿Tiene bar?

−Sí.

−Pues bájate y te tomas una a mi salud. ¿Vas a volver a Barna?

−Intentaré buscar otro curro antes.

−¿Has mirado si necesitan a alguien en la universidad? A lo mejor puedes sacarle partido de una vez a la carrera.

−Qué va. No creo que encuentre nada de lo mío. Tendré que buscarme algo más básico −haces una pausa−. No pensaba llegar a los treinta tan perdida.

−No te tortures. Si no sale nada, te vuelves. Puedo buscarte algo.

−Sí, claro, en tu sector, que es muy estable y se cobra muy bien.

−Yo cobro bien. Y a ti te pega algo así como llevar una colección de ensayo.

−Lo pensaré.

Después de despediros, decides ducharte (cruzando los dedos para que el agua salga caliente) y dar una vuelta para unirte en el bar con el resto de la fauna.

**

Observas al chico de bigote castaño que está en la misma mesa que tú con curiosidad. Mira el culo de su botella de cerveza como si fuera lo más triste que hubiera visto en la vida. Su melancolía se transmite instantáneamente, y no es algo que te vaya a ayudar mucho en este punto pero, ironías de la vida, ver a alguien que está más jodido que tú a veces es un consuelo muy reconfortante. Su aire desolado se traduce en su modo de vestir, totalmente de negro. No te sorprendería que trabajara en una funeraria.

De pronto te interesa mucho saber por qué ese aire tan taciturno. Te acercas disimuladamente, deslizándote por el banco de madera. Cuando estás delante de él, te dirige una mirada que no puedes comparar con la de otra persona que hayas conocido, solo con la de un gato que sabe que no tienes nada que ofrecerle. Durante un buen rato, os tomáis vuestras cervezas en silencio, hasta que dices algo que abre la veda:

−Una vez conocí a alguien que hablaba muy poco y le pregunté que a qué se debía. Me dijo que, si no tenía nada interesante que decir, le parecía una pérdida de tiempo, y que la gente habla mucho para no decir nada.

Lo único que hace es asentir amagando una sonrisa. Después empezáis a hablar y, por primera vez, aprendes a valorar una conversación, porque ha costado tanto llegar a ella que sientes la necesidad de saborearla.

Te cuenta que es noruego, que lleva un año viviendo en el albergue y que no ha vuelto a su país porque allí no hay nada para él. Mientras habla, vas arrancando la etiqueta de tu botella de cerveza, hasta que te dice que eso es una señal de que te sientes sola. Y piensas que sí, que este tío está realmente jodido. Le preguntas por qué va vestido de negro y te responde que nunca lleva otro color. Entonces le dices que tu primera suposición era que trabaja en una funeraria, y su bigote se mueve a causa de una leve sonrisa, casi milagrosa, en ese rostro pesaroso.

−Si vuelvo a limpiarle el culo a un anciano, me pego un tiro −confiesa tras la quinta botella de cerveza.

−¡Ah! Por fin me has querido decir dónde trabajas.

−Es un trabajo temporal que se ha alargado demasiado –pronuncia cada palabra como si supusiera para él un gran esfuerzo.

−Seguro que has conocido a mucha gente durante este tiempo.

Sus ojos azules se vuelven en tu dirección, y casi preferirías haber retirado lo que has dicho, porque le acabas de hablar como a una persona normal. Es lo típico que le dirías a alguien que no conoces en una conversación sin importancia.

−Pues yo estoy buscando trabajo.

−Qué otra opción nos queda, ¿no?

Ahora no sabes si está hablando de vosotros como dos personas que se están buscando la vida, o se refiere a la humanidad en general. No recuerdas haber tenido una conversación más deprimente en toda tu vida, y aun así te parece extrañamente interesante. Su amargura te fascina. Tiene un halo de misterio que solo podría atribuírsele al Drácula de Stoker. Lo más normal sería que uno quisiera alejarse de una persona tan negativa, porque en esta vida hay que ir en busca de la felicidad, pero hay algo en este individuo que te atrae de modo inexplicable. No sabes si es por el efecto de pasar el rato con alguien que está peor que tú, o la necesidad de infundir alegría a una persona gris.

Finalmente, Irene, esto no es muy diferente de pretender que un mujeriego como Didier se quede contigo, pero qué demonios, así de masoquistas somos a veces. Pruébalo, intenta hacer feliz a este hombre.

−¿Buscan a alguien en tu trabajo?

−Es posible.

Recapitulas y confirmas que no, no ha formado muchos predicados en este rato que lleváis hablando.

−¿Lo preguntarás?

−Vale −contesta distraído, mirando todas las etiquetas que has arrancado de las botellas.

−Bueno, pues me voy a mi habitación. Estoy muy cansada −le dices levantándote del banco. Señalas las etiquetas−. Y sí, es verdad, me siento sola. Muy sola.

Durante la noche, compruebas que el noruego no comprende los dobles sentidos.

**

No has tardado mucho en darte cuenta de que convivir con Ulrik no es una buena idea. Una cosa es que te guste su compañía de vez en cuando, y otra muy distinta es pasar los días con alguien que parece haber perdido a un familiar a cada hora. Y sin embargo, ha pasado un mes y medio y sigues en la habitación 16, porque estás segura de que, si te marchas del albergue, no volverás a verlo. Entonces es cuando llegas a la conclusión de que estás sacrificando demasiado tu comodidad por un tío, que encima es muy raro, lo que no dice mucho de tu integridad. ¿Deberías ir al psicólogo o es que te has pillado más por el noruego de lo que estás dispuesta a admitir? Desde luego él no te ayuda a aclararte. No es nada expresivo, y puedes imaginarte que hablar sobre sentimientos con él debe de ser demasiado arduo como para siquiera intentarlo. A veces te ha parecido que te miraba de un modo que podría llevarte a pensar que siente algo por ti, pero después dice algo como «Esa noche me fui a dar una vuelta porque no me gustan las fiestas, demasiado contacto», para referirse a Nochevieja, y piensas que una relación con un personaje así es una entelequia.

En la misma semana en la que empiezas a plantearte la posibilidad de buscar un apartamento que disponga de un colchón decente, es cuando te sorprende diciéndote que hay una plaza vacante en su trabajo. Aceptas sin pensarlo porque es una gran solución: podrás irte del albergue y no perder el contacto con él.

**

La entrevista te la hace la dueña de la residencia, una señora de mediana edad muy agradable que, después de que su madre tuviera un ictus, decidió abrir el centro para cuidar de ella y de otros ancianos. No solo os entendéis a la primera, sino que además no parece que haya más candidatos, así que simplemente ha sido un «Si lo quieres, el trabajo es tuyo».

No sabes si eres tú, que lo piensa porque así lo quieres, pero te parece que Ulrick, desde que empezaste a trabajar con él, ha desarrollado una enzima que metaboliza una especie de súbita felicidad. Las sonrisas bajo su bigote castaño son cada vez más regulares, y la mirada de indiferencia parece afectar a todo menos a ti. Esa sensación está cada vez más presente en tu cabeza, y cuando vas en busca de una segunda opinión, te encuentras escuchando las historias de amor de tres ancianas viudas. No puedes negar que el momento ha sido entrañable.

Es durante la fiesta de cumpleaños de uno de los residentes cuando recuerdas que, antes de venir a Montpellier, comparaste tu vida con Sergi con una fiesta en un geriátrico. Te ríes para tus adentros, sorprendida de estar literalmente en ese escenario y sentirte mucho más feliz de lo que nunca habrías sido si te hubieras quedado en Barcelona.

Te vuelves hacia Ulrik, que está a tu lado, y sientes un delicioso escalofrío cuando te coge de la mano, sonriendo de manera enigmática.

FIN

Empezar de nuevo