PARTICIPAS EN LA ORGÍA

Francesco Mazzoni es un acaudalado director de cine muy reconocido en la industria pornográfica. Los entendidos dicen que sus películas tienen una personalidad que roza lo artístico. No pierde detalle de los decorados, ni de la ambientación musical, para convertir sus creaciones en un baile sórdido que podría hacer las delicias de El Bosco. Así te ha descrito Didier la actividad de vuestro anfitrión pecho lobo.

Los invitados que componen la lujuriosa fiesta son variopintos, desde el típico actorcillo cuyo único talento es haber nacido bien dotado, pasando por el inversor millonario con apetencias escabrosas, hasta llegar a aquellas personas que, como Didier, no le encuentran el atractivo a lo que, para el común de los mortales, se considera normal, y que filosofan desnudos al estilo de lord Henry durante los descansos marcados por su cuerpo extasiado, en un ambiente viciado por el olor dulzón del sexo y el perfume caro.

Todavía estás determinando si has aceptado por tu infinita curiosidad o porque tu adicción al ejecutivo francés ha alcanzado cotas desquiciadas. Aún así, le haces saber que esta noche ha jugado con fuego, que se ha arriesgado mucho al traerte aquí, porque podrías haber respondido con una furia incontrolada, rompiéndole las costillas con uno de los candelabros. Didier te ha agradecido que no optaras por dejarlo inservible esta noche, y te ha llevado a dar una vuelta por la mansión, o lo que es lo mismo, por el museo de atmósfera carnal sacado de la antigüedad clásica.

Mientras os deslizáis entre los gritos, risas, gemidos y cánticos embriagados, te preguntas cómo vas poder superar algo así en el futuro. Si ahora que estáis al principio de la relación, Didier se ve con la necesidad de desfogarse con todo un harén, ¿qué sucederá dentro de unos meses? No se te ocurre nada más indecente que esto, y ya te parece agotador tener que pensar en cómo podrías satisfacer sus futuras exigencias sexuales.

Lo más fácil en este caso es ser egoísta, como esa mujer que disfruta empapándose del elixir masculino mientras la cabalgan, frotándose los pechos con viscoso placer. Para poder sobrevivir en este mundo de excesos, tienes que olvidarte de la monogamia y dejar de considerar a Didier como tu única pareja sexual, y empezar a verlo más como el que te introdujo en este universo de perversidad lujuriosa. Es tu mentor sexual, y pronto deberás soltar su mano para caminar sola por el sendero del deseo más infame.

Todo lo que hay a tu alrededor potencia tu lado más salvaje. Como meros observadores, todavía lleváis la ropa puesta, y tu instinto empieza a golpearte con fuerza, clamando que te deshagas de tanta tela y dejes a la vista tu sonriente vagina, para que todas las cabezas cíclopes se hagan eco de su presencia.

Una alfombra de cuerpos desnudos os invita a uniros en su costura carnal, pero Didier tiene algo mucho más interesante que mostrarte, de modo que declináis la oferta de todas las manos que se alzan a vosotros, como pidiendo limosna, y continuáis hasta llegar al patio interior, en cuya fuente retozan varios invitados, embadurnándose con el ámbar del alcohol.

−Me gustaría ir a las termas −dices, segura de que tiene que haber.

−Iremos a todas partes y haremos todo lo imaginable.

Tu sonrisa es desconocida. Si te miraras al espejo, te darías cuenta. Didier ha conseguido pervertirte hasta hacerte irreconocible. Pero no te sientes víctima de ningún engaño, no ha sido producto de un hombre sádico intentando convertir a una joven inocente a su religión desmadrada. Has accedido por voluntad propia, y eso ha despertado algo que llevaba toda una vida dormido: la lujuria más lúbrica de Irene. Tu yo adolescente estaría orgullosa.

Los divanes son el apeadero de los que sacian su apetito sexual en un lugar más estable y cómodo que el suelo. Todavía no habéis dado con las camas, cubiertas de nudos humanos cuyas piernas, brazos y pies no se pueden relacionar fácilmente con sus dueños, aunque sus genitales están perfectamente encajados en un orificio. Antes de llegar a esos cubículos separados por cortinas, Didier quiere atender al discurso del senado del que Francesco es magistrado honorable.

−No estoy para charlas, Didier −dices, cogiéndole de la entrepierna.

Normalmente es muy efectivo, como alcanzar el control de una nave desbocada, pero en este caso no resulta.

−No es una charla, es el alegato más grandilocuente y morboso que puedas concebir.

−Me apetece más ir a las termas.

Pero Didier no te escucha. Insiste en que solo será un momento.

Dos minutos después, os encontráis en una gran sala donde multitud de hombres con túnicas conversan descontroladamente con gritos agudos. Sentado en una silla de madera, Francesco, con la boa color lima rodeándole el cuello y un cruce de piernas que le hace sobresalir un testículo del tanga, llama al orden al público afeminado, que cacarea como gallinas de granja.

−Bienvenidos al senado, romanos invertidos.

Didier te mira y ríe como un niño, señalando el trono de Mazzoni.

−Esto es surrealista −comentas, aburrida. Así conseguirá que se te pase el calentón.

−Os he reunido aquí para poner de relieve un hecho aterrador.

La sala se queda en completo silencio.

−Me gusta que me den por el culo.

Las carcajadas inundan la estancia y empiezan los tocamientos y los penes empalmados fuera de las túnicas.

−He constituido una nueva ley romana que por fin nos representa. Todo aquel que demuestre inclinaciones sodomitas, tendrá derecho a una ración diaria de leche de esclavo.

El chillido en falsete que sigue, da paso al festín de carne, y las túnicas vuelan por encima de las cabezas.

−¿Te van los tíos? –preguntas a Didier.

−Admiro la interpretación. Ahora se pondrán todos a follar como locos −te dice antes de cogerte de la mano para llevarte a la siguiente estancia.

−Vamos a aprovechar el tiempo hasta que empiece la batalla de gladiadores mixta en el jardín.

Entráis en una sala alargada, con columnas, inmensos cuadros, alfombras y luces tenues que proyectan los candelabros de pie. Los jadeos silenciosos reverberan en las paredes como si estuvierais en una capilla de un sacerdote indecoroso. Didier se acerca a una pareja. Parece conocerlos de antes. Quizás sean sus acompañantes habituales en su perversión particular. Saluda a la chica, de melena negra y brillante adornada con brazaletes y collares, besándole ambos pezones, y a él, un hombretón de piel olivácea, de pelo rizado y electrizantes ojos claros, le sonríe señalándote, como si fueras un botín. Y así comienza el intercambio de parejas.

−Te presento a Marco Aurelio y a Cleopatra −agrega agarrándole a la chica los glúteos.

A ti no te molesta que Cleopatra se beneficie a tu jefe, porque Marco Aurelio es mucho mejor adquisición. Cogidos de la mano, los cuatro os adentráis en un cubículo romano, y os subís a una gran cama para exploraros.

Los gruesos labios de Marco Aurelio te llaman «Bella mía» mientras golpea tu vientre con su endurecido miembro. Como si eso no fuera ya suficientemente estimulante, a tu lado, Didier ya está montando a Cleopatra en pose de perrito, pero no se olvida de ti y te retuerce el pecho izquierdo mirándote con lujuria, como si estuviera deseando que fueras tú a la que penetra, pero no estuvieras a su alcance. Todo lo que te rodea se te antoja etéreo, como si fuera uno de tus sueños eróticos. La boca del adonis italiano recorre todo tu cuerpo, bañándote de hirviente deseo. Y llegas a ese punto en el que el apetito sexual te somete al cien por cien, en el que solo haces caso de las órdenes de una vagina que se ha hecho dueña del reino que es tu cuerpo. «¡Abran las puertas!», clama, en un tono dominante que no admite réplica. Y no solo se refiere a la puerta principal, sino también a la trasera. ¿Por qué no probar? Estás en un estado de todo vale.

Te pones de rodillas y Marco Aurelio se adentra por pasadizos nunca explorados, rebosante de placer. Tu nariz huele el ya conocido perfume que emana del atareado falo de tu jefe, y te empapas de él acercando los morros como un gato hambriento. Cleopatra también lo prueba, lamiéndolo directamente de tu cara, bebiéndolo del interior de tu boca. Qué labios de fresa madura y qué dedos expertos los suyos, que se pasean por tu parte rosada mientras Marco Aurelio permanece en la retaguardia. Didier ahora observa, como si estuviera rodando una película de Mazzoni. La escena logra que su miembro vuelva a erguirse. Aparta a Marco Aurelio, que se descarga sobre Cleopatra, y se encarama a tu entrada trasera. Tus jadeos son tan animales como desconocidos. El colchón empieza a acoger a más participantes y varias bocas se unen a la tuya. Tu estado es tan primario, tan indescriptiblemente placentero, que te sientes flotar. No podrías explicar lo mucho que te excita el hecho de no poder identificar quién o quiénes han sido los responsables de tu multiorgasmo.

Lo que sigue a esta experiencia revitalizante te lleva irremediablemente a la siguiente y única opción, que abrazas sin remedio:

Eliges a tu jefe