QUEDAS CON CHRISTIAN BALE
El edificio te recuerda a una fiesta a la que fuiste con Sofía y en la que acabaste vomitando encima de un potencial ligue, pero eso no quiere decir que tenga que suceder nada ni remotamente parecido. Estás sobria, Christian es un tío elegante, guapísimo y, al parecer, también rico. Tú tampoco estás nada mal: te has puesto un vestido rojo oscuro con transparencias en brazos y cuello, y llevas un recogido recatado pero con tanta clase como la Presley. Cuando el portero te da la bienvenida, te sientes como una diosa. Le sigues hasta el ascensor de hierro dorado, esperas a que te abra la puerta y subes hasta el ático.
Nunca habías tenido una primera cita con alguien en su apartamento, así que imaginas algo muy especial si Christian Bale se ha atrevido a preparar la cena. Y es que no lo sabes, pero su riqueza se debe a que es uno de los chefs más importantes de París, y este piso espectacular, es una de las muchas residencias que tiene repartidas por Francia. Al lado de Christian, tu jefe es un pordiosero.
Aunque ya te has hecho una ligera idea, no te das cuenta de la magnitud de su bolsillo hasta que la puerta del ascensor no se abre en la misma sala de estar de un dúplex digno de los Hilton (si vieras el chalet de París, te caerías de culo). «Algún defecto debe tener», piensas cuanto te lo cuenta. «Uno muy gordo», añades cuando te dice que te ha preparado uno de sus platos estrella y lo hueles desde la distancia.
Por supuesto que tiene un defecto, Irene, porque en la vida no todo es de color rosa, hay tonalidades más oscuras, y el suyo está escondido tras una puerta que queda camuflada en la habitación principal, y que decidirá comentarte dependiendo de cómo se desarrolle la cita. Lo normal es que espere a que os veáis alguna que otra vez para no espantarte de primeras, porque lo que hay en esa habitación no es algo común. Es un secreto que solo te revelará si ve una oportunidad de que accedas a sus perversidades.
Para averiguarlo, Michel (porque se llama Michel, por mucho que te empeñes en llamarlo Christian) tiene una especie de test que suele incorporar a cualquier conversación, a veces con calzador, aunque está tan entrenado que ya casi ni se nota.
−Estás magnífica −dice dándote dos besos muy cerca de la comisura de los labios. Viste un traje impecable, de esos que Batman se pone cuando no es Batman.
Cuando se separa, sus ojos de un color verde, que parece cambiar de tonalidad según la luz, se clavan en los tuyos. Ya se respira tensión sexual entre vosotros y acabas de llegar. A este paso, no llegarás a probar ese plato estrella, sino directamente su órgano masculino. Tienes que hacer lo posible para que no se escuchen tus latidos vaginales.
−Gracias −balbuceas como treinta segundos después, alucinada por el cambio del color de sus ojos al sonreírte.
Michel te acompaña a la mesa del comedor, de madera tallada a lo burgués con platos de porcelana de bordes dorados. Te ofrece asiento y te acompaña con la silla como si fueras de la misma realeza.
−Qué lujo −dices, sintiéndote nerviosa de repente por no estar a la altura de las circunstancias.
Puedes aparentar clase, pero de protocolo sabes muy poco. Por ejemplo, a la hora de comer, sueles cortar grandes trozos y llenarte la boca al estilo de un animal moribundo, y eso no es muy distinguido que digamos. Pero oye, eres así. ¿Quién te dice que la Presley no se metiera en la boca tres bombones Ferrero de golpe cuando la cámara no la apuntaba? Tú lo habrías hecho.
Michel te sirve una copa de champán para el aperitivo. No te apetece mucho, porque fue el causante de la borrachera de campeonato en la exposición de Rachida, pero te parece de mala educación rechazarlo, así que te mojas los labios. Él te sirve un platito minúsculo de caviar y se sienta frente a ti contándote que, normalmente, es otra persona la que se encarga de servir la mesa, pero que en esta ocasión ha preferido dejarse de opulencias y hacerlo él mismo (luego añade que el caviar es iraní, del mejor). Si esto no es una opulencia, que te digan qué lo es.
Nunca has probado el caviar y no te parece de lo más apetecible. De todos modos, haces de tripas corazón y, con una cuchara que no sabes si lo es, te introduces los granitos negros en la boca. Asientes y aceptas que el sabor es más fino que el de la panga, aunque no se lo dices. Tu paladar no sirve para diferenciar vinos, por lo tanto tampoco está preparado para distinguir el caviar iraní del de la tienda gourmet de la esquina. Viendo lo que te rodea, seguramente sea la primera opción. La música clásica comienza a sonar, perfecta para amenizar una velada de este estilo.
−¿Qué me puedes contar de ti, aparte de que los políticos de tu país te parecen los seres más despreciables del planeta? −pregunta dando un sorbo al champán.
−Vaya espectáculo di −contestas, sin saber qué hacer con los brazos, intentando buscar el modo más protocolario de colocarlos en la mesa. Piensas en todas las películas de época en las que los nobles no hacían más que hablar y comer, y decides que no apoyarás los codos en la mesa, porque eso es muy de barrio.
−Nos pasa a todos −se come la última cucharada de caviar y espera a que tú te acabes el tuyo y contestes a su pregunta.
−La verdad es que no hay mucho que contar −de momento, lo que se dice interesante, no eres. Esa respuesta ha sido una mierda−. Nací en Barcelona, mi madre es francesa y mi padre andaluz. Me crié pensando que, con esfuerzo, todos mis objetivos se cumplirían, pero cambié de opinión cuando, durante la crisis, solo encontré trabajo de teleoperadora.
−¿Qué estudiaste? −su voz es tan suave como la caricia de una pluma, y su mirada tan seductora como la de tu jefe, solo que esos ojos, cambiantes de verde claro a oscuro, son hipnóticos.
−Empecé Historia, pero no acabé la carrera. Las salidas profesionales no me parecían viables. Entonces me matriculé en Publicidad y Relaciones Públicas, pero encontré un trabajo en una empresa de logística en el puerto y también la dejé. ¿Y tú? ¿Cuándo supiste que querías ser cocinero?
Michel apunta a tu plato con la cucharilla y te pregunta si te lo vas a acabar. Asientes efusivamente haciendo una montaña de caviar para metértelo todo en la boca.
−Me alegro de que te haya gustado −comenta, mientras haces lo posible por tragarte los granitos−. Creo que lo he sabido siempre. Mi infancia no fue todo lo que uno podría desear. Aunque mi familia sea de bien, te aseguro que habría preferido tener menos y vivir en un ambiente más sano.
−Oh, lo siento −no te atreves a añadir nada más.
−La cocina era mi válvula de escape −dice con seriedad, con los ojos en verde oscuro−. Voy a traer el siguiente plato −añade ahora con los ojos en verde claro.
Te preguntas qué debió pasar en su infancia para que necesitara refugiarse en la cocina, aunque por lo menos le salió bien, ahora que es un reconocido chef.
Lo que no sabes, Irene, es lo que se esconde detrás de la puerta del dormitorio principal. No sabes lo que Michel es capaz de hacer con la comida.
El susodicho vuelve con un carro brillante con los platos cubiertos con tapas plateadas y relucientes. Suelta un nombre muy largo en francés para presentarte una crema de verduras con huevo escalfado, sirve un vino reserva de 1965 y continúa hablándote sobre su profesión.
−Abrí mi primer restaurante a los veinte años.
−Vaya, qué joven –dices con admiración. Tu vagina también está admirada y tiene ganas de demostrarlo−. ¿Y cuál es la clave de tu éxito? −esto se está empezando a parecer a una entrevista.
−Diría que la perseverancia junto con la originalidad. Lo que hago me diferencia del resto −agrega, llevándose la cuchara a la boca y mirándote a la expectativa de tu respuesta.
−¿Haces cocina creativa?
−Ese no sería el adjetivo exacto para definirla.
−¿Y cuál sería el mejor? −sonríes mientras tu vagina hace pop-pop.
−Sensual.
Bebes un poco de vino, no sabrías decir si eso es bueno.
−En mi restaurante, todas las comidas son sensuales −conviene, mostrándote una sonrisa muy de Hollywood−. Hago con mis platos algo que va más allá. Es una faceta mía que todavía no conoces.
−Me gustaría conocer cualquier faceta tuya.
−Yo no estaría tan seguro.
Rumias un poco lo que vas a decir a continuación, saboreando la crema, lamiendo la cuchara para que vea cuánto te gusta su cocina. Es verdad, esta cena tiene algo sensual que no sabrías cómo explicar. Dejando de lado que estás más caliente que un tubo de escape después de hacer mil kilómetros, la disposición de todo, el sabor, su modo de sentarse y mirarte… añaden fuego donde ya lo hay.
Tu Christian no contesta enseguida. Mientras la música de Bach regala tus oídos, él está buscando el modo de contestarte. Añade misterio al asunto, y el misterio siempre te ha puesto a cien. «Christian Bale, házmelo encima de esta mesa o en el puto jacuzzi que seguro que tienes».
−Digamos que por lo que ocurrió en mi infancia −¡¿qué cojones pasó en su infancia?!− mi fascinación por la comida se volvió una obsesión un tanto excéntrica.
En este punto, Irene, estás empezando a asustarte. Parece un puto vampiro.
−¿Lo vas a confesar o estás esperando a que lo adivine? −preguntas.
Tu tono ha dejado de ser meloso. Nuevamente, unos instantes de Bach, sonrisa misteriosa, mirada de ojos oscuros.
−Veo una relación muy directa entre la comida, el sexo, la violencia y la muerte.
«Madre mía, ¿este tío está chalado? Claro, Christian Bale: American Pshyco».
Pero, sorprendentemente, no te asustas. Te has dado cuenta de que la manera en que te ha mirado cuando ha unido esos conceptos, no ha sido peligrosa, sino claramente erótica. Te ha puesto más cachonda todavía, y tus partes están ya desesperadas por probar ese nabo de oro.
−Bueno, la comida se puede relacionar fácilmente con el sexo, por eso hay muchas mermeladas especiales para untar. Tampoco es la primera vez que oigo lo de la muerte, aunque tengo que admitir que lo de la violencia me genera cierta inquietud.
Sonrisa misteriosa.
−Según Georges Bataille, la violencia es parte de la libertad animal que el ser humano ha perdido con la racionalidad. Y la racionalidad, a su vez, hace tener presente la muerte.
−Ah.
Será algún filósofo gabacho.
Entonces no es ningún violador, ¿no? Pero todo eso de su infancia y el hecho de que la comida se volviera una obsesión excéntrica, siguen sin tener muy buena pinta. Si no fuera tan sumamente guapo e inteligente, te habrías ido por patas.
−La práctica sexual es una de las cosas que el ser humano conserva de la animalidad, y de alguna manera anhela ese apetito. Es como un deseo de volver a ser animal sabiendo que no es posible.
Mierda, Irene. Esperas y pides por favor que no te diga que le gusta el sexo con animales. Quizás no estás entendiendo nada de lo que dice, es otra posibilidad.
−Creo que te sigo –mientes.
−Al ser conscientes de la muerte, buscamos en la sexualidad el modo de hacer durar nuestra individualidad, de ser inmortales. Por eso el sexo está directamente relacionado con la muerte. Y en cuanto a la violencia que nos vuelve animales, tiene que ver con el deseo de cada uno de olvidarse de esa consciencia. No sé si me explico.
−Me he perdido en la última parte.
¿Por qué en Francia hay tanto filósofo? Joder, cómo se aburren.
−El erotismo es lo que caracteriza la sexualidad humana. Tiene que ver con un goce que va más allá del físico del sexo puramente animal.
−Porque somos conscientes, por eso hay erotismo.
−Exactamente −sonríe. Erotismo es lo que se respira en este comedor−. Antes de seguir con esta interesantísima charla, voy a traer el siguiente plato −dice con un acento no solo francés, sino también pomposo. Sabiondo pomposo, pero follable. Se levanta y retira los platos de la mesa.
Por un momento no puedes evitar pensar que es la personificación de Hannibal y que te va a servir carne humana. Y, efectivamente, el plato te desconcierta bastante. No porque no sea una cabeza humana, sino porque la composición del mismo es sospechosa. Es hígado de pato, con cebollas caramelizadas y milhojas de manzana, y hace la forma de una polla. Por lo menos eso te parece, pero no estás segura de si se debe al estado en el que te encuentras. Tu parte rosada quema y tu próxima frase sería: «Házmelo, francés petulante». Te contienes en cuanto vuelve a su teoría del sexo y la muerte.
−Respecto al erotismo, existen grados, y hay una directa fascinación por la muerte −dice.
−Entonces mi vida no ha sido muy erótica, la verdad. Muchos hombres se olvidan de esa parte y pasan directamente a follar sin más. Además a mí no me fascina la muerte. Me asusta.
−A todos nos asusta. Y nos fascina.
−No he conocido altos grados de erotismo, y me gustaría probar otras cosas −confiesas.
Y sin saberlo, has pasado el test, Irene. Le has dado a la tecla de encendido y el pene de Christian Bale está on.
−El grado más extremo del erotismo es el del marqués de Sade −hace una pausa para medir tu reacción y, al no observar ningún cambio en tus facciones, continúa−. Él representa esta teoría en su vertiente más pura. Mucho más cruda y animal.
−A mí no me va el sado −dejas caer, por si acaso.
−Piénsalo de este modo: la violencia y el sexo son una forma de deleite imposible de describir.
−Espero que no se lo digas a muchas mujeres, porque te hace parecer un depravado sexual.
−No me entiendes. Hablo de una violencia consentida.
−Estás hablando de sadomasoquismo.
Te gusta demasiado como para asustarte y dejarlo escapar. Siempre te han dicho que no puedes decir que no te gusta algo hasta que no lo has probado.
−Lo diré sin rodeos.
−Por favor.
−Me da mucho placer que me castiguen.
Te ha dejado anonadada. Abres la boca y los ojos, pero no dices nada.
−¿Y dónde entra la comida en todo esto? −se te ocurre preguntar al fin.
−Mi obsesión excéntrica con eso es que me resulta placentero que haya comida durante el sexo. Pero tiene que ser una muy específica. Afrodisíaca. Me gusta comer ostras directamente del coño de una mujer mientras me azota.
Casi te da la risa, aunque no es ninguna broma. Está hablando en serio y con ojos en verde oscuro. Os miráis y, por un momento, pierdes la puñetera consciencia.
−No creo que vaya a gustarme que me fustiguen −dices cuando la recuperas.
−Tú serás la fustigadora. Serás mi ama.
−¿Tu ama?
Esto es alucinante. Ser ama de un tío de este calibre, dominar como nunca has dominado. Es mejor que ser tú la sumisa. Podrías probar y, si no te gusta, no lo llamas más y punto.
−¿Qué tengo que hacer?
**
La puerta secreta de la habitación se abre y dejas atrás el sexo normal en una cama normal para pasar directamente a un terreno oscuro. Michel enciende las luces de lo que parece un vestidor: la guarida de la perversión sexual. A Sade le habría encantado tener ese surtido. Un sofá en el centro diseñado para poder esposar a varias personas, esposas con púas, cinturones, cuerdas para el bondage, fustas, máscaras de látex con mordaza, látigos, una bomba de succión, lencería de mujer… Es el puto Decathlon del sado.
Te has quedado con la boca abierta, sin saber muy bien qué hacer. Antes de que puedas reaccionar, te encuentras con los sedosos labios de Michel, y el tacto de su falo contra tu cuerpo te hace olvidar cualquier otra cosa. Decides que le pegarás solo un poco. Muy flojito.
−Ama −hace una reverencia y te sientes con el poder de una diosa, aunque a la vez te da penita verlo así de rebajado−, elige lo que quieras −añade abarcando lo que le rodea con los brazos.
−¿Tengo que insultarte?
Es una pregunta propia del estado de shock en el que te encuentras. Un filósofo lo definiría como un estado de racionalidad irracional en una situación surrealista en la que el ser humano, con los instintos de la no conciencia animal, centra toda su energía en su aparato sexual, que anhela reproducirse para alcanzar la inmortalidad.
−Yo empezaría con las pinzas y las cerezas −dice al verte desubicada−. Perdóname si al principio no soy del todo sumiso, ama, pero creo que es mejor empezar por algo suave.
−Sí, porque te lo mereces, ¡hijo de puta! −gritas y le das una bofetada.
Hay un momento de silencio, de estupefacción recíproca, que se arregla con la sonrisa estilo Hollywood de Christian Bale.
−Muy bien −dice con entusiasmo.
Te desnuda mientras os besáis. Sus manos son tan suaves, el tacto de su miembro tan robusto, que dejas de lado momentáneamente lo de las pinzas y las cerezas. Todo tu cuerpo tiembla de excitación. Tu vagina se esmera en palpar lo que le interesa y tu boca succiona su cuello como una alimaña sobrenatural. No sabes si ha sido la cena, la conversación sobre el erotismo, saber que dominarás, estar a punto de beneficiarte al doble de Christian Bale, o todo en su conjunto, pero estás pletórica de deseo.
Michel te invita a ponerte la lencería femenina que te ha reservado. Hay muchos modelos de distintas tallas.
−¿A cuántas mujeres has traído aquí? −preguntas con recelo.
−A cuantas han querido castigarme.
−¿Y cuántas son?
−Muchas −dice, desafiándote con la mirada−. He sido un vividor cabrón. Pégame, ama. Méteme esas guindillas por el culo.
¿Cómo? ¿Guindillas? Te vuelves y, en un pequeño armario, ves el tarro de las guindillas, además de todo tipo de especias, mermeladas y mieles.
−¿Te untas con todo eso? −preguntas con la voz más aguda de lo normal.
−Úntame con miel, ama. Cómela y clávame las púas de ese cinturón.
Son demasiadas cosas. Te has perdido.
−¿Podemos empezar con algo un poco más normal?
Michel coge el tarro de mermelada, mete la mano dentro y notas el frío en la parte palpitante de tu vagina. Acto seguido, te encuentras echada hacia atrás en el sofá raro, con las piernas hacia arriba, una fusta en la mano y un francés lamiendo toda la sustancia gelatinosa de tu entrepierna. Le das en las nalgas con la fusta, al principio débilmente, pero su pellizco en tus pechos te apremia a darle más fuerte. Y solo cuando hay sangre, Michel suelta un gemido excitado.
−Quiero que me machaques, ama. Márcame como a un animal. Soy un cerdo cabrón.
−Sí, cerdo cabrón −le tiras del pelo para levantarle la cabeza y lo miras con una fiereza impropia de ti.
Lo empujas violentamente hacia tu sexo y empleas de nuevo la fusta en sus nalgas. La sangre salpica y tus gritos se vuelven más fuertes, producto de una excitación sin límites, saciándote de la satisfacción de dominar. Levantas a Christian, coges las esposas (las que te parecen menos sádicas), lo inmovilizas con las manos encima de la cabeza y coges unas pinzas que no son precisamente para colgar la ropa.
−Pínzame los huevos, ama.
−No me digas lo que tengo que hacer, mamón.
Te acercas y le pinzas los pezones.
−Oh, sí. Imagíname como un político español.
−Sí, eres un político corrupto de mierda.
Le aprietas los testículos arrugando la nariz, fingiendo desprecio porque eso es lo que parece que más le pone, y te montas encima de él. Cuando la sientes dentro de ti hasta su nacimiento, te mueves como si estuvieras encima de una bestia de rodeo.
−Pellízcame el escroto, arráncame el vello púbico con los dientes.
−Cállate, ricachón de mierda.
−Sí. Insúltame. Hazme daño.
Jadeáis mientras él te pide dolor y tú le das lo que te parece, y lo que no, no se lo das, cosa que te parece todavía más masoquista. Hazme daño: no, jódete. Tu nombre cariñoso será Domi, y el suyo Sumi. Te ríes muy alto, dichosa por el sexo desenfrenado de ese hombre del que ahora mismo eres dueña y que hará todo lo que le ordenes para sentir el placer del dolor.
De pronto haces algo que viste en una película sin que él te lo pida, y es en ese momento en el que Michel se da cuenta de que nunca jamás querrá otra dueña que no seas tú: colocas las manos alrededor de su cuello y aprietas contundentemente, para después aflojar con suavidad. Lo haces con una precisión tal que parece que hayas nacido para ello. En ese preciso instante, vuestras miradas lo conectan todo: violencia, sexo y muerte. Es el momento en el que no solo comprendéis la teoría, sino que ambos la vivís en vuestra propia carne como nunca antes lo habíais experimentado.
Y os corréis.
Os corréis y laméis vuestros fluidos como si fuera el elixir de la vida.
**
Nadie sabe qué es lo que te hace tan especial para Michel, para ese poderoso millonario que podría estar con chicas mucho más atractivas que tú. Y es que ninguna de ellas tiene tu soltura en la sala de sado. Ya lo ha probado con muchas, pero no te llegan ni a la suela del zapato, porque eres extremadamente creativa. Tus ocurrencias le ponen a cien, como la de esta noche: habéis comido fresas con nata mientras le dabas golpecitos a su miembro con la cuchara, cortos pero certeros, hasta provocarle un placer tal que te imploraba que lo montaras. Habéis utilizado cinturones de cuero, otros con tachuelas, has frotado tu vagina por su espalda arrastrando tras de ti la piel de una piña madura, le has dado con el látigo, lo has tenido medio ahorcado mientras le hacías una felación, le has atado todo el cuerpo hasta dejarlo inmóvil con la bomba de succión, para protagonizar una especie de violación pactada.
Pero cuando salís de esa sala, todo es dulzura y compenetración.
Te informas sobre comidas exóticas que pueden integrarse en vuestros juegos y elaboras distintos instrumentos de tortura caseros para hacer a tu pareja más feliz. No tenéis secretos, salvo el de su infancia, pero por lo menos te contó lo que era aquella caja de madera tan misteriosa.
−Una antigüedad china −te dijo−. La compré en China −agregó.
Abriste la caja y arrugaste el ceño sin comprender qué eran todas esas máscaras con palos.
−Es un teatrillo de sombras chinescas.
−¡Ah! ¿Y cuántas de estas hay, Sumi?
−Cincuenta, Domi.
−Cincuenta es un buen número.
Si te hubieran dicho así en frío que te iba a gustar tanto castigar mientras follas, no te lo habrías creído ni borracha. Tú no harías daño a una mosca. Bueno, quizás a una mosca no, pero a un hombre que te lo implora, que le excita tremendamente que lo sometas, eso sí puedes hacerlo. Y lo gracioso es que en todo lo demás lleváis una rutina como la de cualquier pareja normal: trabajáis, vais al gimnasio, vais a fiestas, conversáis sobre cualquier tema de actualidad… Pero luego folláis como animales, tú con zarpas de leona y púas de erizo, y él como un antílope malherido, incluso a veces representáis roles para darle más emoción.
Y, mientras tanto, nadie sabe qué eso es lo que mantiene viva vuestra relación. Es un secreto que nunca saldrá de las paredes de vuestra sala sado.
FIN