TE CITAS CON EMILE

−Lo siento, pero prefiero no mezclar mi vida privada con el trabajo −respondes pensando en Emile.

Tu jefe acepta la derrota con la elegancia que le caracteriza y te dedica una sonrisa que corresponde a su último intento de encajarte en su entrepierna. La extensión de sus labios inquiere un «¿Seguro que no quieres aparearte?», y tú le cortas las alas, o más bien le cortas el rollo, diciéndole que os veréis cuando tengas listo el informe. Didier Goulard asiente como lo haría un jugador de fútbol que felicita el triunfo a su adversario, y mentalmente le dices adiós a la posibilidad de acostarte con él.

En parte te culpas por ello, porque te pone muchísimo y nadie te impide pasar un buen rato, pero por otro lado, comprendes que este tipo de hombre acaba por volver loca a una. Es el típico tío que crea adicción, y ahora no estás para esas tonterías. Ya no estás en la universidad. No es que se te haya pasado el arroz, ni mucho menos, pero llega una edad en la que te fijas en otras cosas que te convienen mucho más que el sexo desenfrenado. ¿Cuántas veces has oído hablar de que a los treinta cuesta mucho más encontrar un hombre hecho y derecho? El mercado en Francia no debe de estar mucho mejor que el español. En la mayoría de los casos, quedan restos de hombres que se quedaron solos tras más de ocho años con la misma mujer, y que no han vuelto a recuperar la forma. O los que sí están en forma, pero tienen demasiadas oportunidades como para conformarse con una sola mujer. O aquellos que fueron padres de jóvenes y ahora tienen a los hijos el fin de semana, unos hijos que, muy probablemente, te odien de entrada por ser la madrastra, porque los cuentos que les leyeron de pequeños las dejaron en muy mal lugar. Y luego están los casados que esconden ese pequeño detalle.

Sí, llega un punto en el que empiezas a valorar otras cosas y el asunto de la pasión pierde importancia. Podrías haberte tirado a tu jefe porque acabas de salir de una relación, pero te habrías arrepentido de no haberle dado una oportunidad a lo tuyo con Emile. ¿Qué pasa si te enganchas a tu jefe como una púber cachonda y, para cuando te des cuenta de lo idiota que has sido, ya es demasiado tarde para estar con Emile? Cualquiera de las chicas del laser tag podría tomarte la delantera.

Hola, James. Intentaré buscar un relevo para que cuide de las poderosas aguas rejuvenecedoras de Polaris durante mi ausencia. ¿Me llevarás a algún lugar mágico, marinero? Espero tu respuesta con impaciencia.

Cuando te encuentras con Emile en el piso, se comporta como si no hubierais quedado esta noche. Te pregunta qué tal ha ido el día y le cuentas lo estresante que ha sido todo, y lo caradura que es tu jefe. Él se muestra de acuerdo contigo y coincide con que es el típico picha brava que nunca cambiará. Después añade que no entiende cómo las mujeres pueden caer en algo que es tan evidente. Tú no malgastas el tiempo en explicarle que las urgencias femeninas tampoco distan tanto de las masculinas. Una se calienta y se deja llevar. No es tan raro.

Por lo visto Rachida y Deborah se han ido a pasar un fin de semana reparador, una especie de retiro a un complejo con spa y servicio de masajes que las ayudará a relajar tensiones y hablar sobre su relación. «Les ha funcionado más de una vez», dice como sorprendiéndose. La verdad es que no es mala idea. Uno siempre se encuentra mejor después de un baño termal, no solo física, sino también mentalmente.

−¿Dónde iremos esta noche? −preguntas en la puerta de tu habitación, dispuesta a cambiarte.

−¿A mí me preguntas? Yo solo soy tu compañero de piso −bromea.

Tú te ríes de su ironía y le sigues el juego.

−Pues yo he quedado a las siete y media. Nos vemos mañana y te cuento qué tal ha ido, ¿vale?

Le guiñas un ojo y él te devuelve la sonrisa añadiendo: «Qué casualidad, yo también he quedado a las siete y media».

La representación teatral va más allá de lo que esperabas, y eso te encanta porque te demuestra que es espontáneo y divertido, que no le importa interpretar un personaje aunque eso implique ridiculizar un poco la situación. Pero no, a ti no te parece ridícula, tampoco es que vayáis a cenar de cosplayers.

Exactamente a las siete y veintiocho oyes la puerta de entrada cerrarse para, poco después, sonar el timbre del interfono.

−¿Sí?

−Hola, soy James Browley. ¿Has encontrado un relevo?

−Ahora bajo –sonríes dichosa.

El restaurante parece sacado de una de las estancias de la serie Downton Abbey, con damas que matan las horas discutiendo sobre asuntos de sociedad y cuchicheos varios mientras toman una humeante taza de té. Hasta el camarero, que se acerca a vuestra mesa con un carrito, tiene pinta de mayordomo.

Tras esperar unos buenos veinte minutos, durante los cuales os habéis tomado un aperitivo caliente, os sirve la comida, destapando el cubreplatos plateado. Todo te parece perfecto, hasta que ves cuatro raviolis en el centro del gran plato, con un trocito de zanahoria glaseada con alguna reducción de vino y coronado con un ramillete de alguna especia. No te gustan mucho los sitios pitiminís, siempre has preferido las raciones caseras estilo casa Paco, que será muy de barrio, pero a mucha honra. Debe de ser la influencia andaluza de la familia de tu padre, cuya frase recurrente durante las comidas siempre ha sido: «Niña, no ti vaya a quedá con hambre, que etá muy flacusha. Come, come».

Pero tienes la consideración que se presupone en estos casos, más cuando alguien se toma la molestia de invitarte, y sonríes a Emile señalando que tiene una pinta estupenda, mientras te preguntas si han contado los trocitos de lechuga que hay en su plato.

−Espero que te guste el sitio −dice Emile.

−Sí, sí. Me encanta.

No es del todo mentira. El sitio te encanta y la decoración es magnífica, pero la ración de comida es un insulto a cualquiera que pretenda saciar el apetito. Te parece increíble que hagan pagar esos precios por esas cantidades de muestra, que solo serían comprensibles en una ciudad con falta de recursos. Es como estar en la postguerra, pero a lo pijo: cantidades pobres, pero exquisitas. «Pues me paso la cocina creativa por el forro. Tráeme un buen plato de macarrones con queso».

−¿Y dices que no has tenido suerte con tus anteriores relaciones? −preguntas saboreando el primero de tus cuatro raviolis.

−No mucha. La última chica con la que estuve me dejó porque se enamoró de otro en un curso de coaching. Él era el coach, un holandés.

−¿De verdad?

Se encoge de hombros, masticando lechuga con frutos rojos.

−No importa, se arrepintió.

−¿Qué hace un coach exactamente?

−Yo qué sé. Es un tipo de guía, como un gurú que no llega a ser psicólogo pero que se supone que sabe más de la vida que alguien de a pie.

−O sea, un vendemotos –tras decirlo, te das cuenta de que has hecho una traducción literal de una expresión que no existe en Francia y Emile te mira sin comprender−. Un charlatán, alguien que vende humo.

−Ah, pues algo así. El tío decía que cualquier cosa puede cumplirse si de verdad lo deseas, que hay que salir de la zona de confort y que, si insistes en algo, al final todos los puñeteros planetas se alinean para que ese algo pase. Una causalidad no casual. Chorradas así.

−Madre mía, cuánta palabrería −comentas, ya sin nada en el plato. Y mira que has intentando comer despacio−. Y resultó que lo que ella deseaba era al coach −ironizas.

−Más bien el coach la guio hacia lo que realmente deseaba.

No puedes evitar soltar una carcajada. Te disculpas por reírte del dolor ajeno, pero él se ríe contigo, así que continuáis bromeando sobre la ingenuidad de su exnovia.

−El segundo día, Jaqueline trajo un mural con recortes de revistas que representaban sus deseos −hace una pausa, recordando−. Eso debería haberme dado suficientes pistas.

−¿Eran recortes de penes? −te burlas para restarle dramatismo.

−No –se ríe−. Eran recortes de islas exóticas, hoteles de lujo, spas naturales, aviones, vestidos y alguna foto de una revista de decoración.

Asientes, comprendiendo.

−Así que en realidad no fue todo por culpa del coach.

−Aquel lío fue la consecuencia, supongo. Cuando vi todo eso, me di cuenta de que no tenía nada que ver con lo que yo hubiera puesto en ese mural. Y cuando le dije lo que yo habría puesto, discutimos. Y eso que yo ya estaba pensando en comprarle un anillo.

Vuelve el carrito. Tu nuevo plato es un filete de carne encogido con alguna habilidad creativa que te saca de tus casillas. El suyo es un filete de pescado que, un poco más, y podría confundirse con un boquerón.

−Da igual. Pasó lo que tenía que pasar. No estábamos destinados a estar juntos.

Escucharlo hablar de destino vuelve a poner en marcha el engranaje que se encarga de que los flujos sexuales supuren. Una imagen nada evocadora, pero es la realidad.

−¿Y qué fue de ella?

−El coach se la llevó de turismo por varias regiones de Francia, hasta que acabaron todas las sesiones que tenía programadas y la dejó tirada para volverse a Holanda.

−El clásico marinero con una novia en cada puerto.

−Luego quiso arreglarlo conmigo, pero ya no tenía sentido.

−Claro. ¿Aún te hablas con ella?

−Sí, aunque ahora hace tiempo que no. Lo último que sé de ella, es que está trabajando en un hotel de cinco estrellas en la Costa Azul.

−En parte se ha cumplido su sueño, ¿no?

−Se podría decir que sí.

−¿Y tú has cumplido el tuyo? −preguntas, imitando el modo en que tu jefe acaricia las palabras con la lengua.

−Estoy en ello −contesta, y tu cuerpo trabaja a toda máquina, poniéndote a punto para la exploración vaginal−. ¿Y qué me dices del tuyo?

−¿Mi ex? –tragas antes de seguir hablando−. Lo dejamos antes de venirme a Montpellier.

−¿Qué pasó?

−Nada. La relación llevaba un tiempo muerta, pero no me atrevía a dejarlo.

−Te entiendo. Cuando has aprendido a convivir con alguien, no cuesta mucho acostumbrarse, aunque ya no quieras seguir con esa persona.

−Eso mismo. También tenía miedo a la soledad. Ya sé que es una tontería, pero pensaba que, si no estaba con él, me quedaría sola para siempre.

−¿Tú, sola? −pregunta a modo de cumplido.

−Al final lo de ir a Montpellier fue la excusa perfecta.

−Me alegro de que fuera así −dice, con una sonrisa que te hace palpitar el corazón, y lo que no es el corazón.

Quieres que Emile te meta su miembro viril entre tus labios ardientes de deseo. Se lo pides con la mirada, pero él está distraído repasando la carta de postres. ¿No eres tú suficiente postre para él? «Cómete el dulce rosa de mis bajos y déjate de postres pijos». Te estás poniendo a mil.

−¿Qué haremos luego?

Necesitas saber lo que pretende, porque no se puede follar en todas partes. Hay unas normas cívicas que no permiten fornicar en público en horario infantil. Ni en ningún otro horario, de hecho.

−Había pensado que podríamos ir a patinar sobre hielo. ¿Qué te parece?

No puedes evitar quedarte con cara de circunstancia. ¿Tienes que ponerte a horcajadas encima de él para que entienda las señales?

−Si no quieres, no, ¿eh? Yo lo decía para seguir con el juego de Polaris.

Oh, es tan detallista… Desde que habéis empezado, todo tiene un sentido, un mensaje romántico…

Irene, corta el rollo cursi.

A ver, estás que no te aguantas del calentón ¿Qué patinaje, ni qué ocho cuartos? Ahora no estás para valorar las metáforas amorosas. El cuerpo quiere lo que te pide, no darse de hostias contra el suelo congelado de una pista de hielo.

−¿Alguna otra sugerencia?

Alzas una ceja y sonríes con intención. Por si no lo entiende, lo refuerzas rozando su pierna con la tuya por debajo de la mesa. Ahora lo te ha entendido. Busca al camarero con la mirada. Su impaciencia es directamente proporcional a la erección que está teniendo lugar bajo sus pantalones.

**

¿Para qué esperar a llegar al piso? Emile ha visto, de camino al lavabo, una escalinata franqueada por un cordón de terciopelo que prohíbe la entrada. Es tan fácil como apartarlo.

Así lo hacéis, y os reís como dos niños traviesos que se aventuran en un pasadizo secreto. Las copas de vino han tenido algo que ver en esta iniciativa inconsciente. Pero los dos coincidís en una cosa: queréis emoción.

Subís agachados para que nadie os vea, y Emile te susurra que te rías más flojito, mientras te lleva por el brazo escaleras (alfombradas) arriba.

−Hemos llegado al ala oeste del castillo −dices con solemnidad, inmediatamente después te tronchas de la risa.

Es otra sala de comedor, pero está vacía.

−Para la temporada alta −opina Emile.

−¿Seguimos? −dudas.

−Vamos.

Cruzáis la sala hasta llegar a una puerta que da acceso a un oscuro pasillo que os conduce hasta otra puerta, esta vez cerrada.

−Estará cerrada con llave –dices riéndote mientras volvéis a la sala vacía.

Pero Emile no te contesta. Ha empinado su virtud masculina y no espera a comprobar si se puede abrir o no. ¿Qué más da lo que haya al otro lado? Este suelo es mullido gracias a la moqueta. Ya sería demasiado perfecto que la puerta estuviera abierta y además hubiera una cama. Sería casi como que se alinearan los planetas por la atracción y la casualidad de… Bueno, ahora no vas a pensar en esas chorradas.

Te pegas a él con tanto ímpetu que parece que quieras fundirte con su cuerpo. Ahora sí que vas a saciar este apetito, y lo vas a saciar bien, sirviéndote de una muy buena ración, hasta hartarte. Hasta que tu cuerpo no se aguante. Y lo vas a hacer en el sitio donde han tenido la cara de matarte de hambre a un precio indecente. Te vas a reír tú de estos franchutes tacaños montándotelo encima de sus cabezas.

Normalmente te gusta tomarte tu tiempo, no un aquí te pillo y aquí te mato. Pero es que ahora estás tan en ese plan de tómame ya, que no tardáis ni tres segundos en quitaros todo lo que impide que vuestros cuerpos se unan.

Os revolcáis por el suelo tocándoos, con el fervor de los locos a los que se les priva del objeto que los obsesiona. Sus dedos, curtidos de haber apretado tanto los botones del mando de la consola, saben sacar el mayor partido de tu botón rosado y le haces notar que ahora le encuentras todo el sentido al juego. Lo besas mientras admiras la combinación que describe con los dedos, como si supiera exactamente cómo debe manipular tu cuerpo para llegar a la máxima puntuación. Sabes que es muy friki, pero no puedes evitar imaginarte una voz de videojuego diciendo «Great!» cada vez que tú sueltas un gritito de placer.

Muerdes sus labios, ansiosa por sentir su pene en tu interior, pero él sigue haciendo juegos de manos allí abajo, y te vienen a la mente las típicas instrucciones de cualquier aparato electrónico. «Supreme!», exclama la voz, que en realidad es la tuya. Estás montando un escándalo de ninfómana inflándose de una dosis extra.

Emile te hace callar riéndose, pero tú le arañas el hombro pidiéndole que siga. Dejas de estimular su miembro para introducirlo en la obertura, con tanto deseo que sobrepasa toda razón, como si realmente fuera otra la fuerza que te empuja a montarlo. Te pones encima y te contoneas disfrutando de su mirada de placer. La parte de arriba del restaurante se ha convertido en un escenario de un circo sexual digno de admiración.

En un arranque de pasión descontrolada y gemidos tan fuertes que han dejado hace rato la discreción atrás, Emile te sube a una de las mesas. Te colocas boca abajo para que él te la pueda meter por detrás y notas su miembro henchido y duro entrando con premura. La mesa resiste firme a vuestros embates. «Me están follando en el comedor de un restaurante de alto copete, sobre una mesa con mantel de hilo de la más alta costura».

El vaivén de la mesa augura un inminente orgasmo, pero entonces sale de ti para poder mudaros a una mesa más espaciosa, una de doce comensales. Os subís y tú vas escurriéndote por ella mientras él te persigue, gateando, entre risas de diversión viciosa. Su miembro te apunta, pidiendo que le des la oportunidad de sumar más puntos al marcador. Cuando estáis más o menos a la mitad, lo conduces a tu interior besándolo hasta hacerle enrojecer los labios. No sabéis dónde os habéis dejado la ropa o dónde están sus gafas. Ahora lo único que importa es continuar con este baile indecoroso, que vulnera todo código protocolario posible.

Como la escalinata es alfombrada, no escucháis los pasos acolchados del pinche subiendo las escaleras. No os podéis imaginar que, tras la puerta  cerrada, hay una gran despensa donde se guardan las reservas, y cuando se agota algo en cocina, el pinche de turno debe ir a buscarlo, porque no hay nada peor en un restaurante de ese nivel que decir que no queda algo de la carta. No podrían hacerle un feo como ese a un reputado crítico de cocina.

Cuando el pinche llega a la sala de arriba y os encuentra en plena faena, su reacción es semejante a la que tendría cualquiera que se viera ante un escenario tan insólito en un lugar parecido: se queda helado, con la boca abierta. Y tú lo ves perfectamente, porque no tienes miopía, pero estás a punto y no dejarás que nada te corte el orgasmo, ni siquiera un tercero. Emile, que se ha dado cuenta de que miras hacia otro lado, vuelve la cara en la misma dirección.

−¿Hay alguien? −te pregunta.

−No, no hay nadie –dices, y te corres delante de un chaval que ha visto una película porno materializarse delante de sus morros.

**

Lleváis un año de relación y tenéis todo el tiempo del mundo para disfrutar el uno del otro. Sus padres os han prestado la casa de la Provenza para pasar un fin de semana largo. Es el escenario perfecto para pasar unos días de ensueño. Os lo habéis montado en cada estancia de los doscientos cincuenta metros de terreno, y además lo habéis sabido combinar con excursiones por los alrededores.

Estáis muy enamorados, como siempre ocurre el primer año de relación.

Lo que no te esperas, Irene, es que esta noche, durante la cena en la mesa del jardín, a la luz de las velas y bajo las estrellas de una noche silenciosa, Emile te va a pedir matrimonio. Lleva todo el día pensando cómo decirte las palabras que una vez se aprendió para otra mujer, pero que necesariamente han mejorado, porque para él eres cien mil veces más importante.

FIN

Empezar de nuevo