TE DEJAS LLEVAR POR LOS DESEOS DE TU JEFE
−Y yo quiero que la pruebes.
Tu respuesta amplía su sonrisa hasta límites lascivos insospechados, y no tarda ni dos segundos en ponerse manos a la obra. Te quita los zapatos con delicadeza, lentamente, para que tu urgencia sexual se multiplique. Sus manos trepan por tus piernas como si fueran su lugar de origen y volvieran a él después de mucho tiempo. Te baja las medias, provocando un cosquilleo que acelera el pulso de tu vagina, con tanta notoriedad que te parece un instrumento más de la orquesta. La licra acaricia los dedos de tus pies y, cuando te vuelves a levantar un poco para que tus braguitas sigan ese mismo recorrido, sabes que su lengua no será suficiente para sofocar el incendio que es tu cuerpo.
Te dedica una última sonrisa lujuriosa antes de que su cabeza desaparezca debajo de tu falda. Abres más las piernas. Las abres todo lo que puedes mientras Judith canta. Su lengua abre tus labios y tiemblas. Explora tu interior ejecutando un baile nuevo, pero con la misma técnica animal que hace salivar tu vagina. Y Didier lame. Lame ese fluido producto del deseo más absoluto. Agarras su cabeza con toda la palma de tu mano para pegarla más, urgiéndole para lograr profundidad. La firmeza que su lengua adquiere es inaudita. Te hace abrir los ojos de golpe, olvidar dónde estás y dejar que tu garganta amplifique lo que sientes, sin censura.
Su lengua entra, sale, entra, sale, y tus gemidos son cada vez menos espaciados. Mientras se pierdan entre la música y las voces, no hay problema. Nadie puede darse cuenta.
Entra, sale, entra, y sujetas su cabeza con firmeza hacia adentro. No puedes más. Lo apartas y te dejas caer de la silla. No debe de quedar mucho para el final de la obra, pero tú ya estás a punto de caramelo. La alta barandilla del palco os cubre, así que te subes la falda por encima de las rodillas y le bajas todo de una sola vez para dejar al descubierto su miembro erecto y ocultarlo en el interior de tu boca. Didier aprueba tu iniciativa con un murmullo de placer y, cuando su polla está bien lubricada, contentas a tu hambrienta vagina poniéndote a horcajadas encima de él. Os coméis la boca al tiempo que vuestros genitales se acoplan rítmicamente.
Si esto no es follar con elegancia, que te digan qué lo es.
Vuestro orgasmo se acerca al momento culminante, casi coincidente con el de la ópera. Casi, porque vuestro grito de éxtasis sucede justo antes de comenzar los aplausos y alguien del palco contiguo se ha asomado para comprobar el origen de tanto alboroto.
Todavía no has tenido tiempo de descender de la cumbre de la montaña y, roja como el tomate más maduro, aguantas el bochorno.
−Hola. Muy buena ópera, ¿verdad? −dice tu jefe debajo de ti.
−Os denunciaré por escándalo público −amenaza con cara de indignación.
−No se preocupe, ya me bajo –dices, como si estuvieras bloqueando la puerta en un autobús.
−Se le ha caído un pendiente y lo estábamos buscando. Si no le importa… −tu jefe le hace un gesto al esnob para que se retire.
En cuanto le perdéis de vista, no podéis evitar reíros.
−¿Has dicho «Ya me bajo»?
−Pues anda que tú, con lo del pendiente.
−Ya no podrás ponerte falda en el trabajo −advierte mientras te pones las braguitas y las medias−. Cada vez que te vea con ella, tendré que levantártela para saludar a mi coñito.
−¿Tu coñito? Un poco de autocontrol, señor Goulard.
Más risas. Estás borracha de éxtasis, como en una especie de coma sexual. Lo peor es que, como todo lo que puede hacerte sentir así, esto es adictivo, y tú no vas a cambiar la naturaleza de este dios libre. Además, te toca volver a la realidad, y a tu piso…