INTENTAS ARREGLAR LAS COSAS CON EMILE

Cuando abres los ojos en la cama de tu dormitorio, te preguntas si lo de anoche fue real. Si tu jefe te llevó a la ópera en un cochazo conducido por un chófer, y si compró todas las entradas de vuestro palco para que pudierais estar solos. Entonces te acuerdas de su lengua francesa y sabes que, aunque parezca de película, pasó de verdad. Y tú te pensabas que esa clase de hombres solo existían en la ficción… Pero no, es real. Lo que hace a Didier de carne y hueso es que no tiene ningún reparo en decir lo que le apetece hacer en cada momento, y eso no se ve en las películas.

Didier no es un Richard Gere que mira encandilado a una emocionada Julia Roberts en la ópera. Didier es un Richard Gere que le dice a Julia Roberts si le parece bien levantarse la falda del vestido para que él pueda meterle la cabeza entre las piernas.

Y es que tiene muchísimo tiempo libre para pensar en qué hacer para no aburrirse. Esos subidones de adrenalina son los que le dan vidilla y, si por él fuera, montaría orgías en vez de estúpidas jornadas de team building con el departamento de Recursos Humanos. Argumentaría que también se trata de una actividad que requiere trabajar en equipo, olvidándose de la escala jerárquica y coordinándose muy bien para obtener los mejores resultados.

Miras la hora en el reloj digital de tu mesita de noche. Ya casi es hora de comer. Sales de la habitación y te encuentras con el sujeto número dos de tu dilema (todavía no resuelto), con su pijama de nubes jugando con la consola. Reconoces que eso no va a ser lo que incline la balanza a su favor. De acuerdo, trabaja en la industria de los videojuegos, pero le hace parecer más niño que hombre. Y eso es un hecho.

−Hola –saludas.

−Hola −contesta sin pausar el juego.

Esto te toca bastante las narices. Te recuerda a Sergi cuando había fútbol.

−¿Has comido ya?

−No −te contesta con monosílabos.

Muy bien, sigue enfadado. Tampoco tiene tantos motivos.

−¿Dónde están las chicas? −preguntas desde la entrada de la cocina.

−En casa de los padres de Deborah.

−¿Tienes hambre?

No contesta. Esto es el colmo. ¿De qué va? Vuelves de la cocina dejándote arrastrar por la cólera.

−Deja de jugar un momento, por favor. Quiero hablar contigo.

La imagen queda congelada y Emile se levanta, mirándote con resentimiento.

−No hay nada de qué hablar −te dice−. Ya me quedó muy claro ayer.

−¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué es lo que quedó tan claro? −contestas, dilatando las fosas nasales.

−Te van los malotes, pero tú misma. Ese tío es un depravado.

−No tienes ni puta idea de cómo es −dices, elevando la voz.

−Venga, si solo hay que verle la cara. Y la manera que tiene de hablar con las tías. Se estaba ligando a Rachida mientras estabas en la cocina, y eso que a ella ni siquiera le van los tíos. Ya me imagino cómo debe ser con el resto.

−A lo mejor eso es lo que quiero.

−Ese es el problema, que no sabes lo que quieres.

−¡Ah, y tú lo sabes! −gritas.

Emile se dirige hacia la terracita. ¿Se puede saber adónde va? Supones que no te está ignorando porque eso sería alimentar tu cabreo de forma deliberada.

−Ven. Quiero enseñarte algo.

¿Qué está diciendo? Estáis en medio de una discusión, no hay nada que enseñar. De todos modos, lo sigues y te colocas a su lado, delante de una mesa llena de bolsitas de lo que parece ser polvo de pintura. Miras a Emile con cara de pocos amigos.

−Ayer por la noche estuve hablando con Rachida aquí fuera. Me dijo que intentara dibujar lo que sentía –coge un poco de polvo verde.

¿No está siendo un poco melodramático? Solo habéis intimado un poco. ¿De qué cojones te está hablando? Estás realmente mosqueada, Irene. Ahora estas sensiblerías te resbalan tanto como las puñeteras lágrimas bajo la lluvia.

−Su técnica está muy bien: encola el lienzo y luego le añade estos polvos.

−Emile, no te desvíes del tema.

−Mira el lienzo, por favor.

Desvías la mirada en esa dirección y descubres que, para tu sorpresa, está en blanco.

−¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no sientes nada?

−No, todo lo contrario. No sé cómo dibujar el vacío.

Por un momento te has quedado sin palabras. Sintió un vacío. No sabes si es terriblemente romántico o definitivamente trágico. No tienes ni idea de qué sacar de todo esto. No podrías definirlo como un comportamiento pegajoso, porque no te agobia. Es verdad que te hace sentir importante, pero al mismo tiempo culpable, y eso no está bien, porque ni siquiera estáis juntos.

−Yo nunca te he prometido nada, Emile. Si sentiste un vacío, es porque te has creado demasiadas expectativas. Le has dado demasiada importancia a un par de besos y a algunos tocamientos, pero yo ahora mismo no busco una relación…

−Eso no es lo que has dado a entender −te interrumpe.

−¿Que no es lo he dado a entender? ¿No será que tú has interpretado lo que te ha dado la gana?

−No, Irene, eso se nota. Es una manera de hablar, de mirar, de reaccionar…No eres la típica alocada que se tira a cualquiera, ni de las que se deja engañar por un gilipollas como tu jefe.

−No me conoces de nada −dices, entre dientes, cogiendo un puñado de polvo azul.

−Esas cosas se ven.

¿Por qué sigue empeñado en saber mejor que tú lo que te conviene?

−¡Qué quieres de mí!

−Quiero que me digas lo que buscas de verdad. Quiero saber lo que estás pensando.

−Estoy pensando en estamparte esto en la cara −levantas el puño cargado de polvos azules.

−Hazlo.

−Lo voy a hacer.

−¿A qué esperas?

Descargas el contenido de tu mano y tiñes de azul toda su cara y parte de su pelo. Su aspecto es tan cómico que no puedes evitar echarte a reír, olvidándote del mosqueo.

−Pareces un pitufo.

Se pasa la mano por la cara. No hay asomo de sonrisa en sus labios, pero sí en su mirada.

−¿Te has quedado a gusto?

−Ha ayudado, sí.

−Me voy a lavar −dice, avanzando hacia la puerta.

Estás a punto de detenerlo para disculparte, pero no ves por qué deberías hacerlo. No es nadie para darte lecciones de vida y se lo tiene bien merecido. De pronto, cuando parece que va a meterse en el interior del piso, te das cuenta, demasiado tarde, de que todavía tiene los polvos verdes en la mano. Para cuando comprendes que te va a devolver el golpe, ya te los ha lanzado.

−Serás…

Te llenas las manos de fucsia y amarillo, y empieza la guerra. Los colores se mezclan con las carcajadas. Te coge por la cintura cuando estás a punto de cargar munición y te eleva como si fueras una pelota de baloncesto, para después llevarte cargada al hombro.

−¡Bájame! –golpeas su espalda gritando y riéndote al mismo tiempo.

Pero Emile no te hace caso. Te aleja de la zona de combate como si fueras un soldado herido, dejando huellas de colores por todas partes. Las puertas de tu habitación se abren y él te lanza sobre la cama, pero no va detrás. Su expresión multicolor espera a que reacciones. Tenéis la respiración acelerada: vuestros pechos se contraen tanto por la reciente batalla de pintura como por la excitación.

−Hasta llena de pintura eres preciosa.

Y te lo dice de verdad. No es un halago que pretende una recompensa en especies. Lo ves en sus ojos. Podrías decirle que no quieres nada y seguiría pensando lo mismo.

Miras sus bíceps, amarillos y fucsias, pero sigues sin estar segura de lo que quieres. Tienes ganas de besar sus labios azules, que su lengua acaricie la tuya con esa ternura que augura un buen inicio de relación. Sabes que en parte tiene razón: no eres como Sofía. Nunca has sido una devora-hombres, y los tipos como Didier te lo han hecho pasar mal toda la vida.

−Lo siento. Es que estoy hecha un lío –dices, enterrando la cara entre tus manos y negando con la cabeza.

−Irene −notas que se sienta a tu lado, porque el colchón cede y los muelles se quejan. Te acaricia el pelo−. Tengo todo el tiempo del mundo, ¿vale? Recuerda que, de momento, solo somos compañeros de piso.

Te ríes, aunque ahora tengas más ganas de llorar. Nunca has estado tan confundida en toda tu vida. Te apetecería mucho hacerlo ahora, con los dos cubiertos de pintura. Incluso te traerías más polvos para seguir jugando desnudos. Pero tienes que estar segura de dar este paso, porque a este chico le importas de verdad, y además vivís juntos.

−Siento no haber sido clara contigo.

−Tranquila, sé resignarme, lo llevo en los genes −contesta, besándote en la coronilla−. Yo también siento haberme puesto así. No tengo derecho a decirte con quién tienes que estar.

Cuando levantes la cabeza y lo mires, tendrás que haber tomado ya una decisión.

Apuestas por lo que te dice el corazón y eliges a Emile.

Te dejas llevar por la pasión y eliges a tu jefe.

le haces caso a tu orgullo y los envías a los dos a freír espárragos.