TE ENROLLAS CON EL TÍO DEL BAR
Cuando entráis en la habitación, le dices que se ponga cómodo, que te vas a dar una ducha. Él insiste en que no hace falta, pero tú no eres capaz de desnudarte y dejar que acerque su nariz de experto en olores a cualquier parte de tu cuerpo sin sentirte increíblemente incómoda, así que acabas por convencerlo diciendo «¿Quieres seguir trabajando de inspector o prefieres que te explote la nariz?». Su risa fugaz te da la respuesta y entras al cuarto de baño.
Sales de la ducha y comienza el mismo ritual de siempre, aunque esta vez lo haces todo bastante más rápido: te secas, te untas de crema del Mercadona (porque es tan buena como barata), te secas el pelo con la toalla, te pasas una base de maquillaje para tapar los puntos negros y aprovechas para ponerte rímel (porque siempre te hace los ojos más grandes y bonitos). Solo entonces estás satisfecha contigo misma y sales a la habitación.
Lo que ves ahí de pie entre las sombras despierta un deseo tan visceral y nuevo que no creías ni que existiera. Pensabas que esa atracción era cosa de las películas. Te parece que la cara que se te ha quedado corresponde más a la de una actriz porno. Ese mastodonte te pone tanto que podrías dejarle montarte al más estilo animal, como si él fuera un cowboy de rodeo y tú una bestia que acaba de descubrir su sexualidad más salvaje. Ese calambre tan delicioso te escala por la espalda y permites que tu sexo hable libremente. Un diálogo silencioso parecido al de un pez con mucha hambre.
Como si Simon estuviera cogiendo carrerilla, baja su poblado mentón ofreciéndote una mirada fiera, y tú te lanzas al embiste como una kamikaze. Estás tan dispuesta que su sable (de forma y tamaño esperados) entra antes de que sus labios toquen los tuyos. En tu cabeza ya lo has apodado Guardabosques, porque es más sexy que pensar en él oliendo axilas, y porque te maneja como si no pesaras más que una ramita. Te haces una horquilla agarrada a su espalda mientras él te sube y baja del pedestal viril con la soltura de un gimnasta. Jamás habías pensado que hacerlo sin asidero fuera siquiera posible. Con Sergi no había otro lugar que la cama, pero este hombre tiene tanta fuerza en los brazos que es capaz de ponerte mirando boca abajo y hacer un puñetero sesenta y nueve sin sudar ni una gota.
De su boca salen unos gruñidos de excitación similares a los de un búfalo. Los tuyos son como los de una mujer poseída por un ente llamado Lujuria. Tu pelo húmedo se pega a su piel mientras le besas el cuello, los hombros, y él te muerde suavemente una de las orejas. Se acaban de expandir tus horizontes en el terreno sexual y lo celebras con chillidos victoriosos, acompañados de coros de ventosa, resultado de la unión de vuestros sexos. Ese sonido te está transportando al mismísimo séptimo cielo, pero no acaba ahí.
Simon se da cuenta de que estás a punto de caramelo antes de que tú misma se lo hicieras saber, y ahora te ha dejado dentro de él para dedicarse a chupetearte los pechos. Aun así, y aunque no se mueva en tu interior, notas su miembro grueso. El juego de su lengua en tus pezones podría ser el único detonante de tu dulce e inminente efluvio. En todo este rato no habláis, porque follar, se folla en todos los idiomas. Ni siquiera está claro que este hombre se acuerde de cómo te llamas. Su mirada te penetra tanto como lo está haciendo su miembro. «Soy tu guardabosques, nena», parece que esté diciendo.
Coge una silla. Debe de estar exhausto, el pobre. Ya no sabes si tu pelo está húmedo por el agua de la ducha o por el sudor que has emanado después. Se sienta y te dice «Déjame ver cómo anda el follaje». Y te sienta encima, pero de espaldas a él. Te besa el cuello como un vampiro que está dispuesto a chuparte hasta la última gota de sangre mientras sus dedos robustos rebuscan por entre ese follaje torpemente podado. Te mueves encima de él como una posesa, apoyando los pies en los suyos para impulsarte de arriba abajo, sin tener en cuenta que son tan antiestéticos como los de un hobbit.
Cuando sus dedos encuentran la pepita y la frotan enérgicamente, el grito que pegas es tal que podrías despertar a toda la planta del hotel. Lujuria está a punto de hacer erupción. Sigue frotando. Tú continúas moviéndote y, en un grito culminante e igualmente potente, te corres.
Él sigue con sus gruñidos de animal. Aparta los dedos de tu sexo y te empuja un poco hacia delante. Se levanta y, sin salir de ti, te lleva hasta la cama, para seguir empujando con ímpetu una vez que estás a cuatro patas.
Poco después descarga, con el mismo gruñido que no ha variado durante todo el folleteo, igual de monótono que su voz.
Os quedáis en la cama desnudos intentando recuperar el aliento. Notas su caricia en tu barriga y de pronto esa muestra de afecto te resulta un poco molesta. No quieres que Simon se quede más de lo necesario en la habitación, y ya está siendo más de lo necesario. Te sorprendes a ti misma pensando así. Tienes los mismos sentimientos que una mantis religiosa que le arranca la cabeza al macho después de haber obtenido lo que le interesaba. No sabes qué ha sido exactamente, porque el sexo ha estado muy bien. El modo en que te lo ha hecho te ha gustado, pero no dirías que esos gruñidos y su manera de ser, bastante rarita, vayan mucho contigo. Mientras estás pensando en cómo deshacerte de él sin que suene muy violento, sucede algo terrible. Simon, con esa voz monocorde y desprovista de todo el color que el acento francés podría darle, dice:
−¿Y por qué no te vienes a mi piso?
Tu cara es un poema.
−¿Cómo? −no te atreves ni a mirarle. «Vete, vete, por favor».
Simon se apoya en un codo. Esa tonalidad cálida se convierte en algo tremendamente obsesivo que incluso te asusta.
−Tengo una habitación libre. Puede ser raro después de lo que ha pasado entre nosotros, pero es una de esas situaciones…
−¿Qué situaciones? –lo interrumpes separándote unos centímetros de su calor corporal. Ni siquiera te gusta el olor que emana su piel.
−Ya sabes, esas casualidades en las que te encuentras con alguien que busca habitación y tú justamente tienes una libre.
−Prefiero quedarme con el piso de las lesbianas.
−Solo era una idea −contesta, encogiéndose de hombros.
−Una mala −resoplas.
De repente, un silencio.
−¿Te vas a quedar? −preguntas con cautela. Él enseguida comprende.
−Irene, me gustas mucho. He notado una conexión entre nosotros. Me gustaría que siguiéramos quedando.
−Bueno, ya veremos. ¿Pero te vas a quedar?