EMPIEZAS TU PRIMERA SEMANA DE TRABAJO

Ya han pasado cuatro días desde que fuiste con tu compañero de piso Emile a hacer la copia de las llaves. Te ayudó a subir las maletas y entonces apreciaste el contorno de sus bíceps bajo las mangas de una camiseta azul eléctrico con un dibujo rojo de algún superhéroe.

Inciso: Irene, desde que lo dejaste con Sergi pareces un animal en celo.

Le diste las gracias y, a la mínima oportunidad, se metió en su cuarto. Parecía un avestruz escondiendo la cabeza bajo tierra por lo violento de la situación: estar solo en un piso con una desconocida. Cuando te quedaste satisfecha con el orden de tu dormitorio, te fuiste a trabajar con los nervios a flor de piel. Apareciste en el departamento de Recursos Humanos como si te hubieras equivocado de planta, porque no podías creerte que allí te estuviera esperando un contrato de trabajo. Además, te fue mejor de lo que esperabas, porque te ofrecen trescientos euros más que en tu trabajo anterior y, aunque sea temporal, cuentas con los tres meses de sueldo del periodo de prueba.

Llegaste al despacho caminando tímidamente. Anabelle te recibió con una sonrisa forzada. Te había dejado sobre la mesa una gruesa guía que, según dijo, se iba a convertir en tu Biblia, y te sugirió que la leyeras en los próximos días, explorando al mismo tiempo las carpetas del ordenador, porque ella estaba muy ocupada organizando reuniones importantes. Fue un recibimiento frío, pero no le diste demasiada importancia. A lo mejor era cierto que estaba muy ocupada. Sin embargo, no se te escaparon sus miradas de ¿se está enterando de algo? Estabas casi segura de que Anabelle no había sido la responsable de tu contratación y de que quizás era una mala puta.

En los días pasados has demostrado lo que eres capaz de hacer sin dejar de leer la guía: has filtrado las llamadas sin casi tener que preguntar, has aprendido de qué modo se redactan los informes para las reuniones de tu jefe, y te ha dado tiempo a estudiar la configuración de las tiendas. El jueves por la mañana, Anabelle tuvo que reconocer que parecía que llevabas más tiempo trabajando allí y que, prácticamente sin ayuda («Sin ninguna ayuda, zorra»), te las habías arreglado muy bien y estaba gratamente sorprendida.

Al parecer, has pasado alguna especie de prueba interna entre secretarias que, sin previo aviso, Anabelle se había propuesto hacerte y, al superarla, su actitud ha dado un giro de 180 grados. Ayer por la tarde te llevó a tu primera reunión de trabajo con el señor Goulard y le expresó lo encantada que estaba con tu capacidad de adaptación. La verdad es que la sonrisa irresistible de Didier bien valió todo tu esfuerzo. Al final de la reunión, tu jefe acarició tu nombre con su seductor francés y te pidió que le hicieras un informe sobre las ventas del último trimestre para incluirlo en su presentación. No tenías ni idea de de dónde sacar los datos, pero aceptaste para volver a ver sus deliciosos labios extenderse. Ahora estás trabajando en ello, con la ayuda de tu, repentinamente, solícita compañera de trabajo.

−¿Te apetece un café? −pregunta la nueva Anabelle asomando tras la pantalla del ordenador. Con ese peinado de los años setenta se parece a la actriz de la serie Matrimonio con hijos, aunque en lugar de llevar los estampados de entonces, luce una vestimenta como la de Angela Merkel.

−No me vendrá mal estirar las piernas −respondes. De todos modos, es viernes y no tienes que entregar el informe hasta el martes por la mañana.

Cuando salís del despacho, os cruzáis con el señor Goulard, que os saluda con la cabeza. Jurarías que te ha mirado de un modo distinto que a su mano derecha. No puedes evitar la expresión atontada que Anabelle detecta al segundo.

−Mejor no vayas por ese camino −sus palabras detienen vuestro avance a mitad del pasillo. Anabelle mira a un lado y a otro−. Al señor Goulard le gustan mucho las mujeres, es un galán, pero no te olvides de que es tu jefe –añade con voz queda.

¡Eso quiere decir que le gustas! Pero, un momento, Irene. Un lío con tu jefe podría arruinar tu idílica estancia en Montpellier. Imagina que por una estupidez como esa te quedas sin trabajo y tu única salida es volver a Barcelona con el rabo entre las piernas. Aunque, por otra parte, te pone muy cachonda pensar en la posibilidad de tirártelo en su despacho. Si lo piensas fríamente, el hecho de que te lo propusiera, sería un abuso de poder inaceptable.

−Lo tendré en cuenta −dices, más para ti que para ella.

Seguís vuestra ruta hacia la sala de los cafés. Durante el resto del camino, Anabelle te cuenta que el día anterior su hija, que ya está en la edad del pavo, se pasó toda la cena con el móvil en la mano, y que cuando le gritó que lo dejara de una vez, ella le contestó que no se pusiera histérica, que estaba leyendo las nuevas medidas que proponía Françoise Hollande. Ella, alucinada, esperó a que su marido o su hijo le dieran una segunda opinión, pero estaban comentando un partido de fútbol, de modo que se quedó sola ante lo que era el mayor acontecimiento en la madurez política de su hija, o en su gran capacidad para escurrir el bulto.

−Lo más probable es que te estuviera tomando el pelo −contestas.

Hace menos que fuiste adolescente, y es poco plausible que a esa edad te preocupen más las propuestas de un líder bajito con gafas, que las propuestas del sexo opuesto de tu clase. Así se lo dices, y por lo visto tu respuesta ha abierto la compuerta de Irene entiende a los adolescentes. Podrías haber contestado «A saber» y así la conversación en la sala de los cafés habría versado sobre otros temas. Puede que a partir de ahora, cada vez que Anabelle te hable, sea solo sobre sus hijos, esperando saber qué opinas tú.

Te está hablando de las diferencias entre generaciones, de que cuando ella tenía más o menos la edad de su hija solo pensaba en quedar con sus amigas para jugar y comer chocolate. No le dices que a esa misma edad solo pensabas en quedar con chicos y fumar chocolate. La escuchas y asientes, mientras tu estómago empieza a reaccionar ante la ingesta del nefasto café de máquina. Los del departamento de Atención al Cliente entran en la sala y Maxime, el empleado del mes, te echa la miradita que tiene reservada para ti desde el martes por la mañana cuando os presentaron. No sabes lo que sucede en terreno francés (porque tú te recoges el pelo igual que siempre y ni siquiera has tenido tiempo para ir de compras y renovar tu vestuario) pero los hombres se fijan más en ti. Es verdad que ahora te maquillas un poco más pero, salvo eso, eres la Irene de Barcelona. Es posible que sea por la novedad, aunque Maxime, al contrario que tu jefe, no tiene pinta de tener en cuenta esas estupideces.

Famoso por ser el empleado con más habilidad para calmar a los clientes nerviosos, Maxime se acerca con andares relajados. Lleva el pelo echado hacia atrás y la barba larga bien arreglada. Echa una moneda en la máquina y, con el aro del piercing brillando en su nariz, se dirige a vosotras con su alegre voz de subalterno modélico.

−¿Qué tal la primera semana? Veo que sobrevives −sus rosados labios tras el bigote castaño se extienden en una sonrisa.

−Sí −respondes y miras a Anabelle−. Tengo una buena profesora.

Pelota…

−¡Uy, qué va! Se las sabe apañar muy bien sola−contesta ella.

«Y que lo digas», piensas.

Hay cuatro mesas blancas repartidas por la sala, pero ayer Anabelle y tú os tomasteis el café de pie y volvisteis enseguida al despacho. Opina que, si os sentarais, el asunto se eternizaría y vuestro jefe podría necesitar algo. Así que ahí estás, plantada junto a la máquina del café, admirando la belleza hippy de un compañero de trabajo.

El resto del equipo de Atención al Cliente ha salido a la pequeña terraza a fumar. Maxime no les sigue, aunque también fuma. Las típicas preguntas de presentación ya fueron contestadas: ¿De dónde eres? ¿Por qué decidiste venir a trabajar a Montpellier? ¿Tan mal están las cosas en España? Tu francés es muy bueno, ¿tienes familia aquí? El día que hablasteis de todo eso Anabelle no iba contigo, y te preguntas si su alusión a NO sentarse en la mesa para tomar el café hace referencia al día anterior, cuando le dijiste que ibas un momento a la máquina y volviste media hora más tarde por hablar con Maxime. No estás segura, pero crees que, por ley, cuentas con veinte minutos de descanso para el desayuno. Te quedaste diez más, tampoco es ninguna locura. Pero parece que Anabelle solo se permite diez minutos, no entiendes el motivo, y no estaría bien hablar sobre los derechos de un trabajador tan pronto, ¿no? Pensarán que eres una sindicalista.

−Bueno, yo vuelvo ya −anuncia ella.

−Enseguida voy −contestas mostrándole lo que te queda de café, aunque lo más probable es que no te lo bebas, porque ahora mismo tienes unos retortijones que ni te aguantas. Has conseguido frenar tres inmensas fugas de gases, pero no sabes cuánto tiempo te queda hasta la implosión definitiva. Es una cuenta atrás.

−¿Cómo va con Anabelle? −pregunta Maxime una vez ella ha salido por la puerta. No se ha creído eso de la buena profesora.

Señalas la mesa porque necesitas cruzar las piernas para asegurar la pastilla de freno.

−Bien. Es un poco exigente.

−Ya me lo han dicho, aunque ella no es el problema de ese despacho −te dice en tono confidente.

Ya sabes hacia dónde va con eso. ¿Es que es la comidilla de toda la oficina?

−¿Ah, no?

Niega con la cabeza.

−Ya han pasado unas cuantas chicas por ahí. Todas treintañeras bastante monas.

−Gracias −os sonreís. Te viene a la mente lo agradable que sería que tanto pelo rozara tus ingles−. ¿Tan poco duran?

−Todas han caído en las redes del gran seductor y después no se han quedado mucho más.

−¿Anabelle también?

−¡Qué va! Te he dicho treintañeras y monas.

−Qué malo eres.

−¡Es la verdad!

−¿Y cómo sabes que cayeron? ¿Anabelle se chivó?

−No, ella es una tumba. Nada sale de ese despacho por su boca, pero al final las cosas se saben.

−Ya. Tampoco veo qué problema hay en que la relación sea estrictamente profesional después de una noche loca.

−Por lo que tengo entendido, no es que las tratara muy bien. Una de ellas contaba que, después de enrollarse, parecía que a él incluso le molestara su sola presencia.

−Menudo capullo.

Se bebe el café y tú frenas otra salida de gas cruzando con más fuerza las piernas.

−Y que lo digas.

−¿Entonces tu misión es alertar a toda mujer inconsciente?

Modo tonteo activado. Urgencia para ir al cuarto de baño pospuesta hasta, como máximo, él conteste a tu pregunta.

−Algo así. Me gustaría conocerte mejor.

Joder. Cortar ahora es un atentado contra la regla número uno del tonteo: sigue hasta que te meta la lengua hasta la garganta, aunque no lo conseguirás si le obsequias con perfume pestilente.

−A mí también −lo dices muy rápido, levantándote al mismo tiempo, cosa que le ha dejado un poco desconcertado.

Te excusas saliendo por la puerta y él se despide de ti con desánimo. Muy bien, ahora un tío que te interesa piensa que pasas de él. Encerrada en el váter, te prometes a ti misma que nunca más volverás a beber ese café laxante.

**

A quienquiera que se le ocurriera instalar un chat en la empresa, hay que reconocerle su genio para controlar, instantáneamente, quién está en su puesto de trabajo. Aunque también se le tendría que atribuir la cantidad de horas que pasa un trabajador medio hablando de todo lo no relacionado con el trabajo con el resto de compañeros. Si a eso le añades los mensajes que llegan de gente del entorno personal, las horas de trabajo podrían reducirse a la escalofriante cifra de cuatro. Y en algunos casos incluso menos. Inhabilitar el acceso a Facebook te parece un mal menor, porque a la mayoría de los amigos que tienes ni siquiera los conoces de verdad. Lo que hagan o dejen de hacer no te importa. En cambio, sí que te interesa estar al tanto de las novedades de tu empresa, porque te afectan directamente, y de las cosas que pasan en tu piso, como la cena que propone Rachida para esta noche: raclette.

¡Te encanta! Les escribes. Amas el queso y el ritual de calentarlo en la mini-sartén mientras preparas tu montañita de embutido encima de una patata hervida para luego recubrirla. Te recuerda a cuando jugabas a las cocinitas de niña.

Quizás sea de la emoción, pero después de haber abierto la ventana del chat en numerosas ocasiones, más de las que te gustaría reconocer, te lanzas a hacer doble clic sobre el nombre de Maxime.



IRENE: Siento haberte dejado a medias antes. Como decía, a mí también me gustaría conocerte mejor.

MAXIME: Cuando quieras.


Estás pensando en qué vas a contestar a continuación, si quieres ser muy directa o si lo mejor sería tontear un poco más. Al fin y al cabo, esta es la parte que más te gusta. Ahora tiro y ahora aflojo. Ahora me gustas y ahora te hago dudar. ¿Dónde está la bolita? Volverles locos es divertido.

−¿Hasta qué hora te dejaban salir tus padres los viernes? −te interrumpe Anabelle. Comprobado: eres su cómplice en la ardua tarea de educar a una adolescente.

−No me acuerdo mucho, pero creo que hasta las once.

−Quiere ir a una cena de cumpleaños, seguro que no estará de vuelta a las once −comenta indecisa.

−En mi caso dependía también de cómo me había portado, de las notas… Supongo que me daban más margen como premio.

−Sandrine saca buenas notas, pero es bastante contestona.

−No sé qué decirte.

Suspira y se guarda el móvil en el bolso haciéndote saber que se lo pensará de camino a casa, pero a ti lo que te importa no es si Sandrine irá o no a la cena de cumpleaños, sino si Irene pasará la noche o no en la cama de Maxime.

Cuando Anabelle te pregunta por el informe, le dices que estás dándole un último repaso antes de que termine la jornada. Te contesta que estés tranquila, que los datos se han sacado del software y no pueden estar mal. Además, el lunes le echará un vistazo para darte el visto bueno antes de entregarlo. Te desea que pases un muy buen fin de semana y sale del despacho. Cuando vuelves la vista a la pantalla (¡mierda!) Maxime está offline.

Pensabas comparar tu presentación con la que se hizo tres meses atrás, pero estás cansada. Ya tendrás tiempo de hacerlo el lunes. Estás a punto de apagar el ordenador cuando se abre una nueva ventanita de chat. Didier G. Notas un cosquilleo en la barriga al leer «¿Tienes un momento?».



IRENE: Estaba a punto de marcharme.

DIDIER G.: Antes me gustaría hacer un repaso de la semana. Te aviso cuando esté disponible.


¡¿Cómo?! ¿No va a ser ahora mismo? Pues ya puedes ir olvidándote de la raclette. Esperas que no se acostumbre a que te quedes después de cumplir tu horario laboral, pero acabas de empezar, no puedes quejarte de eso ahora.



IRENE: Ok.


No piensas abrir de nuevo el informe. Prefieres sacar el móvil y escribir mensajes a tus padres y hermana para ponerles al día. Y también a Sofía, a la que le cuentas lo de Maxime describiéndole como un hippy-barbudo potente. Cuando ves el nombre de Sergi en la lista de contactos, notas una cierta presión en el pecho. Echas de menos hablar con él. Aunque vuestras conversaciones fueran rutinarias, tenían algo de especial que te hacía sentir mucho mejor contigo misma. Se lo contabas todo, hasta el más mínimo detalle, y dejar de hacerlo está siendo duro. Sabía aconsejarte como nadie porque te conocía a la perfección, salvo en el terreno sexual… En eso siempre fuisteis dos extraños y toda conversación fue inútil. Como aquella vez en la que le dijiste:

−Necesito algo más de vidilla, Sergi.

−No seas exagerada, anda. Lo dices como si no lo hiciéramos nunca.

−Eso no es hacerlo. Es como… si tuviéramos artrosis.

−De verdad que no te entiendo cuando te entran esas neuras. Tampoco somos gimnastas. Lo hacemos… normal.

−Pero es que yo necesito, no sé, un poco más de erotismo. Que un día llegues a casa y que, sin que yo me lo espere, te tires encima de mí, o algo así.

−Sí, claro, para que me digas que qué estoy haciendo, que estás muy cansada y bla, bla, bla.

−No lo sabrás hasta que no lo pruebes.

−Vale, venga. Vamos a hacerlo ahora mismo.

−Bueno, en realidad… tampoco es que sea el mejor momento. He tenido un día de reuniones en el trabajo que te mueres.

Ha pasado una hora desde que hablaste con Didier. ¡Una hora! ¿Y espera que te quedes ahí hasta que a él le parezca? Ya debe de haberse ido todo el mundo. Es viernes, por el amor de Dios. O a lo mejor es una especie de prueba retorcida… Sí, no te extrañaría que fuera eso. Menudo par de cabritos, él y Anabelle, conchabados para que demuestres lo que eres capaz de hacer. ¡Pues ya está bien de esperar!

Coges el plumón, te cuelgas el bolso, te diriges a su despacho y llamas a la puerta. Tus manos tiemblan de los nervios porque, aunque piensas que se puede haber olvidado de ti, tienes miedo de interrumpirle. Pero sería bastante ridículo permanecer sentada delante de tu mesa esperando hasta las tantas.

−Adelante −dice él.

Abres. Hay tantas posibilidades de que se le haya pasado como de que estuviera comprobando hasta qué hora estabas dispuesta a quedarte.

−¡Ah, Irene! Siento muchísimo haberte hecho esperar. Estaba hablando por teléfono con un inversor importante y acabo de colgar. Siéntate, por favor.

Lo haces. La tensión se marca en los músculos de tu cara. No consigues relajarte en su presencia. Él se echa hacia delante, clavándote la mirada como hizo en la entrevista cuando mencionaste la visión de negocio. Pero la visión que tienes ahora es otra: el cuarto botón de su camisa está desabrochado y se intuye un precioso vello moreno que te gustaría acariciar. Tienes tan poca dignidad que el influjo hipnótico de su mirada ha dado lugar a una posible pérdida parcial o absoluta de autocontrol.

Entrelaza las manos y arruga la frente, haciéndose el interesante.

−Para explicar el funcionamiento de esta empresa siempre me gusta comparar nuestra filosofía con uno de los principios confucianos más importante. ¿Sabes quién era Confucio?

Él será un sabiondillo, pero la suerte ha querido que sepas de qué está hablando. La carrera de Historia te dio algo de cultura general que te ha hecho ganar prácticamente todas las partidas de Trivial. A Sofía, en cambio, solo le sirve para follarse a los culturetas en las fiestas editoriales que organiza. A veces dos en la misma noche. Ahora también quizás puedas darle el mismo uso que ella.

−Un filósofo que influyó en el mandato del rey que construyó la muralla china. No me acuerdo de su nombre, pero se basó en la doctrina confuciana para abolir el sistema feudal. Creo.

Acabas de dejarle sin habla, no esperaba que supieras la respuesta. Hace una pausa, imaginas que suprimiendo mentalmente toda la explicación de sabiondo que tenía preparada. Te permites adoptar una postura más relajada.

−Correcto. Confucio decía que la posición de una persona debía alcanzarse únicamente por sus méritos, y no por su nacimiento.

No, no ha suprimido toda la explicación.

−Podrías pensar que estoy aquí porque vengo de una familia adinerada y mi padre era el dueño de la empresa, pero te equivocarías, porque él siempre tuvo muy claro que debía ganarme mi puesto. El rey chino sí que hacía excepciones con los miembros de su familia, pero mi padre ni eso. Si hubiera encontrado a alguien más capacitado, no estaría ocupando esta silla. Y yo mantengo esa filosofía. No me importa de dónde vengas, sino que me demuestres con tu trabajo que te mereces el puesto que ocupas, e incluso uno superior.

−Entendido −asientes para dar fe de que realmente lo has entendido.

−En esta empresa no es difícil ascender si demuestras lo que vales −sus labios y su lengua son una fuente de seducción−. Me consta que has hecho un excelente trabajo durante esta semana.

La lección ha terminado. Ahora te desnuda con la mirada y, en el fondo, quieres que lo haga. Ese chaleco te pone a cien: te lo imaginas solo con esa prenda puesta y tu piel empieza a calentarse. Piensas en ponerte a horcajadas sobre la silla y se te dispara la libido.

−Se intenta −logras articular.

−Sé detectar voluntad cuando la veo, y creo que no me he equivocado contigo.

Está hablando con doble sentido, y lo sabes. Lo está haciendo a propósito. Le divierte confundirte porque está esperando tu réplica con una sonrisa pícara. ¿Es posible que un directivo contrate a una secretaria con el único propósito de beneficiársela? Si fuera así, este hombre debería tener una montaña de demandas. Desvías la mirada al montón de papeles que hay en una esquina. ¿Serán demandas?

−Estoy segura de que te quedarás satisfecho con mi trabajo.

Parece que le estés siguiendo el juego. ¿Acaso estás protagonizando una peli porno casera? A lo mejor ha instalado cámaras en su despacho.

−Eso espero. El informe estará listo para el martes, ¿verdad? −por su tono dirías que el informe es lo de menos.

−Sí.

−Bien.

Hace una pausa que provoca un aumento en la velocidad de tus latidos. ¿A qué espera? Lo que está sucediendo entre tus ingles es directamente proporcional al modo en que su expresión cambia de informe para el martes a quiero follarte. Lo que ocurre ahora mismo en tu vagina no podría escucharse más claro en un tablao flamenco.

−Estoy impaciente −desvía la mirada a tu escote− por leer ese informe.

Está muy claro: si quieres, te lo follas. Pero si le haces caso a la voz de tu conciencia, sería más conveniente intentarlo con Maxime. Si lo piensas bien, y aunque te mueras de ganas, este tío tiene pinta de tener un problema serio de adicción sexual. No te parece muy normal que se te insinúe así con el cargo que ocupa. Deberías mandarlo a la mierda y, en consecuencia, a su empresa, en defensa de la dignidad de la mujer.

No tienes mucho tiempo para decidir. Didier espera.

Te tiras a tu jefe

Pruebas con Maxime

Dejas el trabajo