TE TIRAS A TU JEFE

Lo único que te impide montártelo con tu jefe ahora mismo es tu inseguridad. Es en estos casos en los que te gustaría ser más como Sofía y menos como tú misma. Las señales son bastante evidentes, ¿pero qué pasa si has malinterpretado todo lo que ha dicho? Quizás esa es su manera de hablar. Es cierto que es un mujeriego, que lo más probable es que se haya tirado a las chicas que anteriormente ocupaban tu puesto, y que su mirada lo dice todo, aunque también es verdad que no ha hablado claro, que no ha dicho nada que te haga suponer que quiere echar un polvo. ¿Qué pasa si te desabrochas los botones de la camisa y te pregunta sorprendido qué estás haciendo? Eso no significa que no sepas empujarlo hasta que tome la iniciativa, porque el arte del tonteo lo tienes muy interiorizado.

−¿Cuáles son tus expectativas? –dices, acercando tu cara al borde de la mesa al tiempo que rozas sus piernas con las tuyas. El deseo arde por todo tu cuerpo como si estuvieras al borde de una hoguera.

−Intuyo que los resultados serán buenos, Irene −contesta, follándose tu nombre.

Hasta ahora solo lo había acariciado, pero acaba de penetrar cada letra. Quieres besar sus labios, quieres sentir su lengua recorriendo todo tu cuerpo. Él echa hacia atrás su silla de oficina. Sus piernas y su calor se te escapan, pero no la lujuria que se esconde en el silencio, adentrándose en cada uno de los poros de tu piel, encendiendo los puntos estratégicos de tu cuerpo. Tu jefe es capaz de tocarte sin llegar a hacerlo. Con el solo hecho de mirarte del modo en que lo hace, una mano invisible empieza a encargarse de los preliminares. Te muerdes el labio inferior.

−No me ha llamado ningún inversor −confiesa, desabrochándose los botones de su camisa azul. El vello moreno, ni muy abundante ni muy escaso, queda al descubierto. No quieres que siga hablando, cualquier añadido estaría de más.

−Lo sé −musitas−. Lo que querías es que se fuera todo el mundo de la oficina.

Se levanta, rodea la mesa y se detiene detrás de ti. No sabes si levantarte o quedarte como estás. Algo te dice que le gusta controlar la situación. Te encoges de placer cuando notas su aliento en tu nuca, y te estremeces cuando su lengua te toca el cartílago. Tiene las manos aferradas a los brazos de la silla.

−No te muevas −más que decirlo, te lo ordena. Todavía no te ha tocado y ya estás más caliente que el metal fundido.

El sonido de las persianas venecianas y del pestillo girando hacen que tiembles de deseo. Es una llamada a lo prohibido. No puedes esperar a que te quite los pantalones, de modo que te encargas tú de adelantarle el trabajo. Estás tan cachonda que quieres reducir las capas de tela que te separan de su inminente contacto.

Ahora, tu oído es el único testigo de lo que está ocurriendo a tu espalda. Es excitante. No quieres estropearlo haciendo partícipes a tus ojos. Ya tendrán tiempo de ver. La respiración se lanza a la carrera mientras los segundos de espera se dilatan. Y de nuevo, su lengua en tu oreja. Te la chupa, dejándote un gemido ronco en el oído que recorre tu cuerpo. Salvo por los espasmos, lo que estás experimentando es lo mismo que un orgasmo. Te preguntas qué sentirás después. Tú pensabas que la tierra era plana hasta este momento, y resulta que no es plana. No podría ser menos plana.

−He querido hacer esto −desabrocha tu camisa, besando la piel de tu cuello centímetro a centímetro, a beso por botón −desde que entraste por la puerta, patinando.

Te ríes por la matización. El sujetador ha desaparecido en un hábil movimiento, como en un truco de magia. Su tacto es suave. Son las cuidadas manos de alguien que trabaja con un teclado.

−Estaba loco por averiguar a qué sabe tu cuerpo −agarra tu pecho con firmeza y continúa susurrándote al oído, con la lengua desbocada.

−¿Y?

−Todavía no he probado lo más importante.

Reís al unísono. Irene, ¿conocías al señor Goulard de antes? Olvídalo, estás tan agilipollada que contestarías cualquier cursilería estilo una vez, en un sueño.

−¿A qué sabe lo que has probado hasta ahora?

−A almendras dulces.

Te pellizca el pezón. Te contraes de placer y guías su otra mano hasta la goma liviana de tus braguitas de lencería fina. Le abres paso. Sus dedos calientes se meten en tu interior. Jadeas. Tus labios han sabido ser pacientes. Cuando se encuentran con los suyos, se cobran su tan ansiado precio con ferocidad. Él sigue detrás de ti, así que has tenido que volver el cuello para besarle. No es la postura más cómoda, pero tal y como se desenvuelve él, te parece igual de cómodo que estar boca arriba en la cama. Él consigue que todo encaje. Ya podríais estar encima del armario archivador, que sabría cómo colocarte para hacerlo posible. Dejas que siga mandando en vuestro sensual baile y, de pronto, le da la vuelta a la silla con tanta facilidad que parece que tenga ruedas, lo que demuestra que lo ha hecho muchas veces.

Ahí lo tienes: su miembro hinchado y erecto te saluda con un sutil movimiento de cabeza. Con una sonrisa, te invita a que lo beses y, aferrando sus glúteos con ambas manos, acercas tu boca al prepucio, que despide olor a sexo. Besas la cabeza roja de tu superior, mientras sus manos se posan a ambos lados de tu cara. La manera en que la aferra hace que tus ansias por meterla en tu interior crezcan y crezcan. Es oficial, nunca habías tenido tantas ganas de ser penetrada. Das buena cuenta de todo lo que te enseñaron los Chupa Chups durante tu adolescencia y él te puntúa con un Excelente. Tanto es así, que te pide que te detengas en mitad de un intenso jadeo. Vuestras miradas vuelven a cruzarse y eso activa un muelle que hace que saltes a sus brazos, besándole como si no existiera un mañana.

−Eres increíble −te dice entre morreo y morreo.

−Tú sí que eres increíble −susurras subiéndote a la mesa de su despacho. Las supuestas demandas se pegan a tu culo−. Este ha sido el mejor repaso de la semana que he hecho con un jefe.

Le has arrancado una carcajada desde lo más profundo de su caja torácica. Acaricias el vello moreno de su cuerpo, que aunque se nota que está trabajado, no es el del David de Miguel Ángel. Porque Irene, esto es la realidad, y no una historia de ficción erótica en la que algunos ingenuos esperan encontrar cuerpos perfectos.

Pero las deliciosas imperfecciones de su cuerpo abrazan tus imperfecciones con ferviente deseo, y el desconocido visitante, que ahora es menos desconocido porque lo has lamido hasta el nacimiento, obedece a la llamada de tu anhelante vagina.

Ya sabes que la tierra es redonda, pero todavía no la has explorado como es debido. El olor a agua de colonia mezclado con el suyo personal es todo lo que quieres oler. Es un sentimiento peligroso, y lo sabes. Su aroma puede durar hasta después del coito o hasta la madrugada pero, muy probablemente, no hasta mañana ni pasado. Lo besas por todas partes mientras se sacude en tu interior, aspirando con codicia, para guardar su fragancia en tu memoria durante el mayor tiempo posible. Ninguno de los dos ha hablado de condón. Tú no has sacado el tema porque tienes el aro y, para qué engañarnos, te gusta así.

Didier sale un momento de ti para explorar terreno español. Te dedica una media sonrisa que te pone tan a cien que no sabes si podrás despegarte de su miembro durante los próximos días. Tu semana ideal sería una en la que pudieras quedarte enganchada a él como un perro.

−Tienes un coñito adorable –apunta mientras lo acaricia.

−Lo dices como si fuera un animalito.

−Claro, es mi animalito.

De nuevo risas cómplices. Nunca has estado tan a gusto haciéndolo por primera vez con un hombre, porque casi siempre pasa eso de ¿te gusta así o asá? Hay un cierto descompás que es de esperar, pero este tío sabe qué hacer todo el tiempo. Se diría que, por ser tu jefe, todo tendría que ser más tenso, pero la cosa se ha destensado en cuanto su aliento se ha puesto en contacto con tu piel.

−Mira lo contento que estás de verme −le dice a su animalito y lo besa.

¿Alguna vez te habías reído tanto en pleno acto sexual? No, nunca. ¿Sabiondo y graciosín? Esto es demasiado.

Sospechabas que la habilidad de su lengua iría más allá del mero jugueteo con las palabras, y supera todas tus expectativas. Lo que tiene no es una lengua, es un segundo pene muy juguetón que sabe moverse hasta por el rincón más recóndito.

Y entonces tienes un orgasmo.

Luego te mete la polla de verdad y tienes otro.

Te sube más a la mesa y te arrastra por ella deshaciéndose de todo obstáculo sin miramientos. Mientras cabalga, te mira como lo más preciado que jamás ha poseído.

Y sí, tienes otro orgasmo.

Nunca, nunca habías tenido un multiorgasmo.

Sabes que él se corre porque su fluido baña tus tetas. Si no fuera por ese detalle, ni siquiera te habrías dado cuenta. Porque estás y no estás. Porque, como dirían los budistas, has alcanzado el puto nirvana.

(Bueno, ellos no dirían puto).

**

Llegas al piso extasiada, preguntándote si lo que acaba de suceder ha pasado realmente. Son las once y media, y el polvo, la charla y la cena posterior, han sido reales.

−¿Esto también responde a la filosofía confuciana? –le preguntaste a tu jefe en el despacho mientras te ponías las braguitas.

−No creo que Confucio tuviera ninguna teoría al respecto −te respondió, mirándote con una sonrisa estilo típico comentario de Irene. Fue sublime.

Os vestisteis mirándoos con esa felicidad post-coital en la cara, con la alegría de sentir que había sido genial y que repetirías sin dudarlo. Quizá ese fue el error de las otras, Irene: querer repetir.

−¿Vamos a cenar? Me muero de hambre –te propuso.

La cita para la raclette había pasado hacía ya dos horas, así que, ¿por qué no? Te llevó a un restaurante italiano. Le encantan los italianos. Durante la cena hablasteis de todo lo que se suele hablar en las primeras citas, solo que habíais empezado por el final. Pero descubriste algo inquietante: lo que tenía que ser una fantasía hecha realidad, se estaba convirtiendo en algo más. Y querías impedir que eso pasase.

Ya sabes lo que comenta todo el mundo, y te parece increíble que te esté afectando a ti. Te habías prometido a ti misma que nunca más estarías con un Don Juan estilo Jordi, aunque también es cierto que lo hiciste antes de estar cinco años compartiendo cama con un sin sangre, y eso hay que tenerlo en cuenta. Después de alguien así, estarías con cualquier otro hombre que tenga un poco de gracia.

−Ahora se me hará difícil verte en el despacho sin…

−Yo creo que no poder será bastante excitante.

Madre mía, esa mano invisible es muy hábil: habrías vuelto a ponerte encima de él en ese mismo instante. Le culpaste mentalmente por haberte llevado a un restaurante. ¿Por qué no a su casa? Y en ese momento caíste como una idiota en que hay un motivo bastante cliché para no llevarte.

−¿Estás casado? –preguntaste como si ya supieras la respuesta: sí.

−Divorciado.

−¿Hijos?

−Dos. Una niña y un niño. Viven con su madre.

Entonces, ¿¡por qué no te llevó a su casa!? Te machacaste tanto rato con la pregunta que te empezaste a cansar de ti misma.

A veces te pasa. Cuando algo te obsesiona, es como si te quedases colgada y tuvieras un reloj de arena dando vueltas en tu cabeza sin parar. Entonces te gustaría encontrar en tu cuerpo algún botón de reinicio, un Control+Alt.+Suprimir, pero como no lo tienes, tu manera de frenarlo se limita a pensar en algo positivo: ¡Pues no tendría comida en casa! ¡BASTA YA!

Cierras la puerta de entrada de tu nuevo piso esperando que todavía sigan de sobremesa pero, sorprendentemente, todo está en silencio. Quizás han salido a tomar unas copas. El comedor está a oscuras, salvo por la luz del televisor. Miras el sofá y te imaginas a Didier ahí, esperándote. Sigues estando muy, pero que muy cachonda. Claro que las dos botellas de vino tinto y los chupitos de Limoncello que os habéis pimplado no ayudan a bajar el calentón. De pronto, algo se mueve bajo la manta. Te acercas frunciendo el ceño y detectas un hoyuelo en un mentón con barba de dos días. El pelo oscuro y despeinado en la cara y las gafas de pasta en el suelo, junto al mando de la tele.

Emile abre los ojos y, azorado, te saluda recolocándose la manta. Su timidez aleja cualquier atracción. La imagen de tu jefe dentro de ti no tarda en acaparar de nuevo todos tus sentidos.

−¿Te parece bien que me siente? −preguntas con la insolencia de la ebriedad.

−Claro −balbucea, incorporándose un poco para dejarte sitio.

No te das cuenta, Irene, pero el hombre que tienes al lado se ha colocado la manta de manera que no puedas ver su erección.

−¿Ya se han ido a dormir? −haces referencia a Deborah y Rachida señalando con la cabeza su habitación.

−Han discutido. No te has perdido nada no viniendo a cenar.

−¿Qué ha pasado? −te giras para mirar de frente a tu compañero, tocando el respaldo del sofá con la rodilla. Emile aprieta la manta con más fuerza.

−Lo mismo de siempre. Rachida va a exponer en una galería. La cena de hoy era para darnos la noticia.

−Pero eso está muy bien, ¿no?

−Sí, hasta ahí. El problema es su familia.

−¿No les gusta que se dedique al arte?

Niega con la cabeza.

−No saben que es lesbiana.

Te tapas la boca con sorpresa.

−Qué fuerte. ¿Pero cuánto tiempo llevan viviendo juntas?

−Unos dos años. Cuando vine yo, acababan de mudarse.

−Entiendo que Deborah se mosquee.

−Más que eso. Estuvieron a punto de dejarlo. Deborah cree que a Rachida también le gustan los hombres.

−¿Y es verdad?

−No creo. Ha estado con algún chico, pero dice que era por tener contenta a su familia. Para que no sospecharan, ya sabes.

−¿Y a qué espera para decírselo?

−Eso mismo le ha dicho Deborah. Pero por lo visto es un poco complicado, sobre todo por su religión. Rachida sabe que no lo van a aceptar y pasa de buscarse problemas.

−Yo creo que es una postura muy cobarde.

−Porque no eres ella.

−Es que Deborah debe de sentirse muy rechazada.

−Le ha dicho que si el miércoles en la exposición no se lo cuenta, la deja.

−Vaya… Ha debido de ser intenso −resuelves con una mirada compasiva.

−Un poco, sí −hace una pausa para apagar la tele. Ahora la única luz que llega es la de la del pasillo−. ¿Has estado trabajando hasta ahora? −pregunta como sintiéndose culpable por la indiscreción.

−No… −sonríes de oreja a oreja−. He tenido una especie de reunión con mi jefe.

No sabes por qué se lo estás contando. Quizás tienes la necesidad de que alguien más lo sepa. Emile parece resignado, como si fuera un profesional en ese tipo de sentimiento, acostumbrado a que las chicas que le gustan lo traten como a un amigo al que no se follarían. Pero tú estás demasiado ocupada reviviendo el polvo con tu superior como para darte cuenta.

−Es un poco locura, ¿no? −opina Emile.

−Bueno, pero esas cosas no se pueden controlar.

−¿Qué cosas?

Piensas que verdaderamente no lo ha entendido, pero en realidad esa es la manera que tiene Emile de flirtear contigo. El problema es que no entiende de tonos, y no ha sonado como pretendía. Lo que consigue es una explicación detallada de unos diez minutos de lo que te refieres con esas cosas.

−Y si no funciona, ¿vas a poder verle la cara todos los días?

−Ya soy mayorcita, lo superaré.

Aunque depende de cómo se desarrolle el asunto, porque sabes muy bien que si ahora mismo se comportase como si nunca hubiera pasado nada, te jodería. Y mucho.

Emile levanta las manos a modo de disculpa.

−Vale, lo siento, no me voy a meter donde no me llaman.

Si no estuvieras tan distraída, quizás entenderías que el sentido de esa frase es literal. No va a meter su miembro, que continúa erecto, donde nadie lo espera.

−Por cierto, Rachida quiere que vayamos a la exposición.

−¿Cuándo es?

−El miércoles.

−Ya veré −señalas el televisor−. ¿Qué estabas viendo?

Black mirror.

−¿Qué es eso?

−Una mini-serie futurista.

−Ah −es un ah que denota repentina falta de interés.

−Son capítulos independientes. Podemos ver uno, si quieres –dice volviendo a encender el televisor.

−Pero futurista, ¿de qué tipo? No me va mucho el rollo ese de naves y espadas láser −comentas haciendo una clara referencia a La guerra de las galaxias y, en segunda instancia, a su camiseta.

−No, qué va. Es más sobre cómo afecta el avance tecnológico a la sociedad. En plan qué pasaría si tú y yo pudiéramos hablarnos mentalmente a través de un chip.

El tema es de un frikismo que te interesa. Hay distintos grados, el épico galáctico no te va, pero esto incluso puede gustarte, aunque no lo sabrás a corto plazo porque, al minuto uno del capítulo, te quedas dormida.

Emile tampoco mira la televisión. Te mira a ti. Y a juzgar por su expresión, lo que quiere hacerte no dista mucho de lo que ha pasado en el despacho de tu jefe hace unas horas.

**

Durante el fin de semana te has dedicado a ir de compras, que ya tocaba, y has encontrado el modelito perfecto para la exposición de Rachida. Aunque no auguras un gran éxito, porque los ánimos en el piso han estado por los suelos.

Te pasaste los dos días intentando que Deborah y Rachida volvieran a hablarse, sin ningún éxito. La primera había dejado muy claro que no pensaba mostrar ningún tipo de afecto hacia su pareja hasta que esta no le demostrase que quería estar con ella, y por demostración se entendía a ojos de todo el mundo. Por su parte, Rachida seguía defendiendo que no tenía que andar por ahí proclamando su lesbianismo, y que no había nada de malo en querer mantener su intimidad. Tú sigues pensando que Rachida debería contárselo a sus padres, pero tampoco se te escapa el punto egocentrista de Deborah. Ya puede hundirse el techo del piso que, para Deborah, lo más importante seguiría siendo su problema. Te imaginas la escena: el piso entero cubierto de trozos de Pladur, vuestras caras blancas del polvo del yeso y ella diciendo «¿Te puedes creer que no se lo haya dicho a sus padres? No me merezco esto».

El lunes por la mañana tuviste la impresión de que te perseguían los susurros por la oficina. La gente hablaba por todas partes en voz baja. No estabas segura de si eran imaginaciones tuyas, porque tú sabías lo que había pasado. Sofía te dijo una vez que tenías que creer más en tu intuición, y cuánta razón tenía: lo primero que te dijo Anabelle en cuanto pisaste el suelo de vuestro despacho, despejó cualquier tipo de duda.

−No digas que no te lo avisé −esos fueron sus buenos días.

Te quedaste de una pieza. La respiración se vio interrumpida por una punzada de inquietud. «No es posible que lo sepa todo el mundo», te dijiste, con los ojos muy abiertos.

−¿A qué te refieres?

Decidiste ir por ese camino (bastante inútil, si lo piensas). Te dejaste caer en tu silla en señal de derrota. Ya no tenía sentido jugar a nosotros lo sabemos pero nadie más lo sabe, al lado de la gente de la oficina.

−¿Cómo lo sabes?

−Da la casualidad de que la persona con más adicción al trabajo de la empresa es también la más cotilla. Se ha abierto un grupo en el chat que se llama –echa un vistazo a su ordenador para comprobarlo−: El jefe se ha tirado a la nueva.

−No es muy original.

−¿Verdad? Yo también lo pensé.

−¡Esto una mierda! ¿Y ahora qué?

Ese «Ahora qué» fue seguido de un «Actúa como si nada», consejo que Anabelle también le debió dar a tu jefe, porque no te miró ni te dirigió la palabra en todo el lunes. Te jodió, como sabías que lo haría, pero eso no fue lo peor. Lo peor fue el martes, cuando tuviste que entregarle el informe.

El solo hecho de entrar en su despacho ya se te hizo raro. Los temblores, el tartamudeo crónico y el intenso color rojo de tu cara, tampoco ayudaron demasiado. Parecía que tuvieras unas décimas de fiebre.

−¿Te encuentras bien? −te preguntó.

Afirmación con dos tartamudeos incorporados.

−¿Está todo? −dijo hojeando el dossier.

−Sí, bueno… creo que sí. Eso me ha dicho Anabelle cuando lo ha revisado. Pero si falta algo −señalas la puerta en dirección al despacho de secretarias− me avisas.

No pudiste evitar pensar en el momento en que mencionó el informe con esa expresión de deseo que ya no asomaba por ninguna parte. Estuviste a punto de sacar tú misma el tema, pero te dio corte.

−Muy bien −desvió la mirada a su ordenador.

Te quedaste ahí de pie como una pánfila mientras tecleaba, pensando en lo mucho que te gustaría que sucediera de nuevo.

−¿Algo más? −te preguntó alzando una ceja, con un poco de prepotencia que te pareció gratuita.

−Nada.

Y eso fue lo único que hablasteis.

Te culpaste por haber pensado que podrías ignorar su comportamiento cuando ya te habían advertido de lo que iba a pasar. Te dejaste llevar por las ganas, y ellas te llevaron al autoengaño, y eso a pensar, por un momento, que podrías pasar de su indiferencia. Pero sabes algo de él que te da ventaja: se aburre. Lo sabes porque cuando le preguntaste a Anabelle por qué tu jefe se dedicaba a tirarle los trastos a sus secretarias, te dio esa misma contestación: «Se aburre».

Lo has calado desde el principio, Irene. Le divirtió tu primera llamada, que llegaras a la entrevista patinando, que contestaras borracha cuando te llamó la segunda vez. Sabes cómo recuperarle, pero implica su riesgo. Otra cosa es que quieras. Podrías invitarlo a la exposición de Rachida, porque tiene toda la pinta de que le gusta el arte, pero también deberías ser capaz de pasártelo bien tú sola. ¿O es que necesitas estar con un tío para sentirte bien? No parece muy buena idea seguir por este camino porque sufrirás cuando te ignore. ¿En cuántos chats quieres que hablen de ti? Eres una mujer independiente y puedes comprarte un vibrador nuevo.

La pregunta fundamental es: ¿A ti qué te apetece?

Invitas a tu jefe

Vas sola a la exposición