VAS SOLA A LA EXPOSICIÓN

Rachida está deslumbrante conversando con los invitados y haciéndose fotos. La exposición está siendo un éxito, y todos felicitan a la artista por un trabajo que tú no sabes apreciar. No tienes ni idea de arte, y por eso te has centrado en degustar la gran variedad de canapés que pasan por tu lado, además de las copas de champán, que tan necesarias son para bajar la comida y sobrevivir a una Deborah que se siente ignorada.

−Me ha saludado como si fuera una conocida −se queja, sin dejar de observarla.

−No tiene sentido que te pases la noche haciéndote mala sangre −opina Emile.

−Sí. ¿Cuántas copas llevas ya? −preguntas mientras le arrebatas la última que le ha ofrecido el camarero.

El ambiente en el piso lleva unos días bastante tenso, desde que Rachida anunció que había conseguido una exposición muy importante, y que su familia estaría el día de la inauguración. Los padres de Rachida todavía no saben que es lesbiana, y esa es la recurrente pelea de tus compañeras de piso.

Ahora Emile y tú os habéis convertido en confidentes de Deborah, y eso, de alguna manera, os ha unido. Emile pasa mucho menos tiempo en compañía de su ordenador y de sus personajes tridimensionales, y más contigo, para no dejarte con el marrón, según dice. Por lo visto, cada vez que Deborah tiene un problema es capaz de hablar sobre ello durante horas y horas, hasta quedarse sin aliento. Es una gran ayuda tener un relevo para descansar un poco.

−El alcohol es el mejor compañero cuando estás de bajón –sentencia recuperando su copa.

−Menudo tópico −dice Emile−. Deborah, tú no eres así.

−Ah, claro. Como soy guionista, tengo que ser más original, ¿no?

−Yo no he dicho eso.

−¿Habéis visto aquel cuadro? −preguntas en un vano intento de cambiar de tema.

−¿Qué te parece esto? Una guionista que está hasta los ovarios de que su novia no reconozca su sexualidad, se desnuda en mitad de una exposición como protesta por el rechazo que sufren los homosexuales.

−Deborah −Emile suspira, pasándole un brazo por encima de los hombros−. Por un segundo, solo por un segundo, deja de pensar en ti y mira a tu novia.

Sorprendentemente, Deborah le hace caso.

−Mira lo feliz que está. ¿Por qué no dejas que disfrute de su momento?

−Tienes razón −Deborah se resigna y respira hondo, abatida−. Voy a darme una vuelta a ver si conozco a alguien −os sonríe forzadamente.

−Bien hecho −la animas, quitándole la copa y dándole un largo trago.

Eres la típica chica que ayuda a su amiga a no emborracharse bebiéndose sus copas con la intención de ahorrarle situaciones desagradables en las que pueda hacer el ridículo. Pero piensa que, como resultado, estás llevándote todos los puntos para representar ese deprimente papel. Buen trabajo.

La observas desaparecer mientras piensas que no te ha llevado mucho tiempo darte cuenta de que, para poder conversar distendidamente con ella, deben cumplirse las siguientes premisas:

1. Debe estar implicada de algún modo en el tema a tratar.

2. Debe afectarle, aunque sea en menor grado.

3. Tiene que existir la posibilidad de que el tema acabe centrándose en ella.

Es decir, para hablar con Deborah, hay que hablar de Deborah.

Tienes la cabeza como un bombo después de largas sesiones de «No me merezco que mi pareja se avergüence de mí», «Debería darle un ultimátum, ya estoy harta de discutir», «La quiero mucho y solo el hecho de pensar en dejarlo…». Esta última siempre viene acompañada de lagrimones. Y ahí estáis tú y Emile repitiendo lo mismo alternativamente: que tiene razón; que Rachida debería contárselo a sus padres y hermanos, pero que es su decisión porque es su familia; que a lo mejor tendría que darle más tiempo (aunque ya hace dos años que viven juntas). Y todo ello sin saber qué siente Rachida, porque ella no lo exterioriza. Es el polo opuesto.

Cuando ninguna de ellas está por casa, Emile y tú soléis bromear con el inagotable desahogo de Deborah. Criticarla se ha convertido en vuestro modo de lidiar con el problema.

−¿Conoces la historia de Las mil y una noches? −le preguntaste a Emile una mañana mientras os preparabais un café en la cocina, solos.

−Sí, claro. Una de las esposas del rey le cuenta cada noche una historia dejando cliffhangers para que no se la cargue.

−¿Qué son los cliffhangers?

−Una técnica que se utiliza en los cómics. Bueno, en cualquier tipo de historia, en realidad. Se trata de enganchar al lector dejando algo sin resolver al final de una entrega o de un capítulo para que quiera seguir leyendo.

−Ah. No lo sabía. Bueno, yo me refería a que, básicamente, dejaba con la intriga al rey.

−Eso es un cliffhanger.

Te quedaste un momento callada.

−Es igual, déjalo. Ya no tiene gracia.

−¿El qué?

−Iba a hacer una broma, pero se ha eternizado con lo del cliffhanger ese y ya ha perdido todo el efecto. Hasta el café se ha enfriado.

−Cuéntamelo igualmente −protestó riéndose.

−No, las bromas son cosa del momento. Ahora he generado demasiadas expectativas.

−Prueba.

¿Fue aquella una mirada de «Estoy colado por ti, Irene»? Todavía te lo cuestionas.

−Solo tenías que contestar que sí conocías Las mil y una noches.

Se acercó, cuan alto es, y te insistió, sonriente. Miraste el contorno de sus bíceps cuando entrelazó las manos, suplicándote de forma teatral.

−Lo que iba a decir es que podríamos contarle una historia cada noche a Deborah para evitarnos la tortura.

No se rio.

−¿Ves? Ya no tiene gracia.

−No, no. Es que, más que una broma, lo veo como una referencia ingeniosa –se dio cuenta inmediatamente de que te estaba invadiendo la vergüenza, así que intentó arreglarlo−. Además, Deborah tergiversaría la historia de manera que la protagonista fuera lesbiana, aunque no lo hubiéramos mencionado, y el rey, una reina hetero a ojos de su familia.

Eso sí que tuvo gracia. No puedes negar que, a pesar de su indudable frikismo, tú y Emile conectáis, salvo la vez que te explicó el mensaje profundo que esconde la saga de Star Trek, o aquella en la que quiso convencerte de la importancia de que los videojuegos tuvieran unos buenos gráficos. Sin tener eso en cuenta, vuestra compatibilidad es impepinable.

Ahora los dos os habéis quedado solos en la exposición y aprovechas para felicitar a Emile por conseguir cambiar la actitud de Deborah.

−Vale, eso ha sido brillante.

−No es para tanto.

−¡En serio! Ha sido como desbloquearla −no sabes expresarlo de otra manera−. ¿Has estudiado psicología?

−No –se encoje de hombros−. Nos conocemos desde hace tiempo, eso es todo.

−Me compadezco del próximo al que enganche.

−No seremos nosotros. Ya hemos hecho suficiente por la causa lesbiana.

Os reís. No puedes negar que tu risa es tontuna. Una mezcla de alcohol y atracción.

−¿Todo bien en el trabajo? –te pregunta.

−Sí, ya lo tengo dominado.

Irene, no dejes que el silencio se interponga entre vosotros. Llénalo.

−¿Y tú? ¿Bien?

−Sí, he empezado un proyecto propio. Es un juego para móvil inspirado en los Arcade. Hay muchos ya, pero este es diferente porque he hecho una mezcla de… ¡Bah! No te voy a aburrir con eso.

Lo normal sería decir «No, qué va, no me aburres», y dejar que continúe hablando sobre su proyecto, pero te parece que quedaría mucho peor no escucharle.

−No, mejor no.

Tu sinceridad le arranca una sonrisa, y tú reparas unos segundos más de los que se considerarían normales en su hoyuelo. El champán empieza a hacer efecto y en tu cabeza aparece la siguiente imagen: tu lengua en ese huequito de su barbilla, una mano en su bíceps y la otra palpando la alegría de su entrepierna.

De pronto, como si alguien hubiera leído tus pensamientos y quisiera ayudarte a llevar a cabo lo que sucede en tu calenturienta mente, las luces bajan de intensidad para dar paso a unas azules y lilas que solo iluminan los cuadros, al ritmo de jazz. Un «Oh» generalizado cubre la estancia.

−¿Le damos la enhorabuena a Rachida? −te propone Emile.

Tu respuesta afirmativa tarda en llegar, porque en tu cabeza estabas pasando a la siguiente fase. Hace unas horas intentabas convencerte a ti misma de que no necesitabas a ningún tío para ser feliz, ni a Sergi, ni a Maxime, ni a tu jefe, ni a cualquier otro. Es posible que eso siga siendo cierto, pero no habías tenido en cuenta que el sexo forma parte de esa ecuación, y eso sí que es de vital importancia. Y quien diga lo contrario, miente como un bellaco o está preparado para llevar hábito. Llegados a este punto, en el que podrías derretir un iceberg, el alcohol ya ha cumplido su función de nublarte la mente.

En busca de Rachida, os encontráis a Deborah hablando animadamente con un atractivo cuarentón. Su aspecto te recuerda al actor de American Psycho.

Y tú dejas de tocar el suelo en el momento en el que te lo presenta.

**

Cuando recuperas la consciencia al día siguiente, te cuesta unos segundos ubicarte: Montpellier, habitación de un piso compartido con dos lesbianas y un friki.

A continuación, algunos fragmentos de la noche anterior desfilan ante tus ojos, como si acabaras de morir y ese fuera el resumen de tu vida, solo que es justo al revés. Estás viva y esos recuerdos son inmediatamente anteriores a tu muerte.

FRAGMENTO NÚMERO UNO.

Junto a Emile, felicitas a Rachida, acompañando tus alabanzas con numerosos asentimientos de cabeza y una sonrisa inquebrantable.

LO QUE PASÓ DE VERDAD.

Junto a Emile, a quien coges del brazo para no perder el equilibrio, asientes a todo lo que dice este y aportas un breve discurso, felicitándola por haber hecho que el arte adquiera un nuevo significado para ti (Rachida te da su sentido agradecimiento), e inmediatamente después, admites que el jazz y el bebercio han jugado un papel muy importante en eso, adornándolo con una risa que da vergüenza ajena. Cuando Rachida frunce el ceño y mira a Emile con un descifrable «Está como una cuba», lo arreglas diciendo que el significado de los cuadros se te escapa, pero que seguro que están de puta madre. Si no, que eche un vistazo a su alrededor y vea a cuánta gente le pirran. Sonríes ampliamente.

COMENTARIO.

Al no acordarte de lo que pasó en realidad, piensas que fue una borrachera pasajera que no causó ningún daño a tu persona ni a los demás, aunque no fue exactamente así. Pero vivir en la ignorancia, puede hacer a una muy feliz.

FRAGMENTO NÚMERO DOS.

Mantienes una conversación intelectual sobre política con Christian Bale, pero como te parece imposible que sea él, imaginas que es alguien que se le parece. Después salís de la galería y admiráis la arquitectura medieval del centro histórico. Haces algún comentario sobre lo mucho que te gustan los adoquines.

LO QUE PASÓ DE VERDAD.

Protagonizas un monólogo histriónico sobre los hijos de la gran puta que son los políticos de tu país por llenarse los bolsillos mientras la gente está desesperada por encontrar trabajo. Los llamas cabrones, pandilla de indeseables y mamones unas cuantas veces, hasta que, a causa de una arcada, Michel (que en tu recuerdo reconoces como Christian Bale), te arrastra hacia el exterior para que vomites sobre los adoquines.

COMENTARIO.

Desde la gran cama de matrimonio de tu habitación, continúas pensando que anoche no fue tan mal y te preguntas qué pasó con Christian Bale, casi segura de que intimasteis.

FRAGMENTO NÚMERO TRES.

Admiras, junto a una mujer con velo, que debe de ser la madre de Rachida, un cuadro cuyo título hace referencia al génesis. Ambas aportáis vuestra visión sobre la obra, aunque no coincidís.

LO QUE PASÓ DE VERDAD.

Te encuentras con el primer cuadro en el que por fin las formas son claramente reconocibles. Se titula La cordillera del génesis. A un lado está Emile, y al otro, la madre de Rachida con su marido. Deborah no anda muy lejos, porque ha cambiado de estrategia y se ha pasado la última hora conversando con los familiares de su novia para, por lo menos, caerles bien. La madre de Rachida mira el cuadro con admiración y comenta lo mágicas que le parecen esas montañas hechas de pestañas. A ti no se te ocurre otra cosa que decir:

−¿Pestañas? ¡Pero si son coños! Creo que es el momento de confesar, Rachida.

COMENTARIO.

Por mucho que lo intentes, no recuerdas cómo llegaste a tu habitación, pero lo cierto es que después de desatar el caos absoluto, ha sido tu refugio ante la ira de Rachida.

El sonido del despertador te taladra la cabeza. Cuando te giras para parar ese ruido infernal (¡Sorpresa!), alguien se mueve bajo el edredón. «Oh, ¿será Christian Bale?», es tu primera suposición.

Tu acompañante masculino se encarga de apagar la alarma, que se encuentra más a su alcance, pero su identidad sigue siendo una incógnita. ¿No sería genial hacer un reconocimiento de su órgano viril? Una risita de villano se reproduce en tu mente. Pero no te da tiempo a estudiar esa opción con más detenimiento porque se descubre él mismo, despojándose del edredón.

(Nota de la autora: he sentido una gran tentación de colocar un señor cliffhanger aquí.)

−¡Emile! −exclamas, incrédula. Acto seguido, compruebas si estás vestida.

−No, no. No ha pasado nada −se apresura a aclarar.

−Pero entonces, ¿qué haces aquí? Si no recuerdo mal, ¡tu habitación está solo a unos metros de distancia!

Se incorpora. Mientras, en tu mente: «No lleva camiseta, ¡mierda! ¿Por qué no lleva camiseta? ¡Joder, qué cuerpo! Céntrate, Irene».

−¿Entonces qué haces sin camiseta?

−Soy caluroso −balbucea.

−¡Largo de aquí! Hasta donde sé, podrías haberme violado.

Estás fuera de control. No es por él. Lo que te fastidia es no recordarlo, porque para ti eso es como no haber dado tu permiso. Todos los tíos deberían saber que la voluntad de una borracha no cuenta.

−Calma −te pide con un gesto−. Repito, no ha pasado nada.

−Pues explícame qué estás haciendo aquí. Digo yo que no será tan difícil.

Por su expresión parece que sí, que es difícil de explicar.

−Me quedé para asegurarme de que no te ahogabas con tu propio vómito −responde en un tono de un severo, casi paternal.

−¿Tan mal iba?

Ahora reparas en la almohada que hay entre vosotros, y recuerdas que la has tenido pegada a la espalda toda la noche como si fueras una yonqui. Admites que bastante mal tendrías que ir para que hiciera falta.

−Para eso, y para que Rachida no te matara mientras dormías −añade, dándose la vuelta hacia su lado para levantarse.

−¿Rachida? ¿A mí? ¿Por qué iba a querer matarme?

La cara seria de Emile sirve de respuesta a tus preguntas. El nudo de tu garganta va haciéndose cada vez más grande, a medida que los retazos de la noche anterior van dando forma a tus recuerdos.

−Vete antes de que Rachida se levante −es la solución temporal que te da Emile.

Sales escopetada de la habitación para ducharte, vestirte y salir corriendo, pero sabes que vas a pasar el día entero preparando una buena disculpa porque ayer te comportaste como una imbécil enajenada. Te preguntas si es consecuencia del alcohol o es que de verdad eres una imbécil enajenada.

Bajas las escaleras a toda prisa. Encima es el primer día que vas a llegar tarde al trabajo y no sabes cómo va reaccionar el señor Goulard. Tu trayectoria es la de una pelota lanzada con mucha fuerza, por lo que no te da tiempo a frenar cuando un vecino se materializa en el primer piso. Por lo menos no habéis rodado escaleras abajo, solo os habéis chocado contra la pared. ¿Te parecen suficientes señales para predecir un día de mierda?

−Lo siento, lo siento, lo siento.

−No pasa nada −contesta el vecino.

Y… ahí lo tienes: mandíbula cuadrada, espalda ancha. Fuegos artificiales a tu alrededor. Contemplas, hechizada, sus ojazos azules. ¿Estás siendo superficial? Totalmente.

−Llego tarde al trabajo y… Lo siento.

−Ningún problema −te invita con un gesto a seguir bajando juntos las escaleras. De camino a la salida, le cuentas en qué trabajas y poco más, pero tomas nota de su «Nos vemos por aquí. Espero que con menos prisas».

Te has quedado prendada del color de sus ojos, no tanto del de su pelo, porque los pelirrojos no suelen atraerte nada, pero tampoco habías conocido a un pelirrojo guapo hasta este momento.

El bolso te vibra y, cuando desbloqueas el móvil, alucinas con la cantidad de mensajes que te han llegado. Lo más destacado viene de un número francés desconocido:

Fue un placer conocerte. Me gustó mucho hablar contigo. ¿Qué te parece si nos vemos con menos dosis de alcohol en la sangre? Estoy libre el viernes por la noche.

Te pones roja. Joder, diste la nota. Dejaste huella. Y en el peor de los sentidos.

Sigues leyendo el resto de mensajes.

ANABELLE

Tenemos que preparar la reunión de los jefes para la semana que viene. ¿¡Dónde te has metido!?

RACHIDA

No me puedo creer la que montaste ayer. Era uno de los días más importantes de mi vida y se fue todo a la mierda. Muchas gracias.

DEBORAH

Eres cojonuda, Irene. A ver, se te fue mucho la olla, pero la verdad tenía que salir algún día. Aunque duela, a veces lo mejor es soltarlo así, a saco. Te quiero, tía. Hablaré con Rachida. No te preocupes por ella.

Pones una mueca. Desde luego son la noche y el día. Decides comenzar por contestarle al desconocido, supuestamente Christian Bale, cuando te das cuenta de que formas parte de un grupo donde hay más de sesenta mensajes. ¡Sesenta!

Antes de llegar a tu puesto de trabajo, te da tiempo a repasarlos por encima. Es un encuentro de laser tag con los amigos de Emile, una especie de paintball con pistolas láser. Ahora te viene a la memoria cierta mención al tema por parte de Emile y tu desmedido entusiasmo con la idea. «Me apunto con los ojos cerrados», dijiste, cerrándolos.

Pero lo primero es lo primero. Vas a dejarte los cuernos hoy en el trabajo y a quedarte hasta que haga falta para enmendar la media hora que te has atrevido a faltar, y también (reconócelo, cobarde) para aplazar al máximo la furia de Rachida.

Para después, tienes varias opciones:

a) Quedas con Christian Bale. ¿Quién podría resistirse?

b) Abrazas tu parte más friki, que por lo visto mostraste ayer, y acudes al encuentro de laser tag con Emile. Lo que te hace falta ahora es pasar un buen rato. A ser posible, sin dar la nota.

c) Te quedas cerca de la puerta hasta que llegue tu vecino y bajas al portal con la excusa de que vas de compras para provocar un nuevo encuentro en la escalera. ¡Finge sorpresa!

¿Qué vas a hacer?