INVITAS A TU JEFE
Te diriges hacia la máquina del café, no a por un café, ya aprendiste la lección. Vas porque te consta, por la agenda de Anabelle, que el señor Goulard está ahí en su pausa de la reunión con el jefe de Compras. Lo que estás a punto de hacer tiene su riesgo, porque podría costarte tu puesto de trabajo, pero algo ha cambiado. Ha habido un antes y un después de ese polvo. La Irene de Barcelona jamás se habría atrevido a hacerlo. Ya no eres la misma: ahora tienes un objetivo claro y vas a por él con la determinación de la que siempre has carecido.
Cuando llegas, no sabes si ya se han marchado o todavía no han llegado, así que te pones a ojear tu nuevo teléfono móvil para hacer tiempo. Lo compraste el fin de semana junto a una tarjeta SIM y le diste el número a los más allegados. Sofía te mandó un mensaje que respondía a la vaga información que le proporcionaste sobre lo que pasó el viernes: «Si quieres me lo cuentas en francés, pero dame hasta el último detalle de ese encuentro tan pornográfico».
La puerta se abre. Son los del departamento de Atención al Cliente. Te haces a un lado para dejar paso hacia la terracita donde suelen fumar. Maxime, el empleado del mes, saca un café.
−Hola −te saluda.
−Hola.
Coge su vaso y sale a fumar con el resto de compañeros. Los ojos de varios de ellos se clavan en tu nuca, pero te da igual. Ahora estás a otra cosa.
Echas miradas disimuladas a la puerta de cristal que separa la sala del pasillo, a la parte en la que el vinilo no tapa a los que pasan por ahí, para calcular el momento justo en el que apretar el botón del café (que no te beberás), y parezca todo muy casual. El hecho de que esté con el jefe de Compras es una suerte, porque es imposible que a un jefe lo incluyan en una conversación de chat que no sea sobre trabajo. Por lo tanto, si el hombre no sabe nada, tu plan será infalible.
Ya están aquí. Operación Recuperar sexo inigualable en marcha.
−Hola −te saludan los dos a la vez.
El chaleco, suspiras internamente. No le pediste que se dejara solo el chaleco.
−¿Conoces a mi nueva secretaria?
Didier te presenta al jefe de Compras. Un señor alto como un nórdico, y feo como el culo de un macaco. Pero muy buena persona, según te han dicho.
−Encantada.
Ya tienes el vaso de café en las manos y ellos también. Irene, se ha hecho el silencio y, aunque el estómago no deje de darte saltos por la locura que estás a punto de cometer, es ahora o nunca. Mirando al jefe de Compras, dices:
−Estoy muy caliente.
−¿Cómo? −pregunta él, seguro de que no ha comprendido bien.
−Que está muy caliente −alzas el vaso con el café.
−Eh… sí. Mucho.
El esfuerzo de tu jefe por aguantarse la risa te contagia enseguida y desvías la mirada a un lado durante un momento.
−¿Os habéis enterado de lo de la exposición que hay esta noche a las ocho en la galería de la calle Saint Ravy? −miras a tu jefe para comprobar que lo ha entendido y su sonrisa vuelve a ser la del viernes.
−¿Debería saberlo? –dice el pobre hombre, interpretando su papel a la perfección sin ser consciente.
−Suena interesante, ¿de qué trata? −quiere saber Didier.
−De lesbianas.
Acabas de escandalizar al jefe de Compras, que casi se atraganta con el café.
−Bueno, no es exactamente de lesbianas. La artista sí que lo es, aunque eso no tiene nada que ver con su obra –explicas fijándote en que tu jefe parece estar divirtiéndose−. Puede que haya algún cuadro que exprese su inclinación sexual y que haya muchas lesbianas −haces una pausa y acabas con lo que habrías tenido que decir−. Es de mi compañera de piso. Tiene mucho talento.
**
Llegas a la galería sobre tus tacones procurando caminar con elegancia, alisándote el pliegue del vestido negro con encaje en las zonas del cuello y la espalda. Te has recogido el pelo y ondulado los mechones del flequillo. Tú misma has visto lo que tus compañeras de piso te han confirmado después (de manera individual): estás estupenda. De eso se trata. Si irá o no Didier Goulard a la exposición es todo un misterio. De momento, has aparecido allí en compañía de Deborah y Emile. Rachida ha salido antes para prepararlo todo.
−No sé ni por qué he venido −Deborah resopla observando a Rachida hablar con los invitados.
−Porque es una noche muy importante para tu chica −contestas y le das un mordisco a un canapé.
−Ya, eso se supone, que es mi chica.
−No seas melodramática, Lara Croft –así es como la llama Emile cariñosamente.
−Es que no puedo comportarme como alguien que conoce −recalca, poniendo comillas con los dedos.
−Lo correcto es que sea ella quien se lo diga a sus padres −dice Emile.
−Estoy hasta los huevos de lo correcto.
Estás tan pendiente de ver si tu jefe aparece, que te has perdido al camarero que pasa a tu lado con las copas de champán sobre una bandeja. La galería no es muy grande. Por mucho que mires no va a materializarse.
−¿Quieres? −pregunta Emile, ofreciéndote una copa.
−Sí, gracias.
No va a venir. El plan no ha dado resultado.
−Voy a dar una vuelta −dice Deborah, enfadada por que su novia la esté ignorando.
Te quedas sola con Emile.
−¿Qué tal con tu jefe?
No has vuelto a sacar el tema, porque hablar sobre el fracaso no es tan agradable.
−Ahora tenemos una relación estrictamente profesional.
Traducción: «El muy hijo de puta pasa de mí».
−Es mejor así, al menos para trabajar.
Te comes el vigésimo canapé (vas a uno por minuto) y sugieres hacerle un poco de caso a los cuadros incomprensibles que cuelgan bajo las arcadas de piedra iluminadas por focos. Emile capta que no quieres seguir hablando del tema, así que os quedáis mirando un óleo con forma de algo que no se parece a nada. Son trazos. Trazos de color pastel.
−¿Ves algo? −pregunta Emile con cara de concentración.
−Creo que es un −ladeas la cabeza−, una… No, no veo nada.
Soltáis una risa.
−Es increíble la fuerza con la que ha rasgado este lienzo −le dice un hombre con gafas estilo Woody Allen a una chica alta y delgada diez años más joven que parece rusa mirando el mismo cuadro−. Hay una mezcla de dolor y pasión, expresado con el afán de encontrar la sutileza. ¿Ves este tono bermellón mezclado con esos azules y rosas?
−Sí −responde ella.
Seguro que no lo aprecia. Emile y tú os alejáis riéndoos.
−Y luego el friki soy yo.
−¿Quién ha dicho que lo seas? −preguntas. Tu tono ha adquirido un ligero matiz de flirteo.
−Venga, no disimules. Me dirás que no lo pensaste cuando viste mi camiseta de Chewaka.
−¿Che… qué? −os reís−. Hombre, esa camiseta habría que quemarla. Sería una gran contribución al mundo de…
Te quedas a mitad de frase. Chaleco a la una, acercándose. Con la elegancia de una pantera, Didier Goulard avanza hacia ti como si estuvierais en un anuncio de perfume. Coge una copa de la bandeja de la izquierda, un canapé de la bandeja de la derecha y, en un momento, lo tienes plantado delante. Wow.
A estas alturas, Emile ha adivinado quién es, y la cara de resignación que le viene de serie da paso a su retirada.
−Voy a ver dónde está Deborah.
−Veo que no quería que nos presentaras −comenta Didier.
−Es un poco rarito −respondes poniendo una mueca−. Así que has captado mi mensaje.
−Al cien por cien −conviene, con una sonrisa del típico jefe orgulloso por el trabajo de su subalterno, aunque el trabajo sea un mensaje guarro subliminal.
−¿Quieres ver los cuadros? −preguntas, sin estar muy segura de sus verdaderas intenciones. A lo mejor a su parte sabionda le interesa ver la exposición.
−No me importan los cuadros, Irene −te ofrece esa sonrisa que puso cuando te apuntó con su miembro hinchado. Su mano invisible acaba de meterse por debajo de tu falda−. Nunca he entendido el arte moderno.
−Ya. Estaba mirando este cuadro antes y solo veo manchas de colores −explicas, señalándolo.
Levanta las cejas a modo de asentimiento mientras apura la copa de champán. La tuya ya está caliente, pero bebes igualmente.
−La pintura es una manifestación artística propia de su época. Para mí, el buen arte se quedó en el siglo diecinueve. Me gustan las representaciones de la naturaleza.
−Donde esté un buen Goya o un Monet −los primeros nombres que te vienen a la cabeza−, que se quite el resto.
−Y otra larga lista más. Los artistas aplican su propia filosofía y la influencia del mundo en el que viven, es lógico. Picasso fue uno de los creadores del cubismo y Kandinski, el padre de la abstracción. El problema del arte de ahora es la carencia de base y de valores, no es más que un reflejo del vacío de la sociedad actual.
−Completamente de acuerdo.
−Con esto no quiero decir que tu amiga carezca de valores. Solo que hay muy pocas obras que me transmitan algo. Para que eso pase, tengo que ir a un museo.
−Es un poco radical decir que el buen arte se quedó en el diecinueve si no conoces todas las obras que existen −contestas haciéndote la interesante.
−Cierto. Como aquel cuadro de allí.
Os acercáis a donde está señalando, y hasta tú adivinas lo que es. Título: La cordillera del génesis.
−Son…
−Sí, montañas de coños.
−Vaya, no puedes decir que eso no sea una verdadera representación de la naturaleza.
Esboza una sonrisa.
−Tu compañera de piso tiene talento, de verdad. Diría que el mismo grado de talento que de lesbianismo.
Te ríes a carcajadas. Y pasa algo inesperado, porque pensabas que con él todo iba a ser a escondidas: se acerca y te mete la lengua hasta el fondo. Como no salgáis de ahí ya, vas a explotar.
−¿Cómo está mi animalito? −te susurra al oído.
−Está deseando tus atenciones −le dices con una risita traviesa.
−No se hable más −saca el móvil del bolsillo de pantalón de pinza y da indicaciones para que os recojan. Cuelga.
−¿Un taxi?
−No, mi chófer.
¡¿Chófer?! Está a un nivel superior del que esperabas.
**
Su chófer ya debe de estar acostumbrado, pero para ti es la primera vez que te quitan las bragas en presencia de un tercero. Eso no quiere decir que no te haya excitado sobremanera. Has musitado un muy poco creíble «Aquí no» que ha ido a parar al fondo de su garganta, y has soltado un gemido cuando sus dedos han rozado la parte rosada que tanto lo estaba ansiando, latiendo de placer. Pero no todo iba a pasar en un coche, porque ya no sois unos adolescentes.
Cuando entráis en tu piso, comiéndoos la boca, él ya tiene su miembro fuera. Lanzas el bolso, que contiene algo que nunca había contenido antes: tus medias y tus bragas. Entrelazas tus brazos alrededor de su cuello con el vestido todavía puesto, y los tacones aporreando el suelo mientras avanzáis a trompicones. Cuando llegáis al final del pasillo, Didier te aprisiona contra la pared y te levanta la falda.
−No te los quites −dice refiriéndose a tus zapatos, y te das cuenta de que, con ellos, tu altura es perfecta para esa postura.
Le besas el cuello y ese olor, su olor, se mete hasta lo más profundo de tu mente. Y ahora se lo permites: aunque vaya a crearte adicción, te rindes a su aroma.
Coge una de tus piernas y se envuelve con ella, lo guías hacia tu interior y vuestro ritmo, que empieza lento y acompasado, se acelera después, hasta ser de un salvaje casi animal. Similar a: Tarzán conoce a Jane, Tarzán se da cuenta de que Jane tiene vagina, el aparato de Tarzán responde en consecuencia y, mientras la monta, Tarzán descubre por qué Jane es tan importante.
Sientes una gran necesidad de tomar la iniciativa, conectando con el instinto más primario de tu ser. Lo único que quieres es fundir tu cuerpo con el suyo, convertiros en uno. De entrada, parece romántico, pero tu modo de coger el timón es extrañamente dominante.
−Desnúdate, pero no te quites el chaleco −se lo ordenas. Tus pies con los tacones vuelven a tocar el suelo, y tu mano se agarra a su miembro, estimulándolo.
Didier, al que parece encantarle este nuevo giro de los acontecimientos, obedece, y así otra de tus fantasías se ve cumplida. Abres las puertas de tu habitación con la poca paciencia de quien no quiere que se enfríe la cosa, aunque por ti no va a ser: estás ardiendo como las brasas de una chimenea. Cierras las puertas y lo arrastras al interior, mordiéndole el labio.
−Qué salvaje te has vuelto. Me encanta.
−La sumisión era solo una tapadera, jefe −dices, pero no eres tú la que está hablando. Es una pose de femme fatale cuyo lenguaje procede directamente de la urgencia de tu vagina por atraer al órgano masculino.
Sonríes, agachándote al mismo tiempo. Él jadea con la sola idea de lo que tus labios están a punto de hacer. Se estremece con el contacto de tu lengua y entierra su mano en tu pelo, revolviéndolo suavemente. Cuando ya te parece que estás chupando un palo de hierro, le dices que se siente contra el cabecero de la cama. Tú no necesitas ningún estímulo más que verlo con el chaleco y esa expresión cachonda en la cara.
Gateas hasta él. Todavía llevas puestos los tacones. El fuego que hay en su mirada se introduce en tu cuerpo sin demora. Es una danza de dragones, y no una particularmente silenciosa: el cabecero de la cama golpea la pared violentamente, acompañado del sonido de unos muelles ridículamente chirriantes. Y no lo oís, pero hay alguien muy enfadado en la planta de abajo que está dejándose los pulmones pidiendo que paréis.
Como no hacéis caso, se suceden una serie de golpes furiosos en el suelo de tu habitación, perpetrados por algún instrumento contundente. Pero ahora estás ocupada, también con un instrumento contundente, y al borde del éxtasis. Lo último que imaginas es a una vieja subida a una silla golpeando el techo con un martillo.
En tu habitación solo se oyen los gritos de placer mezclados con el colérico golpeteo en el suelo. Os separáis para estiraros en la cama, tan exhaustos como si acabarais de correr una maratón, y el momento en que os dejáis caer sobre el colchón coincide con el último golpe de martillo. Os miráis arrugando el ceño.
−¿Has oído eso? −preguntas.
−Sí. Parece que alguien se ha puesto a hacer bricolaje.
−No me extrañaría. La vecina de abajo está un poco senil. Se le ha metido en la cabeza que cualquier chica que entre en este piso es lesbiana.
Didier se ríe volviéndose hacia ti y te aparta el flequillo de la cara en un acto que tu cerebro clasifica como romántico. Un acto que deseas que vuelva a repetirse en el futuro.
Peligro, peligro. Se encienden todas las alarmas: Irene, no te puedes colar por este tío porque:
1. Es tu jefe y eso no puede acabar bien.
2. Uno de sus pasatiempos es tirarse a sus empleadas, y Dios sabe a cuántas más.
3. Tu creatividad tiene un límite. No puedes estar buscando continuamente maneras de llamar su atención.
4. ¿No te parecen suficientes las tres anteriores? ¿Por qué buscas un cuarto motivo?
Pero la parte de tu mente donde se encuentra la razón es totalmente ignorada cuando dices:
−Podríamos hacerlo en tu casa la próxima vez.
Error. Vamos a marcar en cursiva las palabras que suenan a compromiso:
Hacerlo en tu casa. Porque visitar su hogar implica voluntad de querer conocerlo mejor.
La próxima vez, Porque, ¿quién te ha dicho que vaya a haber una próxima vez?
−Podríamos −responde.
Está marcada en cursiva para resaltar el modo condicional de este verbo que puede ir acompañado o no de un «Pero no lo haremos».
En todo caso, date cuenta que no ha dicho «Lo haremos» o «Cuando quieras».
De pronto, un hecho aislado y completamente imprevisible, rompe cualquier sensación de agobio demasiado parecida a la rutina que Didier pudiera sentir en estos precisos instantes: el timbre suena tan insistentemente que temes que se vaya a quemar.
Corres hacia la puerta de entrada para aplacar ese horrible sonido y Didier te sigue a la zaga. Cuando abres la puerta (¡Sorpresa!) te encuentras con la anciana chalada.
−¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí arriba?
Te quedas sin palabras.
−¡Se me podría haber caído el techo encima!
−Lo siento. Yo…
−Sois unas viciosas. Todo el día con el chiqui-chaca, chiqui-chaca. ¡Me vais a volver loca!
−Bueno, todo el día tampoco…
−No tendréis nada sucio montado ahí dentro, ¿no? −pregunta abriendo la puerta lo suficiente para echar un ojo al interior.
−Seremos más cuidadosas la próxima vez, señora Richaud −le dices, cerrando la puerta poco a poco.
−¡Gouine! −exclama alzando el brazo como quien está a punto de atacar. Ahora te ha reservado el insulto solo a ti. Cierras la puerta del todo.
Las carcajadas de Didier llenan el pasillo durante un buen rato y tú te unes, porque la situación parece sacada de una película de Almodóvar. Lo que no sabes es que la señora Richaud acaba de contribuir de forma directa a que haya una próxima vez con tu jefe.
−Te propongo un reto −te dice en la puerta, a punto de irse.
No, no se va a quedar a dormir. Eso debería ser una pista.
−Dime.
−La semana que viene hay una reunión importante de los altos cargos de la empresa para hablar de lo bien que han estado haciendo su trabajo. Te reto a que vengas sin ropa interior.
Dudas, pero contestas:
−¿Qué gano si acepto?
−Te llevaré a cenar a un italiano.
−No me motiva mucho, ya lo has hecho.
−Ah, no, no. No te equivoques −sujeta tu barbilla, tentándote a que le pidas que se quede−. Todavía no hemos estado en un auténtico italiano −te besa en la parte de la clavícula.
Las opciones son opuestas, pero así de complicado es tomar una decisión. ¿A cuál de las vocecitas vas a escuchar?