ACEPTAS EL RETO

Bajas las persianas de la sala de reuniones donde tendrá lugar la gran reunión y enciendes el proyector para comprobar que todo funciona correctamente. Las luces de la mañana se filtran sutilmente y el ronroneo del aparato al encenderse te quita la presión de que haya posibles fallos técnicos de última hora. Cuando vuelves la vista a la sala, sueltas una exclamación: donde antes estaban las filas de sillas vacías, ahora hay pupitres ocupados por seis personas que no apartan la vista de la pantalla. En el centro está Didier, vestido solo con el chaleco y esa sonrisa cachonda tan suya. A su lado, Maxime en calzoncillos, aparentemente satisfecho con lo que está viendo. Al otro lado, Emile, también en paños menores, pero con la máscara de Spiderman arremangada sobre la cabeza. El resto te interesa menos: el poco agraciado jefe de Compras y dos desconocidos.

−¿Qué está pasando? −balbuceas antes de seguir sus miradas hacia el origen de tanta atención.

No puede ser. Eres tú posando desnuda, con los tacones puestos. Corres hacia el ordenador portátil para cerrar la imagen, disculpándote por lo sucedido, aunque no sabes cómo ha podido pasar. Intentas salir del modo presentación y cerrar Power Point, pero el ordenador no responde. Tus dedos se enredan encima del teclado. Aprietas tres teclas a la vez que no anulan lo que se ve en la pantalla y sueltas una retahíla de insultos mientras pulsas ferozmente la tecla de Escape. Un ligero murmullo te hace levantar la vista. La impresión es tal, que en tu estómago explota una traca de petardos. De derecha a izquierda, cada uno levanta un cartel con un número. Te están puntuando. Abres los ojos como platos, convencida de que este no es el reto que te había propuesto tu jefe. No habrías accedido a este espectáculo demencial. Bajas la tapa del portátil para cortar la conexión con el proyector y deshacerte de la lujuriosa invitación que transmites desde la foto. Pero a pesar de que ya no hay ordenador, la imagen sigue estando ahí proyectada y, sin hacerte el menor caso, ellos continúan con la vista clavada en ella.

−¿Solo un siete? −protesta Emile en dirección a Didier, con una camaradería inaudita.

Abres la boca, alucinada.

−¡Dejadlo ya! −tu grito cae en saco roto.

−Sí. Fíjate en la forma de sus labios, esa mueca, es muy sutil pero yo la veo. Eso quiere decir que ha forzado un poco −argumenta Didier.

−Yo la veo –uno de los desconocidos baja su puntuación de un ocho a un siete.

−Pues a mí me pone todo palote −opina Maxime, que se ha mantenido en el nueve−. Mirad la pose de guarrilla. Qué más da cómo ponga los labios. Y esas berzas…

−¡Ya está bien! −chillas, esforzándote para colocarte de un salto delante de la pantalla y taparla, pero estás pegada al suelo, ¡desnuda!

−La realidad supera a la ficción −dice entonces tu jefe, mirándote.

−Esto funciona, tíos −se alegra Emile, señalando las enormes gafas color fosforito que lleva puestas− ¡Bien por Ok Google! −añade.

−No son tus gafas, he sido yo que la he desnudado con la mirada −se burla Didier.

−Bueno, no os enrolléis más −dice el jefe de Compras, fiel a su costumbre de ir al grano−. Argumentad vuestras valoraciones.

−De acuerdo, empiezo yo −dice Didier.

−No, no, no −sueltas, esperando que, ahora que están pendientes de ti y no de la foto, puedan escucharte−. No quiero oíros hablar más.

−Pero se ha presentado al concurso, ¿no? −interviene Maxime, con un tono a lo Risto Mejide, mirando a los miembros del jurado.

−Así es. Si esto era algún tipo de apuesta que ha salido mal, ahora es demasiado tarde −expone Didier, recalcando su papel de líder en el perverso asunto.

−¡Salidos! −vociferas.

−Con esa actitud vamos a tener que bajar la puntuación y se quedará sin premio −avisa uno de los desconocidos.

No comprendes por qué, pero desde que estás en bolas, no te ha dado por taparte, por lo menos con los brazos. Supones que es todo tan surrealista que ya no importa que te vean.

−¿Qué premio?

−Pregunta por el premio −apunta Maxime, decepcionado.

−Lo siento −dice Emile bajando la mirada, avergonzado por levantar un cartelito con el número seis−. Esto es por la total falta de interés en conocer nuestra opinión.

−El premio es beneficiarte a uno de nosotros, el que elijas.

Te parece curioso que te lo diga el jefe de Compras, con lo feo que es. Apartas la vista de su pecho blanquecino y las tetillas de abuelo.

−No eternicemos esto, que me aburro. Démosle el premio ya –tu jefe se levanta de su asiento y te señala con su aparato hinchado y hambriento−. Vamos a alinear nuestros penes y que elija el que más le gusta.

Te despiertas con las piernas abiertas de lado a lado de la cama. No puedes hacer otra cosa que reírte. Ayer te quedaste dormida viendo Factor X, y si a eso le sumas tu mente calenturienta, el resultado es una parodia de Mujeres, hombres y viceversa. Tal y como está la cultura, no sería muy descabellado pensar que emitieran un programa donde una mujer tuviera que elegir entre varios hombres basándose solo en el aspecto de su pene. Está clarísimo en qué cadena lo emitirían.

Pero hoy también es el día del reto, y eso ha influido en que dieras rienda suelta a tu subconsciente. Le dijiste a Didier que aceptabas si conseguía añadir la palabra sperme en su discurso sin que nadie lo notara. Eliges la ropa que crees que menos te va a molestar para cumplir tu parte del trato, que es ir sin ropa interior, y te pones en marcha.

La última vez que te sentiste tan desnuda en público fue de niña en la playa. Era algo automático: siempre que pisabas la arena, empezabas a quitártelo todo porque decías que hacía calor. Eso fue una clara señal de que te convertirías en una mujer práctica. Y quizás también de que de mayor te costaría muy poco bajarte las bragas, como últimamente estás demostrando.

El contacto directo de las medias con tu entrepierna se te hace muy raro, pero a la vez te excita. Es como si, al tener menos prendas, fueras a asegurar la rápida entrada del pene del ejecutivo gabacho. Llevar las tetas colgando tampoco es lo más cómodo. Pareces una hippy naturista de esas que llevan camisas de franela y no se depilan los sobacos.

Subes al tranvía preguntándote cómo piensa Didier introducir esa palabra en su discurso sin que nadie se dé cuenta y te apeas riéndote sola, porque nunca te lo habías pasado tan bien con un hombre. Didier te da esa vidilla que necesitabas después de una relación con un sin sangre. Es como si hubieras estado viviendo en una cueva durante años, convenciéndote de que el gris era el color normal del día, pero intuías que había algo fuera y, cuando decidiste salir a la aventura, descubriste un abanico de colores que no esperabas. Sin duda Didier utilizaría el mito de la caverna de Platón para referirse a ese engaño que prolongaste en el tiempo.

En la oficina todo es estrés. La recepcionista está atacada de los nervios, quejándose de que tiene que atender las llamadas, estar pendiente de abrir la puerta del garaje a los directivos, y ahora encima la ponen a encuadernar. Todo a la vez. A Anabelle su conducta le está empezando a tocar la moral. Tú, que solo llevas cinco minutos, ya habrías estampado su cabeza contra la mesa.

Media hora después, tenéis todas las copias listas y has conseguido no mandar a la recepcionista a la mierda, cosa que te hace plantearte a una teoría interesante: ¿relajará no llevar ropa interior? 

Pero tres horas más tarde, tu hipótesis se desmorona.

Se ha estropeado el termostato de la sala en la que os habéis reunido y hace un frío que pela. Te has dejado la rebeca. La única persona que tiene una chaqueta a mano (y ya se ha ofrecido a prestártela mirando con poco disimulo tus marcados pezones), huele un poco mal, y tú no puedes abandonar la reunión ahora porque tienes que estar pendiente de que todos tengan lo que necesitan.

−Veo que has cumplido −te dice Didier en voz baja sonriendo a tus pechos−. Te espero a las seis en mi despacho.

−Ahora faltas tú −le adviertes.

Si tus pezones pudieran emitir luz, no te sería muy difícil hacer de lápiz láser. Didier ha empezado el discurso y tú estás atenta a cada palabra para interceptar la parte importante.

Antes de dar paso al señor Pinaud, tu jefe habla sobre su voluntad de parecerse a Google en cuanto al ambiente de trabajo y al ofrecimiento de más facilidades para sus trabajadores. Comenta que está intentando llegar a un acuerdo con el ayuntamiento para convertir el local vacío del edificio contiguo en un jardín de infancia para los hijos de los trabajadores.

Su iniciativa te parece digna de toda admiración y, con todo tu interés centrado en sus propuestas, te olvidas de la palabra, hasta que os cruzáis la mirada en el mismo instante en que la introduce magistralmente en su discurso: al hacer referencia a la aplicación que ideó la directora de la empresa modelo para trabajar desde casa, ha dicho «Elle s’permet». Y así ha podido introducir la palabra sperme sin que nadie lo note.

Te sonríe, travieso, y tus pezones responden salvajemente, amenazando con rasgar la blusa. Este hombre hace lo que quiere con el idioma. Mejor dicho, con la lengua. Es lógico que estés loca por sus huesos, Irene. ¿Quién no lo estaría?

−No sé qué le has hecho −te susurra Anabelle al oído−. Me juré que no te animaría, Dios sabe que estoy harta de cambiar de compañera, pero debo reconocer que contigo, Didier es diferente.

−¿De verdad? −preguntas en tono despreocupado, pero lo que en realidad pasa por tu mente es que eres la tía más afortunada del planeta.

−Algo tenéis las latinas que volvéis locos a los hombres −dice, pero por cómo lo dice, no suena a un halago.

−Tanto como locos…

Anabelle te mira con un «No lo dudes».

−Ya me enseñarás algún truco −añade, dándote con el codo.

No, por favor. No quieres hablar de eso con tu compañera… Tiene pinta de escandalizarse con la sola mención de la palabra rabo. Te la imaginas diciendo «Ay, Irene, no lo llames así. Llámalo miembro viril».

−Claro −sueltas con una risa forzada, esperando no tener que contarle nunca a tu compañera de trabajo cómo te lo montas con tu jefe.

**

Eres incapaz de concentrarte y acabar el informe que debes entregar a Didier sobre el proyecto de la sede en España. Eres un manojo de nervios y todavía tienes en la mente el tono con el que te ha dicho que te espera a las seis. No parece muy recomendable seguir con el informe en tu estado. Podrías llegar a escribir la palabra sexo sin darte cuenta. Lo mejor es que se lo entregues tal y como está, porque ni siquiera tienes asegurado que te lo vaya a pedir cuando vayas a su despacho. A lo mejor te pide una felación.

Que tengas este tipo de dudas es el ejemplo perfecto de un ambiente laboral inapropiado y perjudicial para la salud mental de cualquier persona con dos dedos de frente. Lo de Didier empieza a convertirse en una seria adicción que afecta directamente a tu estado emocional y que, si no se sacia, te hará parecer una yonqui desesperada por una dosis. Te imaginas el proceso de desintoxicación: con ojeras, sintiéndote miserable, con el pelo encrespado y constantes temblores por el deseo sexual insatisfecho.

No, el futuro con tu jefe no es muy esperanzador, pero ahora mismo no te importa. Estás decidida a seguir tus impulsos más inconscientes y continuar pensando en un modo creativo de copular en su despacho.

Diez minutos antes del momentazo, Anabelle te propone acudir con ella y sus amigas a un encuentro de mujeres con inquietudes sexuales (como ella misma ha descrito). Te inventas una rápida excusa para no tener que ir al tuppersex de divorciadas cachondas y Anabelle se despide con un «Nos vemos ahora», pero tú no has escuchado el ahora porque has tenido una idea genial y estás saboreándola.

Te diriges al lavabo excitada por la anticipación del momento y, de camino, alcanzas en el pasillo uno de los carteles de la empresa. Es un diseño corporativo que se compone de un fondo de colores vivos con varias carreteras que se cruzan y en las que están escritas palabras relacionadas con la filosofía empresarial como constancia, equipo, liderazgo o talento. Todas confluyen en un solo punto en el que, en grande, está escrita la palabra éxito.

La calefacción está a tope en ese lado de la oficina, y eso te permite llevar a cabo tu libidinoso plan sin el incómodo obstáculo del frío. También te lo permite el horario laboral francés, porque a esta hora todo el mundo está de camino a casa. Doblas cuidadosamente la ropa sobre la tapa del váter y, totalmente desnuda, coges el cartel que has apoyado un momento en la pared. Te lo colocas desde el comienzo de tus pechos hasta la parte inmediatamente posterior a tu vagina. Pareces a punto de salir a una manifestación por los derechos de los nudistas.

Te asomas al pasillo. Desierto. Avanzas por el suelo enmoquetado hasta situarte frente a la puerta de tu jefe. La frase de introducción ya se ha formado en tu mente: «Mi dedicación sexual apunta hacia el éxito». Llamas a la puerta y tu jefe acaricia la palabra «Adelante» con su afrancesada lengua. Sonríes imaginándotelo en su silla, desnudo. Abres la puerta de par en par a la vez que dices «Mi ded…», pero no llegas ni a pronunciar la segunda palabra. Todas las mujeres que hay en el despacho te repasan con miradas de estupefacción y animadversión.

−Mierda.

Te das la vuelta para salir pitando de allí y el público al completo obtiene un primer plano de tu culo. No has tenido tiempo de ver la cara de Didier, pero no debe de ser muy diferente a la del resto. «Todo es culpa suya. ¿Cómo se le ocurre?», te preguntas corriendo al baño.

Si le hubieras hecho más caso a Anabelle, te habrías enterado de que a las seis había una reunión de departamento, porque ella te preguntó si habías recibido la invitación, ya que a veces el servicio de correo las clasificaba como spam y las eliminaba de la bandeja de entrada, tal y como había pasado.

Ahora mismo podrías vomitar la vergüenza que te araña el estómago. Jamás lo habías pasado tan mal. Es casi como si tu sueño se hubiese hecho realidad, solo que peor. Se te escapan las lágrimas, no quieres salir de este cubículo nunca. Te repites lo idiota que puedes llegar a ser. Te has lanzado como una kamikaze y ahora te van a despedir. Seguro que Josefine, la jefa de Recursos Humanos, la de la cara de señorita Rottenmeir, está hablando con Didier, sulfurada, diciéndole que es de vital importancia despedirte si quiere que su empresa sea seria, y no un burdel.

El torrente de lágrimas entrecorta tu respiración. Hacía tiempo que no llorabas tanto. No puedes evitar pensar si tomaste una buena decisión yéndote de Barcelona, porque no parece que sepas muy bien cómo encarrilar tu vida. Todo lo que has hecho desde que pusiste un pie en esta empresa es impropio de ti y más propio de una trepa buscona. Coges un poco de papel higiénico y envuelves tu nariz con él, sonándote con desesperación. Te pasas un buen rato ahí, sin saber qué hacer ni cómo salir con la cabeza alta, hasta que alguien llama a la puerta con suavidad.

−Está ocupado −gimes.

La voz te llega amortiguada.

−Irene, ya se han ido. Por favor, déjame entrar.

Es Didier.

−¡No! ¡Lárgate! ¡No quiero verte!

−Ha sido culpa mía, lo siento. Escúchame, esto no va a salir de aquí, se lo he hecho prometer a todas.

−No te creo.

−Ábreme. No hagas que tenga que contártelo todo a través de una puerta −dice con dulzura.

El chasquido del cerrojo lo invita a entrar. Y cuando te ve de esa guisa (todavía desnuda, con los churretes del rímel corrido, y los ojos y mofletes rojos de llorar), su cara se llena de preocupación.

−Irene –te dice cariñosamente mientras te rodea con los brazos.

−Soy ridícula. Nada me sale bien.

−No digas tonterías –contesta apartando su cuerpo para poder rodear tu cara con sus manos−. Olvida lo que ha pasado.

−¿Cómo lo voy a olvidar? Estaba hasta la de Recursos Humanos ahí, ¡joder! ¿Cómo se te ocurre insinuarme de esa manera que vaya a tu despacho?

−Anabelle ha comprobado que te mandó la invitación. Siempre nos sentamos después de una reunión importante, a última hora.

−¡No me llegó! −protestas−. Ahora tendrás que despedirme.

−¿Por qué?

−¿Cómo que por qué? Es obvio.

−Lo primero, cálmate. ¿Te vas a quedar así? −te pregunta repasando tu desnudez de arriba abajo−. ¿No vas a coger frío?

−Estoy bien, gracias.

−Escucha, no olvides que soy el dueño de la empresa, y si a mí me da la gana deshacerme de testigos, me deshago –te sonríe−. Y dicho esto, le he explicado a Josefine que tenemos una relación y...

−¿Una relación? −interrumpes. Tu cuerpo ha recibido una intensa sacudida. La palabra relación ha puesto en funcionamiento tu libido.

−Exacto, una relación −todo palpita a toda velocidad−. Después me he disculpado por no haber sido lo suficientemente cuidadoso en horas de trabajo y le he asegurado que, a partir de ahora, limitaremos nuestra relación personal al exterior de la oficina.

−¿Eso haremos? −preguntas, con una vocecilla que pone en evidencia tu deseo.

−Claro que no.

Te ríes.

−¿Y qué hay de las otras? −preguntas acariciándole el cuello con una sonrisa.

−Confío totalmente en Anabelle y a las otras dos las he amenazado.

−Mala persona −le reprendes. Él pilla el tono y arrima su miembro burgués, todavía oculto bajo la ropa.

−Les he dicho que haré de sus vidas un auténtico infierno como me entere de que se han ido de la lengua −añade, siguiéndote el juego, lamiéndote la oreja después.

−Espero que Josefine no esté escuchando detrás de la puerta −dices, sintiendo la entrada de sus delicados dedos en tu interior.

Y vuestras bocas se unen en un fogoso reencuentro, todavía más salvaje que los anteriores. Casi podríais arrancaros los labios. No se quita los zapatos, ni los calcetines. Sus pantalones se arrugan en los tobillos. Lo que urge ahora es que notes lo mucho que quiere poseerte. Su miembro toma el recorrido que ya conoce, adentrándose con orgullo. Abrazas su embiste con fiereza, hincando tus uñas en su espalda, dejando las marcas de vuestro inapropiado encuentro sexual. Didier te pide que te des la vuelta y te agaches. Obedeces dispuesta a todo por alcanzar el máximo placer. Pones el culo en pompa y él accede por detrás, agarrándote por las caderas, tomando una postura claramente animal. Es electrizante. Los gritos de placer se hacen cada vez más audibles. Cuando estás a punto de llegar al orgasmo, Didier detiene su embiste y acerca la lengua a tu oído.

−Ahora serás una pluma en mis brazos, delicada y deliciosa.

No sabes a qué se refiere hasta que te toma como si no pesaras más que una muñeca de trapo y, como si fuera un acróbata, coloca tus piernas sobre sus hombros, ganándose así una clara perspectiva de la entrada que ahora se dispone a taladrar con la lengua. Das las gracias a un Dios en el que nunca has creído cuando, con la espalda pegada a la pared, observas desde arriba lo bien que están escavando ahí abajo.

Tu grito se dilatará en el tiempo, y será como encontrar una gema de la que no se conocía su existencia, porque hasta ahora has disfrutado con él, y mucho, pero cada vez que piensas que habéis alcanzado el éxtasis más álgido, resulta que todavía hay margen para superarlo. Las posturas son importantes, vaya si lo son. Desde ahí arriba todo se magnifica. Es doblemente excitante porque mides el doble. Así deben de follar los que trabajan en el circo, estás segura. Te agarras al asidero que es su pelo y cierras los ojos, dejándote llevar por los espasmos que llegarán, inexorablemente.

**

Si te pinchan, no sangras. La famosa cena que te ganaste por acceder a ir sin ropa interior a la reunión, y que luego superaste, según la opinión de tu jefe, cuando decidiste llamar a su puerta cubriéndote únicamente con un cartel corporativo, debía tener un premio que lo compensase, y ese no era cenar en el italiano más caro de Montpellier, ni siquiera en el de París. Y es que… ¡Estás en Roma!

Habéis cogido por la mañana un vuelo en primera clase y habéis pasado el día en un hotel de lujo en el que os han cuidado a la perfección a base de masajes, circuitos de spa y una comida exquisita. Y si todavía no habéis fornicado como posesos, es porque Didier te tiene reservado algo muy especial esta noche. Te ha dicho que vale la pena esperar, que será algo nuevo para ti, y que está convencido de que te gustará. «Es el súmmum del placer», ha recalcado citando a un filósofo que ya no recuerdas porque estabas pensando en su cuerpo encima de ti, y en su miembro haciéndose paso entre tus labios.

No ha querido darte muchas pistas de lo que ocurrirá esta noche y le has avisado de que eso es mortal para cualquiera, puesto que eso genera expectativas a cada cual más fantasiosa, muchas veces de difícil consecución, y puede acabar en una tremenda desilusión, aunque ya con lo de Roma se ha superado. Pero sigue sin soltar prenda, solo te asegura que nunca te esperarías algo así, ni en tus fantasías más locas. Tienes que admitir que eso te ha acojonado un poquito.

Le preguntas cómo debes vestirte y te dice que es una fiesta, pero no de etiqueta, aunque los invitados son de alto standing. Tres horas después, una limusina con chófer os deja en el camino de tierra de una villa romana.

−¡Menudo sitio! –miras a Didier con los ojos muy abiertos.

−Sí −sonríe−. Es de uno de mis amigos más queridos. No hay rincón en esta casa que no te transporte a otra época. Me encanta venir aquí.

Salís del coche.

−¿A qué se dedica tu amigo?

−Al cine.

−Oh… ¿Habrá famosos?

−No esa clase de famosos.

No comprendes a qué se refiere, pero te encoges de hombros pensando que se refiere a que no es gente tipo George Clooney, sino actores italianos de los que no habrás oído hablar en tu vida. En parte tienes razón, pero al mismo tiempo, no sabes lo mucho que te equivocas.

Rodeáis una fuente monumental siguiendo un camino enmarcado por setos. Él te guía con su mano en tu espalda, como buen caballero. Es como un sueño hecho realidad. Y depende del sueño al que te refieras, podría ser cierto.

Lo primero que te hace sospechar que quizás no estás en una fiesta tal y como tú la concibes, es el carro. Camináis hacia la entrada atravesando un corredor de arcos cuando escuchas un fuerte traqueteo a vuestra espalda. Te vuelves asustada, y ante tus ojos aparecen dos hombres desnudos, arrastrando un carro romano en cuyo interior hay una mujer, de grandes pechos de silicona, con un látigo. Pasa por vuestro lado y os atiza riendo histéricamente.

−¿Pero esto qué es?

−Una fiesta temática −responde Didier, como si nada.

−¿Vamos a disfrazarnos de romanos?

−Algo así. ¿No te parece una idea genial?

−Supongo que sí −respondes, dudando−. Me gusta disfrazarme.

Te dices que quizás hayáis ido a toparos con los invitados más alocados de la fiesta, o incluso que el anfitrión los ha contratado como parte del espectáculo de la noche. 

Pero tus teorías solo se sostienen hasta que llegáis al epicentro de la velada.

Las palabras se han atascado en tu garganta: estás en una bacanal de carne con carne sin miramientos, sin importar cuál sea el sexo o la cantidad.

Observas a Didier como si fueras un pez sacando la cabeza fuera del agua, sin tener muy claro si descargar tu furia contra él o echarte encima suyo para coordinarte con el resto del gentío. Un hombre corpulento con acento italiano e infinidad de vello moreno en el pecho se acerca a vosotros.

−¡Francesco! –Didier lo abraza sin importarle que el italiano lleve un tanga de leopardo y una boa de color lima alrededor del cuello−. Cuidado, es la primera vez para Irene −le hace saber a su amigo, que se acerca con mucha confianza.

Detienes el avance del señor peludo con una mirada matadora, por lo que él limita su saludo a una reverencia con la cabeza. «Servíos», os invita, pero a estas alturas ya sabes que no está hablando de la bebida ni de los canapés.

Si ahora mismo estás tan enfadada que podrías romperle el cuello a tu jefe, es que has decidido que no particias en la orgía. 

Si quieres subirte al barco del exceso con Didier y estás dispuesta a tener ese tipo de relación, claramente participas en la orgía.