Capítulo 11
EL DECLIVE DEL NACIONALISMO ÁRABE
En el transcurso de la década de 1950, Gamal Abdel Nasser y los Oficiales Libres iban a ponerse a la cabeza de Egipto y del mundo árabe tras una serie de insólitos triunfos. La palabra «Nasserismo» pasó a convertirse en la expresión dominante en el lenguaje del nacionalismo árabe. En todo el mundo árabe, un gran número de hombres y mujeres empezaron a creer que el presidente egipcio había concebido un plan maestro para unificar al pueblo árabe y conducirlo a una nueva era marcada por la independencia y el poder. Y al realizarse la unión de Siria y Egipto vieron sus esperanzas finalmente materializadas.
La notable secuencia de éxitos de Nasser llegaría no obstante a su fin en la década de 1960. La unión con Siria se deshizo en 1961. El ejército egipcio quedó empantanado en la guerra civil del Yemen. Además, en el año 1967, Nasser embarcó a la nación egipcia y a sus aliados árabes en una desastrosa guerra con Israel. La liberación de Palestina, largo tiempo prometida y esperada, quedó pospuesta a un futuro todavía más remoto al ocupar Israel el resto de los territorios palestinos, junto con la península egipcia del Sinaí y los Altos del Golán sirios. Las esperanzas que albergaba el mundo árabe a principios de los años sesenta, se vieron reducidas casi a la nada a la muerte de Nasser, ocurrida en 1970, dado que no habían dado lugar sino a un gran sentimiento de decepción y cinismo.
Los acontecimientos de la década de 1960 habrían de ejercer un fortísimo impacto en el mundo árabe, radicalizando las distintas posturas de las partes. A medida que el imperialismo británico y francés fueran convirtiéndose en un asunto cada vez más relegado al pasado, los árabes comenzarían a verse progresivamente arrastrados a la política de la guerra fría. En la década de 1960, los estados árabes habían quedado ya divididos en dos bandos: uno partidario del bloque occidental y otro favorable a la órbita soviética. La influencia de la guerra fría se observaría de manera todavía más pronunciada en el conflicto árabe-israelí, que terminaría convirtiéndose en una especie de guerra por delegación entre los respectivos brazos militares de la unión Soviética y los Estados Unidos. Al parecer, la experiencia que vivían los árabes seguía rigiéndose por la máxima del divide y vencerás.
* * *
La República Árabe Unida acabaría transformándose en un desafío superior a todo cuanto Nasser hubiera podido imaginar jamás. Según se dice, Shukri al-Kuwatli, el dos veces depuesto presidente sirio, habría advertido a Nasser de que Siria le resultaría «un país difícil de gobernar». Así lo explica el propio al-Kuwatli: «El 50 por 100 de los sirios se tienen a sí mismos por líderes nacionales, el 25 por 100 se consideran profetas, y el 10 por 100 se imaginan que son dioses».1
La dominación egipcia irritaba a los sirios. El ejército de Siria, que al principio se había mostrado tan entusiasmado con la idea de la unión, detestaba tener que aceptar las órdenes de los oficiales egipcios. Las élites terratenientes sirias se sentirían ultrajadas al aplicarse a Siria el plan de reformas agrarias puesto en marcha en Egipto. En enero de 1959 se habían confiscado ya a los grandes latifundistas más de cuatro mil kilómetros cuadrados de tierras cultivables, distribuyéndose entre los campesinos sirios. Al ampliar el Gobierno el papel que ya venía desempeñando en la planificación económica, los hombres de negocios sirios vieron socavada su posición social a consecuencia de la imposición de los decretos socialistas que transferían la propiedad de sus compañías, hasta entonces privadas, a manos del Estado. Y el ciudadano sirio corriente quedaría abrumado por el peso de la conocida vocación de la burocracia egipcia por el más farragoso de los papeleos.
Los egipcios se enajenarían el aprecio de las élites políticas sirias al excluirlas del Gobierno. La sociedad siria mostraba un fuerte interés por las cuestiones políticas, así que a los dirigentes sirios les irritó mucho que se procediera a la disolución de sus partidos y que ellos mismos tuvieran que supeditarse al esquema egipcio, que imponía la existencia de un único partido estatal. Nasser confiaría a su mano derecha, el mariscal de campo Abdel al-Hakim Amer, la misión de actuar como virtual virrey en la esfera del Gobierno regional sirio, relegando a los miembros del partido Baaz —que sostenían al propio Nasser— a cargos de importancia secundaria. A finales del año 1959, los principales dirigentes del Baaz habían presentado ya la dimisión y abandonado el gabinete de la República Árabe Unida, expresando de ese modo su protesta por el trato recibido —y entre ellos figuraban algunos de los artífices de la propia unión de Siria y Egipto, como Salah al-Din bitar—. En agosto de 1961, Nasser decidió prescindir por completo del Gobierno regional sirio y regir el país por medio de un gabinete más amplio radicado en El Cairo.
Tras haber empujado a la nación a unirse con Egipto en febrero de 1958, el ejército sirio optó ahora por organizar un golpe de mano a fin de cortar amarras con el país del Nilo y recuperar el control de Siria. En la madrugada del día 28 de septiembre de 1961, varias unidades del ejército sirio se presentaron en Damasco antes del amanecer, arrestaron al mariscal de campo Abdel al-Hakim Amer y tomaron la emisora de radio. El 30 de septiembre, el Gobierno interino sirio, cuyo gabinete estaba formado enteramente por civiles, expulsó a Amer del país y ordenó la deportación de todos los egipcios que residieran en suelo sirio —es decir, unos seis mil soldados, cinco mil funcionarios públicos y una cifra de trabajadores temporales situada entre los diez mil y los veinte mil individuos—.
Nasser quedó perplejo ante la recién descubierta vocación siria por la secesión. Su primera reacción consistió en enviar al ejército egipcio para sofocar el golpe por medio de la fuerza. No obstante, pocas horas después, y con el ánimo ya aplacado, ordenó el repliegue de sus tropas, aceptando la separación de Siria «para que no se vierta sangre árabe», afirmó. El periodista Mohamed Haikal recuerda que «a Nasser le atormentaba el fracaso de la República Árabe Unida». «Había sido la primera concreción internacional del sueño de unidad árabe que acariciaba, y el proyecto no volvería ya a reactivarse en vida del dirigente egipcio.»2
En los primeros momentos posteriores al golpe sirio, Nasser echaría la culpa de la quiebra de la RAU a sus adversarios —es decir, a los jordanos, a los Saudíes e incluso a los estadounidenses—. Sin embargo, la secesión siria obligaba a Nasser a responder a preguntas mucho más arduas, interrogantes relacionadas con sus propias directrices políticas y con el sesgo que había adoptado la Revolución egipcia. Jamás llegaría a reconocer el problema más obvio de la República Árabe Unida: que Egipto había gobernado de un modo cuasi imperial a los altivos sirios. En vez de aceptar esa realidad, Nasser llegó a la conclusión de que Egipto y Siria habían sido incapaces de conseguir los niveles de reforma social necesarios para que lograra funcionar un plan de unión árabe tan ambicioso. Su respuesta a la disgregación de la RAU se centró en elaborar un programa de acción radical concebido para eliminar de la sociedad árabe a los elementos «reaccionarios» y allanar así el camino a una futura unión del pueblo árabe de carácter «progresista».
A partir del año 1962, Nasser optaría por encauzar a la Revolución egipcia por la senda del socialismo árabe —un conjunto de prioridades notablemente ambicioso, aunque un tanto quijotesco, que venía a fusionar el nacionalismo árabe con el socialismo de corte soviético—. El Gobierno egipcio aceleró el proceso de nacionalización de las empresas privadas, que había comenzado en el año 1956, tras la crisis del canal de Suez, al objeto de crear una economía dirigida enteramente por el Estado. En el año 1960, el Gobierno de la República Árabe Unida empezó a aplicar el primer plan quinquenal (1960-1965), de inspiración perfectamente soviética, con los objetivos, declaradamente ambiciosos, de lograr una significativa expansión económica en la esfera industrial y de aumentar la producción agrícola. En la campiña se intensificaron las medidas para la concreción de la reforma agraria iniciada en 1952, promulgándose un conjunto de leyes nuevas que vinieron a reducir la posesión de tierras a una superficie máxima de cuatrocientos mil metros cuadrados, esto es, a la mitad de lo permitido anteriormente, redistribuyéndose los terrenos así expropiados entre los labriegos carentes de toda propiedad y los más humildes minifundistas. De este modo, las instituciones estatales habrían de conferir a los obreros de la industria egipcia y a los campesinos una relevancia hasta entonces inédita.
El nuevo rumbo político egipcio quedaría finalmente consagrado en la Carta nacional de 1962, un documento que trataba de tejer un proyecto político coherente con los mimbres del islam, el nacionalismo árabe y el socialismo. La Carta nacional no sólo veía a Egipto dotado de una nueva cultura política, sino que venía a establecer los ideales precisos para reorganizar a la sociedad árabe en su conjunto. El texto confiaba además la dirección ideológica del país al partido estatal oficial, la unión nacional, modificándose su nombre para convertirlo en la unión árabe Socialista.
Con este giro hacia el socialismo árabe, Nasser renunciaba a tratar de subvertir las normas de la guerra fría y unía su destino al de la unión Soviética, adhiriéndose al modelo comunista de una economía capitaneada por el Estado. En un intento de dejar la puerta abierta a futuros proyectos de unidad, Nasser siguió denominando «República Árabe Unida» a Egipto. Sólo en el año 1971 se aparcaría la idea de una RAU al modificar el sucesor de Nasser el nombre del país y pasar éste a conocerse como República árabe de Egipto.
El socialismo árabe iba a ejercer una gran influencia en Egipto y a dividir al mundo árabe. El discurso político adquirió en Egipto tonos mucho más doctrinarios que antes. Tras la ruptura de la RAU, los «reaccionarios» pasarían a convertirse en el blanco último de las críticas de Nasser, entendiendo por reaccionarios a todos aquellos individuos acaudalados que anteponían las estrechas miras del interés personal al progreso de la nación árabe. Por extensión, también los estados árabes que contaban con el respaldo de Occidente —esto es, las monarquías conservadoras como Marruecos, Jordania y Arabia Saudí, o las repúblicas liberales como Túnez y el Líbano— terminarían mereciendo el apelativo de estados «reaccionarios» (aunque en Occidente se las agrupara bajo el rótulo de estados árabes «moderados»). Los estados árabes revolucionarios se alinearon todos con Moscú y siguieron las directrices de su modelo económico y social. En el mundo árabe se los conocería como estados «progresistas» (siendo tildados peyorativamente de estados árabes «radicales» en Occidente). La lista de estados progresistas era en un principio muy pequeña, ya que la integraban únicamente Egipto, Siria e Irak, pero sus filas habrían de expandirse rápidamente al culminarse con éxito las revoluciones de Argelia, Yemen y Libia.
Al fraguar esta nueva división de la región, Egipto quedó bastante aislado, ya que no tenía unas relaciones excesivamente buenas con los demás estados árabes «progresistas» que comenzaban a despuntar en la zona, siendo particularmente malos los lazos que le unían con Irak. Sin embargo, justamente en 1962 iba a ganar Nasser un importante aliado. Tras librar la más sangrienta guerra anticolonial que hubiera conocido la región en toda su historia, Argelia conseguía independizarse al fin de Francia ese mismo año.
* * *
La guerra de independencia argelina se había desarrollado con tremenda furia durante cerca de ocho años, desde que estallaran los primeros alzamientos del uno de noviembre de 1954 hasta el establecimiento de la República Democrática Popular de Argelia en septiembre de 1962. El conflicto no iba a dejar intacto un sólo rincón de Argelia, extendiéndose a la campiña tras iniciarse en las ciudades y viceversa. Al final de la contienda, el saldo de víctimas mortales se elevaba, entre franceses y argelinos, a más de un millón de personas.
Cuando los argelinos pusieron en marcha su apuesta por la independencia eran muchas las razones que les inducían a pensar que podrían sufrir un gran número de bajas. En el año 1945, la violencia que habían empleado los franceses en la pequeña población comercial de Sétif, situada al este del país, para reprimir a los nacionalistas moderados del lugar —que deseaban hacer ondear la bandera de Argelia junto a la enseña francesa durante la celebración local de la victoria por la guerra de Europa— derivó en una serie de altercados que arrojarían un balance de cuarenta muertos entre argelinos y europeos. La desmesurada reacción francesa ante las manifestaciones de Sétif desencadenó un rosario de protestas en el conjunto de Argelia, prolongándose los disturbios durante todo el mes de mayo de 1945. Los franceses desplegaron sus buques de guerra así como su aviación y unos diez mil soldados para sofocar los levantamientos. Y si los insurgentes argelinos mataron en torno a un centenar de hombres, mujeres y niños europeos, muchos más iban a ser los argelinos muertos a consecuencia de las medidas represivas francesas. El Gobierno francés reconocería oficialmente la muerte de unos mil quinientos argelinos, aunque el ejército situó la cifra en torno a los seis mil u ocho mil individuos. Los argelinos reclaman que el número de víctimas se elevó nada menos que a cuarenta y cinco mil almas. Los franceses tenían la intención de que los acontecimientos de Sétif actuaran a modo de escarmiento y frenaran la aparición de nuevas actividades nacionalistas. Como era de prever, el criminal exceso de su respuesta consiguió exactamente lo contrario de lo que se proponía, empujando a muchos argelinos a abrazar la causa del nacionalismo. En el año 1954, cuando los argelinos se levantaran en armas contra los franceses todavía seguirían atormentados por el recuerdo de lo sucedido en Sétif.
Las graves pérdidas humanas derivadas de la guerra de independencia argelina de los años 1954 a 1962 no vendrían sino a reflejar la aplicación de la implacable lógica de la represión violenta. Los nacionalistas argelinos del Frente de Liberación nacional (FLN) creían que la mejor estrategia consistía en infundir terror a los franceses a fin de provocar una terrible represión contra el pueblo argelino y forzar así a la potencia colonial a abandonar el país, presionada por la opinión pública. Por su parte, los franceses no tenían intención de retirarse de su más antigua y sólida posesión norteafricana. «Argelia es Francia», insistían los franceses —y lo decían en serio—. Consideraban que los nacionalistas eran una fuerza marginal a la que terminarían aplastando y que de ese modo no quedaría más que una mayoría silenciosa y complaciente de argelinos que seguiría aceptando la dominación francesa. La tremenda brutalidad de la guerra que habría de producirse, con sus indecibles horrores, iba a conmover los cimientos de las sociedades francesa y argelina.
Los civiles comenzaron a padecer las atrocidades de la inminente guerra en agosto de 1955, al atacar el Frente de Liberación nacional a los colonos franceses de Philippeville y provocar ciento veintitrés muertos entre hombres, mujeres y niños. Tras los sucesos de Sétif, el FLN sabía que los franceses responderían vengándose y que las represalias generarían una general oleada de odio hacia los franceses. Y eso fue exactamente lo que sucedió. Los franceses reconocerían haber dado muerte a más de mil doscientos civiles argelinos como represalia por la masacre de Philippeville. El FLN afirmó por su parte que los franceses habían eliminado a doce mil personas. En consecuencia, miles de argelinos se alistarían como voluntarios en el Frente de Liberación nacional. De ese modo, el pequeño movimiento de insurgencia creado en el año 1954 en torno al FLN terminaría convirtiéndose en una guerra total a finales de 1955.
Al comprobar que miles de argelinos se presentaban voluntarios y se unían a la lucha de la liberación nacional, el FLN se las ingenió para consolidar su influencia en la política argelina mediante una mezcla de persuasión e intimidación. Las agresivas tácticas de los militares franceses animarían a buen número de partidos políticos y movimientos argelinos a hacer causa común con el FLN. Los antiguos nacionalistas como Ferhat Abbas, así como los partidos de izquierdas, como el comunista, decidieron fusionar sus organizaciones con el Frente de Liberación nacional, y éste iba a mostrarse implacable con todo foco de oposición interna. Se estima que en los tres primeros años de la guerra de independencia, el número de argelinos muertos por el Frente de Liberación nacional superaría en una proporción de seis a uno a los imputables a las operaciones francesas. En julio de 1956, el FLN se había hecho ya con la jefatura indiscutible de la lucha por la liberación nacional, lucha que según las declaraciones del propio FLN constituía a un tiempo una guerra de independencia y una revolución social.
La cúpula dirigente del FLN estaba integrada por seis comandantes internos, es decir, radicados en Argelia —los cuales se encargaban de organizar la resistencia en el ámbito de cinco provincias insurrectas, conocidas con el nombre de wilayas (o vilayatos en español)—, y por tres cabecillas externos acantonados fuera de Argelia que tenían su base de operaciones en El Cairo. Al estallar el alzamiento nacionalista en noviembre de 1954, los franceses recurrirían a su vasta red de inteligencia militar para tomar drásticas medidas contra los dirigentes internos del Frente de Liberación nacional. En los primeros seis meses, las operaciones de los franceses les llevarían a matar al comandante del vilayato II y a detener a los líderes de los vilayatos I y IV. Al quedar la cúpula interna seriamente tocada, la iniciativa pasó a gravitar en torno a los cabecillas externos.
De los tres jefes exteriores del Frente de Liberación nacional —Ahmed Ben bella, Hocine Ait Ahmed y Mohamed Khider—, sería Ben bella quien se alzara a la posición predominante (más adelante habría de convertirse en el primer presidente de la Argelia independiente). Nacido en 1918 en una aldea de la Argelia occidental, Ben bella era en todos los sentidos un producto de la Argelia francesa. El francés era su primera lengua, se alistó como voluntario en el ejército francés en 1936, y llegó incluso a jugar en un equipo de fútbol francés a finales de los años treinta. Lo que determinaría su conversión a la política nacionalista sería la forma en que los franceses reprimieran el levantamiento de Sétif en 1945. Las autoridades galas le arrestarían en 1951, pero lograría escapar de la prisión argelina en la que estaba recluido y llegar primero a Túnez y después a El Cairo, donde abriría una sede del Frente de Liberación nacional. Tras el estallido de la guerra, Ben bella comenzó a trasladarse de una capital árabe a otra a fin de recaudar fondos y conseguir apoyos políticos para la lucha de Argelia por la independencia.
En octubre de 1956, los franceses lograrían decapitar al FLN, desarticulando a su cúpula dirigente. Tras recibir informes fiables de sus servicios de inteligencia, las fuerzas aéreas francesas interceptarían un DC-3 marroquí en el que viajaban Ben bella, Ait Ahmed y Mohamed Khider, así como el comandante supremo de la cúpula interna, Mohamed Boudiaf, obligando al aeroplano a tomar tierra en la ciudad de Orán, situada en la parte occidental de Argelia. Los líderes del Frente de Liberación nacional fueron detenidos y enviados a prisión a Francia, donde permanecerían hasta el fin de la guerra de Argel.
La opinión pública francesa festejó el arresto de los cabecillas del FLN como si ese acontecimiento viniera a suponer el fin de la guerra de Argel. Mouloud Feraoun, un prestigioso escritor argelino perteneciente a la comunidad bereber de ese país, comentará amargamente que la captura de los máximos responsables del movimiento argelino no iba a contribuir en nada a restaurar la paz entre argelinos y franceses. «Aquí se presenta la detención [de los líderes del FLN] como una gran victoria, como el preludio mismo del triunfo final», confiará a su diario. «¿Qué victoria final? ¿La de extinguir la revuelta, la del aniquilamiento de la rebelión, la del renacimiento de la amistad franco-argelina, la de la recuperación de la confianza y el resurgir de la paz?»3 Escrito en un tono de acerba ironía, el texto de Feraoun viene a reconocer que, hicieran lo que hicieran los franceses, el arresto de Ben bella y sus compañeros no presagiaba una menor violencia, sino el recrudecimiento de los choques.
Por la época en que se produjo la detención de Ben bella y los demás, la violencia iniciada en la campiña se había extendido ya al interior de las ciudades. Una tarde de domingo del mes de septiembre de 1956, la relativa paz de la capital, Argel, iba a quedar conmocionada por el estallido de tres bombas colocadas en los barrios europeos de la ciudad. Fue el inicio de una violenta campaña conocida con el nombre de batalla de Argel. El Frente de Liberación nacional había llevado la guerra a la capital en un gesto calculado para provocar una reacción francesa capaz de estimular el respaldo con que contaba el FLN en el interior de Argelia y dar así origen a una condena internacional tan intensa que Francia terminara viéndose aislada. Durante el otoño de 1956 y el invierno de 1957, el Frente de Liberación nacional provocaría un gran número de criminales atentados terroristas. La respuesta de los franceses se centraría en la realización de redadas generalizadas y en una extendida práctica de la tortura, todo ello con la intención de dejar al descubierto la estructura montada por el FLN en Argel. La batalla de Argel atrajo efectivamente la atención internacional, y sin duda Francia hubo de enfrentarse a numerosas declaraciones de condena. Pero los argelinos hubieron de pagar un precio terrible por estas ventajas estratégicas.
Mouloud Feraoun observa horrorizado la violencia que se desencadena en Argelia y condena tanto a los franceses como al Frente de Liberación nacional, dado que ambos asesinan a inocentes. «Los atentados en las ciudades se están multiplicando», escribirá en su diario en octubre de 1956. Son acciones «estúpidas y atroces», añade. Personas «inocentes terminan así hechas pedazos. Pero ¿de quién son los inocentes? ¿Y quién es inocente? ¿Las docenas de pacíficos europeos que toman una copa en un bar? ¿Las decenas de árabes cuyos cadáveres cubren la carretera junto a un autobús destrozado? Terrorismo, contraterrorismo...», reflexionará con irónica amargura, «...gritos de desesperación, atroces aullidos de dolor, estertores agónicos. Y luego nada. La paz».4
En la batalla de Argel el Frente de Liberación nacional movilizaría a la totalidad de los estratos sociales. Las mujeres en particular desempeñarían un papel capital, ya que transportarían bombas, manejarían fusiles, actuarían como correos entre los dirigentes ocultos en sus distintos escondrijos y proporcionarían un sitio seguro en el que refugiarse a los activistas perseguidos por los franceses. La película dirigida por Gillo Pontecorvo en 1956 y titulada La batalla de Argel capta con crudo realismo el rol de Djamila Bouhired y de otras mujeres del movimiento.
Fatiha Bouhired y Djamila, su sobrina de veintidós años, tendrían una actuación muy destacada en la batalla de Argel. El marido de Fatiha Bouhired había sido uno de los primeros hombres del barrio de la alcazaba, esto es, la ciudadela del casco viejo de Argel, en unirse al movimiento por la independencia. Los franceses le detuvieron a principios de 1957, matándole al tratar de huir. La muerte de su marido no vino sino a reforzar el compromiso que ya unía a Bouhired con la lucha por la liberación de Argelia, de modo que accedió a que el FLN pusiera en marcha una fábrica de bombas clandestina en su desván. Su sobrina Djamila sería una de las encargadas del transporte de las bombas, entregando asimismo la correspondencia que intercambiaban los activistas del Frente de Liberación nacional que se escondían en la alcazaba. Ambas mujeres darían muestras de una notable presencia de ánimo en circunstancias muy apremiantes. En una ocasión, Fatiha y Djamila recibieron el aviso de que varios soldados estaban a punto de registrar su domicilio. Prepararon café, pusieron música clásica en el gramófono y se pusieron su mejor vestido. Al llegar, los integrantes del pelotón se encontraron a unas atractivas mujeres que les dedicaban el cálido recibimiento que acostumbra a reservarse a los invitados y que les ofrecían una taza de café recién hecho.
—Me encantaría saber qué hay detrás de esos bellos ojos —murmuró sugerentemente el capitán de la patrulla a Djamila Bouhired.
—Detrás de mis ojos —replicó la joven con una seductora inclinación de la cabeza—, está mi pelo.5
El registro de los oficiales no pasaría del salón.
La policía pronto descubriría el rostro oculto de Djamila Bouhired. El 9 de abril de 1957, Djamila recibió un tiro en el hombro mientras trataba de huir de una patrulla francesa que recorría la alcazaba. Al ser detenida le encontraron unas cartas dirigidas a Saadi Yacef y a Alí la Pointe, cabecillas pertenecientes a la cúpula del Frente de Liberación nacional y dos de los hombres más buscados en ese momento en todo Argel. La condujeron a un hospital para que le trataran la herida de bala, y después fue transferida directamente de la mesa de operaciones a la sala de interrogatorios.
Durante los diecisiete día siguientes sería sometida a las más horrendas torturas —torturas que aparecen descritas con precisión clínica en la declaración que se entregaría al falso tribunal que terminó condenándola a muerte—. No dijo una palabra. El único comentario que realizó ante la corte fue éste: «quienes me han torturado no tenían derecho a infligir semejante humillación a un ser humano: no lo tenían a perpetrar las vejaciones físicas que me han hecho padecer a mí ni a caer en la vileza moral de que se han hecho reos ellos mismos».6 Más tarde el tribunal conmutaría su pena de muerte por cadena perpetua.
Fatiha Bouhired continuaría trabajando para el Frente de Liberación nacional después de la detención de su sobrina. Compró una casa en la alcazaba en la que poder procurar un nuevo refugio a Saadi Yacef y a Alí la Pointe. Fatiha era la única persona en quien podían confiar los cabecillas ocultos. «En mi casa se sentían a sus anchas, cosa que no podían decir cuando se ocultaban con otra gente», explica Bouhired. Infinidad de recelos recorrían la alcazaba, ya que los franceses habían infiltrado colaboradores en el Frente de Liberación nacional, intoxicando además sus filas con datos de inteligencia obtenidos mediante la tortura de los detenidos. «Yo tenía miedo de la gente que podía haberse vendido —confiará más tarde Fatiha Bouhired a un entrevistador—, así que prefería hacerlo todo yo misma: yo me encargaba de la compra, yo les hacía de intermediaria, yo les ayudaba a trasladarse de un sitio a otro. Tenía que hacerlo todo, pero era la única forma de sentirme más segura.»
Los franceses perseguirían implacablemente a los miembros de la cúpula del Frente de Liberación nacional que habían logrado sobrevivir a las redadas de Argel. En julio de 1957, la hermana de Saadi Yacef fue arrestada. Sometida a la tortura, reveló el papel que estaba desempeñando Fatiha Bouhired en el movimiento de independencia, desvelando sus vínculos con Saadi Yacef y con una terrorista llamada Hassiba. Las autoridades francesas detuvieron inmediatamente a Bouhired. «Me llevaron y me torturaron toda la noche», recuerda Fatiha. «¿Dónde está Yacef? ¿Dónde está Yacef?», me preguntaban. Fatiha afirmó no saber nada de Saadi Yacef, y dijo que Hassiba sólo había estado una vez en su casa a fin de entregarle una pequeña ayuda económica en nombre del Frente de Liberación nacional, dado que había perdido a su marido. Se atuvo a su versión durante los repetidos actos de tortura, y al final logró convencer a los franceses de que decía la verdad. Entonces, las autoridades galas decidieron colocar a varios agentes en el interior de la casa de Bouhired con la intención de atrapar a Hassiba la próxima vez que hiciese acto de presencia y tratase de ayudar a Fatiha.
Pese a que los agentes franceses se hallaran en casa de Fatiha Bouhired, Alí la Pointe y Saadi Yacef permanecieron en su interior. Esto desembocaría en una situación irónica, ya que, sin saberlo, los franceses estaban proporcionando la mejor seguridad imaginable al centro de mando clandestino del Frente de Liberación nacional, estando Alí la Pointe sano y salvo en el desván y un retén de soldados franceses en la planta baja. Fatiha preparaba un cuscús, el plato típico argelino, a los agentes franceses acampados bajo el desván, presentando invariablemente el plato a Saadi Yacef a fin de que éste escupiera en la comida antes de que la mujer se la sirviera a sus inoportunos invitados. «Ahora les llevamos el cuscús, pero la próxima vez les serviremos una bien sazonada bomba», gruñía Yacef entre dientes.7
A Fatiha le irritaba su nuevo papel de falsa informadora de los franceses, pero la comedia llegaría abruptamente a su fin en septiembre de 1957, fecha en la que los franceses descubrieron el escondite de Yacef, procediendo inmediatamente a detenerle junto con Fatihya. Fatihya pasaría entonces varios meses en la cárcel —más adelante se negaría a comentar las torturas a las que había sido sometida—, finalmente fue puesta bajo arresto domiciliario.
Muertos o encarcelados la totalidad de los miembros más destacados del Frente de Liberación nacional que habían venido actuando en la capital, la batalla de Argel llegaría a su fin en otoño de 1957. Sin embargo, la guerra de Argelia como tal seguía desarrollándose en toda su furia.
Espoleado por el difícil éxito obtenido con la derrota de los insurgentes de Argel, el ejército francés reanudaría los esfuerzos que ya venía realizando para quebrar el espinazo del Frente de Liberación nacional en la campiña. A finales de 1956, los franceses pusieron en marcha una política centrada en obligar a los campesinos argelinos a abandonar sus hogares y granjas para confinarlos en campos de internamiento. El reasentamiento obligado de los argelinos de las zonas rurales ganaría ímpetu tras la batalla de Argel. Cientos de miles de hombres, mujeres y niños se verían así rodeados y forzados a vivir sujetos a la vigilancia francesa en campamentos militares completamente aislados de sus tierras de labor o de sus trabajos. Serían muchos los trabajadores rurales que huirían a las ciudades para no tener que verse obligados a acatar esas medidas dictadas por los franceses, aunque para congregarse, una vez en ellas, en las barriadas más humildes. Otros intentarían hallar refugio en Túnez o en Marruecos. En 1962, al finalizar la guerra, el total de campesinos argelinos desplazados de sus hogares se elevaba a tres millones de individuos, y muchos de ellos jamás habrían de regresar ya a sus antiguos hogares.
Los franceses incrementaron el aislamiento del Frente de Liberación nacional procediendo a cerrar las fronteras entre Argelia y las naciones vecinas con vallas electrificadas y campos de minas, evitando de ese modo el contrabando de armas, el paso de combatientes y la introducción de suministros, ya que hasta entonces todos esos elementos habían conseguido penetrar en Argelia a través de Marruecos y Túnez.
En términos militares, los franceses habían logrado contener y derrotar relativamente pronto a los insurgentes —ya en 1958—. Sin embargo, el FLN abriría nuevos frentes en la guerra que libraba por la independencia del país al conseguir que la comunidad internacional prestara atención a su causa. En el año 1957, y gracias a la ayuda proporcionada por Egipto y otras naciones del Movimiento de Países no Alineados, sus dirigentes lograron incluir la cuestión argelina en el orden del día de la Asamblea general de las Naciones Unidas. Al año siguiente, el Frente de Liberación nacional proclamaría haber formado un Gobierno provisional en el exilio, con sede en su filial de El Cairo, nombrando presidente al veterano nacionalista Ferhat Abbas. Y en diciembre de 1958, la República Popular China invitaría al Gobierno provisional de Argelia a enviar una delegación a su país, lo que no sólo significaba que los nacionalistas estaban empezando a hacerse con la atención y el apoyo de la comunidad internacional, sino que contribuía a aislar políticamente a Francia, pese a que pareciera haber ganado la guerra desde el punto de vista militar.
En el interior de la misma Francia estaba creciendo también —en torno al año 1958— la división por la cuestión argelina. Los contribuyentes franceses estaban empezando a notar el enorme coste de la guerra. Las fuerzas francesas destacadas en Argelia, cuya cifra se limitaba en 1954 a un contingente de sesenta mil hombres, se habían multiplicado por nueve en el año 1956, superando para entonces el listón del medio millón de soldados.8 Esta inmensa fuerza de ocupación no podía sostenerse sino por medio del reclutamiento forzoso y la prolongación del servicio militar, medidas que resultan siempre impopulares. De este modo, los jóvenes reclutas se vieron atrapados en una guerra marcada por indecibles horrores. Muchos de ellos regresaban a casa espantados por lo habían tenido que contemplar, y traumatizados por los actos cometidos: no sólo por las violaciones de los derechos humanos, los reasentamientos forzosos y las demoliciones de casas, sino por el peor acto de inhumanidad que pueda perpetrarse: el empleo sistemático de la tortura en hombres y mujeres.9 La opinión pública francesa quedó conmocionada al saber que había informes en los que se hablaba de que los soldados franceses habían recurrido a métodos asociados con la brutal represión que habían ejercido los nazis para desactivar la Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial. En el interior de Francia, los principales intelectuales galos, como Jean-Paul Sartre, comenzarían a mostrarse cada vez más abiertamente contrarios a la guerra, mientras que en el ámbito internacional el país se veía crecientemente aislado a causa de la violencia de una guerra imperial que además se libraba en una época marcada por los movimientos de descolonización.
Tanto el ejército como la comunidad formada por los franceses venidos a poblar Argelia se sintieron alarmados al constatar el vacilante apoyo que las autoridades francesas prestaban a la colonia argelina. En mayo de 1958, un grupo de colonos galos se rebelaría contra el anémico Gobierno del primer ministro francés, Pierre Pflimlin, al sospechar que estaba tratando de llegar a un arreglo con el enemigo, esto es, con el Frente de Liberación nacional. El eslogan que este grupo esgrimían rezaba: «¡El ejército al poder!». El 13 de mayo, los colonos irrumpieron en el despacho que tenía en Argel el gobernador general y declararon quedar desde ese instante bajo un Gobierno de facto regido por ellos mismos, organizado en torno a un «comité revolucionario de seguridad pública» presidido por el general Jacques Massu, comandante de las unidades de élite del cuerpo de paracaidistas del ejército.
Los militares franceses destacados en Argelia simpatizaban plenamente con el movimiento iniciado por los colonos. El 9 de mayo, el general Raoul Salan, comandante en jefe de las fuerzas francesas de Argelia, enviaría un largo telegrama a sus superiores de París. En él, Salan transmitía a las autoridades francesas las preocupaciones que embargaban a sus oficiales, que temían que el contenido de determinados «procesos diplomáticos» pudiera conducir «al abandono de Argelia». A renglón seguido, el general Salan añadía lo siguiente: «Al ejército de Argelia le preocupa saberse responsable de unos hombres que no sólo están combatiendo y corriendo el riesgo de un sacrificio, sino que temen que todo resulte inútil si los representantes de la nación no están decididos a conservar el carácter francés de l’Algérie».10 Salan advertía que sólo una acción resuelta por parte del Gobierno, una acción que viniera a demostrar su determinación de defender la condición francesa de Argelia, podría evitar un golpe militar —y no sólo en Argelia, sino también en la Francia metropolitana—. La crisis de Argelia amenazaba con derribar a la mismísima República Francesa.
La insurrección de los colonos causaría una gran conmoción en Argelia. Mouloud Feraoun se hará eco del miedo y la incertidumbre que reinaban en aquel momento, y así lo reflejará el 14 de mayo en su diario: «Clima de revolución. La gente se ha acantonado en sus casas. Los manifestantes recorren arriba y abajo las principales arterias de la ciudad. Las tiendas permanecen cerradas. La radio habla de que un Comité de Seguridad Pública ha tomado las riendas de todo tras haber ocupado las dependencias del gobernador general y hacerse con el control de la emisora». Los musulmanes de Argel se daban perfecta cuenta de que se trataba de una pugna entre franceses y de que no les concernía. A continuación Feraoun se interroga acerca de la capacidad que aún pudiera quedarle a la Cuarta República para soportar la presión. «básicamente, la guerra de Argelia está revelando ser un durísimo golpe para Francia, y quizá termine por asestar un mazazo mortal a la república. Dicho lo cual, no cabe duda de que ese impacto habrá de ser lo que procure remedio a la situación de Argelia y de los argelinos.»11
Poco después, el Gobierno de Pierre Pflimlin se vendría abajo, y el héroe de la Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial, el general Charles De Gaulle, regresaría al poder, entre multitudinarias aclamaciones públicas, en junio de 1958. En menos de tres meses, De Gaulle sometió a consulta plebiscitaria una nueva constitución, inaugurando así, en septiembre de 1958, la Quinta República.
Una de las primeras medidas del general De Gaulle sería precisamente tomar un avión y presentarse en Argelia para verse las caras con los miembros de la comunidad de colonos en rebeldía. En un célebre discurso pronunciado en Argel, De Gaulle lograría calmar tanto al inquieto ejército como a los no menos alterados colonos prometiendo que Argelia seguiría siendo francesa. «¡Os he entendido!», diría De Gaulle para tranquilizar a la arrebatada muchedumbre que le escuchaba. Adelantó asimismo la creación de una ambiciosa plataforma reformista destinada a promover el desarrollo de Argelia e integrar a sus ciudadanos árabes en el espacio económico-político francés mediante el progreso industrial, la redistribución de tierras y la creación de cuatrocientos mil empleos nuevos.
Las propuestas de De Gaulle iban claramente dirigidas a sosegar los ánimos del ejército y los colonos de Argelia, poniendo fin así al Comité de Seguridad Pública del general Salan. Sin embargo, sus comentarios vendrían a demostrar lo poco que entendía el movimiento nacionalista que estaba detrás del esfuerzo bélico promovido por el Frente de Liberación nacional. En una serie de reflexiones realizadas al hilo de las manifestaciones de De Gaulle, Mouloud Feraoun escribe con amargura: «¿nacionalismo argelino? no existe. ¿Integración? Ya la ha conseguido». Era como si De Gaulle estuviera remontándose a la idea de la asimilación, según aparece expuesta por primera vez en las afirmaciones realizadas en el proyecto de ley Blum-Violette de 1939. Puede que incluso en una fecha tan tardía como la del año 1945 la asimilación hubiera gozado de cierto predicamento, pero en 1958 resultaba irrelevante. Para Feraoun venía a ser como si De Gaulle les estuviera diciendo: «Sois franceses, chicos. Y nada más. No nos deis más quebraderos de cabeza».
Enfrentado no obstante a la obstinada resistencia del Frente de Liberación nacional, De Gaulle no tuvo más remedio que atender la exigencia por la que Argelia venía a demandar su plena independencia. Pese a las promesas de los primeros momentos, De Gaulle daría un vuelco a su posición y comenzaría a preparar a sus compatriotas para la secesión de Argelia. En septiembre de 1959 hablaría por primera vez de la autodeterminación de Argelia, lo que en enero de 1960 terminaría provocando una violenta serie de manifestaciones entre los colonos instalados en el país africano. De Gaulle perseveró, y en junio de 1960 convocaría en Evian la primera ronda de negociaciones directa con el Gobierno provisional de la República Argelina.
Las facciones más radicales del movimiento impulsado por los colonos y sus aliados del ejército comenzaron a ver en De Gaulle a un traidor. Crearían entonces diversas organizaciones terroristas, como el Frente de la Argelia Francesa, o la tristemente célebre Organización del Ejército Secreto, más conocida por las siglas de su denominación francesa —OAS, Organisation de l’Armée Secrète—, y empezarían a conspirar activamente para asesinar a De Gaulle. La OAS desencadenaría además una violenta campaña terrorista en el interior de la propia Argelia, causando bajas indiscriminadamente entre la población civil árabe.
Las negociaciones de Evian, sumadas a la quiebra de la seguridad pública, provocarían una grave crisis política entre los colonos y los militares destacados en Argelia. En enero de 1961 el Gobierno francés celebraría un referéndum en el que se planteaba la autodeterminación de Argelia, saldándose la consulta con un estrepitoso 75 por 100 de votos favorables. En abril de 1961, el regimiento de paracaidistas de la Legión Extranjera acantonado en Argel se amotinó para protestar por las iniciativas que estaba realizando el Gobierno francés con vistas a la concesión de la independencia a Argelia. Sin embargo, el amotinamiento no contó con excesivo apoyo en el seno del ejército francés, que se mantuvo leal a De Gaulle, de modo que sólo cuatro días después los cabecillas de la intentona se verían obligados a rendirse.
Conforme fuera debilitándose la posición de los colonos de Argelia —circunstancia que se produciría a finales de 1961 y principios de 1962—, la OAS iniciaría una escalada de acciones terroristas en el interior de Argelia. «Ahora da la impresión de que la OAS no molesta a nadie», consignará Mouloud Feraoun en febrero de 1962, en el que habría de ser uno de los últimos apuntes de su diario. «Asesinan con coches, con motos, con granadas, con ráfagas de metralleta y con puñales. Atentan contra los cajeros de los bancos, contra el personal de las oficinas de correos, contra los empleados de las distintas compañías ... Contando siempre con la complicidad de alguien y con la cobardía de todos.»12 La valiente voz de la razón que tan bravamente esgrimiera Feraoun sería silenciada por las pistolas de la OAS el 15 de marzo, tan sólo tres días antes de la firma de los Acuerdos de Evian.
Mientras la violencia seguía estallando con toda su fuerza en Argelia, el Frente de Liberación nacional y el Gobierno de De Gaulle hacían avanzar sin interrupciones las negociaciones que llevaban a cabo en Evian. El 18 de marzo de 1962, ambos bandos rubricarían los Acuerdos de Evian, por los que se confería la plena independencia a Argelia. Los términos de los acuerdos fueron sometidos al voto popular en un plebiscito que se celebró el 1 de julio en Argelia. Los argelinos votaron de forma prácticamente unánime en favor de la independencia (la convocatoria arrojó un saldo de cinco millones novecientos mil votos favorables y dieciséis mil en contra). El 3 de julio, De Gaulle proclamaría la independencia de Argelia. En Argel, las celebraciones se aplazaron por espacio de dos días para hacerlas coincidir con el aniversario de la ocupación francesa de la ciudad, ocurrida el 5 de julio de 1830. Tras ciento treinta y dos años de dominación gala, los argelinos habían conseguido expulsar al fin de su tierra a los franceses.
Las acciones terroristas, que no habían cesado, y la incertidumbre por lo que pudiera depararles el futuro si se quedaban, determinó que los miembros de la comunidad francesa de Argelia abandonaran el país en sucesivas oleadas —sólo durante el mes de junio de 1962 serían trescientos mil los colonos que optaran por marcharse—. Muchas de las familias que ahora dejaban sus hogares llevaban viviendo varias generaciones en el norte de áfrica. A finales del año 1962 no quedaban ya en Argelia más que unos treinta mil colonos europeos.
Con todo, el episodio más destructivo iba ser el del crudo enfrentamiento que rápidamente vino a oponer a los líderes internos del Frente de Liberación nacional con sus dirigentes externos, en lo que era una desesperada carrera por alcanzar el poder en el país por el que tan duramente habían combatido y que tan terribles sacrificios les había exigido. Para los habitantes de Argelia, exhaustos ya por los años de guerra, aquello fue la gota que colmó el vaso. Las mujeres de Argel se echaron a la calle para protestar por los combates en que se desangraban sus propios resistentes entonando cánticos en los que decían: «¡Siete años de guerra! ¡basta ya!».
Sin embargo, las luchas intestinas no habrían de cesar sino en septiembre de 1962, una vez que Ahmed Ben Bella y Houari Boumédiène consiguieran consolidar el control de Argel. Ben bella se pondría al frente del Gobierno. Un año después, en septiembre de 1963, tras la ratificación de la Constitución argelina, Ben bella sería elegido presidente. Tres años más tarde, Boumédiène desplazaría a Ben bella con un incruento golpe militar, circunstancia que vino a reflejar que en el seno de la cúpula dirigente del Frente de Liberación nacional seguían existiendo luchas entre las distintas facciones.
Para muchos, la independencia resultó ser una victoria pírrica, en particular para las mujeres argelinas. Tras el coraje y la capacidad de sacrificio demostradas, quedaron horrorizadas al enterarse de que Mohamed Khider, el líder del Frente de Liberación nacional, insistía en que las mujeres «volvieran a ocuparse de su cuscús». Baya Hocine, una de las veteranas de la batalla de Argel, que había sufrido torturas y pasado varios años en la cárcel, reflexiona de este modo acerca de las encontradas emociones que vendrían a embargarla tras la independencia:
El año 1962 fue una especie de pozo sin fondo. Antes de esa fecha todo se resumía en la gran aventura, pero después ... Nos vimos completamente solas. No sé lo que pensaban las demás mujeres, pero yo no tenía en mente ningún objetivo político inmediato. El año 1962 nos trajo el más grande de los consuelos, el fin de la guerra, pero al mismo tiempo inició un período de terrible temor. En la cárcel estábamos tan convencidas de que terminaríamos saliendo, de que construiríamos una Argelia socialista... Y después vimos que Argelia se edificaba sin contar con nosotras prácticamente para nada ... Sin que nadie pensara en nosotras. Para las mujeres, la situación era peor que antes, porque habíamos roto todas las barreras y nos resultaba extremadamente difícil dar marcha atrás. En el año 1962, se volvieron a poner en su lugar, una a una, todas las barreras, y de un modo que se nos hizo verdaderamente terrible. Se volvían a erigir para excluirnos.13
Argelia había conseguido la independencia, pero a un precio elevadísimo. Los argelinos habían visto morir a sus compatriotas y las dimensiones de la desorganización social no encontraban precedente en toda la historia árabe. La economía del país había quedado hecha añicos tras la guerra y la deliberada destrucción que habían dejado al partir los colonos en fuga. Sus dirigentes políticos se hallaban divididos en facciones antagónicas. Y la sociedad se veía escindida a causa de las diferentes expectativas que se tenían respecto a cual debiera ser el papel que los hombres y las mujeres debían desempeñar en la consolidación de la Argelia independiente. Con todo, Argelia se apresuraría a formar Gobierno y pronto pasaría a ocupar el lugar que le correspondía entre los estados árabes progresistas en su condición de república nacida de una lucha revolucionaria contra el imperialismo.
Con el éxito de la revolución argelina, Nasser encontró un nuevo aliado en su lucha contra los países árabes «reaccionarios». Egipto, al que seguía conociéndose con el nombre de República Árabe Unida tras la secesión de Siria, había establecido ya los escenarios en los que debería emprenderse la inmensa reforma del mundo árabe como paso previo a la consecución de la unidad árabe. La Argelia revolucionaria, decidida a poner el acento en el antiimperialismo, en la política identitaria árabe y en la reforma socialista, constituía un aliado natural. En junio de 1964, el nuevo partido estatal único de Nasser, la unión árabe Socialista, elaboraría así un comunicado conjunto con el Frente de Liberación nacional, un comunicado en el que ambas formaciones afirmarían su unidad de acción al objeto de promover el socialismo árabe.14
Nasser conseguiría cierto prestigio por haber prestado apoyo a la revolución argelina desde el primer momento y por haberlo mantenido hasta el día mismo de la independencia. De hecho, el dirigente egipcio estaba empezando a modificar su antiguo papel de portaestandarte del nacionalismo árabe y ahora intentaba presentarse como el campeón de los valores progresistas revolucionarios. Arrastrado por su propia retórica, Nasser comenzó a proporcionar un respaldo incondicional a los movimientos revolucionarios árabes allá donde surgieran. Cuando un grupo de oficiales vino a derribar la monarquía del Yemen, Nasser le ofreció su colaboración de inmediato. Así lo expresará él mismo: «Teníamos que proporcionar ayuda a la revolución yemení, aun sin saber quién se hallaba tras ella».15
* * *
El Yemen, una región largo tiempo autónoma pese a pertenecer al imperio otomano, había obtenido su independencia en el año 1918, constituyéndose con tal motivo en reino. El primer gobernante del recién independizado Yemen sería el imán Yahya (1869-1948), figura que al ser cabeza visible de la secta zaydí —una pequeña comunidad chiita que sólo se encuentra en el Yemen— quedaría convertido en líder religioso y político de su país. Durante las décadas de 1920 y 1930, Yahya lograría ampliar los límites de su dominación mediante la conquista de las tierras tribales que se extendían por las regiones septentrionales del Yemen, muchas de las cuales se hallaban habitadas por musulmanes sunitas.
A lo largo de su reinado, Yahya habría de hacer frente a las presiones a que le sometía desde el norte Arabia Saudí —cuyos gobernantes se apoderarían de la provincia de Asir y de la ciudad de Najran, entidades situadas ambas en lo que Yahya consideraba el «Yemen histórico»—, y Gran Bretaña por el sur, dado que los británicos llevaban controlando la ciudad portuaria de Adén y su traspaís desde la década de 1330, gobernándolos como si de una colonia más se tratara. Con todo, las constantes conquistas militares de Yahya conseguirían dar una sensación de unidad a una sociedad profundamente dividida por fisuras regionales, tribales y sectarias. Bajo la dominación de Yahya, el Yemen apenas tuvo relación alguna con el mundo exterior, permaneciendo centrado durante todo su mandato en materializar justamente las políticas que más pudieran preservar el aislamiento del país.
El retraimiento del Yemen llegó a su fin en el mismo momento en que terminó la gobernación del imán Yahya. El jeque de una de las tribus le asesinaría en el año 1948, acción tras la cual el hijo de Yahya, el imán Ahmed (que ocuparía el trono entre los años 1948 y 1962) le sucedería al frente de la nación. Ahmed tenía fama de ser un hombre despiadado, reputación que habría de verse confirmada tras su ascenso al poder, ya que sus primeros gestos consistirían en ordenar el encarcelamiento y posterior ejecución de sus rivales. Ahmed abandonó la política xenófoba de Yahya y estableció relaciones diplomáticas tanto con la unión Soviética como con la República Popular China, siempre en busca de ayudas al desarrollo y de asesoramiento militar.
No obstante, Ahmed no tenía garantizado el trono. En 1955, un golpe de mano fallido incrementaría sus recelos y le convencería de que se hallaba en peligro a causa de las actividades de sus adversarios internos y de las amenazas exteriores, procedentes de modo muy particular de Nasser y de sus constantes llamamientos al derrocamiento de los regímenes «feudales». La emisora de la Voz de los árabes, que radiaba sus programas desde El Cairo, llegaba hasta el Yemen, de modo que los yemeníes podían escuchar los electrizantes mensajes del nacionalismo y el antiimperialismo árabes.16 En un calco de lo que ya les estaba sucediendo a todos los demás líderes de los distintos países del mundo árabe, también en el Yemen lograría Nasser presionar al imán Ahmed con el directo llamamiento radiofónico que acostumbraba a dirigir a las gentes de la región, circunstancia que iba a ser motivo de tensiones entre el Yemen y Egipto.
Sin embargo, la hostilidad de Nasser hacia los gobernantes yemeníes no era completa. En el año 1956, Yemen, Egipto y Arabia Saudí sellarían un pacto antibritánico en Yida, y en 1958 el imán Ahmed daría pleno apoyo a la unión de Egipto y Siria, sumándose a un proyecto de federación con la República Árabe Unida al que se conocería con el nombre de Estados árabes unidos. Con todo, Ahmed se oponía tanto a la visión que Nasser tenía del socialismo árabe como a la idea de una economía dirigida por el Estado acompañada de la nacionalización de las compañías privadas, planteamientos que el imán condenaría en unos versos cuya traducción española vendría a decir lo siguiente: «obtener propiedades por un medio ilegítimo / es un delito contrario al derecho islámico».17
Formulada en el año 1961, inmediatamente después de que Siria se hubiera separado de la República Árabe Unida, la interpretación de la ley islámica que acababa de hacer el imán Ahmed enfureció a Nasser. Egipto cortó toda relación con el Yemen y la Voz de los árabes cargó todavía más las tintas de su retórica, presionando a los yemeníes e instándoles a derribar a la monarquía «reaccionaria» que los sojuzgaba.
La oportunidad acabaría presentándose al año siguiente. En septiembre de 1962, el imán falleció mientras dormía, dejando el reino en manos de su hijo y sucesor, el imán Badr. Una semana después, Badr sería derrocado por un golpe de mano de sus oficiales, declarándose instituida la República árabe del Yemen.
Los partidarios de la familia real yemení decidieron plantar cara a los golpistas, apoyados por el vecino reino de Arabia Saudí. Egipto respaldó con todas sus fuerzas tanto a la recién creada república como a los militares que la encabezaban, todo ello como parte de lo que Nasser consideraba una batalla de gran envergadura en la que venían a enfrentarse los progresistas y los reaccionarios del mundo árabe.
La revolución yemení degeneró rápidamente hasta convertirse en una doble contienda: la de la guerra civil librada en los límites del propio Yemen y la que oponía a árabes contra árabes al enfrentar a los egipcios con los Saudíes, o lo que es lo mismo, al orden republicano progresista con las monarquías «conservadoras». En términos globales se suponía que en ambos frentes de batalla se combatía por el futuro del mundo árabe. Lo cierto es que los intereses egipcios no estaban en juego y que lo único que se había producido era una confusión entre la retórica y la realpolitik. Aquella era además la primera guerra decisiva que libraba Nasser, e iba a terminar convirtiéndose en su particular Vietnam.
Las tropas egipcias comenzarían a inundar el Yemen tras el golpe militar del año 1962. A lo largo de los tres años siguientes, el despliegue de hombres pasó de un total de treinta mil efectivos a finales del año 1963 a un máximo de setenta mil soldados en 1965, lo que venía a representar aproximadamente la mitad de las fuerzas egipcias.
Se vio claro desde el principio que la guerra del Yemen no iba a poder ganarse. Los egipcios se enfrentaban a un conjunto de guerrilleros tribales que combatían en un terreno que conocían perfectamente, de modo que en el transcurso de los cinco años de la guerra habrían de morir más de diez mil hombres, entre soldados y oficiales egipcios. El elevado número de bajas y los escasos éxitos terminarían por afectar a la moral de la tropa, así que los egipcios se vieron incapaces de adelantar sus líneas y de superar significativamente las posiciones que ocupaban en la capital, Saná. Si los Saudíes financiaban económicamente a los partidarios de la monarquía yemení y los británicos les proporcionaban ayuda encubierta, los egipcios carecían de toda forma de recurso extra con el que afrontar los inmensos gastos de una guerra en el extranjero. Con todo, este tipo de consideraciones prácticas no harían mella alguna en Nasser, a quien cegaba el convencimiento de hallarse cumpliendo la misión de promover la reforma revolucionaria que según él precisaba el mundo árabe. «La retirada es imposible», diría Nasser al general que dirigía las operaciones del Yemen. «Si lo hiciéramos, la revolución yemení se desintegraría.»18
Nasser se mostró plenamente dispuesto a admitir que consideraba que la guerra del Yemen constituía «más una operación política que militar». Lo que no logró percibir fue el impacto que la guerra del Yemen iba a ejercer en la capacidad del ejército egipcio para hacer frente a una amenaza más inmediata: la de Israel.
* * *
En la década transcurrida desde que estallara la crisis del canal de Suez, Israel y sus vecinos árabes se habían embarcado en una carrera armamentística, preparándose unos y otros para el siguiente e inevitable envite bélico. Los Estados Unidos empezaron a aventajar a Francia en el papel de principal proveedor de pertrechos militares a Israel, Gran Bretaña proporcionaba armas a los jordanos, y los soviéticos fortalecían la musculatura bélica de Siria y Egipto. Los soviéticos no dejarían pasar la oportunidad de utilizar la posición que ese comercio les confería en Siria y Egipto para presionar a los Estados Unidos, su gran rival, dado que la zona poseía un interés estratégico para ambas superpotencias.
La guerra era inevitable porque tanto Israel como los estados árabes que lo rodeaban se sentían insatisfechos con el equilibrio alcanzado y no estaban dispuestos a pensar siquiera en la posibilidad de la paz sobre la base de ese estado de cosas. Los árabes mantenían una postura tan irreconciliable con Israel que se negaban a referirse por su nombre al país de los judíos y preferían hablar de «la entidad sionista». Tras haber perdido dos guerras frente al ejército israelí, en 1948 y 1956, los árabes estaban decididos a equilibrar la balanza. Los refugiados palestinos del Líbano, Siria, Jordania y la Franja de gaza venían a recordar diariamente a los árabes que habían sido incapaces de cumplir la promesa de liberar a Palestina de la dominación israelí.
Los israelíes también estaban decididos a ir a la guerra. Temían que la estrecha porción media del país, la que separaba el litoral de la región de Cisjordania —y que en algunos puntos no tenía más que doce kilómetros de anchura—, expusiera a Israel al peligro de una embestida hostil que partiera en dos al país, separando al norte del sur. Además, los israelíes no tenían acceso al Muro de las Lamentaciones ni al barrio judío de la ciudad vieja de Jerusalén, ya que se hallaban en manos jordanas. Por otra parte, Siria controlaba los Altos del Golán, una zona estratégica que dominaba la región de galilea. Por último, los israelíes creían que la ventaja táctica de que disfrutaban —y consistente en el hecho de poseer más cantidad de armamento que sus vecinos árabes, y de mejor calidad— podría disminuir con el tiempo si los soviéticos decidían proporcionar sistemas armamentísticos de tecnología punta a egipcios y sirios. Los israelíes necesitaban que estallara una guerra para poder consolidar sus límites defensivos, infligir una derrota decisiva a los árabes e imponer un tratado de paz cuyos términos permitieran a Israel una existencia razonable.
Durante la primavera del año 1967, los israelíes empezaron a quejarse de que había palestinos que se infiltraban en Israel por la frontera siria con intención de atentar contra los intereses del país, de modo que las tensiones entre ambas naciones crecieron rápidamente. Tanto israelíes como sirios pusieron en estado de alerta a sus respectivas fuerzas armadas. El primer ministro Levi Eshkol amenazó con realizar una acción ofensiva contra la ciudad de Damasco si no cesaban las provocaciones sirias. En abril, las amenazas darían paso a las hostilidades, al enfrentarse los reactores israelíes con las fuerzas aéreas sirias en una serie de confusas refriegas libradas además en el espacio aéreo sirio. La fuerza aérea israelí abatió a seis cazabombarderos Mig sirios. Dos de los aviones se estrellaron en los barrios residenciales de Damasco. Así lo recordaría el periodista egipcio Mohamed Haikal: «La situación entre Siria e Israel se volvió muy peligrosa».19 La súbita escalada de las hostilidades habría de poner a la región entera en pie de guerra.
En aquel preciso momento de graves tensiones, la unión Soviética decidió filtrar un informe de inteligencia falso a las autoridades egipcias en el que se decía que se estaba produciendo una importante concentración de tropas israelíes en la frontera siria. Está claro que a los soviéticos les dolía la facilidad con que los israelíes habían derribado el último modelo de cazabombardero ruso, el Mig 21, que la URSS había entregado a las fuerzas aéreas sirias, y todavía debía irritarles más que lo hubieran hecho con los Mirage franceses. Egipto había establecido un pacto de defensa mutua con los sirios, lo que significaba que si los israelíes iniciaban las hostilidades con Siria, Egipto tendría que declarar la guerra al agresor. Es posible que los soviéticos acariciaran la esperanza de movilizar a los egipcios con aquellos datos de inteligencia falsos y frenar al mismo tiempo a los israelíes al ponerles ante la perspectiva de una guerra en dos frentes.
Pese a que Nasser disponía de un buen sistema de inteligencia propio —un sistema que le permitía disponer de fotografías aéreas y comprobar que nada sugería que los israelíes estuvieran efectivamente movilizándose junto a la frontera siria—, continuó actuando públicamente como si la amenaza de la guerra fuera de hecho inminente. Quizá lo que esperaba Nasser era poder reivindicar una victoria sobre Israel sin haber tenido que disparar un solo tiro: primero divulgando los datos de la inteligencia soviética que afirmaban que Siria se hallaba sometida a la amenaza israelí, desplegando después sus tropas en las fronteras israelíes a modo de maniobra disuasoria, y proclamando finalmente que la ausencia de tropas israelíes en la frontera siria constituía una buena prueba de que los judíos se habían replegado al constatar la presión egipcia. Fueran cuales fuesen las cavilaciones de Nasser, el dirigente egipcio siguió actuando sobre la base de la falsa información de la inteligencia soviética, y el 16 de mayo ordenó a su ejército que cruzara el canal de Suez a fin de congregar sus fuerzas en el Sinaí, junto a la frontera de Israel. Aquel error de cálculo iba a convertirse en el detonante de la guerra.
El primer desafío al que hubo de enfrentarse Nasser fue el de organizar una amenaza que resultara creíble a los ojos de los israelíes. Como todavía tenía a cincuenta mil de sus mejores hombres empantanados en la guerra del Yemen, Nasser se vio obligado a recurrir a los reservistas a fin de reunir el necesario número de efectivos. Tenía que conseguir que sus soldados parecieran integrar una fuerza más poderosa de lo que realmente era, tanto para generar entusiasmo en el pueblo egipcio como para plantear a los israelíes una amenaza digna de tal nombre. Nasser optaría entonces por imprimir al despliegue de tropas que estaba realizando un giro teatral, ordenando que los soldados desfilaran junto a los tanques por el centro de El Cairo y provocando así el aplauso enfebrecido de la multitud y el interés de la prensa internacional. «La orden de que nuestras tropas marcharan por las calles de El Cairo antes de partir para el Sinaí formaba parte de una estrategia premeditada», lamentará el general Mohamed Abdel Ghani Elgamasy. Se hizo así, añade, «a plena luz del día y con la intención de que todo el mundo lo contemplara —tanto los ciudadanos egipcios como los extranjeros—. Los medios de comunicación de masas cubrieron la noticia y dieron a conocer nuestros movimientos, lo que es contrario a todos los principios y medidas de seguridad que puedan concebirse».20
El constante flujo de soldados que ponía rumbo al frente suscitó en el público la sensación de que la guerra que podía acabar redimiendo el honor de los árabes y conducir a la liberación de Palestina era inminente. Ninguno de los millones de partidarios de Nasser llegaría a dudar un solo instante de que el ejército egipcio estaba a punto de conducir a sus aliados árabes a la victoria, sojuzgando a Israel. Sin embargo, las fuerzas egipcias llegarían al Sinaí sin que se les hubiera comunicado ningún objetivo militar claro, como si la mera circunstancia de su ingente volumen fuera a intimidar a los israelíes. Mientras todo esto sucedía, reflexiona El-Gamasy, «Israel se preparaba calladamente para el choque, disfrutando de unas condiciones óptimas». Los estrategas israelíes estaban perfectamente informados del número de soldados que había desplegado el ejército egipcio, y conocían asimismo los pertrechos con que contaba. No sólo se habían dedicado los meses anteriores a reunir con todo detalle los datos de inteligencia necesarios, sino que ahora se les permitía verlo incluso por la televisión.
Cuando las unidades egipcias llegaron al Sinaí se encontraron cara a cara con las Fuerzas de Emergencia de las Naciones Unidas (UNEF, según sus siglas inglesas —United Nations Emergency Force—). Las UNEF se hallaban apostadas en el Sinaí desde el año 1956, tras producirse la crisis del canal de Suez. Sus integrantes tenían la misión de mantener la paz entre Egipto e Israel. Se hallaban compuestas por cuatro mil quinientos soldados de todas las naciones repartidos en cuarenta y un puestos de observación situados a lo largo de la Franja de gaza, en la línea fronteriza que separaba a Israel de Egipto, y en Sharm el-Sheij, una población que se encuentra en el extremo meridional de la península del Sinaí.
Las Fuerzas de las Naciones Unidas pasaron de pronto a convertirse en un estorbo, atrapadas entre las tropas egipcias y las fronteras israelíes. ¿Cómo iba a poder plantear el ejército egipcio una amenaza creíble a los israelíes mientras se interpusiera entre ellos el parapeto de un contingente de las Naciones Unidas? El jefe de Estado Mayor egipcio dirigió al comandante de las UNEF un escrito en el que solicitaba que las tropas de las Naciones Unidas se retiraran de la frontera oriental que separaba a Egipto de Israel. El comandante de las Naciones Unidas transmitió entonces la petición al secretario general de la ONU, u Thant, quien respondió que, en efecto, Egipto podía requerir —en el ejercicio de sus derechos de soberanía— que las tropas de las Naciones Unidas se retiraran de su territorio, pero que no estaba dispuesto a aprobar nada que no implicara el repliegue total de las fuerzas de ese organismo internacional. De acuerdo con la argumentación de U Thant, las UNEF constituían una unidad indivisa, de modo que no tenía sentido ordenar que una parte de las tropas abandonaran la frontera oriental de Egipto con Israel manteniendo al mismo tiempo la presencia de los guardianes de la paz en la Franja de gaza y en el estrecho de Tirán. Egipto sopesó los pros y los contras de la respuesta que acababa de darle el secretario general de las Naciones Unidas y decidió solicitar, el 18 de mayo, que las tropas de la ONU procedieran a retirarse completamente del Sinaí. La última unidad de las UNEF abandonó la zona el 31 de mayo. En pocos días había desaparecido totalmente el dispositivo de amortiguación armado dispuesto entre los egipcios y los israelíes, con lo que las tensiones entre ambos países aumentaron hasta alcanzar niveles febriles. De este modo, Nasser cometía su segundo error de cálculo, un error que iba a ponerle realmente al borde mismo del estallido bélico.
La retirada de las fuerzas de la ONU causó a Nasser un imprevisto problema diplomático. Desde el año 1957, las Naciones Unidas habían mantenido plenamente abierto el estrecho de Tirán a la navegación, con independencia de cuál fuera la bandera o el destino de los buques. Esto había permitido a Israel disfrutar durante toda una década de libre acceso al mar Rojo, ya que contaba con el puerto de Eilat. Una vez consumado el repliegue de las fuerzas de la ONU, el estrecho de Tirán volvió a quedar bajo soberanía egipcia. Egipto se vio entonces sometido a una tremenda presión, ya que los estados árabes vecinos le apremiaban para que cerrase el estrecho a todos los barcos israelíes, además de a cuantas naves se dirigieran a Eilat. Así recuerda Anuar el-Sadat el episodio: «Muchos de nuestros hermanos árabes criticaron a Egipto por dejar abierto el estrecho de Tirán ... Al tráfico marítimo internacional, en particular a la navegación israelí».
En el tenso clima reinante en mayo de 1967, Nasser cedió a las presiones. Convocó una reunión del Supremo Comité Ejecutivo, en el que intervendrían tanto el comandante en jefe de las fuerzas armadas, el mariscal de campo Abdel al-Hakim Amer, como el primer ministro Sidqi Suleimán, el portavoz de la Asamblea nacional Anuar el-Sadat, y otros destacados miembros de los Oficiales Libres. «Teniendo en cuenta la concentración de fuerzas que ahora tenemos en el Sinaí —reflexionaría Nasser en la reunión—, hay un 50 por 100 de posibilidades de que estalle el conflicto. Pero si cerramos el estrecho [de Tirán], podemos estar seguros al cien memorándums de que nos declararán la guerra.» Nasser se volvió entonces al comandante de sus fuerzas armadas y le preguntó: «¿Están preparadas nuestras fuerzas armadas, Abdel al-Hakim [Amer]?». El interpelado se mostró tajante: «¡Por mi vida que sí, jefe! Todo está en perfecto estado».21
El 22 de mayo Egipto decretó que el estrecho de Tirán quedaba cerrado tanto a los barcos israelíes como a los petroleros que pretendieran recalar en Eilat. Nasser había acertado al prever las probabilidades de un conflicto armado, puesto que Israel juzgó inmediatamente que esta amenaza a la viabilidad de sus rutas marítimas constituía un casus belli.
A finales de mayo, el mundo árabe había abandonado ya todo esfuerzo tendente a evitar el choque. La opinión pública árabe, que seguía dolida por la pérdida de las guerras de 1948 y 1956, además de un rosario de escaramuzas de menor entidad, se hallaba impaciente por ver encajar a Israel una derrota decisiva. La movilización televisada de las tropas egipcias había elevado todavía más las expectativas, y todo el mundo pensaba que el ajuste de cuentas estaba al caer. Además, la cooperación entre los árabes implicaba que Israel iba a verse obligado a combatir en tres frentes. Siria y Egipto se hallaban ya ligados por un pacto de mutua defensa, y el 30 de mayo, el rey Hussein de Jordania volaría a El Cairo para unir su suerte a la de Nasser. Los árabes contaban con un armamento moderno, habían logrado la unidad de acción y tenían por añadidura un liderazgo sólido: en esta ocasión parecían disponer de todo lo necesario para infligir a los israelíes una derrota total. No obstante, al margen de las bravatas, lo cierto es que los árabes estaban menos preparados que nunca para la guerra.
Egipto y los demás estados árabes no habían aprendido aún la lección que recibieran en 1948. No habían elaborado ningún plan de guerra sensato, y a pesar de sus mutuos pactos de defensa, no existía la más mínima coordinación militar entre Egipto, Siria y Jordania, por no mencionar que no contaban con ninguna estrategia capaz de doblegar a un enemigo tan determinado como Israel. Y para empeorar las cosas, Egipto había dado un pésimo empleo a sus riquezas y recursos militares, empantanándose en el Yemen en una guerra que le resultaba imposible ganar y en la que en mayo de 1967, a pocos días del estallido de la contienda con Israel, continuaba bloqueada una tercera parte de sus fuerzas armadas. Era como si Egipto hubiera decidido librar la inminente guerra con un brazo atado a la espalda.
En el año 1967, lo sensato hubiera sido que Nasser manifestara claramente que lo último que deseaba era una guerra con Israel, pero lo cierto es que se había convertido en reo de su propio éxito. Las gentes de Egipto y del mundo árabe en general habían respondido con entusiasmo a su propaganda y creían en él. Confiaban plenamente en su capacidad para llevar el timón y estaban seguros de que habría de asestar un tremendo golpe a Israel. Lo que estaba en juego era la credibilidad de Nasser y el liderato que él mismo había proclamado encarnar. Y como los sucesivos errores de cálculo que venía cometiendo le ponían cada vez más al borde de una guerra, la verdad es que tenía ya muy poco margen de maniobra para evitar que estallara el conflicto.
La movilización militar de Egipto provocó una profunda crisis en Israel. Los habitantes del país, que cada vez temían más que sus enemigos árabes terminaran rodeándoles, pusieron los ojos en su Gobierno tratando de que éste les tranquilizara, no consiguiendo sino que aumentara todavía más la ansiedad que ya sentían. El primer ministro israelí, Levi Eshkol, quería agotar todas las vías diplomáticas antes de arriesgarse a librar un guerra abierta. Sus generales, encabezados por el jefe de Estado Mayor, Isaac Rabin, se mostraban en desacuerdo. Confiaban en salir victoriosos de los enfrentamientos con los diversos ejércitos árabes. Lo único preciso era actuar con rapidez, antes de que sus adversarios pudiesen consolidar sus posiciones y coordinar un plan de ataque. Las reuniones ministeriales comenzaron a saldarse con planteamientos cada vez más divergentes. Eshkol temía verse envuelto en una guerra con tres frentes que obligara a Israel a luchar contra Egipto, Siria y Jordania. Hasta el antiguo primer ministro David Ben-Gurión, ya retirado —y conocido por ser uno de los halcones de la élite política israelí—, manifestaría a Rabin sus reservas respecto a la movilización general con vistas a una guerra. «Ha conducido usted al Estado a una grave situación», dijo Ben-Gurión a Rabin a modo de reprimenda. «no debemos ir a la guerra. Estamos aislados. Suya es toda la responsabilidad.»22
Las dos semanas que habrían de transcurrir entre el cierre del estrecho de Tirán y el inicio de las hostilidades iban a constituir un período de gran tensión —un lapso de tiempo al que terminaría conociéndose en Israel como «el compás de espera»—. El público israelí temía la desaparición misma del Estado y no confiaba en su primer ministro, al que consideraban irresoluto.
El punto de inflexión se produciría a finales de mayo. Aislado en el seno de su propia coalición de Gobierno, Eshkol se vio obligado a incluir en su gabinete, como ministro de Defensa, a Moshé Dayán, un belicoso general retirado. La entrada de Dayán en el Gobierno desequilibraría la balanza en favor de los partidarios de la guerra. Tranquilizados por las garantías que les había dado el Gobierno de los Estados Unidos —dispuesto a respaldar a Israel en caso de que estallara el conflicto—, los miembros del gabinete israelí se reunieron el 4 de junio y tomaron la decisión de ir a la guerra. Los generales se pusieron a tomar medidas inmediatamente.
A las ocho de la mañana del 5 de junio de 1967, un puesto avanzado de vigilancia por radar situado en Ajlun, Jordania, detectó la movilización de varios escuadrones de aviones militares que, procedentes de las bases aéreas israelíes, ponían rumbo a suroeste. El operador jordano radió inmediatamente un mensaje de advertencia, tanto al centro de operaciones de la defensa aérea egipcia en El Cairo como al Ministerio de la guerra egipcio. Sin embargo, su aviso no obtendría respuesta. El cabo que estaba de servicio en la principal estación receptora de la defensa aérea se había equivocado al sintonizar su equipo de radio y no se hallaba en la longitud de onda correcta, y el oficial al mando en las oficinas del Ministerio de la guerra no informó al ministro. Israel iniciaba la guerra con la ventaja de la más absoluta sorpresa.
Mientras los sucesivos escuadrones de bombarderos israelíes se dirigían, uno tras otro, al espacio aéreo egipcio, el comandante en jefe de las fuerzas egipcias, el mariscal de campo Abdel al-Hakim Amer, se hallaba en un avión de transporte acompañado de varios oficiales de elevada graduación, ya que se dirigía al Sinaí para pasar revista a las posiciones de la fuerza aérea y la infantería. El jefe del centro de mando avanzado del Sinaí, el general Abdalá Muhsin Murtagi, se encontraba en tierra, en las instalaciones de la base aérea de Tamada, esperando a recibir la máxima condecoración militar egipcia. «A las ocho y cuarenta y cinco minutos de la mañana —recuerda— los aviones israelíes atacaron el aeropuerto, destruyendo todos los aviones y bombardeando las pistas para inutilizarlas.» Al verse en la imposibilidad de aterrizar, el avión de al-Hakim Amer no tendría más remedio que regresar a El Cairo, ya que todas las bases aéreas del Sinaí estaban sufriendo un ataque simultáneo.23
Exactamente a la misma hora, el vicepresidente de Egipto Hussein Mahmut Hassan el-Shafei visitaba la zona del canal de Suez en compañía del primer ministro iraquí, Tahir Yahya. Habían aterrizado en el aeropuerto de Fayed a las ocho cuarenta y cinco, es decir, en el preciso instante en que la primera oleada de aviones israelíes lanzaba su ataque coordinado. Escribe el-Shafei:
Nuestro avión consiguió tomar tierra e inmediatamente estallaron dos bombas cerca del aparato. Descendimos, nos dispersamos y buscamos refugio en tierra, donde pudimos seguir el desarrollo de los acontecimientos minuto a minuto. Los aviones enemigos se presentaban en intervalos de diez o quince minutos y en grupos de tres o cuatro aeroplanos. Concentraron su ataque específicamente en los aparatos que se hallaban estacionados e inmóviles en tierra, con las alas muy cerca unas de otras —como si los hubiéramos ordenado cuidadosamente para que resultara sencillísimo destruirlos en el menor tiempo posible, sin esfuerzo ni contratiempo alguno—. Cada incursión terminaba con uno o dos aviones en llamas.24
Al regresar a El Cairo por carretera, la delegación pudo ver las columnas de humo que se elevaban de todas y cada una de las bases aéreas por las que pasaban.
En menos de tres horas, la aviación israelí había conseguido hacerse con la supremacía aérea, dejando a los aviones egipcios fuera de combate, ya que había eliminado la totalidad de los bombarderos con que contaba el ejército enemigo y el 85 por 100 de sus reactores de caza, causando además tales daños a los sistema de radar y a las pistas de despegue que se hacía imposible que ninguna otra aeronave pudiera utilizar el espacio aéreo egipcio. De hecho, Nasser solicitaría al Gobierno de Argelia que prestara sus Mig a la fuerza aérea egipcia antes de comprender que el alcance de los daños causados a las bases aéreas egipcias impedía que resultaran operativos.
Una vez desmantelada la fuerza aérea egipcia, los israelíes pasaron a ocuparse de Jordania y Siria. El rey Hussein, en cumplimiento del acuerdo de defensa que había firmado con Nasser seis días antes, había aceptado que los comandantes egipcios dirigieran sus fuerzas armadas. El general egipcio ordenó a la artillería y a la aviación jordanas que atacaran las bases aéreas israelíes. Poco después de las doce del mediodía, la reducida fuerza aérea jordana apenas había tenido tiempo de realizar sus primeras salidas y de regresar a la base para repostar, cuando se vio alcanzada por los impactos de los proyectiles de los reactores israelíes. En dos oleadas sucesivas, los israelíes eliminaron por completo la fuerza aérea jordana: tanto los aeroplanos como las pistas y las bases. Comenzaron entonces a atacar a los sirios, consiguiendo eliminar las dos terceras partes de los efectivos de la fuerza aérea siria en el transcurso de la tarde.
Una vez consolidado el control del cielo, los israelíes enviaron a sus fuerzas terrestres, dispuestos a eliminar en rápida sucesión a todos sus adversarios árabes —Egipto, Jordania y Siria— a fin de evitar verse obligados a luchar en más de un frente a la vez. Comenzaron su ataque en el Sinaí, desplegando unos setenta mil soldados de infantería y unos setecientos tanques, contingente que debía enfrentarse al conjunto de las fuerzas egipcias del Sinaí, cuya cifra rondaba los cien mil hombres. El 5 de junio, tras una serie de intensos combates, los israelíes no sólo lograron conquistar una gran parte de la Franja de gaza, sino que rompieron las líneas egipcias dispuestas a lo largo de la costa mediterránea y se apoderaron, ya al caer la noche, de la estratégica encrucijada de Abu Uwigla, situada en el este del Sinaí.
Los egipcios contraatacaron. A la mañana siguiente, los comandantes egipcios ordenaron que una de sus divisiones blindadas recuperara el control de Abu Uwigla. El general El-Gamasy fue testigo de la operación. «Vi cómo atacaban a una de nuestras brigadas de blindados. Fue desgarrador. Los aviones israelíes operaban con total libertad en el cielo. Los tanques se hallaban en mitad del desierto y a plena luz del día, de modo que no sólo ofrecían un blanco fácil sino que carecían de todo medio de defensa eficaz.»25 Por la tarde, los egipcios se verían obligados a abandonar el asalto. El mariscal de campo al-Hakim Amer, sin consultar a los oficiales que actuaban sobre el terreno, dio orden de proceder a un repliegue general de las tropas, que debían abandonar el Sinaí a fin de poder reagrupar después las fuerzas en la orilla occidental del canal de Suez. Desorganizados y faltos de toda coordinación, la retirada terminaría convirtiendo la derrota egipcia en una desbandada. El-Gamasy recuerda haber visto retirarse a las tropas «del más patético de los modos ... Sometidas al constante ataque de la aviación enemiga, que había convertido el desfiladero de Mitla en un inmenso cementerio sembrado de cadáveres, pertrechos y vehículos en llamas, junto a depósitos de munición reventados».26
Una vez neutralizado el ejército egipcio, los israelíes empezaron a centrar su atención en el frente jordano. Tras el éxito de las incursiones aéreas realizadas el día 5 de junio, los israelíes hicieron valer al máximo su supremacía aérea, bombardeando las unidades de blindados jordanas, que habían organizado un sólido sistema de defensa en Cisjordania. Durante toda la noche, los israelíes siguieron realizando ataques coordinados contra las posiciones que ocupaban los jordanos en Jerusalén y Yenín, para reanudar después sus bombardeos con la fuerza aérea, ya a la luz del día. El 6 de junio, las fuerzas terrestres jordanas se vieron asediadas en la ciudad vieja de Jerusalén, y obligadas a emprender la retirada en Yenín. El rey Hussein se presentó en el frente para comprobar la situación con sus propios ojos. «Jamás olvidaré la alucinante visión de la derrota, las carreteras repletas de camiones, jeeps y toda clase de vehículos retorcidos, despanzurrados, aplastados y todavía humeantes», recuerda. «En medio de aquel osario había también muchos hombres. En grupos de treinta o simplemente de dos en dos, heridos y exhaustos, se les veía tratar de abrirse camino mientras una horda de Mirages israelíes caía rugiendo del cielo azul, desprovisto de nubes y abrasado por el sol, para asestarles un monstruoso golpe de gracia.»27
Hussein continuó resistiendo, movido a un tiempo por el deseo de evitar que sus aliados árabes le acusaran de haber roto filas y por la esperanza de que las Naciones Unidas decretaran un alto el fuego, circunstancia que quizá hubiera podido permitirle conservar su posición en Jerusalén y en Cisjordania. Sin embargo, el alto el fuego llegó demasiado tarde para Jordania. La ciudad vieja de Jerusalén caería durante la mañana del 7 de junio, y las posiciones que todavía conservaban los jordanos en el resto de Cisjordania habrían de desplomarse antes de que los israelíes aceptaran interrumpir las hostilidades y dejar de acosarles. El 8 de junio, Siria y Egipto acatarían igualmente el alto el fuego, cesando así las acciones contra Israel, pero los israelíes aprovecharon la ventaja que tenían y atacaron Siria, ocupando los Altos del Golán antes de poner fin a la guerra de los Seis Días, el 10 de junio de 1967.
Anonadados por sus pérdidas, los comandantes egipcios recurrirían a la fantasía para ganar tiempo. El primer día de la guerra, El Cairo informó de que había derribado ciento sesenta y un aviones israelíes en las horas iniciales del enfrentamiento.28 Se iniciaba así una campaña coordinada de desinformación emitida por radio y reproducida por los periódicos controlados por el Estado, lo que hizo creer al mundo árabe que Israel se hallaba al borde de la derrota absoluta. «Las noticias de la guerra nos llegaban íntegramente a través de la radio», comentará más tarde un oficial perteneciente a los servicios de inteligencia egipcios. «Todo el mundo pensaba que nuestras fuerzas se encontraban a las afueras de Tel Aviv.»29
Lo único que animaría a los líderes árabes a mostrarse dispuestos a reconocer —aunque muy a regañadientes— los reveses sufridos sería la posibilidad de culpar de la suerte adversa a la connivencia entre estadounidenses e israelíes. El primer día de la guerra, la emisora de la Voz de los árabes lanzó la acusación de que «los Estados Unidos son el enemigo. Los Estados Unidos constituyen la fuerza hostil que se halla detrás de Israel. Oh, árabes, los Estados Unidos son adversarios de todos los pueblos, exterminando toda vida y derramando su sangre, los Estados Unidos son la entidad que os impide aniquilar a Israel».30 De hecho, Nasser se pondría en contacto con el rey Hussein de Jordania, conocido en los círculos progresistas árabes por la estrecha relación que mantenía tanto con Gran Bretaña como con los Estados Unidos, a fin de ponerse de acuerdo en sus declaraciones y echar la culpa de la victoria israelí a una conspiración anglo-estadounidense. En una indiscreta conversación telefónica interceptada por la inteligencia israelí, Nasser se muestra encantado al saber que Hussein acepta el trato. «Yo haré una declaración —explica Nasser—, tú también harás otra, y luego nos las arreglaremos para que los sirios hagan igualmente un anuncio similar. La cuestión es lanzar la idea de que hay aparatos estadounidenses y británicos que intervienen en la guerra y de que parten de sus portaaviones para combatirnos. Todos insistiremos en ese punto.»31 El hecho de que Gran Bretaña y Francia hubieran combatido junto a Israel en la guerra que les enfrentó a Egipto en 1956 contribuiría a dar credibilidad a los rumores de conspiración.
La campaña de desinformación que llevaron a cabo los dirigentes árabes no serviría sino para posponer la terrible hora de la verdad en que se verían obligados a dar a conocer a sus ciudadanos la magnitud de las pérdidas, esto es, la total derrota de los ejércitos y las fuerzas aéreas de Egipto, Jordania y Siria, así como la ocupación de una vasta porción de territorios árabes: la totalidad de la península egipcia del Sinaí, la Franja de gaza Palestina y Cisjordania —incluyendo la parte de Jerusalén este que había estado hasta entonces en manos árabes—, así como los Altos del Golán sirios.
Con todo, durante la primera semana de junio, las engañadas masas árabes no pararon de celebrar lo que creían buenas noticias. Las jubilosas masas comenzaron a organizar festejos por la victoria en todo el mundo árabe, sin llegar a sospechar un solo instante que sus dirigentes pudieran estar mintiéndoles. Así recuerda Anuar el-Sadat la sensación de desesperanza que le invadió al contemplar las espontáneas manifestaciones de alegría de la gente, que «aplaudía los falsos informes triunfales que nuestros medios de comunicación desgranaban hora tras hora. El hecho de que se regocijaran por una victoria imaginaria —de que se alegraran de lo que en realidad era una derrota— hacía que sintiera lástima por ellos, que les compadeciera, empujándome a odiar profundamente a quienes les estaban engañando —haciendo que no sólo la gente, sino la totalidad de Egipto, viviera una quimera—». El-Sadat contemplaba con espanto el inevitable momento en que el pueblo egipcio «comprendiera que la victoria que les habían estado vendiendo no era de hecho más que un terrible desastre».32
Ese momento llegaría finalmente el 9 de junio, fecha en la que Nasser se puso ante el micrófono para asumir toda la responsabilidad de aquel «revés» —Nasser denominaría a la guerra con la palabra árabe al-Naksa, que significa precisamente eso— y presentar su dimisión. Mantuvo la acusación por la que señalaba como causa del descalabro el conchabamiento de ingleses y estadounidenses con Israel. La guerra, argumentaba, no había sido sino el último capítulo de la larga historia de dominación imperialista de Egipto y el mundo árabe, dominación a cuyo frente se ponían ahora los Estados Unidos. Como recuerda el-Sadat, Nasser sostuvo que los Estados Unidos «deseaban ser la única potencia capaz de controlar el mundo, ansiando además el privilegio añadido de “gobernar” Egipto. Y como Nasser no estaba dispuesto a plegarse a ese deseo, no le quedaba más remedio que renunciar a su cargo y abandonar el poder».33
Inmediatamente después del comunicado radiofónico, las calles de El Cairo se llenaron de manifestantes, «hombres, mujeres y niños de toda clase y condición social», dirá el-Sadat en sus memorias. Les unía a todos «la percepción de la crisis, hasta el punto de congregarles en una masa compacta que se movía al unísono y que hablaba con una sola voz, una voz con la que pedían a Nasser que permaneciera en su puesto». Bastante conmoción suponía ya para las gentes de Egipto el hecho de tener que aceptar el estremecimiento de la derrota como para verse obligadas a asumir además la desaparición de Nasser. Para los egipcios, el hecho de conservar a su líder formaba parte de las acciones que debían llevar a cabo para resistir el impacto del desastre y de la dominación extranjera —sojuzgamiento imputable en este caso a «los Estados Unidos, no a Gran Bretaña», según rezaban las consignas—. Durante diecisiete horas, afirma el-Sadat, la gente se negó a abandonar las calles. Todos exigían que Nasser accediera a dar marcha atrás y renunciara a presentar la dimisión.34 Pese a aceptar mantenerse en el cargo, Nasser jamás lograría recuperarse de aquel «revés».
Las pérdidas del año 1967 darían paso a una era radicalmente nueva en la política árabe. La magnitud de la derrota, unida al deliberado engaño a que había sido sometido el público árabe, desencadenaría una crisis de confianza y llevaría a la gente a recelar de todos los dirigentes políticos árabes. Ni siquiera el propio Nasser, respaldado por el clamor popular, quedaría libre del escarnio público. El-Sadat, no siempre generoso con su predecesor, recuerda que tras la derrota de 1967, «la gente miraba [a Nasser] con desprecio, lo que le convertiría en el hazmerreír del momento». Los demás dirigentes árabes disfrutaron de un breve período de respiro, ya que Nasser, el coloso árabe, había caído de su pedestal. Ninguno de ellos tenía ya que temer las largas parrafadas que la maquinaria propagandística Nasserista radiaba a través de la emisora de la Voz de los árabes cada vez que decidían apartarse de las directrices políticas que marcaba Egipto. Sin embargo, ese respiro no iba a durar mucho, ya que poco después del «revés» sufrido empezarían a crecer las amenazas internas y a gravitar peligrosamente sobre la cabeza de los dirigentes árabes.
El desencanto del público daría lugar a una oleada de golpes de mano y de revoluciones dirigidos contra los Gobiernos de todo el mundo árabe, en lo que era una reacción exactamente igual a la vivida tras la guerra del año 1948. En 1968, un golpe de Estado liderado por el Baaz derrocaría al presidente de Irak, Abderramán Arif. El levantamiento de un grupo de Oficiales Libres encabezados por el coronel Muammar el-Gaddafi lograría deponer al rey Idris de Libia, y en 1969 Yaffar al-Numeiry arrebataría el poder al presidente sudanés. En 1970, el presidente sirio Nuredín al-Atassi caería víctima de un golpe militar que elevaría a la más elevada posición de Gobierno a Hafez al-Asad. Todos y cada uno de esos nuevos grupos dirigentes habrían de organizar una plataforma nacionalista árabe de tendencia radical a fin de presentarla como fundamento de su legitimidad. Desde dicha plataforma se dedicarían entonces a lanzar llamamientos a la destrucción de Israel, la liberación de Palestina y el triunfo sobre el imperialismo, personificado ahora en el Gobierno de los Estados Unidos.
La guerra del año 1967 iba a modificar por completo la posición de los Estados Unidos en Oriente Próximo. Sería esa fecha la que viniera a marcar el comienzo de la especial relación entre los Estados Unidos e Israel, directamente proporcional a la animadversión de los países árabes hacia los Estados Unidos. Se trataba de una escisión llamada a producirse antes o después, dadas las diferencias que separaban sus respectivas prioridades geoestratégicas. Los estadounidenses no lograrían convencer a los árabes de que se alinearan con ellos en su lucha contra la amenaza soviética, y a los árabes les resultaría imposible conseguir que los estadounidenses respetaran la opinión que les merecía la amenaza sionista.
Durante la guerra de 1967, la Administración del presidente estadounidense Lyndon B. Johnson abandonó la posición neutral que hasta entonces había venido manteniendo el país respecto del conflicto árabe-israelí, poniéndose de parte de Israel. Convencidos de que tanto Nasser como el movimiento socialista árabe que él impulsaba estaban conduciendo al mundo árabe a la órbita soviética, los miembros del Gobierno estadounidense se alegraron de ver que la derrota les sumía en el descrédito. Nasser, por su parte, acabó dando por buena la desinformación que él mismo había generado. De ese modo, lo que en un principio no había sido más que una cortina de humo con la que desviar los dardos de la crítica interna —me refiero a la afirmación de que los Estados Unidos habían intervenido en la guerra y luchado en el bando de los israelíes— pasó gradualmente a convertirse en la convicción de que los Estados Unidos estaban utilizando a Israel para hacer progresar la dominación que ya venían ejerciendo en la región e inaugurar un nuevo período de imperialismo. La supuesta confabulación entre Israel y los Estados Unidos contribuiría a explicar en todo el mundo árabe una derrota que nadie había imaginado que llegara a producirse. Todos los países árabes salvo cuatro (Túnez, el Líbano, Kuwait y Arabia Saudí) decidirían cortar sus relaciones con los Estados Unidos por el presunto papel desempeñado por esta nación en la guerra de 1967.
Con la perspectiva del tiempo, hoy sabemos que las afirmaciones de Nasser al acusar a los Estados Unidos de participar en la guerra, luchando en el bando de Israel, eran infundadas. De hecho, lo cierto había sido justamente lo contrario. El cuarto día de la guerra, las fuerzas aéreas y navales israelíes atacaron a un buque de investigación técnica de la armada estadounidense, el u. S. S. Liberty, matando a treinta y cuatro miembros de la tripulación e hiriendo a otros ciento setenta y uno. Los israelíes no llegarían a dar nunca una explicación pública del ataque, aunque al parecer querían inutilizar el navío a fin de evitar que los estadounidenses pudieran controlar las comunicaciones que establecían los israelíes en el campo de batalla. No obstante, si alguien se pregunta por qué la circunstancia de que no mediara provocación alguna en el ataque, sumada al hecho de que éste se cobrara tantas víctimas estadounidenses no sólo no daría a lugar a ninguna reacción por parte de los Estados Unidos sino que conseguiría olvidarse fácilmente, deberá hallar la razón justamente en el carácter de la nueva relación que ahora unía a Israel con los Estados Unidos.
La actitud que iban a mantener los árabes hacia Israel también habría de endurecerse significativamente tras la guerra de los Seis Días. En las dos décadas transcurridas desde la creación del Estado judío en 1948, los estados árabes habían hecho algunos tímidos intentos de acercamiento, y también se habían producido distintos contactos diplomáticos secretos entre los dirigentes árabes e israelíes. En el año 1954, Nasser había iniciado clandestinamente una serie de tanteos con los israelíes, y en 1963 el rey Hussein abriría un canal de comunicación directa con el Estado judío.35 La derrota árabe de 1967 vendría a poner fin a todas las negociaciones encubiertas con Israel. Nasser y Hussein, los dos líderes que más habían perdido en la guerra, albergaban la esperanza de poder recuperar al menos parte de los territorios árabes mediante alguna forma de acuerdo negociado con Israel en la posguerra. Sin embargo, se verían relegados a una posición marginal, ya que en la reunión que celebrarían los jefes de Estado árabes a finales de agosto y principios de septiembre de 1967 se decidiría adoptar una actitud muy dura en relación con Israel. Organizada en Jartum, Sudán, la cumbre árabe de septiembre pasaría a conocerse principalmente por el hecho de haber impuesto la política de los «tres noes» en la diplomacia árabe: el no reconocimiento del Estado judío, la no negociación con la Administración israelí, y la no adopción de ningún acuerdo de paz entre los estados árabes e Israel. En lo sucesivo, toda la fuerza moral de los políticos árabes iba a quedar definida en función de su adhesión a estas resoluciones de la cumbre.
La comunidad internacional todavía tenía la esperanza de que el Estado de Israel y las distintas naciones árabes llegaran en último término a establecer un acuerdo de paz justo y duradero. En noviembre de 1967, fecha en la que las Naciones Unidas sometieron a debate esa cuestión, los asistentes descubrirían que la posibilidad de una solución diplomática dividía al mundo árabe. La Resolución 242 de las Naciones Unidas, unánimemente aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU el 22 de noviembre de 1967, se constituiría en el marco legal para una solución del conflicto árabe-israelí basada en la fórmula de paz por territorios. La resolución lanzaba un llamamiento en favor de la «retirada de las fuerzas armadas israelíes de los territorios ocupados durante el reciente conflicto», retirada que debería tener como contrapartida el «respeto y el reconocimiento de la soberanía, la integridad territorial y la independencia política de todos los estados de la zona, así como su derecho a vivir en paz en unas fronteras seguras y reconocidas». La Resolución 242 ha sido desde entonces la base de todas las inactivas posteriores que, basadas en la idea de «paz por territorios», hayan venido a tratar de solucionar el conflicto árabe-israelí.
La Resolución 242 obtuvo el apoyo de Egipto y Jordania, pero no el de Siria ni el los demás estados árabes. Para ellos, los tres noes de la Cumbre de Jartum impedían atender a la solución diplomática que venía a sugerir la resolución de las Naciones Unidas. Se trataba de una posición intransigente, pero tras perder tres guerras con Israel —en 1948, 1956 y 1967— la mayoría de los dirigentes árabes no tenían intención de negociar con el Estado judío salvo en caso de hallarse en una posición de fuerza. Después del año 1967, esos dirigentes se hallaban convencidos de que los árabes no se encontraban en condiciones de negociar.
Los propios palestinos eran quienes más tenían que perder en caso de que la diplomacia llegara a actuar tras la reciente guerra. A lo largo de las dos décadas transcurridas desde que fueran expulsados de su patria, los palestinos no habían conseguido clase alguna de reconocimiento internacional que viniera a respaldar su específica condición de pueblo dotado de derechos nacionales. Desde la época del mandato, todo el mundo se había referido a ellos con la expresión «los árabes de Palestina» y no con la de «palestinos» a secas. En el año 1948, los judíos de Palestina asumieron una nueva identidad nacional, la de israelíes, mientras que los árabes palestinos siguieron siendo simplemente «árabes» —ya se tratase de los «árabes israelíes», esto es, de la minoría árabe que optó por permanecer en su hogar al materializarse la creación del Estado de Israel, o de los «refugiados árabes», en alusión a los que prefirieron huir de los combates e ir a refugiarse en los estados árabes vecinos—. A los ojos de la opinión pública occidental, los árabes de Palestina desplazados por el vuelco de 1948 no se diferenciaban en nada de los árabes del Líbano, Siria, Jordania o Egipto, de modo que se pensaba que con el paso del tiempo todos ellos terminarían integrándose en sus distintos países anfitriones.
Entre los años 1948 y 1967, los palestinos desaparecieron como tal comunidad política. En una ocasión en que la primera ministra israelí Golda Meir sostuvo que los palestinos no existían habría muy poca gente en la comunidad internacional que diera en contradecir una observación que según ella misma admitía era perfectamente interesada. El hecho de que en Occidente apenas se tuviera conciencia de las aspiraciones nacionales palestinas aparecerá claramente reflejado en los debates que plantearán las Naciones Unidas en el otoño de 1967. Por razonable que hoy pueda parecernos la Resolución 242, hemos tener en cuenta que en su día vino a representar el fin de todas las aspiraciones nacionales de los palestinos. El principio de «paz por territorios» terminaría consolidando el hecho de que Israel continuara siendo un miembro más de la comunidad de naciones, al abogar en favor de que el Estado judío se aviniera a poner en manos de la tutela egipcia o jordana los escasos territorios de la Palestina árabe que todavía subsistían. El país que en su día se conociera con el nombre de Palestina estaba abocado a desaparecer del mapa para siempre, de modo que no habría ya ningún Estado al que pudieran regresar todos los palestinos expulsados de sus hogares y transformados en refugiados tras las dos guerras de 1948 y 1967. Los palestinos no podían contentarse con rechazar la Resolución 242. Tenían que conseguir por todos los medios que la justicia de su causa ocupara la atención de la comunidad internacional.
Durante veinte años, los palestinos habían dejado la solución de su problema en manos de sus hermanos árabes, con la esperanza de que una acción árabe coordinada acabara consiguiendo la liberación de su patria perdida. La derrota colectiva cosechada por los árabes en 1967 convencería a los nacionalistas palestinos de que eran ellos mismos quienes debían tomar las riendas del asunto. Inspirándose en los revolucionarios del Tercer Mundo, los grupos nacionales palestinos comenzaron entonces a implicarse personalmente en la puesta en marcha de un movimiento de lucha armada que no sólo habría de combatir contra Israel, sino también contra aquellos estados árabes que se interpusieran en su camino.
* * *
Los fundadores del movimiento de la lucha armada palestina habían celebrado su primera reunión a principios de la década de 1950 en El Cairo. En el año 1952, en esa misma ciudad, había sido elegido presidente de la unión general de Estudiantes Palestinos un alumno palestino de la escuela de ingenieros llamado Yasir Arafat (1929-2004), veterano además de la guerra de 1948. Arafat utilizaría su cargo para motivar a toda una generación de jóvenes palestinos, instándoles a dedicar su vida a la liberación de su patria.
Salah Khalaf, a quien terminaría conociéndose por el alias de Abu Iyad, era uno de los más estrechos colaboradores de Arafat. En la guerra árabe-israelí del año 1948, Khalaf, que por entonces tenía quince años, se había visto obligado a abandonar su ciudad natal de Jaffa para refugiarse en gaza. Continuaría sus estudios en El Cairo, en la escuela normal de Dar al-Ulum, donde conocería a Arafat en una asamblea de la unión general de Estudiantes Palestinos celebrada en el otoño de 1951. «Era cuatro años mayor que yo —recuerda Khalaf— y me cautivaron inmediatamente su energía, su entusiasmo y su espíritu emprendedor.» Khalaf y Arafat compartían una misma desconfianza, ya que a ambos les inspiraban un gran recelo los regímenes árabes surgidos tras el desastre del año 1948, pese a que al ascender al poder Nasser y los Oficiales Libres «todo [les] parecería posible», como recuerda Khalaf: «incluso la liberación de Palestina».36
El Egipto revolucionario demostraría ser un espacio nada fácil para el desenvolvimiento de la política palestina. Pese a que Nasser había prometido restaurar los derechos nacionales de los palestinos, su Gobierno controlaba con todo rigor la actividad de los nacionalistas venidos de Palestina. Con el paso de los años, los estudiantes palestinos habrían de dispersarse por todo el mundo árabe, estableciendo pequeños puntos de arraigo en diversas naciones, puntos que al final terminarían convirtiéndose en células para el activismo político organizado. Arafat se trasladó a Kuwait en 1957, ciudad en la Khalaf vendría a reunirse con él dos años después. Otros, como Mahmud Abbas, el actual presidente de la Autoridad Palestina, buscarían trabajo en Qatar. Los palestinos cultos tendrían éxito en los nuevos empleos que irían consiguiendo y dedicarían buena parte de sus recursos a la causa nacional: la liberación de Palestina.
Los palestinos no empezarían a crear órganos políticos bien definidos sino a finales de la década de 1950. En octubre de 1959, Arafat y Khalaf convocarían en Kuwait una serie de reuniones —en las que también habrían de participar otros veinte activistas palestinos—, fundando así Al-Fatah. El nombre de la organización resultaba doblemente revelador. Es a un tiempo una palabra árabe que significa «conquista» y el acrónimo invertido de Harakat Tahrir Filastin, es decir, Movimiento de Liberación de Palestina. Se trataba de una iniciativa que abogaba en favor de la lucha armada a fin de superar mediante la invocación del combate la división en facciones que aquejaba al pueblo palestino y conseguir materializar sus derechos nacionales. Para ello, el movimiento dedicaría los cinco años siguientes a captar agresivamente a un gran número de nuevos adeptos y a organizarlos para que resultaran operativos. Al-Fatah comenzó también a publicar una revista —Filastinuna, o «nuestra Palestina»— al objeto de dar a conocer sus puntos de vista. El director de la publicación, Khalil al-Wazir (conocido por el seudónimo de Abu Yihad), terminaría convirtiéndose en el portavoz oficial de Al-Fatah.
Los estados árabes decidieron crear un órgano oficial con el que poder dotar de representatividad a las aspiraciones palestinas. En el año 1964 se reuniría en El Cairo la primera cumbre de dirigentes árabes, exigiendo la creación de una nueva organización concebida para permitir que el pueblo palestino «tuviera un papel activo tanto en la liberación de su país como en su autodeterminación». La nueva organización —conocida con el nombre de Organización para la Liberación de Palestina (OLP)— inspiraba graves recelos a Arafat y a sus colegas. La decisión de la constitución de ese órgano se había tomado sin consultar a los palestinos a quienes presuntamente debía liberar la organización, y además Nasser había forzado a los demás miembros del grupo a aceptar que se nombrara presidente de la OLP a un abogado llamado Ahmed Shukeiri. Los méritos de Shukeiri para encabezar la OLP eran, en el mejor de los casos, muy exiguos. Nacido en el Líbano y con ascendientes originarios de Egipto, el Hiyaz y Turquía, el elocuente Shukeiri había ejercido hasta el año 1963 el cargo de representante Saudí ante las Naciones Unidas. Tanto Arafat como los activistas de Al-Fatah estaban convencidos de que la OLP había sido una creación de los regímenes árabes pensada más para controlar a los palestinos que para implicarles en la liberación de su patria.
Al principio, Al-Fatah trató de cooperar con la OLP. Arafat y Khalaf se reunieron con Shukeiri, que había acudido a Kuwait, y enviaron delegados al primer Congreso nacional Palestino, celebrado en Jerusalén en mayo de 1964. La OLP quedaría formalmente establecida en ese congreso de Jerusalén. Los cuatrocientos veintidós delegados invitados, procedentes en su mayor parte de las diversas familias de la élite económica palestina, constituyeron entonces el Consejo nacional Palestino, una especie de parlamento en el exilio, y ratificaron que su propósito estribaba en la consecución de un conjunto de objetivos, todos ellos consagrados en la Carta nacional Palestina. La nueva organización lanzó incluso un llamamiento para la creación de un ejército nacional palestino, al que debería darse el nombre de Ejército de Liberación de Palestina. Al-Fatah quedaría marginada en el congreso, y sus miembros abandonarían Jerusalén decididos a eclipsar al nuevo órgano oficial palestino. Y para tomar la iniciativa, Al-Fatah decidió poner en marcha la lucha armada contra Israel.
La primera operación de Al-Fatah contra Israel fue un fracaso militar pero un éxito propagandístico. Se había planeado que tres comandos coordinados atacaran a Israel desde gaza, Jordania y el Líbano el 31 de diciembre de 1964. Sin embargo, los Gobiernos de Egipto, el Líbano y Jordania se apresuraron a advertir a los palestinos que no se enfrentaran a los israelíes, sabedores de que en caso contrario tendrían que sufrir duras represalias en sus propios territorios. De este modo, una semana antes de que se cumpliera el plazo para la realización de la operación, las autoridades egipcias detuvieron al comando de Al-Fatah que debía partir de gaza para penetrar en Israel. Las fuerzas de seguridad libanesas arrestaron al segundo grupo antes de que pudiera llegar a la frontera del Líbano con Israel. La tercera unidad de ataque de Al-Fatah logró salir de Cisjordania sin ser vista e internarse en Israel el 3 de enero de 1965, dejando varias cargas de dinamita en la estación de bombeo de una planta de regadío de la zona. Sin embargo, los israelíes descubrieron los explosivos y los desactivaron antes de que estallaran. Y cuando los integrantes del comando palestino se disponían a regresar a territorio jordano, las autoridades de ese país los arrestaron, aunque los palestinos se resistieron y uno de los guerrilleros resultó muerto. Al-Fatah tenía ya su primer mártir, aunque el hecho de que muriera a manos de unos correligionarios árabes fuera más que elocuente.
El factor simbólico asociado con los atentados, pese a terminar en un fracaso, poseía una significación muy superior a la de los propios objetivos militares de Al-Fatah. El día de Año nuevo de 1965, Al-Fatah hizo público un comunicado de su mando táctico —con el nombre en clave de al-Asifa, es decir, «la Tormenta»— en el que la organización afirmaba que «nuestra vanguardia militar ha irrumpido en escena, con la convicción de que la revolución armada es la forma de propiciar el Regreso [a Palestina] y la recuperación de la Libertad. Lo ha hecho a fin de dejar claro a las fuerzas coloniales y a sus secuaces —así como al sionismo mundial y a quienes lo financian— que el pueblo palestino sigue en lucha: que no ha muerto ni morirá jamás».37
Los palestinos del mundo entero quedaron electrizados al enterarse de la noticia. «El 1 de enero de 1965, Al-Fatah ha inaugurado una nueva era en la moderna historia de Palestina», escribirá Leila Khaled, una activista de la lucha armada cuya familia había sido expulsada de Haifa en 1948. Para ella, los atentados constituían el comienzo de la revolución palestina y el primer paso en el camino hacia la liberación de su patria. «El pueblo palestino se ha pasado diecisiete años en el exilio, sostenido únicamente en las esperanzas que le hacían concebir los dirigentes árabes. En 1965 comprendieron que tendrían que ser ellos mismos los artífices de su propia liberación y que era mejor eso que esperar la ayuda de Alá.»38
En sus primeros dieciocho meses de vida, la lucha armada palestina no pasó de ser un movimiento marginal al que ni Israel ni sus vecinos árabes encontraban difícil frenar. Salah Khalaf afirma que Al-Fatah realizó «unas doscientas incursiones» entre enero de 1965 y junio de 1967, aunque reconoce que «el alcance [de dichos ataques] no sólo era reducido sino que, por sus características, las acciones no constituían una amenaza capaz de poner en peligro la seguridad o la estabilidad del Estado israelí».
La derrota árabe de 1967 resultaría ser, irónicamente, un acontecimiento liberador para el movimiento de la lucha armada palestina. Hallándose ahora gaza y Cisjordania sometidas a la ocupación israelí —en lugar de encontrarse bajo dominación egipcia y jordana, como había venido sucediendo entre los años 1948 y 1967—, el movimiento palestino logró presentarse por primera vez ante el mundo como portavoz de los palestinos de los territorios ocupados. Por si fuera poco, la libertad del movimiento palestino fue una consecuencia directa de la derrota de los estados árabes. Nasser y los demás dirigentes árabes habían impuesto severas restricciones tanto a Al-Fatah como al resto de las facciones palestinas. El escarmentado Nasser, que no podía ya interponerse en el camino del movimiento palestino, optó de pronto por hacer valer su autoridad —que todavía conservaba, aunque disminuida— para presionar al resto de los estados árabes fronterizos con Israel e instarles a que permitieran que los palestinos lanzaran sus ataques contra los israelíes desde sus respectivos territorios.
En los momentos inmediatamente posteriores a la guerra de los Seis Días, Jordania pasaría a convertirse en el principal centro de operaciones de los palestinos. Debilitado por la destrucción de sus fuerzas armadas y la pérdida de Cisjordania, el rey Hussein prefirió no darse por enterado de las operaciones que Al-Fatah estaba llevando a cabo contra Israel. Las facciones armadas palestinas establecieron su cuartel general en el valle del Jordán, en la aldea de Karamé. Los israelíes tomaron buena nota de los preparativos de Al-Fatah. En marzo de 1968, las autoridades jordanas avisaron a los miembros de Al-Fatah de que estaba a punto de producirse un ataque israelí contra la base del movimiento en Karamé. Los palestinos decidieron mantener sus posiciones y esperar a pie firme la arremetida en lugar de replegarse ante la superioridad de las fuerzas israelíes. Los jordanos aceptaron proporcionarles apoyo con su artillería desde los montes que dominan el valle del Jordán.
El 21 de marzo, una importante fuerza expedicionaria israelí cruzó el río Jordán con la intención de destruir el cuartel general de Al-Fatah. Unos quince mil soldados de infantería israelíes, junto con tropas de la división acorazada, atacaron a un tiempo la aldea de Karamé y los campos de entrenamiento de Al-Fatah. Mahmoud Issa, una de las personas que se habían refugiado en la región en 1948 tras verse obligadas a abandonar Acre, presenció los hechos. «nos dieron orden de no intervenir durante la primera fase de la operación», recuerda Issa. «Abu Amar [el apodo de Yasir Arafat] vino personalmente a explicarnos que el único modo de sobrevivir a una situación tan desesperada consistía en emplear la astucia. No le resultó difícil convencernos. Éramos materialmente incapaces de defender Karamé.» De hecho, hoy se estima que en la base guerrillera no debía de haber más de doscientas cincuenta personas, sumando los activistas de Al-Fatah y el personal administrativo, a lo que quizá quepa añadir los ochenta miembros del Ejército de Liberación de Palestina que se hallaban allí acantonados en ese momento. «nuestra única opción —prosigue Issa— pasaba por tender una emboscada a los israelíes, y en elegir el instante idóneo para desencadenarla.»39
Issa y sus compañeros tomaron posiciones a las afueras del campamento a fin de organizar el contraataque, previsto para la puesta de sol. «El día fue avanzando», relata Issa en sus memorias. «no quedaba ni rastro de Karamé. Sólo ruinas. Muchos hombres, mujeres y niños habían sido hechos prisioneros. Hubo también un gran número de muertos.» una vez completada su misión bajo el nutrido fuego de la artillería jordana, los israelíes comenzaron a replegarse. Era el momento que Issa y sus camaradas habían estado esperando.
En el preciso instante en que los tanques pasaban por delante de nuestras posiciones se nos dio la señal de ataque. Fue un tremendo alivio tanto para mí como para mis compañeros. Era como si hubiéramos estado reteniendo la respiración más de la cuenta. Corrimos derechos hacia el objetivo —y más que hubiéramos querido correr—. Nos imaginábamos la sorpresa de los israelíes al ver que unos guerrilleros a los que creían enterrados bajo los escombros se precipitaban ahora hacia ellos. La luz resultaba ya engañosa. Habíamos volado los puentes que salvaban el Jordán. Los tanques se detuvieron in situ y, protegidos por la cobertura de la artillería [jordana], comenzamos a librar una batalla de sesgo completamente nuevo.
Los palestinos inutilizaron con lanzagranadas un buen número de vehículos israelíes, causando bastantes víctimas con sus armas ligeras antes de que los israelíes pudieran terminar de retirarse y pasar al otro lado del Jordán.
Para los palestinos, el choque de Karamé representaba una victoria crucial, ya que no sólo había impedido su total aniquilación frente a unas fuerzas superiores en número y armamento sino que el instante en el que los israelíes se habían visto obligados a replegarse bajo el fuego enemigo había venido a constituir asimismo un timbre de honor (en este sentido resulta revelador que la palabra karama signifique «dignidad» o «respeto» en árabe). Con todo, la dignidad se había cobrado un alto precio. Pese a que en la prensa árabe se inflaran las cifras de bajas, lo cierto es que en la refriega murieron al menos veintiocho israelíes, sesenta y un jordanos y ciento dieciséis activistas palestinos.40 Aun así, la batalla de Karamé sería considerada en todo el mundo árabe como una clara victoria palestina. Era la primera vez desde el año 1948 que un ejército árabe plantaba cara a los israelíes y demostraba que el enemigo no era invencible.
Al-Fatah iba a ser el primer beneficiado por el resultado de la batalla. Así lo recuerda Leila Khaled con cierto distanciamiento crítico: «Los medios de comunicación árabes exageraron la magnitud del incidente hasta conseguir que se tuviera la impresión de que la liberación de Palestina estaba a la vuelta de la esquina. Miles de jóvenes se presentaron voluntarios. Recogimos kilos de oro y toneladas de armas. Al-Fatah, que hasta entonces había sido un movimiento formado por unos cuantos centenares de activistas escasamente preparados, adquirió de pronto a los ojos de los árabes la envergadura del ejército de liberación chino en los instantes inmediatamente anteriores a la proclamación de la República Popular de octubre de 1949. ¡Hasta el rey Hussein afirmaría que también él era un guerrillero!».41 Salah Khalaf, uno de los fundadores de Al-Fatah, sostenía que las sedes del movimiento se hallaban inundadas de voluntarios —unos cinco mil se alistarían en la resistencia a lo largo de las primeras cuarenta y ocho horas posteriores al encontronazo—. Como es lógico, las operaciones de Al-Fatah crecieron en consecuencia: de las cincuenta y cinco acciones llevadas a cabo en 1968 se pasaría a ciento noventa y nueve en 1969, hasta alcanzar un máximo de doscientos setenta y nueve atentados contra Israel en los ocho primeros meses del año 1970.42
El respaldo popular con que contaba la lucha armada palestina, y la organización Al-Fatah en particular, no venía sino a enmascarar en realidad el enfrentamiento de las distintas facciones y las profundas fisuras políticas que fragmentaban al movimiento nacional palestino. Además, las diferencias ideológicas darían lugar a una divergencia táctica que terminaría haciendo que la lucha armada palestina degenerara, pasando de la guerra de guerrillas al simple terrorismo.
Tras el enfrentamiento de 1967, la Organización para la Liberación de Palestina experimentaría una transformación decisiva. Ahmed Shukeiri, que en ningún momento había logrado imponer su liderazgo en el conjunto del movimiento palestino, presentaría su dimisión como presidente de la OLP en diciembre de 1967. Pese a que la organización creada por Arafat —Al-Fatah— se hallaba en una posición ventajosa para hacerse con el poder en la OLP, sus seguidores preferirían que el movimiento global de la OLP siguiera constituyendo un frente en el que pudieran hallar cabida todas las facciones palestinas. Con todo, Al-Fatah se alzaría como partido dominante, aun bajo el paraguas de la Organización para la Liberación de Palestina, y en febrero de 1969 Yasir Arafat sería elegido presidente de la OLP, cargo que habría de conservar ya hasta su muerte, sobrevenida en el año 2004.
No todos los grupos palestinos aceptaron el liderazgo de Al-Fatah. El Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), encabezado por un doctor en medicina llamado George Habash (1926-2008), tenía profundas diferencias ideológicas con Al-Fatah. Basándose en los modelos chino y vietnamita, el FPLP creía que sólo podría llevarse a cabo una lucha armada de liberación nacional tras una revolución social. Al-Fatah, por el contrario, consideraba que la lucha por la liberación nacional debía preceder a la revolución. El dirigente del FPLP acostumbraba a mostrarse despectivo con Al-Fatah, dado que juzgaba que la organización rival se hallaba en bancarrota ideológica y que además estaba manchada por su asociación con algunos Gobiernos árabes que Habash consideraba corruptos.
Al conseguir Al-Fatah el control de la Organización para la Liberación de Palestina, la cúpula dirigente del Frente Popular decidió tomar un camino propio, tratando de propiciar la revolución palestina y de conseguir que la causa palestina fuese conocida internacionalmente. Dejaron que Al-Fatah prosiguiera con sus actividades armadas y que continuara realizando incursiones guerrilleras en territorio israelí —una estrategia que cada vez parecía más quijotesca, dado el enorme número de bajas que estaban sufriendo los palestinos (mil trescientos guerrilleros habrían encontrado la muerte y dos mil ochocientos habrían sido hechos prisioneros para finales de 1969, según cifras israelíes)—.43 El Frente Popular se decidiría en cambio por otra opción, la de efectuar operaciones muy llamativas contra objetivos israelíes y estadounidenses situados en el extranjero a fin de obligar a la opinión pública internacional a cobrar conciencia del problema palestino.
El Frente Popular fue la primera organización palestina que comenzó a practicar la piratería aérea. En julio de 1968, tres activistas del Frente Popular para la Liberación de Palestina secuestraron un avión de pasajeros de la compañía aérea nacional israelí El Al, y ordenaron al piloto que aterrizara en Argel. Los secuestradores liberaron indemnes a la totalidad de los pasajeros, prefiriendo dar una rueda de prensa a retenerlos como rehenes. En diciembre de ese mismo año, Mahmoud Issa, el veterano de Karamé, hizo evacuar otro avión de El Al en Atenas, saboteando después el aparato. Sus superiores le habían dado instrucciones de que se rindiera a las autoridades griegas, con la esperanza de que el juicio posterior suscitara el vivo interés de la prensa y sirviera como plataforma para situar a la causa palestina frente a una audiencia multitudinaria. Issa realizó su misión al pie de la letra, apoderándose del avión y ordenando su evacuación antes de detonar varias granadas en el interior del aparato vacío y rendirse a la desconcertada policía griega.
Los israelíes respondieron a los atentados y a los secuestros de aviones que habían comenzado a realizar los palestinos lanzando un bombardeo sobre el aeropuerto internacional de Beirut y destruyendo trece aviones Boeing de la compañía nacional libanesa Middle East Airlines. «Agradecimos mucho a los israelíes que consiguieran que los libaneses vinieran a sumarse a los apoyos con que ya contaba por entonces la revolución [palestina] —observará sarcásticamente Leila Khaled antes de añadir—: y admiramos su audacia, ya que no les arredró la idea de hacer saltar por los aires unos aviones que eran propiedad estadounidense en un 70 u 80 por 100.»44
El Frente Popular para la Liberación de Palestina creía que su estrategia estaba produciendo resultados y que avanzaba en su propósito de conseguir centrar la atención del público internacional en la causa palestina. «El mundo se vio al fin forzado a tomar nota de las acciones palestinas. La prensa árabe no podía ignorarlas, y a los sionistas tampoco les resultaba posible ocultarlas», concluiría Khaled.45 Sin embargo, la prensa internacional estaba asociando a los palestinos con la idea de la práctica del terrorismo, una reputación que habría de minar la legitimidad de su movimiento a los ojos de la opinión pública occidental.
Como ya sucediera en el caso de la revolución argelina, también las mujeres habrían de desempeñar un papel determinante en la lucha armada palestina. Al apoderarse de un avión de El Al en Zúrich, Amina Dhahbour se convertiría en febrero de 1969 en la primera mujer palestina que tomara parte en una operación de secuestro aéreo. La implicación de Dhahbour iba a constituir una gran motivación para las mujeres del movimiento de liberación palestino. Leila Khaled se enteró de los hechos a través de las noticias del canal internacional de radio de la BBC, transmitiendo inmediatamente la información a las demás mujeres de la organización. «Pocos minutos después nos vimos celebrando a un tiempo la liberación de Palestina y la liberación de la mujer», escribirá más tarde.46
Khaled, que se había unido poco antes al Frente Popular, se presentaría voluntaria para integrar la Patrulla de Operaciones Especiales del grupo, siendo enviada a Ammán a fin de pasar el pertinente período de instrucción. En agosto de 1969, Khaled recibiría la orden de cumplir su primera misión. «Leila —le dijeron sus superiores—, vas a secuestrar un avión de la TWA.» La idea de que se le hubiera encomendado aquel cometido la llenó de emoción, ya que lo consideraba un ataque directo al imperialismo estadounidense.47 Estaba firmemente convencida de que la táctica de secuestrar aviones israelíes y estadounidenses contribuía al progreso de los objetivos estratégicos del movimiento de liberación de Palestina. «Por regla general —señala Khaled— no actuábamos con la intención de causar un daño irreparable al enemigo —dado que carecíamos de la fuerza necesaria para ello—, sino con la idea de difundir nuestra propaganda revolucionaria, sembrar el terror entre nuestros adversarios, movilizar a las masas palestinas, lograr que nuestra causa tuviera una repercusión internacional, poner a las fuerzas progresistas de nuestro lado y lograr que los agravios de que éramos víctimas resultaran claramente visibles a los ojos de una opinión pública insensible por hallar tanto su inspiración como su información en el sionismo.»48 El secuestro del avión de la TWA se planeó para que coincidiera con el discurso que debía pronunciar en Los ángeles, California, el presidente Richard Nixon ante la asamblea anual que iba a celebrar la Organización Sionista de los Estados Unidos el 29 de agosto de 1969.
Si pensamos en las exhaustivas medidas de seguridad que se aplican actualmente en los aeropuertos, parece increíble lo fácil que le resultó a Leila Khaled y a sus camaradas introducir camufladamente en el vuelo 840 de la TWA que estaba a punto de partir en dirección al aeropuerto romano de Fiumicino las pistolas y granadas de mano que llevaban. Poco después del despegue, su cómplice forzó la puerta de la cabina de mando y anunció que el avión «tenía un nuevo capitán». Leila se hizo entonces con el control del aparato. «Para demostrar que aquello iba en serio, le ofrecí inmediatamente al capitán Carter [el piloto de la aeronave], a modo de recuerdo, el cierre de seguridad de la granada que llevaba en la mano. Él lo rechazó respetuosamente. Lo arrojé a sus pies y solté mi discurso. “Si obedecen ustedes mis órdenes todo irá bien; de lo contrario deberán asumir la responsabilidad de lo que pueda pasarles a los pasajeros y al avión”.»49
Una vez se hubo hecho con el control de la nave, Khaled encontró enormemente gratificante su recién descubierta capacidad de mando. Ordenó al piloto que pusiera rumbo a Israel. Ella misma estableció comunicación directa con los controladores aéreos durante el trayecto, y disfrutó particularmente al obligar a las autoridades israelíes a no hablar del «vuelo 840 de la TWA», sino del «Frente Popular de la Palestina árabe Libre». Hizo que el piloto volara en círculos sobre su ciudad natal, Haifa —ya que no había vuelto a verla desde el año 1948—, escoltada por tres cazas israelíes. Por último, dio instrucciones al piloto para que aterrizara en Damasco, capital en la que todos los pasajeros serían finalmente puestos en libertad, indemnes. Las autoridades sirias pondrían a Leila y a los demás miembros del comando bajo arresto domiciliario por espacio de cuarenta y cinco días, tras lo cual les permitieron regresar al Líbano. Habían logrado un éxito completo en su misión y habían conseguido escapar impunes.
La actividad de los comandos palestinos viviría su apogeo en los últimos años de la década de 1960. Las operaciones de Al-Fatah en Israel, sumadas a los secuestros del Frente Popular, lograrían que la causa palestina quedara bajo el foco de la atención internacional, infundiendo esperanzas a los exiliados palestinos de todo el mundo. Sin embargo, las relaciones entre los estados árabes que acogían a los refugiados y los miembros de la revolución palestina no tardarían en deteriorarse. Los países en que las tensiones adquirirían proporciones más acusadas serían el Líbano y Jordania.
Los guerrilleros palestinos contaban con un importante apoyo popular en el Líbano, en particular entre los grupos izquierdistas y musulmanes desencantados con el orden político que, dominado por los maronitas, mostraba claras tendencias conservadoras. Sin embargo, el Gobierno libanés juzgaba que el movimiento palestino constituía una amenaza directa para su soberanía, poniendo además en peligro la seguridad del país. En el año 1968, al atacar el aeropuerto de Beirut los comandos israelíes, las autoridades libanesas ya habían tratado de tomar medidas muy enérgicas contra los palestinos. De este modo se producirían varios encontronazos armados entre las fuerzas de seguridad libanesas y los guerrilleros palestinos a lo largo del año 1969. El presidente egipcio Nasser intervino para negociar un pacto entre el Gobierno libanés y las facciones palestinas. Rubricado en noviembre del año 1969, el Acuerdo de El Cairo sentaría las bases del comportamiento que debería observar en lo sucesivo el movimiento palestino mientras se hallara en territorio libanés. El acuerdo permitía que los guerrilleros palestinos usaran el territorio libanés como base para sus operaciones, y concedía a las facciones palestinas la máxima autoridad para organizar a los trescientos mil palestinos que vivían en los campos de refugiados del Líbano. El Acuerdo de El Cairo vino a instaurar así una frágil tregua entre el Gobierno libanés y los miembros del movimiento palestino, tregua que a lo largo de los seis años siguientes habría de verse varias veces al borde de la ruptura a causa de las sucesivas tensiones a que habría de verse sometida.
Las relaciones con el reino de Jordania serían todavía más inestables. Varias facciones palestinas lanzaron abiertamente un llamamiento instando a sus simpatizantes y seguidores a derrocar a la «reaccionaria» monarquía hachemita a fin de movilizar a las masas árabes y palestinas y embarcarlas en una revolución social, acción que constituía, a sus ojos, el primer paso imprescindible para la liberación de Palestina. Salah Khalaf reconocería que los guerrilleros habían tenido parte de culpa en el hecho de que se rompieran las relaciones. «Lo cierto es que no puede decirse que nuestro propio proceder fuese terriblemente coherente», escribe. «Los fedayines [esto es, los activistas palestinos] se enorgullecían de su fuerza y de sus hazañas, y a menudo dejaban traslucir que se sentían superiores, llegando a actuar en ocasiones con arrogancia, sin tener en cuenta las percepciones ni los intereses de los naturales de Jordania. Todavía más grave resultaba la actitud que mantenían respecto del ejército jordano, al que trataban más como a un enemigo que como a un aliado potencial.»50 Sin embargo, todas las facciones palestinas creían que el rey Hussein se había comportado de forma tramposa con ellos y que había unido su suerte a la de los estadounidenses, e incluso a la de los israelíes, al actuar en contra de la causa palestina.
En el año 1970, los jordanos y los palestinos se hallaban abocados a un encontronazo. En junio, el Frente Popular secuestró al primer secretario de la Embajada estadounidense en Jordania y tomó por asalto los dos principales hoteles de Ammán —el Intercontinental y el Filadelfia—, cogiendo como rehenes a más de ochenta clientes. El rey Hussein respondió enviando al ejército y ordenándole que atacara las posiciones que ocupaban los palestinos en el campo de refugiados de Ammán. Los enfrentamientos, de gran virulencia, se prolongarían por espacio de una semana, plazo después del cual se pactaría una tregua y se devolvería la libertad a los rehenes. Leila Khaled lamentará más tarde que el Frente Popular no hubiera optado por continuar la lucha. «Perdimos la oportunidad de deponer a Hussein, y en un momento en el que contábamos tanto con la confianza del pueblo como con la fuerza suficiente para derrotar a sus fragmentadas huestes», reflexionará tiempo después.51
El Frente Popular volvería a la carga en septiembre de 1970, fecha en la que sus activistas secuestrarían otro avión que se dirigía a Atenas, exigiendo en esta ocasión la liberación de Mahmoud Issa. Issa llevaba encerrado en la miserable celda de una cárcel griega, olvidado del mundo exterior, desde que él mismo secuestrara y saboteara un avión de El Al en Atenas, en diciembre de 1968. El mediático juicio a que esperaba ser sometido en Grecia —destinado a captar la atención internacional y a llevar la causa palestina al primer plano de la actualidad— no llegaría a concretarse. Sin embargo, tras el nuevo y audaz secuestro realizado con intención de liberarle, la acción del Frente Popular se vería coronada por el éxito y el movimiento no sólo conseguiría los titulares que buscaba sino obligar también al Gobierno griego a poner en libertad a Issa.
A su regreso a Jordania, Mahmoud Issa sería recibido como un héroe, y antes de que hubieran transcurrido dos semanas ya se le había asignado una nueva misión. Tenía que preparar una pista de aterrizaje para una acción espectacular del Frente Popular —un secuestro sincronizado de tres aviones que debía terminar conduciendo los tres aparatos al desierto de Jordania—. El Frente Popular tenía la esperanza de aparecer de esta forma en las primeras planas de la prensa mundial y dejar patente que la revolución palestina era quien ejercía la verdadera autoridad en Jordania. La misión constituía una provocación deliberada, un desafío simultáneo al rey Hussein y a su ejército. Issa comenzó a trabajar en una pista de aterrizaje en desuso que se hallaba al este de Ammán, la capital jordana —una pista conocida con el nombre de Aeródromo Dawson y bautizada como «Aeropuerto de la Revolución» para la efeméride—.
El 6 de septiembre de 1970, varios activistas del Frente Popular embarcaron a bordo de un avión estadounidense de la compañía TWA que cubría la línea Fráncfort-nueva York y de un vuelo de Swissair que debía salir de Zúrich y aterrizar asimismo en nueva York, obligando a los pilotos de las dos aeronaves a tomar tierra en Jordania.
Ese mismo día, el Frente Popular para la Liberación de Palestina encargó a cuatro activistas que secuestraran un avión comercial israelí. El personal de tierra de El Al negó la tarjeta de embarque a dos de los secuestradores potenciales, los cuales cambiarían entonces de planes y optarían por secuestrar un aparato de la compañía estadounidense Pan Am. El piloto de la Pan Am no quiso posar su aparato en el Aeródromo Dawson, afirmando que la pista no era lo suficientemente larga para permitir el aterrizaje de su inmenso Boeing 747. Puso rumbo a Beirut, y una vez allí los artificieros del Frente Popular colocaron explosivos en la cabina de primera clase, exigiendo a continuación que el aparato se dirigiera a El Cairo. Los secuestradores dijeron a los pasajeros y a la tripulación que, una vez en tierra, dispondrían únicamente de ocho minutos para evacuar la nave. En realidad, los explosivos estallarían sólo tres minutos después de que el avión hubiese aterrizado, pero asombrosamente la totalidad de los pasajeros y los miembros de la tripulación —esto es, un total de ciento setenta y cinco personas— lograrían ponerse a salvo antes de que el avión saltara en pedazos.
Los otros dos comandos del Frente Popular consiguieron subir a bordo del vuelo de El Al que partía de Amsterdam para dirigirse a nueva York. Al frente de los activistas se hallaba Leila Khaled, la secuestradora del vuelo 840 de la TWA. Tras sufrir distintos secuestros desde el año 1968, la compañía El Al había intensificado las medidas de seguridad: se habían reforzado las puertas de la cabina de mando y además se habían apostado oficiales de policía aérea en todos los vuelos. Poco después del despegue, Leila y su camarada trataron de hacerse con el control de la aeronave, encontrándose con la resuelta resistencia tanto de los policías aéreos israelíes como de la tripulación del aparato. Sonaron unos catorce disparos, tras los cuales quedarían tendidos en el suelo dos personas: una azafata israelí gravemente herida y uno de los secuestradores, clínicamente muerto —se trataba de Patrick Argüello (Leila denunciaría que había sido víctima de una ejecución sumarísima en pleno vuelo)—. Khaled se vio así superada en número y desarmada. El piloto realizó un aterrizaje de emergencia en Londres a fin de poder evacuar a la azafata herida. Las autoridades británicas sacaron al agonizante Argüello del avión y arrestaron a Leila Khaled. El Frente Popular no tardó en responder, secuestrando un avión británico de la compañía BOAC el 9 de septiembre en Bahréin y ordenando al piloto que aterrizara en el «Aeropuerto de la Revolución» de Jordania y fuera a reunirse con los otros dos aparatos secuestrados: el avión de la Swissair y el de la TWA.
Los múltiples secuestros, unidos a la destrucción del avión de la Pan Am en El Cairo, captaron la atención de los medios de comunicación internacionales. En términos de piratería aérea, los acontecimientos de septiembre de 1970 no habrían de ser superados hasta el 11 de septiembre de 2001. Con los tres aparatos del aeródromo de Jordania en su poder, el Frente Popular para la Liberación de Palestina comenzó a desgranar sus exigencias: la liberación de Leila Khaled, junto con tres activistas retenidos en la Alemania Occidental, otros tres detenidos en Suiza, y un impreciso número de palestinos capturados por Israel. En caso de que las autoridades no atendieran a sus demandas en tres días, el Frente Popular amenazaba con destruir los tres aviones secuestrados —en los que viajaban un total de trescientas diez personas entre pasajeros y miembros de la tripulación—. De hecho, el Frente Popular seguía siendo reacio a perder la relativa simpatía que inspiraba en la opinión internacional —cosa que indudablemente ocurriría si llegaba a asesinar a los rehenes—, así que comenzó a liberar a las mujeres y a los niños. El relato de la peripecia de los rehenes ocuparía las primeras páginas de la prensa mundial. El 12 de septiembre, varios activistas armados del Frente Popular condujeron a los restantes pasajeros de los aviones a un hotel que el FPLP tenía bajo control en el centro de Ammán, reteniéndoles allí como rehenes. Una vez vacíos los aparatos, los miembros del comando pusieron cargas explosivas y las detonaron, destruyendo los aviones con una serie de espectaculares explosiones que las cámaras de televisión de la prensa mundial se encargaron de captar y difundir por todo el planeta.
Cinco días después se produciría una deflagración todavía más potente, ya que el ejército jordano decidió declarar la guerra a la revolución palestina. Para el rey Hussein y su ejército, las facciones palestinas habían abusado de la acogida que Jordania les había dispensado. La euforia de Karamé había dado paso al conflicto del Septiembre negro (pues así se llamó a la guerra emprendida para expulsar de suelo jordano a los activistas de la revolución palestina). El Frente Popular no había hecho esfuerzo alguno por ocultar su intención de derribar a la monarquía y transformar así a la nación jordana en la plataforma de lanzamiento del movimiento de liberación de Palestina, pero la decisión de utilizar el desierto jordano como escenario de aquel ultrajante secuestro había sido la gota que había venido a colmar el vaso. Al-Fatah denunció las acciones del Frente Popular, pero los jordanos no establecían ya distinción alguna entre una u otra facción palestina. En Jordania no había espacio para la revolución palestina y la monarquía hachemita: una de las dos tendría que abandonar el campo.
Tanto el rey Hussein como su ejército se sintieron insultados por la audacia que había mostrado el Frente Popular para la Liberación de Palestina al utilizar el territorio jordano en sus operaciones terroristas. Y en una ocasión, al tratar de intervenir varios destacamentos del ejército jordano en la zona del Aeródromo Dawson en que se hallaban los aviones secuestrados, los guerrilleros palestinos respondieron lanzando nuevas amenazas contra los rehenes. Los soldados jordanos se retiraron y evitaron iniciar un tiroteo, optando por esperar a que se resolviera el asunto de la toma de rehenes antes de adoptar ninguna medida. El hecho de colocarse a la expectativa ante las amenazas palestinas hacía que las tropas jordanas se sintieran despojadas de su hombría, circunstancia que las puso a un paso de rebelarse contra el monarca. Una de las anécdotas que se haría famosa en la época decía que al pasar revista el rey Hussein a sus unidades de blindados, los soldados decidieron colgar ropa interior femenina de las antenas de radio de sus vehículos a modo de protesta. «nos han convertido en mujeres», diría al monarca el comandante de uno de los tanques.52
El 17 de septiembre, Hussein ordenó a su ejército que entrara en acción. Las operaciones de Septiembre negro fueron una guerra en toda regla. Durante diez días, los guerrilleros palestinos combatirían al ejército jordano en un conflicto que amenazaba con extenderse y terminar incendiando la región entera. Al ser un monarca conservador y hallarse el Oriente Próximo dividido ideológicamente, Hussein se vio de pronto amenazado por sus vecinos árabes «progresistas», deseosos de intervenir en favor de los palestinos. Hussein se encontraría así enfrentado tanto a las tropas iraquíes, que llevaban apostadas frente a las fronteras jordanas desde la guerra de los Seís Días, como a la invasión de las provincias septentrionales jordanas, en las que acababan de penetrar los tanques sirios enarbolando la bandera del Ejército de Liberación de Palestina.
El ejército de Hussein quedó de ese modo disperso en lo que había pasado a convertirse en una guerra en dos frentes —la que tenía que librar el monarca contra los palestinos y la que le enfrentaba a los invasores sirios—. Así las cosas, Hussein invocaría su amistad con los Estados Unidos y Gran Bretaña, tratando de conseguir incluso la ayuda israelí para proteger el espacio aéreo jordano de un ataque exterior. Con todo, la intervención occidental podía terminar provocando una respuesta soviética, ya que la potencia rusa acudiría seguramente en defensa de sus aliados regionales. Nasser lanzó un llamamiento a los demás estados árabes al objeto de tratar de negociar una solución al conflicto antes de que éste se convirtiera en una espiral de violencia incontrolable.
Nasser hubo de hacer valer su autoridad para conseguir que Arafat y Hussein se avinieran a reunirse en El Cairo el 28 de septiembre a fin de zanjar sus diferencias. Tras llegar los jefes de Estado árabes a un acuerdo, los jordanos y los palestinos accedieron a decretar un alto el fuego total. Los rehenes occidentales que todavía permanecían en el escenario del secuestro fueron finalmente liberados del hotel y de las diferentes habitaciones que les habían servido de celda y en las que se habían visto retenidos por el Frente Popular para la Liberación de Palestina. En una operación encubierta, las autoridades británicas liberaron a Leila Khaled y a un cierto número de guerrilleros palestinos. Sin embargo, el daño efectuado no admitía ya reparación —ni siquiera la intervención de Nasser podía hacer ya nada al respecto—. Se estima que la guerra de Septiembre negro se cobró la vida de tres mil palestinos, entre combatientes y civiles, y que los jordanos también sufrieron centenares de bajas. La ciudad de Ammán había quedado parcialmente destrozada tras los diez días de lucha, y los campos de refugiados palestinos de la ciudad se habían visto reducidos a escombros.
Los días de intensas negociaciones iban a pasar factura al presidente egipcio. Tras despedir a Hussein y Arafat, el 28 de septiembre de 1970, Nasser sufrió un fulminante ataque al corazón al regresar a casa, y falleció a las cinco de esa misma tarde.
Radio El Cairo interrumpió su programación habitual para emitir un solemne recital de versos del Corán. Tras esperar un plazo prudencial, el vicepresidente Anuar el-Sadat anunció el fallecimiento de Gamal Abdel Nasser. «El efecto de la noticia fue a un tiempo instantáneo y pasmoso», recuerda Mohamed Haikal.
La gente abandonaba sus hogares en plena noche para dirigirse a las oficinas de la emisora de radio, situadas a la orilla del Nilo, con la intención de averiguar si lo que acababan de escuchar era efectivamente cierto... Al principio no se veían por las calles más que a pequeños grupos de personas, pero después comenzaron a congregarse a centenares, luego a miles y más tarde por decenas de miles, hasta terminar por llenar la vía pública a rebosar de modo que a los reunidos les resultó ya imposible hacer un solo movimiento. Delante de la emisora chillaban unas cuantas mujeres. «¡El león ha muerto!», exclamaban. «¡El león ha muerto!» El grito terminó por escucharse en todo El Cairo, alcanzando después a las aldeas vecinas y acabando por hallar eco en la totalidad de Egipto. La gente le lloraría toda esa noche y los días posteriores con vehemente y exaltado pesar. Muy pronto, comenzaron a llegar a El Cairo ingentes masas de personas procedentes de todos los puntos de Egipto, llegándose a dar cita en la ciudad diez millones de almas. Las autoridades detuvieron el tráfico ferroviario dado que no había ya sitio para alojar a la gente y empezaban a escasear los víveres. Y sin embargo, seguían acudiendo, en coche, a lomos de sus burros y a pie.53
La tristeza terminó rebasando las fronteras de Egipto y extendiéndose por todo el mundo árabe. En las principales ciudades de los estados árabes se celebraron enormes manifestaciones de masas. Más que cualquiera de los líderes árabes anteriores o posteriores a él, Nasser había sabido encarnar las esperanzas y las aspiraciones de los nacionalistas árabes de todo el Oriente Próximo. Sin embargo, el nacionalismo árabe había expirado antes que el propio Nasser. La secesión siria había desbaratado la República Árabe Unida, la guerra del Yemen había enfrentado a árabes contra árabes, la tremenda derrota sufrida en el año 1967 había conducido a la total pérdida de Palestina...: todos estos acontecimientos habían ido asestando a los ideales del panarabismo una serie de golpes sucesivos de los que no habría ya de recobrarse. Los acontecimientos del Septiembre negro habían venido a resaltar de manera particularmente aguda las profundas divisiones que separaban a los estados árabes. Sólo Nasser parecía capaz de superar las líneas de fractura que cada vez separaban más a las naciones árabes, crecientemente divididas en función de su postura ante los retos de la guerra fría, circunstancia que había terminado creando dos bandos enemistados: el de los aliados de los Estados Unidos y el de los partidarios de la unión Soviética.
En el año 1970, el mundo árabe se hallaba drásticamente dividido en estados claramente diferenciados, cada uno de ellos provisto de intereses propios que salvaguardar. Después de esa fecha surgirían sin duda nuevos intentos de lograr la unidad de los estados árabes, pero ninguno de ellos llegaría a poner en peligro en ningún caso la integridad de los estados implicados, y ninguno de esos empeños conseguiría tampoco perdurar. Los planes de unidad de las décadas de 1970 y 1980 no serían más que una sucesión de estrategias de relaciones públicas concebidas para conferir legitimidad a unos Gobiernos árabes que sabían que el nacionalismo árabe todavía resultaba notablemente atrayente para sus ciudadanos. Los Gobiernos seguirían defendiendo retóricamente los temas que ocupaban la mente de todos los árabes, aunque sin ninguna convicción de fondo: asuntos como los de luchar contra el enemigo sionista y liberar la patria palestina. Sin embargo, todos se ocupaban ya de la promoción de sus intereses particulares como tales naciones. Además, una nueva fuerza estaba empezando a hacerse notar en el Oriente Próximo, dado que los recursos petrolíferos de la región habían comenzado ya a generar una inmensa riqueza y a conceder a los árabes una notable influencia en la economía mundial.