Capítulo 12

LA ERA DEL PETRÓLEO

El poder del petróleo estaba llamado a moldear el mundo árabe durante los azarosos años de la década de 1970. La naturaleza había repartido irregularmente los yacimientos petrolíferos entre los distintos estados árabes. Si exceptuamos Irak, donde los caudalosos Tigris y Éufrates habían permitido el mantenimiento de grandes poblaciones agrícolas a lo largo de miles de años, las mayores reservas petrolíferas se encontraban en los países árabes de menor densidad de población: Arabia Saudí, Kuwait y el resto de países del Golfo Pérsico, junto con Libia y Argelia en el norte de África. en Egipto, Siria y Jordania se realizaron hallazgos de poca importancia, pero la cantidad de crudo detectado no alcanzaba a cubrir siquiera la demanda local.

En el mundo árabe se descubriría petróleo por primera vez a finales de la década de 1920 y principios de los años treinta. Durante cuatro décadas, las compañías petrolíferas occidentales disfrutaron sin traba alguna del control de la producción y la comercialización de los hidrocarburos árabes. Los gobernantes de los países productores de petróleo comenzaron a enriquecerse, y en las décadas de 1950 y 1960 empezaron a desarrollar planes para trasladar los beneficios de la producción petrolífera a sus empobrecidas poblaciones.

Con todo, habría que esperar hasta la década de 1970 para que la convergencia de una serie de factores terminara por convertir el petróleo en una fuente de poder en el mundo árabe. La suma de la creciente dependencia del petróleo que experimentaba la práctica totalidad del planeta, junto con el descenso de la producción petrolífera estadounidense y las crisis políticas que vendrían a poner en peligro la capacidad de exportación de petróleo del Oriente Próximo al mundo industrializado acabaron generando en la década de 1970 un alza sin precedentes de los precios del crudo. Además, en el transcurso de esa década, los estados árabes comenzaron a asumir las riendas de la gestión del petróleo que ellos mismos producían, dejando a las compañías petrolíferas occidentales desprovistas del control que habían venido ejerciendo hasta entonces y haciendo suyo al mismo tiempo el poder derivado de dicho monopolio.

En la época moderna, el petróleo es justamente el artículo que, más que ningún otro, ha venido a definir la riqueza y el poder de los árabes. Sin embargo, el petróleo es fuente de un tipo de poder de carácter notablemente ilusorio. La inmensa prosperidad que lleva aparejada la producción de petróleo aumenta asimismo la vulnerabilidad del estado que lo explota ante amenazas exteriores. La riqueza del petróleo puede emplearse en el desarrollo constructivo del país, pero también puede impulsar las carreras armamentísticas y los conflictos regionales, siendo entonces causa de destrucción. en último término, puede decirse que a lo largo de la tumultuosa década de 1970 el petróleo trajo a los estados árabes muy poca seguridad, siendo por tanto una bendición de doble filo, y la situación todavía se polariza más si nos fijamos en los efectos que habría de tener en ese mismo período en el conjunto de la región. Desde los inicios del siglo XX, época en que comenzaron a realizarse en serio las primeras prospecciones petrolíferas de Oriente Próximo, las relaciones entre las compañías petrolíferas y los estados productores de crudo habían venido rigiéndose por el sistema de las concesiones —esto es, por la emisión de licencias por parte de los gobiernos, que de ese modo concedían permiso a determinadas compañías para proceder a la explotación de los recursos petrolíferos a cambio de una compensación económica fija—. en el año 1908 se descubrirían en Irán yacimientos petrolíferos suficientemente importantes como para permitir su explotación comercial, y lo mismo sucedería en Irak en 1927. esto determinaría que ya en el año 1931, los distintos profesionales occidentales vinculados con la producción de crudo empezaran a afluir a las costas arábigas del Golfo Pérsico. Al principio, los gobernantes locales, siempre cortos de dinero, optaron por vender los derechos de explotación a las empresas británicas y estadounidenses que asumían la totalidad del riesgo y los gastos asociados con la realización de las prospecciones.

Los primeros empresarios petrolíferos que abrieron camino en el Golfo Pérsico corrieron riesgos muy patentes. Hubo compañías que realizaron perforaciones durante años sin poder mostrar siquiera como resultado de su esfuerzo un mono de trabajo embadurnado de crudo. Sin embargo, en la década de 1930 serían cada vez más los hombres de negocios llamados a encontrar la gallina de los huevos de oro en Arabia. en el año 1932, la Standard Oil de California descubriría petróleo en Bahréin. en 1938, la compañía Caltex descubrió importantes reservas en Kuwait. Y ese mismo año, la Standard Oil de California daría con el primer yacimiento de la provincia oriental de Arabia Saudí, tras seis años de búsquedas infructuosas.

Cuando al fin topaban con una bolsa de petróleo, las compañías pagaban derechos de propiedad a la nación en que se hallaba el yacimiento, quedándose con el resto de los beneficios. Los gobernantes árabes no se quejaban de la situación, ya que el dinero del petróleo llegaba a sus manos sin el menor esfuerzo por su parte. en los estados del Golfo Pérsico, los ingresos derivados de la producción petrolífera pronto comenzarían a superar a todas las demás fuentes de ingresos nacionales, mientras las compañías explotadoras se veían obligadas a soportar los enormes gastos derivados del refinado y el transporte del petróleo árabe hasta los mercados globales. La extracción de petróleo en la península arábiga era una empresa terriblemente gravosa, en particular durante los primeros tiempos: los oleoductos estaban por tender y era preciso crear flotas de petroleros para transportar lo extraído, por no mencionar que también había que construir refinerías para transformar el crudo árabe en productos que pudieran comercializarse. Las compañías petrolíferas consideraban perfectamente justo disponer de un control total de la producción (lo que significaba determinar ellas mismas las cantidades de petróleo a extraer) y la comercialización (lo que implicaba establecer los precios en un mercado cada vez más competitivo) de un recurso que sólo ellas habían extraído a costa de grandes riesgos y de todavía mayores gastos y esfuerzos.

No obstante, en torno al año 1950, los países productores de petróleo comenzaron a sentirse cada vez más más insatisfechos con los términos estipulados en las concesiones originales. Una vez creada la infraestructura necesaria para la extracción, el transporte y el refinado, las inversiones realizadas habían empezado a proporcionar unos beneficios inmensos a las compañías petrolíferas. ARAMCO, un consorcio estadounidense integrado por cuatro grandes empresas (Exxon, Mobil, Chevron y Texaco), que se había hecho con los derechos de explotación en exclusiva del petróleo Saudí, estaba recogiendo unas ganancias que venían a triplicar las que obtenía en 1949 el Gobierno Saudí. Y lo que es peor, los impuestos que ARAMCO abonaba al Gobierno federal de los Estados Unidos superaban en unos cuatro millones de dólares la parte que se llevaba el Gobierno Saudí —lo que significaba que la administración estadounidense obtenía más beneficios por el petróleo Saudí que los propios Saudíes—.1

Los estados árabes del Golfo Pérsico exigieron una parte más sustanciosa de todos aquellos beneficios. A fin de cuentas, el petróleo era suyo y constituía la principal fuente de riqueza de sus economías, en pleno proceso de desarrollo. Las empresas petrolíferas se habían resarcido de sus desembolsos iniciales y se habían visto espléndidamente recompensadas. Los dirigentes árabes tenían la sensación de que ya era hora de que los países productores obtuvieran una porción justa de los beneficios —tanto para subvenir a sus planes de desarrollo, cada vez más ambiciosos, como para establecer reservas para el futuro, en previsión del día en que el petróleo viniera a faltar—. Sus demandas contaban al menos con un precedente: en Sudamérica, Venezuela se las había ingeniado en 1943 para conseguir que los titulares de la concesión accedieran a repartir al 50 por 100 con el estado venezolano los beneficios del petróleo. Los estados árabes estaban decididos a aplicar un acuerdo idéntico a los ingresos petrolíferos obtenidos por la explotación de su subsuelo. en diciembre de 1950, los Saudíes negociaron un trato al 50 por 100 con el consorcio petrolífero ARAMCO, y los demás estados árabes se apresuraron a seguir su ejemplo. este reparto de los derechos de producción parecía aseadamente justo, ya que sugería la existencia de una asociación en pie de igualdad e instauraba una situación que ambas partes estaban dispuestas a aceptar. Sin embargo, las compañías petrolíferas se opondrían a todo empeño tendente a quebrar esa partición al 50 por 100, ya que temían que los países productores terminaran dominándolas.

El poder de los países del mundo árabe que producían petróleo estaba llamado a crecer cada vez más, habida cuenta de sus inmensas reservas de crudo. A lo largo de las décadas de 1950 y 1960, el Golfo Pérsico eclipsaría a los Estados Unidos, arrebatándole la condición de máximo productor mundial de crudo. entre los años 1948 y 1972, la producción de petróleo del Oriente Próximo pasó de un millón cien mil barriles diarios a dieciocho millones doscientos mil barriles cada veinticuatro horas.2 Pese a que los estados productores de petróleo compartían ahora en pie de igualdad con las compañías petrolíferas los beneficios derivados de su extracción, las empresas explotadoras seguían conservando una capacidad de decisión soberana en todas aquellas cuestiones relacionadas con la producción y la política de precios. en los albores de la prospección petrolífera los profesionales occidentales del sector podían reivindicar con razón hallarse en posesión de un conocimiento de la geología, la química y la economía asociada con la extracción de crudo superior al que pudieran tener sus interlocutores árabes. Sin embargo, en la década de 1960 las cosas ya no eran así. Los estados productores de petróleo enviaban ahora a sus mejores y más brillantes cabezas a estudiar geología, ingeniería petroquímica y gestión de empresas a las más destacadas universidades occidentales. Una nueva generación de tecnócratas árabes estaba regresando a casa con una avanzada capacitación universitaria bajo el brazo para ocupar puestos en el gobierno y expresar su irritación por el poder que ejercían las compañías petrolíferas extranjeras y el modo en que se aprovechaban de sus recursos naturales y explotaban la economía nacional.

Abdalá al-Turaiki fue uno de los primeros expertos árabes en cuestiones petrolíferas. Nacido en 1920 en Arabia Saudí, al-Turaiki pasó doce años de su vida estudiando en el Egipto de Nasser, donde también se familiarizaría con el nacionalismo árabe. Más tarde iría a estudiar química y geología a la Universidad de Texas, regresando a Arabia Saudí en 1948. en 1955 se pondría al frente de la dirección General de Minería y Asuntos Petrolíferos de ese país, convirtiéndose en el Saudí de mayor peso institucional de toda la industria petrolífera. Gracias a su alto cargo, al-Turaiki pudo disponer de una relación privilegiada con las personas que se encargaban de tomar las decisiones más determinantes en los demás países productores de petróleo, dedicándose a instar a los colegas árabes con que contaba en la industria del petróleo a proteger sus intereses mediante una acción colectiva.3

La mayoría de los ministros del petróleo árabes que supervisaban la producción en los demás países productores se mostraban reacios a alterar el statu quo. Todos ellos se enfrentaban a un exceso de oferta petrolífera, ya que a principios de la década de 1950 el petróleo soviético había comenzado a inundar los mercados. Si los productores árabes se excedían en sus exigencias a las compañías petrolíferas, éstas podían marcharse sin más a extraer el crudo en otra parte. A fin de cuentas, las principales compañías petrolíferas eran gigantes de dimensiones planetarias con enormes reservas tanto en las dos américas como en África y en el Oriente Próximo. Y dado que hacía poco tiempo que habían arrancado a las compañías un reparto al 50 por 100 de las rentas del petróleo, la mayor parte de los estados árabes productores de petróleo preferían mostrarse cautelosos a optar por una nueva escalada de presiones y tratar de conseguir un acuerdo más ventajoso.

Sin embargo, en 1959 los países árabes productores de petróleo se verían obligados a abandonar su complaciente actitud, ya que en esa fecha la British Petroleum (BP) decidiría tomar la fatídica decisión de recortar en un 10 por 100 el precio público del petróleo. El exceso de oferta soviética había presionado fuertemente a la baja los niveles del precio del crudo, de modo que la decisión de la British Petroleum no hacía más que reflejar la realidad del mercado. El problema de esta decisión aparentemente racional consistió en que la BP había descuidado el detalle de avisar con antelación de la medida a los países productores de petróleo. Dado que los beneficios petrolíferos que obtenían tanto las compañías como los estados productores dependían del precio público del petróleo, esta decisión unilateral venía a traducirse en una incómoda situación: aquella por la que las compañías petrolíferas imponían en la práctica una reducción de dividendos a los países productores de petróleo —y por tanto un recorte de sus respectivos presupuestos nacionales— sin consultarles previamente ni procurar su consentimiento. Sin darse cuenta, la British Petroleum había dejado manifiestamente claro lo desigual que era en realidad la asociación que unía a las compañías y a los estados productores.

Los países productores de petróleo se enfurecieron. De hecho, tras el recorte, Abdalá al-Turaiki habría de descubrir que sus colegas de los ministerios de energía árabes se mostraban más abiertos a la idea de una acción conjunta. en abril de 1959, y entre bambalinas del primer congreso de los países árabes productores de petróleo, al-Turaiki se reuniría en secreto con los representantes gubernamentales de Kuwait, Irán e Irak en un club de vela del barrio residencial cairota de Maadi. en dichas reuniones, los expertos petrolíferos árabes concluirían un «pacto de caballeros» pensado para constituir una comisión con la que poder actuar sobre los precios del petróleo y terminar creando sendas compañías petrolíferas nacionales. El objetivo común que se habían trazado consistía en romper la barrera del reparto al 50 por 100 y lograr un acuerdo con las compañías petrolíferas occidentales en el que la proporción de los respectivos beneficios pasara a ser de sesenta a cuarenta, lo que consolidaría el principio de la soberanía nacional de los estados productores en materia de recursos petrolíferos.

La determinación de los países árabes productores de petróleo se endurecería todavía más en agosto de 1960, al repetir la Standard Oil de Nueva Jersey el mismo error de la British Petroleum y recortar unilateral- mente el precio público del petróleo en un 7 por 100. esa iniciativa desató una airada respuesta de los países productores de petróleo y convenció incluso a los estados más prudentes de que las compañías petrolíferas continuarían controlando a las naciones árabes en tanto éstas no obtuvieran el control de sus propios recursos petrolíferos. Al-Turaiki viajó a Irak para sugerir a sus dirigentes que sería interesante hacer causa común con Venezuela y formar así un frente unido con el que poder contrarrestar la fuerza de las compañías petrolíferas. El ministro de energía Saudí sugirió la creación de un cartel internacional con el que defender los derechos de los estados productores de petróleo e impedir que las compañías petrolíferas pudieran adoptar medidas arbitrarias. Mohamed Hadid, que por entonces ocupaba la cartera de economía iraquí, recuerda en los siguientes términos la visita de al-Turaiki: «el Gobierno iraquí recibió con los brazos abiertos la idea [de al-Turaiki] y convocó una reunión de los estados productores de petróleo en Bagdad, reunión en la que se acordaría efectivamente la creación de dicha organización». El 14 de septiembre de 1960, Irán, Irak, Kuwait, Arabia Saudí y Venezuela anunciaron la formación de la organización de países exportadores de Crudo, más conocida por sus siglas OPEP.4

En 1960 habían surgido en el norte de África otros dos países árabes productores de petróleo, ya que en 1956 se habían descubierto cantidades comercializables de crudo en Argelia, y más tarde —en 1959— ocurriría lo mismo en Libia. Una de las ventajas de tan tardía incorporación al club radicaba en el hecho de que a los estados norteafricanos habría de resultarles más fácil aprender de las experiencias de los colegas árabes que operaban en el Golfo Pérsico y obtener así, de entrada, las mejores condiciones para la prospección y la exportación de sus productos petrolíferos.

La primera vez que se descubrió petróleo en el subsuelo de Libia, el país era un reino muy pobre y subdesarrollado. Sujetos a la administración colonial italiana hasta el año 1943, los territorios libios quedarían bajo la dominación conjunta de británicos y franceses tras la ocupación aliada de Italia. Los tres territorios de la tripolitania, la Cirenaica y el Fezzan pasaron a constituir el Reino Unido de Libia, estado que alcanzaría su independencia en el año 1951. Los británicos recompensarían a Sayid Mohamed Idris al-Sanusi (1889-1983), líder de la poderosa hermandad religiosa sanusí, concediéndole el trono de Libia como compensación por los servicios prestados durante la guerra contra las fuerzas del eje. Sayid Mohamed Idris, convertido ya en el rey Idris I, regiría los destinos del país entre 1951 y 1969, siendo testigo de la transformación de Libia, que pasaría de la pobreza a la abundancia tras el descubrimiento de los yacimientos petrolíferos.

Ya en las primeras fases del proyecto de explotación, cuando aún se estaban efectuando las prospecciones y no se había descubierto todavía una sola gota de petróleo, los libios se mostraron plenamente decididos a exprimir al máximo sus recursos petrolíferos. A diferencia de los demás estados árabes, que habían otorgado grandes extensiones de tierras a las principales compañías petrolíferas al cederles los derechos de explotación consignados en las concesiones, el Gobierno del rey Idris decidió parcelar las zonas de prospección más codiciadas en un gran número de pequeñas concesiones y ofrecer condiciones más favorables a las compañías petrolíferas independientes. Los libios consideraban que las compañías independientes, que poseían menos fuentes alternativas de las que extraer petróleo, pondrían más empeño en descubrir yacimientos petrolíferos en Libia y en introducir el crudo libio en el mercado que las grandes multinacionales, capaces de operar en todo el mundo. Y lo cierto es que la estrategia funcionó. en el año 1965, sólo seis años después de que se descubriera el primer pozo de petróleo, Libia se había convertido ya en el sexto exportador mundial por volumen de crudo de la órbita no soviética, ya que de ella dependía el 10 por 100 del total de las exportaciones de petróleo en dicha zona. en el año 1969, las exportaciones de petróleo libias habían igualado ya a las de Arabia Saudí.5

Pese a que el rey Idris gobernara un país de recién descubierta prosperidad, también hay que señalar que hubo de enfrentarse por esos mismos años a fuertes críticas internas, críticas que le acusaban de practicar una política conservadora y de ser un monarca pro occidental. Un grupo de oficiales árabes nacionalistas del ejército libio, encabezados por un joven capitán llamado Muammar el-Gaddafi (nacido en el año 1942), vieron en el rey a un agente británico. Creían que era preciso derrocar al rey Idris para que Libia se independizara plenamente de la dominación extranjera. en la madrugada del 1 de septiembre del año 1969, los oficiales libios derribaron la monarquía mediante un incruento golpe de estado mientras el anciano soberano se hallaba en el extranjero para recibir tratamiento médico.

En su primer comunicado a la nación libia, emitido por radio a las seis y media de la mañana del día en que se produjo el levantamiento militar, Gaddafi anunció la caída de la monarquía, declarando instituida la república Árabe de Libia. «¡pueblo de Libia! Vuestras fuerzas armadas han llevado a cabo el derrocamiento del régimen corrupto, cuyo hedor nos ha revuelto el estómago a todos, llenándonos de horror.» el mensaje de Gaddafi estaba repleto de alusiones históricas. «de un solo golpe, [el ejército] ha iluminado la larga y lóbrega noche que hemos estado padeciendo y en la que la dominación turca se ha visto seguida primero por la gobernación italiana y más tarde por este régimen reaccionario y decadente que no ha sido más que un nido de extorsiones, enfrentamientos de facciones, engaños y traiciones.» Gaddafi prometía al pueblo libio una nueva era «en la que todos serán libres y se verán hermanados, en una sociedad en la que, con la ayuda de alá, habremos de ver cómo imperan entre nosotros la prosperidad y la igualdad».6

El nuevo gobernante libio era un encendido admirador de Gamal Abdel Nasser. Tras hacerse con las riendas del poder en Libia, Gaddafi ascendió al rango de coronel (el mismo que poseía Nasser en el año 1952 al producirse la revolución egipcia) y creó —siguiendo el modelo egipcio— un Supremo Consejo revolucionario encargado de supervisar las medidas que pudiera adoptar el Gobierno de la nueva república Libia. «dígale al presidente Nasser que hemos hecho esta revolución inspirándonos él», le diría Gaddafi a Mohamed Haikal poco después del golpe de mano que acababa de auparle al poder.7

Al fallecer Nasser en septiembre de 1970, Gaddafi se asignó a sí mismo el título de sucesor ideológico del desaparecido presidente egipcio. en lo sucesivo, el antiimperialismo y la unidad árabe habrían de constituir el sello distintivo de la política exterior libia. El nuevo Gobierno libio se dedicó a promover el aprendizaje de la lengua árabe (los nombres extranjeros de las calles fueron transcritos a ese idioma), impuso las habituales restricciones islámicas (como la prohibición del consumo de alcohol o el cierre de las iglesias), y anunció que la economía habría de adoptar un sesgo fuertemente «libio», procediendo para ello a la expropiación —en nombre del pueblo libio— de todas aquellas propiedades que estuviesen en manos de extranjeros. Las bases militares estadounidenses se cerraron y se decretó la expulsión de todas las tropas extranjeras. E imbuido de este mismo espíritu habría de tomar el nuevo régimen libio las riendas de las compañías petrolíferas occidentales, convencido de que el control que esas empresas venían ejerciendo sobre la producción y la comercialización del petróleo constituía la mayor amenaza imaginable para la soberanía y la independencia libias.

Buscando asesoramiento para perfilar su política petrolífera, el coronel Gaddafi se puso en contacto con Abdalá al-Turaiki, el experto árabe en cuestiones petrolíferas del que ya hemos hablado (y que al acceder el rey Faisal al trono en el año 1962 había sido desbancado de su puesto de ministro de energía Saudí por un brillante tecnócrata recién desembarcado en el escenario petrolífero llamado Ahmed Zaki al-Yamani). Al-Turaiki, que en 1967 había argumentado que «es de justicia que sean los países productores de petróleo que encuentran en el crudo su primordial fuente de ingresos quienes ostenten el derecho de fijar el precio razonable de esta materia prima natural», compartía la determinación de Gaddafi y estaba dispuesto a desmontar el poder que por entonces ejercían las compañías petrolíferas sobre los estados productores de crudo.8 En el año 1970, Gaddafi iniciaría una serie de políticas destinadas a consagrar la plena soberanía de Libia sobre los recursos de su subsuelo, a expensas de las compañías petrolíferas.

En enero de 1970, Gaddafi convocó a los jefes de las veintiún compañías petrolíferas que operaban en Libia, celebrando una reunión destinada a renegociar los términos de sus contratos. Las grandes figuras occidentales de la explotación petrolífera asistieron llenos de inquietud al acto. Todavía no habían terminado de trabar una relación sólida con los nuevos dirigentes militares de Libia. Los ejecutivos se declararon contrarios a toda modificación de las bases por las que regían la actividad empresarial en Libia. Gaddafi se encaró con los empresarios occidentales del petróleo y dejó meridianamente claro que prefería cerrar por completo la producción de petróleo a permitir que su país se viera explotado en nombre de los intereses de Occidente. «Un pueblo que ha vivido sin petróleo durante cinco mil años —advirtió— sabrá vivir sin él más tiempo a fin de obtener con ello la satisfacción de sus legítimos derechos.» Los hombres del negocio petrolífero occidental se agitaron nerviosamente, incomodados por la hosca mirada de Gaddafi.9

El dirigente libio decidió forzar las cosas e imponer un precio a las compañías petrolíferas. ese mismo mes de abril, el Gobierno libio exigió un incremento del 20 por 100 (es decir, cuarenta y tres centavos de dólar por barril, que por entonces se negociaba a dos dólares y veinte centavos) en el precio del petróleo, un aumento que carecía de todo precedente. Esso, uno de los pesos pesados de la industria petrolífera (y filial europea de la estadounidense Exxon), contraatacó con una oferta limitada de sólo cinco centavos por barril y se mantuvo firme en su postura. Dado que disponían de un gran número de puntos de extracción alternativos, tanto Esso como Exxon eran inmunes a las amenazas de Gaddafi.

A modo de respuesta, los libios decidieron apretar las tuercas a las pequeñas compañías independientes. Así recuerda la situación el experto en recursos petrolíferos Alí Attiga: «el Gobierno de Libia aprendió a utilizar a los independientes —y llegó a hacerlo muy bien— al objeto de incrementar el precio del petróleo». Los libios escogieron con todo cuidado el blanco contra el que dirigir sus dardos. La compañía Occidental Petroleum había pasado de ser una empresa totalmente desconocida a convertirse en una de las mayores corporaciones petrolíferas de Occidente gracias a las exitosas prospecciones realizadas en el desierto libio. El único problema que tenía la Occidental Petroleum era que carecía de todo recurso petrolífero fuera de las fronteras libias, con lo que dependía por entero del petróleo libio si quería atender a sus obligaciones contractuales. Los libios impusieron tremendos recortes de producción a la Occidental Petroleum. Y al comenzar a hacer efecto las restricciones impuestas por el Gobierno, la compañía maniobró como pudo para tratar de conseguir fuentes de crudo alternativas con las que cubrir los compromisos adquiridos con sus clientes europeos. Con todo, ninguna de las grandes compañías petrolíferas se dignó a tender la mano a la vulnerable empresa independiente, pese a que su producción diaria descendió a causa de los recortes impuestos por la administración libia de los ochocientos cuarenta y cinco mil barriles diarios a los cuatrocientos sesenta y cinco mil. Las demás compañías petrolíferas también se verían sometidas a restricciones similares, pero ninguna de ellas quedaría tan negativamente afectada como la Occidental Petroleum. «Lo cierto es que el recorte de la producción contribuyó a dos cosas», sostiene Attiga. «Hizo que los independientes aceptaran el incremento de los precios, dado que carecían de toda fuente de suministro alternativa con la que poder satisfacer los compromisos adquiridos, y fue asimismo uno de los factores llamados a iniciar una escasez del suministro de petróleo», lo que su vez ejercería una presión al alza sobre los precios del crudo.10

La estrategia de Libia se vio coronada por un éxito rotundo, y el joven régimen de Gaddafi pudo así proclamar su victoria sobre las compañías petrolíferas. Al final, el presidente de la Occidental Petroleum, Armand Hammer, no tendría más remedio que aceptar las condiciones impuestas por el Gobierno libio en lo que habría de ser un acuerdo llamado a convertirse en referencia del sector y sellado en septiembre del año 1970. La Occidental Petroleum accedió a subir el precio público del petróleo libio en treinta centavos de dólar, dejando el barril en la entonces inaudita cifra de dos dólares con cincuenta y tres centavos. Más significativo todavía fue el hecho de que la Occidental Petroleum accediera a conceder a Libia una parte de beneficios superior a la suya propia, quebrando así la inercia establecida por los acuerdos al 50 por 100 que habían venido predominando durante los últimos veinte años e introduciendo una nueva relación entre los asociados del 55 y cinco por 100 de las ganancias para el estado productor y de sólo el 45 por 100 para las compañías petrolíferas. era la primera vez en la historia de la explotación del petróleo que un estado productor se hacía con la porción mayor de los ingresos generados por la extracción de sus recursos petrolíferos.

El precedente que acababa de sentar la Occidental Petroleum terminaría aplicándose a todas las compañías petrolíferas que operaban en Libia, y el precedente libio a su vez serviría de pauta para los acuerdos que más tarde establecieran Irán y los demás países árabes productores de petróleo. en Febrero de 1971, Irán, Irak y la Arabia Saudí rubricarían el acuerdo de Teherán, por el que se garantizaba que los estados productores de petróleo percibieran un mínimo del 55 por 100 de los beneficios, elevándose además en otros treinta y cinco centavos de dólar el precio público del petróleo. Poco después del acuerdo de Teherán, en abril de 1971, e impulsados por su espíritu, los libios y los argelinos negociarían una nueva subida de los precios del crudo de noventa centavos de dólar por barril, subida que aplicarían a los mercados del Mediterráneo. Todos estos acuerdos darían inicio a dos tendencias: la del periódico incremento de los precios públicos del petróleo por parte de los estados productores de crudo, y la del descenso igualmente regular de la parte de beneficios reservada a las compañías petrolíferas. Aquello representaba el fin de la era de los grandes barones petroleros occidentales y el comienzo de una época dominada por los jeques árabes del petróleo.

El año 1971 señalaría asimismo el acceso a la plena independencia del último de los estados del Golfo Pérsico, que se zafaba así de la tutela británica. A lo largo de todo el agitado período de la descolonización occidental y del auge del nacionalismo árabe, el Omán de la tregua había conservado la especial relación que había establecido con Gran Bretaña desde la firma de su tratado con este país. La independencia de Bahréin y de Qatar, junto con la creación de los emiratos Árabes Unidos, venía a representar el fin del imperio británico de Oriente Próximo que, tras iniciarse en el Golfo Pérsico en el año 1820, cesaba ahora, siglo y medio más tarde, en la misma región.

Técnicamente, las regiones del Golfo Pérsico gobernadas por un jeque no podían considerarse colonias, ya que se trataba, al menos sobre el papel, de miniestados independientes unidos a Gran Bretaña por una especial relación estipulada en la letra y el espíritu de un conjunto de tratados decimonónicos. esas regiones habían aceptado dejar sus relaciones exteriores en manos de los británicos a cambio de que éstos les proporcionaran protección frente a cualquier amenaza extraestatal —principalmente la planteada por las ambiciones del imperio otomano, que a finales del siglo XIX se mostraba decidido a incluir a los estados árabes del Golfo Pérsico en su esfera de influencia—.

En el año 1968 quedaban todavía nueve estados en el Golfo Pérsico que seguían tutelados por un protectorado británico: Bahréin —que desde el año 1946 había sido la sede del residente político británico en el Golfo—, Qatar, Abu Dabi, Dubai, Sharjah, Ras al-Jaima, Umm al-Qaiwain, Fuyaira y Ajmán. Gran Bretaña había explotado su privilegiada posición en el Golfo Pérsico y conseguido así valiosas concesiones petrolíferas para las compañías del Reino Unido, sobre todo en Abudabi y Dubai, ejerciendo además una constante influencia en la región, una región cuya importancia real superaba a la derivada de su escaso peso global. Los gobernantes de los estados del Golfo Pérsico se sentían perfectamente cómodos con esa situación, ya que les permitía conservar su condición de miniestados y no sucumbir a la amenaza de vecinos tan poderosos como Arabia Saudí e Irán, que ambicionaban el rico subsuelo petrolífero sobre el que se asentaban.

Serían los británicos, y no los jeques gobernantes del Omán de la tregua, quienes iniciaran el proceso de descolonización de los pequeños países del Golfo Pérsico. en enero de 1968, el Gobierno laborista de Harold Wilson cogería completamente desprevenidos a los gobernantes del Golfo Pérsico al anunciar que a finales del año 1971 tenía la intención de resolver los compromisos que había contraído Gran Bretaña con la región situada al este de Suez. La decisión británica de retirarse del Golfo Pérsico se debía al período de problemas económicos que atravesaba la metrópoli. en noviembre del año 1967, Wilson se había visto obligado a devaluar la libra esterlina para hacer frente a los déficits que sufrían la balanza de pagos y el intercambio comercial. Una vez tomadas esas medidas de austeridad, el Gobierno británico no podía justificar ya el coste que le suponía el mantenimiento de sus bases militares en el Golfo Pérsico. Además, a estas preocupaciones económicas venía a añadirse la cultura política del partido Laborista en el Gobierno, que veinte años después de que Gran Bretaña hubiera abandonado la India, se mostraba abiertamente hostil a las prácticas imperialistas.

La primera reacción de los jeques consistió en negarse a permitir que los británicos se marcharan —o para ser más exactos, lo que hicieron fue rechazar la idea de que Gran Bretaña pudiera desentenderse de los compromisos que había adquirido mediante los tratados que había firmado en la región y que la obligaban a proteger a los miniestados frente a toda agresión externa—. Tenían buenas razones para sentirse preocupados. Arabia Saudí reivindicaba la posesión de la mayor parte del territorio de Abu Dabi, un país con abundantes recursos petrolíferos, e Irán había declarado suya la soberanía del estado insular de Bahréin y de un buen número de islotes situados en las inmediaciones de importantes yacimientos submarinos de petróleo. A lo largo de los tres años siguientes, Gran Bretaña iba a emplear su mejor tino diplomático en la resolución de las diferentes reclamaciones de los territorios del Golfo Pérsico, animando a sus gobernantes a unir los distintos estados del Omán de la tregua y conseguir de ese modo la masa crítica necesaria para sobrevivir en las traicioneras aguas del Golfo Pérsico.

En 1970, el sah de Irán renunciaría a las reivindicaciones que venía manteniendo su país respecto a Bahréin. El gobernante de Bahréin, el jeque Isa ibn Salman, abandonó la mesa de negociaciones en la que se debatía la eventual unión con los demás estados integrantes del Omán de la tregua, declarando la independencia de su país el 14 de agosto de 1971. El estado peninsular de Qatar, inveterado rival de Bahréin, siguió rápidamente su ejemplo el 3 de septiembre de ese mismo año. Las diferencias que separaban a los siete estados restantes eran significativas pero no insuperables, de modo que el 25 de noviembre de 1971, al aproximarse la fecha en que expiraba el plazo dado por Gran Bretaña antes de proceder a abandonar la zona, seis de los estados del Omán de la tregua alcanzaron finalmente un acuerdo para constituir una Unión de emiratos Árabes (a la que posteriormente se conocería con el nombre de emiratos Árabes Unidos).

El país que se había quedado fuera del acuerdo era Ras al-Jaima, puesto que se había negado a sumarse a la unión en protesta por las reivindicaciones de los iraníes, que afirmaban tener derecho a controlar dos de sus islas, la Gran Tunb y la Pequeña Tunb. Ras al-Jaima no quiso liberar a Gran Bretaña del compromiso que la obligaba a preservar el territorio de las islas en disputa y cuya soberanía pertenecía a ras al-Jaima, según ese mismo miniestado. Gran Bretaña, por el contrario, estaba convencida de que tendría que contar necesariamente con la buena voluntad del Gobierno iraní para mantener la integridad territorial de los estados del Golfo Pérsico, y estaba dispuesta a sacrificar dos de las pequeñas islas de ras al-Jaima al objeto de garantizar la independencia del conjunto de la unión. Los británicos también habían negociado un acuerdo entre Sharjah e Irán, acuerdo por el cual debería procederse a repartir entre ambas naciones el territorio de otra isla disputada, la de Abu Musa, y juzgaban que esas concesiones constituían un mal necesario si querían evitar que el sah se planteara metas más ambiciosas. Al final, ras al-Jaima terminaría sumándose a los emiratos Árabes Unidos, estado que sería admitido por la Liga Árabe el 6 de diciembre de 1971 y que tres días después ingresaría en las Naciones Unidas.

Irónicamente, la retirada británica del Golfo Pérsico iba a tensar las relaciones que el Reino Unido mantenía con dos de los estados más comprometidos con los ideales del nacionalismo y el antiimperialismo árabes. Irak cortó sus relaciones con Gran Bretaña en protesta por haberse mostrado los británicos cómplices de la ocupación iraní de tres territorios árabes —los pertenecientes a las islas de Abu Musa y las dos Tunb—. en castigo por haber puesto esos territorios árabes bajo la dominación iraní, Libia optaría por una decisión más drástica, así que el 7 de diciembre nacionalizaba todas las propiedades relacionadas con los intereses petrolíferos británicos. El hecho de que Occidente dependiera cada vez más del petróleo árabe hacía que ofreciera un flanco vulnerable a este tipo de represalias, de modo que los árabes comenzaron a darse cuenta de que el petróleo constituía un arma eficaz para la obtención de sus objetivos políticos. De hecho, el mundo árabe no tardaría en empezar a plantearse cómo utilizar el arma del petróleo en el conflicto que lo enfrentaba tanto con Israel como con sus aliados occidentales.

* * *

Abdalá al-Turaiki, el asesor de recursos petrolíferos del coronel Gaddafi, comprendió muy pronto lo útil que podía resultar el petróleo en la reorganización de la geopolítica. Pocos meses después de junio de 1967, tras la guerra de los Seis Días, al-Turaiki había publicado un ensayo auspiciado por el Centro de Investigaciones de la Organización para la Liberación de Palestina en Beirut en el que señalaba que el petróleo árabe era «un arma de guerra». Y al exponer la legitimidad de la idea de emplear el petróleo como un elemento estratégico con el que golpear a los aliados de Israel, al-Turaiki recurriría al siguiente argumento: «es cosa que goza de general aceptación que todo estado tiene derecho a valerse de cuantos medios encuentre a su alcance para presionar a sus enemigos. Y lo cierto es que los árabes poseen una de las armas económicas más potentes que quepa utilizar contra un enemigo». Los árabes, sostenía, eran propietarios, como mínimo, del 58,5 por 100 de los recursos petrolíferos descubiertos en el globo, y los países industrializados dependían cada vez más del mundo árabe para satisfacer sus necesidades energéticas. ¿por qué habrían los árabes de seguir suministrando petróleo a Occidente, si los Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Italia y los Países Bajos apoyaban a su enemigo, Israel? «Los pueblos árabes exigen que se utilice el arma del petróleo, y los gobiernos de todos y cada uno de los estados árabes tienen la responsabilidad de escuchar la voluntad de sus respectivas poblaciones», concluía al-Turaiki.11

Sin embargo, una cosa era afirmar que debía utilizarse el petróleo como arma y otra muy distinta hacerlo. Al-Turaiki sabía mejor que nadie lo ineficaz que había revelado ser el arma del petróleo durante la guerra de los Seis Días de junio de 1967. Los ministros árabes de Minería y Asuntos Petrolíferos se habían reunido el 6 de junio —es decir, al estallar la guerra— y llegado al acuerdo de prohibir todo envío de petróleo a los Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania Occidental debido a que respaldaban a Israel. No habían transcurrido todavía cuarenta y ocho horas desde el acuerdo y ya Arabia Saudí y Libia habían cesado por completo su producción. El suministro árabe se redujo en un 60 por 100, lo que sometió a una tremenda presión a los mercados occidentales.

Sin embargo, el mundo industrializado iba a soportar bien esta primera entrada en acción del arma petrolífera. Resulta prácticamente imposible seguir la pista del petróleo una vez ha sido puesto en manos del mercado internacional, de modo que los estados sometidos al embargo lograron eludir la prohibición que impedía a los estados árabes venderles crudo directamente comprándolo a través de un conjunto de intermediarios no afectados por la suspensión del suministro. Los Estados Unidos y el resto de los países no árabes productores de petróleo aumentarían su producción para compensar la diferencia, y los japoneses comenzaron a operar con flotas enteras de un nuevo tipo de barco, los inmensos «superpetroleros», a fin de poder transportar el petróleo a los mercados internacionales. en el plazo de un mes, los estados industrializados contaban ya con todo el suministro necesario, lo que venía a demostrar la inutilidad de un gesto que en ese tiempo había privado a los países árabes productores de petróleo de unos ingresos vitales. A finales del mes de agosto de 1967, los estados árabes derrotados —egipto, Siria y Jordania— solicitaron a los países árabes productores de crudo que reanudaran la producción, a fin de poder subvenir así a la terrible carga de la reconstrucción de la posguerra.

Por consiguiente, el arma petrolífera no sólo se había revelado ineficaz durante la guerra de los Seis Días de 1967 sino que había terminado dañando a las economías árabes, prolongándose los perjuicios mucho después de que callaran los fusiles. La reincorporación del petróleo árabe a los mercados internacionales generó un exceso de oferta llamado a provocar una bajada de precios. Al arma del petróleo le había salido el tiro por la culata, hiriendo mucho más a los estados árabes que a Israel y a sus aliados occidentales. Sin embargo, era tal la falta de confianza que se tenía entonces en los ejércitos árabes —estando todavía vivo el recuerdo de la derrota sufrida en 1967—, que muchos de los estrategas políticos de la época seguían creyendo que era más probable que el mundo árabe alcanzara a materializar sus objetivos contrarios a Israel por medios económicos que por la vía militar.

El malestar posterior a la guerra de los Seis Días de 1967 había causado un efecto más negativo en Egipto que en cualquier otro estado árabe. Las consecuencias económicas de la guerra vendrían además a agravar la aplastante derrota de su ejército y la total pérdida de la península del Sinaí. Egipto se vio obligado a hacer frente al enorme coste de la reconstrucción posbélica, un coste que todavía resultaría más difícil de atender debido al cierre del canal de Suez y al desplome de los ingresos turísticos, las dos principales fuentes de ingresos externos de Egipto.

Desde la creación del estado de Israel, no había habido momento histórico alguno en que la perspectiva de una resolución pacífica del conflicto árabe-israelí pareciera más remota que tras la guerra de los Seis Días de 1967. Las posturas que adoptaban ambos antagonistas minaban todos los esfuerzos internacionales tendentes a buscar una salida negociada a la situación que enfrentaba a Egipto e Israel, ya que Israel quería conservar la totalidad del Sinaí como moneda de cambio con la que forzar a Egipto a rubricar un tratado de paz definitivo, mientras que el Gobierno egipcio exigía que se le devolviera el control del Sinaí como condición previa para el inicio de cualquier posible conferencia de paz.

Desde la perspectiva de Egipto, existía el peligro de que cuanto más se prolongara la dominación de Israel en el Sinaí tanto más dispuesta pudiera mostrarse la comunidad internacional a aceptar que los israelíes ocuparan ese territorio egipcio. El presidente Gamal Abdel Nasser estaba decidido a impedir que los israelíes convirtieran el canal de Suez en la frontera de facto entre los dos estados, obligando a Israel a embarcarse en una tácita guerra de desgaste que habría de prolongarse entre marzo de 1969 y agosto de 1970. En un intento de minar las posiciones que ocupaban los israelíes a lo largo del canal de Suez, los egipcios recurrieron a la realización de incursiones de infantería, al uso de artillería pesada y a la organización de ataques aéreos. Los israelíes respondieron de dos formas: construyendo por un lado una serie de fortificaciones entre uno y otro extremo del canal de Suez —formando un frente al que terminaría dándose el nombre de línea Bar-Lev en honor del entonces jefe del Estado Mayor israelí, el general Chaim Bar-Lev—, y desencadenando, por otro, toda una serie de incursiones aéreas con las que penetrar profundamente en territorio egipcio.

A lo largo de los meses que duró la guerra de desgaste, los israelíes volverían a probar que seguían siendo militarmente superiores a los egipcios. De hecho, los egipcios carecían de una defensa aérea eficaz, con lo que los aviones israelíes tenían entera libertad para asestar sus golpes tanto en los barrios residenciales del El Cairo como en las ciudades del delta del Nilo. «el objetivo consistía en someter a las gentes de Egipto a una fuerte presión psicológica y en lograr que el país pareciera estar en manos de unos dirigentes políticos debilitados, conjunción de circunstancias que debía obligar a nuestro Gobierno a poner fin a la guerra de desgaste», explica el general egipcio Mohamed Abdel Ghani El-Gamasy. «Las incursiones transmitían implícitamente un mensaje: el de que, siendo evidente que las fuerzas armadas no acababan de comprender la futilidad del choque, se emprendían aquellas acciones para tratar de demostrárselo directamente al pueblo egipcio.»12

Pese a que las incursiones israelíes no lograran poner al público egipcio en contra de su gobierno, la guerra de desgaste causaba muchos más perjuicios a Egipto que a Israel. Por esa época, Nasser empezaba a mostrarse cada vez más dispuesto a aceptar la mediación estadounidense, así que en agosto de 1970 se avino a decretar el alto el fuego y a detener las hostilidades contra Israel —todo ello en el marco de un plan de paz que estaba negociando el ministro de asuntos exteriores estadounidense William Rogers, y que no obstante terminaría malográndose antes de nacer—. Al mes siguiente fallecía Nasser sin que Egipto e Israel hubieran avanzado un ápice en la resolución de sus diferencias.

El sucesor de Nasser iba a ser su vicepresidente, Anuar el-Sadat. Pese a que había sido uno de los fundadores del movimiento de los oficiales Libres, a que había participado en la revolución de 1952, y a que era uno de los miembros originales del Supremo Consejo revolucionario, Sadat seguía siendo una incógnita tanto en Egipto como en el extranjero. No poseía en lo más mínimo el poder de seducción de Nasser ni su capacidad de atraer a las masas, de modo que no tenía más remedio que demostrar su valía si de verdad deseaba permanecer en el poder.

En el momento de ocupar el cargo, el escenario internacional que Sadat tenía ante sí no auguraba nada bueno. La Administración Nixon había comenzado a poner en práctica una política de distensión con la Unión Soviética, un viejo aliado de Egipto. Y a medida que las fricciones entre ambas superpotencias fueran disminuyendo, las disputas regionales —como las derivadas del conflicto árabe-israelí— comenzarían a gravitar con menor urgencia en los respectivos listados de prioridades de Moscú y Washington. Los soviéticos y los estadounidenses estaban dispuestos a conformarse con el statu quo alcanzado, esto es, a aceptar que las medidas políticas que presidieran las relaciones entre árabes e israelíes «no fueran ni de paz ni de guerra» mientras las partes directamente implicadas no mostraran una actitud más pragmática en lo tocante a la resolución de sus diferencias. Sadat sabía que dicho statu quo favorecía a Israel. Con cada año que pasaba, la comunidad internacional se mostraba más proclive a aceptar que Israel conservase la posesión de los territorios árabes que había ocupado en 1967.

Para salir del atolladero, Sadat tenía que tomar la iniciativa. No le quedaba más remedio que tratar de obligar a los Estados Unidos a implicarse nuevamente en la resolución del conflicto árabe-israelí, instando para ello a los soviéticos a proporcionar al ejército egipcio un armamento tecnológicamente sofisticado y planteando así a los israelíes una amenaza creíble encaminada a la recuperación del Sinaí. Para alcanzar este conjunto de objetivos, tendría que iniciar una guerra, una guerra limitada y pensada para materializar unos objetivos políticos concretos.

Sadat daría el primer paso conducente a la guerra en julio de 1972, al expulsar a los veintiún mil asesores militares soviéticos que había entonces en Egipto. Se trataba de una iniciativa aparentemente contraindicada, pero en realidad Sadat la había concebido para obligar tanto a los estadounidenses como a los soviéticos a implicarse nuevamente en el conflicto árabe-israelí. Los estadounidenses comenzaron a preguntarse cuál era el estado de salud de los vínculos que unían a Egipto con la Unión Soviética y a estudiar al mismo tiempo la posibilidad de atraer al bando pro occidental al más poderoso de los estados árabes. De hecho, iba a ser justamente esa amenaza lo que sacara a la Unión Soviética de la autocomplaciente actitud que venía mostrando en relación con su cliente egipcio. Sadat había presionado a los líderes soviéticos a fin de conseguir que éstos accedieran a suministrar nuevos equipos militares a las fuerzas armadas egipcias, que se habían visto seriamente desprovistas de armamento con el paso de los años, tanto a causa de la guerra de los Seis Días como de las acciones de desgaste contra Israel. Moscú se había dedicado a emprender maniobras dilatorias, posponiendo la entrega de las armas y no mostrándose dispuesto a entregar el armamento soviético altamente sofisticado que Egipto necesitaba para poder contrarrestar el poder de la alta tecnología militar que los Estados Unidos estaban proporcionando a Israel. Pese a haber expulsado a los asesores militares soviéticos, Sadat se cuidó mucho de romper relaciones con la Unión Soviética. Al contrario, mantuvo el tratado de amistad que le unía a la URSS y siguió ampliando los privilegios de que disfrutaban las bases de las fuerzas soviéticas en suelo egipcio, demostrando con ello su alianza. La brillante estrategia de Sadat habría de verse coronada por el éxito: entre diciembre de 1972 y junio de 1973 los soviéticos exportarían a Egipto más armamento de última tecnología que en los dos años anteriores juntos.

El siguiente objetivo de Sadat consistió en preparar a su ejército para la guerra. El 24 de octubre de 1972 convocó a los jefes de las fuerzas armadas egipcias a una reunión en su propio domicilio, y les expuso la decisión que había tomado de declarar la guerra a Israel. «Éste no es un asunto en el que esté pidiéndoles consejo», advirtió el máximo mandatario egipcio.

Los generales quedaron horrorizados. Consideraban que Israel estaba mucho mejor preparado que los estados árabes para una guerra. Egipto dependía enteramente de la Unión Soviética, ya que sólo ella le suministraba armamento sofisticado, y en lo tocante al envío de armas avanzadas a los aliados implicados en el conflicto árabe-israelí, los soviéticos iban muy a la zaga de los estadounidenses. en opinión de los generales, aquel no era el momento más indicado para hablar de guerra. El general El-Gamasy, que se hallaba presente en la reunión, dirá más tarde que la atmósfera que había reinado en ella había resultado «excepcionalmente tormentosa y agitada», dado que Sadat había ido encolerizándose cada vez más al escuchar los argumentos discrepantes de sus generales. «al final del encuentro se vio claramente que el presidente Sadat no había quedado nada complacido con lo que había podido constatar, ya que no le habían gustado ni los informes presentados ni las opiniones expresadas ni las previsiones expuestas.»13 Pero tampoco había cambiado de opinión. Tras la reunión, Sadat reorganizó la cúpula militar a fin de relevar del mando a los generales dubitativos. El-Gamasy fue nombrado jefe de operaciones y recibió el encargo de elaborar los planes de guerra.

El general El-Gamasy estaba decidido a no repetir los errores de la guerra de los Seis Días. Sabía por propia experiencia lo poco preparado que se encontraba Egipto en el año 1967 y lo mal que los ejércitos árabes habían coordinado su esfuerzo bélico. La principal prioridad de los militares egipcios encargados de planear la guerra estribaba en concluir un pacto con Siria a fin de lanzar un ataque en dos frentes contra los israelíes. Los sirios estaban tan decididos a recuperar los territorios perdidos en los al- tos del Golán como los egipcios a reconquistar el Sinaí, así que en enero de 1973 llegaron a un acuerdo secreto por el que se comprometían a unificar el alto mando de sus fuerzas armadas con las máximas jerarquías militares egipcias.

El siguiente paso de los generales encargados de elaborar la planificación bélica consistía en decidir la fecha ideal para desencadenar el ataque y conseguir el mayor efecto sorpresa posible. El-Gamasy y sus colegas se absorbieron en el más minucioso examen del almanaque a fin de encontrar las condiciones de visibilidad nocturnas idóneas y la marea más favorable para cruzar el canal de Suez. Tuvieron en cuenta las festividades religiosas judías, y también el calendario político, a fin de identificar el momento en que más probabilidades hubiera de que tanto los militares como el público en general pudieran encontrarse totalmente desprevenidos. «Nos dimos cuenta de que la fiesta de Yom Kipur caía en sábado y nos percatamos además, cosa todavía más importante, de que era el único día del año en que se dejaban de emitir programas de radio y televisión como parte de los hábitos asociados con la observancia religiosa y las tradiciones propias de dicha festividad. en otras palabras, no sería posible difundir un rápido llamamiento a las tropas de reserva valiéndose de los medios de comunicación públicos.»14 Teniendo en cuenta todos estos factores, El-Gamasy y sus oficiales recomendaron iniciar las hostilidades el sábado 6 de octubre de 1973.

Mientras el general preparaba a los militares egipcios para la guerra, Sadat se trasladó a Riad para convencer a los Saudíes de que debían activar un arma totalmente diferente: el petróleo. A finales de agosto de 1973, Sadat se presentó sin previo aviso en Arabia Saudí al objeto de informar al rey Faisal de sus secretos planes de guerra y de solicitar el apoyo y la cooperación Saudíes. Sadat debería mostrarse particularmente persuasivo, ya que los Saudíes se había negado sistemáticamente a atender las peticiones de los países árabes que les instaban a hacer entrar en acción el arma del petróleo, escarmentados por la desastrosa experiencia del año 1967.

Por fortuna para Sadat, en el año 1973 el mundo dependía mucho más del petróleo árabe que en 1967. La producción petrolífera estadounidense había alcanzado su punto culminante en 1970, y desde esa fecha no había hecho más que decrecer año tras año. Arabia Saudí había sustituido a Texas como productor de emergencia capaz de evitar cualquier escasez del suministro global mediante el simple expediente de extraer más crudo. en consecuencia, los Estados Unidos y las potencias industrializadas se hallaban más expuestas que nunca a los efectos adversos del arma petrolífera. en el año 1973, los analistas árabes estimaban que los Estados Unidos importaban del mundo árabe aproximadamente el 28 por 100 del petróleo que utilizaban, y que las importaciones de Japón, que se elevaban al 44 por 100 de su consumo, todavía resultaban bajas comparadas con el 60 o 65 por 100 de petróleo árabe que consumían los estados europeos.15 El rey Saudí, que era una persona muy comprometida con el nacionalismo árabe, pensaba que los recursos petrolíferos de su país podían utilizarse para ayudar eficazmente a Egipto, así que prometió a Sadat que Arabia Saudí apoyaría a su país si éste llegaba a entrar en guerra con Israel. «pero esta vez dennos tiempo», se dice que le espetó Faisal a Sadat. «No estamos dispuestos a emplear nuestro petróleo como arma en un choque que no dure más que dos o tres días y después se detenga. Queremos asistir a un enfrentamiento que se prolongue lo suficiente como para poder movilizar a la opinión mundial.»16 No tenía sentido desplegar el arma petrolífera una vez acabada la guerra —y ésa había sido la situación a la que habían tenido que hacer frente los Saudíes en 1967—. El rey Saudí quería asegurarse de que la inminente guerra durara lo suficiente como para que el uso del petróleo a modo de arma resultara eficaz.

La contienda estalló pocos minutos después de las dos de la tarde del sábado 6 de octubre de 1973 al irrumpir simultáneamente los ejércitos sirio y egipcio en Israel, uno por el flanco norte y otro por el extremo sur. Pese a todas las precauciones que había adoptado el Gobierno egipcio para mantener en secreto el ataque, los miembros de la inteligencia israelí estaban convencidos de que se preparaba una embestida inminente, aunque suponían que las hostilidades iban a producirse a menor escala y en torno a la hora del crepúsculo. Sin embargo, el inicio de una guerra en toda regla y en dos frentes no iba a ser sino la primera sorpresa que aguardaba a los militares israelíes.

Protegidas por una devastadora cortina de fuego de artillería —El-Gamasy afirma que los egipcios dispararon más de diez mil proyectiles en los primeros minutos del conflicto—, varias oleadas de comandos egipcios cruzaron el canal de Suez en lanchas neumáticas y tomaron al asalto los terraplenes arenosos que defendían la línea Bar-Lev al grito de «¡Allah akbar! (alá es el más grande)». Las tropas egipcias sufrieron muy pocas bajas para apoderarse de lo que muchos consideraban una inexpugnable posición israelí. «a las dos y cinco comenzaron a llegar al Centro Número diez [es decir, al puesto de mando] las primeras noticias de la batalla», recuerda el periodista Mohamed Haikal. «el presidente Sadat y [el comandante en jefe] Ahmed Ismail las escuchaban estupefactos. Parecía que estuvieran asistiendo a un ejercicio de entrenamiento: “Misión cumplida ... Misión cumplida”. Todo parecía ir demasiado bien para ser verdad.»17

La incredulidad de los comandantes israelíes que escuchaban los informes no era menor que la de los egipcios, ya que los soldados de las fortificaciones de la línea Bar-Lev, que tenían la guardia baja debido a la observancia de las conmemoraciones de Yom Kipur, habían dado la voz de alerta, declarado que sus posiciones resultaban insostenibles y explicado que se enfrentaban a unas fuerzas enemigas que les superaban en número. Los tanques sirios invadieron las posiciones israelíes, internándose profundamente en los Altos del Golán. Tanto las fuerzas aéreas egipcias como las israelíes penetraron en el corazón de Israel y atacaron varias posiciones militares clave.

Cuando los israelíes lograron hacer despegar con urgencia las unidades de su fuerza aérea, los cazas a reacción se vieron interceptados por misiles SAM 6 soviéticos nada más llegar a la altura del frente. La supremacía aérea de la guerra de los Seis Días se había esfumado, de modo que sólo en las primeras horas del enfrentamiento los israelíes perdieron veintisiete aparatos en el frente egipcio, viéndose obligados a ordenar a sus aviones que no se situaran a menos de veinticinco kilómetros de la zona del canal. Los tanques que enviaron los israelíes para apoyar a las tropas de infantería que se encontraban a lo largo de la línea Bar-Lev tuvieron que enfrentarse a dificultades similares, ya que toparon con grupos de soldados de infantería egipcios que, armados con misiles anticarro guiados, lograron poner fuera de combate un gran número de blindados israelíes.

Una vez controladas las fuerzas israelíes de aire y tierra, los ingenieros militares egipcios instalaron bombas de agua de alta presión y barrieron literalmente los baluartes arenosos de la línea Bar-Lev, dejando así la vía expedita a las fuerzas egipcias, las cuales superaron las posiciones del frente israelí y penetraron en la península del Sinaí. Se tendieron asimismo varios puentes flotantes para salvar el canal y permitir que las tropas egipcias pasaran a la orilla oriental, junto con los blindados, y se adentraran en el Sinaí.

Al terminar el primer día de la guerra eran ya cerca de ochenta mil los soldados egipcios que habían atravesado la línea Bar-Lev y pasado a internarse hasta cuatro kilómetros en la península del Sinaí. en el frente septentrional, las tropas sirias rompieron las líneas de defensa israelíes de los Altos del Golán, causando graves pérdidas tanto a los tanques como a la aviación israelí en un avance concertado cuyo objetivo consistía en establecer una cabeza de playa en el lago Tiberíades. Gracias a la ventaja de la sorpresa, casi total, las tropas egipcias y sirias llevaron prácticamente toda la iniciativa durante las horas iniciales de la guerra, mientras que los israelíes apenas podían hacer otra cosa que tratar de responder apresuradamente a lo que estaba convirtiéndose en la más grave amenaza a que se hubiera enfrentado jamás el estado judío.

Los militares israelíes se reagruparon y pasaron a la ofensiva. en el plazo de cuarenta y ocho horas se dio aviso a los reservistas y se desplegaron las tropas, consiguiéndose mantener algunas posiciones del Sinaí y concentrando las ofensivas en los Altos del Golán con la esperanza de derrotar primero a Siria antes de focalizar los ataques en el ejército egipcio, más numeroso. A modo de respuesta, los iraquíes, Saudíes y jordanos enviaron unidades de infantería y blindados a Siria, al objeto de prestar apoyo al ejército sirio y lograr que resistiera al contraataque lanzado por los israelíes en el Golán. Tanto Israel como los ejércitos árabes estaban sufriendo muchas bajas y agotando sus reservas de armas y municiones, en el más feroz de los choques que hubiera conocido hasta entonces el conflicto árabe-israelí.

Al llegar a su fin la primera semana de la guerra, los dos bandos necesitaban reaprovisionarse.18 El 10 de octubre los soviéticos establecieron un puente aéreo con Siria y Egipto y empezaron a proporcionarles más armas, y el 14 de octubre los estadounidenses pusieron secretamente en marcha un sistema aerotransportado para suministrar también ellos armamento y municiones a los israelíes. Provistos ya de los nuevos tanques estadounidenses y de las piezas de artillería recién llegadas, los israelíes organizarían con éxito un contraataque que el 16 de octubre lograría vencer arrolladoramente en el frente sirio y rodear a las fuerzas egipcias en la orilla occidental del canal de Suez. La situación militar estaba llegando a un punto muerto, aunque las tropas israelíes habían conseguido consolidar su ventaja sobre sus adversarios árabes.

Fue en este punto cuando los estados árabes decidieron poner en funcionamiento el arma del petróleo. El 16 de octubre, se reunieron en Kuwait los ministros de Minería y Asuntos Petrolíferos de los países árabes. El sentimiento de confianza había aumentado entre ellos, y también su autoestima, dadas las conquistas que habían logrado los ejércitos egipcios y sirios en los primeros días de la guerra. También contribuía a levantar el ánimo de los líderes de los estados árabes productores de petróleo el hecho de saber que el mundo industrializado dependía de ellos. esto significaba que en el momento en que los árabes aumentaran el precio del petróleo lograrían castigar inmediatamente a los países industrializados que apoyaban a Israel.

En su primera reunión kuwaití, los ministros de Minería y Asuntos Petrolíferos de los países árabes decretaron un incremento del 17 por 100 en el precio del petróleo sin dignarse siquiera a llamar por teléfono a las compañías petrolíferas occidentales, reducidas a la impotencia. «Éste es el momento que llevamos tanto tiempo esperando», dijo a uno de los delegados el jeque Ahmed Zaki al-Yamani, ministro de Asuntos Petrolíferos Saudí. «Ha llegado la hora. Somos dueños de nuestros propios recursos.»19 El impacto que tuvo la medida en los mercados petrolíferos fue inmediato y provocó el pánico en todas partes. A últimas horas del día, los mercados petrolíferos habían subido el precio público del barril hasta los cinco dólares con once centavos, esto es, una cantidad que superaba en un 70 por 100 la cifra negociada en junio de 1973 —y que se había situado en dos dólares con noventa centavos por barril—.

La acusada subida no iba a ser sino el primer trallazo del látigo con el que los árabes se proponían atraer la atención del mundo. Al día siguiente, los ministros del petróleo árabes hicieron público un comunicado en el que trazaban el perfil de una serie de recortes de la producción y de un conjunto de embargos destinados a obligar a las potencias industrializadas a modificar la actitud política que mantenían en relación con el conflicto árabe-israelí. «Los países árabes exportadores de petróleo se disponen a reducir de inmediato sus respectivas capacidades de producción en un mínimo de un 5 por 100 respecto de las cifras del mes de septiembre —decía el documento antes de añadir a renglón seguido—: y en lo sucesivo seguirán reduciendo mensualmente la producción a ese mismo ritmo hasta que las fuerzas israelíes se retiren totalmente de los territorios árabes que ocuparon durante el conflicto de 1967 y en tanto no devuelvan al pueblo palestino sus legítimos derechos.»20

Los ministros del petróleo árabes tranquilizaron a los estados que mantenían relaciones de amistad con ellos diciéndoles que dichas medidas no habrían de afectarles. Únicamente aquellos «países que demuestren profesar un respaldo moral y material al enemigo israelí», explicaban los ministros de Asuntos Petrolíferos, «se verán expuestos a una drástica y paulatina reducción de los suministros de petróleo árabe, hasta la completa cesación del abastecimiento». Los Estados Unidos y los Países Bajos, tradicionalmente aliados con Israel, se encontraron así bajo la amenaza de un embargo total «en tanto los gobiernos de los Estados Unidos y Holanda, así como los de cualquier otro país que adopte medidas que vengan a apoyar activamente a los agresores israelíes, no cambien de postura y opten por sumarse al consenso por el que la comunidad internacional reclama el fin de la ocupación israelí de los territorios árabes y la plena restauración de los legítimos derechos del pueblo palestino».

Una vez demostrada su fuerza en el campo de batalla y en los mercados petrolíferos, los estados árabes decidieron abrir también un frente diplomático. El mismo día en que los estados árabes productores de petróleo emitían su comunicado, los ministros de asuntos exteriores de Arabia Saudí, Kuwait, Marruecos y Argelia se reunían con el presidente Nixon y con Henry Kissinger, el homólogo estadounidense de los representantes árabes, en la Casa Blanca. Los ministros árabes descubrieron que la administración estadounidense se mostraba dispuesta a hacer cumplir la resolución 242 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en la que se lanzaba un llamamiento en favor de la retirada de los israelíes de los territorios árabes ocupados en junio de 1967 a cambio de la paz entre Israel y los estados árabes. El ministro de asuntos exteriores argelino preguntó por qué no se había llevado a efecto la resolución hasta entonces. «Kissinger afirmó que, para ser franco, la razón había sido la completa superioridad militar de Israel. Los débiles, dijo, no negocian. Los árabes han vivido un período de debilidad, pero ahora han mostrado su fortaleza. Los árabes han conseguido más de lo que nadie, ni siquiera ellos mismos, había creído posible.»21 Los árabes tuvieron la impresión de que los Estados Unidos no entendían otra razón que la de la fuerza.

La Administración Nixon se encontró en una situación inusitadamente difícil. Sus integrantes querían calmar al mundo árabe, pero no a expensas de la seguridad de Israel. La cuestión no se reducía a un simple gesto de lealtad de los Estados Unidos para con el estado judío. De acuerdo con las reglas vigentes durante la guerra fría, los estadounidenses estaban decididos a que Israel —y el armamento que los propios norteamericanos les suministraban— dominara a los árabes —provistos de armas soviéticas—. Cuando Israel había recurrido a los Estados Unidos y solicitado un envío urgente de armas a fin de reponer sus arsenales vacíos, el presidente Nixon había promovido la promulgación de las leyes necesarias —aprobadas el 18 de octubre— para el envío al estado judío de un paquete armamentístico por valor de dos mil doscientos millones de dólares.

El manifiesto apoyo estadounidense al esfuerzo bélico israelí constituía un ultraje a los ojos del mundo árabe. Uno a uno, los estados árabes productores de petróleo decidieron imponer un embargo petrolífero total a los Estados Unidos. La producción petrolífera árabe cayó un 25 por 100 y los precios del petróleo se dispararon, alcanzando finalmente, en diciembre de 1973, la cifra máxima de once dólares y sesenta y cinco centavos por barril. en seis meses, el precio del petróleo se había cuadruplicado, desestabilizando radicalmente las economías occidentales y causando notables perjuicios a los consumidores. A medida que iban disminuyendo las reservas, los conductores tuvieron que hacer frente a las largas colas que se formaban ante las gasolineras y al racionamiento de los escasos recursos petrolíferos.

Los gobiernos occidentales comenzaron a sentir cada vez más la presión de sus ciudadanos, que exigían que se pusiera fin al embargo del petróleo. La única forma de resolver la crisis de combustible consistía en abordar el conflicto árabe-israelí. Sadat había materializado sus objetivos estratégicos, obligando a los Estados Unidos a volverse a implicar en la diplomacia regional. Y como las fuerzas egipcias seguían atrincheradas en la orilla oriental del canal de Suez, no había ya manera de que la comunidad internacional pudiera aceptar que el canal de Suez actuara como frontera de facto entre Egipto e Israel. El dirigente egipcio buscaba ahora el momento más oportuno para poner fin a la guerra y consolidar sus conquistas.

La posición militar de Sadat iría debilitándose a medida que avanzara la guerra. Durante la tercera semana de octubre, Israel pasaría a la ofensiva y sus tropas se internarían profundamente en territorio árabe, hasta llegar a menos de cien kilómetros de El Cairo y a solo treinta y dos kilómetros de Damasco. estos avances se habían conseguido a un coste tremendo, ya que dos mil ochocientos israelíes habían muerto y ocho mil ochocientos habían resultado heridos —una cifra de víctimas que en proporción a la población israelí resulta mucho más elevada que la de los ocho mil quinientos soldados árabes fallecidos y los cerca de veinte mil heridos en el transcurso de la guerra—.22

El contraataque israelí iba a ser causa de nuevas tensiones entre las dos superpotencias, ya que al amenazar los israelíes al tercer ejército egipcio, rodeado por los judíos en la orilla occidental del canal de Suez, el primer ministro soviético, Leónidas Brezhnev enviaría una carta al presidente estadounidense Richard Nixon en la que exigía la adopción de medidas diplomáticas conjuntas. Brezhnev advertía que, de lo contrario, la Unión Soviética podría verse obligada a intervenir unilateralmente para proteger a sus aliados egipcios. Con el ejército rojo y la armada soviética en alerta, la inteligencia estadounidense temía que los soviéticos pudieran introducir un elemento de disuasión nuclear en la zona del conflicto. Los responsables del departamento de Seguridad de los Estados Unidos respondieron elevando a su nivel máximo la alerta nuclear del ejército, cosa que no se había hecho desde la crisis de los misiles de Cuba. Tras unas cuantas horas de enorme tensión, las superpotencias acordaron unir sus fuerzas para tratar de poner fin por medios diplomáticos a la guerra de Yom Kipur.

Los egipcios y los israelíes también estaban impacientes por acabar con un conflicto armado que estaba revelándose devastador. Tras dieciséis días de intensos combates, ambos bandos estaban dispuestos a deponer las armas, así que el 22 de octubre de 1973 se negoció un alto el fuego a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. ese mismo día, el alto organismo de la ONU aprobó la resolución 338, en la que se reafirmaban los términos ya expresados en la anterior resolución 242 y se pedía tanto la celebración de una conferencia de paz como la conciliación de las diferencias entre árabes e israelíes mediante la fórmula de intercambiar paz por territorios. en el mes de diciembre, las Naciones Unidas convocaron una conferencia internacional en Ginebra para abordar el asunto de las tierras árabes ocupadas por los israelíes en el año 1967, entendiendo que se trataba de un primer paso en la búsqueda de una solución justa y duradera al conflicto árabe-israelí.

El 21 de diciembre de 1973, Kurt Waldheim, el secretario general de las Naciones Unidas, inauguraba la conferencia. Con el patrocinio conjunto de los Estados Unidos y la URSS, la conferencia acogió delegaciones procedentes de Israel, Egipto y Jordania. El presidente Hafez al-Asad se negó a asistir al no conseguir garantías de que la conferencia fuera a restituir a los estados árabes la totalidad de los territorios ocupados. No había representación palestina, ya que los israelíes habían vetado la participación de la Organización para la Liberación de Palestina, y a los jordanos no les hacía ninguna gracia tener como interlocutor a un rival que hablara en nombre de los palestinos de la Cisjordania ocupada.

La conferencia de Ginebra no llegó a ninguna decisión concluyente. Las delegaciones árabes serían incapaces de coordinarse antes de la conferencia, y la exposición que cada una de ellas haría de su causa vendría a revelar la existencia de profundas divisiones en las filas árabes. Los egipcios afirmaban que Cisjordania era un territorio palestino, socavando así la posición negociadora de Jordania. Los jordanos tuvieron la impresión de que los egipcios se estaban vengando de ellos por no haber participado en la guerra de Yom Kipur. El ministro de asuntos exteriores, Samir al-Rifai, exigió la completa retirada de los israelíes de todos los territorios árabes ocupados, incluyendo la Jerusalén este. Abba Eban, ministro de asuntos exteriores de Israel, insistió en que su país no estaba dispuesto en ningún caso a reconocer las fronteras anteriores a la guerra de los Seis Días de 1967, declarando asimismo que Jerusalén era la capital indivisible de Israel. El único resultado significativo de la conferencia se resumiría en la creación de un grupo de trabajo conjunto formado por equipos egipcios e israelíes, un grupo de trabajo al que se encargaría la tarea de negociar la retirada del Sinaí de las fuerzas egipcias e israelíes.

Tras la fallida conferencia, el ministro de asuntos exteriores estadounidense Henry Kissinger iniciaría varias e intensas rondas de contactos diplomáticos, según su acostumbrado estilo viajero y personalista, para propiciar que Israel y sus vecinos árabes firmaran distintos acuerdos encaminados al cese de las hostilidades. El 18 de enero de 1974, Egipto e Israel sellaron finalmente un pacto, y en mayo de ese mismo año Israel y Siria harían lo propio. Mediante esos acuerdos, Egipto recuperaba íntegramente la orilla oriental del canal de Suez, aunque incluyendo entre las líneas egipcias e israelíes del Sinaí, a modo de franja de amortiguación, una zona controlada por las Naciones Unidas. También los sirios recobrarían la posesión de una estrecha banda de terreno de las tierras del Golán perdidas durante la guerra de los Seis Días, interponiendo igualmente en la región, entre el frente sirio y el israelí, un parapeto militar integrado por fuerzas de la ONU. Terminada la guerra y con la diplomacia funcionando a toda máquina, los países árabes productores de petróleo declararon que habían alcanzado sus objetivos, llegando así a su fin —el 18 de marzo de 1974— el embargo del petróleo.

Con todo, los analistas árabes no consideraron anodinos los acontecimientos del año 1973. Mohamed Haikal juzgaba que Egipto y los estados árabes productores de petróleo habían cedido demasiado, y demasiado pronto. Después de haber impuesto un embargo con objetivos políticos muy concretos —la evacuación de todos los territorios árabes ocupados en junio de 1967—, los árabes habían decidido levantar el embargo sin haber alcanzado de facto ninguno de sus objetivos. «todo lo que puede ponerse en nuestro haber —concluye Haikal— es que, por una vez, el mundo ha visto que los árabes somos capaces de actuar concertadamente, y que el petróleo se ha utilizado, si bien de forma desmañada, como un arma política.»23

No obstante, sí puede decirse que el mundo árabe obtuvo algunas ganancias significativas en el año 1973. La demostración de disciplina y de unidad de acción causaron impresión en la comunidad internacional y obligaron a las superpotencias a tomarse más en serio el mundo árabe. en el plano económico, los acontecimientos del año 1973 permitirían que los árabes se independizaran plenamente de las compañías petrolíferas occidentales. Por emplear las palabras del jeque Ahmed Zaki al-Yamani, los países árabes productores de petróleo no sólo habían dejado patente que eran dueños de sus propios recursos sino que habían salido de la crisis convertidos en estados inmensamente ricos. El precio del petróleo, que se negociaba a menos de tres dólares el barril antes del año 1973, se estabilizaría durante buena parte de la década de 1970 en cifras comprendidas entre los once y los trece dólares por unidad. Y a pesar de que los caricaturistas occidentales presentaran con rasgos despectivos a los jeques del petróleo, dibujándolos con la apariencia de otros tantos personajes codiciosos de nariz ganchuda capaces de tener al mundo secuestrado, los hombres de negocios occidentales acudirían precipitadamente en masa a un mercado emergente cuyos recursos parecían ilimitados. También las compañías petrolíferas occidentales habían sacado enormes beneficios de la crisis, ya que el valor de sus inmensas reservas de petróleo se multiplicó con el alza de los precios. Sin embargo, los acontecimientos de octubre del año 1973 terminarían dando el golpe de gracia a las concesiones petrolíferas que habían presidido las relaciones entre las compañías occidentales y los países árabes productores de petróleo. Kuwait y Arabia Saudí siguieron el ejemplo de Irak y Libia y compraron los activos de las compañías petrolíferas occidentales, incorporando el patrimonio adquirido a sus respectivas industrias petrolíferas nacionales y clausurando de ese modo —en torno al año 1976— la era de la influencia de Occidente en el petróleo árabe.

La guerra de Yom Kipur fue también un éxito diplomático. Sadat consiguió utilizar la guerra para hacer que la situación con Israel saliera del punto muerto en que se hallaba. La coordinada acción militar árabe había demostrado ser una amenaza creíble para Israel, y además la guerra había provocado la aparición de peligrosas tensiones entre los soviéticos y los estadounidenses. La comunidad internacional había abandonado su apatía y ahora concedía la más alta prioridad a la resolución del conflicto árabe-israelí, confiando para ello en la actividad diplomática desarrollada en torno a las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Gracias a las audaces iniciativas emprendidas en 1973, Anuar el-Sadat había consolidado los intereses de Egipto, aunque a costa de poner en serio peligro las aspiraciones nacionales palestinas. Pese a que las resoluciones de la ONU defendían la integridad territorial de todos los países de la región, lo cierto era que los palestinos, convertidos en un pueblo sin estado, ni siquiera aparecían mencionados en ellas, salvo para prometer «una justa solución del problema de los refugiados». La Organización para la Liberación de Palestina, que actuaba como un verdadero gobierno en el exilio del pueblo palestino, se enfrentó así a una difícil decisión: o iniciaba una nueva ronda de negociaciones diplomáticas o se resignaba a aceptar que Jordania y Egipto recuperaran Cisjordania y la Franja de Gaza a través de un amplio pacto de paz con los demás países de la región, un pacto que vendría a significar el fin de todas las esperanzas de los palestinos, que no habían dejado de aspirar a un estado independiente.

* * *

Un veloz helicóptero rasgó la penumbra del amanecer sobre la vertical del río este en dirección a la sede de las Naciones Unidas en Manhattan. A las cuatro de la mañana del 13 de noviembre de 1974, el aparato tomó tierra y un inquieto equipo de hombres de los servicios de seguridad de la ONU se apresuró a conducir al presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat, a una suite segura situada en el interior del edificio de la institución internacional. Al aparecer sin advertencia previa y en plena noche, Arafat se ahorraba el bochorno de ser conducido por las calles entre los miles de manifestantes que habrían de reunirse pocas horas después en torno al complejo de la ONU para protestar por su presencia, enarbolando pancartas en las que voceaban: «La OLP pertenece al Sindicato del Crimen» y «La ONU convertida en un foro terrorista». Arafat necesitaba además protección frente a posibles atentados.

La visita de Arafat a las Naciones Unidas representaba la culminación de un notable año de actividad política palestina. La Unión Soviética, junto con los estados del bloque comunista, las naciones integradas en el Movimiento de países No alineados, y los dirigentes del mundo árabe habían unido sus fuerzas para conseguir que el jefe de la OLP fuera invitado a abrir en las Naciones Unidas un debate sobre «La cuestión de palestina». era su oportunidad para exponer las aspiraciones de los palestinos ante la comunidad de naciones.

La aparición de Arafat en la ONU vendría a señalar asimismo el punto de inflexión por el que el líder palestino pasaba de ser un cabecilla guerrillero a convertirse en un hombre de estado —papel para el que estaba escasamente preparado—. «¿por qué no vas tú», había preguntado Arafat a Khalid al-Hasán, presidente del Comité de relaciones exteriores del Consejo Nacional palestino (CNP), es decir, el Parlamento palestino en el exilio. Al-Hasán había rechazado de plano el ofrecimiento, insistiendo en que únicamente Arafat podía hablar en nombre de las aspiraciones palestinas. «tú eres nuestro presidente. eres nuestro símbolo. eres la encarnación de palestina. Si no vas tú no habrá nada que hacer.»24

Y lo cierto es que las cosas habían cambiado mucho en el transcurso del año 1974 y que «lo que había que hacer» era ahora muy distinto.

Tras la guerra de Yom Kipur, el jefe de los guerrilleros palestinos había tomado la decisión estratégica de apartarse de la lucha armada y de la táctica terrorista que ésta llevaba aparejada a fin de negociar una solución al conflicto entre palestinos e israelíes que incluyera un escenario con dos estados. Durante dos décadas y media, el movimiento nacional palestino se había mostrado más o menos unánime en una idea: la de la búsqueda de la liberación de la totalidad de la palestina histórica y la destrucción del estado de Israel. Tras la guerra de Yom Kipur, Arafat comenzó a reconocer que el estado judío, que por entonces contaba ya con veinticinco años de existencia, no sólo era la superpotencia militar de la región sino que contaba con el total respaldo de los Estados Unidos y con el reconocimiento de casi todos los miembros de la comunidad internacional. Israel no iba a ser una entidad efímera.

Arafat previó acertadamente que, al instaurarse las vías diplomáticas tras la guerra, los estados árabes vecinos de Israel terminarían aceptando esta realidad y negociando otros tantos tratados de paz con Israel —con el apoyo de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, un apoyo basado en la resolución 242—. Los palestinos quedarían al margen. «¿Qué es lo que ofrece la resolución 242 a los palestinos?», preguntará Arafat a un periodista británico en la década de 1980. «Una cierta compensación para los refugiados y quizá —y digo sólo quizá— el retorno de unos cuantos de esos refugiados a sus hogares de palestina. Pero ¿y aparte de eso? Nada. Habríamos desaparecido. Para nosotros los palestinos, la oportunidad de volver a constituir una nación, aunque no fuera sino en una pequeña parte de nuestra patria, se habría esfumado. evaporado. No existiría ya ningún pueblo palestino. Y punto.»25

La solución de Arafat consistía en apostar por la creación de un miniestado en la Franja de Gaza y Cisjordania. Con todo, Arafat todavía debería superar un buen número de obstáculos antes de poder concebir siquiera la esperanza de lograr que los palestinos alcanzaran al menos el consuelo de ese miniestado.

El primer obstáculo residía en la opinión pública palestina. Arafat se daba cuenta de que debería convencer al pueblo palestino de que no iba a tener más remedio que renunciar a la reivindicación del 78 por 100 del territorio palestino perdido en 1948. «Cuando un pueblo reclama la devolución del cien por cien de su territorio —explicaba arafat— no resulta nada fácil que sus líderes le digan “No, debéis contentaros únicamente con el 30 por 100”.»26

De hecho, Arafat ni siquiera aspiraba a que ese 30 por 100 de palestina contara con un reconocimiento universal. La Franja de Gaza había estado sujeta a la administración egipcia desde el año 1948 hasta su ocupación por las fuerzas israelíes durante la guerra de los Seis Días, y Cisjordania había sido anexionada formalmente al reino hachemita de Jordania en el año 1950. Pese a que los egipcios no estaban interesados en apropiarse de la Franja de Gaza, el rey Hussein de Jordania se mostraba decidido a recuperar la Cisjordania y los barrios árabes del este de Jerusalén para someterlos a la dominación jordana, dado que Jerusalén es, por orden de importancia, la tercera ciudad santa del islam. Arafat tendría que forcejear con el rey Hussein para arrancarle la región de Cisjordania.

Las facciones más radicales de la Organización para la Liberación de Palestina no estaban dispuestas a reconocer al estado de Israel, lo que significaba que Arafat tendría que superar su oposición, puesto que se mostraban contrarias a la solución de los dos estados. El Frente democrático para la Liberación de palestina y el Frente popular, cuyos espectaculares secuestros habían precipitado en 1970 la guerra de Septiembre Negro en Jordania, seguían comprometidos con la lucha armada y combatían por la liberación de la totalidad de palestina. De haber reconocido Arafat abiertamente el arreglo al que estaba dispuesto a llegar para conseguir al menos un estado de extensión reducida para los palestinos, no cabe duda de que las facciones más duras del movimiento palestino habrían reclamado su cabeza.

Por último, Arafat tenía que superar tanto la repugnancia que inspiraba la Organización para la Liberación de Palestina en la comunidad internacional como los profundos recelos que despertaba el hecho de que él fuese su presidente. La época del terrorismo «humano», en que se destruían los aparatos pero se liberaba ilesos a los rehenes, era ya cosa del pasado. en el año 1974, la OLP se había visto implicada en una serie de atroces acciones contra civiles inocentes perpetradas en Europa e Israel: un atentado contra las oficinas de el al cometido en noviembre de 1969 en Atenas en el que había muerto un niño y resultado heridas treinta y una personas; una bomba detonada en pleno vuelo que había destruido un avión de la compañía Swissair en febrero de 1970, matando a la totalidad del pasaje, integrado por cuarenta y siete personas; y el tristemente célebre atentado de los Juegos olímpicos de Múnich en 1972, que se había saldado con la muerte de once atletas israelíes. Israel y sus aliados occidentales consideraban que la OLP era una banda terrorista y se negaban a reunirse con sus dirigentes. Por todo ello, Arafat tenía que persuadir a los estrategas políticos occidentales de que la OLP estaba dispuesta a trocar la violencia por la diplomacia a fin de conseguir la autodeterminación de palestina.

Arafat se había propuesto objetivos muy ambiciosos para el año 1974: conseguir que el público palestino apoyara la solución de los dos estados, frenar a los miembros de la línea dura de la organización para la Liberación de palestina, doblegar la resistencia del rey Hussein, decidido a reivindicar la soberanía de Cisjordania, y lograr que la comunidad internacional reconociera los derechos de los palestinos —y no iba a ser tarea fácil dar culminación a esas metas en el plazo de un año—.

Dadas las limitaciones a que tenía que enfrentarse, Arafat debía proceder con cautela y asegurarse de contar con el suficiente respaldo popular antes de proponer el cambio de política. No podía sugerir abiertamente la idea de la solución de los dos estados, ya que eso significaría poner fin a la lucha armada, una lucha que contaba con un amplio respaldo entre la población palestina. El hecho mismo de negociar la solución de los dos estados habría implicado ya reconocer, siquiera en grado mínimo, la legitimidad del estado de Israel, extremo que la mayoría de los palestinos habrían rechazado de plano. De este modo, Arafat optó por formular del modo más oscuro posible lo esencial del nuevo rumbo político, confiando por primera vez sus fundamentos a un documento de trabajo hecho público en febrero de 1974, en el que se hablaba de establecer una «autoridad nacional» en «cuantos territorios pudiesen arrancarse a la ocupación sionista».

El siguiente paso consistiría en conseguir que el Consejo Nacional palestino, esto es, el Parlamento en el exilio, respaldara esta nueva política. en junio de 1974, al reunirse el Consejo Nacional palestino en el Cairo, Arafat propuso una moción de diez puntos que implicaba a la organización para la Liberación de palestina en el marco definido en la propuesta de la «autoridad nacional». Sin embargo, para sortear el escollo de los miembros más radicales de la OLP, la moción reafirmaba el papel de la lucha armada, subrayaba el derecho de autodeterminación nacional y descartaba todo posible reconocimiento de Israel. El Consejo Nacional palestino admitió la moción de Arafat, pero los palestinos se dieron cuenta de que se estaban tramando algunos cambios. Además, a los ojos del resto del mundo, la OLP seguía siendo una organización terrorista favorable al uso de la lucha armada.

Estaba claro que si la OLP quería ser reconocida como tal Gobierno en el exilio, el movimiento iba a tener que presentar un nuevo rostro ante la comunidad internacional. en 1973, Arafat confió a Said Hammami el cargo de representante de la OLP en Londres. Nacido en la ciudad costera de Jaffa, Hammami había sido expulsado de palestina, junto con su familia, en el año 1948, y se había educado en Siria, obteniendo una licenciatura en literatura inglesa en la Universidad de Damasco. Hammami reunía la doble condición de leal nacionalista palestino y de político moderado, así que logró establecer rápidamente buenas relaciones tanto con los periodistas como con los estrategas políticos londinenses.

En noviembre de 1973, Hammami publicó un artículo en el Times de Londres en el que abogaba en favor de la solución de los dos estados como fórmula para zanjar el conflicto entre Israel y palestina. «Muchos palestinos —escribe— creen que un estado palestino en la Franja de Gaza y Cisjordania ... es uno de los elementos esenciales de todo acuerdo de paz.» era el primer representante de la OLP que se atrevía a realizar semejante propuesta. «No es pequeña cosa que un pueblo que ha padecido las injusticias que nosotros hemos padecido tenga el temple de dar el primer paso hacia la reconciliación en nombre de una paz justa y potencialmente satisfactoria para todas las partes implicadas» —afirmación que, indirectamente, incluía a Israel—. El director del periódico añadió un suelto junto al artículo en el que subrayaba que era de todos conocido que Hammami «mantenía una estrecha relación con el presidente de la OLP, el señor Yasir arafat», y que la decisión que había llevado a Hammami a hacer público ese punto de vista poseía por tanto «un considerable significado».27 De este modo lograba Arafat, a través de su representante en Londres, abrir un canal de comunicación no sólo con Occidente, sino con el propio Israel.

Un periodista israelí llamado Uri Avnery —que además era activista por la paz— quedó electrizado al leer el artículo de Hammami. Avnery había emigrado a palestina en los tiempos del mandato británico, uniéndose al Irgún a finales de la década de 1930, siendo todavía un adolescente. Años más tarde habría de acallar a quienes le criticaban por hablar con «terroristas» palestinos diciéndoles: «No me habléis de terrorismo, porque yo he sido terrorista». Avnery había resultado herido en la guerra de 1948 y formado parte de la Knéset* Durante tres legislaturas, en calidad de independiente. Pese a ser un sionista convencido, Avnery siempre había abogado en favor de la solución de los dos estados, mucho antes de que cualquier personaje público del mundo árabe se mostrara dispuesto a respaldar la idea. Menájem Beguin solía burlarse de él en los debates de la Knéset, preguntando: «¿dónde están los árabes que apoyan las tesis de Avnery?».28 Al leer el artículo de Hammami, Uri Avnery comprendió inmediatamente que acababa de encontrar a su contrapunto palestino.

En diciembre del año 1973, Hammami escribió una segunda columna para el Times, en esta ocasión para lanzar un llamamiento en favor de un mutuo reconocimiento entre Israel y los palestinos. «Los judíos israelíes y los árabes palestinos deben reconocer su mutua condición de pueblos, con todos los derechos que lleva aparejados el hecho de ser un pueblo. A este reconocimiento debe seguirle la concreción de ... Un estado palestino, un estado independiente y miembro de pleno derecho de las Naciones Unidas.»29 Con este segundo artículo, Avnery se dio cuenta de que los planteamientos de Hammami tenían que ser necesariamente el reflejo de un deliberado cambio de política en el seno de la OLP. Puede darse el caso de que un diplomático cometa una indiscreción y conserve no obstante su puesto, pero lo que está claro es que si repite la apuesta será inmediatamente puesto de patitas en la calle. Hammami no podía sugerir algo como el mutuo reconocimiento entre israelíes y palestinos sin contar con el respaldo de Yasir Arafat.

Avnery estaba decidido a contactar con Said Hammami. en diciembre de 1973, hallándose en la conferencia de paz de Ginebra, Avnery coincidió con un periodista que trabajaba en el Times y le pidió que le concertara una cita con el representante de la OLP. La entrevista implicaba la asunción de grandes riesgos para los dos hombres. en el clima de violencia terrorista que reinaba a principios de la década de 1970, tanto las facciones radicales palestinas como los miembros del servicio secreto israelí, el Mosad, se dedicaban muy activamente a asesinar a sus respectivos enemigos. Hammami y Avnery estaban dispuestos a correr el riesgo implícito en la reunión, ya que ambos hombres se hallaban convencidos de que en la solución de los dos estados residía la única perspectiva de arreglo pacífico del conflicto árabe-israelí.

Celebraron su primera reunión en la habitación del hotel que ocupaba Avnery en Londres el 27 de enero de 1974, y en el transcurso del encuentro, Hammami le expuso sus puntos de vista. Así lo resumirá más tarde Avnery:

Ambos pueblos, el palestino y el israelí existen.

A Hammami no le gustaba el modo en que había visto la luz la nueva nación israelí de palestina.

Hammami rechazaba el sionismo, pero aceptaba el hecho de que la nación israelí era una realidad.

Dado que la nación israelí es una realidad tiene derecho a la autodeterminación nacional, y lo mismo sucede con los palestinos. en el momento presente, la única solución razonable pasa por permitir que cada uno de los dos pueblos cuente con un estado propio.

A Hammami no le gustaba Isaac Rabin, y comprendía que a los israelíes no les gustara Yasir Arafat. Cada pueblo debía aceptar a los líderes que la otra parte había decidido elegir.

Podíamos llegar a un acuerdo de paz sin necesidad de que interviniera ninguna de las dos superpotencias. La paz deberá emanar de los pueblos vinculados con la región misma.30

Avnery insistió ante Hammami en el hecho de que Israel era una democracia compuesta por los ciudadanos judíos, y de que para modificar la política del Gobierno israelí sería preciso producir un vuelco en la opinión pública israelí. «Y la opinión pública no se cambia con palabras, afirmaciones ni fórmulas diplomáticas», recuerda haber dicho Avnery a Hammami. «Lo único que cambia la opinión pública es el impacto de los acontecimientos espectaculares, aquellos que tocan directamente la fibra sensible de los individuos, es decir, los acontecimientos que una persona puede ver por sus propios ojos en la televisión, escuchar por sí misma en la radio o leer personalmente en los periódicos.»31

Por el momento, ni Arafat ni Hammami podían llevar más lejos su intento de ganarse el favor de la opinión pública israelí, de modo que tenían que limitarse a argumentar en favor de la solución de los dos estados en la prensa occidental. en la atmósfera política de la época, este paso constituía un cambio de política radical y era todo cuanto la OLP se atrevía a manifestar, no pudiendo explicarlo todavía de manera más abierta. Aunque las reuniones entre Avnery y el representante de la OLP en Londres continuaron celebrándose en el más estricto secreto, no hay duda de que el mensaje moderado de Hammami había sido uno de los factores que habían contribuido a que Arafat fuese finalmente invitado a dirigirse a la asamblea de las Naciones Unidas. Por medio de sus artículos en el Times, Hammami había mostrado al mundo occidental que la OLP estaba dispuesta a llegar a un acuerdo negociado con los israelíes. El discurso de Arafat iba a constituir la oportunidad de poner en escena aquel tipo de «acontecimiento espectacular» que Avnery consideraba necesario para forzar un cambio de política en Israel.

El siguiente gran avance que habría de realizar Arafat en el año 1974 se produciría en la esfera de las relaciones entre los propios árabes. en la cumbre de dirigentes árabes de Rabat, Arafat consiguió derrotar a su antiguo rival, el rey Hussein de Jordania, al lograr que los líderes árabes reconocieran que la OLP era el único representante legítimo del pueblo palestino. El 29 de octubre de 1974, la asamblea de los jefes de estado árabes concedió un apoyo unánime a la OLP y afirmó el derecho del pueblo palestino a instituir una «autoridad nacional» en «cuantos territorios palestinos pudieran ser liberados», una «autoridad nacional» sujeta al liderazgo de la Organización para la Liberación de Palestina. Dicha resolución constituiría un terrible golpe no sólo para las pretensiones del rey Hussein, que deseaba erigirse en representante de los palestinos, sino para la soberanía de Jordania en la región de Cisjordania. Arafat partiría de Rabat sabiendo que la reivindicación de la OLP en tanto que Gobierno de facto en el exilio había quedado notablemente reforzada.

Quince días después de su triunfo en Rabat, Arafat aterrizaba en las Naciones Unidas con la intención de conseguir que la comunidad internacional respaldase la autodeterminación palestina. Lina Tabbara, una diplomática libanesa de origen palestino formaba parte del equipo de asesores que rodeaba a Arafat y se encargaría de traducir su discurso al inglés y al francés. Tabbara se muestra abrumada por la trascendencia del momento. «entré por la puerta principal del edificio acristalado justo detrás de Yasir Arafat, quien fue objeto de la recepción reservada a los jefes de estado, salvo por unos cuantos detalles de protocolo», recuerda Tabbara. «aquello constituía el momento cumbre del movimiento de resistencia [palestino], un instante triunfal para los desheredados, y uno de los días más hermosos de mi vida.» al ver a Arafat subir a la tribuna y recibir una ovación de los miembros de la asamblea General, puestos en pie, Tabbara sintió que se despertaba en su interior «un sentimiento de orgullo por tener sangre palestina».32

Arafat pronunció un largo discurso, ya que su duración total fue de ciento un minutos. «Había sido una excelente labor de comité», recordará más tarde Khalid al-Hasán. «Borradores, borradores y más borradores. Cuando al fin pensamos que ya lo teníamos redondeado le pedimos a uno de nuestros más célebres poetas que le diera el toque final.»33 Fue un discurso emotivo, un llamamiento a la justicia, pero en último término se trataba de un discurso dirigido al público palestino y a quienes respaldaban la lucha revolucionaria palestina. No era un texto pensado para influir en la opinión pública israelí y obligar al Gobierno de Israel a modificar su política. Arafat no contaba con el suficiente respaldo en el seno de su propio movimiento como para sugerir forma alguna de componenda con Israel. Y además los israelíes ni siquiera se hallaban a la escucha, ya que la delegación israelí había boicoteado el discurso de Arafat para protestar por la presencia del presidente de la Organización para la Liberación de Palestina en las Naciones Unidas.

En lugar de reforzar el llamamiento lanzado poco antes por Hammami y abogar en favor de la solución de los dos estados, Arafat volvió al inveterado discurso del «sueño revolucionario», al discurso de «un estado democrático en el que los cristianos, los judíos y los musulmanes pudieran vivir con justicia, igualdad, fraternidad y progreso» en el conjunto territorial íntegro de palestina. Tanto para los israelíes como para sus aliados estadounidenses aquello seguía despertando los mismos y familiares ecos del viejo llamamiento a la destrucción del estado judío. Y lo que es peor, en vez de utilizar la tribuna de las Naciones Unidas para tender la mano a los israelíes, Arafat optó por concluir su alocución con lo que habría de convertirse en una célebre amenaza retórica. «Hoy me he presentado aquí con una rama de olivo en una mano y el fusil de quienes luchan por la libertad en la otra. No dejen que la rama de olivo caiga de mi mano. Repito: no dejen que la rama de olivo caiga de mi mano.»34

Arafat abandonó el salón de plenos con otra ovación de los asistentes puestos en pie. El llamamiento que acababa de lanzar el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina en favor de la justicia y la creación de un estado para el pueblo palestino consiguió un amplio apoyo en la comunidad internacional. Lo cierto es que Arafat tenía más necesidad de respaldos que de gestos audaces. La siguiente vez que Lina Tabbara coincidiera con Arafat, tan sólo dos años más tarde, el presidente de la OLP se hallaría combatiendo por su propia supervivencia política en la guerra civil del Líbano.

El movimiento palestino había conseguido muchos avances en el año 1974. Khalid al-Hasán, presidente del Comité de relaciones exteriores del Consejo Nacional palestino, declararía más tarde que el de 1974 había sido «un año importantísimo», ya que en ese período la cúpula dirigente de la OLP se «hallaba decidida a comprometerse en la búsqueda de un arreglo con Israel». Sin embargo, tras el discurso de Arafat ante las Naciones Unidas las negociaciones entre palestinos e israelíes no habrían de conocer ningún nuevo avance. Hammami y Avnery continuaron reuniéndose en secreto en Londres, de modo que Hammami pudiera informar de sus conversaciones a Arafat y Avnery trasladar el contenido de las mismas a Isaac Rabin en una serie de encuentros periódicos con los que uno y otro mantendrían al tanto del diálogo a sus respectivos líderes. «es imposible exagerar la importancia del trabajo que está realizando Said Hammami», insistiría Khalid al-Hasán. «Si el Gobierno israelí de Isaac Rabin hubiera respondido a las señales que le estábamos enviando a través de Hammami podríamos haber llegado en muy pocos años a un acuerdo de paz justo», añade.35 Sin embargo, Arafat no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión a Israel, y Rabin no quería tomar ninguna decisión que pudiera alentar la creación de un estado palestino, posibilidad a la que se oponía terminantemente.

Dado que al acabar el año 1974 los palestinos y los israelíes endurecieron sus posiciones, tanto Hammami como Avnery se vieron cada vez más expuestos al peligro de un atentado por parte de los extremistas de sus respectivas sociedades. en diciembre de 1975, un israelí desquiciado atacó a Avnery con un cuchillo cerca de su domicilio de Tel Aviv, hiriéndole gravemente. Y en enero de 1978, Hammami fue abatido de un disparo en su despacho londinense, ejecutado por un integrante del grupo palestino disidente dirigido por Abu Nidal a causa de sus reuniones con los israelíes. El pistolero le descerrajó un solo tiro en la cabeza, le escupió y le llamó traidor antes de desaparecer impunemente en las calles de Londres.36

Se cerraba así la decisiva oportunidad de un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos. El 13 de abril de 1975 unos milicianos cristianos tendieron una emboscada a un autobús lleno de palestinos en el barrio beirutí de Ain Rummaneh, matando a los veintiocho pasajeros que viajaban en él. Se iniciaba así una guerra civil que no sólo habría de asolar el Líbano a lo largo de los quince años siguientes sino que a punto estaría de aniquilar por completo al movimiento de liberación de palestina.

* * *

La estabilidad política del Líbano llevaba tiempo sometida a crecientes presiones: en concreto desde que se alterara el equilibrio demográfico del país. Los franceses habían tratado de aprovechar su mandato en Siria para ampliar al máximo las dimensiones del suelo libanés y crear un estado en el que sus protegidos cristianos constituyeran una mayoría. Sin embargo, la tasa de crecimiento demográfico de las comunidades musulmanas del Líbano (entre las que figuraba la de los drusos, además de la de los sunitas y la de los chiitas) era superior a la de los cristianos, de modo que en la década de 1950 su número comenzó a rebasar con mucho al de los cristianos (entre los que se encontraba la comunidad maronita dominante, junto con la de los ortodoxos griegos, la de los armenios, la de los protestantes y la integrada por un número indeterminado de miembros de otras sectas menores). el censo del año 1932, que mostraba que los cristianos constituían todavía una exigua mayoría frente a los musulmanes, iba a constituir en último recuento formal de población: todavía hoy sigue sin haber cifras exactas que nos indiquen el desequilibrio demográfico que presenta el Líbano.

En el año 1943, al lograr el Líbano la independencia, la población musulmana estaba dispuesta a dejar el predominio político en manos de los cristianos a cambio de que éstos se comprometieran a integrar el país en el mundo árabe y a distanciarse de Francia, la potencia colonial que había venido protegiéndoles hasta entonces. La fórmula alcanzada en 1943 en el llamado Pacto Nacional —basada en la idea de un poder compartido— era un sistema «confesional», esto es, un sistema que distribuía la gobernación en función de las distintas sectas y en el que los puestos de mayor autoridad se repartían de forma proporcional entre las comunidades libanesas según el siguiente modelo: un presidente maronita, un primer ministro sunita, y un presidente del Parlamento chiita. Cristianos y musulmanes se repartían los escaños del Parlamento en una proporción de seis a cinco, lo que favorecía levemente a los primeros.

En el año 1958, la guerra civil sería el primer elemento que viniera a poner en cuestión el acuerdo por el que se aceptaba compartir el poder. en septiembre de 1958, la intervención militar de los Estados Unidos en la zona, junto con la elección de un presidente reformista, Fuad Chehab, restaurarían el statu quo en el Líbano, consiguiendo preservar durante diez años más el sistema confesional. Sin embargo, a finales de los años sesenta, el estallido de la revolución palestina en suelo libanés terminaría actuando como un catalizador y desencadenando un nuevo ataque contra el sistema confesional.

Los palestinos alterarían el equilibrio político y demográfico existente en el Líbano de una forma muy concreta. El número de refugiados palestinos contabilizados había pasado de los ciento veintisiete mil seiscientos individuos del año 1950 a los ciento noventa y siete mil de 1975, aunque en realidad la presencia de palestinos se aproximaba ese mismo año a las trescientas cincuenta mil personas37 —la inmensa mayoría de las cuales eran musulmanas—. Pese a que nunca hubieran llegado a integrarse en la población libanesa y a que el país tampoco les hubiera concedido la nacionalidad, su presencia en suelo libanés venía a suponer un importante incremento de la población musulmana. en términos políticos, habían mostrado un perfil extremadamente moderado hasta el año 1969, fecha en la que el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser había negociado un acuerdo con el Gobierno libanés para que las guerrillas palestinas pudieran lanzar desde suelo libanés ataques contra el norte de Israel. De este modo, tras la expulsión de los milicianos de Jordania, a raíz del conflicto de Septiembre Negro, el Líbano pasó convertirse en el cuartel general operativo de la Organización para la Liberación de Palestina. en consecuencia, los campos de refugiados palestinos se militarizaron cada vez más, llenándose de activistas políticos. Sus integrantes empezaron a constituir un reto para la soberanía del Gobierno libanés, hasta el punto de que hubo quien acusó a la revolución palestina de haberse convertido en un estado dentro del estado libanés.

En el Líbano, eran muchas las personas que cargaban la culpa de la guerra civil del año 1975 directamente sobre los hombros de los palestinos. en opinión del ex presidente Camille Chamoun, que a mediados de la década de 1970 seguía siendo uno de los dirigentes maronitas más influyentes, el conflicto no había sido nunca una verdadera guerra civil: «Comenzó como una guerra entre libaneses y palestinos, y no dejó de serlo en ningún momento», argumentaba, ya que se trataba de una guerra que había estallado a consecuencia de las intrigas de los musulmanes libaneses, que querían valerse de ella para «hacerse con la autoridad suprema en el país entero».38 Chamoun no decía toda la verdad. Las diferencias entre los libaneses se habían vuelto tan hondas que los palestinos no habían sido sino el catalizador de una contienda desencadenada por el deseo de redefinir la política del Líbano.

A principios de la década de 1970, los musulmanes se unirían a los drusos, a los partidarios del panarabismo y a las organizaciones izquierdistas —entre las cuales figuraban algunas de confesión cristiana— para crear una coalición política a la que darían el nombre de Movimiento Nacional. Su objetivo consistiría en desbaratar el obsoleto sistema sectario del Líbano y sustituirlo por una democracia laica centrada en el principio de un ciudadano, un voto. El jefe de esa coalición habría de ser el dirigente druso Kamal Yumblatt. Nacido en el año 1917 en el aristocrático baluarte que representaba para su familia la aldea de Moukhtara, Yumblatt había estudiado derecho y filosofía en París y completado su formación en la Universidad Jesuita de Beirut antes de pasar a formar parte del parlamento libanés en 1946, a la edad de veintinueve años. Sostenía que «únicamente un Líbano laico y progresista, libre de todo confesionalismo, podía albergar la esperanza de perdurar».39 A los ojos de sus críticos, el llamamiento que lanzaba Yumblatt en favor de un Líbano laico no era sino una forma de apostar por la dominación de la mayoría musulmana —a mediados de la década de 1970 se estimaba que los musulmanes libaneses superaban en número a los cristianos en razón de cincuenta y cinco a cuarenta y cinco— y de abogar por el fin de la identidad del Líbano en tanto que solitario estado cristiano de Oriente Próximo.

Desde el punto de vista de Yumblatt, los palestinos no habían sido más que un factor coadyuvante en una guerra que fundamentalmente enfrentaba a los propios libaneses. «Si los libaneses no hubieran estado dispuestos a la deflagración —razonaba—, ésta no se habría producido.» Las diferencias entre el modo en que Chamoun y Yumblatt enfocaban la situación del Líbano no podrían ser más profundas. El dirigente maronita Chamoun estaba decidido a preservar la distribución de poder consagrada en el Pacto Nacional —y a salvaguardar por este medio la privilegiada posición de que gozaban los cristianos en el Líbano—. Yumblatt y el Movimiento Nacional apelaban a la constitución de un nuevo orden basado en la igual- dad de los derechos de ciudadanía —orden que beneficiaría a la mayoría musulmana del Líbano—. en esencia, todo se reducía a una lucha de poder para dirimir quién habría de gobernar el Líbano, una lucha en la que ambos bandos reivindicaban tener de su parte la razón moral. Una persona que tuvo la oportunidad de vivir los acontecimientos afirma que tanto Chamoun como Yumblatt eran «un dechado de virtudes a los ojos de sus partidarios y verdaderos monstruos en opinión de sus oponentes», y añade que ambos «se detestaban y se hacían mutuamente el vacío, atrincherados los dos en sus respectivos palacios y certezas».40

El conflicto entre los defensores del statu quo y los partidarios de la revolución social llegaría a su punto culminante durante la primavera del año 1975. ese mes de marzo, los pescadores musulmanes de la ciudad meridional de Sidón se declararon en huelga para protestar por la creación de un nuevo monopolio de pesca, circunstancia que, según temían, estaba abocada a dejarles sin sustento. Al frente del consorcio pesquero se hallaban Camille Chamoun y un cierto número de libaneses, maronitas al igual que él, con lo que la situación terminó convirtiéndose en un asunto sectario, pese a que en esencia no fuera más que una acción de carácter industrial. Los pescadores organizaron toda una serie de manifestaciones, y los maronitas, que controlaban al ejército, enviaron a los militares para reprimirlas. El Movimiento Nacional condenó la intervención militar, aduciendo que el ejército maronita se dedicaba a defender los intereses de la gran industria, igualmente maronita. El seis de marzo, el ejército disparó con fuego real contra los manifestantes, matando a Maruf Sad, un dirigente musulmán sunita de un partido de izquierdas de corte nasserista. La muerte de Sad desencadenó un levantamiento popular en Sidón, levantamiento en el que los comandos palestinos unirían sus fuerzas a las de los milicianos izquierdistas libaneses, enfrentándose al ejército libanés en una serie de batallas campales.

El domingo trece de abril el conflicto se extendió, pasando de Sidón a Beirut, al atacar un grupo de pistoleros —sin que hubiera mediado provocación alguna— al líder maronita Pierre Gemayel en el momento en que éste salía de misa. Gemayel era el fundador de una formación política de derechas, el partido Falangista Maronita, una organización que poseía asimismo la mayor milicia del Líbano, ya que se estimaba que contaba con unos quince mil miembros armados. Los pistoleros mataron a tres personas, entre ellas a uno de los guardaespaldas de Gemayel.* Decididos a vengarse, los ultrajados falangistas tendieron una emboscada ese mismo día a un autobús lleno de palestinos que circulaba por el barrio cristiano de Ain al-Rummaneh, matando a las veintiocho personas que viajaban a bordo. Al difundirse la noticia de la masacre, las masas libanesas tuvieron inmediatamente la certeza de que la súbita escalada de violencia estaba abocada a provocar una guerra. Al día siguiente nadie acudió al trabajo, los colegios permanecieron cerrados y las calles quedaron vacías, ya que los habitantes de Beirut optaron por seguir ansiosamente los acontecimientos desde sus hogares, ya fuera leyendo los periódicos o escuchando la radio, y pasándose además información de los acontecimientos locales por medio del teléfono, en unas conversaciones marcadas por el telón de fondo del tableteo de los fusiles.

Cuando estalló la guerra civil, Lina Tabbara se encontraba trabajando en Beirut. Tras completar la labor profesional que había realizado en las Naciones Unidas —ayudando a Arafat a traducir el discurso que el dirigente palestino pronunciaría ante la asamblea de esa organización en el año 1974—, Tabbara había regresado al Líbano para trabajar en el Ministerio de asuntos exteriores. en muchos aspectos, Tabbara era la encarnación misma del libanés acaudalado y cosmopolita: culta, capaz de hablar con toda fluidez inglés, francés y árabe, esposa de un arquitecto, y vecina de uno de los barrios más elegantes del centro de Beirut. en el momento en que se inició la guerra civil libanesa, Tabbara tenía treinta y cuatro años y dos hijas pequeñas, de dos y cuatro años de edad.

De cabellos rojizos y ojos azules, Tabbara podía pasar por una cristiana, pese a que en realidad era musulmana y de origen mixto, ya que uno de sus progenitores era palestino y el otro libanés. Tabbara se enorgullecía de su identidad compuesta, y en los primeros meses de la guerra se negó a tomar partido, pese a ver que la sociedad que la rodeaba se escindía en dos bandos profundamente atrincherados en sus respectivas posiciones. No se trataba una postura fácil de mantener. Desde el primer momento, la guerra civil libanesa habría de estar marcada por la perpetración de asesinatos sectarios y por la brutal reciprocidad de las matanzas instigadas por el deseo de venganza.

El 31 de mayo, tras siete semanas de combates entre los milicianos, Beirut sería testigo de las primeras masacres sectarias que habrían de conducir al asesinato de un gran número de civiles desarmados a los que se eliminaría por el simple hecho de su pertenencia religiosa. Un amigo llamó a Lina Tabbara para advertirle de que los musulmanes estaban haciendo redadas de cristianos en el barrio de Bashoura, en la parte oeste de Beirut. «Hay una barricada y un control en el que piden los papeles a los transeúntes», exclamó el amigo de Tabbara. «Los cristianos son abatidos y después arrastrados hasta el cementerio.» ese mismo día serían ejecutados en Beirut diez cristianos. Los periódicos lo calificarían como un Viernes Negro. Sin embargo, lo peor estaba aún por llegar.41

Durante el verano de 1975, la vida en Beirut adquiriría una extraña normalidad a medida que los habitantes fueran adaptándose a las limitaciones que les imponía la guerra. Uno de los programas de radio más populares ofrecía a sus oyentes noticias constantemente actualizadas sobre los trayectos seguros y las zonas que era preciso evitar. «Queridos oyentes —anunciaba el locutor en tono tranquilizador—, les aconsejamos que no circulen por esta parte de la ciudad y que tomen preferentemente esta otra ruta.» a medida que el conflicto fuera enconándose a lo largo del verano y el otoño de 1975, el timbre de voz del presentador iría volviéndose cada vez más apremiante. «Señoras y señores, buenas tardes. estoy seguro de que hoy domingo, 20 de octubre, todos ustedes se lo han pasado en grande, ¿no es cierto? ¡Bueno, pues ha llegado la hora de regresar a casa muy, pero que muy rápido!»42 El aviso de la radio señalaba el inicio de una nueva refriega en el centro de Beirut, una refriega marcada por una táctica en la que las milicias rivales utilizaban los edificios más altos como plataformas desde las que observar y lanzar proyectiles contra sus enemigos. La semiderruida fachada de un rascacielos conocido como la torre Murr, desde el que se dominaban las calles más comerciales de Beirut, se convirtió en el fortín de la milicia izquierdista sunita perteneciente al movimiento murabitún. El elevado Holiday Inn, situado en el corazón del barrio hotelero de Beirut, quedó en cambio en manos de la milicia falangista maronita.

En los combates, que duraban toda la noche, los adversarios intercambiaban disparos de artillería y se lanzaban todo tipo de proyectiles de una torre a otra, provocando la destrucción generalizada de las zonas colindantes. en octubre de 1975, las fuerzas del Movimiento Nacional —a los que Tabbara denominaba los «progresistas islámicos»— sitiaron el barrio de los hoteles y bloquearon todas las salidas a las fuerzas maronitas. Camille Chamoun acudiría al rescate de los milicianos cristianos, ya que en su condición de ministro del Interior poseía la autoridad necesaria para desplegar a dos mil soldados del ejército libanés en torno al barrio de los hoteles, actuando así como fuerza disuasoria intercalada entre los dos bandos combatientes. en noviembre se decretaría otro alto el fuego, pero nadie se hizo la menor ilusión, ya que todos sabían que los combates distaban mucho de haberse terminado.

En diciembre ya habían vuelto a levantarse las barricadas, reanudándose la absurda matanza de inocentes. Cuatro falangistas fueron secuestrados, hallándose más tarde sus cadáveres. Los milicianos maronitas se vengaron eliminando a unos trescientos o cuatrocientos civiles a quienes el carné de identidad señalaba como musulmanes. Los milicianos musulmanes les pagaron con la misma moneda, matando a centenares de cristianos. El día quedó estigmatizado y pasó a ser conocido como el Sábado Negro. Para Lina Tabbara serían justamente los acontecimientos de esa jornada los que la impulsaran finalmente a tomar partido. «No es posible seguir pasando por alto el inmenso abismo que separa a los cristianos de los musulmanes: este Sábado Negro es la prueba de que las cosas han ido demasiado lejos.» en lo sucesivo, Lina habría de identificarse con la causa de los musulmanes. «Sentí cómo arraigaban en mis entrañas la semilla del odio y el deseo de venganza. en este momento lo único que quiero es que los morabitunes, o cualquier otro grupo, devuelva duplicados a los falangistas todos los golpes que ellos puedan asestarnos.»43

A comienzos de 1976, varias potencias exteriores comenzaron a desempeñar un papel activo en la guerra que enfrentaba a los libaneses. Los meses de intensos combates habían consumido una gran cantidad de material bélico, desde los fusiles y las municiones a los todoterrenos y los uniformes, pasando por los misiles y las bombas de mortero, y todo ello resultaba enormemente costoso. Las milicias libanesas trataron de que los países vecinos les proporcionaran armas, ya que esas naciones tenían gran abundancia de ellas. Una de las consecuencias del aumento de los precios del petróleo había sido precisamente la rápida expansión de la venta de armas al Oriente Próximo, así que los estados que lindaban con el Líbano aprovecharían la oportunidad de la guerra civil, cuyo ensañamiento era cada vez más grave, para influir en el país mediante el suministro de armas a las distintas milicias.

Hacía ya tiempo que los soviéticos y los estadounidenses habían proporcionado diferentes sistemas armamentísticos a sus respectivos aliados en la región. Otros estados se apresuraron asimismo a participar en tan lucrativo mercado, de modo que los fabricantes de armas europeos comenzaron a competir con los estadounidenses y a tratar de superarles en la venta de armamento pesado a los estados árabes «moderados» que tendían a alinearse con Occidente. Los gastos de defensa Saudíes, por ejemplo, aumentaron notablemente, pasando de los ciento setenta y un millones de dólares de 1968 a los más de trece mil millones de 1978.44 El superávit de armas comenzó a emplearse para atender al suministro de las milicias que combatían en el Líbano, dado que las potencias de la región intentaban de ese modo influir en el sesgo que pudieran tomar los acontecimientos del Líbano. Lina Tabbara asegura que se rumoreaba que los Saudíes respaldaban a las milicias cristianas, «ya que el régimen de Riad, temiendo una hipotética subida al poder de los comunistas, prefiere apoyar a quienes se oponen al islam».45 Los maronitas también recibían armas y municiones de los israelíes, que les ayudaban así a combatir a los milicianos palestinos. El Movimiento Nacional, de tendencia izquierdista, obtenía armas de la Unión Soviética a través de estados clientes de la URSS como Irak y Libia. De este modo, el conflicto interno que enfrentaba a los libaneses iría quedando atrapado en las estrategias propias de la guerra fría, el conflicto árabe-israelí y la lucha entre los regímenes revolucionarios y conservadores del mundo árabe.

A lo largo del año 1976, el conflicto del Líbano degeneró en una guerra de exterminio en la que las masacres engendraban nuevas masacres de represalia. en enero de 1976, las fuerzas cristianas invadieron el barrio de chabolas de Karantina, matando a centenares de personas y recurriendo después a los buldóceres para borrar del mapa el mísero suburbio. El Movimiento Nacional y las fuerzas palestinas respondieron poniendo cerco al baluarte que tenía Camille Chamoun en Damour, una importante población cristiana situada al sur de Beirut, en la costa del Líbano. El 20 de enero, las milicias palestinas y musulmanas tomaron Damour, matando a quinientos maronitas. Cinco meses después, las fuerzas maronitas organizaban el asedio del aislado campamento de refugiados palestinos de tel al-Zaatar, situado en medio de un conjunto de barriadas cristianas. Los treinta mil habitantes del emplazamiento padecieron durante cincuenta y tres días una implacable y violentísima campaña antes de rendirse. Llevaban semanas sin atención médica, sin agua dulce y con muy escasas provisiones de comida. No fue posible cuantificar de forma fiable el número de víctimas del asedio, aunque se estima que debieron morir unas tres mil personas en tel al-Zaatar.46 En total, entre el estallido de la guerra en abril de 1975 y el cese de las hostilidades generalizadas en octubre de 1976 resultaron muertas unas treinta mil personas, elevándose la cifra de heridos a cerca de setenta mil almas, un coste tremendo para una población de tres millones doscientos cincuenta mil individuos.47

El fin de la primera fase de la guerra civil libanesa, ocurrido en octubre de 1976, fue consecuencia de una crisis política. en marzo de 1976, el Parlamento libanés votó una moción de confianza contra el presidente de la república, Suleimán Frangié, y exigió su dimisión. Al negarse Frangié a renunciar a su cargo, Kamal Yumblatt amenazó con desencadenar una guerra sin cuartel mientras varias unidades disidentes del ejército iniciaban el bombardeo artillero del palacio del presidente, situado en la zona residencial de Beirut. El presidente sirio, Hafez al-Asad, envió tropas al Líbano a fin de proteger a Frangié y de conseguir un alto el fuego.

El Parlamento libanés volvió entonces a reunirse, esta vez bajo la protección siria, acordando adelantar las elecciones a fin de deshacer el bloqueo político. entonces como ahora, eran los miembros del Parlamento quienes elegían al presidente del Líbano, así que en mayo de 1976 los integrantes de la cámara se reunieron para conceder su voto a un nuevo dirigente. Había dos candidatos: Elias Sarkis, que contaba con el respaldo de los conservadores cristianos y de las milicias maronitas, y Raymond Eddé, la opción por la que se decantaban los reformistas y el Movimiento Nacional. Para gran sorpresa de las fuerzas musulmanas del Líbano, el presidente sirio Hafez al-Asad concedió apoyo pleno a Elias Sarkis, garantizando así su victoria frente a Eddé. Aquello constituiría un punto de inflexión decisivo, ya que marcaría el inicio de la directa intervención siria en la política libanesa, consolidando la influencia de las autoridades del país vecino en el Líbano mediante el despliegue de tropas sirias en puntos estratégicos de Beirut y de todo el territorio libanés.

Lo cierto es que al dar su respaldo a Elias Sarkis, los sirios estaban tomando partido y colocándose tanto frente al Movimiento Nacional de Yumblatt como en contra de los palestinos. Se trataba de un gesto que implicaba un pasmoso cambio de actitud, ya que los sirios siempre habían estado a favor del panarabismo y de la causa palestina. Y sin embargo, ahora salían en defensa de los maronitas, hostiles a los árabes y proclives a la asimilación con Occidente. Lina Tabbara comprendió la realidad de la situación al constatar que las fuerzas sirias se hallaban presentes en el aeropuerto de Beirut. Dichas fuerzas, explica Tabbara, «empleaban misiles BM-21* Tierra-tierra de fabricación soviética y comprados con ayuda de la URSS para machacar los campamentos de los refugiados palestinos y las zonas de Beirut dominadas por los progresistas [islámicos]».48 Tabbara se percató rápidamente de que el apoyo que estaban brindando los sirios a los maronitas no se debía a que compartieran su causa, sino a que habían decidido utilizarlos como un instrumento con el que extender el dominio sirio por todo el Líbano.

La intervención de Siria en el Líbano provocaría una gran preocupación entre los demás estados árabes, que no deseaban que Damasco aprovechara el conflicto del Líbano para anexionarse al que un día fuera su próspero vecino del sur. El rey Khalid de Arabia Saudí (que ejercería su reinado entre los años 1975 y 1982) convocó una minicumbre de dirigentes árabes en Riad y a ella asistirían el primer mandatario libanés Sarkis, el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat, y distintos representantes de Kuwait, Egipto y Siria.

El 18 de octubre de 1976, los líderes árabes hicieron públicos los planes que habían concebido para el Líbano, acompañando la declaración con el llamamiento al cese total de las hostilidades y con la exigencia a los distintos elementos armados de que decretaran un alto el fuego permanente, medida que debía entrar en vigor en un máximo de diez días. Los estados árabes se comprometían a crear una fuerza de pacificación compuesta por treinta mil hombres que sólo respondería a las órdenes del presidente del Líbano. El contingente de pacificación tendría autoridad tanto para desarmar a los combatientes como para confiscar las armas de todos aquellos que violaran el alto el fuego. Los miembros de la cumbre de Riad exigieron a la Organización para la Liberación de Palestina que respetara la soberanía del Líbano y que replegara a sus milicias a las zonas que el acuerdo de El Cairo de 1969 había concedido a los combatientes palestinos. en su resolución final, los dirigentes presentes en la cumbre lanzarían además un llamamiento para el inicio de un diálogo político entre todas las partes implicadas en el conflicto del Líbano y lograr así la reconciliación nacional.

Pese a encontrar su motivación en la inquietud generada por las posibles intenciones de Siria, las resoluciones de Riad apenas contribuirían a disminuir el peso del yugo que Damasco había impuesto al Líbano. Dado que, en conjunto, los estados árabes no estaban dispuestos a enviar un significativo número de tropas al Líbano, el ejército sirio pudo dominar sin dificultad a la fuerza árabe multinacional: de los treinta mil soldados árabes enviados para mantener la paz en el Líbano, veintiséis mil quinientos eran sirios. Los simbólicos contingentes llegados a la zona desde Arabia Saudí, el Sudán y Libia no tardarían mucho en delegar por completo en los sirios lo esencial de su cometido. A mediados de noviembre, unos seis mil soldados sirios ocuparon Beirut, con el apoyo de doscientos tanques. Las resoluciones de la cumbre de Riad habían demostrado no ser sino una mera fórmula para legitimar la ocupación siria del Líbano.

Pese a que el presidente Sarkis pidió a los libaneses que recibieran a los sirios «con afectuoso sentimiento de fraternidad», tanto los partidos musulmanes como los progresistas albergaban graves dudas. Kamal Yumblatt recuerda en sus memorias una de las conversaciones que mantuvo por entonces con Hafez al-Asad: «Le ruego que retire a las tropas que ha enviado al Líbano. Continúe con su política de intervención, con su mediación y su arbitraje ... Pero debo advertirle que no debe recurrir a los medios militares. No queremos convertirnos en un estado satélite».49 Lina Tabbara quedó espantada al ver al ejército sirio desplegado por todo Beirut, pero lo que más le molestaba era el hecho de que «prácticamente todo el mundo se mostrara aparentemente satisfecho con aquel estado de cosas».

Tras la cumbre de Riad entraría en vigor el quincuagésimo sexto alto el fuego desde el inicio de la guerra. Si el pueblo libanés había acariciado la esperanza de que la ocupación siria le trajera la paz tras casi dos años de guerra, muy pronto iba a quedar desengañado. Poco después de que los sirios penetraran en Beirut, Tabbara fue testigo del estallido de uno de los primeros coches bomba de este nuevo período de terrorismo, un método llamado a convertirse en uno de los sellos característicos de la violencia practicada en el Líbano. «por todas partes se oyen llantos y gritos desgarradores», referirá Tabbara al describir la carnicería que tiene ante los ojos. «“¡Cuidado, ha sido una bomba trampa, es posible que haya más!”, chilla alguien. este tipo de atentados está siendo cada vez más frecuente en los últimos días, pero nadie sabe quién está tras ellos. en la carretera yacen los cuerpos malheridos de muchas personas.» Tabbara reflexiona con lúgubre satisfacción al contemplar «la triunfal placidez con que los libaneses asistían a la voladura de la paz siria a la que se hallaban sometidos».50 Tanto ella como su familia habían visto ya suficiente sangre y destrucción, así que abandonaron Beirut a los sirios y fueron a unirse a los centenares de miles de libaneses que ya habían optado por exiliarse en el extranjero.

Sin embargo, en lo concerniente a la comunidad internacional, el conflicto había quedado resuelto —al menos de momento—. El centro de la atención de los medios de comunicación mundiales había pasado de centrarse en el Líbano desgarrado por la guerra a ocuparse de Jerusalén, donde el domingo 20 de noviembre de 1977, el presidente egipcio Anuar el-Sadat iba a dirigirse a la Knéset, el Parlamento del estado de Israel, para proponer la cesación del conflicto árabe-israelí.

* * *

En enero de 1977, Sadat concedió una entrevista a una periodista libanesa en su domicilio veraniego de la ciudad de Asuán, en el alto Nilo. Poco después de que la periodista iniciara su batería de preguntas, una espesa humareda comenzó a levantarse en el centro de la ciudad. «Señor presidente —dijo la reportera—, está ocurriendo algo extraño a sus espaldas.» Sadat se giró y vio el foco de varios incendios en Asuán. Al mismo tiempo, una multitud cruzaba uno de los puentes que salvan el Nilo para encaminarse hacia el domicilio del mandatario.

Sadat acababa de ordenar que el Gobierno egipcio, cuyas arcas estaban en situación muy precaria, dejara de abonar un cierto número de subsidios cruciales con los que los más desfavorecidos accedían a comprar pan y otros artículos de primera necesidad. Los pobres de Egipto vieron entonces peligrar su subsistencia y se levantaron como un solo hombre, provocando en toda la nación una serie de disturbios que iban a dejar ciento setenta y un muertos y varios centenares de heridos antes de que las subvenciones fueran restauradas, y con ellas también la calma.51

Algo extraño estaba ocurriendo efectivamente a espaldas de Sadat. El público egipcio, que un día le aclamara apodándole el «Héroe del Canal» en virtud de los éxitos obtenidos por Egipto en la zona de Suez durante la guerra de Yom Kipur, estaba dejando de confiar en el presidente del país. Sadat carecía del carisma de Nasser, de modo que no ejercía su mismo influjo en las masas. Tenía que cumplir sus promesas de prosperidad, ya que de lo contrario sabía que terminarían deponiéndole. Y Sadat estaba cada vez más convencido de que el único modo de alcanzar la prosperidad consistía en contar con el apoyo de los Estados Unidos —y en llegar a un acuerdo de paz con Israel—.

Durante la guerra de Yom Kipur Sadat había desarrollado la capacidad militar de Egipto y su credibilidad bélica, impulsando además con éxito el despliegue del arma petrolífera árabe a fin de lograr que los Estados Unidos le ayudaran a exigir el repliegue parcial de los israelíes del Sinaí. El ministro de asuntos exteriores estadounidense, Henry Kissinger, inició una de sus características rondas diplomáticas marcadas por los intensos viajes y la implicación personal, realizando frecuentes desplazamientos entre El Cairo y Jerusalén al objeto de materializar los dos acuerdos de retirada del Sinaí (firmados en enero de 1974 y septiembre de 1975) por los que se devolverían a Egipto tanto el canal de Suez como algunos de los yacimientos petrolíferos de la península en disputa.

La recuperación del canal de Suez fue uno de los grandes logros de Sadat, en primer lugar, porque significaba que se había visto coronado por el éxito allí donde Nasser había fracasado —dado que Sadat se había asegurado de que el canal no acabara convirtiéndose en la frontera de facto entre Egipto e Israel—, y en segundo lugar, porque el canal era una fuente de ingresos decisiva para Egipto, asediado por las dificultades económicas. Gracias al apoyo de los estadounidenses, los egipcios lograron despejar las aguas del canal de los buques hundidos que habían quedado dispersos en la zona en el año 1967, durante la guerra de los Seis Días entre árabes e israelíes, de modo que el 5 de junio de 1975 Sadat pudo reabrir al tráfico marítimo internacional esta estratégica vía de comunicación. Los primeros barcos que cruzaron el canal fueron varios de los pertenecientes a una escuadra de catorce naves bautizada con el nombre de «Flota amarilla»: un grupo de vapores internacionales que, atrapados en 1967 —durante la guerra de los Seis días— en los Grandes Lagos Salados que jalonan el canal de Suez, llevaba ocho años acumulando la gruesa capa de amarillenta herrumbre que había terminado por darle nombre. Pese a que Egipto celebrara estas ganancias, los acuerdos del Sinaí dejaron en manos de Israel la mayor parte de la península del mismo nombre (un territorio egipcio que Israel había ocupado durante la guerra de los Seis Días) y no consiguieron que las arcas de la Hacienda egipcia dejaran de pasar grandes apuros para cubrir los gastos en que incurría el país.

Sadat tenía una necesidad cada vez más imperiosa de inyectar nuevos fondos en su tesorería, lo que despertó en él una propensión inédita: la de enfrentarse a sus vecinos árabes para reforzar su propia posición. en el verano del año 1977, desesperado por incrementar los ingresos de Egipto, Sadat intentó apoderarse de una serie de yacimientos petrolíferos pertenecientes a Libia. Según las estimaciones de la época, el petróleo generaba a Libia unos ingresos anuales próximos a los cinco mil millones de dólares, una suma inmensa para una población que no era sino una pequeña parte de la de Egipto —y protegida además por un ejército que tampoco era sino una fracción del egipcio—. en un arrebato de descabellado oportunismo, Sadat utilizó el pretexto del suministro de armas que su acaudalado vecino recibía de los soviéticos para lanzar una invasión contra Libia —como si el arsenal de ese país representara la más mínima amenaza para la seguridad de egipto—.

Sadat retiró a las fuerzas que tenía acantonadas en el frente israelí del Sinaí y el 16 de julio atacó con ellas a los libios, penetrando en los territorios vecinos a través del desierto Líbico. Las fuerzas aéreas egipcias bombardearon las bases libias y proporcionaron cobertura aérea para la invasión de Libia. «Casi inmediatamente quedó claro que Sadat había cometido un error de cálculo», recuerda el veterano analista Mohamed Haikal. «Ni el público [egipcio] ni el ejército veían lógica alguna en replegar las fuerzas situadas frente a un enemigo como Israel con el único propósito de atacar a un vecino árabe.»

La ofensiva egipcia contra Libia se prolongó por espacio de nueve días. El público egipcio no mostraba el menor entusiasmo ante los acontecimientos, y Washington se manifestó abiertamente contrario a la agresión egipcia, en la que no había mediado además provocación alguna. El embajador estadounidense en El Cairo dejó claro que Washington se oponía a toda invasión de Libia, así que Sadat se vio obligado a retirarse. El 25 de julio, las tropas egipcias abandonarían Libia, poniendo de ese modo fin al conflicto. «Y así fue como las algaradas de enero, provocadas por la retirada del subsidio del pan, sumadas a una chapucera aventura exterior —afirma Haikal—, acabaron haciendo que a mediados del año 1977 Sadat llegara a la conclusión de que Egipto tenía que negociar una relación distinta con Israel.»52 Si Sadat no conseguía aumentar sus ingresos, la escasez de comida le obligaría a enfrentarse a nuevos levantamientos. Y lo cierto era que ni la persuasión ni la fuerza le habían permitido encontrar la financiación que precisaba en sus hermanos árabes. Sin embargo, si Egipto se convertía en el primer estado árabe capaz de alcanzar un acuerdo de paz con Israel, su país lograría canalizar las importantes sumas de ayuda al desarrollo que podían procurarle los Estados Unidos y los inversores extranjeros. Se trataba de una estrategia extremadamente peligrosa, dada la intransigente postura que mantenían los estados árabes respecto de Israel. Sin embargo, Sadat ya había corrido riesgos en otras ocasiones y había logrado salir airoso.

Nunca como en esos años habían presentado los obstáculos para la firma de un acuerdo de paz con Israel un aspecto tan insuperable. en mayo de 1977, Menájem Beguin había llevado a la victoria al partido Likud, de tendencia derechista, quebrando así el monopolio del poder de que había venido disfrutando el partido Laborista israelí desde la fundación del estado judío. Liderado por Beguin, el partido Likud estaba decidido a crear asentamientos judíos a fin de conservar los territorios árabes que Israel había ocupado en 1967, a raíz de la guerra de los Seis Días. en la eventualidad de unas negociaciones, apenas cabía imaginar un adversario político más intransigente que el ex terrorista partidario de la creación de un Gran Israel. Y sin embargo, sería Beguin quien estableciera el primer contacto al enviar mensajes conciliatorios al presidente egipcio a través del rey Hasán II de Marruecos y del primer mandatario rumano Nicolae Ceaucescu. este último convencería a Sadat de que la perspectiva de «un tratado de paz habría resultado imposible de haberse hallado el partido Laborista en el poder y Beguin en la oposición, pero que al invertirse los papeles, las perspectivas eran mejores», dado que resultaba menos probable que el partido Laborista decidiera obstaculizar la negociación de un tratado de paz con Egipto.53

Sadat regresó a Egipto y comenzó a ponderar lo impensable: el establecimiento de unas negociaciones directas con los israelíes tendentes a materializar la firma de un tratado de paz entre Egipto e Israel. Ya había demostrado en la guerra de Yom Kipur que era muy capaz de liderar al ejército, y si ahora lograba ponerse al frente de la procura de la paz conseguiría que Egipto liderara al mundo árabe. Y si sus generales se habían mostrado refractarios a la idea de entrar en guerra con Israel la primera vez que les había planteado el tema en el año 1972, también ahora estaba seguro de que los políticos habrían de oponerse a sus planes de paz. Tenía que reorganizar su equipo político y traer al primer plano de la actualidad a algún nuevo talento que se mostrara menos reacio al cambio. Y así fue como eligió a un completo desconocido y le encargó que le ayudara a elaborar el plan de una campaña de paz.

Butros Butros-Ghali (nacido en 1922) era profesor de ciencias políticas en la Universidad de El Cairo. en tiempos de la monarquía egipcia, su abuelo había sido primer ministro del país y su tío ministro de asuntos exteriores. Pertenecientes a la aristocracia terrateniente, los miembros de la familia Butros-Ghali habían tenido que entregar sus tierras de labor al nuevo gobierno, al confiscárselas éste en aplicación de las medidas previstas en la reforma agraria inmediatamente posterior a la revolución del año 1952.

En un país de confesión abrumadoramente musulmana, Butros-Ghali destacaba por el doble hecho de pertenecer él mismo a la fe copta cristiana y por proceder su esposa de una relevante familia de judíos egipcios. Y curiosamente, esas mismas cualidades —que habían tenido a Butros-Ghali al margen de la política egipcia desde la revolución de 1952— eran las que ahora le avalaban como candidato a prestar sus servicios en el Gobierno, y por eso habría de acudir Sadat a él al decidir concretar el intento de un acuerdo de paz con Israel. El 25 de octubre de 1977, el profesor que más tarde habría de convertirse en secretario general de las Naciones Unidas quedaría asombrado al enterarse de que había sido nombrado secretario de estado de relaciones exteriores al producirse una remodelación del gabinete.

Poco después de haber pasado a formar parte del Gobierno, Butros-Ghali asistiría al discurso pronunciado por Sadat el 9 de noviembre ante la asamblea popular, un discurso en el que el presidente egipcio daría a entender por primera vez que estaba pensando en cooperar con Israel. «estoy dispuesto a viajar a los confines de la tierra si consigo con ello proteger a un muchacho, a un soldado o a un oficial egipcios y evitar que los maten o los hieran», dijo Sadat a los legisladores. Y refiriéndose a los israelíes, prosiguió: «estoy listo para presentarme en su país, o incluso ante la propia Knéset, y hablar con ellos».

Butros-Ghali recuerda que el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat —que se encontraba presente en la sesión parlamentaria—, «fue el primero en prorrumpir en aplausos al escuchar estas palabras. Ni Arafat ni mis colegas ni yo mismo comprendimos entonces las implicaciones de lo que acababa de decir el presidente». De hecho, ninguno de ellos tenía ni idea de que en realidad Sadat tenía previsto realizar un inminente viaje a Israel.54 Habría de transcurrir una semana para que Butros-Ghali comprendiera plenamente el significado de las palabras de Sadat, ya que al cabo de ese lapso de tiempo el entonces vicepresidente Hosni Mubarak le pidió que redactara las líneas maestras de un discurso «que el presidente tiene intención de pronunciar el sábado próximo —en Israel—». Butros-Ghali sintió una gramática emoción al saber que estaba participando personalmente «en la médula misma de aquel acontecimiento histórico».

Como esperaba Sadat, muchos de los políticos del país optarían por rechazar sus planes. El ministro de asuntos exteriores, Ismail Fahmi, y Mohamed Riyad, el anterior secretario de estado de relaciones exteriores, habían preferido dimitir a tener que acompañar a Sadat a Jerusalén. Butros-Ghali fue nombrado ministro de asuntos exteriores en funciones dos días antes de la fecha prevista para la partida de Sadat, e invitado por tanto a unirse a la delegación presidencial que debía acudir a Jerusalén. Sus amigos le aconsejaron que no fuera. «podía palparse el miedo en el aire», recuerda Butros-Ghali. «La prensa árabe se mostró despiadada. Ningún musulmán, decían los editoriales, aceptaría formar parte del séquito de Sadat, así que el presidente ha tenido que elegir al cristiano Butros-Ghali, cuya esposa es judía.»55 Pese a todo, el nuevo ministro de asuntos exteriores en funciones se sentía «atraído por el extraordinario reto» de hacer saltar por los aires los tabúes instituidos en la Cumbre de Jartum de 1967, una reunión en la que todos los estados árabes se habían puesto de acuerdo en no reconocer al estado judío, no negociar nunca con los funcionarios israelíes y no establecer jamás un acuerdo de paz entre los estados árabes e Israel.

El presidente egipcio había irritado a los demás jefes de estado árabes al anunciar primero sus planes y no tratar de conseguir que sus colegas le apoyaran en la iniciativa sino una vez hechas ya públicas sus intenciones. Ansioso por evitar la ruptura de relaciones con Siria, Sadat voló a Damasco a fin de entrevistarse con el presidente Hafez al-Asad e informarle de que planeaba hacer una visita a Israel. Al-asad le recordó inmediatamente cuál era la posición común que habían decidido adoptar conjuntamente todos los estados árabes. «Hermano Anuar, tiendes siempre a precipitarte», le dijo al-asad. «Comprendo tu impaciencia, pero te ruego que comprendas que es imposible que vayas a Jerusalén. eso es traición», le advirtió. «el pueblo egipcio no lo aceptará. Y la nación árabe jamás te lo perdonará.»56

Sin embargo, Sadat no se dejó disuadir, así que el 19 de noviembre, embarcó, en compañía de Butros-Ghali, en un avión oficial rumbo a Israel, aterrizando, cuarenta y cinco minutos después, en el aeropuerto de Tel Aviv. «¡No me había parado a pensar que la distancia era tan corta!», exclamaría Butros-Ghali. «Israel se me antojaba una tierra tan extraña y remota como un planeta del espacio exterior.»57 Tras tantos años de guerra y enemistad, era como si el pueblo egipcio viera por primera vez a Israel como a un país real. Todos tenían sentimientos encontrados. El veterano periodista egipcio Mohamed Haikal captará perfectamente en su descripción el instante en que Sadat hace su aparición en la portezuela del avión detenido en el aeropuerto de Lod: «al seguirle las cámaras de televisión mientras descendía la escalerilla, la culpabilidad que sentían millones de egipcios se vio sustituida por un sentimiento de reciprocidad. Fuera o no acertado su gesto, el coraje físico y político de Sadat resultaba indiscutible. Su llegada a la tierra prohibida cautivó a muchos egipcios y causó espanto en el resto del mundo árabe».58

Al día siguiente, domingo 20 de noviembre de 1977, el presidente egipcio Anuar el-Sadat se dirigió en árabe a los miembros de la Knéset (para gran consternación de Butros-Ghali, el mandatario egipcio decidió no emplear el texto inglés en el que tanto había trabajado). Aquél era exactamente el gesto audaz que Uri Avnery había exigido siempre realizar a la Organización para la Liberación de Palestina —un gesto calculado para convencer al público israelí de que podían contar con un estado árabe dispuesto a colaborar por la paz—. «permítanme dirigir desde esta tribuna un llamamiento al pueblo de Israel», dijo Sadat ante las cámaras de televisión. «Les transmito el mensaje de paz del pueblo egipcio —declaró—, un mensaje de seguridad, serenidad y paz para todos los hombres, mujeres y niños de Israel.» Sadat superó las expectativas de los legisladores israelíes, asombrándoles, al exhortar al electorado israelí a «animar a vuestros dirigentes a esforzarse por la paz».

«Hablémonos con franqueza», continuó diciendo Sadat a sus oyentes, tanto dentro como fuera de la Knéset. «¿Cómo podemos conseguir una paz permanente fundada en la justicia?» Sadat expresó con claridad su parecer diciendo que, para que la paz fuese duradera, debería ofrecer una solución justa al problema palestino. «No hay en el mundo nadie que acepte hoy los eslóganes que se difunden aquí, en Israel, y que ignoran la existencia de un pueblo palestino, llegando a cuestionar incluso que se encuentren en paradero alguno», dijo a modo de reprimenda a sus anfitriones. La paz, prosiguió, era igualmente incompatible con la ocupación de las tierras de otros países. Solicitó la devolución de todos los territorios árabes ocupados en la guerra de los Seis Días —incluyendo la Jerusalén este—. A cambio, Israel debía poder contar con la plena aceptación y reconocimiento de la totalidad de sus vecinos árabes. «a medida que vayamos procurando alcanzar la paz con autenticidad y verdad los árabes iremos felicitándonos auténtica y verdaderamente de que ustedes vivan entre nosotros con paz y seguridad», insistiría Sadat.

La visita de Sadat a Jerusalén demostró ser un notabilísimo golpe de efecto —y puso en marcha el primer proceso de paz serio que habrían de entablar Israel y sus vecinos árabes—. Con todo, la ruta conducente a la paz iba a revelarse larga y ardua, estando además repleta de peligros. Los egipcios y los israelíes se acercaron a la mesa de negociaciones con expectativas muy diferentes. Sadat acariciaba la esperanza de liderar al resto del mundo árabe y forjar la conclusión de un tratado de paz con Israel —aunque para ello partía de la base de la completa retirada de los israelíes de todos los territorios ocupados en 1967, durante la guerra de los Seis Días, y del establecimiento de un estado palestino en la Jerusalén este, Cisjordania y la Franja de Gaza—. Beguin no estaba dispuesto a realizar semejantes concesiones, dedicándose por ello a minar la credibilidad de Sadat en el mundo árabe al afirmar, en respuesta al discurso de Sadat ante la Knéset, que «el presidente Sadat sabe —porque así se lo dijimos nosotros antes de que viniera a Jerusalén— que nuestra posición respecto a las fronteras permanentes que deban mediar entre nosotros y nuestros vecinos difiere de la suya».59 En el transcurso de las ulteriores negociaciones, Beguin declararía estar dispuesto a devolver buena parte de la península del Sinaí a Egipto y la práctica totalidad de los Altos del Golán a Siria, todo ello a cambio de una plena normalización de relaciones, pero se manifestó asimismo categóricamente en contra de realizar concesiones a los palestinos.

La posición de Israel respecto a la materialización de un amplio tratado de paz entre árabes e israelíes era demasiado restrictiva para atraer a más países árabes y lograr que éstos aumentaran su grado de implicación. Beguin estaba decidido a preservar los asentamientos judíos y a conservar parte de los territorios sirios y egipcios ocupados —de hecho le movían a ello razones estratégicas—. Lo más que los israelíes estaban dispuestos a conceder a los palestinos era un cierto grado de autogobierno en Gaza y en Cisjordania, regiones a las que Beguin aplicaba sistemáticamente las denominaciones bíblicas de Judea y Samaria. Los israelíes se negaban a reunirse con la Organización para la Liberación de Palestina, y no querían oír hablar siquiera ni de la independencia de palestina, ni de la posibilidad de que los palestinos terminaran constituyendo un estado ni de que Israel tuviese que devolver parte alguna de Jerusalén, ciudad que según una solemne declaración de la Knéset era la capital eterna e indivisible del estado judío (una declaración que todavía hoy no ha sido refrendada por la comunidad internacional).

Tras embarcarse en su osada iniciativa de paz, Sadat se vio atrapado entre las dos intransigencias del bando árabe y el israelí. No había un solo gobernante árabe que fuera partidario de seguir los pasos de Egipto, y el primer ministro Menájem Beguin se encargaba de que apenas encontraran incentivo alguno en sumarse al plan. Beguin estaba convencido de que la conclusión de un acuerdo de paz con Egipto resultaba favorable para los intereses de Israel, ya que, sin Egipto, ningún otro país árabe tendría la menor posibilidad de convertirse en una amenaza creíble para el estado judío. La paz con otros estados árabes era una prioridad secundaria, y Beguin no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión que pudiera arrastrar a los países árabes a un escenario presidido por una verdadera voluntad negociadora. Sadat quedó aislado, y no sólo se vio obligado a negociar a solas con Israel, sino abocado a hacerlo rodeado de la generalizada hostilidad de los países árabes.

El presidente estadounidense, Jimmy Carter, no escatimaría esfuerzos para conducir a buen puerto a la asediada iniciativa de paz de egipcios e israelíes. A ese fin convocaría, en septiembre de 1978, una reunión en la residencia presidencial de Camp David, en el estado de Maryland. Una vez más, Butros Butros-Ghali se contaba entre los miembros de la delegación egipcia. Durante el vuelo que realizó junto a Sadat para acudir a la reunión de Camp David, Butros-Ghali tendría oportunidad de escuchar, con creciente preocupación, la estrategia prevista por el presidente egipcio. Sadat creía ingenuamente poder ganarse a la opinión pública estadounidense y conseguir que ésta se mostrara favorable a la posición negociadora de Egipto, y estaba igualmente persuadido de que el presidente Carter se pondría de su lado y obligaría a Israel a realizar las concesiones necesarias para materializar los deseos de Sadat. Butros-Ghali no pensaba que las cosas fueran a resultar tan fáciles. «temía que los estadounidenses no presionaran a Israel y que en tal caso fuera Sadat quien se viera obligado a hacer concesiones.»60

Sadat no andaba totalmente descaminado. La posición egipcia gozaba de amplio respaldo en los Estados Unidos, y lo cierto es que el presidente Carter se mostró efectivamente dispuesto a realizar un tremendo esfuerzo para obligar al primer ministro Beguin a efectuar concesiones. Carter iba a necesitar trece días de encarnizadas negociaciones y veintidós borradores para acercar las posturas de uno y otro bando lo suficiente como para lograr un acuerdo. Beguin accedió a retirarse de la totalidad del Sinaí (una región en la que tenía planeado pasar sus años de jubilación). Sin embargo, también Sadat se vería obligado a realizar concesiones. Lo más decisivo sería el hecho de que el acuerdo no lograra garantizar el derecho de los palestinos a la autodeterminación. El documento marco contemplaba la institución de un período de transición de cinco años en Cisjordania y la Franja de Gaza, la retirada del ejército israelí, y la creación de una autoridad palestina elegida mediante sufragio universal y con capacidad de autogobierno en los territorios palestinos. Sin embargo, dejaba sin definir el estatuto político final que pudiera corresponder a los territorios palestinos ocupados, con lo que el asunto quedaba remitido a unas futuras negociaciones entre Egipto, Israel, Jordania y los representantes electos de los territorios palestinos. Además, tampoco especificaba ninguna sanción para Israel en caso de que este país terminara por incumplir los compromisos adquiridos.

El nuevo ministro de asuntos exteriores egipcio, Mohamed Ibrahim Kamil, dimitió en protesta por lo que consideraba una traición de Sadat a los derechos de los palestinos. Pese a todo, Sadat no se arredró y se presentó en Washington para firmar el «acuerdo Marco para la Conclusión de un tratado de paz» en una ceremonia formal celebrada en la Casa Blanca el 17 de septiembre de 1978.

El mundo árabe estaba horrorizado al ver que Sadat decidía romper filas y se mostraba dispuesto a concluir un tratado de paz propio e independiente con Israel. en noviembre del año 1978, los jefes de estado de los países árabes convocaron una cumbre en Bagdad a fin de conferenciar y abordar la crisis. Los estados productores de petróleo prometieron conceder a Egipto una asignación anual de cinco mil millones de dólares durante diez años a fin de restar fuerza a cualquier incentivo material que pudiera haber hallado Sadat en la procura de la paz con Israel. También amenazaron con expulsar a Egipto de la Liga Árabe, trasladando la sede de esa organización de El Cairo a Túnez en caso de que Sadat concretara de facto su pacto de paz con Israel.

Pero Sadat había llegado ya demasiado lejos para dejarse disuadir por las amenazas árabes. Tras seis meses de nuevas negociaciones, Carter, Beguin y Sadat volverían a pisar los jardines de la Casa Blanca el 26 de marzo de 1979 al objeto de rubricar el tratado de paz final que sellaba el acuerdo alcanzado por Egipto e Israel. Tras haber librado Egipto cinco guerras con Israel, el más poderoso de los estados árabes envainaba la espada. Sin Egipto, los árabes jamás lograrían dominar militarmente a Israel. Tanto los palestinos como el resto de estados árabes no tendrían más remedio que concretar sus ambiciones nacionales y territoriales por medio de la negociación. Sin embargo, los estados árabes nunca habrían de disponer de la fuerza necesaria para presionar al intransigente Israel y conseguir que les devolviera sus tierras, y tampoco habrían de perdonar a Egipto por haber abandonado las filas árabes con la intención de aumentar la seguridad de su territorio a expensas de los demás países árabes. De haber actuado colectivamente, argumentaban los estados árabes, el conjunto de las naciones árabes habría podido conseguir un mejor pacto de paz para todos.

Inmediatamente después de firmarse el tratado de paz en marzo de 1979, los estados árabes comenzaron a poner en práctica sus amenazas y cortaron relaciones con Egipto. El país del Nilo iba a necesitar más de veinte años para volver a integrarse plenamente en el redil árabe. Sadat fingiría indiferencia, pero la sociedad egipcia, que se enorgullecía de liderar los asuntos árabes, quedaría conmocionada por el aislamiento. en 1979 contemplaría consternada la desaparición de las enseñas de los estados árabes tras ser arriadas del patio de banderas de la sede de la Liga Árabe y de los mástiles de los edificios de las embajadas que jalonaban el centro de El Cairo, viendo al mismo tiempo alzarse en 1980, con preocupación no menor, la estrella de David en la nueva embajada de Israel en El Cairo, tras acordarse el establecimiento de plenas relaciones diplomáticas entre ambas naciones en febrero de 1980.

Los miembros de la sociedad egipcia no eran refractarios a la paz con Israel. Simplemente no querían que esa paz le costara a Egipto los lazos que mantenía con el mundo árabe. Egipto e Israel se hallaban ahora en paz, pero en ninguno de los dos países habría de traer regocijo esa nueva situación. Además, a finales de la década de 1970 iba a producirse uno de los acontecimientos más trascendentes de la moderna historia del Oriente Próximo, un acontecimiento tan importante que llegaría a eclipsar el acuerdo de paz entre Egipto e Israel. Pese a que Irán queda fuera del mundo árabe, el impacto de la revolución islámica iba a dejarse sentir en todo el Oriente Próximo árabe.

En enero de 1979, el sah de Irán, apoyado por los Estados Unidos, cayó derrocado a manos de una revolución popular encabezada por el clero islámico. La revolución islámica habría de ser uno de los acontecimientos más significativos del período de la guerra fría, ya que vendría a alterar profundamente el equilibrio de poder en el Oriente Próximo al hacer que los Estados Unidos perdieran uno de los pilares de su influencia en la región. La revolución iraní estaba llamada a ejercer asimismo un profundo impacto en los precios del petróleo. Con la agitación de la revolución, la producción petrolífera iraní —la segunda más importante del mundo— quedó prácticamente detenida. Y por otra parte, el pánico subsiguiente al derrocamiento del sah, determinaría que los mercados globales sufrieran la segunda gran conmoción petrolífera de la década. Los precios llegaron casi a triplicarse, pasando de trece dólares por barril a treinta y cuatro.

Mientras los consumidores de todo el mundo sufrían las consecuencias, los países productores de petróleo se vieron conducidos a una nueva era de prosperidad. Arabia Saudí, el mayor exportador mundial de hidrocarburos, era el prototipo por excelencia de los estados enriquecidos gracias al petróleo. Los ingresos que obtenía por la venta del crudo y sus derivados pasaron de los mil doscientos millones de dólares de 1970 a los veintidós mil millones y medio de dólares obtenidos durante el embargo petrolífero del bienio 1973-1974. Tras la segunda sacudida petrolífera, sobrevenida a raíz de la revolución iraní, los ingresos Saudíes se elevaron en 1979 a setenta mil millones —lo que significa que los devengos petrolíferos se multiplicaron por sesenta en el transcurso de la década de 1970—. Los beneficios de los demás países árabes productores de petróleo, entre los cuales figuran Libia, Kuwait, Qatar y los emiratos Árabes Unidos, disfrutaron de una tasa de crecimiento similar. Los Saudíes respondieron a esta nueva situación lanzando el más ambicioso programa de gasto público jamás conocido en el mundo árabe, de modo que el desembolso anual dio un brinco por el que pasó de los dos mil quinientos millones de dólares de 1970 a los cincuenta y siete mil millones de 1980.61

Sin embargo, Arabia Saudí, al igual que los demás estados árabes, carecía de un contingente de mano de obra suficiente para cubrir sus objetivos, así que se vio obligada a reclutar trabajadores en el resto de los países del mundo árabe. Egipto era el primer estado exportador de operarios, aunque Túnez, Jordania, el Líbano, Siria y el Yemen, así como los palestinos —carentes de estado—, contribuían todos ellos activamente a la migración de los obreros árabes. en el transcurso de la década de 1970, el número de trabajadores árabes emigrados a los estados productores de petróleo pasaría de los seiscientos ochenta mil obreros de 1970 al millón trescientos mil individuos desplazados tras el embargo petrolífero del año 1973, llegando a alcanzar un tráfico de tres millones de operarios en el año 1980. estos obreros árabes emigrados contribuirían enormemente al progreso de sus respectivas economías nacionales. Los trabajadores egipcios presentes en los estados productores de petróleo enviarían a casa diez millones de dólares en 1970, ciento ochenta y nueve millones en 1974 y cerca de dos mil millones de dólares en 1980, lo que significa que los ingresos aportados por los trabajadores emigrados se multiplicó por doscientos en el transcurso de una década.

El sociólogo egipcio Saad Eddin Ibrahim señalaría el surgimiento de un «nuevo orden social» nacido de este intercambio de trabajo y capital que establecía un flujo de mano de obra de los estados con escasos recursos petrolíferos a los estados con abundantes yacimientos de crudo. en una época marcada por la existencia de profundas divisiones sociales, los árabes disfrutaban de una creciente independencia en el plano económico. El nuevo orden iba a revelarse lo suficientemente resistente como para resistir el embate de las hostilidades entre los distintos países árabes: al declarar Egipto la guerra a Libia en el verano de 1977, el país agredido no consideró necesario expulsar a modo de represalia a los cuatrocientos mil trabajadores egipcios que se habían afincado en suelo libio. esta actitud pragmática prevalecería incluso después de que Sadat abandonara las filas árabes y decidiera sellar un tratado de paz con Israel, ya que la demanda de mano de obra egipcia en los estados productores de petróleo no vería detenido su crecimiento en los años posteriores a los acuerdos de Camp David. De ahí que Saad Eddin Ibrahim concluya que a finales de la década de 1970 el petróleo había logrado establecer en el mundo árabe un conjunto de vínculos socioeconómicos más estrechos de los que jamás hubiera tenido en toda su historia moderna.62

El impacto de la revolución iraní iba a conmover algo más que los mercados del petróleo. La caída del sah, uno de los autócratas que más tiempo llevaban instalados en el poder en el Oriente Próximo, respaldado por uno de los ejércitos más poderosos de la región y que además contaba con el pleno apoyo de los Estados Unidos, hizo que los políticos árabes se pusieran alerta y tomaran nota del profundo cambio que esa situación implicaba. Los gobernantes árabes, cada vez más nerviosos, comenzaron a observar con creciente preocupación la presencia de los partidos islámicos que se cobijaban en el interior de sus propias fronteras. «¿existe el peligro de que la revolución iraní alcance a Egipto?», recuerda haber preguntado tiempo después Butros Butros-Ghali a un periodista egipcio. «La revolución iraní es una enfermedad que Egipto no puede contraer», le tranquilizó el reportero.63 Irán era un estado chiita, argumentaría, mientras que Egipto y los estados árabes profesaban con abrumadora mayoría el islam sunita. Además, Egipto contaba con otra protección frente al contagio, la que le brindaba la presencia de otro estado islámico: el reino de Arabia Saudí. Los acontecimientos iban a revelar muy pronto que el periodista se equivocaba. en la década que estaba a punto de iniciarse, la política islamista iba a alzarse y a convertirse en un importante reto para todos los líderes políticos del mundo árabe, empezando precisamente por los de Arabia Saudí.

El desafío que iba a plantear el islamismo al reino de Arabia Saudí arrancó el 20 de noviembre de 1979, fecha en la que una pequeña y semidesconocida organización que se daba a sí misma el nombre de Movimiento de los revolucionarios Musulmanes de la península arábiga ocupó la Gran Mezquita de La Meca, nada menos que el centro neurálgico del islam. El líder del movimiento lanzaría una llamada en favor de la purificación del islam, del rechazo de los valores occidentales, y del derrocamiento de la monarquía Saudí que gobernaba el país y a la que acusaba de un comportamiento hipócrita y corrupto. El pulso político surgido con la ocupación del templo se prolongaría por espacio de más de dos semanas, tiempo durante el cual cerca de mil rebeldes habrían de tener bajo su control el más sagrado santuario del islam. Los Saudíes se verían obligados a enviar a su guardia nacional para sofocar la rebelión. Las cifras oficiales situaron en varias docenas el coste de la acción en vidas humanas. Distintos observadores oficiosos reclamarían en cambio que hubo varios centenares de muertos. El dirigente del movimiento sería capturado y posteriormente ejecutado, junto con sesenta y tres seguidores suyos, muchos de ellos originarios de Egipto, el Yemen, Kuwait y otros países árabes.

El 27 de noviembre, hallándose todavía cercada la Gran Mezquita, la comunidad chiita de la provincia oriental de Arabia Saudí organizó una serie de violentas manifestaciones en las que se exhibieron retratos del cabecilla espiritual de la revolución iraní, el ayatolá Jomeini, y se distribuyeron panfletos en los que se instaba a la población a derribar al «despótico» régimen Saudí. Hallándose notablemente dispersa, la guardia nacional Saudí tardó tres días en reprimir las manifestaciones pro iraníes, causando decenas de muertos y heridos.64

Daba la impresión de que, de pronto, hasta el más rico y poderoso de los estados productores de petróleo se hallaba peligrosamente expuesto a la pujante fuerza del islamismo político. Una nueva generación estaba accediendo a posiciones de poder en el mundo árabe, una generación que no creía ya en la retórica del nacionalismo árabe. Sus integrantes habían quedado desencantados con sus dirigentes políticos, al ver que tanto los reyes como los presidentes árabes se construían palacios con dinero obtenido mediante prácticas corruptas y no tenían el menor inconveniente en dar prioridad a su poder personal, postergando el bien común de los árabes cuyo destino les había sido confiado. A los miembros de la joven generación no les gustaba ni el comunismo ni el ateísmo de la Unión Soviética. Creían además que los Estados Unidos no eran sino una nueva potencia imperial centrada en el ejercicio de una política basada en la máxima del divide y vencerás, desuniendo de este modo a los estados árabes y anteponiendo la promoción de los intereses de Israel a los derechos de los palestinos. La lección que habían extraído de la revolución iraní se resumía en una convicción: la de que la fortaleza del islam superaba al empuje de todos sus enemigos juntos. Unidos en la eterna verdad de su religión, los musulmanes podían derribar a los autócratas y plantar cara a las superpotencias. El mundo árabe estaba entrando en una nueva etapa de cambio social y político fundada en el poder del islam.