Capítulo 13
EL PODER DEL ISLAM
Todos los años las fuerzas armadas egipcias celebran un desfile el seis de octubre. Se trata de una fiesta nacional que viene a señalar el aniversario de la guerra de Yom Kipur. El escenario en el que se procedía al despliegue de la exhibición de el Cairo se recortaba sobre el espectacular telón de fondo de una pirámide moderna encargada por el presidente Anuar el-Sadat para honrar a los caídos de esa contienda, librada en octubre de 1973. este monumento es también la tumba del soldado desconocido egipcio.
El desfile del día de las Fuerzas Armadas era asimismo una celebración del mayor momento de gloria vivido por Sadat durante su presidencia, es decir, la gesta que le había convertido en el «Héroe del Canal» en virtud de los hechos ocurridos en Suez. El desfile venía a conmemorar que en el año 1973 Egipto había liderado militarmente al mundo árabe en su lucha contra Israel —antes de que su presidente, al decidir establecer un tratado de paz con el estado judío sin contar con el resto de las naciones árabes, viera gravemente comprometida su posición en el mundo árabe—.
Sadat había hecho todo lo posible para que la atención pública se centrara en el desfile del día de las Fuerzas armadas, al que asistía en persona, convertido en el foco de atención de la prensa egipcia e internacional. Al menos durante un día podía desentenderse del aislamiento que de hecho padecía Egipto, ya que, en respuesta a los acuerdos de Camp David, los demás estados árabes habían cortado toda relación con Egipto, por no mencionar que la Liga Árabe había trasladado su sede central, abandonando el Cairo para instalarse en Túnez. estas medidas no habían conseguido nada, salvo endurecer aún más la determinación del Gobierno egipcio, más resuelto que nunca a celebrar las hazañas de la guerra de Yom Kipur y a convertirlas en una cuestión de honor nacional.
El 6 de octubre de 1981, Sadat tomó asiento en la tribuna presidencial para pasar revista a las tropas rodeado de toda la parafernalia estatal, vestido con el uniforme de gala y acompañado tanto por la totalidad de los miembros de su gabinete, como por las personalidades religiosas del país, los dignatarios extranjeros y las máximas autoridades militares. Una tras otra, fueron pasando entre el cenotafio de forma piramidal y la tribuna de presidencia distintas hileras de tanques, filas de compañías blindadas de transporte y grupos de lanzamisiles. Una apretada formación de cazas de las fuerzas aéreas hizo sonar su potente rugido por encima de las cabezas de los asistentes, dejando coloreadas estelas de humo. «Y ahora llega la artillería», anunció el comentarista, mientras se aproximaban a la tribuna presidencial los camiones de apagados tonos pardos con su séquito de obuses.
Uno de los vehículos dio un brusco volantazo y se detuvo súbitamente. Un soldado saltó de la cabina y con un suave movimiento lanzó varias granadas de mano en dirección de la tribuna presidencial, mientras sus tres cómplices abrían fuego desde la parte trasera del camión de plataforma contra los dignatarios allí reunidos. Habían cogido totalmente por sorpresa a las autoridades, de modo que los soldados rebeldes lograron actuar sin traba alguna durante treinta segundos, entregándose a su carnicería. Lo más probable es que mataran a Sadat con los primeros disparos.
El cabecilla del grupo se acercó corriendo a la parte frontal de la tribuna de la presidencia y disparó a quemarropa al cuerpo inerte del presidente Sadat, que yacía boca abajo, hasta que finalmente uno de los guardaespaldas del mandatario egipcio abrió fuego y consiguió herirle. «Soy Khalid al-Islambuli», gritó el asesino en medio del caos reinante en la tribuna de autoridades. «He matado al faraón, y no temo a la muerte.»1
El asesinato de Sadat, retransmitido en directo por televisión, causó conmoción en todo el mundo. Un islamista de segunda fila que actuaba prácticamente por su cuenta y riesgo había asesinado al presidente de Egipto, el más poderoso de los estados árabes. La posibilidad de una revolución islámica no podía ya circunscribirse a Irán, dado que en todo el mundo árabe estaban surgiendo movimientos islámicos capaces de convertirse en una amenaza para los gobiernos laicos.
La intención del grito lanzado por Khalid al-Islambuli —«He matado al faraón»— era condenar a Sadat por ser un gobernante laico que había colocado la ley humana por encima de los preceptos religiosos. Todos los islamistas coincidían en una misma creencia: la de que las sociedades musulmanas debían gobernarse de acuerdo con «la ley de dios», el eje doctrinal del derecho islámico emanado del Corán, de las sabias máximas del profeta Mahoma y de la jurisprudencia de los teólogos islámicos que recibía, en conjunto, el nombre de sharía. Todos ellos consideraban que sus gobiernos laicos eran enemigos del islam y tildaban de «faraones» a sus gobernantes. El Corán, al igual que la Biblia hebraica, se muestra muy crítico con los faraones del antiguo Egipto, y los retrata como a unos déspotas dedicados a promover el predominio de la ley humana sobre los mandamientos divinos. El Corán contiene al menos setenta y nueve versos de condena a los faraones. Los islamistas más radicales abogaban por emplear la violencia contra los faraones tardíos que tenían en sus manos la gobernación del mundo árabe, considerándola una medida necesaria para derribar a los gobiernos seculares y erigir en su lugar un conjunto de estados islámicos. Khalid al-Islambuli era uno de esos fanáticos, de modo que lo que estaba haciendo al censurar al caído presidente llamándolo faraón era nada menos que declarar legítimo el asesinato de Sadat.
Los islamistas no eran los únicos que se mostraban críticos con Sadat. Anuar el-Sadat sería enterrado el 10 de octubre de 1981 en un funeral de estado al que acudirían numerosos dirigentes internacionales pero muy pocos representantes de los estados árabes. entre los asistentes se encontraban Richard Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter, los tres presidentes estadounidenses con los que Sadat había establecido estrechas relaciones de trabajo. El primer ministro Menájem Beguin, que había compartido con Sadat el premio Nobel de la paz del año 1978 —concedido a raíz de la firma del tratado de paz entre Egipto e Israel—, encabezaba una importante delegación israelí. De los países miembros de la Liga Árabe, únicamente Sudán, Omán y Somalia enviarían representantes a las exequias.
Más sorprendente resultó quizá la escasa participación de personalidades egipcias descollantes en las honras fúnebres de su presidente. Mohamed Heikal, el veterano periodista y analista político —que había ido incubando contra Sadat motivos de queja propios (había sido arrestado y encarcelado un mes antes del asesinato en una redada realizada para atrapar a las figuras más descollantes de la oposición)—, reflexionaría sobre la circunstancia de que «un hombre que era llorado en Occidente por considerársele un heroico estadista dotado de una gran visión de futuro apenas suscitara en su país el duelo de un puñado de compatriotas».2
Con todo, tanto sus críticos como sus admiradores quedarían satisfechos con la elección del lugar en que se había dado sepultura al cuerpo de Sadat. A los ojos de quienes habían honrado al «Héroe del Canal» resultaba de lo más apropiado enterrar a Sadat en los terrenos del monumento que conmemoraba la guerra de Yom Kipur de 1973, frente a la tribuna presidencial donde había sido abatido a tiros. Y a juicio de los enemigos islamistas de Sadat el emplazamiento resultaba igualmente satisfactorio, dado que el faraón quedaba de este modo sepultado a la sombra de la pirámide que él mismo había ordenado levantar.
Los islamistas se las habían arreglado para organizar el asesinato del presidente egipcio, pero carecían de los recursos y la capacidad de planificación necesarios para derribar al Gobierno de Egipto. El vicepresidente Hosni Mubarak, que había sido retirado en volandas de la zona en que se celebraba el desfile con unas cuantas heridas leves, sería declarado presidente poco después de que se anunciara el fallecimiento de Sadat. Las fuerzas de seguridad egipcias harían varias redadas y detendrían a centenares de sospechosos, torturando también, según se dice, a muchos de ellos.
Seis meses más tarde, en abril de 1982, cinco de los acusados serían sentenciados a muerte por el papel desempeñado en el asesinato de Sadat: Khalid al-Islambuli, sus tres cómplices, y su cabecilla ideológico, un electricista llamado Abd al-Salam Faraj que había escrito un tratado en el que abogaba en favor de recurrir a la yihad contra los gobernantes árabes «no islámicos» (es decir, los dirigentes laicos). estas ejecuciones convertirían en mártires a los asesinos de Sadat, de modo que a lo largo de toda la década de 1980, los distintos grupos islámicos continuarían realizando campañas —frecuentemente violentas— contra el Gobierno egipcio, en lo que no era sino una incesante apuesta empeñada en convertir la república Árabe de Egipto, laica y nacionalista, en la república Islámica de Egipto.
* * *
Dada la destacada presencia que tiene en la actualidad el islam en la vida pública de la mayor parte del mundo árabe, resulta fácil olvidar que en el año 1981 el Oriente Próximo era notablemente laico. en todos los estados árabes, salvo en los más conservadores, como los del Golfo pérsico, la gente prefería la moda occidental a la indumentaria tradicional. Muchas personas consumían alcohol abiertamente, pese a la prohibición islámica. Hombres y mujeres se mezclaban libremente, tanto en público como en los lugares de trabajo, dado que cada vez eran más las mujeres que cursaban estudios superiores y se integraban en la vida profesional. Para algunos, la adopción de las libertades inherentes a la época moderna venía a representar nada menos que uno de los síntomas más importantes del progreso árabe. Otros en cambio contemplaban con inquietud esa evolución, temiendo que el rápido ritmo de cambio terminara por hacer que el mundo árabe abandonara la cultura y los valores que le eran propios.
Los debates sobre el islam y la modernidad poseen una honda raigambre en el mundo árabe. Hassan al-Banna había fundado en 1928 la Sociedad de los Hermanos Musulmanes para luchar contra las influencias occidentales y la erosión de los valores islámicos en Egipto. Con el transcurso de las décadas, los Hermanos Musulmanes tendrían que enfrentarse a una represión creciente, siendo ilegalizados por la monarquía egipcia en diciembre de 1948, y más tarde, ya que en el año 1954, por el presidente Nasser. Tanto a lo largo de la década de 1950 como posteriormente, durante la década de 1960, la política islamista se vería obligada a pasar a la clandestinidad en todo el mundo árabe, dedicándose los estados laicos a desautorizar los valores islamistas, dado que dichos estados se inspiraban cada vez más, bien en el socialismo soviético, bien en la democracia occidental de libre mercado. No obstante, la represión no lograría sino fortalecer la determinación de los Hermanos Musulmanes, ya bastante decididos de por sí a combatir la secularización y a promover su propia noción de los valores islámicos.
En la década de 1960 surgió del tronco principal de los Hermanos Musulmanes una nueva rama radical, encabezada por un carismático pensador egipcio llamado Sayyid Qutb, que demostraría ser uno de los reformadores islámicos más influyentes del siglo. Nacido en una aldea del alto Egipto en el año 1906, Qutb se trasladó a el Cairo en la década de 1920 para estudiar en la escuela normal de dar al-Ulum. Tras obtener la licenciatura, trabajaría en el Ministerio de educación como maestro e inspector. Se mostraría también muy activo en los círculos literarios durante las décadas de 1930 y 1940, tanto en calidad de autor como en su condición de crítico.
En 1948 fue enviado a los Estados Unidos con una beca bianual concedida por el Gobierno a fin de ampliar sus estudios. Realizó un máster en educación en la escuela de Magisterio de la Universidad del Colorado Septentrional, realizando distintas estancias de estudio tanto en Washington d. C. Como en la californiana Universidad de Stanford. Pese a recorrer los Estados Unidos de este a oeste, Qutb abandonaría Norteamérica sin el característico afecto hacia el país que acostumbran a manifestar los estudiantes que han realizado un intercambio. en 1951, Qutb publicaría sus reflexiones —«the America I Have Seen»— en una revista islamista. en su escrito, Qutb condenaba el materialismo y la desaparición de los valores espirituales, elementos ambos que veía predominar en los Estados Unidos, mostrándose escandalizado por la laxitud moral y la desenfrenada competitividad de la sociedad estadounidense. Le conmocionaría particularmente descubrir esos mismos vicios en las iglesias del país norteamericano. «en la mayoría de las iglesias —escribe Qutb— existen unos clubes en los que se mezclan ambos sexos y donde cada clérigo intenta atraer a su iglesia al mayor número posible de fieles, fundamentalmente debido a que existe una tremenda competencia entre las iglesias de las diferentes confesiones.» Qutb consideraba que este comportamiento tan centrado en tratar de congregar a toda costa a las masas resultaba más propio de un empresario teatral que de un guía espiritual.
En su ensayo, Qutb refiere que una noche tuvo ocasión de asistir a un servicio religioso seguido de una velada de baile. Quedó espantado al ver los extremos a los que era capaz de llegar el pastor para conferir al recibidor del templo el aspecto «más romántico y sensual» posible. El clérigo cristiano ni siquiera vio inconveniente alguno en elegir un sugerente disco para crear ambiente. La descripción de la melodía que ofrece Qutb —«una célebre canción estadounidense titulada But Baby, It’s Cold Outside»— capta el abismo que le separaba de la cultura popular de los Estados Unidos. «[el tema] consiste en un diálogo entre un muchacho y una joven que regresan de una cita vespertina. El chico se lleva a la chica a su propia casa y le impide marcharse. ella le suplica que le deje volver a su hogar, ya que se está haciendo tarde y su madre la está esperando. Sin embargo, cada vez que la joven recurre a un pretexto para irse, él le contesta con el mismo verso: ¡pero niña, hace frío fuera!»3 Está claro que Qutb juzgaba que la canción resultaba detestable, pero todavía le chocaba más que un ministro religioso escogiera tan inapropiada melodía para fomentar el baile entre sus más jóvenes parroquianos. Nada podía resultar más ajeno al papel social que desempeñaban las mezquitas, en las que ambos sexos se hallan nítidamente separados y donde la discreción es la norma que rige la vestimenta y la conducta.
Qutb regresó a Egipto decidido a hacer reaccionar a sus compatriotas y a sacarlos de la complaciente admiración que sentían por los valores modernos que personificaban los Estados Unidos. «temo que no sea posible descubrir ninguna correspondencia entre la grandeza material de los Estados Unidos y la calidad de sus gentes», argumentaba. «Y temo asimismo que la rueda de la vida dé un giro completo sobre su eje, cerrándose el libro del tiempo, sin que los Estados Unidos hayan añadido nada, o prácticamente nada, a la tarea moral que distingue al hombre de los objetos, y desde luego, al género humano del reino animal.»4 Qutb no quería cambiar los Estados Unidos; lo que sí anhelaba era proteger a Egipto, y al mundo islámico en general, de la degeneración moral de que había sido testigo en los Estados Unidos.
Poco después de regresar de los Estados Unidos, en 1952, Sayyid Qutb se unió a los Hermanos Musulmanes. Dada su experiencia en el mundo editorial, se le confió la dirección de la oficina de prensa y publicaciones de esa sociedad política. El ardiente islamista contaba ahora con un amplio número de lectores gracias a sus provocativos ensayos. Tras la revolución egipcia de 1952, Qutb disfrutaría de buenas relaciones con los oficiales Libres. Se dice que Nasser invitó a Qutb a redactar el borrador de la constitución del nuevo partido oficial, denominado Unión Liberadora (Liberation rally). Cabe suponer que si Nasser se animó a pedírselo fue menos a causa de un sentimiento de admiración hacia la persona misma del reformista islamista que en virtud de un intento calculado de utilizar el apoyo de Qutb en beneficio del nuevo órgano oficial en el que debían quedar disueltos en su totalidad los partidos políticos, incluido el de los Hermanos Musulmanes.
La buena voluntad que en un principio había decidido mostrar el nuevo régimen hacia los Hermanos Musulmanes habría de revelarse efímera. Qutb sería arrestado cuando el régimen comenzara a adoptar medidas drásticas contra la organización de los Hermanos Musulmanes, medidas desencadenadas tras intentar asesinar a Nasser uno de los miembros de la hermandad —en octubre de 1954—. Al igual que otros muchos Hermanos Musulmanes, Qutb afirmaría haberse visto sometido a horribles torturas e interrogatorios mientras se encontraba bajo arresto. Declarado culpable de los cargos que pesaban sobre él —y que le acusaban de haber estado involucrado en actividades subversivas—, sería sentenciado a quince años de trabajos forzados.
Desde la prisión, Qutb siguió inspirando a sus correligionarios islamistas. La mala salud le obligaba muchas veces a permanecer ingresado en el ala hospitalaria del establecimiento carcelario, y desde allí escribiría algunas de las obras más influyentes que se hayan escrito en todo el siglo XX sobre el islam y las cuestiones políticas, textos entre los que cabe incluir un comentario radical del Corán y un imperioso llamamiento a la promoción de una auténtica sociedad islámica titulado Milestones.
Milestones constituye la culminación de los puntos de vista de Qutb, tanto en lo que hace a la bancarrota moral del materialismo occidental como en lo referente al autoritarismo del nacionalismo árabe laico. Los sistemas sociales y políticos que venían definiendo a la edad Moderna, argumentaba, eran obras humanas y si habían fracasado era por esa misma razón. en vez de inaugurar una nueva era presidida por la ciencia y el conocimiento, habían terminado ignorando la guía de alá, ignorancia que los árabes denominan yahiliyá. esta palabra despierta ecos muy particulares en el islam, dado que alude a las eras oscuras de los tiempos preislámicos. en el siglo XX, la yahiliyá —argumentaba Qutb—, «adopta la forma de un convencimiento: el de que el derecho a crear valores, a legislar y producir normas de comportamiento colectivo y a elegir el modo de vida que a uno se le antoje es incumbencia de los hombres, con independencia de cuanto alá haya prescrito». La implicación de estas afirmaciones sugería que los notables avances experimentados por la ciencia y la tecnología a lo largo del siglo XX no habían conducido a la humanidad a la edad moderna, antes al contrario: el abandono del mensaje eterno de alá había hecho retroceder a la sociedad al siglo VII. en opinión de Qutb, esto podía predicarse con idéntica verdad tanto del Occidente no islámico como del mundo árabe. El resultado, argumentaba, era una situación tiránica. Los regímenes árabes no estaban proporcionando libertad ni derechos humanos a los ciudadanos, sino trayéndoles represión y tortura —como bien sabía Qutb por dolorosa experiencia propia—.
Qutb consideraba que el islam, en tanto que perfecta afirmación del orden que alá había dispuesto para la humanidad, era la única vía que permitía alcanzar la libertad humana, la verdadera teología de la liberación. Por extensión, las únicas leyes válidas y legítimas eran las leyes de alá, según habían quedado consagradas en la sharía islámica. Qutb creía precisa la creación de una vanguardia musulmana capaz de devolver al islam «el papel de guía de la humanidad». esa vanguardia utilizaría «la prédica y la persuasión para reformar las ideas y las creencias», y recurriría al uso de «la fuerza física y la yihad para abolir las organizaciones y derribar a las autoridades del sistema yahili, que impide a las personas reformar sus ideas y creencias y las obliga a plegarse a sus erróneos principios, forzándolas a servir a un conjunto de amos humanos en lugar de al Señor todopoderoso». Qutb escribió este libro con la intención de orientar a la vanguardia llamada a encabezar el renacimiento de los valores islámicos, unos valores que habrían de permitir que los musulmanes volviesen a hacerse dueños de su libertad personal y se enseñorearan del mundo.5
La fuerza del mensaje de Qutb residía en su carácter sencillo y directo. Qutb identifica un problema —la yahiliyá — y una clara solución islámica fundada en una serie de valores notablemente apreciados por muchos árabes musulmanes. Su crítica se aplicaba por igual tanto a las potencias imperiales como a los gobiernos autocráticos árabes, y su respuesta se resumía en un mensaje de esperanza basado en la asunción de la superioridad de los musulmanes:
Las condiciones cambian, el musulmán pierde su poderío físico y resulta conquistado; sin embargo, la conciencia de que es un hombre superior no le abandona. Si conserva la fe, contempla a su conquistador desde una posición de superioridad. está seguro de que se trata de una situación temporal abocada a desaparecer y de que la fe cambiará las tornas sin que haya forma de escapar a ese vuelco. Aun cuando el destino le depare la muerte, jamás agacha la cabeza. La muerte es común a todos, pero a él le ha sido reservado el martirio. Penetrará en el Jardín [esto es, en el cielo], mientras sus conquistadores se abisman en el Fuego [es decir, en el infierno].6
Pese a que Qutb desaprobara vehementemente a las potencias imperiales de Occidente, su primer objetivo fueron siempre los regímenes autoritarios del mundo árabe, y particularmente el Gobierno de Nasser. en su interpretación de los versos coránicos que hablan de los «hombres del Foso»,* Qutb construye una nada velada alegoría de la lucha entre los Hermanos Musulmanes y los oficiales Libres. en la narración coránica, un conjunto de tiranos condena a una comunidad de creyentes a causa de su fe, quemándolos vivos. Dichos tiranos acostumbraban además a reunirse en lo alto del foso a contemplar la muerte de sus víctimas, que son siempre personas justas. «¡Malditos sean los hombres del Foso!», exclama el Corán (sura 85, versículos 1 a 16). en el comentario de Qutb, los perseguidores —«gentes arrogantes, maliciosas, criminales y degeneradas»— se regodean con sádico placer al contemplar la agonía de los mártires. «Y cuando un hombre o una mujer joven, un niño o un anciano de entre aquellos justos creyentes era arrojado al fuego —escribe Qutb—, su apetito diabólico alcanzaba nuevas cimas, prorrumpiendo en gritos de desquiciada alegría ante el espectáculo de la sangre y los pedazos de carne» —las escenas gráficas no pertenecen a la narración coránica, pero quizá se inspiren en las experiencias que debieron de vivir Qutb y sus camaradas de los Hermanos Musulmanes en manos de quienes les torturaron en la cárcel—. «La lucha entre los creyentes y sus enemigos», concluye Qutb, era en esencia «una lucha entre dos creencias —es decir, un combate entre el descreimiento y la fe, entre la yahiliyá y el islam—». El mensaje de Qutb está claro: el Gobierno de Egipto era incompatible con la idea que él se hacía de un estado islámico. Uno de los dos tendría que desaparecer.
Qutb fue puesto en libertad en 1964, el año en que se publicaron los Milestones. Acrecentado su prestigio gracias a los escritos compuestos en prisión, Qutb no tardaría en reestablecer contacto con sus compañeros de la proscrita Sociedad de los Hermanos Musulmanes. No obstante, Qutb debía estar necesariamente al tanto de que la policía secreta de Nasser iba a seguir muy de cerca todos y cada uno de sus movimientos. El autor islamista había logrado una posición tan prominente en todo el mundo musulmán a causa de su nuevo pensamiento radical que habría de ser inevitablemente considerado un peligro para el estado egipcio, tanto dentro como fuera de sus fronteras.
Los seguidores de Qutb tenían que hacer frente a la misma vigilancia a que se hallaba sometido el propio reformista, y corrían sus mismos riesgos. Una de las discípulas más influyentes de Qutb sería Zainab al-Gazali (1917-2005), precursora del movimiento de mujeres islamistas. Cumplidos apenas los veinte años de edad, al-Gazali fundaría la asociación de Mujeres Musulmanas. Sus actividades habían conseguido captar la atención de Hassan al-Banna, el fundador de los Hermanos Musulmanes, quien trataría de persuadirla para que uniera sus fuerzas con las de la Hermandad Femenina Musulmana que él mismo acababa de poner en marcha. Aunque los dos movimientos islamistas femeninos habrían de seguir una evolución independiente, al-Gazali terminaría siendo una leal seguidora de Hassan al-Banna.
En la década de 1950, al-Gazali trabó contacto con las hermanas de Sayyid Qutb, por entonces todavía encarcelado, y éstas le entregaron el borrador de varios capítulos de los Milestones antes de que el libro viera la luz. estimulada por aquella lectura, al-Gazali se entregaría a la causa vanguardista contemplada en el manifiesto de Qutb —y consistente en preparar a la sociedad egipcia para abrazar la ley islámica—. Y si el profeta Mahoma había tenido que pasar trece años en La Meca antes de emigrar a Medina y fundar en esa ciudad la primera comunidad islámica, también los seguidores de Qutb se concedieron un plazo de trece años para transformar al conjunto de la sociedad egipcia en una sociedad islámica ideal. «Se decidió —escribiría al-Gazali— que tras dedicar trece años a instruir en la fe islámica a nuestros jóvenes, a nuestros ancianos, a nuestras mujeres y a nuestros niños, procederíamos a realizar un informe exhaustivo de la situación en que se hallaba el estado egipcio. Si ese informe viniera a revelar que al menos el 75 por 100 de nuestros seguidores daban en creer que el islam es una fe capaz de informar la totalidad de la vida y se mostraban convencidos de que resultaba pertinente crear un estado islámico, entonces lanzaríamos un llamamiento que instara a la población al establecimiento de dicho estado.» Si los resultados del estudio sugirieran un menor nivel de apoyo, al-Gazali y sus colegas volverían a afanarse durante otros trece años en ese empeño de conversión de la sociedad egipcia.7 A largo plazo, su objetivo no era otro que el derrocamiento del régimen de los oficiales Libres y su sustitución por un verdadero estado islámico. Nasser y su Gobierno estaban decididos a eliminar la amenaza islamista antes de que ésta consiguiera ganar terreno.
Las autoridades egipcias excarcelaron a Sayyid Qutb a finales del año 1964, tras pasar el reo una década de prisión. Tanto Zainab al-Gazali como el resto de sus partidarios festejarían la puesta en libertad de Qutb y se reunirían muy a menudo con él, siempre bajo la vigilante mirada de la policía egipcia. eran muchos los que creían que si Qutb había sido liberado se debía únicamente a que las autoridades esperaban que les permitiera identificar a otros islamistas de ideas afines. en agosto de 1965, cuando apenas llevaba ocho meses en libertad, Qutb sería nuevamente arrestado, junto con al-Gazali y todas sus seguidoras. Se les acusó de conspirar para asesinar al presidente Nasser y derrocar al Gobierno egipcio. Pese a que su objetivo a largo plazo consistiera efectivamente en sustituir al Gobierno egipcio por un sistema islámico, los acusados insistieron en defender su inocencia y negaron haber participado en complot alguno contra la vida del presidente.
Al-Gazali, pasaría los seis años siguientes en la cárcel y posteriormente escribiría un libro para relatar su terrible experiencia, describiendo con toda crudeza el horror de las torturas a las que se verían sometidos los islamistas, tanto hombres como mujeres, por orden del estado nasserista. Al- Gazali hubo de enfrentarse a la violencia desde el primer día de su encarcelamiento. «Incapaz casi de dar crédito a mis ojos, y negándome a aceptar semejante atrocidad, contemplaba en silencio a los carceleros, que suspendían en el aire a los miembros de los Ikhwan [es decir, a los Hermanos Musulmanes] y se dedicaban a azotarles ferozmente el cuerpo desnudo. Algunos eran abandonados a merced de jaurías de perros asilvestrados que les desgarraban la carne. De cara a la pared, otros esperaban su turno.»8
Nadie iba a ahorrar a al-Gazali aquella crueldad. Tendría que soportar golpes, palizas, ataques de perros, confinamientos, privación de sueño y periódicas amenazas de muerte, todo ello en un vano intento de conseguir una declaración que implicara a Qutb y a los demás dirigentes de los Hermanos Musulmanes en la presunta conspiración. Al ingresar en la cárcel dos mujeres jóvenes recién arrestadas y compartir la celda con al-Gazali, que acababa de sufrir dieciocho días de abusos, ésta fue incapaz de transmitirles con sus propias palabras los horrores que había padecido, optando entonces por leerles los versos coránicos relacionados con los «hombres del foso». Al oír los versículos, una de las jóvenes empezó a sollozar en silencio; la otra preguntó, incrédula: «¿de verdad les hacen eso a las mujeres?».9
El juicio contra Sayyid Qutb y sus seguidores se inició en abril del año 1966. en total serían cuarenta y tres los islamistas —entre ellos Qutb y al- Gazali— formalmente acusados de conspirar contra el estado egipcio. Los fiscales del estado utilizaron los escritos de Qutb como pruebas en su contra y le acusaron de promover un derrocamiento violento del Gobierno egipcio. en agosto del año 1966, Qutb y otros dos acusados fueron hallados culpables y sentenciados a muerte. Zainab al-Gazali sería condenada a veinticinco años de trabajos forzados.
Al ejecutar a Qutb, las autoridades egipcias no sólo le convertirían en un mártir de la causa islamista sino que confirmarían a los ojos de muchos que los escritos del ajusticiado daban en la diana, confiriendo de este modo a sus textos una influencia póstuma todavía mayor a la que habían tenido en vida del autor. Tanto sus comentarios del Corán como sus Milestones —el manifiesto en el que llamaba a la acción política— se reimprimirían a millares, distribuyendo sus llamamientos por todo el mundo musulmán. La nueva generación que alcanzó la mayoría de edad en las décadas de 1960 y 1970 quedaría electrizada al conocer el mensaje de Qutb sobre la regeneración del islam y la impartición de justicia. Sus integrantes dedicarían su vida a llevar a la práctica su idea —y por todos los medios posibles, ya fueran pacíficos o violentos—.
* * *
En la década de 1960, el reto islamista pasaría de Egipto a Siria. La influencia de los Hermanos Musulmanes y la de la radical crítica a la gobernación laica que acababa de divulgar Sayyid Qutb terminarían por aunarse y dar lugar a un movimiento islámico revolucionario cuyo primer objetivo iba a consistir en derribar la tiránica república de Siria. El conflicto pondría a Siria al borde mismo de la guerra civil, cobrándose decenas de miles de vidas antes de alcanzar su brutal punto culminante en la población siria de Hama.
El fundador de la rama siria de los Hermanos Musulmanes, Mustafá al-Sibaí (1915-1964), era natural de Hums. Había cursado sus estudios en Egipto durante la década de 1930, recibiendo durante ese período la influencia de Hassan al-Banna. Al regresar a Siria, al-Sibaí reunió una red de asociaciones juveniles musulmanas a fin de crear en Siria una Sociedad de Hermanos Musulmanes. Al-Sibaí utilizaría la red de los Hermanos Musulmanes para conseguir un escaño en el parlamento sirio en las elecciones de 1943. A partir de ese momento, los Hermanos Musulmanes sirios se mostrarían demasiado fuertes para poder ser ignorados por la élite política, pese a que por sí solos todavía no poseyeran el empuje suficiente para conseguir ejercer una excesiva influencia en el discurso político dominante en Siria, que en las décadas de 1940 y 1950 se revelaba cada vez más laico y más empapado de nacionalismo árabe.
En 1963, al hacerse el partido Baaz con el poder en Siria, los Hermanos Musulmanes pasaron a la ofensiva. Los planteamientos políticos del Baaz eran de índole notablemente laica, ya que apelaban a una estricta separación entre la religión y el estado. esto resultaba de lo más natural, dada la diversidad de sectas que componían el partido. Pese a que la abrumadora mayoría de la población siria profesara la fe sunita musulmana (puesto que la abrazaba cerca del 70 por 100 de la población total), el Baaz lograba atraer también a muchos miembros de la confesión cristiana, así como a un buen número de árabes sunitas laicos. Contaba asimismo con un importante respaldo entre los alauitas. Los alauitas constituyen una rama del chiismo islámico, y en esa época eran el mayor de todos los grupos minoritarios sirios, dado que representaban aproximadamente el 12 por 100 de la población. Tras sufrir durante años la marginación a que les había tenido sometidos la mayoría sunita siria, los alauitas habían logrado escalar posiciones de poder tanto a través del estamento militar como en virtud de su presencia en el Baaz, consiguiendo en los últimos tiempos una posición destacada en la política siria de los años sesenta.
El hecho de que el Baaz tendiera a adoptar posturas laicas y llegara a abrazar incluso puntos de vista ateos provocaría la creciente oposición de los Hermanos Musulmanes, que proclamaban constituir «la mayoría moral» de Siria. Los Hermanos Musulmanes consideraban que el ascenso de los alauitas a una posición descollante suponía una clara amenaza para la cultura musulmana sunita de la nación Siria, de modo que sus integrantes estaban decididos a segar la hierba bajo los pies del Gobierno —abogando incluso por la utilización de medios violentos en caso necesario—.
A mediados de la década de 1960, los Hermanos Musulmanes formaron un movimiento de resistencia clandestino en Hama y en la ciudad de Alepo, situada al norte del país. Los militantes islamistas empezaron a reunir armas y a entrenar a jóvenes reclutas sacados de los institutos y las universidades de toda Siria. Uno de los imanes más carismáticos de Hama (es decir, uno de los guías religiosos encargados de dirigir la oración en las mezquitas), el jeque Maruán Hadid, obtendría un particular éxito entre los estudiantes, actuando como inmejorable banderín de enganche para el movimiento islámico clandestino. A los ojos de muchos de los jóvenes islamistas, Hadid era una fuente de inspiración y un modelo a seguir en materia de activismo islámico.10
Con el golpe de estado de noviembre del año 1970, que elevaría al poder al general Hafez al-Asad, el jefe baazista de las fuerzas aéreas sirias, la confrontación entre los islamistas de la clandestinidad y los del Gobierno sirio resultó inevitable. Al ser miembro de la comunidad minoritaria alauita, al-Asad era también el primer dirigente musulmán de confesión no sunita de la historia siria. Durante los primeros años de su mandato, al- asad realizaría grandes esfuerzos por aplacar las susceptibilidades de los musulmanes sunitas, pero en vano. La elaboración de una nueva constitución en 1973, una constitución que por primera vez no estipulaba que el presidente de Siria tuviera que ser necesariamente un musulmán, reactivaría la cuestión de la separación entre la religión y el estado. La nueva Constitución provocaría la convocatoria de violentas manifestaciones en Hama, el corazón territorial de la región de confesión sunita musulmana. Por si fuera poco, la decisión que en abril del año 1976 llevó a al-Asad a decidir que Siria debía intervenir en la guerra civil libanesa, y defendiendo además al bando de los cristianos maronitas contra las fuerzas progresistas musulmanas y el movimiento palestino, habría de provocar nuevos estallidos de violencia islamista.
La intervención de al-Asad en la guerra del Líbano acrecentó las graves preocupaciones que ya venía incubando la mayoría musulmana siria. Muchos sunitas, disgustados al haberse visto marginados por el Gobierno —predominantemente integrado por alauitas desde que al-Asad llegara al poder en 1970—, comenzaron a sospechar que el nuevo régimen estaba promoviendo una «alianza de minorías» que viniera a sumar la fuerza de los gobernantes alauitas sirios a la de los maronitas libaneses con el propósito de sojuzgar a la mayoría musulmana, tanto en Siria como en el Líbano. Al aumentar las tensiones entre el Gobierno y la comunidad sunita, al-Asad ordenó tomar medidas muy enérgicas contra los Hermanos Musulmanes sirios. en 1976, las autoridades arrestaron al imán radical de Hama, el jeque Maruán Hadid. El religioso, especializado en reclutar jóvenes para la causa islamista, se puso inmediatamente en huelga de hambre, y murió en junio de ese mismo año. Las autoridades insistieron en que Hadid había decidido acabar con su vida por inanición, pero los islamistas acusaron al Gobierno de asesinato y prometieron vengar la muerte de Maruán Hadid.
Los islamistas de Siria tardarían tres años en organizar su venganza contra el régimen de al-Asad. en junio de 1979, las guerrillas islamistas atacaron una academia militar situada en Alepo, dado que la mayoría de sus estudiantes —unos doscientos sesenta de los trescientos veinte cadetes matriculados— pertenecían a la comunidad alauita. Los terroristas mataron a ochenta y tres alumnos del centro, todos ellos pertenecientes a la minoría alauita.
El ataque a la academia militar iba a convertirse en el pistoletazo de salida de una guerra abierta entre los Hermanos Musulmanes y el régimen de Hafez al-Asad, una guerra que habría de desatarse con tremenda furia a lo largo de los dos años y medio siguientes, arrastrando a Siria a una espantosa espiral diaria de atentados terroristas y contraterroristas.
Los Hermanos Musulmanes de Siria, convencidos de la rectitud de su causa, se negaron a toda negociación o arreglo con el régimen de al-Asad. «rechazamos todas las formas de despotismo, por respeto a los principios mismos del islam, y si buscamos la caída del faraón no es para que otro venga a ocupar su puesto», anunciaba uno de los panfletos que se distribuían por los pueblos y las ciudades de Siria a mediados del año 1979.11 El lenguaje que utilizaban venía a reflejar el empleado por los militantes islamistas de Egipto, que no sólo se hallaban igualmente absortos en derrocar violentamente al Gobierno de Sadat sino que proporcionaban apoyo moral a sus hermanos de Hama, arengándoles a seguir rebelándose contra el faraón de Siria.
No existiendo posibilidad alguna de reconciliación, los halcones del Gobierno sirio, encabezados por el hermano del presidente, Rifaat al-Asad, consiguieron que se les diera rienda suelta, concentrándose a partir de ese momento en suprimir por la fuerza a la insurgencia islámica. en marzo del año 1980, varios grupos de tropas de asalto sirias descendieron de distintos helicópteros, tomaron una de las aldeas rebeldes situadas a medio camino entre Alepo y Latakia, e impusieron la ley marcial en toda la población. Según las cifras oficiales, más de doscientos aldeanos serían asesinados en la operación.
Envalentonado por el éxito obtenido en la campiña, el Gobierno sirio envió veinticinco mil soldados a la ciudad de Alepo con la intención de invadirla, ya que el año anterior la urbe había sido el escenario de la masacre de los cadetes. Los soldados registraron todas las casas de los barrios conocidos por prestar apoyo a la insurgencia islamista y arrestaron a más de ocho mil sospechosos. Desde la torreta de un tanque, Rifaat al-Asad advirtió a los habitantes de la ciudad que estaba dispuesto a ejecutar a mil personas al día hasta que la plaza quedara limpia de Hermanos Musulmanes.
Los Hermanos Musulmanes devolverían el golpe el 26 de junio de 1980, organizando un intento de asesinato contra el presidente al-Asad. Los militantes de la sociedad radical lanzaron varias granadas de mano y dispararon con ametralladora al presidente en el momento en que éste se hallaba recibiendo a un dignatario africano invitado al país. Los guardaespaldas de al-Asad le hicieron de escudo protector y el dirigente escapó de milagro a la muerte. Al día siguiente, Rifaat al-Asad envió a sus comandos a la tristemente célebre prisión de Tadmur —en la que se hallaban detenidos los prisioneros pertenecientes a los Hermanos Musulmanes—, perpetrando una terrible venganza.
Isa Ibrahim Fayyad, un joven miembro del grupo de choque alauita, no olvidará nunca su primera misión, puesto que en ella se le ordenó masacrar a los prisioneros de Tadmur, evidentemente desarmados. A las seis y media de la mañana los soldados sirios fueron lanzados sobre la cárcel desde varios helicópteros. en total debían de ser unos setenta hombres, divididos en siete pelotones, y a cada uno de ellos se le asignó un bloque de celdas diferente. Fayyad y sus hombres tomaron posiciones y se pusieron manos a la obra. «Nos abrieron las puertas de un bloque de celdas. entramos seis o siete miembros del comando, matando a todos los presos que encontramos en su interior, unas sesenta o setenta personas en total. Yo mismo debí de abatir a tiros a unas quince.» el ruido de las metralletas retumbaba en las celdas, mezclado con los gritos de los heridos de muerte, que aullaban «Allah akbar». Fayyad no tuvo compasión de sus víctimas. «en total debimos deshacernos de unos quinientos cincuenta bastardos pertenecientes a los Hermanos Musulmanes», reflexiona macabramente. Otros de los que participaron en la operación estiman que cayeron abatidos a tiros en sus propias celdas entre setecientos y mil cien seguidores de los Hermanos Musulmanes. Los prisioneros, carentes de armas, lanzaron desesperados ataques contra los comandos, matando a uno e hiriendo a otros dos en la refriega. Cuando los comandos acabaron su misión, tuvieron que lavarse las manos y los pies, completamente embadurnados de sangre.12
Una vez exterminados los Hermanos Musulmanes de la prisión de Tadmur, al-Asad se propuso barrer de la sociedad siria a los demás miembros de la secta radical. El 7 de julio de 1980, el Gobierno sirio promulgó una ley en la que se declaraba que la pertenencia a los Hermanos Musulmanes constituía una ofensa castigada con la pena de muerte. Impertérrito, el movimiento de oposición islamista comenzó a asesinar a destacados funcionarios sirios, entre ellos a algunos amigos personales del presidente al-Asad.
En abril de 1981, el Gobierno sirio respondería enviando al ejército al bastión que tenían los Hermanos Musulmanes en Hama. Además de ser la cuarta ciudad más grande de Siria, con una población que alcanzaba en aquella época los ciento ochenta mil habitantes, Hama llevaba siendo el centro neurálgico de la oposición islamista desde la década de 1960. Al llegar las tropas, los lugareños no opusieron resistencia, suponiendo que se trataba de una redada como ya las vividas anteriormente, en las que tras detener a unos cuantos habitantes, los soldados les interrogaban e intimidaban para terminar soltándoles. estaban en un grave error.
El ejército sirio había decidido dar un escarmiento con la población civil de Hama, matando tanto a niños como a adultos indiscriminadamente. Un testigo ocular describirá en estos términos la carnicería a un periodista occidental: «di unos cuantos pasos antes de topar con una pila de cadáveres, y luego con otra y con otra. Así hasta diez o quince. Caminé entre aquellos montones, uno tras otro. Los contemplé durante un buen rato, sin dar crédito a lo que veían mis ojos... en cada amasijo había quince cadáveres, a veces más, hasta veinticinco o treinta cuerpos. Las caras resultaban irreconocibles por completo... Había cadáveres de todas las edades, de catorce años en adelante, unos vestidos con pijama, otros con gelebiyehs [un atuendo nativo], algunos con sandalias y otros descalzos».13 Las estimaciones posteriores señalan que la cifra de muertos producida durante el ataque debió de oscilar entre los ciento cincuenta individuos y los varios centenares. El número total de víctimas de los dos años de hostilidades entre las fuerzas gubernamentales y los islamistas superaban ya las dos mil quinientas almas.
Los Hermanos Musulmanes respondieron con la misma moneda a la atrocidad perpetrada por el ejército en Hama, iniciando una campaña de terror contra civiles inocentes en los principales pueblos y ciudades de Siria. Los islamistas irían trasladando el campo de batalla de un lugar a otro, pasando de las ciudades septentrionales de Alepo, Latakia y Hama a la capital del país, Damasco. entre los meses de agosto y noviembre de ese año, los Hermanos Musulmanes colocarían toda una serie de artefactos explosivos en la capital siria, causando una gran conmoción en ella y culminando su ofensiva con la detonación en el centro de la capital —el 29 de noviembre— de un enorme coche bomba que mató a doscientas personas e hirió a más de quinientas —el mayor número de víctimas producido hasta la fecha por una única explosión en todo el mundo árabe—.
El asesinato de Anuar el-Sadat en octubre de 1981 coincidió con el quincuagésimo primer aniversario del presidente al-Asad, de modo que los islamistas sirios hicieron circular unos panfletos en los que le amenazaban con sufrir el mismo destino. Al-Asad autorizó entonces a su hermano Rifaat a dirigir una campaña de exterminio contra los Hermanos Musulmanes en su bastión de Hama, con la intención de derrotar de una vez por todas a ese movimiento.
El Gobierno sirio iniciaría la guerra contra los Hermanos Musulmanes atrincherados en el baluarte de Hama con las primeras luces del día 2 de febrero de 1982. Varios helicópteros fuertemente armados transportaron a un buen número de pelotones de asalto hasta las colinas situadas a las afueras de la ciudad. Tras la mortífera incursión ordenada por el Gobierno en abril de 1981, los habitantes de la ciudad se hallaban en permanente estado de máxima alerta, de modo que los islamistas, vigilantes, reaccionaron con toda rapidez al oír que se acercaban los helicópteros. Al grito de «Allah akbar», los Hermanos Musulmanes se alzaron en armas contra el estado sirio. Los altavoces de las mezquitas de la ciudad —normalmente utilizados para la cotidiana exhortación a la plegaria— lanzaron un llamamiento a la yihad, es decir, a la guerra santa. El cabecilla de los Hermanos Musulmanes instó a los habitantes de Hama a expulsar de una vez por todas del poder al «infiel» régimen de al-Asad.
Al amanecer, la primera oleada de soldados se veía obligada a batirse en retirada, mientras que los combatientes islamistas pasaban al ataque, matando a los funcionarios del Gobierno y a los miembros del Baaz presentes en Hama. este primer éxito daría a los insurgentes una falsa esperanza de victoria. Y ello porque tras la primera oleada de tropas de asalto del ejército llegarían decenas de miles de soldados, apoyados por divisiones de blindados y por la aviación. Por un lado, el Gobierno no podía permitirse el lujo de perder aquella batalla, y por otro los insurgentes carecían de los medios necesarios para ganarla.
Durante la primera semana, los Hermanos Musulmanes se las arreglaron para contener la embestida del ejército sirio. Sin embargo, la superior potencia de fuego de las tropas gubernamentales terminaría cobrándose un gran número de víctimas, dado que los tanques y la artillería acabaron arrasando manzanas enteras de la ciudad y enterrando bajo los escombros a sus defensores. Cuando finalmente claudicó la plaza, los agentes del Gobierno infligieron un duro y sangriento castigo a los supervivientes, arrestando, torturando y asesinando arbitrariamente a los habitantes de Hama ante la más ligera sospecha de respaldo a los Hermanos Musulmanes. El corresponsal del New York Times, Thomas Friedman, que entraría en Hama dos meses después del violento ataque, encontraría una ciudad devastada, con todos sus barrios destruidos y aplanados por los buldóceres y las apisonadoras. El coste en vidas humanas había sido terrible. «prácticamente todos los líderes musulmanes de Hama que habían logrado sobrevivir a la batalla por el control de la ciudad —desde los jeques a los maestros, pasando por los cuidadores de las mezquitas— serían liquidados de un modo u otro [tras la irrupción de las tropas gubernamentales]; y la mayor parte de los dirigentes sindicales contrarios al Gobierno sufrirían el mismo destino», informará Friedman.14
A día de hoy, nadie sabe todavía cuánta gente murió en Hama en febrero de 1982. Los periodistas y los analistas estiman que el número de muertos oscila entre las diez mil y las veinte mil personas, pero Rifaat al-Asad se jactaba de haber eliminado a unos treinta y ocho mil individuos. Los hermanos al-Asad querían que el mundo se enterara de que habían aplastado a sus adversarios y asestado a los Hermanos Musulmanes de Siria un golpe del que jamás lograrían ya recuperarse.
A partir de ese momento, el envite que pretendía dirimir el conflicto entre islamistas y faraones pasaría a cobrar más importancia que nunca. Y si las autoridades egipcias habían recurrido a la práctica generalizada de la tortura y a la ejecución selectiva de sus oponentes islamistas, el régimen sirio preferiría dedicarse a la exterminación en masa. Los islamistas iban a precisar un mayor grado de entrenamiento, planificación y disciplina para derribar a tan poderosos enemigos.
Las experiencias sufridas por los islamistas en Siria y en Egipto conseguirían demostrar que los estados árabes eran demasiado sólidos para ser derrocados mediante el asesinato o la subversión. Los islamistas que aún conservaran las esperanzas de derribar el laicismo y crear una serie de estados islámicos tendrían que poner sus miras en otra parte. El conflicto de la guerra civil libanesa proporcionaría una oportunidad a los partidos islamistas, al permitirles promover su concepción ideal de la sociedad islámica. Afganistán, sin embargo, se vería ante una opción diferente tras la invasión soviética de 1979. en ambos casos, los partidos islamistas trasladarían su lucha a la esfera internacional, ampliando el radio de acción de su contienda y atacando a las superpotencias regionales, como Israel, y a las globales, como los Estados Unidos y la Unión Soviética. Lo que había empezado como una lucha destinada a mantener la seguridad local de unos cuantos estados particulares se estaba convirtiendo en una cuestión que afectaba a la seguridad mundial.
* * *
En la mañana del domingo 23 de octubre de 1983, la explosión prácticamente simultánea de dos bombas sacudió los cimientos mismos de la ciudad de Beirut. en unos segundos habían perecido más de trescientas personas: doscientos cuarenta y un militares estadounidenses, cincuenta y ocho paracaidistas del ejército francés, seis civiles libaneses y dos terroristas suicidas. Si los soldados de la infantería de marina estadounidense hubieron de enfrentarse al mayor número de víctimas mortales sufridas en un sólo día desde Iwo Jima y los franceses se vieron obligados a encajar la mayor cifra de bajas padecida en una única jornada desde la guerra de Argelia, los suicidas portadores de la bomba habían transformado en cambio el conflicto del Líbano.
Los terroristas suicidas se habían dirigido hasta su objetivo en dos camiones cargados con varias toneladas de explosivos de gran potencia. Uno de ellos se presentó a las seis y veinte de la mañana frente al cuartel de la infantería de marina estadounidense, un edificio de cemento integrado en el complejo de instalaciones del aeropuerto internacional de Beirut, situándose ante la barrera de la entrada de servicio. El terrorista aceleró y derribó la verja de metal. Los conmocionados centinelas ni siquiera tuvieron tiempo de cargar sus armas para detenerle. Uno de los testigos que conseguiría sobrevivir al atentado afirma haber visto pasar al camión, que seguía ganando velocidad. Tras la explosión, todo cuanto recordaba era que «el hombre que conducía el vehículo sonreía instantes antes de la deflagración».15
Está claro que al conductor le encantaba la idea de haber penetrado en las instalaciones estadounidenses, creyendo sin duda que su violentísima muerte iba a abrirle de par en par las puertas del paraíso.
La explosión fue tan fuerte que segó los cimientos del edificio, haciendo que el complejo entero se derrumbara como un castillo de naipes. Por si fuera poco, otras explosiones secundarias vendrían a sacudir las ruinas, ya que el calor generado haría saltar el depósito de municiones de la infantería de marina, situado en el sótano del inmueble.
Cinco kilómetros al norte del lugar del atentado, un segundo terrorista suicida introdujo su camión en un aparcamiento subterráneo del prominente inmueble que hacía las veces de cuartel general de los paracaidistas del ejército francés. El activista hizo explotar la carga del vehículo, provocando el desplome del edificio y matando a cincuenta y ocho soldados franceses. El periodista Robert Fisk, que se presentó en las ruinas del complejo francés instantes después de la explosión, se confesaría incapaz de medir la enormidad del desastre. «Me he encaramado a lo alto de un humeante cráter, de unos seis metros de profundidad y doce de anchura. Apilados en un costado aparecen, como un obsceno emparedado, los nueve pisos del edificio... La bomba ha hecho saltar por los aires el inmueble de nueve plantas, desplazándolo seis metros. es como si el edificio entero hubiera sido trasladado en volandas. El cráter es el lugar en el que se levantaba el inmueble. ¿Cómo ha podido hacerse una cosa así?»16
La devastación causada por los atentados del 23 de octubre de 1983 resultó espantosa, incluso para una ciudad como Beirut, acostumbrada a los destrozos de la guerra. Las operaciones revelarían asimismo un grado de planificación y disciplina sin precedentes y profundamente inquietante. Hoy diríamos que el desastre parecería llevar el sello de una operación de al Qaeda, aunque todavía haya de transcurrir una década para que se produzcan los primeros atentados de este movimiento.
Nadie sabe con exactitud quién fue el responsable de los atentados contra los infantes de marina estadounidenses y los paracaidistas del ejército francés acantonados en Beirut, pero el primer sospechoso sería un misterioso grupo de reciente creación que se hacía llamar la Yihad Islámica. en una de sus primeras operaciones, perpetrada en julio de 1982, los miembros de la Yihad Islámica habían secuestrado al presidente en funciones de la Universidad americana de Beirut, un académico llamado David Dodge. Los miembros de la Yihad Islámica habían reivindicado asimismo la colocación del potentísimo coche bomba que había arrancado una de las alas de la embajada de los Estados Unidos, en pleno centro de Beirut, en abril de 1983, en un atentado que había costado la vida a sesenta y tres personas y herido a un centenar.
La guerra civil libanesa estaba siendo testigo de la actividad de nuevas fuerzas radicales. La Yihad Islámica resultaría ser una organización chiita libanesa que colaboraba con Irán. en una llamada telefónica anónima a una agencia de noticias extranjera, la Yihad Islámica manifestó que el atentado de julio contra la embajada de los Estados Unidos formaba «parte de la campaña que la revolución iraní estaba llevando a cabo contra la presencia imperialista en todo el mundo». Al parecer, Irán tenía amigos muy peligrosos en el Líbano. «Seguiremos combatiendo la presencia imperialista en el Líbano», continuó diciendo el portavoz de la Yihad Islámica, «incluyendo a las fuerzas multinacionales». Tras los atentados de octubre, la Yihad Islámica volvería a reivindicarse autora de las acciones. «Somos soldados de alá y amamos la muerte. No somos ni iraníes ni sirios ni palestinos», insistieron. «Somos musulmanes libaneses fieles a los principios del Corán.»17
La complejidad del conflicto del Líbano había aumentado de modo exponencial en los seis años transcurridos entre la intervención siria del año 1977 y los coches bomba de 1983. Pese a que hubiera comenzado en 1975 como un conflicto interno entre facciones libanesas en el que habían terminado implicándose los milicianos palestinos, en el año 1983 la guerra se había convertido en una contienda regional en la que quedarían directamente envueltos Siria, Israel, Irán, Europa y los Estados Unidos —y a la que se verían indirectamente arrastrados otros muchos países, como Irak, Libia, Arabia Saudí y la Unión Soviética, participando todos ellos en diverso grado a través de la financiación de las distintas milicias, a las que también proporcionarían armamento—.
La guerra provocaría asimismo cambios significativos en el equilibrio del poder existente entre las diferentes comunidades libanesas. El ejército sirio, que había penetrado en el Líbano en 1976 —formando parte de una fuerza de pacificación de la Liga Árabe—, se había alineado en un primer momento con los asediados cristianos maronitas a fin de impedir la victoria de las facciones musulmanas de izquierdas encabezadas por Kamal Yumblatt. Las autoridades sirias envidiaban la posición dominante que ocupaban en el Líbano esas facciones musulmanas, así que se apresuraron a actuar para evitar que ninguno de los grupos rivales obtuviera una clara victoria en la guerra civil que asolaba al país. esto empujaría a los gobernantes sirios a modificar sus alianzas con cierta frecuencia, lo que explica que una vez que el ejército sirio hubo derrotado a las milicias izquierdistas musulmanas se volviera contra los maronitas y optara por respaldar a la comunidad musulmana chiita del Líbano, que era en ese momento el nuevo grupo de poder en alza.
Los chiitas, que habían sido largo tiempo marginados por las élites políticas, no lograrían destacar en el Líbano como una comunidad política diferenciada sino después de iniciada la guerra civil libanesa. A principios de la década de 1970, los chiitas se habían convertido ya en la comunidad libanesa de mayor relevancia en términos demográficos, pese a seguir siendo no sólo una de las sectas más pobres del país sino también una de las más reprimidas políticamente, ya que, por ejemplo, sus miembros se veían privados del derecho al voto. Los centros de población y culto tradicionales de las comunidades chiitas libanesas se encontraban en las regiones más pobres del país —esto es, en el sur del Líbano y en el valle de la Bekaa, al norte—. Por esa razón, los chiitas huían con frecuencia creciente de la relativa penuria reinante en la campiña, optando por emigrar a las barriadas pobres del sur de Beirut en busca de trabajo.
En las décadas de 1960 y 1970 serían muchos los chiitas libaneses que se vieran atraídos por los partidos laicos que prometían emprender reformas sociales, como el Baaz, el partido Comunista Libanés y el partido Social Nacionalista Sirio. Sin embargo, habría que esperar hasta la década de 1970 para que un carismático imán iraní de ascendencia libanesa llamado Musa Al-Sadr congregara a todos los chiitas en un partido común y bien diferenciado conocido con el nombre de Movimiento de los desheredados (Harakat al-Mahrumin), partido que empezaría a competir con las formaciones de izquierdas, que también trataban de ganarse la adhesión de los chiitas libaneses. Al estallar la guerra civil en 1975, el Movimiento de los desheredados crearía una milicia propia, conocida con el nombre de Movimiento Amal.*
Durante las primeras fases de la guerra civil libanesa, el Movimiento Amal se alinearía con los partidos musulmanes izquierdistas integrados en el Movimiento Nacional y encabezados por Kamal Yumblatt. Sin embargo, Musa Al-Sadr quedaría muy pronto desencantado con el sesgo que estaba adoptando el liderazgo de Yumblatt, acusando al dirigente druso de utilizar a los chiitas como carne de cañón —o por emplear las palabras del mismo Al-Sadr, como ariete «con el que combatir a los cristianos hasta el último chiita»—.18 También surgirían tensiones entre el Movimiento Amal y las organizaciones palestinas, que desde el año 1969 utilizaban el sur del Líbano como base de operaciones desde la que organizar ataques contra Israel. La comunidad chiita no sólo habría de sufrir numerosas penalidades a causa de las represalias israelíes provocadas por las operaciones que lanzaban los palestinos desde el sur del Líbano, sino que comenzaría a sentirse cada vez más molesta por el control que ejercían los palestinos en toda la región meridional del país.
En el año 1976, el Movimiento Amal rompió la coalición que había establecido con Yumblatt y con las organizaciones palestinas para pasar a respaldar a los sirios, que de acuerdo con los seguidores del Movimiento Amal eran los únicos que podían contrarrestar la influencia que ejercían los palestinos en el sur del Líbano. Aquello iba a ser el comienzo de una alianza duradera entre Siria y los chiitas del Líbano, una alianza tan duradera que ha perdurado hasta nuestros días.
La revolución iraní y la creación de la república Islámica en el año 1979 habrían de transformar la política de los chiitas en el Líbano. Los chiitas del Líbano llevaban siglos unidos a los iraníes por lazos religiosos y culturales comunes. El propio Musa Al-Sadr era un iraní de origen libanés, de modo que el activismo político que promovía sintonizaba perfectamente con el pensamiento de los revolucionarios islámicos de Irán.
Al-Sadr no vivió para ver materializada la revolución iraní. Desapareció en el año 1978, tras realizar un viaje a Libia, y por regla general se supone que debió de ser asesinado en ese país. en 1979, la revolución iraní galvanizaría a los chiitas del sur del Líbano, dado que les proporcionaría una gran cantidad de dirigentes a los que seguir, haciéndolo además en un momento crucial en el que todavía estaban asimilando la reciente pérdida de Al-Sadr. Por eso se verían los retratos del ayatolá Jomeini junto a los de Musa Al-Sadr, tanto en los barrios bajos del sur de Beirut como en las ruinas romanas de Baalbek. Los iraníes harían todo lo posible por espolear el entusiasmo de los chiitas libaneses, considerando que dicho estímulo era una de las primeras tareas a realizar para exportar su revolución y extender su influencia a los tradicionales centros de la cultura chiita árabe del sur de Irak, así como a la provincia oriental de Arabia Saudí, a Bahréin y al Líbano. Y por medio de esta red, Irán lograría presionar a sus rivales y enemigos, en particular a los Estados Unidos, a Israel y a Irak.
Las relaciones entre Estados Unidos e Irán se deterioraron rápidamente tras la instauración de revolución Islámica en 1979.
El nuevo Gobierno iraní desconfiaba de la administración estadounidense debido a su pasado apoyo al sah, Mohamed Reza Pahlevi. Y al permitir el Gobierno de los Estados Unidos que el depuesto sah entrara en su país para seguir un tratamiento médico (ya que era un enfermo terminal de cáncer), un grupo de estudiantes iraníes irrumpiría el 4 de noviembre de 1979 en la embajada estadounidense de Teherán y tomaría como rehenes a cincuenta y dos diplomáticos estadounidenses. El presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, congeló entonces los activos iraníes en suelo estadounidense, aplicó sanciones económicas y políticas a la república Islámica, e incluso trató de poner en marcha una misión militar de rescate para solucionar la crisis de los rehenes —aunque el intento fracasaría, decidiendo anularlo el propio Carter—. El Gobierno estadounidense se vio así humillado y sumido en la impotencia, ya que sus diplomáticos permanecieron secuestrados por espacio de cuatrocientos cuarenta y cuatro días. en un golpe calculado a Jimmy Carter, cuya campaña de reelección había quedado desbaratada a consecuencia de la crisis de los rehenes, los secuestradores decidieron no liberar a los prisioneros estadounidenses sino después de la investidura presidencial de Ronald Reagan, en enero de 1981. Aquel gesto del Gobierno iraní no iba a traducirse en un mayor aprecio de la administración Reagan, y lo cierto es que el daño causado por esa retención de ciudadanos estadounidenses ha venido perturbando desde entonces las relaciones que median entre los Estados Unidos e Irán. El nuevo régimen iraní denunció a los Estados Unidos, país al que calificaría de Gran Satán y enemigo de todos los musulmanes. Por su parte, tanto la administración Reagan como las posteriores tacharían de «estado canalla» a la república Islámica, procurando por todos los medios aislar a Irán y derribar a su Gobierno.
El estallido de la guerra entre Irán e Irak en el año 1980 no contribuiría sino a exacerbar el antagonismo entre la república Islámica y los Estados Unidos, con funestas consecuencias para el Líbano. Liderado desde el año 1978 por el presidente Saddam Hussein, Irak invadiría sin previo aviso a su vecino del este el 22 de septiembre de 1980. Saddam Hussein intentó aprovechar tanto la agitación política en que se hallaba sumido el Irán revolucionario como el aislamiento internacional que había aquejado al país durante la crisis de los rehenes para apoderarse de las vías fluviales en litigio y de los ricos yacimientos petrolíferos del territorio iraní. La guerra de Irán e Irak, que es con mucho el conflicto más violento que ha conocido la historia del moderno Oriente Próximo, habría de prolongarse por espacio de ocho años (de 1980 a 1988), cobrándose no sólo entre quinientas mil y un millón de vidas humanas sino empleando tácticas que no se veían desde las dos grandes conflagraciones mundiales del siglo XX —es decir, estrategias vinculadas con la guerra de trincheras, el uso de gases tóxicos, el empleo de armas químicas, los bombardeos y los ataques con misiles sobre núcleos urbanos—.
Los iraníes iban a necesitar dos años para expulsar a los iraquíes de su territorio y pasar a la ofensiva. Al bascular la guerra en favor de Irán, los Estados Unidos prestaron abiertamente apoyo a Irak, a pesar de los estrechos lazos que ese país mantenía con la Unión Soviética. A partir del año 1982, la administración Reagan empezó a proporcionar armas, inteligencia militar y ayuda económica a Saddam Hussein a fin de respaldarle en la guerra que libraba contra Irán. esto agravaría todavía más la hostilidad del Gobierno iraní hacia los Estados Unidos, de modo que los iraníes aprovecharían cuantas oportunidades se les presentaran para perjudicar los intereses de los Estados Unidos en la región. Y muy pronto se vio que el Líbano se presentaba como el escenario más propicio para la confrontación entre Irán y los Estados Unidos.
Irán contaba con dos aliados en el Líbano: la comunidad chiita y las autoridades sirias. La alianza entre Irán y Siria era en muchos aspectos antiintuitiva. Siendo un estado árabe de carácter abiertamente nacionalista y laico empeñado en una violenta lucha contra el movimiento islámico que bullía dentro de sus propias fronteras, Siria parecía el aliado menos verosímil para una república como la de Irán, que no era árabe y sí islámica. Lo que acabaría uniendo a ambos países sería un conjunto de intereses pragmáticos, principalmente su mutua enemistad con Irak, Israel y los Estados Unidos.
En la década de 1970, Irak y Siria se habían visto envueltos en una intensa rivalidad, ya que uno y otro ansiaban capitanear al mundo árabe. Los dos países se hallaban en manos de sendos partidos únicos regidos por variantes antagónicas de un mismo partido: la formación nacionalista árabe Baaz. en consecuencia, la política baazista no vendría a contribuir en esa época más que a socavar la unidad de acción y el establecimiento de un objetivo común entre Irak y Siria. Tan profundo era el antagonismo que enfrentaba a los dos estados baazistas, que Siria decidiría apartarse de la línea marcada por los demás países árabes y apoyar a Irán en la guerra que este último libraba con Irak. A cambio, Irán se ofrecía a proporcionar armas y ayuda económica a Siria, así como tropas de refuerzo en el conflicto que Siria mantenía con Israel. Por último, la alianza entre Siria e Irán acabaría constituyéndose en una relación triangular al unir a Siria y a Irán con la comunidad chiita libanesa. El catalizador para activar este fatídico triángulo iba a ponerse en marcha en el verano de 1982, con la invasión israelí del Líbano.
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La invasión israelí del Líbano en 1982 abrió una nueva fase en el conflicto del Líbano. La violencia y la destrucción alcanzaron niveles hasta entonces desconocidos. Además, al penetrar en el Líbano, Israel se vería involucrado en la política de facciones que venía desarrollándose en ese país, dado que quedaría convertido en un miembro más del conflicto nacional libanés. Los israelíes no sólo habrían de permanecer en el Líbano durante más de dieciocho años, sino que las consecuencias de esa permanencia habrían de revelarse persistentes para ambos países.
El desencadenante de la invasión israelí del Líbano había sido sin embargo un atentado perpetrado en suelo británico. El 3 de junio de 1982, el grupo terrorista de Abu Nidal —la misma organización que en 1978 había asesinado al diplomático de la organización para la Liberación de palestina Said Hammami— intentó eliminar al embajador israelí Shlomo Argov a las puertas de un hotel londinense. Pese a que el de Abu Nidal era un grupo renegado que se oponía violentamente a Yasir Arafat y a la organización para la Liberación de Palestina, y a pesar de que la OLP llevaba un año respetando la declaración del alto el fuego con Israel, el Gobierno israelí juzgó que el intento de asesinato era motivo suficiente para declarar la guerra a la OLP en el Líbano.
El primer ministro Israelí, Menájem Beguin, y su radical ministro de defensa, el general Ariel Sharón, habían concebido un ambicioso plan de reestructuración del oriente Medio que implicaba expulsar del Líbano a la OLP y al ejército sirio. Beguin pensaba que los cristianos del Líbano eran un aliado natural del estado judío, de modo que, nada más ascender al poder en el año 1977, su Gobierno, integrado por miembros del Likud, comenzó a tejer una alianza de carácter cada vez más abierto con el partido Falangista Maronita, de tendencia derechista (con predecibles consecuencias negativas para las relaciones que venía manteniendo Siria con los maronitas).19 Los milicianos falangistas no sólo se trasladaron a Israel y recibieron allí entrenamiento, sino que los israelíes proporcionaron a los combatientes cristianos cerca de cien millones de dólares en armas, munición y uniformes.
Beguin creía que Israel podía conseguir un tratado de paz en toda regla con el Líbano si lograba expulsar del país tanto a la organización para la Liberación de Palestina como a las autoridades sirias y si Bashir Gemayel, hijo de Pierre Gemayel, fundador del partido Falangista, lograba hacerse con la presidencia del país. Tras la paz firmada con Egipto, la rúbrica de un tratado de paz con el Líbano aislaría a Siria y dejaría a Israel las manos libres para anexionarse los territorios palestinos de Cisjordania, ocupados por Israel durante la guerra de los Seis días. Por razones a un tiempo ideológicas y estratégicas, el Gobierno del Likud estaba decidido a incluir la región de Cisjordania en el seno del moderno estado de Israel, motivo por el que sus miembros utilizaban sistemáticamente los bíblicos nombres de Judea y Samaria para referirse a ella. Con todo, y a pesar de que el Gobierno de Israel intentara hacerse con el territorio de Cisjordania, no quería absorber a su población árabe. La solución que había ideado Sharón consistía en expulsar de Cisjordania a los palestinos y en animarles a satisfacer sus aspiraciones nacionales derrocando al rey Hussein y apoderándose de Jordania, un país que ya albergaba a un 60 por 100 de palestinos en su población. en esto consistía lo que Sharón acostumbraba a llamar «la opción jordana».20
Se trataba de un plan ambicioso cuya ejecución exigía el empleo de medios militares y —bien pensado— una cruel indiferencia por la vida humana. El primer paso pasaba por barrer del Líbano a la organización para la Liberación de Palestina, de modo que el Likud utilizó el intento de asesinato de Londres como pretexto para iniciar las hostilidades. Justo al día siguiente del atentado frustrado, el 4 de junio de 1982, la aviación y la armada israelíes comenzaron el letal apisonamiento del sur de Líbano y la zona oeste de Beirut. El 6 de junio, las fuerzas terrestres israelíes cruzaron la frontera libanesa como parte de una campaña a la que se dio la denominación oficial de «operación de paz para Galilea». Durante las diez semanas siguientes, los informes de las Naciones Unidas señalaron que la invasión israelí había causado la muerte a más de diecisiete mil libaneses y palestinos, y provocado treinta mil heridos, en su aplastante mayoría civiles.
Los israelíes descargaron sobre el Líbano todo su poderío militar. Mientras los pueblos y las ciudades libanesas sufrían los bombardeos aéreos y el cañoneo marítimo, el ejército israelí avanzaba rápidamente por el sur del Líbano para poner cerco a Beirut, ciudad en la que la organización para la Liberación de Palestina tenía su cuartel general, concretamente en el barrio sur de Fakhani. Los habitantes de Beirut se convirtieron así en víctimas impotentes del conflicto entre Israel, los palestinos y los sirios. Los israelíes concentrarían particularmente sus ataques sobre los dirigentes de la organización para la Liberación de Palestina, ya que albergaban la esperanza de decapitar al movimiento asesinando a Yasir Arafat y a sus principales lugartenientes. Arafat se vio obligado a cambiar de residencia diariamente para evitar que le asesinaran. Cada vez que los israelíes recibían un informe que señalaba que Arafat se había refugiado en un determinado edificio éste se convertía inmediatamente en blanco de los bombarderos judíos.
Lina Tabbara, la persona que había ayudado a Arafat a perfilar el discurso que el líder palestino pronunciara en 1974 ante la asamblea General de Naciones Unidas, había conseguido sobrevivir en el Beirut oeste musulmán a la primera fase de la guerra civil libanesa, junto con su familia. Sin embargo, su matrimonio no corrió la misma suerte, de modo que Lina recuperó su apellido de soltera: Mikdadi. El período que pasó en el Beirut oeste, durante el sitio de 1982, convirtió a Mikdadi en testigo de la destrucción de un edificio de apartamentos que Arafat había abandonado apenas unos minutos antes. «Vi un hueco vacío en el lugar en el que se había levantado el inmueble, justo detrás de los jardines públicos... Me dirigí allí a toda prisa para ver qué pasaba. El edificio, de ocho plantas, había desaparecido. La gente corría de un lado a otro, medio enloquecida, las mujeres gritaban los nombres de sus hijos.»21 Según Mikdadi, la destrucción de aquel edificio, en el que poco antes se había refugiado Arafat, costó la vida a doscientos cincuenta civiles. Uno de los comandantes de Arafat dijo que la incursión había dejado sumamente abatido a Arafat. «¿Qué crimen habían cometido estos niños, enterrados ahora bajo los escombros?», se preguntaba Arafat. «todos eran culpables de encontrarse en un edificio que yo mismo había visitado un par de veces.» en lo sucesivo, Arafat optó por dormir en su coche, lejos de las zonas habitadas.22
El asedio, de una violencia indecible, se prolongó por espacio de diez semanas. Las personas que lograron sobrevivir informaron de que había días en que se realizaban cientos de incursiones. No existía un solo lugar seguro, de modo que no había sitio donde refugiarse. Al ir aumentando el número de víctimas, cuyo vertiginoso crecimiento situaba ya las bajas en la franja de las decenas de millar, se intensificaría igualmente la presión que la comunidad internacional había empezado a ejercer sobre Israel para que pusiera fin al asedio de Beirut. La violencia alcanzaría su punto culminante en agosto de 1982. El 12 de ese mes, los israelíes efectuaron incursiones aéreas durante once horas ininterrumpidas, arrojando miles de toneladas de bombas sobre Beirut oeste. Se estima que quedaron destruidas ochocientas casas, y que hubo quinientas víctimas. en Washington, el presidente Ronald Reagan telefoneó al primer ministro Beguin, que se hallaba en Israel, y le convenció de que detuviera el ataque. «¿oiga, señor presidente Reagan —exclamaría Mikdadi retóricamente—, ¿y por qué no le llamó usted antes?»23
Beguin cedió al verse sometido a la presión estadounidense, de modo que la administración Reagan negoció un complejo acuerdo de alto el fuego entre los israelíes y los palestinos. Los combatientes de la organización para la Liberación de Palestina deberían retirarse de Beirut por mar, mientras una fuerza multinacional compuesta por tropas estadounidenses, francesas e italianas se desplegaba para ocupar las posiciones que abandonaran los israelíes.
La primera fase del plan de retirada se desarrolló sin ningún contratiempo. Las tropas francesas llegaron a la zona el 21 de agosto, haciéndose con el control del aeropuerto Internacional de Beirut. Al día siguiente, comenzaron a replegarse los primeros contingentes de la OLP, partiendo del puerto de Beirut. existía una gran preocupación por la seguridad de los palestinos que abandonaban Beirut. Muchos libaneses habían incubado sentimientos de hostilidad hacia el movimiento palestino, ya que culpaban a la OLP, no sólo de haber sido la causa de la guerra civil, sino de haber provocado las invasiones israelíes de 1978 y 1982. Sin embargo, al presentarse Lina Mikdadi, que era medio Palestina, en el punto de reunión establecido para despedir a los combatientes palestinos, descubrió que muchos ciudadanos del Beirut oeste habían sentido el mismo impulso. «Las mujeres se asomaban a las ventanas, desprovistas cristales, para lanzar arroz, y saludaban [a los hombres que partían] desde los balcones medio derruidos. Muchas de ellas se echaron a llorar al ver pasar los camiones. Los palestinos, por su parte, se habían despedido de sus hijos, esposas y familiares en el estadio municipal.»24
Tras abandonar Beirut, los combatientes palestinos se vieron obligados a dispersarse por varios países árabes —Yemen, Irak, Argelia, Sudán y túnez—, país este último en que la organización para la Liberación de Palestina había establecido su nuevo cuartel general. La expulsión de los combatientes palestinos de Beirut vendría a significar el fin de la OLP como fuerza bélica cohesionada. Yasir Arafat fue el último en marcharse, cosa que haría el 30 de agosto, y con su salida se pondría efectivamente fin al sitio de Beirut. La totalidad del proceso se había desarrollado con tanta tranquilidad que las fuerzas internacionales, que en un principio debían desplegarse por espacio de un mes, se retiraron diez días antes del plazo previsto, creyendo que la misión había quedado cumplida. El 13 de septiembre, el último contingente francés abandonaba el Líbano.
Al retirarse, los combatientes palestinos dejaban atrás a sus padres, esposas e hijos. De este modo, los civiles palestinos que permanecieron en Beirut quedaron completamente indefensos. Una de las principales tareas que debían realizar las fuerzas multinacionales consistía en garantizar la seguridad de las familias de los guerrilleros palestinos, que se hallaban en una situación vulnerable en un país hostil. Tras completarse el repliegue de esas fuerzas no quedaría ya nadie que pudiera proteger los campamentos de refugiados palestinos de sus muchos enemigos.
El 23 de agosto, es decir, por las mismas fechas en que la OLP culminaba su retirada del Líbano, el parlamento libanés tenía programado celebrar una sesión plenaria para elegir a un nuevo presidente. A causa de la guerra civil, el país llevaba sin realizar elecciones parlamentarias desde el año 1972. La mortandad bélica había reducido el número de parlamentarios, que de este modo habían pasado de noventa y nueve a noventa y dos, con la añadidura de que, de ellos, únicamente cuarenta y cinco residían de hecho en el Líbano. Sólo un candidato había declarado su intención de presentarse al cargo: Bashir Gemayel, un aliado de Israel perteneciente al ala derecha del partido Falangista Maronita. A esto había quedado reducida la elogiada democracia del Líbano. Con todo, para los libaneses, exhaustos por los años de guerra y de tendencias mayoritariamente pragmáticas, Gemayel era un candidato de consenso. Pensaban que las relaciones que ese político mantenía tanto con Israel como con Occidente quizá pudieran traer al Líbano un poco de la anhelada paz, aunque sólo fuera en su mínima expresión. Todo el Líbano se regocijaría sinceramente al confirmarse la elección de Gemayel.
Sin embargo, la presidencia de Bashir Gemayel iba resultar efímera —al igual que la paz del Líbano—. El 14 de septiembre, una bomba hacía saltar por los aires la sede del partido Falangista, situada en la zona este de Beirut, causando la muerte de Gemayel. No existe prueba alguna de que hubiera algún palestino implicado en el asesinato. De hecho, un joven maronita llamado Habib Shartouni, miembro del partido Social Nacionalista Sirio favorable a las posiciones de Damasco, sería arrestado dos días después del crimen y confesaría haberlo perpetrado, denunciando que Gemayel era un traidor debido a sus pactos con Israel. Con todo, los milicianos falangistas habían desarrollado un odio tan profundo hacia los palestinos, después de haberlo alimentado durante los siete años de la guerra civil, que tratarían de vengar el asesinato de su dirigente dando un escarmiento en los campos de refugiados palestinos.
De haber agotado las fuerzas multinacionales estadounidenses, francesas e italianas el mandato completo de treinta días que se les había concedido quizá hubieran podido proporcionar la protección necesaria a los refugiados palestinos, totalmente desarmados. Sin embargo, en lugar de contar con ese apoyo, la defensa de los campamentos de refugiados palestinos había quedado encomendada al ejército israelí, que volvió a ocupar Beirut inmediatamente después de que se anunciara el asesinato de Gemayel. La noche del 16 de septiembre, el ministro de defensa israelí, Ariel Sharón, y el jefe de estado Mayor de las fuerzas israelíes, Rafael Eitan, autorizaron el despliegue de los milicianos falangistas en el campamento de los refugiados palestinos. Lo que entonces se produjo fue una masacre de inocentes civiles desarmados —un crimen contra la humanidad—.
Pese a que las matanzas de Sabra y Chatila fueran perpetradas por milicianos maronitas, lo cierto es que las fuerzas israelíes les habían permitido acceder libremente a los campamentos, dado que todos los puntos de entrada a la zona se hallaban bajo su control. Los israelíes conocían suficientemente bien a sus aliados maronitas como para saber el peligro que representaban para los palestinos. Cualquier duda que hubiera podido existir respecto a las intenciones de los maronitas quedaría despejada al escuchar los oficiales israelíes las conversaciones que mantenían los falangistas por radio poco después de penetrar en los campamentos palestinos. Un teniente israelí tomó buena nota de las frases que intercambiaron un miliciano falangista y el comandante maronita, Elie Hobeika. en enero de 1976, Hobeika había perdido a su prometida y a un gran número de miembros de su familia en el cerco impuesto por los palestinos al bastión cristiano de Damour, y su odio a los palestinos era legendario. Tras informar a Hobeika en árabe que había encontrado a cincuenta mujeres y niños, el miliciano le preguntó qué debía hacer con ellos. La respuesta que dio Hobeika desde el otro lado del micrófono, según refiere el teniente israelí, fue tajante: «Que sea la última vez que me haces semejante pregunta, sabes exactamente lo que debes hacer». Los milicianos falangistas, que escuchaban la conversación por radio, rompieron a reír a carcajadas. El teniente israelí confirmaría más tarde que también él había entendido «implícitamente que [el miliciano] debía asesinar a las mujeres y a los niños».25 Debido a su complicidad en la masacre, las fuerzas armadas israelíes —y el general Ariel Sharón en particular— quedarían manchados por los crímenes cometidos por los maronitas en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila.
Durante treinta y seis horas, los falangistas asesinaron sistemáticamente a centenares de palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila. Los milicianos maronitas se abrieron paso entre las fétidas callejuelas de los campamentos, matando a todos los hombres, mujeres y niños que encontraban a su paso. Jamal, un joven de veintiocho años que pertenecía al movimiento de al-Fatah fundado por Arafat y que había permanecido en Beirut tras la retirada de la organización para la Liberación de Palestina sería testigo de la masacre. «el jueves, comenzaron a brillar bengalas sobre el campamento a las cinco y media de la tarde... Había también aviones que lanzaban bombas ligeras. Se hizo el día en plena noche. Las horas siguientes fueron terribles. Vi a varias personas corriendo, presas del pánico, en dirección a la pequeña mezquita de Chatila. Se refugiaban allí porque además de ser un santuario había sido construida con una sólida estructura de acero. en su interior había veintiséis mujeres y niños, algunos de ellos con tremendas heridas.» es muy posible que éstos fueran los refugiados que Hobeika condenara por radio.
Mientras se perpetraba la matanza, los falangistas se afanaban en arrasar el campamento de refugiados con buldóceres, aplastando muchas veces a cuantos hubieran buscado cobijo allí. «Mataban a cuantos encontraban, pero lo peor fue la forma en que lo hicieron», refiere Jamal. Los ancianos eran abatidos sin más, las jóvenes eran violadas y después asesinadas, mientras se obligaba a los demás miembros de la familia a presenciar las barbaridades de que eran víctimas sus seres queridos. Los israelíes situarían en ochocientas las personas asesinadas, pero la Cruz roja Palestina informó de que se habían producido unos dos mil crímenes. «debían de estar locos para hacer semejantes cosas», concluye Jamal, que refiere estos acontecimientos con cierta distancia y considera que la masacre formaba parte de un plan de mayor envergadura. «psicológicamente, está claro lo que intentaban hacernos. en ese campamento nos encontrábamos atrapados como animales, y así es como siempre han querido que veamos nosotros el mundo. Deseaban que nosotros mismos llegáramos a creérnoslo.»26
La masacre de los campamentos de Sabra y Chatila provocó una unánime condena en todo el mundo —especialmente en Israel, donde la oposición a la guerra del Líbano había estado haciéndose oír cada vez con mayor fuerza a lo largo del verano—. El 25 de septiembre se reunieron unos trescientos mil israelíes —lo que representa el 10 por 100 de la población total del país— en una inmensa manifestación que recorrería las calles de Tel Aviv para protestar por el papel que había desempeñado Israel en la barbarie. A modo de respuesta, el Gobierno del Likud no tuvo más remedio que crear una comisión de investigación oficial —la Comisión Kahan—, institución que en 1983 imputaría a los más encumbrados funcionarios israelíes implicados —el primer ministro Beguin, el ministro de asuntos exteriores Isaac Shamir y el jefe del estado Mayor, el general eitan— distintos cargos por su responsabilidad en la matanza. La comisión también solicitaría la dimisión del ministro de defensa Ariel Sharón.
En un plano más inmediato, la fortísima protesta internacional forzó el regreso de las fuerzas multinacionales y llevó al Gobierno estadounidense a comprometerse en la resolución de la crisis del Líbano. Los infantes de marina de los Estados Unidos, los paracaidistas del ejército francés y los soldados italianos retornaron a Beirut el 29 de septiembre, demasiado tarde ya para proporcionar a las familias de los combatientes de la OLP deportados la seguridad que les habían prometido.
Si al principio se habían desplegado para expulsar a los combatientes palestinos, ahora las fuerzas multinacionales intervenían a modo de parapeto militar con el que proteger la retirada de Beirut de los israelíes. Éstos, por su parte, no querían abandonar sus posiciones en tanto su Gobierno no hubiera alcanzado un acuerdo político con el Líbano. Antes de marcharse tendría que procederse a la elección de un presidente con el que sustituir al anterior. El 23 de septiembre, el día en que Bashir Gemayel hubiera debido tomar posesión de su cargo, volvió a reunirse el parlamento del Líbano a fin de elegir presidente a su hermano mayor, Amin. Si Bashir había trabajado en estrecha relación con los israelíes, Amin Gemayel mantenía mejores relaciones con Damasco y no demostraba en modo alguno el entusiasmo de su hermano por establecer una amplia cooperación con Tel Aviv. Sin embargo, hallándose casi la mitad del país sometido a la ocupación israelí, el nuevo presidente Gemayel no tenía más remedio que entablar negociaciones con el Gobierno de Beguin. Las conversaciones se iniciaron el 28 de diciembre de 1982, alternando el escenario de Khalde, una localidad situada en la parte del Líbano que Israel tenía bajo su control, con Kiryat Shemona, una población de la región septentrional de Israel. A lo largo de los cinco meses siguientes se celebraron treinta y cinco rondas de intensas negociaciones, en las que también participarían distintos funcionarios estadounidenses. El ministro de asuntos exteriores George Schultz recurriría durante diez días a la diplomacia personalista a fin de contribuir —el 17 de mayo de 1983— a la firma de un acuerdo entre Israel y el Líbano.
Todo el mundo árabe condenaría el pacto del 17 de mayo, considerándolo una burla a la justicia, una farsa por la que la superpotencia estadounidense obligaba al desvalido Líbano a compensar a su aliado israelí, que había invadido y destruido su país. Aunque no llegaba a ser el pleno tratado de paz que los israelíes habían esperado obtener en un principio, el acuerdo consagraba no obstante una situación de normalización con el ocupante israelí mayor de la que la mayoría de los libaneses estaban dispuestos a aceptar. Acabó con la guerra que venía enfrentando al Líbano con Israel y colocó al Gobierno libanés en la difícil posición de garantizar la seguridad de la frontera norte de Israel, que debería defender de los muchos enemigos del estado judío. El acuerdo estipulaba que el ejército del Líbano debía desplegarse en el sur al objeto de crear una «Zona de Seguridad» que abarcaría aproximadamente una tercera parte del territorio del Líbano, extendiéndose hacia el sur desde la población de Sidón hasta la frontera israelí. en virtud del pacto, el Gobierno libanés accedía también a incorporar a las tropas del sur del Líbano —una milicia cristiana de financiación israelí que se había hecho célebre por su colaboracionismo— en el ejército nacional libanés. El pacto era, en palabras de un oficial chiita, un «acuerdo humillante», firmado «bajo la presión de las bayonetas israelíes».27
El Gobierno sirio se sintió particularmente ofendido por los términos del acuerdo alcanzado el 17 de mayo, ya que no serviría sino para aislar a Siria y alterar el equilibrio de poder regional en favor de Israel. en el transcurso de las negociaciones, los Estados Unidos habían puenteado deliberadamente al presidente sirio, Hafez al-Asad, sabiendo que éste se limitaría a obstaculizar los arreglos a que pudieran llegar Israel y el Líbano. Además, el acuerdo del 17 de mayo no incluía ninguna concesión para los sirios. El cumplimiento del artículo seis del pacto hubiera exigido que todas las tropas sirias se retiraran del Líbano como requisito previo para el repliegue de Israel. La cuestión era que, a lo largo de los seis años transcurridos desde su primera intervención en la guerra civil, Siria había invertido en el Líbano demasiado capital político como para permitir que el país fuera transferido sin más a la órbita israelí con la bendición de los Estados Unidos.
Siria movilizó rápidamente a los aliados con que contaba en el Líbano a fin de que rechazaran el acuerdo del 17 de mayo, lo que determinaría que los combates se reanudaran, ya que las fuerzas que se oponían al pacto empezaron a laminar las zonas cristianas de Beirut, poniendo de manifiesto la debilidad del Gobierno de Gemayel. Dispararon también contra las tropas estadounidenses de las fuerzas multinacionales, cuyo papel como desinteresados defensores de la paz había quedado fatalmente desacreditado a causa de la política regional que seguían los Estados Unidos. Al responder las fuerzas estadounidenses a los ataques —empleando muchas veces la artillería pesada de los inmensos cañones con que van equipados los buques de guerra norteamericanos— dejaron de ser un simple contingente interpuesto y ajeno a la refriega para convertirse en parte implicada y presa en el conflicto del Líbano.
Pese a ser una superpotencia, los Estados Unidos se encontraban en desventaja en el Líbano. Sus aliados locales, el aislado Gobierno de Amin Gemayel y las fuerzas de ocupación israelíes, se hallaban en una situación más vulnerable que la de sus enemigos: los sirios respaldados por los soviéticos, los iraníes y los movimientos chiitas de resistencia islámica. Al igual que los israelíes, los estadounidenses estaban convencidos de que podrían materializar los objetivos que se habían propuesto conseguir en el Líbano mediante la utilización de su aplastante poderío. Sin embargo, pronto iban a descubrir que el despliegue de su ejército en el Líbano dejaba a la superpotencia expuesta a una situación de notable vulnerabilidad frente a los numerosos enemigos que tenía en la región.
De todos los acontecimientos ocurridos durante los años de conflicto, el elemento que más vendría a contribuir a la penetración del movimiento islámico en el Líbano iba a ser justamente el de la invasión israelí. Los partidos islamistas habían tenido que hacer frente tanto a la situación de aislamiento a que se habían visto sometidos como a la condena que había recaído sobre ellos a raíz de los actos perpetrados contra sus propios gobiernos y sociedades, no sólo en Egipto, sino también en Siria. Sin embargo, el conflicto del Líbano iba a proporcionar al movimiento islamista un buen puñado de enemigos externos a los que combatir. Cualquier partido que causara dolor a los Estados Unidos e Israel y les humillara tenía la seguridad de conseguir un respaldo masivo, tanto en el Líbano como en la generalidad del mundo árabe. esas condiciones eran perfectas para que surgiera un nuevo movimiento islamista chiita y prosperara hasta convertirse en un azote para Israel y los Estados Unidos; en otras palabras, era el caldo de cultivo idóneo para la aparición de una milicia como Hezbolá, que alardeaba de ser el partido de alá.
Hezbolá era un producto de los campos de entrenamiento creados a principios de la década de 1980 por los guardias revolucionarios iraníes en la localidad de Baalbek, una población situada en pleno valle de la Bekaa y de confesión fundamentalmente chiita. Cientos de jóvenes chiitas libaneses comenzaron a congregarse en Baalbek para recibir una educación religiosa y política, además de una instrucción militar avanzada. No sólo terminarían haciendo suya la ideología de la revolución islámica, sino que acabarían odiando a los enemigos de Irán tanto como a los propios.
Irónicamente, Hezbolá debe su creación tanto a Israel como a Irán. Los chiitas del sur del Líbano no se mostraban particularmente hostiles hacia Israel en junio de 1982. Las operaciones que la organización para la Liberación de Palestina venía llevando a cabo contra Israel desde el año 1969 habían provocado un sufrimiento indecible a los habitantes del sur del Líbano, de modo que en 1982 los chiitas de esa región contemplaron encantados el repliegue de los combatientes de la OLP, lo que significa que, al principio, recibieron a las fuerzas invasoras israelíes como a un ejército de liberación. «en un gesto de reacción debido al abrumador sentimiento de hostilidad que algunos habitantes del sur del Líbano habían desarrollado hacia los palestinos —recuerda Naim Qassem, vicesecretario general de Hezbolá—, los invasores [israelíes] fueron recibidos de muy buena gana, entre vibrantes gritos de alegría y densos puñados de arroz.»28
Sin embargo, la oposición chiita a Israel se intensificaría tras el asedio de Beirut, debido al enorme coste en vidas humanas y a la arrogancia con que se comportarían las tropas de ocupación israelíes presentes en el sur del Líbano. La propaganda iraní conseguiría exacerbar todavía más esa naciente hostilidad, alimentando la rabia contra Israel y los Estados Unidos, y el rotundo rechazo al proyecto conjunto que ambas naciones querían instaurar en el Líbano mediante el desarrollo del contenido del acuerdo del 17 de mayo.
Desde su mismo inicio, Hezbolá habría de ser una organización que se distinguiría por la fidelidad a sus convicciones. Sus miembros se hallaban unidos por una fe inquebrantable en el mensaje del islam y por estar dispuestos a hacer cualquier sacrificio que resultara necesario para dar cumplimiento a la voluntad de alá en la tierra. Su modelo de conducta era el imán Hussein ben Alí, nieto del profeta Mahoma, cuya muerte, ocurrida en la población de Kerbala, en el sur de Irak, mientras luchaba contra la dinastía gobernante de los omeya en el año 680 d. C., sigue siendo para los musulmanes chiitas el ejemplo último de martirio contra la tiranía. El espejo del imán Hussein daría origen a la cultura del martirio en el seno de la organización de Hezbolá, una cultura destinada a convertirse en un arma letal para sus enemigos. El hecho de que Hezbolá haya recurrido abundantemente al uso del terrorismo suicida ha llevado a muchos analistas a intentar relacionar a la yihad islámica, esto es, a la oscura organización que reivindicara en su día la responsabilidad de los atentados suicidas perpetrados en los cuarteles militares de los estadounidenses y los franceses, con una fase embrionaria de Hezbolá, que de este modo habría comenzado a tomar forma entre los años 1982 y 1985, aunque la propia Hezbolá siempre ha negado toda participación en esos atentados.
El combate contra Israel y los Estados Unidos no era sino el medio con el que alcanzar un fin de mucho mayor calado. en última instancia, el objetivo de Hezbolá consistía en crear un estado islámico en el Líbano. Sin embargo, ese partido ha defendido siempre que en ningún caso trataría de imponer esa modalidad de gobierno contra la voluntad de la plural población del Líbano. «No queremos que el islam domine en el Líbano por la fuerza, como hace actualmente el Gobierno político de los maronitas», sostendrán los dirigentes de Hezbolá en la declaración contenida en la Carta abierta de febrero de 1985 en la que se manifiesta la creación del grupo. «pero resaltamos que estamos convencidos de que el islam es a un tiempo una fe, un sistema, un pensamiento y una norma de gobierno, razón por la cual instamos a todos a que lo acepten y se rijan por el derecho que de él se desprende.»29 Como ya ocurriera con los Hermanos Musulmanes de Egipto y de Siria, Hezbolá albergaba la esperanza de sustituir la jurisprudencia del hombre por la ley de alá. Los dirigentes de Hezbolá estaban persuadidos de que la inmensa mayoría de las personas del Líbano —incluso las grandes comunidades cristianas del país— habrían de decantarse de muy buena gana en favor de la justicia de la ley de alá, más elevada que la del hombre, tan pronto como el sistema de gobierno islámico hubiera demostrado ser superior al nacionalismo laico. Y en este sentido, la cúpula dirigente de Hezbolá creía que nada podría demostrar mejor la superioridad de la gobernación islámica que una victoria sobre Israel y los Estados Unidos. Y los jóvenes varones chiitas se mostraban deseosos de ofrecer el sacrificio de sus vidas, a imitación del modelo de conducta que todos ellos tenían en mente —el imán Hussein—, a fin de dar concreción a ese objetivo.
El primer atentado suicida chiita del Líbano lo organizaría la resistencia Islámica, una organización precursora de Hezbolá, en noviembre del año 1982. Un joven llamado Ahmed Qasir realizaría la primera «operación de martirio» al estrellar un vehículo repleto de explosivos contra el cuartel general del ejército israelí en la ciudad de tiro, al sur del Líbano, matando a setenta y cinco israelíes e hiriendo a otros muchos. El periodista Robert Fisk se presentó en tiro para investigar el atentado. Quedó conmocionado al constatar el elevado número de víctimas israelíes que se extraían de los escombros del edificio de ocho plantas, pero lo que le resultaría más difícil de aceptar sería el método empleado en la acción. «¿Un terrorista suicida? La idea parecía descabellada.»30 El elevado número de atentados que habrían de seguir al cometido contra el cuartel general de Israel vendría a confirmar que el terrorismo suicida había pasado a convertirse en una nueva y peligrosa arma del arsenal ofensivo de los enemigos de Israel y los Estados Unidos: el arma que haría saltar por los aires la embajada de los Estados Unidos en abril de 1983, la empleada en los atentados perpetrados contra los cuarteles estadounidense y francés en octubre de ese mismo año, y la elegida para la segunda acción terrorista contra el cuartel general israelí de tiro en noviembre de 1983, atentado este último en el que morirían otros sesenta israelíes.
La inteligencia israelí comprendió rápidamente la amenaza que suponía la existencia de la resistencia Islámica y devolvió los golpes asesinando selectivamente a distintos imanes chiitas. Lejos de ahogar la resistencia chiita, los asesinatos no conseguirían producir sino una escalada de la violencia. «en el año 1984 —señala un analista— el ritmo de los ataques [chiitas] se intensificaría terriblemente [en el Líbano], hasta el punto de que la suma de las acciones venía a suponer la muerte de un soldado israelí cada tres días.»31 Además, en el transcurso de ese mismo año, las milicias chiitas habrían de diversificar también sus tácticas, comenzando a secuestrar a occidentales en un intento de expulsar del Líbano a los extranjeros. en la época en que Hezbolá apareció en escena, en el año 1985, su enemigos habían iniciado ya la retirada.
La primera derrota que Israel habría de sufrir a manos de la insurgencia chiita sería la conversión del acuerdo del 17 de mayo en mero papel mojado. Al asediado Gobierno de Amin Gemayel le había sido imposible llevar a la práctica uno sólo de los extremos pactados en el acuerdo, de modo que el Consejo de Ministros libanés derogaría el tratado establecido con Israel antes de transcurrido un año desde el instante de su firma. La siguiente victoria de la resistencia Islámica se materializaría con la expulsión del Líbano de los ejércitos estadounidense y europeo. Además, al aumentar el número de bajas estadounidenses en el Líbano, el presidente Reagan hubo de hacer frente a una creciente presión por la que se le instaba a ordenar la retirada de las tropas. Los contingentes italianos y estadounidenses evacuarían el Líbano en febrero de 1984, y los últimos soldados franceses se retirarían a finales de marzo. Del mismo modo, también los israelíes comenzarían a comprender que la posición en que se encontraban en el Líbano resultaba cada vez más insostenible, con lo que, en enero de 1985, los miembros del gabinete del primer ministro Isaac Shamir llegarían al acuerdo de retirar sus tropas de los centros urbanos del sur del Líbano, concentrándolas en lo que daban en llamar la Zona de Seguridad del sur del Líbano, una franja de tierra situada a lo largo de la frontera que separa a Israel del Líbano y cuya anchura variaba entre los cinco y los veinticinco kilómetros en sus distintos tramos.
La Zona de Seguridad resultaría ser el legado más persistente de la invasión que había llevado a los israelíes a ocupar el Líbano en el año 1982. La idea en que se sustentaba la creación de la Zona de Seguridad del sur del Líbano consistía en crear un parapeto geográfico con el que proteger la región septentrional de Israel de cualquier posible ataque. La realidad, sin embargo, fue que se convirtió en una galería de tiro para Hezbolá y otras milicias libanesas decididas a continuar la lucha contra el ocupante israelí. A lo largo de los quince años siguientes, Hezbolá obtendría el apoyo de los libaneses de todas las confesiones, si no para materializar el estado islámico, sí al menos para actuar como movimiento de resistencia nacional contra la más que odiada ocupación israelí.
Para Israel, la invasión del año 1982 terminaría sustituyendo en último término a un enemigo por otro, ya que Hezbolá no sólo vendría a reemplazar a la organización para la Liberación de Palestina sino que se mostraría todavía más resuelta que ella en su encono contra el estado judío. Y a diferencia de los combatientes palestinos del Líbano, Hezbolá y los chiitas del sur del Líbano luchaban en defensa de su propia tierra.
Si lo valoramos de acuerdo con los criterios vigentes durante la guerra fría, el conflicto del Líbano había terminado convirtiéndose en una importante derrota para los Estados Unidos, que perdían así terreno en su rivalidad con la Unión Soviética. Sin embargo, los soviéticos no se hallaban tampoco en situación de lanzar las campanas al vuelo. La invasión de Afganistán, ocurrida en el año 1979, había dado lugar a un constante movimiento de insurgencia, y había convertido a ese país asiático en un polo de atracción al que acudían en número creciente los devotos musulmanes que deseaban integrarse en las filas de los muyahidines afganos que combatían para expulsar a los «comunistas ateos». Si el Líbano había sido la escuela chiita de la yihad, Afganistán iba a convertirse en el campo de entrenamiento de una nueva generación de militantes musulmanes sunitas.
* * *
En 1983, un argelino de veinticuatro años llamado Abdalá Anás cogió el autobús en su pueblo natal, Ben Badis, para dirigirse a la pequeña población comercial de Sidi Bel Abbes, en la que había un quiosco de periódicos, con la intención de ponerse al día y conocer lo que había estado sucediendo últimamente en el globo.32 Anás había sido uno de los fundadores del movimiento islamista en la región occidental de Argelia, y seguía con gran interés la evolución de los acontecimientos políticos que se producían en el mundo islámico.
Anás recuerda que ese día compró un ejemplar de una revista kuwaití que ofrecía información sobre un escrito que había atraído su atención: una fetua (esto es, un dictamen legal emitido por uno o más eruditos especializados en la ley islámica) firmada por un buen número de muftíes. El documento declaraba que uno de los deberes personales que incumbían a todos los musulmanes consistía en prestar apoyo a la yihad de Afganistán. Anás se dirigió a un café cercano, acomodándose para leer la fetua con detalle. Le impresionó la larga lista de imanes famosos que firmaban la declaración, entre los que figuraban los más destacados muftíes de los estados del golfo arábigo y Egipto. De entre todos ellos resaltaba en particular un nombre: el del jeque Abdalá Azzam, cuyas publicaciones y sermones grabados en cinta magnetofónica circulaban profusamente en los círculos islámicos.
Nacido en 1941 en el seno de una conservadora familia religiosa de una aldea cercana a la localidad Palestina de Yenín, Abdalá Azzam se había unido a los Hermanos Musulmanes siendo todavía un adolescente, a mediados de la década de 1950.33 Tras completar la enseñanza secundaria, Abdalá Azzam partió a estudiar derecho islámico a la Universidad de damasco. Al terminar la guerra de los Seis días, Azzam pasaría año y medio luchando contra la ocupación israelí en Cisjordania, en lo que más tarde daría en llamar su «yihad palestina». Después se trasladó a el Cairo, donde realizaría un máster y un doctorado en la madraza de al-Azhar. Durante su estancia en Egipto, Azzam tendría ocasión de conocer personalmente a Mohamed y amina Qutb, hermano y hermana respectivamente del difunto Sayyid Qutb, que había sido ejecutado por el Gobierno de Nasser en el año 1966. Los escritos de Qutb iban a ejercer un profundo influjo en el joven Azzam.
Con tan completas credenciales académicas en el bolsillo, Azzam ingresó en la facultad de estudios islámicos de la Universidad de Jordania, en Ammán, donde impartiría clases por espacio de siete años antes de que sus incendiarios escritos y sermones comenzaran a causarle problemas con las autoridades jordanas. Al verse en esa tesitura, Azzam abandonó Jordania y partió a Arabia Saudí en el año 1980, donde obtendría un puesto en la universidad del rey Abdulaziz, en Yida.
Justo antes de que Azzam se trasladara a Yida, los soviéticos invadieron Afganistán. El Gobierno comunista de Afganistán y sus aliados soviéticos se habían revelado hostiles al islam, de modo que los afganos «combatían esforzadamente por alá». Azzam respaldaría plenamente la causa afgana, convencido de que una victoria en Afganistán lograría revivir el espíritu de la yihad en todo el mundo islámico.
Como atestiguan sus últimos escritos, Azzam consideró que la victoria en Afganistán sería la mejor forma de movilizar a los musulmanes y de inducirles a la acción en otras zonas conflictivas. Habiendo nacido en palestina, Azzam veía Afganistán como terreno de instrucción para la realización de futuras acciones contra Israel. «Que no piensen que hemos olvidado la ofensa de palestina», escribe.
La liberación de Palestina es un elemento inseparable de nuestra religión. Lo llevamos en la sangre. Jamás olvidaremos Palestina. Sin embargo, estoy persuadido de que trabajar en Afganistán logrará revivir el espíritu de la yihad y renovar la fidelidad a alá, por grandes que puedan ser los sacrificios que debamos afrontar. Nos han impedido librar la yihad en Palestina a causa de las fronteras, las restricciones y las cárceles. Pero esto no quiere decir que renunciemos a la yihad. Tampoco significa que hayamos olvidado nuestro país. Hemos de prepararnos para la yihad en cualquier lugar del mundo en que podamos concretarla.34
El mensaje de Azzam relativo a la yihad y al sacrificio tendría una gran difusión, tanto por medio de sus escritos como a través de las grabaciones de sus encendidos sermones. Despertaría el espíritu de la yihad en los varones musulmanes de todo el mundo, llegando incluso a remotas poblaciones comerciales como la de Sidi Bel Abbes, en Argelia.
Cuanto más leía Anás el texto de la fetua que había firmado Azzam, y cuanto más ponderaba sus argumentos, tanto más convencido quedaba de que era incumbencia de todos los musulmanes combatir en Afganistán contra la ocupación soviética. «Si una franja de territorio musulmán es atacada, la yihad pasa a convertirse en deber individual de todos cuantos habiten en ese territorio, y también de sus vecinos», afirmaba la fetua. «Si su número es excesivamente reducido, o si se muestran incapaces o renuentes a la lucha, entonces el deber recae en todos aquellos que se encuentren en las inmediaciones, y así sucesivamente, hasta extenderse por el mundo entero.»35 Dada la gravedad de la situación en Afganistán, Anás tuvo la sensación de que el deber de la yihad se había presentado a él en la Argelia rural. La cosa resultaba de lo más notable, dado que, según confesaría más tarde el propio Anás, en aquella época no sabía absolutamente nada de Afganistán —de hecho, ni siquiera era capaz de ubicarlo en el mapa—.
Como muy pronto habría de comprender Anás, Afganistán es un país de gran diversidad cultural y trágica historia moderna. Fundamentalmente, su población se halla integrada por siete grupos étnicos, de los cuales los mayores son el de los pastunes (que representan aproximadamente el 40 por 100 de la población) y el de los tayikos (el 30 por 100), a lo que ha de añadirse, en los planos confesional y lingüístico, respectivamente, una mayoría de musulmanes sunitas, una amplia minoría chiita, y la coexistencia de dos idiomas oficiales (el persa y el pastún). La diversidad del país es a su vez reflejo de la situación geográfica que ocupa, ya que el territorio se extiende entre Irán al oeste, Pakistán al sur y al este, y China y las repúblicas centroasiáticas de Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán al norte (repúblicas que, en la época de Anás, pertenecían a la URSS). Ni la diversidad ni la situación geográfica han permitido que Afganistán disfrute de una gran estabilidad, lo que sumado al hecho de que se trate de un país carente de salida al mar contribuye a explicar que desde el año 1973 se haya visto sacudido por la agitación política y las guerras.
Los orígenes de la guerra afgano-soviética se remontan al golpe militar que derrocó a la monarquía del rey Zahir Shah en el año 1973 y que elevó al poder a un gobierno de tendencias izquierdistas. El régimen republicano del presidente Mohamed Daud Khan sería derribado a su vez tras el violento golpe de estado comunista ocurrido en abril de 1978. Los comunistas declararon instituida la república democrática de Afganistán, un estado de partido único aliado con la Unión Soviética que se zambulliría en un rápido proceso de reformas sociales y económicas. El nuevo Gobierno afgano era abiertamente refractario al islam y promovía el ateísmo estatal, circunstancia que provocaría una amplia oposición en la población afgana, mayoritariamente religiosa.
Con el respaldo soviético, el régimen comunista instauró un reino del terror durante el cual las autoridades perseguirían a todos cuantos se les opusieran, arrestando y ejecutando a miles de prisioneros políticos. Sin embargo, los propios comunistas instalados en el poder se hallaban escindidos en facciones, de modo que sucumbieron a las luchas intestinas. Tras una larga serie de asesinatos, la Unión Soviética terminaría interviniendo en Afganistán el día de Nochebuena del año 1979, enviando una fuerza invasora compuesta por veinticinco mil hombres a fin de hacerse con el control de la capital del país, Kabul, y colocar a su aliado afgano, Babrak Karmal, en la presidencia.
La invasión soviética de Afganistán provocó una condena internacional, pero ningún país se hallaba en situación de intervenir directamente para forzar la retirada soviética. Recayó por tanto sobre los hombros de los movimientos de resistencia afgana la tarea de repeler al ejército rojo, y desde luego los partidos islamistas encabezaron la lucha. Aunque de forma encubierta, recibirían mucha ayuda de los Estados Unidos, que juzgaban el conflicto en términos única y estrictamente relacionados con la guerra fría, una visión que convertía a los combatientes islamistas en aliados naturales en la lucha contra los soviéticos por el simple hecho de que fueran anticomunistas. A través de Pakistán, los Estados Unidos proporcionarían a la resistencia afgana pertrechos militares y avanzados misiles antiaéreos de lanzamiento manual. Durante la Administración Carter, los Estados Unidos concederían a la resistencia afgana unos doscientos millones de dólares en ayudas. Ronald Reagan incrementaría todavía más el respaldo estadounidense, proporcionando a los afganos material por valor de doscientos cincuenta millones de dólares, y esto sólo en el año 1985.36
Durante todo ese período, el Gobierno de Pakistán actuaría como intermediario entre las autoridades estadounidenses y la resistencia afgana, contribuyendo además con la prestación de servicios de inteligencia e instalaciones de entrenamiento para la formación de los muyahidines afganos (recordemos que el término «muyahidines» significa literalmente «los que luchan en la guerra santa», o si se quiere, guerrilleros islámicos). el mundo islámico proporcionaría asimismo un importante apoyo económico, y a partir del año 1983 empezaría a reclutar voluntarios dispuestos a luchar en la yihad afgana.
Abdalá Azzam encabezaría los llamamientos destinados a reclutar voluntarios árabes decididos a combatir en Afganistán, y Abdalá Anás sería uno de los primeros en responder. Ambos hombres se conocerían por casualidad en el año 1983, durante una peregrinación a La Meca. entre los millones de personas que se congregaban para llevar a efecto los rituales asociados con la peregrinación, Anás logró reconocer el inconfundible rostro de Abdalá Azzam, de largas barbas y cara ancha, y se acercó para presentarse.
—Leí la fetua publicada por usted y un grupo de imanes en relación con el deber de la yihad en Afganistán, y quedé convencido por sus argumentos, pero no sé como llegar a ese país —dijo Anás.
—Es muy sencillo —replicó Azzam—. Éste es mi número de teléfono en Islamabad. Tengo pensado regresar a Pakistán cuando termine el Hajj.* Si pasa usted por ese país, llámeme y le presentaré a nuestros colegas afganos de Peshawar.37
Menos de dos semanas después, Anás tomaba un avión a Islamabad. Dado que nunca había salido del mundo árabe, el joven argelino se desorientó en Pakistán. Se dirigió directamente a un teléfono público, sintiéndose aliviado al escuchar la voz de Azzam, que le invitaba a cenar. «Me recibió con una calidez que me conmovió», recuerda Anás. Al acogerle en su domicilio, Azzam presentó a Anás a los demás invitados. «Su casa estaba llena de estudiantes, los mismos a quienes enseñaba en la Universidad Islámica Internacional de Islamabad. Me pidió que permaneciera con él hasta que él mismo partiera hacia Peshawar, dado que me sería imposible dar con sus colegas afganos si me presentaba en Peshawar por mi cuenta.»
Anás pasaría tres días como invitado en casa de Azzam. Comenzaba así una profunda amistad y una sólida asociación política, consagrada posteriormente al casarse Anás con la hija de Azzam. Durante su estancia en casa de Azzam, Anás tuvo oportunidad de conocer a los primeros varones árabes que habían respondido al llamamiento de Azzam presentándose voluntarios para participar en la yihad afgana. en el año 1983, fecha en la que llegó Anás, los voluntarios árabes dispuestos a contribuir a la yihad de Afganistán no pasaban de la docena. Antes de partir hacia Peshawar, Azzam presentó a Anás a otro árabe que había acudido como voluntario.
—Te presento al hermano Osama Bin Laden —dijo Azzam a modo de presentación—. es uno de los jóvenes Saudíes más vehementemente atraídos por la yihad afgana.
«Me pareció extremadamente tímido, y un hombre de pocas palabras», recuerda Anás. «el jeque Abdalá me explicó que Osama iba a visitarle de vez en cuando a Islamabad.» Anás no llegó a conocer bien a Bin Laden, dado que combatieron en dos zonas distintas de Afganistán. Sin embargo, nunca olvidaría aquel primer encuentro.38
Hallándose todavía en Pakistán, Anás fue enviado a un campo de entrenamiento en compañía de otros dos árabes voluntarios. Al haber prestado el servicio militar en Argelia, Anás tenía ya mucha práctica con el subfusil de asalto Kaláshnikov. Tras dos meses de instrucción, se concedió a los voluntarios la primera oportunidad de entrar en acción en Afganistán.
Antes de abandonar el campo de entrenamiento de Pakistán para unirse a los muyahidines afganos, Azzam explicó a sus pupilos árabes que la resistencia afgana se hallaba dividida en siete facciones. Las mayores eran dos: una predominantemente pastún constituida por el Hezbi Islamí (el partido Islámico) del comandante Gulbuddin Hekmatyar, y otra encabezada por el tayiko Burhanuddin Rabbani y organizada a instancias de la Jamiati Islamí (la asociación Islámica). Azzam advirtió a los voluntarios árabes que debían evitar implicarse en la división provocada por las distintas facciones afganas y que lo mejor era que se consideraran «huéspedes del conjunto del pueblo afgano».
Sin embargo, y dado que los árabes tenían que servir como voluntarios en diferentes provincias afganas, no había modo de evitar que lo hicieran a las órdenes de partidos específicos, lo que inevitablemente les conduciría a mostrarse leales a los hombres con quienes hubieran luchado. Anás se presentó voluntario para combatir en la provincia septentrional de Balj, cuya capital era la importante ciudad de Mazari Sharif, a las órdenes de los hombres de Rabbani, pertenecientes a la Jamiati Islamí. El puñado de voluntarios árabes partió en pleno invierno en compañía de sus comandantes afganos, cruzando el territorio sujeto al control soviético con una caravana de trescientos hombres armados, todos a pie. El peligroso viaje les llevó cuarenta días.
Una vez llegados a Mazari Sharif, las primeras experiencias de la yihad afgana dejaron desalentado a Anás. El comandante local de Mazari Sharif acababa de morir en una operación suicida contra los soviéticos, y tres de sus subordinados disputaban entre sí para hacerse con el control de las fuerzas con que contaba la resistencia en esa ciudad estratégica. Anás se sintió desconcertado. «No éramos más que unos jovencitos carentes de información, instrucción y dinero», dice Anás al describir su propia situación y la de los otros dos árabes que habían hecho la travesía con él. «Comprendí que la participación en la yihad exigía un nivel [de preparación] muy superior al que habíamos alcanzado.»
Al mes de su llegada a Mazari Sharif, Anás decidió abandonar «aquella explosiva situación» y regresar a Peshawar lo más pronto posible. La primera impresión que había recibido en Afganistán le había persuadido de que los problemas del país eran demasiado grandes para que pudieran solucionarlos un puñado de voluntarios bien intencionados. «era inevitable apelar al mundo islámico e instarle a que asumiera su responsabilidad. El problema afgano superaba con mucho las fuerzas que pudieran tener los árabes, ya fueran cinco, veinticinco o cincuenta.» Anás consideraba esencial informar a Abdalá Azzam de la situación política reinante en el interior de Afganistán «al objeto de que pudiera exponer la situación en el mundo árabe y el orbe islámico —como primera medida— y le fuera después posible solicitar más ayuda para resolver el problema afgano».39
La población fronteriza de Peshawar sufrió varios cambios significativos durante los meses que Anás permaneció en Afganistán. Ahora había muchos más voluntarios árabes, ya que su número había pasado de la exigua docena presente sobre el terreno en las fechas en que llegó Anás, a los setenta u ochenta combatientes de principios de 1985. Abdalá Azzam había organizado un servicio de recepción para atender al creciente número de árabes que estaban respondiendo a su llamamiento. «Mientras te hallabas fuera —explicaba Azzam a anás—, Osama Bin Laden y yo hemos creado una oficina de Servicios [Maktab al-Khadamat] junto a un grupo de hermanos. Hemos fundado este negociado con la intención de coordinar la participación árabe en la yihad afgana.»40 Azzam consideraba que la oficina de Servicios constituía una institución independiente en la que los voluntarios árabes podían conocerse y recibir instrucción militar sin correr el riesgo de verse envueltos en las divisiones políticas de los afganos. La oficina de Servicios tenía tres objetivos: proporcionar asistencia, ayudar a la realización de reformas, y fomentar el islam. La oficina comenzó a abrir escuelas e institutos en Afganistán, así como en los campamentos de refugiados afganos de Pakistán, cuya población iba en aumento. Proporcionaba apoyo a los huérfanos y a las viudas que generaba el conflicto. Y al mismo tiempo se dedicaba a la propaganda activa al objeto de atraer a nuevos reclutas y de animarles a participar en la yihad afgana.
Entre esos esfuerzos propagandísticos, la oficina de Servicios emprendió la publicación de una revista popular, distribuida en todo el mundo árabe, llamada al-Jihad. Las páginas de al-Jihad estaban repletas de relatos de heroísmo y sacrificio concebidos para servir de inspiración a los musulmanes de todas las edades. Los más destacados pensadores islamistas colaboraban en ella insertando sus artículos. Zainab al-Gazali, a quien Nasser había encarcelado por sus actividades islamistas en la década de 1960, concedería una entrevista a al-Jihad con ocasión de una visita a Pakistán. Cumplidos ya los setenta años, al-Gazali no había perdido un ápice del celo que la había llevado a impulsar la causa islámica. «el tiempo que pasé en la cárcel no equivale a un solo instante vivido sobre el terreno en ayuda de la yihad de afganistán», diría a su entrevistador. «desearía poder acompañar a las mujeres que combaten en Afganistán, y le pido a alá que conceda la victoria a los muyahidines y perdone nuestras deficiencias [se refiere a la comunidad internacional del islam], ya que no siempre hemos estado a la altura de lo que exige la justicia para con Afganistán.»41 Al-Gazali idealizaba la yihad afgana, considerándola «un retorno a la época de los compañeros del profeta —que la paz sea con él—, un regreso a la era de los califas bien guiados».
La revista al-Jihad reforzaba la heroica narrativa de la guerra afgana contra los soviéticos publicando crónicas en las que se referían milagros que evocaban los tiempos del profeta Mahoma. entre esos escritos figuraban artículos en los que se decía que un grupo de muyahidines había aniquilado a setecientos soviéticos, y que en la acción no se habían perdido más que siete hombres, elevados inmediatamente a la categoría de mártires; textos que hablaban de que un joven había derribado siete aviones soviéticos sin la ayuda de nadie; e incluso párrafos que aseguraban que se habían visto bandadas de pájaros celestiales que habían creado una cortina de aves para proteger del enemigo a los muyahidines. La revista trataba de imbuir en los lectores la convicción de que se estaba produciendo una intervención divina y de que con ella alá recompensaba la fe de sus valientes, concediéndoles la victoria frente a adversidades indecibles.
Sin embargo, Abdalá Anás era un hombre pragmático y había conocido la situación de Afganistán sobre el terreno. No aparece ningún milagro en la serena crónica de la guerra que él nos ofrece. Regresó a Mazari Sharif en el año 1985, combatiendo a las órdenes del comandante Ahmed Shah Masud, perteneciente a las fuerzas de la Jamiati Islamí, que operaban en la región del valle de Panjshir, situada al norte del país. Masud era un líder nato, un carismático comandante guerrillero de pasta comparable a la de un Che Guevara. Acostumbraba a replegarse con sus fuerzas al territorio prohibido del Hindu Kush al objeto de organizar bases guerrilleras en las profundas cuevas de las montañas, donde podía resistir las semanas de bombardeos de represalia, emergiendo después de los escombros para infligir importantes bajas a las fuerzas soviéticas. Sin embargo, sus hombres también las sufrían. en una ocasión en que Masud se replegaba a través de un estrecho valle en compañía de una de sus unidades, el pequeño grupo se vio sorprendido por un ataque con misiles soviéticos. «en menos de cinco minutos, más de diez de los nuestros habían caído como mártires», recordará Anás. «Fue una visión inimaginable.»42 Anás describirá asimismo otra batalla en la que Masud condujo a la victoria a trescientos de sus hombres (entre los que figuraban quince voluntarios árabes) en un encuentro con los soviéticos. El combate duró un día y una noche enteros, y el contingente de Masud sufrió dieciocho bajas (entre ellas cuatro árabes) y un gran número de heridos.43
Los muyahidines afganos y los voluntarios árabes que les apoyaban combatieron a la desesperada —y en último término con éxito— contra unas fuerzas superiores a las suyas. La década de ocupación resultaría extremadamente costosa para la Unión Soviética, tanto en hombres como en material. en Afganistán morirían al menos quince mil soldados del ejército rojo, y cincuenta mil más resultarían heridos en acto de servicio. La resistencia afgana se las arregló para derribar más de un centenar de aeroplanos y unos trescientos helicópteros con misiles antiaéreos proporcionados por los Estados Unidos. A finales del año 1988, los soviéticos terminarían reconociendo que les era imposible doblegar la voluntad de Afganistán, pese a contar con un ejército de invasión integrado por cien mil hombres. El Kremlin decidió poner fin a sus pérdidas y retirarse. El 15 de febrero de 1989 abandonaban Afganistán las últimas unidades soviéticas. Con todo, para los hombres que habían combatido como voluntarios en Afganistán esta gran victoria de los grupos armados musulmanes frente a una potencia nuclear habría de constituir en última instancia una decepción.
La victoria de la resistencia afgana sobre los soviéticos no se tradujo en la materialización del objetivo último de los islamistas, la creación de un estado islámico. Una vez que el enemigo soviético quedó fuera de sus fronteras, las facciones afganas se enzarzaron unas con otras en una lucha de poder que pronto degeneraría en una guerra civil. Y pese a los ímprobos esfuerzos de Abdalá Azzam, muchos de los voluntarios árabes habían terminado escindiéndose en función de la línea ideológica de las distintas facciones afganas, respaldando al bando sostenido por el partido con el que se habían relacionado. Otros prefirieron abandonar Afganistán. Las violentas luchas territoriales entre los diversos jefes militares enfrentados no constituían ninguna yihad, y no deseaban combatir contra camaradas musulmanes.
Los voluntarios árabes no ejercerían un impacto decisivo en la guerra de los afganos contra la Unión Soviética. Contemplando las cosas con la perspectiva del tiempo, Abdalá Anás declararía que la contribución árabe a la guerra de Afganistán no había sido más que «una gota en el océano». es probable que el contingente de voluntarios que habían luchado en la yihad afgana —a los que se daría el nombre de «árabes afganos»— no llegara a superar en ningún momento los dos mil hombres, y de ellos, «únicamente una pequeñísima porción llegaría a penetrar en Afganistán para intervenir en la guerra junto a los muyahidines», afirmará Anás. El resto permanecería en Peshawar, dedicado a labores de voluntariado, «en calidad de médicos y chóferes, o de cocineros, contables e ingenieros».44
Con todo, la yihad afgana habría de ejercer una persistente influencia en el mundo árabe. Muchos de quienes respondieran al llamamiento a la yihad regresarían a sus lugares de origen resueltos a hacer realidad el orden islámico ideal que no habían podido materializar en Afganistán. Según las estimaciones de Anás, serían unos trescientos los voluntarios argelinos que aportaran su granito de arena al conflicto de Afganistán. Y al retornar a sus hogares, muchos de ellos habrían de desempeñar un papel activo en las acciones de un nuevo partido político islamista: el Frente Islámico de Salvación (más conocido habitualmente por sus siglas francesas FIS —Front Islamique du Salut—). Otros se agruparían en torno a Osama Bin Laden, que había terminado creando una institución que rivalizaba con la oficina de Servicios de Abdalá Azzam. Bin Laden daría a su nueva organización el nombre de «la Base», aunque se la conoce generalmente por su nombre árabe: al Qaeda. Algunos de los árabes que habían combatido junto a Anás en el valle de Panjshir optarían por permanecer en Pakistán, pasando a convertirse en miembros fundadores de al Qaeda.
El hombre que había infundido ánimos a los árabes afganos habría de descansar para siempre en Pakistán. Abdalá Azzam fue asesinado el 24 de noviembre de 1989, junto a dos de sus hijos, al estallar un coche bomba cuando se dirigían a una mezquita de Peshawar para las oraciones del viernes. Se han elaborado muchas teorías, ninguna de ellas concluyente, respecto a quién pudo haber ordenado la eliminación de Abdalá Azzam: se dice que fueron las facciones afganas rivales; o alguien perteneciente al círculo de Osama Bin Laden; o quizá incluso los israelíes, que consideraban que Azzam era el líder espiritual de un nuevo movimiento islamista palestino denominado Hamás.
* * *
En diciembre de 1987, las gentes de Gaza llevaban ya veinte años sometidas a la ocupación israelí. La Franja de Gaza es una estrecha faja de tierra de unos diez kilómetros de anchura que se extiende junto a la costa mediterránea a lo largo de más de cuarenta kilómetros y que en aquella época se hallaba poblada por unos seiscientos veinticinco mil palestinos. Los habitantes de Gaza, que en sus tres cuartas partes eran refugiados procedentes de las regiones de Palestina que habían sido conquistadas en 1948 por el recién creado estado de Israel, habían sufrido un gran aislamiento entre los años 1948 y 1967. Las autoridades egipcias habían confinado a los gazatíes en su enclave costero, y además la frontera hostil que compartían con Israel les mantenía separados de la patria perdida.
Al producirse la ocupación israelí de la guerra de los Seis días en 1967, los gazatíes tuvieron al menos la oportunidad nueva de internarse en el resto de la Palestina histórica y visitar a los palestinos que habían permanecido en esa región —esto es, en los pueblos y ciudades de Israel y en la ocupada Cisjordania—. Después del año 1967, Gaza conocería asimismo una especie de expansión económica. Durante la ocupación israelí, los gazatíes consiguieron empleos en Israel, cruzando con relativa facilidad la frontera en ambos sentidos. Los israelíes hacían compras en Gaza, aprovechando que los precios se hallaban libres de impuestos. Puede decirse que, en muchos aspectos, la dominación israelí lograría mejorar las condiciones de vida de los habitantes de Gaza.
Con todo, ningún pueblo es feliz hallándose sometido a una ocupación, y los palestinos aspiraban a la independencia en su propia tierra. Sin embargo, las esperanzas que tenían de que los demás estados árabes vinieran a liberarles quedarían truncadas al concluir Egipto un tratado de paz con Israel en 1979, y la expectativa de que la liberación pudiera venir de manos de la organización para la Liberación de Palestina se vendría abajo después de que en el año 1982 los israelíes invadieran el Líbano y dispersaran a las unidades de combatientes palestinos por todo el mundo árabe.
A finales de la década de 1970 y principios de los años ochenta, los propios palestinos residentes en el interior de Gaza y en Cisjordania empezaron a enfrentarse cada vez con mayor frecuencia a las fuerzas de ocupación. El Gobierno israelí constataría, sólo en Cisjordania, una escalada de «actos ilegales», pasándose de los seiscientos cincuenta y seis «disturbios» de 1977 a los mil quinientos cincuenta y seis de 1981 y los dos mil seiscientos sesenta y tres de 1984.45
La resistencia en el interior de los territorios ocupados dio lugar a duras represalias israelíes: hubo arrestos generalizados, actos de intimidación, torturas y humillaciones. Para los palestinos, que son gentes orgullosas, lo más difícil de encajar fueron las humillaciones. La pérdida de la dignidad y la vejación del amor propio se agravarían al saberse que el ocupante les consideraba, en palabras del intelectual islamista Azzam Tamimi, un grupo «infrahumano e indigno de respeto».46
Peor aún, los palestinos se sentían cómplices de su propio sojuzgamiento al estar cooperando con la ocupación israelí. El hecho de que los palestinos de Gaza y Cisjordania ocuparan puestos de trabajo en Israel y atrajeran a los clientes israelíes a sus comercios les implicaba en la ocupación. Y dado que los israelíes se dedicaban a confiscar tierras y a construir edificios en los asentamientos que establecían en las tierras palestinas ocupadas, la cooperación con los israelíes adquiría los tintes de un colaboracionismo. Así lo explicará el intelectual y activista palestino Sari Nusseibeh: «La contradicción de utilizar pintura israelí para garabatear nuestras pintadas contra la ocupación se estaba convirtiendo en algo tan insufrible que la explosión terminó resultando inevitable».47
Y la explosión se produciría finalmente en diciembre del año 1987, siendo el elemento desencadenante un accidente de tráfico ocurrido cerca del puesto de control fronterizo de Erez, en el norte de Gaza. El 8 de diciembre, un camión del ejército israelí chocó contra dos furgonetas en las que regresaban a casa, procedentes de Israel, unos obreros palestinos, matando a cuatro de ellos e hiriendo a siete. Por la comunidad Palestina comenzaron a correr rumores de que las muertes habían sido deliberadas, lo que hizo aumentar la tensión en los territorios ocupados. Al día siguiente, tras la celebración de los funerales, hubo importantes manifestaciones, presentándose las tropas israelíes a dispersarlas con fuego real y matando a varios manifestantes.
Las muertes del 9 de diciembre harían estallar diversas revueltas, extendiéndose éstas como un reguero de pólvora por Gaza y Cisjordania y transformándose rápidamente en un levantamiento popular contra los veinte años de ocupación israelí. Los palestinos darían a su movimiento el nombre de «Intifada», una palabra árabe que significa a un tiempo alzarse y sacudirse el polvo, queriendo señalar que los palestinos se estaban sacudiendo de encima las décadas de humillación acumuladas mediante una confrontación directa con los ocupantes.
La Intifada comenzó como una serie de enfrentamientos descoordinados con las autoridades israelíes. Los manifestantes descartaban la utilización de armas y declararon que su movimiento era de carácter no violento, pese a que lanzaran piedras. Las autoridades israelíes respondían con pelotas de goma y gases lacrimógenos. Aun así, las fuerzas israelíes matarían a veintidós manifestantes antes de que terminara el año 1987. en lugar de sofocar la violencia, la represión israelí no serviría más que para acelerar el ciclo de las protestas y confrontaciones provocadas en la espiral de acción-reacción.
Durante las primeras semanas, la Intifada no contó con un liderazgo central. Al contrario, el movimiento se desarrolló por medio de una serie de manifestaciones espontáneas dispersas por toda la franja de Gaza y Cisjordania. Como recuerda Sari Nusseibeh, se trataba de un movimiento de base en el que «todos los manifestantes hacían lo que consideraban más adecuado en cada instante, y los dirigentes más reconocidos no tenían inconveniente en correr a secundarles».48
Dos organizaciones clandestinas surgirían para dotar de una cabeza rectora a la Intifada. en Cisjordania, las ramas locales de las facciones pertenecientes a la organización para la Liberación de Palestina —incluido el movimiento de al-Fatah fundado por Yasir arafat—, a los Frentes popular y democrático para la Liberación de Palestina, y a los Comunistas, unirían sus fuerzas para crear una cúpula dirigente clandestina que se autodenominaría Mando Nacional Unificado (UNC, según sus siglas inglesas —United National Command—). en Gaza, los islamistas vinculados con los Hermanos Musulmanes crearon el Movimiento de resistencia Islámica, más conocido por sus siglas árabes: Hamás. La dureza de la represión israelí haría imposible que estos dirigentes clandestinos se reunieran o ejercieran su autoridad abiertamente. en consecuencia, cada uno de ellos se dedicaría a publicar panfletos de forma periódica —habiendo dos series de hojas volanderas diferentes: los impresos confeccionados por Hamás, y un conjunto de comunicados completamente independiente realizado por el Mando Nacional Unificado—. Con esos textos efímeros las organizaciones daban a conocer sus objetivos y dirigían las acciones públicas. Tanto los panfletos del Mando Nacional Unificado como los de Hamás operaban a un tiempo como llamamientos a la acción y como partes de noticias. También serían expresión de la lucha, cada vez más enconada, que enfrentaba a las fuerzas nacionalistas laicas de la organización para la Liberación de Palestina con el creciente movimiento islamista, una pugna en la que ambas partes tratarían de controlar el movimiento nacional palestino presente en el interior de los territorios ocupados.
Los Hermanos Musulmanes eran el movimiento político mejor organizado de la Franja de Gaza, así que serían también el primero en responder a la revuelta popular. Su dirigente era un activista parapléjico de cincuenta y tantos años: el jeque Ahmed Yasín. Al igual que otros muchos habitantes de esa región, Yasín había llegado a Gaza como refugiado en el año 1948. Paralítico debido a un accidente laboral que había sufrido siendo un adolescente, había completado sus estudios y obtenido el título de maestro de escuela, para llegar a ser más tarde guía religioso. en la década de 1960 ingresaría en los Hermanos Musulmanes, convirtiéndose en un gran admirador de Sayyid Qutb, reeditando sus trabajos y dándoles difusión a fin de que consiguieran el mayor número de seguidores posible en toda Gaza. A mediados de la década de 1970 fundaría una organización benéfica a la que daría el nombre de Centro Islámico, y a través de ella se dedicaría a crear mezquitas, escuelas y clínicas nuevas en toda la Franja de Gaza, organizando así una red que contribuyó notablemente a la expansión de los valores islamistas.
El 9 de diciembre de 1987, la noche en que comenzaron los disturbios, Yasín convocó una reunión de la cúpula dirigente de los Hermanos Musulmanes al objeto de coordinar las distintas acciones. Sus integrantes decidirían transformar la organización de los Hermanos Musulmanes de Gaza en un movimiento de resistencia, creándose así el grupo Hamás, que iniciaría sus actividades el 14 de diciembre con la publicación de un primer panfleto.
La novedad que vendría a introducir Hamás en el panorama regional radicaría en el hecho de que consiguiera articular las aspiraciones de los palestinos en términos estrictamente islamistas. Desde su primer comunicado, Hamás impondría un mensaje intransigente en el que vendría a unir el enfrentamiento al estado judío con el rechazo del nacionalismo árabe laico. «Sólo el islam puede quebrar el espinazo de los judíos y desbaratar su sueño», insistía Hamás. Basándose en los argumentos de Abdalá Azzam, que había abogado en favor de la yihad tanto en Afganistán como en palestina, los islamistas palestinos declararían estar más resueltos a rebelarse contra los ocupantes extranjeros presentes en suelo islámico que a oponerse a los dirigentes árabes autoritarios, como propugnaba Sayyid Qutb. «Si un enemigo ocupa una parte de los territorios musulmanes —afirmaba Hamás en su carta programática de 1988—, todos los musulmanes tienen el obligado deber de consagrarse a la yihad. en la lucha contra la ocupación judía de Palestina hemos de enarbolar el estandarte de la yihad».49
Pese a ser nacionalistas laicos como los que habían venido dominando la política Palestina desde la década de 1960, había algo nuevo en el Mando Nacional Unificado. era la primera vez que los activistas locales de Cisjordania se atrevían a poner sobre la mesa su propio punto de vista sin consultar a Arafat ni a la cúpula dirigente en el exilio. El Mando Nacional Unificado de Cisjordania haría público su primer comunicado poco después de que se diera a conocer el panfleto fundacional de Hamás. Sari Nusseibeh recuerda que los autores del primer folleto publicado por el Mando Nacional Unificado eran «dos activistas locales de la organización para la Liberación de palestina», añadiendo que no tardaron nada en ser descubiertos, puesto que «ya les habían enviado a la cárcel antes incluso de que sus folletos llegaran a las calles», habiendo sido arrestados por las autoridades israelíes en una campaña general de medidas drásticas contra los rebeldes palestinos. El panfleto hacía un llamamiento a la huelga general, declarando que debería durar tres días —se trataba de conseguir la total paralización económica de los territorios ocupados— y lanzando advertencias contra todo aquel que intentara boicotear la huelga o cooperar con los israelíes.
El Mando Nacional Unificado siguió publicando boletines informativos en semanas alternas, de modo que sólo durante el primer año de la Intifada pondría en la calle treinta y un partes de noticias. en ellos, el grupo comenzó a estipular una serie de exigencias: el cese de la expropiación de tierras y de la creación de asentamientos israelíes en los territorios ocupados, la liberación de los palestinos encarcelados en las prisiones israelíes, y la retirada del ejército israelí de las ciudades y los pueblos palestinos. Los panfletos animaban a la gente a enarbolar la bandera Palestina —una enseña que los israelíes habían prohibido largo tiempo— y a gritar: «¡abajo la ocupación!» y «¡Larga vida a la Palestina árabe libre!». El objetivo último del Mando Nacional Unificado era la consecución de un estado palestino independiente con capital en la Jerusalén este.50 La Intifada estaba convirtiéndose rápidamente en un movimiento de independencia.
El estallido de la Intifada cogió completamente desprevenidos a los dirigentes de la organización para la Liberación de Palestina, que se hallaban en Túnez. Reconocida por todos los palestinos como su «único representante legítimo», la OLP llevaba mucho tiempo monopolizando las acciones del movimiento nacional palestino. Ahora la iniciativa había pasado de la cúpula dirigente «externa», asentada en Túnez, a los activistas «internos» de la OLP que operaban en los territorios ocupados palestinos. La distinción entre unos miembros «internos» y otros «externos» colocaba a la cúpula de la OLP en clara situación de desventaja. De repente, al lanzar los residentes de Gaza y Cisjordania una oferta propia para la consecución de un estado palestino independiente, Arafat y sus lugartenientes tuvieron la impresión de estar de más.
En enero de 1988, Arafat maniobró para someter a la Intifada al mando de la OLP. Con este objetivo se entrevistaría con uno de los máximos comandantes de Al-Fatah, Khalil Al-Wazir (más conocido por el apodo de Abu Yihad), a fin de que los activistas de Túnez y Cisjordania actuaran de forma coordinada. El tercer panfleto del Mando Nacional Unificado, publicado el 18 de enero de 1988, sería el primero en contar con la autorización de la cúpula de dirigentes de al-Fatah que residían en Túnez. en pocas horas se repartieron en Gaza y Cisjordania más de cien mil panfletos. Los habitantes de los territorios ocupados responderían con presteza a la autorizada voz de la maquinaria política de Arafat. Como observa Sari Nusseibeh, «aquello era como ver a los músicos seguir las indicaciones del director de orquesta».51 En lo sucesivo, la dirección de la Intifada quedaría en manos de Arafat y de sus lugartenientes.
El Gobierno israelí estaba decidido a evitar que la OLP aprovechara la Intifada para conseguir logros políticos a expensas de Israel. Unos asesinos israelíes iban a detener en seco la misión de Abu Yihad, abatiéndole a tiros en su domicilio de Túnez el 16 de abril de 1988. Sin embargo, una vez establecido el vínculo entre el Mando Nacional Unificado y la organización para la Liberación de Palestina, los dirigentes de Túnez consiguieron mantener el control sobre las fuerzas laicas de la Intifada.
El ciclo de huelgas y manifestaciones, convocadas en respuesta a los panfletos publicados por el Mando Nacional Unificado y Hamás, no disminuyó. Las autoridades israelíes tenían la esperanza de que el movimiento perdiera ímpetu. Sin embargo, parecía estar ocurriendo lo contrario, ya que comenzó a ganar fuerza y a plantear un verdadero reto al control que venían ejerciendo los israelíes en los territorios ocupados. Al cumplirse el tercer mes de Intifada, las autoridades israelíes decidieron recurrir a medios extralegales para sofocar la revuelta. Tomando como base la normativa para casos de emergencia elaborada por las autoridades del Mandato Británico mucho antes de que las Convenciones de Ginebra establecieran unas normas legales internacionales para el trato a los civiles sometidos a ocupación, el ejército israelí empezó a aplicar castigos colectivos como los arrestos generalizados, la detención sin cargos y la demolición de viviendas.
La opinión pública internacional quedó horrorizada al contemplar la imagen de unos soldados fuertemente armados que no dudaban en responder con fuego real a las piedras que les lanzaban los manifestantes, circunstancia que empujaría a Isaac Rabin, ministro de defensa de Israel en aquella época, a ordenar la utilización de «la fuerza, la violencia y las palizas» en lugar de munición real. La brutalidad de esta política aparentemente benigna quedaría de manifiesto en febrero de 1988, tras retransmitir el canal de televisión estadounidense CBS unas imágenes en las que los soldados israelíes aparecían propinando terribles palizas a los jóvenes palestinos cerca de Naplusa. Uno de los pasajes del reportaje gráfico resultaba particularmente cruento, ya que en él se veía que un soldado estiraba el brazo de un prisionero y se lo machacaba repetidas veces con una gran piedra para romperle el hueso.52 El ministro de Justicia de Israel amonestó a Rabin, diciéndole que advirtiera a sus soldados que aquellos actos eran ilegales, pero el ejército israelí siguió infligiendo bárbaras palizas a los manifestantes palestinos. A lo largo del primer año de la Intifada morirían más de treinta palestinos a consecuencia de aquellas palizas.53
No deja de ser notable que en este contexto de violencia israelí, los palestinos optaran por mantener una táctica de resistencia no violenta. Las autoridades israelíes pondrían en cuestión que los palestinos se atuvieran efectivamente a prácticas no violentas, como afirmaban, ya que, según señalaban, los manifestantes lanzaban barras de hierro y cócteles molotov además de piedras, proyectiles capaces de causar graves heridas e incluso la muerte. Con todo, los palestinos no recurrirían en ningún caso al uso de armas de fuego en sus enfrentamientos con los israelíes, circunstancia que contribuiría notablemente a cambiar el sentido de la opinión pública internacional, que durante décadas había considerado que los palestinos eran simples terroristas e Israel un acosado David. De este modo, Israel se encontró en la desacostumbrada tesitura de tener que disipar el claro perfil de Goliat que ofrecía a los ojos de la prensa internacional.
La actitud no violenta determinaría que la Intifada se convirtiera en el más incluyente de los movimientos palestinos. en vez conceder un protagonismo preferente a los jóvenes dotados de instrucción militar, las manifestaciones y actos de desobediencia civil de la Intifada traerían al primer plano de la movilización antiisraelí a la totalidad de la población de los territorios ocupados —fueran hombres o mujeres, jóvenes o ancianos—, uniéndolos en una misma lucha de liberación. Los panfletos clandestinos de Hamás y del Mando Nacional Unificado propondrían una amplia gama de estrategias de resistencia: huelgas, boicots a los productos israelíes, impartición de clases en las casas para contrarrestar el cierre de las escuelas, creación de pequeños huertos individuales para aumentar la autosuficiencia alimentaria... Todo ello aumentaría la capacidad de autogestión de los palestinos sometidos a la ocupación israelí e imbuiría en ellos la profunda sensación de estar compartiendo un objetivo común capaz de mantener viva la Intifada pese a la dura represión israelí.
Sin embargo, durante la primavera y el verano de 1988, la Intifada comenzó a provocar tensiones entre el Mando Nacional Unificado laico y Hamás. Ambas organizaciones afirmaban representar a la resistencia palestina. en sus octavillas, Hamás proclamaba ser «el movimiento [de los palestinos], el Movimiento de la resistencia Islámica», mientras el Mando Nacional Unificado reivindicaba el liderazgo de las masas palestinas, esto es, de «las gentes que han respondido al llamamiento de la OLP y del Mando Nacional Unificado para el Levantamiento».54 Los rivales laicos e islamistas leían las octavillas de la facción contraria y competían por el control de las acciones populares callejeras. De este modo, al lanzar Hamás un llamamiento a la huelga nacional en el panfleto del 18 de agosto —potestad que la organización para la Liberación de Palestina reclamaba como propia en los territorios ocupados—, el Mando Nacional Unificado comenzaría a exponer sus primeras críticas directas a la organización islamista, afirmando que «todos los golpes que afecten a la unidad de nuestras filas equivalen a prestar un importante servicio al enemigo y dañan la revuelta».
Esta pugna por la preponderancia no contribuiría sino a enmascarar las importantísimas diferencias que separaban a Hamás de la OLP: mientras Hamás trataba de conseguir la destrucción del estado judío, la OLP y el Mando Nacional Unificado deseaban en cambio crear un estado palestino vecino de Israel. Hamás consideraba que toda Palestina constituía un territorio inalienablemente musulmán que era preciso arrancar a la dominación no musulmana por medio de la yihad. Su confrontación con Israel era un combate a largo plazo, ya que su objetivo último radicaba en la creación de un estado islámico en el conjunto de Palestina. La OLP, por el contrario, llevaba aproximándose a la solución de los dos estados desde el año 1974. Yasir Arafat utilizaba la Intifada como un vector para terminar creando un estado palestino independiente en la Franja de Gaza y Cisjordania, un estado cuya capital debería asentarse en la Jerusalén este —pese a que esto implicara aceptar el reconocimiento de Israel y ceder al estado judío el 78 por 100 de la Palestina perdida en el año 1948—. Las posiciones de los dos grupos resistentes resultaban irreconciliables, de modo que la OLP optó por recorrer la senda conducente a la solución de los dos estados sin tener en consideración los puntos de vista del Movimiento de resistencia Islámico.
La resistencia Palestina y la represión israelí habían colocado a la Intifada en pleno centro de la atención mediática internacional, y en el mundo árabe más que en ninguna otra parte. en junio de 1988, la Liga Árabe convocó en Argel una cumbre urgente para abordar la cuestión de la Intifada. La OLP aprovecharía la ocasión para estipular su posición por escrito en un documento que apelaba al mutuo reconocimiento de los derechos que poseían tanto los palestinos como los israelíes a vivir en paz y en un entorno presidido por la seguridad. Hamás rechazó de plano el planteamiento de la OLP y reiteró su reivindicación de que los musulmanes tenían derecho a la totalidad de Palestina. Sus dirigentes darían a conocer sus puntos de vista en un panfleto que Hamás publicaría el 18 de agosto, un texto en el que la resistencia Islámica insistía en que «los musulmanes han ejercido plena —y no parcialmente— sus derechos sobre Palestina durante generaciones, pues así lo han hecho en el pasado, lo hacen en el presente, y lo harán en el futuro».
Sin amilanarse ante la oposición islámica, la organización para la Liberación de Palestina procedió a utilizar la Intifada como elemento con el que legitimar su llamamiento favorable a una solución biestatal al conflicto entre los israelíes y los palestinos. en septiembre de 1988, la OLP anunció que planeaba convocar una reunión del Consejo Nacional palestino (Palestine National Council, o PNC en inglés), es decir, el parlamento palestino en el exilio, a fin de consolidar las ventajas conseguidas mediante la Intifada y lograr que se respetaran «los derechos nacionales del pueblo palestino a regresar a su tierra, a la autodeterminación, y al establecimiento de un estado independiente en el suelo nacional de Palestina y con un gobierno de la OLP».55 Una vez más, la organización Hamás rechazó y condenó la posición de la OLP. El panfleto publicado el 5 de octubre sostenía, entre otras cosas, lo siguiente: «Nos oponemos a conceder un solo centímetro de nuestra tierra, regada con la sangre de los compañeros del profeta y sus seguidores». Hamás insistía en que su organización habría de continuar «con las revueltas callejeras que luchan por liberar la totalidad de nuestra tierra de la contaminación judía (con la ayuda de alá)». Los planos de confrontación entre la organización para la Liberación de Palestina y la resistencia Islámica no podían haber quedado más claramente expuestos.
Las prioridades que Arafat quería exponer ante la reunión del Consejo Nacional palestino, cuya fecha de reunión había quedado fijada para el mes de noviembre de 1988, pasaban nada menos que por la declaración de que los territorios ocupados palestinos constituían un estado. en Gaza y Cisjordania, dos regiones exhaustas tras once meses de Intifada y de violentas represalias israelíes, eran muchas las personas que pensaban que la estatalidad mantenía el horizonte de la independencia y podría suponer el fin de la ocupación, extremos ambos que parecían recompensar suficientemente los sacrificios que habían realizado, de modo que todas ellas aguardaban con creciente ansiedad la reunión que debía celebrar en noviembre el Consejo Nacional palestino.
Pese a que Sari Nusseibeh mantuviera algunas reservas respecto de la política de la OLP, consideraría que la inminente declaración de independencia constituía «un hito importante», razón por la que, dice, «me hallaba a la expectativa, como todo el mundo, de que aquel proyecto viera la luz». Nusseibeh, que había recibido por adelantado un ejemplar del texto que se proponía leer Arafat, quería que la declaración de independencia Palestina fuera un momento que la gente recordara, y tenía la esperanza de poder dar a conocer el documento a las «decenas de miles de personas» que habrían de congregarse en la explanada de las Mezquitas, el complejo religioso islámico que se alza en la cima del Monte del Templo en la ciudad vieja de Jerusalén. «Quería que la gente sometida a la ocupación, el pueblo de la Intifada, se diera cita en el centro de nuestro universo y festejara nuestra independencia.»
Pero no iba a ser posible. El 15 de noviembre de 1988, el día en que Arafat tenía que dirigirse al Consejo Nacional palestino, Israel impuso un toque de queda draconiano tanto en los territorios ocupados como en la Jerusalén este, prohibiendo la circulación de coches y civiles en las calles. Nusseibeh decidió hacer caso omiso del toque de queda y se encaminó a la mezquita de al-Aqsa por las callejuelas secundarias, en las que se había reunido un pequeño grupo de activistas políticos, mezclados con los imanes. «Nos dirigimos todos juntos a la mezquita de al-Aqsa. A la hora prefijada, mientras repicaban las campanas de [la iglesia del] Santo Sepulcro y los minaretes lanzaban llamamientos a la oración, todos los allí congregados leímos solemnemente nuestra declaración de independencia.»56
La declaración, que Arafat leyó en Argel ante el decimonoveno Consejo Nacional Palestino, implicaba un apartamiento radical respecto de las políticas que la OLP había seguido en el pasado. La declaración no sólo venía a asumir el plan de partición establecido por las Naciones Unidas en el año 1947 —un plan que preveía la creación de un estado árabe y otro judío en palestina—, sino que aprobaba las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, redactadas tras las guerras de 1967 y 1973, por las que se establecía el principio de paz por territorios, es decir, la devolución de las tierras ocupadas a cambio del cese del conflicto. La declaración afirmaba que la OLP se comprometía a coexistir pacíficamente con Israel.
La OLP había recorrido un larguísimo camino desde que en 1974 Said Hammami, su representante en Londres, realizara los primeros intentos de poner sobre la mesa la solución de los dos estados. Habiendo dejado de ser una organización guerrillera —arafat renunciaba ahora categóricamente a «toda forma de terrorismo, incluidos los practicados por los individuos, los grupos y el estado»—, la OLP se presentaba ante la comunidad internacional como el gobierno provisional de un estado en lista de espera.
El reconocimiento internacional no tardaría en llegar. Ochenta y cuatro países concederían pleno reconocimiento al nuevo estado de Palestina, entre otros la mayoría de los estados árabes y un buen número de países europeos, africanos y asiáticos —apoyo al que habría que sumar el de todas aquellas naciones que tradicionalmente venían respaldando el movimiento de liberación nacional palestino, como China y la Unión Soviética—. La mayoría de los estados de la Europa occidental concedieron a Palestina un estatuto diplomático que venía a ser la antesala del reconocimiento pleno, pero los Estados Unidos y Canadá se negarían totalmente a reconocer la nueva situación de Palestina. A mediados de enero de 1989, la OLP conseguiría anotarse otra victoria simbólica al aceptar la comunidad internacional que tenía derecho a dirigirse al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en pie de igualdad con los demás estados miembro.57
La declaración del Consejo Nacional Palestino no contó con la aprobación del Gobierno israelí. El primer ministro Isaac Shamir respondería por escrito en un comunicado emitido el 15 de noviembre en el que se denunciaba que la declaración no era más que «un engañoso ejercicio de propaganda concebido para dar una impresión de moderación y presentar algún logro a quienes perpetran actos violentos en los territorios de Judea y Samaria». Acto seguido, el gabinete israelí desechaba la declaración Palestina calificándola de campaña de «desinformación destinada a confundir a la opinión pública mundial».58
Hamás tampoco vio con agrado la declaración. La resistencia Islámica emitió un comunicado en el que resaltaba «el derecho del pueblo palestino a establecer un estado independiente en la totalidad del suelo palestino», no sólo en los territorios ocupados: «No aceptamos las resoluciones de las Naciones Unidas por las que se intenta conceder a la entidad sionista un supuesto derecho legítimo sobre determinadas partes del suelo palestino ... Ya que dicho suelo es propiedad de la nación islámica y no de las Naciones Unidas».59
Pese a la gran agitación que rodeó a la declaración de independencia del Consejo Nacional palestino, la iniciativa no aportaría ningún beneficio tangible a los habitantes de Gaza y Cisjordania. Israel no se mostraría más dispuesto a renunciar a los territorios ocupados que antes de la declaración del 15 de noviembre de 1988. Nada pareció cambiar tras un año de emociones y notables expectativas. Y sin embargo, los palestinos habían pagado un altísimo precio por tan magros resultados. en diciembre de 1988, al cumplirse el primer aniversario de la Intifada, se estima que habían muerto asesinados seiscientos veintiséis palestinos, que se habían producido treinta y siete mil heridos, y que más de treinta y cinco mil habían sido arrestados, muchos de los cuales todavía seguían entre rejas al iniciarse el segundo año de Intifada.60
En 1989, el idealismo de los primeros tiempos de la Intifada había dado paso al cinismo, y la unidad de acción había desaparecido a causa de la disgregación en facciones. Los seguidores de Hamás comenzaron a luchar abiertamente contra los miembros de al-Fatah. Los miembros de las patrullas ciudadanas organizadas por la propia sociedad Palestina empezaron a intimidar, golpear e incluso asesinar a otros compatriotas palestinos sospechosos de colaboracionismo con las autoridades israelíes. Y aun así seguían emitiéndose comunicados, organizándose manifestaciones y arrojándose piedras, de modo que las víctimas también continuaban aumentando mientras la Intifada se prolongaba sin que pudiera verse el menor atisbo de un final, convertida en la fase terminal de varias décadas de conflicto entre árabes e israelíes, un conflicto al que la comunidad internacional parecía no encontrar solución.
* * *
En el transcurso de la década de 1980 un importante número de movimientos islámicos decidiría poner en marcha una lucha armada, ya fuera para derrocar a sus dirigentes laicos o para repeler a los invasores extranjeros. Los islamistas esperaban establecer un estado islámico gobernado de acuerdo con la sharía, una ley que según su firme creencia era la ley de alá. Hallaban motivación en el éxito de la revolución iraní de 1979 y en la creación de la república Islámica de Irán. en Egipto, una rama escindida del movimiento se las había ingeniado para asesinar al presidente Anuar el-Sadat. en Siria, los Hermanos Musulmanes habían desencadenado una guerra civil contra el Gobierno baazista de Hafez al-Asad. Hezbolá, el movimiento paramilitar de los chiitas libaneses, profundamente influenciado por la república islámica de Irán, consideraba que los Estados Unidos e Israel no eran sino las dos caras de una misma moneda y había tratado de infligir a ambos países una completa derrota en el Líbano. La yihad de Afganistán luchaba tanto contra enemigos internos como contra adversarios exteriores, centrando su empresa en combatir a las fuerzas de ocupación soviéticas y al Gobierno comunista de Afganistán, que era abiertamente hostil al islam. Los islamistas de Gaza y Cisjordania abogaban por librar una yihad a largo plazo contra el estado judío a fin de volver a poner la región de Palestina en manos del mundo islámico, regida por un gobierno musulmán. Los éxitos militares logrados por Hezbolá al forzar la total retirada de los Estados Unidos y el repliegue de los israelíes, junto a los conseguidos por los muyaidines afganos al obligar a los soviéticos a evacuar Afganistán en 1989, no habían dado como resultado los sublimes estados islámicos que los ideólogos esperaban materializar. Tanto el Líbano como Afganistán permanecerían enzarzados en sus respectivas guerras civiles mucho después de que sus enemigos externos se hubieran visto obligados a marcharse.
En todo el mundo árabe, los islamistas optarían por una estrategia de resistencia a largo plazo cuyo objetivo último consistiría en la creación de un estado islámico. El islamista egipcio Zainab al-Gazali había dado forma concreta a esa estrategia al afirmar que la meta requería un ciclo de preparación de trece años, ciclo que debería repetirse hasta que una significativa mayoría de egipcios diera en apoyar la instauración de un gobierno islámico. Hamás juró luchar por la liberación de toda Palestina «por más tiempo que pueda llevar». El triunfo final del estado islámico constituía un objetivo lejano así que era preciso tener paciencia.
Pese a haber perdido algunas batallas en su «esforzado combate por alá», los islamistas seguían confiando en que al final conseguirían imponerse. Mientras tanto, los grupos islamistas irían anotándose un cierto número de éxitos en su proyecto de reorganización de la sociedad árabe. A lo largo de las décadas de 1980 y 1990 irían surgiendo distintos movimientos islamistas en todo el mundo árabe, consiguiendo atraer a un creciente número de partidarios. Los valores islamistas habían comenzado a extenderse por toda la sociedad árabe, y cada vez eran más los jóvenes que decidían dejarse crecer la barba y las mujeres que se tocaban la cabeza con pañuelos y se cubrían el cuerpo con vestimentas recatadas. en las librerías empezaron a predominar las obras de contenido islámico. La cultura laica inició un proceso de retroceso ante el resurgir del islamismo, cuyo empuje no sólo se mantiene en la actualidad sino que cobra cada día más fuerza.
Además, los islamistas se sintieron alentados al constatar los importantes cambios producidos en el ámbito político a finales de 1989. Las certezas de la guerra fría estaban desmoronándose tan rápidamente como el Muro de Berlín, que se desplomaría definitivamente el 9 de noviembre de ese año, señalando el fin de la rivalidad entre los Estados Unidos y la Unión Soviética e inaugurando un nuevo orden mundial. Serían muchos los islamistas que interpretaran que el derrumbamiento del poder soviético constituía una prueba de la bancarrota moral del comunismo ateo y un presagio de la nueva era islámica. Sin embargo, en lugar de ese advenimiento, se encontraron inmersos en un mundo unipolar dominado por la única superpotencia que había logrado mantenerse en pie: los Estados Unidos de Norteamérica.