Capítulo 14

TRAS LA GUERRA FRÍA

Tras casi medio siglo presidido por la rivalidad entre las dos superpotencias, la guerra fría llegaría bruscamente a su fin en 1989. A mediados de la década de 1980, las medidas de mayor apertura (glásnost) emprendidas por el presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, junto con la reforma interna (perestroika), iban a alumbrar un cambio permanente en la cultura política de la Unión Soviética. Lo cierto es que en noviembre de 1989, fecha en la que se iniciaría oficialmente la demolición del Muro de Berlín, el telón de acero que había venido separando a la Europa oriental de la occidental llevaba ya tiempo cayéndose a pedazos. Tras la derrota del partido Comunista polaco en las elecciones de junio de 1989, los gobiernos del bloque soviético irían zozobrando uno a uno: primero en Hungría y más tarde en Checoslovaquia y Bulgaria. Erich Honecker, que en su día había sido el todopoderoso dictador de la Alemania oriental, presentaría la dimisión ese mismo otoño, mientras que Nicolae Ceaucescu, que había venido gobernando Rumanía con mano de hierro durante más de veinte años, sería ejecutado por los revolucionarios tras un juicio sumarísimo celebrado el día de Navidad de 1989.

La situación internacional quedaría transformada al dar paso la política anterior, basada en un equilibrio de poder entre las dos superpotencias, a una era de unipolar dominación estadounidense. Gorbachov y el presidente estadounidense George H. W. Bush comprenderían el sentimiento esperanzador que había traído el fin del antagonismo entre soviéticos y estadounidenses, y prometerían instaurar un «nuevo orden mundial». Para el mundo árabe —que había sido uno de los principales escenarios de la guerra fría— el nuevo período marcado por el ascendiente de los Estados Unidos se hallaba sembrado de grandes incertidumbres. Una vez más, los dirigentes árabes se verían obligados a acomodarse al hecho de que la esfera internacional pasara a regirse en función de unas nuevas reglas.

El espectro de inseguridad que venía a suponer el hecho de que un conjunto de movimientos populares se revelaran capaces de derribar gobiernos largo tiempo asentados dejaría desconcertadas a las monarquías conservadoras árabes, aunque desde luego no lloraran el hundimiento del comunismo. Marruecos, Jordania, Arabia Saudí y los demás estados del Golfo Pérsico tenían depositada su confianza en Occidente, y por fortuna para ellos, Occidente se había alzado con la victoria tras la guerra fría.

Sin embargo, las repúblicas izquierdistas árabes como Siria, Irak, Libia y Argelia no veían las cosas de la misma manera, ya que tenían numerosos puntos en común con los regímenes comunistas de la Europa oriental: no sólo eran estados gobernados por un partido único, sino que llevaban largos períodos dominados por longevos dictadores provistos de vastos ejércitos y sujetos a una economía centralizada. Las imágenes del vídeo que muestra el cadáver de Ceaucescu —unas imágenes que dieron la vuelta al mundo— provocarían una honda inquietud en algunas capitales árabes. Si aquello podía suceder en Rumanía, ¿cómo evitar que algo semejante pudiera ocurrir en Bagdad o Damasco?

Estaba claro que ya no podía contarse con que la Unión Soviética viniera a socorrer a sus aliados árabes. Durante las cuatro décadas anteriores, las repúblicas árabes habían recurrido a la Unión Soviética para obtener material militar y ayuda al desarrollo, consiguiendo además que el respaldo diplomático que la URRS les prestaba contrarrestase eficazmente las fuerzas en que se sustentaba la dominación occidental. Aquello era ya historia. en el otoño de 1989, el presidente sirio Hafez al-Asad, decidió presionar a Gorbachov a fin de intentar que la URRS le vendiera armas más avanzadas y conseguir así que la capacidad estratégica de Siria resultara comparable a la de Israel. El presidente soviético rechazó su petición con este desaire: «Ninguna de esas estrategias va a resolver sus problemas —y en cualquier caso, ya no jugamos a eso—». Al-asad regresó a damasco desolado.

Las facciones de la OLP también estaban preocupadas. en una visita que realizó a Moscú en octubre de 1989, George Habash, líder del Frente popular para la Liberación de palestina, criticaba con esta advertencia las políticas de Gorbachov: «Si siguen ustedes actuando de este modo acabarán hiriéndonos a todos». El veterano analista Mohamed Haikal fue testigo de la confusión que reinaba entre los dirigentes árabes. «todos los implicados percibían que se estaba produciendo un giro y que ese giro estaba dejando atrás la fase de las relaciones internacionales que habían conocido hasta entonces para hacerles pasar a otra nueva, pero no por ello dejaban de aferrarse a las antiguas normas con las que se hallaban familiarizados. Y nadie, en ningún bando, era capaz prever correctamente por dónde iban a ir los tiros de la nueva era.»1

Los viejos conflictos árabes de la guerra fría estaban llamados a ocupar el primer plano en esta nueva época de dominación unipolar estadounidense. Irak, debilitado económicamente por los ocho años de guerra con Irán (1980-1988), seguía teniendo los recursos militares suficientes como para afirmar su aspiración a la preeminencia regional. en 1990, la invasión iraquí de Kuwait resultó ser la primera crisis de la era posterior a la guerra fría. El hecho de que un estado árabe hubiera invadido a otro polarizaría la atención de todo el mundo árabe, hasta el punto de que mientras unos países se opondrían a la intervención extranjera otros optarían en cambio por incorporarse a la coalición que encabezaron los Estados Unidos para liberar a Kuwait de la dominación iraquí. La crisis de Kuwait abriría asimismo una brecha entre los ciudadanos y sus gobiernos, dado que el presidente Saddam Hussein terminó convirtiéndose en un héroe popular en todo el mundo árabe, tanto por plantar cara a los Estados Unidos como por sus cínicas promesas de liberar palestina del yugo israelí.

Para restaurar el orden en la región árabe no bastaba con expulsar a Irak de Kuwait. Saddam Hussein había relacionado la ocupación de Kuwait con la presencia de Siria en el Líbano y con la prolongada ocupación israelí del territorio palestino. Tras la primera guerra del Golfo, emprendida para liberar a Kuwait de la ocupación iraquí, el mundo árabe no tuvo más remedio que abordar la cuestión de la guerra civil libanesa, que por entonces había entrado ya en su décimo quinto año. Por su parte, los Estados Unidos convocaron en Madrid la primera reunión histórica de árabes e israelíes con el fin de estudiar las diferencias que desde la Conferencia de paz de Ginebra habían venido a agrandar la distancia que les separaba. Los observadores de la época parecían incapaces de determinar con claridad si la invasión iraquí de Kuwait y la posterior expulsión del ejército de Saddam Hussein venían a anunciar una nueva era marcada por la voluntad de resolver conflictos o si no eran sino una escalada más en la larga historia de las disputas regionales.

* * *

Uno de los primeros líderes árabes en comprender la realidad del nuevo orden mundial surgido tras el acabamiento de la guerra fría sería justamente Saddam Hussein. Ya en marzo de 1990 había advertido Hussein a los demás dirigentes árabes que «durante los próximos cinco años no iba a haber realmente más que una única superpotencia»: los Estados Unidos.2

En muchos sentidos, Irak se hallaba en mejor posición que las demás repúblicas árabes para efectuar la transición que exigían los tiempos y pasar de las viejas rivalidades de la guerra fría a la nueva situación, marcada por la dominación estadounidense. Pese a que Irak había mantenido unas relaciones particularmente estrechas con la Unión Soviética —como confirmaría el tratado de amistad y Cooperación que ambas naciones firmarían en 1972—, los ocho años de guerra entre Irán e Irak (1980-1988) habían logrado descongelar las relaciones de este último país con los Estados Unidos. La hostilidad del Gobierno estadounidense hacia la república Islámica de Irán obligaría a la administración Reagan a respaldar a Irak a fin de evitar que los iraníes obtuvieran la victoria absoluta. e incluso después de que la guerra terminara sin un vencedor claro, Washington continuaría estrechando sus vínculos con Bagdad.

Al ocupar su cargo en enero de 1989, el nuevo presidente estadounidense, George H. W. Bush, estaba plenamente decidido a formalizar unas mejores relaciones con Irak. en octubre de ese mismo año, la Administración Bush publicaría un decreto presidencial sobre seguridad nacional en el que se establecían las medidas políticas que los Estados Unidos planeaban adoptar en relación con el Golfo Pérsico, medidas que concedían la máxima importancia al establecimiento de lazos más estrechos con Irak. «La normalización de las relaciones entre los Estados Unidos e Irak contribuirán a promover a largo plazo tanto nuestros mutuos intereses como la estabilidad del Golfo Pérsico y el Oriente Próximo», decía el texto. «Los Estados Unidos se disponen por tanto a proponer la concesión de incentivos económicos y políticos para que Irak modere su conducta y veamos aumentar así la influencia que venimos ejerciendo sobre ese país.» el decreto trataba de estimular asimismo la apertura del mercado iraquí a las compañías europeas. «debemos procurar establecer, e intentar facilitar, que las empresas estadounidenses puedan participar en la reconstrucción de la economía iraquí.» este impulso empresarial alcanzaba incluso a las «formas no letales de ayuda militar», mediante las cuales se procuraría incrementar la influencia de las autoridades estadounidenses en las al- tas esferas del Ministerio de defensa iraquí.3 En último término se podía perdonar a Saddam Hussein, ya que creía haber guiado correctamente a su país e intentado que éste pudiese sortear el desorden subsiguiente al final de la guerra fría.

Sin embargo, Saddam Hussein seguía teniendo que enfrentarse a los tremendos desafíos que se cernían sobre su nación —retos derivados de las desastrosas decisiones tomadas desde su llegada al poder en 1978—. La guerra que el presidente iraquí había decidido librar contra Irán sin que hubiera mediado provocación alguna había sido una contienda que no sólo no había dado fruto alguno, sino que había tenido un terrible coste para el país y dañado la base de sustentación misma en que se había estado apoyando el propio Saddam. en el transcurso del conflicto, que se había prolongado por espacio de ocho años, había muerto medio millón de hombres, lo que había provocado la consolidación de una oposición interna al régimen de Hussein. Y al eternizarse la guerra, los oponentes de Saddam Hussein comenzarían a realizar acciones violentas. en 1982, Hussein sobreviviría a un intento de asesinato ocurrido en la aldea de Dujail, al norte de Bagdad, pero respondería con una violencia abrumadora, ya que ordenaría que sus fuerzas de seguridad mataran a cerca de ciento cincuenta aldeanos a modo de represalia.

En el norte de Irak, las facciones curdas aprovecharían la guerra con Irán para tratar de impulsar su autonomía. El Gobierno iraquí reaccionaría con una campaña de exterminio a la que se daría el nombre de al-Anfal, o «los despojos». entre los años 1986 y 1989, las operaciones de al-Anfal conducirían no sólo al reasentamiento forzoso de miles de curdos iraquíes, sino que arrojarían un saldo de dos mil aldeas arrasadas y unos cien mil hombres, mujeres y niños muertos, según algunas estimaciones. en uno de los episodios más tristemente célebres, ocurrido en marzo de 1988, el Gobierno iraquí empleó gas nervioso para aniquilar a los habitantes de la aldea de Halabja, matando a cinco mil civiles curdos.4

Además de los curdos, también las comunidades sunita y chiita de Irak tendrían que enfrentarse a la feroz represión con que se quiso sofocar la disidencia: arrestos arbitrarios, empleo generalizado de la tortura y ejecuciones sumarísimas. en el Irak de Saddam Hussein, sólo los miembros confirmados del partido Baaz —que era el que se hallaba en el poder— podían sentirse confiados y disfrutar de una situación mejor. Irak, que en el pasado había recibido grandes elogios por sus valores laicos, sus elevados índices de alfabetización y la igualdad de género, había degenerado terriblemente en el año 1989, dado que se había transformado en una república dominada por el miedo.5

Además del que le planteaba el inquieto populacho, el desafío más inmediato al que habría de hacer frente Saddam Hussein al terminar la guerra entre Irán e Irak sería la reorganización de la deshecha economía del país. La riqueza de Irak provenía de sus inmensos recursos petrolíferos. Durante ocho años, el sustento vital de la nación se había visto cercenado a causa de los ataques contra los oleoductos y las instalaciones portuarias y de una implacable estrategia de destrucción de petroleros que terminaría consiguiendo que el conflicto de Irán e Irak afectara a las rutas de navegación internacionales que atravesaban el Golfo Pérsico. Privado de sus ingresos petrolíferos, Irak se vio forzado a pedir préstamos de varios miles de millones de dólares a sus vecinos árabes del Golfo Pérsico a fin de sustentar su esfuerzo bélico. Al terminar la guerra en 1988, Irak debía unos cuarenta mil millones de dólares a los demás estados del Golfo Pérsico, de modo que en el año 1990 la amortización de la deuda representaba más del 50 por 100 de los ingresos petrolíferos que por entonces obtenía Irak.6

Otro de los factores que vendría a complicar todavía más las dificultades de Irak sería el constante declive del precio del petróleo. Para saldar las deudas del país, Saddam Hussein necesitaba que los precios del crudo se situaran en torno a los veinticinco dólares por barril (en lo más áspero de la guerra entre Irán e Irak, los precios habían llegado a alcanzar la cifra de treinta y cinco dólares por barril). Saddam Hussein asistió desesperado al repentino bajón del precio internacional del petróleo, que en julio de 1990 se situaría en catorce dólares por barril. El Golfo Pérsico, que volvía a disfrutar de un período de paz, podía ahora exportar todo el petróleo que el mundo pudiera necesitar. Para empeorar las cosas, algunos estados del Golfo Pérsico estaban produciendo muy por encima de las cuotas que les había asignado la organización de países exportadores de Crudo (OPEC). Kuwait era uno de los principales transgresores de la política de cuotas. este país tenía sus propios motivos para hacer caso omiso de las directrices que la OPEC imponía en materia de cuotas. Poco antes, en la década de 1980, el Gobierno kuwaití había diversificado su economía y procedido a realizar importantes inversiones. Había instalado refinerías en Occidente y abierto miles de gasolineras en toda Europa bajo el nuevo logotipo de «Q-8», acrónimo que, en inglés, resulta un homófono de Kuwait. Cuantos más barriles de crudo vendían los kuwaitíes a sus refinerías occidentales, mayores eran los beneficios que obtenían en Europa.7 La salida comercial de los productos de las refinerías generaba un margen de beneficios superior al de la exportación de crudo y volvían a Kuwait inmune a las variaciones del precio del petróleo no refinado. A Kuwait le interesaba más conseguir el máximo nivel de producción posible que tratar de obtener un elevado precio por barril ateniéndose a las directrices de la OPEC.

Irak, en cambio, no disponía de estas vías de comercialización externas, así que sus ingresos se hallaban inextricablemente unidos al precio del crudo. Cada vez que el precio del barril de petróleo bajaba un dólar, los ingresos anuales de Irak por la venta de petróleo experimentaban una pérdida neta de mil millones de dólares. en las reuniones de la OPEC, Irak y Kuwait ocupaban una posición encontrada en la mesa de negociaciones, ya que Irak presionaba para que la organización redujera las cuotas de producción y de ese modo subieran los precios del crudo mientras que Kuwait lanzaba constantes llamamientos para que se incrementara el número de barriles diarios. Los kuwaitíes apenas se preocupaban de los apuros de Irak. en junio de 1989, Kuwait se negó sin más a tener que regirse por las cuotas que decidieran asignarle los demás miembros de la OPEC. Tras haber apoyado el esfuerzo bélico de Irak en su guerra contra Irán con la concesión de un conjunto de préstamos cuyo valor total ascendía a catorce mil millones de dólares, los kuwaitíes se consideraban legitimados para dar prioridad a sus intereses económicos, sobre todo ahora que la guerra había terminado.

Saddam Hussein, empezó a echar a Kuwait la culpa de las desgracias económicas de Irak, y respondió a la postura de sus vecinos kuwaitíes presionando al pequeño país del golfo y amenazando a sus jeques. No sólo les pediría que Kuwait condonara la deuda de catorce mil millones de dólares que Irak había contraído con ellos, sino que solicitaría que se le concediera un nuevo préstamo de diez mil millones de dólares para reconstruir Irak. Acusó a Kuwait de robar el petróleo iraquí, extrayéndolo del yacimiento petrolífero que ambos países compartían en Rumaila. Y afirmó además que Kuwait se había apoderado de diversos territorios iraquíes durante la guerra que Irak había mantenido con Irán, por lo que exigía la «devolución» de las estratégicas islas de Warba y Bubiyán, situadas en el extremo continental del Golfo Pérsico, al objeto de colocar en ellas diversas instalaciones militares y de dotar a Irak de un puerto para buques de gran calado.

Las afirmaciones de Hussein, pese a ser infundadas, venían a reabrir la inveterada disputa por las fronteras y la independencia de Kuwait. Irak ya había reivindicado que Kuwait formaba parte de su territorio en dos ocasiones anteriores: primero en 1937 y más tarde en 1961, tras la proclamación de independencia de Kuwait. Pese a todo, los vecinos árabes de Irak consideraron que todas aquellas reclamaciones y amenazas no pasaban de ser más que una retórica hueca.

Los estados árabes cometían un error: en julio de 1990, Hussein respaldaría con hechos sus palabras al desplegar un gran número de tropas y tanques en la frontera entre Irak y Kuwait. Los demás estados árabes se vieron entonces obligados a intervenir, súbitamente conscientes de que se estaba gestando una grave crisis.

Egipto y Arabia Saudí responderían a la creciente tensión tratando de negociar una solución diplomática. El 1 de agosto, el rey Fahd de Arabia Saudí y el presidente Mubarak de Egipto concertarían una reunión entre los kuwaitíes y los iraquíes en el puerto de Yida, situado en Arabia Saudí, en la costa del Mar rojo. Antes de que se celebrara la reunión, Saddam Hussein prometió a los dirigentes árabes que todas las diferencias que existían entre Irak y sus vecinos quedarían zanjadas «como debe hacerse entre hermanos».

Saddam Hussein ya había decidido invadir Kuwait. El 25 de julio, antes de enviar a su vicepresidente a la reunión de Yida con el príncipe heredero kuwaití, Saddam Hussein solicitó entrevistarse con la embajadora estadounidense en Bagdad, April Glaspie, a fin de sondear cuál era la postura que Washington pensaba adoptar en la crisis. Glaspie aseguró al presidente iraquí que los Estados Unidos «no tienen ninguna opinión que emitir respecto a los conflictos entre árabes, como su desacuerdo fronterizo con Kuwait».8 Según parece, Saddam Hussein interpretó que las observaciones de la embajadora Glaspie significaban que los Estados Unidos no tenían intención de intervenir en un conflicto entre árabes, de modo que poco después de la entrevista modificó el alcance de sus planes de invasión. Lo que en un principio se había propuesto era realizar una incursión limitada en territorio kuwaití a fin de apoderarse de las dos islas que reclamaba y del yacimiento de petróleo de Rumaila. Ahora proyectaba la ocupación total del país. en una reunión con el Consejo revolucionario Supremo, la institución que gobernaba Irak, Saddam Hussein argumentó que en caso de permitir que la familia al-Sabah, que regía los destinos de Kuwait, conservase su autoridad en una parte del país, no había duda de que sus miembros maniobrarían a fin de conseguir que la comunidad internacional —y en especial los estados Unidos— presionaran a Irak, forzando su repliegue. en cambio, una rápida y decidida invasión que derribara a la familia al-Sabah antes de que sus miembros tuvieran la posibilidad de pedir la intervención estadounidense daría a Irak una mayor probabilidad de éxito. Además, en caso de que Irak se anexionara la totalidad del territorio de su vecino —provisto de riquísimos yacimientos petrolíferos—, los problemas económicos de la nación quedarían resueltos de un plumazo.

El 1 de agosto, al enviar a su vicepresidente a la reunión de Yida con el príncipe heredero kuwaití, Saddam Hussein no hacía más que limitarse a emplear la diplomacia para conseguir que sus planes militares se beneficiaran del modo más absoluto del efecto sorpresa. La reunión entre Izzat Ibrahim y el jeque Saad al-Sabah se desarrolló amigablemente, sin sombra de amenaza alguna. Los dos hombres se despidieron cordialmente y acordaron celebrar una próxima reunión en Bagdad. A medianoche, cuando uno y otro se disponían a abandonar Yida, las tropas iraquíes ya habían empezado a cruzar la frontera y a internarse en Kuwait.

En las primeras horas de la mañana del 2 de agosto, decenas de miles de soldados iraquíes penetraron en Kuwait y ocuparon a toda prisa el país y sus ricos yacimientos petrolíferos. Los conmocionados habitantes de Kuwait serían los primeros en descubrirlo. Jehan Rajab, directora de un colegio de la Ciudad de Kuwait, lo recuerda como sigue: «a las seis de la mañana del 2 de agosto me levanté de la cama como todos los días, abrí la ventana y miré al exterior. Quedé consternada al escuchar el seco crepitar de unos disparos. No se trataba de un tiro o dos, sino de ráfagas constantes a las que otros fusiles respondían abriendo igualmente fuego. El sonido de las armas reverberaba en los muros de la mezquita que se eleva junto a nuestra casa, de modo que se me hizo obvio con inmediata y horrible certeza lo que estaba sucediendo: Irak estaba invadiendo Kuwait».9

En las capitales árabes los teléfonos comenzaron a sonar. El rey Fahd se despertó a las cinco de la mañana para oír las noticias. Dado que esa misma noche se había despedido en Yida de los negociadores iraquí y kuwaití, el rey Saudí apenas podía creer que las tropas iraquíes hubieran invadido Kuwait. Trató de ponerse inmediatamente en contacto con Saddam Hussein, pero le fue imposible dar con él. Su siguiente paso consistió en llamar al rey Hussein de Jordania, que era quien más estrechas relaciones mantenía con el dirigente iraquí.

Una hora después, los ayudantes del presidente egipcio Hosni Mubarak, despertaron al mandatario para informarle de que las tropas iraquíes habían ocupado el palacio del emir de Kuwait y los ministerios más importantes de la capital kuwaití. Los líderes árabes tendrían que esperar hasta media mañana para recibir la primera explicación de Bagdad: «esto no es más que un movimiento por el que Irak regresa a Irak», expuso el enviado político de Saddam a los incrédulos jefes de estado árabes.10

La comunidad internacional se enfrentaba así a la primera gran crisis de la era inaugurada tras el fin de la guerra fría. Las noticias de la invasión llegaron a la Casa Blanca a las nueve de la tarde del 1 de agosto. La Administración Bush emitió esa misma noche un rotundo comunicado de condena de la invasión iraquí. A la mañana siguiente, el Gobierno estadounidense remitió el asunto al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que rápidamente aprobaría la resolución 660, en la que se lanzaba un llamamiento a la inmediata e incondicional retirada de las fuerzas iraquíes.

Sin amilanarse lo más mínimo, el ejército iraquí apretó el paso en dirección a la capital, Ciudad de Kuwait, en un intento de capturar al emir de Kuwait, el jeque Yabar al-Ahmed al-Sabah, y a su familia. De haber tenido éxito y conseguido detener a la familia gobernante, los iraquíes habrían tenido la oportunidad de controlar mucho mejor el país, ya que habrían podido retener como rehén al emir y a su familia a fin de consolidar la consecución de sus objetivos. Sin embargo, el emir tenía noticia de que los iraquíes se hallaban en camino y partió a refugiarse junto con su familia a la vecina Arabia Saudí.

El príncipe heredero, el jeque Saad, se enteraría de que la invasión se había iniciado nada más regresar de la reunión que había mantenido en Yida con el vicepresidente iraquí. Llamó inmediatamente al embajador estadounidense en Kuwait y solicitó oficialmente la ayuda militar estadounidense al objeto de repeler la invasión iraquí, y acto seguido se unió al resto de la familia real en su exilio de Arabia Saudí. Con estas dos sencillas acciones —la solicitud de la ayuda estadounidense y la partida al exilio— al-Sabah conseguiría dar al traste con la invasión iraquí en el momento mismo en que ésta echaba andar. Sin embargo, el pueblo kuwaití tendría que hacer frente a siete meses de horror antes de que la durísima prueba de la ocupación llegara a su fin.

Dado el autoritarismo y el doble lenguaje del régimen baazista de Bagdad, los primeros días de la ocupación parecían salidos directamente de las páginas del 1984 de George Orwell. Los iraquíes esgrimieron el ridículo argumento de que habían penetrado en Kuwait en respuesta a la petición de una revolución popular que buscaba el derrocamiento de la familia de al-Sabah, que se hallaba al frente de Kuwait. «alá ha ayudado en Kuwait al pueblo libre que integra las filas del ejército no contaminadas por la ideología [del emir]», explicaba un comunicado emitido por el Gobierno iraquí. «[Los revolucionarios] han barrido el viejo orden y alumbrado uno nuevo, pidiendo al mismo tiempo la fraternal ayuda del gran pueblo iraquí.»11 El régimen iraquí instauró entonces un organismo al que dio en llamar Gobierno provisional del Kuwait Libre.

No obstante, al no haber ningún revolucionario kuwaití en el que poder sustanciar las manifestaciones iraquíes, el Gobierno de Saddam Hussein abandonó rápidamente el pretexto de la liberación y anunció la anexión de Kuwait. El 8 de agosto, se declararía que Kuwait quedaba constituida en la décimo novena provincia de Irak. Los iraquíes se empeñarían entonces en hacer desaparecer todo recuerdo de Kuwait, llegando incluso a cambiar el nombre de la Ciudad de Kuwait, asignándole una denominación acuñada por ellos: Kazimah.

En octubre se promulgarían varios nuevos decretos y en ellos se exigiría que los kuwaitíes cambiaran sus documentos de identidad, así como las matrículas de sus coches, a fin de acomodarse a las normas propias de Irak. Los iraquíes trataron de obligar a la gente a plegarse a esas demandas, negándose a realizar todas las gestiones que pudieran solicitar los kuwaitíes que no dispusieran de la nueva documentación. Las cartillas de racionamiento necesarias para adquirir alimentos básicos como la leche, el azúcar, el arroz, la harina y el aceite se concedían únicamente a las personas que mostraran documentos iraquíes. La gente tenía que presentar un documento de identidad iraquí para conseguir que le atendiera un médico. Las gasolineras no suministraban carburante más que a los coches que tuvieran matrículas iraquíes. Sin embargo, la mayoría de los kuwaitíes resistieron a las presiones y se negaron a adoptar la nacionalidad iraquí, prefiriendo comprar lo esencial en el mercado negro.12

Las fuerzas iraquíes añadirían a la invasión de Kuwait el más completo pillaje de los comercios, las oficinas y las viviendas, y en muchos casos enviarían a Bagdad el botín saqueado. Al ver partir hacia Bagdad los camiones cargados de mercancías robadas, un funcionario kuwaití preguntaría al oficial iraquí de turno:

—Si dice usted que esto forma parte de Irak, ¿por qué se lleva todo esto de aquí?

—Porque ninguna provincia puede ser más rica que la capital —contestó el militar.13

La brutalidad de la ocupación se hizo cada día más intensa. A finales de agosto, Saddam Hussein designaría gobernador militar de Kuwait a su primo, el tristemente célebre Alí Hasán al-Mayid —tétricamente apodado «Alí el Químico» por haber gaseado a los curdos durante la campaña de al-Anfal—. «tras la llegada a Kuwait de Alí Hasán al-Mayid —anota en su diario Jehan Rajab, una de las habitantes de Kuwait a quien ya hemos mencionado—, el reino del terror se intensificó, y lo mismo sucedió con los rumores que hablaban de la posibilidad de que se produjera un ataque con sustancias químicas.» todos cuantos pudieron hacerlo huyeron. «La huida estaba en la mente de todos», reflexiona el banquero kuwaití Mohamed al-Yahya antes de describir las columnas de coches que partían de Kuwait para dirigirse, de cuatro en fondo, hacia la frontera Saudí, formando embotellamientos de hasta treinta kilómetros. Pese a todo, al-Yahya prefirió permanecer en Kuwait.14

Al arraigar con toda su crudeza en Kuwait la represión del sistema político iraquí, las gentes del país ocupado comenzaron a organizar movimientos de resistencia no violenta. «antes de que llegara a su fin la primera semana de la invasión —escribe Jehan Rajab—, las mujeres kuwaitíes decidimos manifestarnos por las calles para oponernos a lo que acaba de suceder.» La primera manifestación tendría lugar el 6 de agosto, justo cuatro días después de la invasión. «Había un sentimiento de expectante tensión: era como si, en su subconsciente, la muchedumbre congregada supiera que los iraquíes no iban a permitir siquiera una manifestación pacífica.» trescientas personas participaban en la marcha, portando pancartas, carteles con la efigie del emir y del príncipe heredero exiliados, y banderas kuwaitíes.

Los manifestantes mezclaban los cánticos en honor de Kuwait y del emir con eslóganes de condena a Saddam Hussein: «¡Muerte a Saddam!», decían, añadiendo de forma incongruente: «¡Saddam es un sionista!». Las dos primeras manifestaciones no suscitarían reacción alguna por parte de los iraquíes, pero al tercer día consecutivo de protestas, la creciente masa de manifestantes encontraría enfrente a un pelotón de soldados iraquíes armados que no dudaron en disparar directamente al bulto de la multitud. «Se organizó un caos tremendo», recuerda Rajab. «Se oía rugir el motor de los coches, que trataban de dar media vuelta como locos y de huir por la carretera, los alaridos de la multitud y el seco sonido de los disparos, que no cesaban.» La calle situada frente a la comisaría de policía del centro de la Ciudad de Kuwait se hallaba cubierta de manifestantes muertos o heridos. «aquélla fue la última de las marchas que realizamos en nuestro barrio, y debió de ser también, muy probablemente, la última del país, ya que los iraquíes tiraban a matar, o con intención de herir gravemente. Los kuwaitíes empezaban apenas a comprender lo despiadados que podían llegar a ser los invasores.»15

Sin embargo, las actividades de resistencia no violenta continuarían produciéndose durante toda la ocupación iraquí. El movimiento de resistencia kuwaití cambió de táctica para evitar el riesgo del fuego iraquí. El 2 de septiembre, los kuwaitíes decidirían señalar que ya había transcurrido un mes desde que se iniciara la ocupación realizando un acto de desafío. Se hizo correr de boca en boca un plan consistente en que, a medianoche, todos los habitantes de la Ciudad de Kuwait, se encaramaran al tejado de sus casas y gritaran «Allah akbar», es decir, «alá es el más grande». A la hora señalada serían miles los kuwaitíes que se unieran al coro de protesta contra la ocupación. en opinión de Jehan Rajab se había tratado de un grito de «provocación y rabia: un grito contra la invasión, contra la brutalidad posterior, contra las matanzas y los centros de tortura que se habían creado en distintos lugares de Kuwait». Los soldados iraquíes dispararon ráfagas de advertencia a los tejados para acallar la protesta, pero, durante una hora, la gente de Kuwait logró plantar cara a la ocupación. «Hubo quien dijo que Kuwait había vuelto a nacer esa noche», afirmará el banquero al-Yahya.16

Muchos kuwaitíes organizarían además un movimiento de resistencia armada contra los iraquíes, capitaneados por antiguos miembros de la policía y por soldados duchos en el manejo de las armas de fuego. Se dedicaban a tender emboscadas a las tropas iraquíes y a atentar contra los depósitos de municiones. La carretera que pasaba frente al colegio en el que trabajaba Jehan Rajab era uno de los principales lugares de paso para los vehículos militares iraquíes, convirtiéndose así en escenario de un gran número de acciones de la resistencia. A finales de agosto, Rajab oyó una tremenda explosión. Y al estampido, que había venido de la carretera principal, le habían seguido varias andanadas de proyectiles lanzados sin ton ni son. Rajab comprendió enseguida que la resistencia había destruido varios camiones de munición iraquíes, y que el ataque había provocado que saliera disparado el material de guerra que transportaban. No se atrevió a salir del apartamento sino tras cesar las explosiones. Al echarse a la calle vio varios coches de bomberos que trataban de sofocar los llameantes despojos en que habían quedado convertidos los camiones iraquíes. «No quedó gran cosa —anotará Rajab en su diario—, tan sólo unos cuantos esqueletos de metal dispersos y ennegrecidos. Si viajaba alguien en el convoy debía haber quedado pulverizado.»

Los atentados ponían en grave riesgo a los vecinos del barrio, tanto por la metralla que pudiera salir disparada a consecuencia de las cargas como por las posibles represalias de los iraquíes. «tras este concreto incidente —anota Rajab— en el que no sólo habían sufrido varias casas el impacto de distintas esquirlas de metal, sino que los iraquíes habían amenazado con matar a todos aquellos que se encontraran en las inmediaciones si volvía a producirse un atentado como aquel, la resistencia intentó mantener al margen a los civiles normales limitando la comisión de atentados a zonas más alejadas de los barrios residenciales.»17

Los habitantes de Kuwait se tomaban muy en serio las amenazas iraquíes. El hedor de los cadáveres impregnaba todos los rincones del país ocupado. La muerte había venido a llamar literalmente a la puerta de muchos kuwaitíes, ya que una de las tácticas de los invasores consistía en llevar a los detenidos hasta su domicilio para ajusticiarlos en presencia de su familia. Y por si no bastara con tal horror, las autoridades iraquíes amenazaban acto seguido con matar a todos los habitantes de la casa si alguien se atrevía a trasladar el cadáver. De este modo, los muertos quedaban así expuestos durante dos o tres días al intenso calor del verano kuwaití a fin de que actuaran como lúgubre advertencia para todos aquellos que pudieran atreverse a ofrecer resistencia.

Sin embargo, por más esfuerzos que hicieran los iraquíes para intimidar a los kuwaitíes, la resistencia continuaría actuando sin tregua a lo largo de los siete meses que habría de durar la ocupación. La documentación incautada a la inteligencia iraquí tras la liberación de Kuwait confirma las afirmaciones de Jehan Rajab, que sostiene que «la resistencia no dejó de operar un solo instante en los largos meses» de sujeción iraquí, ya que en ellos se deja constancia de las actividades que llevarían a cabo los resistentes durante todo el período de la ocupación.18

En los primeros momentos de la invasión no había razón alguna que indujera a creer que Irak fuera a limitar sus ambiciones a Kuwait. Ninguno de los países del Golfo Pérsico poseía el poderío militar suficiente para repeler una invasión iraquí, de modo que tras la caída de Kuwait, tanto los estadounidenses como los Saudíes tenían miedo de que Saddam Hussein pudiera tratar de ocupar los yacimientos petrolíferos Saudíes, que no se hallaban lejos.

La Administración Bush creía que una importante presencia estadounidense en la zona era el único elemento que podía disuadir a Saddam Hussein y frenar sus ambiciones. Por ese motivo, las autoridades estadounidenses querían disponer de bases en las que poder acantonar tropas en caso de que se hiciese necesario tomar medidas militares para expulsar a los iraquíes. Sin embargo, antes de poder enviar a la zona cualquier contingente de tropas, la administración estadounidense necesitaba que el Gobierno Saudí solicitara formalmente que el país norteamericano le proporcionara apoyo militar. El rey Fahd se mostraba reacio a adoptar esa decisión, ya que temía una reacción pública negativa en el interior de su nación. Al ser la cuna del islam, Arabia Saudí siempre había considerado particularmente incómoda la sola idea de una presencia no musulmana en su suelo. Además, dado que jamás se habían visto sujetos a un yugo imperial extranjero, los Saudíes guardaban celosamente su independencia de Occidente.

La perspectiva de que las tropas estadounidenses pudieran irrumpir en Arabia Saudí determinaría que todos los islamistas se unieran en una acción conjunta. Los veteranos Saudíes del conflicto afgano, eufóricos por el éxito cosechado frente a los soviéticos, se opusieron inflexiblemente a una intervención estadounidense en Kuwait. Osama Bin Laden había regresado de Afganistán, donde había participado en la yihad, y el Gobierno Saudí le tenía bajo arresto domiciliario debido a los discursos explícitamente políticos que pronunciaba, y que, por otro lado, corrían de mano en mano, grabados en cintas de casete.

Cuando las fuerzas de Saddam Hussein invadieron Kuwait, Bin Laden escribió una carta al ministro de Interior Saudí, el príncipe Nawaf Bin Abdul Aziz, para sugerirle que movilizara a la red de muyahidines que tan eficaz había sido, en su opinión, para expulsar a los soviéticos de Afganistán. Bin Laden afirmaba «que podía movilizar a un ejército de cien mil hombres», recuerda Abdul Bari Atwan, uno de los pocos periodistas que lograrían entrevistar a Bin Laden en su escondite de las montañas de tora Bora, en Afganistán. Los dirigentes Saudíes, añade, «harían caso omiso de la carta».

Tras sopesar todos los pros y los contras, los Saudíes juzgaron que los iraquíes constituían una grave amenaza para la estabilidad de su país, de modo que optaron por solicitar la protección de los estadounidenses, pese a la oposición interna que la medida suscitaba en su propio país. Bin Laden calificaría aquella iniciativa como una traición al islam. «Bin Laden me dijo que la decisión por la que el Gobierno Saudí invitaba a las tropas estadounidenses a defender el reino y a proceder a la liberación de Kuwait había sido la conmoción más grande que había experimentado en toda su vida», comentará Atwan.

No podía creer que la casa de al Saud pudiera ver con buenos ojos el despliegue de unas fuerzas «infieles» en el suelo de la península arábiga, no lejos de los Santos Lugares [es decir, de La Meca y Medina], teniendo en cuenta además que iba a ser la primera vez que ocurriera tal cosa desde el nacimiento del islam. Por otro lado, Bin Laden temía también que al aceptar de buen grado la presencia de tropas estadounidenses en suelo árabe, el Gobierno Saudí estuviera poniendo el país en manos de unos ocupantes extranjeros —en lo que era la repetición exacta del curso que habían seguido los acontecimientos en Afganistán, ya que también en ese país el Gobierno comunista de Kabul había invitado a las tropas rusas a penetrar en su territorio—. Y si Bin Laden había decidido empuñar las armas para combatir a las tropas soviéticas acantonadas en Afganistán, también ahora estaba decidido a tomarlas de nuevo para enfrentarse a los soldados estadounidenses que penetraran en la península arábiga.19

Al haberle confiscado el pasaporte las autoridades Saudíes, Bin Laden no tuvo más remedio que recurrir a los estrechos lazos que unían a su familia con la monarquía Saudí para conseguir una documentación que le permitiera viajar y partir así, de forma permanente, al exilio. Aunque en 1996 Bin Laden declararía la yihad a los Estados Unidos, dictaminando asimismo que la monarquía Saudí quedaba «expulsada de la comunidad religiosa» debido a la comisión de «actos contrarios al islam»,20 lo cierto es que la enemistad de Bin Laden con los Estados Unidos y la monarquía Saudí, antiguos aliados suyos durante la yihad de Afganistán, se remontaba a los acontecimientos de agosto de 1990, esto es, a la invasión de Kuwait por Irak y a la posterior asociación de los Saudíes con los estadounidenses.

La crisis de Kuwait estaba llamada a abrir un nuevo capítulo de cooperación entre los soviéticos y los estadounidenses en el plano de la diplomacia internacional. Por primera vez en su historia, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas conseguiría tomar medidas decisivas sin tener las manos atadas por la política de la guerra fría. Al ir agravándose la crisis en el transcurso de los cuatro meses posteriores a la rápida aprobación —el 2 de agosto de 1990— de la resolución 660, el Consejo de Seguridad de la ONU promulgaría un total de doce resoluciones, sin correr en ningún caso el riesgo de incurrir en el veto de ninguno de los cinco países que cuentan con ese derecho. El 6 de agosto, el organismo internacional impondría sanciones comerciales y económicas a Irak, congelando al mismo tiempo todos los activos que Irak poseyera en el extranjero (resolución 661); además, las Naciones Unidas endurecerían todavía más dicha sanción el 25 de septiembre (resolución 670). el 9 de agosto, el Consejo de Seguridad declararía que la anexión de Kuwait por parte de los iraquíes era «nula y sin efecto» (resolución 662). Un buen número de resoluciones vendrían a condenar las violaciones iraquíes de la inmunidad diplomática kuwaití, defendiendo el derecho de los ciudadanos de terceros estados a abandonar tanto Irak como Kuwait. El 29 de noviembre llegaría formalmente a su fin la guerra fría en Oriente Próximo, al sumarse los soviéticos a los estadounidenses en la aprobación de la resolución 678 por la que se autorizaba a los estados miembros de las Naciones Unidas a «emplear todos los medios necesarios» contra los iraquíes a menos que éstos se retiraran total- mente de Kuwait antes del 15 de enero de 1991.

Lo que más sorprendería a los hombres de Estado árabes —y a los iraquíes en particular—, sería la postura soviética. «en el mundo árabe, eran muchos los que habían supuesto que, pese a haberse negado a ayudar a Irak tras la invasión, Moscú adoptaría cuando menos una actitud neutral, de modo que les causaría una gran sorpresa comprobar que la Unión Soviética no tenía inconveniente en ayudar a los estadounidenses a aprobar una resolución tras otra en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas», refiere el analista egipcio Mohamed Haikal. Lo que el mundo árabe no había percibido era la situación de debilidad en que se hallaba la Unión Soviética, situación que la volvía más que proclive a preservar unas buenas relaciones con Washington. Dados los intereses geoestratégicos que defendían los estadounidenses en el Golfo Pérsico, los soviéticos no sólo sabían que no les quedaban más que dos opciones —ayudar a los Estados Unidos o enfrentarse a ellos— sino que en ningún caso conseguirían hallarse en situación de impedirles actuar. Y dado que no tenían nada que ganar de una confrontación, los soviéticos optarían por cooperar con los Estados Unidos y dejar por completo en la estacada a sus antiguos aliados.

El mundo árabe tardaría mucho en comprender el cambio de rumbo que había sufrido la política de Moscú en la era posterior a la guerra fría. Mientras Irak hacía oídos sordos a las Naciones Unidas, e incluso en el momento mismo en que los Estados Unidos empezaban ya a poner en marcha una coalición bélica, el mundo árabe todavía seguía esperando que la Unión Soviética impidiera que los norteamericanos adoptaran medidas militares contra Irak, que había sido aliado de los rusos. Sin embargo, en flagrante contradicción con esas expectativas, el ministro de asuntos exteriores soviético, Eduard Shevardnadze, se pondría a trabajar en estrecha colaboración con su homólogo estadounidense, James Baker, llegando a redactar juntos el borrador mismo de la resolución que autorizaba la adopción de medidas militares. «para gran asombro de las delegaciones árabes —sostiene Haikal— quedó finalmente claro que Moscú estaba dispuesto a dar carta blanca a los Estados Unidos y a dejar que actuaran a su modo.»21

Si los estadounidenses y los soviéticos vivían un período de cooperación sin precedentes en el tema de la crisis kuwaití, el mundo árabe se encontraba por el contrario más fragmentado que nunca. La invasión de un estado árabe por otro, y la amenaza de una posible intervención eran asuntos que provocaban hondas divisiones entre los dirigentes árabes.

Egipto, recientemente rehabilitado tras una década de aislamiento por el establecimiento de un tratado de paz con Israel, se puso a la cabeza del mundo árabe y comenzó a organizar la respuesta árabe a la crisis de Kuwait. El 10 de agosto, el presidente Mubarak convocó una repentina cumbre árabe, la primera que habría de celebrarse en el Cairo desde la firma de los acuerdos de Camp David. Iraquíes y kuwaitíes se veían así frente a frente por primera vez desde la invasión. Fue un momento muy tenso. El emir de Kuwait pronunció un discurso conciliatorio, en un intento de apaciguar a los iraquíes y de avanzar hacia una solución diplomática a la crisis. Afirmó tener la esperanza de poder retomar las negociaciones en el punto en que las habían dejado en la reunión del 1 de agosto en Yida. Los iraquíes, por el contrario, adoptarían una postura intransigente. Al terminar el emir su discurso y regresar a su asiento, el delegado iraquí, taha Yasín ramadán, protestó: «desconozco con qué fundamento se dirige el jeque a nosotros. Kuwait ha dejado de existir».22 El emir abandonó furioso la sala para dejar patente su indescriptible malestar.

Para algunos dirigentes árabes, la amenaza de una intervención estadounidense suponía un riesgo más grave que el de la propia invasión iraquí de Kuwait. El presidente de Argelia, Chadli Bendjedid, lanzaba esta advertencia a la asamblea: «Hemos combatido toda nuestra vida para sacudirnos de encima tanto al imperialismo como a las fuerzas imperialistas, y sin embargo ahora vemos que nuestros esfuerzos han sido vanos y que la nación árabe ... Invita a unos extranjeros a intervenir en nuestros asuntos».23 Los dirigentes de Libia, Sudán, Jordania, Yemen y la organización para la Liberación de palestina compartían las preocupaciones de Bendjedid, de modo que presionaron para que la cumbre tomara medidas tendentes a la puesta en marcha de una acción árabe concertada capaz de resolver la crisis. Todos los presentes tenían la esperanza de poder negociar la retirada de los iraquíes de Kuwait, y de hacerlo además en unos términos que ambas partes pudieran aceptar sin que se produjeran nuevos conflictos armados ni intervenciones extranjeras.

Sin embargo, al llegar el momento de votar la resolución final de la cumbre de el Cairo se harían patentes en toda su crudeza las divisiones existentes en el seno del mundo árabe. La resolución condenaba la invasión, negaba legitimidad a la anexión de Kuwait por parte de Irak, y exigía la inmediata retirada de todas las fuerzas iraquíes presentes en Kuwait. También respaldaba la solicitud de ayuda militar que había realizado Arabia Saudí para defenderse de la amenaza que representaba para su territorio la presencia de tropas iraquíes en las inmediaciones. Mubarak dio por terminado el debate sobre la resolución apenas dos horas después de haberse iniciado, sometiendo el texto a votación y descubriendo que el mundo árabe quedaba dividido en dos campos separados por profundas divisiones, ya que había diez votos a favor y nueve en contra de la resolución final. «Habían bastado menos de dos horas para generar en el mundo árabe la más profunda fisura que jamás hubiera conocido», escribirá Mohamed Haikal. «La última y frágil posibilidad de una solución árabe se había ido al traste.»24

El Gobierno estadounidense creía que únicamente una amenaza creíble podría obligar a los iraquíes a retirarse de Kuwait. Sus miembros no tenían la menor confianza en la diplomacia árabe, así que en lugar de fomentarla se dedicaron a reunir a sus aliados árabes y a convencerles de que se sumaran a la acción militar que se preparaba. Los primeros contingentes de fuerzas estadounidenses habían desembarcado en Arabia Saudí el 8 de agosto, y una vez en posición se les habían ido uniendo unidades egipcias y marroquíes. Los sirios, que durante mucho tiempo habían sido enemigos de Irak y tenían interés en lograr un acercamiento a los Estados Unidos al comprobar que los soviéticos les retiraban su apoyo, se mostraron proclives a unirse a la coalición, así que el 12 de septiembre confirmarían su participación en ella. Los demás estados del Golfo Pérsico —Qatar, los emiratos Árabes Unidos y omán— también se alinearían con los Saudíes y ofrecerían tropas e instalaciones a la coalición liderada por los Estados Unidos.

Tras haber logrado dividir a los estados árabes en dos bandos irreconciliables con sus acciones, Saddam Hussein trató a continuación de explotar a la opinión pública árabe y de conseguir que los ciudadanos de los estados árabes se volvieran contra sus gobiernos. Se presentó ante las masas árabes como un hombre de acción valiente que se enfrentaba tanto a los estadounidenses como a los israelíes. Condenó a los Estados Unidos, acusándoles de actuar con doble rasero, puesto que no dudaban en hacer cumplir las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas cuando éstas defendían los intereses de Kuwait y sus ricos yacimientos petrolíferos, haciendo no obstante caso omiso de las repetidas violaciones israelíes de otras resoluciones de la ONU que instaban a la retirada de Israel de los territorios árabes ocupados. Al actuar de este modo, Saddam Hussein añadiría todavía más presión a los regímenes árabes, ya que los presentaba como lacayos de las potencias occidentales, esto es, como a estados que no tenían inconveniente en sacrificar los intereses árabes a fin de conservar sus buenas relaciones con los Estados Unidos. Hussein acusó abiertamente a los demás dirigentes árabes diciendo que habían optado por plegarse a las normas que imponía la potencia estadounidense en la era que acababa de inaugurarse con el fin de la guerra fría. Tras todas estas afirmaciones, las masas árabes secundarían al único líder que se negaba a plegarse a las presiones de los estadounidenses. en Marruecos, Egipto y Siria estallaron violentas manifestaciones de protesta por el hecho de que sus respectivos dirigentes hubieran decidido sumarse a la coalición internacional. en Jordania y en los territorios palestinos se produjeron grandes concentraciones de masas que apoyaban a los iraquíes —ante la tremenda consternación de los exiliados kuwaitíes, que durante años habían proporcionado generosas sumas para respaldar tanto a la monarquía hachemita como a la organización para la Liberación de palestina—.

El rey Hussein de Jordania y el presidente de la OLP, Yasir Arafat, que en el pasado habían mantenido cordiales relaciones con el régimen iraquí, se vieron ahora atrapados entre el sentimiento de la opinión pública árabe, que concedía su apoyo a Saddam Hussein, y la comunidad internacional, que les exigía que se alinearan con la coalición contraria a la invasión iraquí que capitaneaban los Estados Unidos. Arafat uniría abiertamente su suerte a la de Saddam Hussein, mientras que el monarca jordano se limitaría a negarse a condenar a los iraquíes, tratando al mismo tiempo de orquestar una «solución árabe» a la crisis de Kuwait, pese a que ésta resultara cada vez más improbable. El hecho de que no aceptara condenar a los iraquíes determinaría que tanto la Administración Bush como los líderes árabes del Golfo Pérsico acusaran al rey Hussein de apoyar la invasión de Kuwait. Tras la crisis, Jordania tendría que enfrentarse a una situación de aislamiento, ya que tanto los estados árabes del Golfo Pérsico como las potencias de Occidente le harían el vacío. Pese a todo, el rey Hussein lograría conservar el apoyo del pueblo jordano, circunstancia que le evitaría una crisis que muy bien hubiera podido costarle el trono.

Al final, Saddam Hussein quedaría prisionero de la propia popularidad de que gozaba en las calles árabes. Una vez proclamada la superioridad moral de su causa en cuestiones como las de la ocupación israelí de palestina o la resistencia a las presiones de los estadounidenses no le quedaba ya margen de maniobra alguno para llegar a una solución de compromiso. Por otra parte, los argumentos que tan generalizado apoyo le granjeaban entre el público árabe no tenían el más mínimo peso a los ojos del Gobierno estadounidense. La Administración Bush se negaba a ampliar el alcance del debate e insistía en limitarlo al inmediato contexto de la invasión iraquí de Kuwait. Además, Saddam Hussein no podía permitirse el lujo de retirarse de Kuwait sin conseguir a cambio alguna concesión en el tema del conflicto entre los israelíes y los palestinos que le permitiera salvar la cara, concesión que los estadounidenses no estaban dispuestos a realizar. Y al no aceptar tampoco él regirse por las reglas de juego que imponían los estadounidenses, Saddam Hussein comenzó a ver con tintes cada vez más fatalistas el desenlace de la guerra.

El 15 de enero de 1991, al expirar el plazo establecido por la resolución 678 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, los Estados Unidos habían movilizado ya a una gigantesca coalición internacional con el objetivo de obligar a Irak a abandonar Kuwait. Las fuerzas estadounidenses integraban las dos terceras partes del total de las tropas internacionales, ya que había situado en las inmediaciones a seiscientos cincuenta mil soldados. El mundo árabe aportaba cerca de ciento ochenta y cinco mil hombres, de los cuales cien mil pertenecían a Arabia Saudí y el resto a unidades de refuerzo procedentes de Egipto, Siria, Marruecos, Kuwait, Omán, los emiratos Árabes Unidos, Qatar y Bahréin. Gran Bretaña y Francia encabezaban el contingente europeo integrado en la coalición, aunque Italia y otros países europeos también aportarían tropas. en total, treinta y cuatro países de seis continentes unirían sus fuerzas hasta convertir la guerra contra Irak en una contienda mundial.

El mundo entero contuvo la respiración al constatar que la fecha del 15 de enero quedaba atrás sin que se produjera ningún incidente. Al día siguiente, los Estados Unidos pusieron en marcha la operación tormenta del desierto con un generalizado bombardeo simultáneo sobre Bagdad y las posiciones que ocupaba el ejército iraquí, tanto en Kuwait como en Irak. Saddam Hussein conservaría su actitud desafiante, y amenazaría a sus adversarios señalando que acababan de poner en marcha «la madre de todas las batallas». La mayor incertidumbre a la que se enfrentaban los miembros de la coalición estribaba en averiguar si Irak tenía posibilidades de emplear armas químicas o biológicas, como había hecho al reprimir a los curdos durante la campaña de al-Anfal. Los generales estadounidenses albergaban la esperanza de poder golpear a Irak desde el aire sin tener que exponer a su infantería al riesgo de una ofensiva con gases tóxicos.

Los iraquíes responderían a la guerra aérea disparando misiles Scud de largo alcance tanto contra Israel como contra las posiciones que defendían los estadounidenses en Arabia Saudí. Sin ninguna advertencia previa, ocho misiles Scud impactaron en Haifa y en Tel Aviv en la madrugada del 18 de enero, causando daños materiales pero no víctimas mortales. Al comenzar el aullido de las sirenas, las emisoras de radio israelíes avisaron a los ciudadanos que debían ponerse las máscaras de gas y correr a buscar refugio en las salas herméticas concebidas al efecto por temor a que los iraquíes hubieran equipado los misiles Scud con cabezas químicas.

El Gobierno de Isaac Shamir se reunió en sesión de urgencia a fin de decidir la forma de responder a los ataques, pero la Administración Bush se las arregló para convencer a los israelíes de que permanecieran al margen de la guerra. estaba claro que Saddam Hussein tenía la esperanza de poder transformar la guerra por la liberación de Kuwait en un conflicto árabe-israelí de mayor envergadura capaz de desconcertar a la coalición que encabezaban los estadounidenses. Mohamed Haikal refiere que el lanzamiento de misiles iraquíes contra Israel había sembrado la confusión entre los soldados árabes que integraban la coalición, que ya no sabían a qué bando entregar su lealtad. en una ocasión, un grupo de soldados egipcios y sirios acantonados en Arabia Saudí prorrumpieron en gritos de «Allah akbar» al enterarse de que Irak había disparado varios misiles Scud contra Israel. Y aunque «recordaron al instante», según añade Haikal, que «en principio también ellos luchaban contra Irak, lo cierto es que ya era demasiado tarde, de modo que siete egipcios y varios sirios serían severamente castigados».25

En total, Israel hubo de encajar el impacto de cuarenta y dos misiles, aunque algunos de ellos errarían la trayectoria y caerían antes de tiempo, explotando en Jordania y Cisjordania, mientras que otros lograrían ser interceptados por los anti-misiles Patriot. La verdad es que los Scud provocaron más miedo que víctimas. Muchos palestinos de los territorios ocupados saludarían con júbilo cuantos ataques lanzara Saddam Hussein contra Israel. Frustrados porque la Intifada había llegado a un punto muerto y porque la política de mano de hierro israelí había conseguido quebrar el empuje del levantamiento popular, e irritados además porque desde hacía algún tiempo se les obligaba a permanecer en sus casas debido a la imposición de un estricto toque de queda de veinticuatro horas, los palestinos se alegraban de ver que ahora eran los israelíes, por una vez, quienes se veían sometidos a un ataque. Y al filmar los periodistas el regocijo de los palestinos que bailaban en sus tejados y aplaudían la llegada de los Scud, el estudioso palestino Sari Nusseibeh explicaría del siguiente modo esa reacción a un periódico británico: «Si los palestinos festejan que un misil vaya de este a oeste es porque, hablando en sentido figurado, llevan los últimos cuarenta años viendo pasar misiles de oeste a este». Nusseibeh habría de pagar caras esas declaraciones sobre el avistamiento de misiles, ya que pocos días después sería arrestado con el falaz argumento de que había estado ayudando a los iraquíes a guiar sus Scud contra objetivos israelíes, cargos por los que sería condenado a pasar tres meses en la cárcel de Ramla.26

Los iraquíes lanzaron otros cuarenta y seis misiles Scud contra Arabia Saudí. La mayoría de ellos serían interceptados por los antimisiles Patriot, aunque uno de los Scud iraquíes conseguiría impactar en un almacén de Dhahran que servía de cuartel para los soldados estadounidenses, matando a veintiocho hombres e hiriendo a otros cien, en lo que habría de ser el mayor número de bajas que hubieran de encajar las fuerzas estadounidenses en toda la guerra, al menos en un único incidente aislado.

Los análisis realizados a los restos de los misiles Scud tranquilizarían a los generales estadounidenses, ya que confirmarían que los iraquíes no estaban recurriendo al uso de armas biológicas ni químicas. El hecho de que el enemigo careciera de la capacidad de emplear armamento no convencional animó a las fuerzas de la coalición, que decidieron entonces trasladar la guerra del espacio aéreo iraquí al suelo de esa misma nación. De este modo, el 22 de febrero, el presidente George H. W. Bush dio a Saddam Hussein el ultimátum final, instándole a retirarse de Kuwait antes del mediodía del día 23 si no quería tener que enfrentarse a una guerra en tierra.

Llegado el mes de febrero, tanto Irak como su ejército llevaban sufriendo más de cinco semanas de un bombardeo que no sólo carecía de precedentes sino que reducía a una mera anécdota el impacto de los toscos Scud en Israel y en Arabia Saudí. La aviación de las naciones coaligadas mantenía una tasa de mil salidas diarias y empleaba armas de gran precisión contra los objetivos iraquíes —es decir, armas guiadas por láser y provistas de explosivos de alta potencia—, además de misiles de crucero. Tanto Bagdad como las ciudades del sur de Irak hubieron de soportar amplias incursiones aéreas que terminarían destruyendo las centrales eléctricas, los sistemas de comunicación, las carreteras y los puentes, así como las fábricas y los barrios residenciales.

Pese a que no existan estadísticas oficiales de los civiles fallecidos en la operación tormenta del desierto de la guerra del Golfo —las estimaciones son fluctuantes, ya que sitúan la cifra entre las cinco mil y las doscientas mil personas—, no hay duda de que los intensos bombardeos mataron a miles de civiles iraquíes y causaron infinidad de heridos. en lo que habría de convertirse en el peor incidente aislado de toda la guerra, las fuerzas aéreas estadounidenses lanzarían dos «bombas inteligentes» de casi una tonelada de peso cada una sobre el refugio antiaéreo del barrio bagdadí de Amiriya, matando a más de cuatrocientos civiles, la mayoría de ellos mujeres y niños que habían tratado de guarecerse en él de los intensos bombardeos que apisonaban la ciudad. El ejército iraquí también sufriría un elevado número de bajas a causa de los incesantes bombardeos, de modo que en la tercera semana de febrero la moral era ya bastante baja.

Viéndose ante la inminente obligación de desalojar Kuwait, el Gobierno iraquí respondería a los ataques con una serie de atentados medioambientales destinados a castigar a Kuwait y a los vecinos estados árabes del Golfo Pérsico. Ya a finales de enero, las fuerzas iraquíes habían bombeado deliberadamente cuatro millones de barriles de crudo a las aguas del Golfo Pérsico, generando la mayor mancha de petróleo conocida, una letal masa pegajosa de cincuenta y seis kilómetros de longitud y veinticuatro de anchura. Dada la fragilidad del ecosistema del Golfo Pérsico, y el hecho añadido de que el desastre viniera a sumarse a los muchos años de impacto negativo que ya había estado provocando la guerra entre Irán e Irak, la marea negra se convertiría en una catástrofe medioambiental de una magnitud completamente insólita.

Poco antes de iniciarse la guerra en tierra, los iraquíes detonarían varias cargas explosivas en unos setecientos pozos de petróleo kuwaitíes, generando un incendio de proporciones dantescas. Jehan Rajab sería testigo de las explosiones, ya que tendría oportunidad de contemplarlas desde el tejado de su casa de Kuwait. «oímos perfectamente el estallido de las cargas de dinamita que los iraquíes han colocado en torno a la boca de los pozos», consignará en su diario. «el cielo, de color rojo inflamado, parece vibrar. Hay llamaradas que suben y bajan rítmicamente, mientras que otras se yerguen con gran violencia en el aire, alcanzan una gran altura e, imagino, dejan escapar un potentísimo bramido de dramáticas proporciones. Otras en cambio parecen poseer vida propia, ya que surgen a borbotones, formando una gran bola de fuego que late regularmente con maligno ímpetu.» a la mañana siguiente, el intenso azul del cielo de Kuwait apareció oculto por la humareda generada por los setecientos pozos de petróleo incendiados. «esta mañana el cielo ha aparecido completamente negro. El humo ha tapado el sol.»27

Los atentados medioambientales de los iraquíes harían todavía más urgente la intervención terrestre, que finalmente se iniciaría en la madrugada del domingo 24 de febrero de 1991. Los combates sobre el terreno resultaron ser breves y brutalmente decisivos. Las fuerzas de la coalición barrieron Kuwait, forzando la total retirada de los iraquíes en menos de cien horas. Los intensos combates aterraron tanto a los habitantes de Kuwait como a los invasores iraquíes. Jehan Rajab refiere que la Ciudad de Kuwait se vio sacudida por tremendas explosiones y devastadores incendios, y que todo ese estruendo se recortaba sobre el ruido de fondo de los pozos de petróleo en llamas y el rugido de los centenares de aviones que atestaban los cielos. «¡Qué noche tan indescriptible!», escribirá Rajab el 26 de febrero en su diario, dos días después de que se iniciara el ataque terrestre. «La cortina de fuego iluminaba el horizonte con una cegadora luz blanca salpicada de destellos de un rojo intensísimo.»

Las fuerzas iraquíes, presas del pánico iniciaron un desordenado repliegue. Los soldados buscaban camiones y todoterrenos en los que dirigirse al norte, a la frontera iraquí, requisando cualquier vehículo que siguiera operativo (los kuwaitíes habían saboteado sus propios coches para evitar los robos). Muchos de los que consiguieron subirse a un automóvil para huir de Kuwait morirían en la carretera que corre paralela a la cadena montañosa de Mutla y comunica el norte de Kuwait con la frontera iraquí, ya que discurre por una vasta extensión llana absolutamente expuesta. Los miles de soldados iraquíes montados en camiones del ejército, en autobuses y en vehículos robados a los civiles provocarían un enorme atasco en esa carretera —la carretera 80—. Los aviones de la coalición internacional bombardearon tanto el frente como la retaguardia de la columna en desbandada, dejando miles de vehículos atrapados en el medio. en la subsiguiente carnicería se destruirían cerca de dos mil automóviles. No se sabe cuántos iraquíes conseguirían huir con sus coches y cuántos resultarían muertos. Sin embargo, las imágenes de la «carretera de la muerte» habrían de determinar que la coalición capitaneada por los Estados Unidos se viera expuesta no sólo a la acusación de haber empleado una fuerza desproporcionada sino incluso a cargos por crímenes de guerra. Inquieta por la posibilidad de que esas atrocidades pudieran poner en peligro el respaldo internacional que había conseguido reunir en apoyo de la campaña militar, la Administración Bush se apresuraría a decretar un completo alto el fuego el 28 de febrero, poniendo así fin a la guerra del Golfo.

La liberación de Kuwait había tenido un elevado coste. Los kuwaitíes manifestarían una intensa alegría al recobrar la independencia, pero el país había quedado totalmente devastado tras la invasión iraquí y la guerra. Cientos de pozos de petróleo seguían ardiendo sin control y las infraestructuras habían quedado hechas añicos, de modo que iba ser preciso reconstruir desde cero buena parte del país. La ocupación y la contienda habían dejado profundamente traumatizada a la población kuwaití, ya que eran miles los ciudadanos que habían resultado muertos, se habían visto desplazados o se hallaban en paradero desconocido.

El conjunto del mundo árabe también saldría traumatizado y dividido del conflicto. Los ciudadanos árabes se habían opuesto tajantemente a la decisión que había llevado a sus gobiernos a alinearse con los países de la coalición y combatir a un estado árabe. Los gobiernos que se habían sumado a la coalición condenaron al ostracismo a los que habían optado por no unirse a ella. Jordania, el Yemen y la organización para la Liberación de palestina serían censuradas por haberse mostrado excesivamente partidarias del régimen de Saddam Hussein. Tanto Jordania como el Yemen y la OLP dependían notablemente del respaldo económico que les proporcionaban los países del Golfo Pérsico, de modo que la actitud adoptada les haría padecer graves estrecheces. Serían muchos los analistas árabes que expresaran un profundo sentimiento de desconfianza hacia los Estados Unidos y muchos también los que se mostraran preocupados ante las intenciones que pudieran albergar los estadounidenses en el nuevo mundo unipolar. La decidida determinación de los norteamericanos, resueltos a aplicar una solución militar a la invasión de Kuwait, unida a la percepción de que la administración estadounidense había obstaculizado deliberadamente todos los esfuerzos tendentes a conseguir un arreglo diplomático a la crisis del Golfo Pérsico, llevaron a muchos a creer que los Estados Unidos se habían valido de la guerra para dejar sentada su presencia militar en el Golfo Pérsico y dominar los recursos petrolíferos de la región. El hecho de que miles de soldados estadounidenses permanecieran en Arabia Saudí y los demás estados árabes del Golfo Pérsico tras la liberación de Kuwait no contribuiría sino a agravar estas preocupaciones.

La retirada de Kuwait no procuró ningún alivio a Irak. A principios de febrero de 1991, la Administración Bush, convencida de haber dinamitado el prestigio de Saddam Hussein con la voladura de su ejército, se dedicó a animar a la población iraquí a levantarse contra el dictador y derrocarlo. Las emisoras de radio estadounidenses comenzaron a hacer llegar mensajes a Irak en los que los Estados Unidos prometían apoyar cualquier alzamiento popular. estas incitaciones encontrarían terreno abonado tanto en las regiones curdas del norte de Irak como en las regiones chiitas del sur que habían padecido graves discriminaciones bajo la férula de Saddam Hussein. A principios de marzo de 1991 estallarían distintos levantamientos populares en ambas zonas.

Sin embargo, no era ése el resultado que los Estados Unidos esperaban conseguir con su propaganda. Los estadounidenses deseaban que Bagdad asistiera a un golpe militar y que Saddam Hussein quedara derrocado. Los alzamientos de curdos y chiitas constituían sendas amenazas para los intereses de los norteamericanos. Turquía, un país aliado de los Estados Unidos en virtud de su pertenencia a la organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), llevaba combatiendo desde el año 1984 una dura insurgencia separatista liderada por el partido de los Trabajadores del Kurdistán (más conocido por sus siglas curdas: PKK, o Partiya Karkeren Kurdistan), de modo que se opuso a toda medida que pudiera culminar con la creación de un estado curdo iraquí en la frontera oriental turca. Los estadounidenses por su parte temían que la revuelta chiita pudiese verse coronada por el éxito y que eso no contribuyera sino a fortalecer la influencia que ya venía ejerciendo en la región la república Islámica de Irán.

Los estadounidenses no ofrecieron apoyo alguno ni a los chiitas ni a los curdos, pese a haber animado a los iraquíes a levantarse. Lo que sucedió fue, antes al contrario, que la Administración Bush hizo la vista gorda mientras Saddam Hussein reagrupaba los restos de sus fuerzas y los enviaba a suprimir ambas rebeliones con implacable brutalidad. Se cree que la eliminación de la revuelta chiita costó la vida a decenas de miles de iraquíes de esa confesión, y que varios centenares de miles de curdos se verían obligados a huir para evitar las represalias iraquíes, yendo a refugiarse a Turquía e Irán.

Al tener que enfrentarse a la gigantesca catástrofe humanitaria que ellos mismos habían provocado, la respuesta de los Estados Unidos consistió en decretar que la zona septentrional de Irak pasaba a convertirse en espacio aéreo restringido. Los aviones estadounidenses y británicos se dedicaron entonces a patrullar la región situada al norte del paralelo treinta y seis a fin de proteger a los curdos de las fuerzas de Saddam Hussein, mientras los aparatos británicos cerraban el espacio aéreo del sur de Irak, impidiendo todo vuelo no autorizado. Irónicamente, la creación de ese mismo espacio aéreo restringido terminaría generando exactamente el tipo de enclave curdo autónomo que más había deseado evitar Turquía. en mayo de 1992 se celebraron en la región unas elecciones para constituir una asamblea independiente del estado regido por Saddam Hussein, poniéndose así en marcha el germen de lo que acabaría convirtiéndose en el Gobierno regional Curdo de Irak.

No habiendo conseguido derribar a Saddam Hussein ni por medios militares ni con la incitación a un levantamiento interno, la Administración Bush volvió a recurrir a las Naciones Unidas a fin de conseguir que éstas dictaran una resolución que no sólo permitiera despojar a Irak de sus armas de destrucción masiva, sino que hiciera recaer sobre ese país mesopotámico la responsabilidad de atender al pago de las reparaciones de posguerra y viniera a reforzar las sanciones económicas que ya le habían impuesto otras resoluciones anteriores. Saddam Hussein comprendió que todas aquellas medidas se proponían provocar su derrocamiento, y respondió lanzando un desafío. encargó la colocación de un mosaico con el retrato de George H. W. Bush en la entrada del Hotel al-Rashid de Bagdad, de modo que todos los clientes del establecimiento pisotearan el rostro de su adversario. en noviembre del año 1992, Saddam Hussein festejaría la derrota de Bush en las elecciones presidenciales: era Bush el que había caído, y Saddam quien seguía en el poder.

Los estadounidenses podían ufanarse de la total victoria militar lograda en la guerra del Golfo, pero no de un triunfo político, ya que no lo habían conseguido sino de forma parcial. La permanencia de Saddam Hussein en el poder implicaba tener que aceptar que Irak continuara siendo una fuente de inestabilidad en una región cuyo explosivo carácter se había acentuado. Por si fuera poco, y contra los evidentes deseos de la Administración Bush, seguiría siendo Saddam quien estableciera las prioridades de la política regional tras la operación tormenta del desierto. De este modo, al señalar los paralelismos entre la posición de Irak en Kuwait y la ocupación siria del Líbano, o aun la invasión israelí de los territorios palestinos, el dirigente iraquí determinaría que la comunidad internacional se viera en la obligación de abordar algunos de los más espinosos conflictos del Oriente Próximo.

* * *

A finales de la década de 1980, las perspectivas de paz en el Líbano parecían más lejanas que nunca. El 90 por 100 del país se hallaba bajo ocupación extranjera, ya que Israel controlaba la llamada Zona de Seguridad del sur del Líbano y las tropas sirias dominaban el resto. Fondos foráneos de distinta procedencia inundaban el país para armar a una miríada de milicias rivales cuyas luchas de poder habían arrasado las poblaciones, pequeñas y grandes, de numerosas regiones del Líbano. Una generación entera había crecido a la sombra de la guerra, desprovista de educación o de toda perspectiva de una vida honrada. La nación que un día fuera la más próspera y modélica democracia del Oriente Próximo se había desintegrado, quedando convertida en un estado en quiebra sobre el que Siria no ejercía sino un débil control.

El descalabro que había sufrido el estado libanés al verse sometido a la presión de las luchas entre comunidades había puesto en cuestión las bases mismas del sistema político libanés, cimentado en la distribución sectaria del poder, de acuerdo con las directrices aprobadas en el Pacto Nacional de 1943. eran muchos los políticos veteranos que sostenían que la responsabilidad de la guerra civil que asolaba el Líbano había que imputársela a la volátil mezcla de religión y política que había venido presidiendo la actividad gubernamental desde aquella fecha, y por ese motivo se hallaban decididos a imponer como condición para cualquier posible acuerdo de paz la radical reforma del sistema de gobierno. Rashid Karami, un musulmán sunita que había ejercido el cargo de primer ministro en diez ocasiones, llevaba ya mucho tiempo propugnando que se introdujeran profundas reformas en el Gobierno libanés al objeto de colocar en situación de igualdad política a musulmanes y cristianos. Karami que volvería a ocupar el cargo de primer ministro entre los años 1984 y 1987, creía que todos los ciudadanos libaneses, con independencia de la fe que profesaran, debían tener el mismo derecho a desempeñar tareas de gobierno. Karami no era el único miembro reformista del gabinete que defendía este punto de vista. Nabih Berri, jefe del partido Amal, de confesión chiita, y ministro de Justicia, desautorizaba el Pacto Nacional, al que consideraba «un sistema estéril de imposible revisión o mejora», razón por la que apelaba a la elaboración de un sistema político nuevo.28

Amin Gemayel, cuyos seis años de mandato como presidente del Líbano habían venido a representar el punto más bajo de la política libanesa (1982-1988), se convertiría así en blanco de las críticas de los reformistas. El ministro de transportes druso, Walid Yumblatt, llegó a sugerir que Gemayel fuera expulsado del cargo a punta de pistola. Muchos ministros se negaron a acudir a las sesiones del gabinete que presidía Gemayel. Y al sumarse también Karami al boicot, el gabinete dejó de reunirse, circunstancia que dejaría completamente paralizado al Gobierno.

En mayo de 1987 Karami aumentaría todavía más el tono de la confrontación con Gemayel, ya que sería en esa fecha cuando el primer ministro presentara la dimisión. Fueron muchos los observadores que pensaron que la razón de que Karami hubiera dimitido se debía a que tenía la intención de presentarse como candidato a las inminentes elecciones de 1988. Pese a ser sunita, Karami ya había tratado antes de acceder a la presidencia: lo había intentado en 1970, pero se le había impedido concurrir, ya que el cargo estaba reservado a los cristianos maronitas. Karami era una figura pública muy respetada que contaba con importantes apoyos en el campo reformista. Debió de pensar que, dado el descalabro general de la política libanesa, quizá se le ofreciera en 1988 una oportunidad mejor de la que había tenido en el año 1970. Sin embargo, no llegaría a tener siquiera ocasión de declararse candidato. Cuatro semanas después de haber presentado la dimisión como primer ministro, Rashid Karami sería asesinado por una bomba colocada en el helicóptero en el que viajaba. Pese a que jamás se descubriera quién había eliminado a Karami, todo el mundo comprendió el mensaje que se quería transmitir con su asesinato: el Pacto Nacional no era negociable.

Tras la eliminación de Karami, el aislado presidente Gemayel sería incapaz de encontrar un político sunita que gozara de credibilidad en el país y que estuviera además dispuesto a desempeñar el cargo que Karami había dejado vacante. Gemayel nombró primer ministro en funciones a Selim al-Hoss, responsable sunita de educación en el exangüe gabinete de Karami. Desde el mes de junio de 1987 hasta el final del mandato de Gemayel, es decir, hasta el 22 de septiembre de 1988, el Líbano se encontró sin gobierno operativo. El desafío al que se enfrentaba el Líbano en 1988 consistía en elegir por consenso a un nuevo presidente, y esto en un período en el que las enfrentadas élites políticas se revelaban incapaces de coincidir en nada.

En 1988 únicamente un candidato se atrevería a presentarse al cargo de presidente, y se trataba de una persona que ya había desempeñado antes ese puesto: Suleimán Franjieh. La gente no confiaba en Franjieh, un jefe militar de setenta y ocho años que había demostrado ser incapaz de evitar la guerra civil durante su anterior mandato (1970-1976). Doce años más tarde, nadie creía que pudiera revelarse más competente ahora y fuera capaz de conseguir la necesaria reconciliación nacional.

En último término, la falta de candidatos a la presidencia resultaría ser una dificultad irrelevante, ya que el día de las elecciones ni siquiera hubo electores suficientes para poder nombrar a un nuevo presidente. en el Líbano, el presidente es elegido por el parlamento, y al no haberse celebrado elecciones parlamentarias desde el estallido de la guerra civil, los supervivientes del parlamento de 1972, ya entrados en años, serían llamados el 18 de agosto a cumplir su deber constitucional por tercera vez consecutiva. Buena parte de los setenta y seis diputados vivos habían huido del país, desgarrado por la guerra, y buscado una vida más tranquila en el extranjero, de modo que el día señalado únicamente treinta y ocho conseguirían presentarse en sus escaños. Y al carecer el parlamento del quórum necesario, el Líbano se vio sin presidente por primera vez en su historia.

De acuerdo con la constitución libanesa, en ausencia de un presidente electo, el primer ministro y su gabinete quedan facultados para ejercer la autoridad ejecutiva en tanto no se nombre a un nuevo presidente. Como el mandato del presidente Gemayel se hallaba próximo a su fin, esta disposición provisional planteaba graves peligros a los defensores maronitas del statu quo político. Y dado que el Líbano jamás había operado sin presidente, ningún sunita había ejercido nunca la autoridad ejecutiva. Los maronitas conservadores temían que, si al-Hoss llegaba a asumir el poder, resultara inevitable la apertura de un proceso de reforma del sistema político y que se terminara desechando el Pacto Nacional para optar por la regla de la mayoría (que era musulmana). eso significaría el fin del Líbano como único estado cristiano del Oriente Próximo.

Al acercarse el fin del mandato de Gemayel, fijado para la medianoche del 22 de septiembre, el general Michel Aoun, comandante en jefe del ejército del Líbano y de confesión maronita, tomó las riendas del asunto. Originario de la aldea de Haret Hreik, situada a las afueras de Beirut e integrada por habitantes cristianos y chiitas, el general, de cincuenta y tres años, exigió a Gemayel que disolviera el Gobierno provisional de al-Hoss antes de que éste adquiriera automáticamente capacidad ejecutiva. «Señor presidente», advirtió el general Aoun, «sobre usted recae la prerrogativa constitucional de formar o no un nuevo gobierno. Si escoge usted la segunda posibilidad [es decir, la de no formar un nuevo gobierno], esta medianoche le consideraremos un traidor».29

Al tratar de evitar una crisis, lo que estaba consiguiendo el golpe de Aoun era generar otra. en teoría, Aoun no podía ser nombrado primer ministro, dado que se trataba de un cristiano maronita y que de acuerdo con los términos estipulados en el Pacto Nacional ese puesto quedaba reservado a los musulmanes sunitas. De este modo, el hombre que afirmaba defender el Pacto Nacional estaba de hecho socavando los cimientos del sistema sectario del Líbano. Sin embargo, a última hora —o a las doce menos cuarto de la noche, para ser exactos—, Amin Gemayel cedió a las presiones de Aoun y firmó sus dos últimas órdenes ejecutivas. Con la primera disolvía el gabinete provisional de Selim al-Hoss, y con la segunda designaba jefe del Gobierno interino al general Michel Aoun. Al-Hoss y sus seguidores se negaron a aceptar los decretos que Gemayel había firmado en el último minuto y reclamaron el derecho a gobernar el Líbano.

De la noche a la mañana, el Líbano pasó de ser un país sin gobierno a una nación con dos gobiernos, dos gobiernos de prioridades mutuamente incompatibles, ya que al-Hoss se proponía sustituir el sistema confesional del Líbano por una democracia abierta, favorable a la mayoría musulmana del país y apoyada por una administración provisional siria, mientras que Aoun acariciaba la esperanza de volver a encarrilar al estado libanés por la senda que señalaba el Pacto Nacional, manteniendo el predominio de los cristianos y una situación de total independencia de Siria.

Los dos gobiernos rivales terminaron escindiendo al Líbano en dos miniestados, uno cristiano y otro musulmán. Muy pocos cristianos deseaban asumir cargo alguno en el gabinete de al-Hoss, y desde luego ningún musulmán se mostraría dispuesto a participar en el Gobierno de Aoun. Al- Hoss ejercería su autoridad en los territorios sunita y chiita, y Aoun haría lo propio en los barrios cristianos del Líbano. La rivalidad de ambas facciones tenía algo de farsa, ya que uno y otro dirigente designaría a sus propios comandantes militares, así como un aparato de seguridad y una administración pública afines. Sólo el Banco Central del Líbano conseguiría resistir la presiones duplicadoras, aunque se vería obligado a financiar los gastos de los dos gobiernos.

El verdadero peligro procedería de los padrinazgos exteriores. El gabinete de al-Hoss apoyaba abiertamente la concesión de un papel político a Siria y contaba con el pleno apoyo de Damasco. Aoun en cambio condenaba la presencia siria en el Líbano, ya que la consideraba una amenaza para la soberanía y la independencia del país, logrando de este modo el respaldo sin fisuras de Irak. Bagdad estaba decidido a ajustar las cuentas con damasco por haberse apartado de las directrices árabes, alineándose con Irán entre los años 1980 y 1988, período en el que Irak había librado una guerra con aquel país. Las numerosas y antiguas enemistades internas del Líbano daban así a Irak una inmejorable oportunidad de castigar a Siria. Con sus inmensos arsenales, repletos de armas y municiones, el Gobierno iraquí podía proporcionar apoyo militar a Aoun y respaldar así su oposición a la presencia siria en el Líbano, sobre todo ahora, después de agosto de 1988, fecha en que la guerra de Irán e Irak había llegado a su fin.

El 14 de mayo de 1989, envalentonado por ese apoyo, Aoun declaró la guerra a Siria, una guerra de liberación, según su planteamiento. El ejército sirio respondió imponiendo el total bloqueo de las regiones controladas por Aoun. Los dos bandos comenzaron entonces a intercambiar mortales descargas de artillería pesada, provocando la destrucción generalizada de los barrios musulmanes y de las zonas cristianas del Líbano y forzando el desplazamiento de decenas de miles de civiles en lo que resultaría ser el ataque artillero más intenso desde que en el año 1982 se pusiera cerco a Beirut.

Los dos meses de horribles luchas y numerosas víctimas civiles galvanizarían a los estados árabes, impulsándoles a actuar. en mayo de 1989, se convocó en Casablanca, Marruecos, una cumbre árabe para abordar la nueva crisis en que se hallaba sumido el Líbano. La conferencia confirió a tres jefes de estado árabes —el rey Fahd de Arabia Saudí, el rey Hasán II de Marruecos y el presidente de Argelia, Chadli Bendjedid— la potestad de negociar el fin de la violencia y poner en marcha un proceso encaminado a la restauración de un gobierno estable en el Líbano.

Los tres gobernantes, que formaban lo que dio en llamarse «la troika», ordenaron a Siria que respetase el alto el fuego y exigieron que Irak dejara de enviar buques cargados de armas a Aoun y a los milicianos de las fuerzas libanesas. Al principio, los esfuerzos de la troika apenas tuvieron éxito. Los sirios ignoraron las exigencias de sus tres integrantes e intensificaron el apisonamiento del enclave cristiano, mientras que Irak, por su parte, siguió suministrando armamento a sus aliados a través de los puertos controlados por los oponentes maronitas al régimen sirio.

Tras seis meses de combates, en septiembre de 1989, la troika lograría finalmente convencer a todas las partes implicadas de que era preciso observar un alto el fuego. Los dirigentes árabes invitaron entonces a los parlamentarios del Líbano a acudir a una reunión en la ciudad Saudí de Taif al objeto de iniciar un proceso de reconciliación nacional en terreno neutral. Los diputados libaneses, todos ellos veteranos, ya que habían sido elegidos en el año 1972, se aventuraron a abandonar los lugares en que se hallaban exiliados en Francia, Suiza e Irak, o a salir de los pisos francos que ocupaban en el Líbano, a fin de reunirse en Taif y decidir el futuro de su país. Se presentaron en la reunión sesenta y dos diputados en total —la mitad de ellos cristianos y la otra mitad musulmanes—, lo que significaba que había quórum suficiente para tomar decisiones en nombre del estado libanés. El ministro de Asuntos Exteriores, el príncipe Saud al-Faisal, fijó la fecha de la asamblea inaugural para el 1 de octubre de 1989, advirtiendo a los convocados que «estaba prohibido fracasar».

El éxito, sin embargo, tardaría en llegar más de lo esperado. La conferencia, que según lo planeado debía tener una duración de tres días, se convirtió en un maratón de veintitrés días, aunque su resultado sería nada menos que el anteproyecto de la Segunda república del Líbano. Los términos de la reconstrucción política del Líbano, consagrados en el acuerdo de Taif, preservaban muchos de los elementos del sistema confesional estipulado en el Pacto Nacional, pero modificaban su estructura a fin de que viniera a reflejar las realidades demográficas del Líbano moderno. De este modo, los escaños del parlamento seguían distribuyéndose entre las diferentes comunidades religiosas, pero la relación de fuerzas quedaba transformada, pasando de hallarse en razón de seis a cinco en favor de las comunidades cristianas a repartirse equitativamente entre musulmanes y cristianos. El número de escaños del parlamento aumentó, pasando de los noventa y nueve anteriores a los ciento ocho de la nueva propuesta, modificación que permitía que el incremento de representantes musulmanes pudiera efectuarse sin ningún decremento del número de escaños cristianos.

Los reformistas no conseguirían su principal objetivo, que estribaba en abrir las puertas de la carrera política a todos los ciudadanos, sin distinción confesional alguna. Pronto se vio claramente que semejante modificación del orden confesional no iba a poder consensuarse. La solución de compromiso a la que se llegó consistiría en conservar la misma distribución de cargos establecida en el Pacto Nacional, redistribuyendo no obstante las competencias de dichos cargos. El presidente seguiría siendo un cristiano maronita, pero el poder del puesto quedaría reducido, asignándosele únicamente un papel de orden más bien ceremonial como «jefe del estado y símbolo de unidad». El primer ministro y el gabinete, cuya suma pasaba ahora a denominarse Consejo de Ministros, serían los principales beneficiarios de esta redistribución de poder. La autoridad ejecutiva quedaría en lo sucesivo en manos del primer ministro sunita, quien presidiría las reuniones del gabinete y asumiría la tarea de llevar a la práctica las medidas que se adoptaran. Además, aunque el presidente seguía siendo el encargado de nombrar al primer ministro, únicamente el parlamento poseía ahora la facultad de destituir a la primera autoridad ejecutiva. Las reformas de Taif concedían también nuevas e importantes atribuciones competenciales al portavoz del parlamento, que era el puesto más elevado que se permitía alcanzar a un musulmán chiita. entre esas nuevas competencias destacaba el papel de gran influencia que se le otorgaba, al ser él el encargado de asesorar al presidente en el proceso de nombramiento del primer ministro. Con estos cambios, los maronitas podían proclamar haber preservado para sí los cargos clave, mientras los musulmanes, por su parte, encontraban la puerta abierta para sostener que poseían más competencias que los cristianos. Como medida reformista, el acuerdo de Taif constituía un compromiso aceptable para todas las partes en liza, pese a que dejara a todos insatisfechos.

Los partidarios de Aoun no consiguieron su propósito, consistente en forzar en Taif un acuerdo que obligara a Siria a abandonar el Líbano. La troika no sólo topó con la determinación de Hafez al-Asad, que no estaba dispuesto a poner en peligro la posición de Siria en el Líbano, sino que comprendió asimismo que todo acuerdo resultaría inútil sin el respaldo sirio. El acuerdo de Taif expresaba formalmente la gratitud de las partes al ejército sirio por los servicios prestados en el pasado, reconocía la legitimidad de la presencia de las tropas sirias que se hallaban acantonadas en el Líbano, y dejaba que fueran los gobiernos libanés y sirio los que se encargaran de acordar conjuntamente el momento en que debía ponerse fin a la presencia militar siria —momento que quedaba postergado a un indeterminado período futuro—. El acuerdo de Taif también exigía que los gobiernos del Líbano y Siria formalizaran mediante una serie de tratados bilaterales las «privilegiadas relaciones [que mantenían] en todos los campos». en resumen, el acuerdo venía a avalar legalmente la posición que ocupaba Siria en el Líbano y estrechaba todavía más los vínculos que unían a ambos países. Los políticos libaneses reunidos en Arabia Saudí se hicieron cargo de la realidad de sus respectivas posiciones y aceptaron una solución de compromiso con la esperanza de conseguir un acuerdo mejor en el futuro. en último término, los diputados libaneses presentes en Taif aprobarían por unanimidad el borrador final del pacto.

El anuncio del acuerdo de Taif vendría a desencadenar un último envite bélico en el Líbano, ya suficientemente arrasado por la guerra. Desde su machacado enclave cristiano de la región montañosa libanesa, el general Aoun insistía en reivindicar que él era el único gobernante legítimo del Líbano. Rechazó de plano el acuerdo basándose en que proporcionaba amparo legal a la presencia siria en el Líbano. Promulgó un decreto presidencial por el que disolvía el parlamento libanés, en un intento de evitar que el acuerdo de Taif pudiera ser llevado a la práctica, pero su propósito fracasó. Aoun se encontraba ahora aislado dentro y fuera del país, ya que tanto los libaneses como la comunidad internacional habían decidido apoyar el acuerdo, que constituía un marco adecuado para la reconciliación nacional de los libaneses.

En un esfuerzo encaminado a contrarrestar el desafío de Aoun, los diputados se apresuraron a regresar a Beirut para ratificar el acuerdo de Taif. El 5 de noviembre, el parlamento libanés aprobaba formalmente el acuerdo y procedía a elegir presidente de la república al diputado de Zghorta René Moawad, de sesenta y cuatro años. Procedente de una respetada familia maronita del norte del Líbano, Moawad era un candidato de consenso que contaba tanto con el apoyo de los nacionalistas libaneses como con el respaldo de los sirios. Sin embargo, Moawad tenía enemigos poderosos. Al cumplirse el decimoséptimo día de su mandato, el nuevo presidente del Líbano era asesinado por la explosión de un potente artefacto colocado junto a la carretera, falleciendo así al regresar a casa tras las celebraciones del día de la Independencia del Líbano. Se acusaría del crimen a Siria, a Irak, a Israel y a Michel Aoun, pero no sería posible llevar ante la justicia a los responsables del asesinato de Moawad.

La brutal eliminación de Moawad estuvo a punto de echar a pique el proceso iniciado en Taif —cosa que indudablemente se proponían sus asesinos—. El parlamento libanés volvió a reunirse menos de cuarenta y ocho horas después del magnicidio a fin de nombrar a un sustituto antes de que la muerte de Moawad pudiera tirar por tierra el proceso de reconstrucción acordado en Taif. Sin embargo, las autoridades sirias iban a mostrar una celeridad superior a la de los propios parlamentarios libaneses, hallando casi inmediatamente un sucesor para Moawad. Radio Damasco anunció que Elias Hrawi era el nuevo presidente del Líbano antes de que los diputados libaneses hubieran podido someter a votación su candidatura.30 Con esta deliberada metedura de pata, el régimen de al-asad quería dejar claro que, en último término, seguía siendo Siria la autoridad que gobernaba el Líbano en la era iniciada por el acuerdo de Taif.

Uno de los primeros actos del presidente Hrawi sería enfrentarse a Michel Aoun, a quien todos consideraban ya un renegado y un obstáculo para la reconciliación política del Líbano. Al día siguiente de su elección, Hrawi destituyó a Aoun de su puesto de comandante del ejército, ordenándole que se retirara del palacio presidencial de Baabda en el plazo de cuarenta y ocho horas. Haciendo caso omiso de la orden de Hrawi, Aoun pediría ayuda a sus padrinos iraquíes, a quienes solicitaría que le enviaran nuevo material bélico, obteniendo armas, municiones y piezas de defensa antiaérea a través del puerto que él mismo controlaba en las inmediaciones de Beirut, logrando de este modo reforzar su posición frente a un posible ataque exterior. El escudo humano que rodeaba a Aoun —integrado por sus miles de seguidores, acampados en torno al palacio presidencial de Baabda e inmersos en un clima festivo— resultaría ser el elemento que más disuadiría a Hrawi al llegar el momento de hacer frente al desafío de Aoun.

El presidente libanés no iba a tener que tomar ninguna medida, ya que en diciembre de 1989 las rivalidades entre Aoun y las fuerzas de las milicias maronitas libanesas terminarían convirtiéndose en un conflicto abierto al declarar Samir Geagea, el comandante del ejército libanés, que apoyaba el acuerdo de Taif. Geagea, al igual que Aoun, recibía suministros de armas de los iraquíes. en enero de 1990, las dos facciones rivales se enfrentaron en los combates más encarnizados que hubiera conocido el Líbano desde el estallido de la guerra civil. Las partes en conflicto, desentendiéndose por completo de la suerte que pudieran correr los civiles de los vecindarios de la zona, densamente poblados, desplegaron los misiles y los tanques que les habían proporcionado los iraquíes, así como las piezas de artillería pesada suministradas por ese mismo país, y causaron un gran número de víctimas civiles. La lucha se prolongaría por espacio de cinco meses antes de que en mayo de 1990 el Vaticano lograra negociar un frágil alto el fuego entre las facciones cristianas enemigas.

Pese a enfrentarse al aislamiento y a una creciente oposición, Michel Aoun se consolaría sabiendo que la batalla que le había opuesto a las fuerzas libanesas había conseguido que descarrilara el acuerdo de Taif, al menos de momento.

La invasión iraquí de Kuwait, ocurrida en agosto de 1990, vendría a convertirse en el punto de inflexión decisivo del conflicto libanés. Al verse envuelto en una nueva guerra, Irak no podía ya permitirse el lujo de enviar armas a sus clientes libaneses. Además, el intento por el que Saddam Hussein trataría de vincular la retirada iraquí de Kuwait con una solución general de los problemas de la región, incluyendo la «ocupación» siria del Líbano, era una apuesta destinada claramente a conseguir que la presión internacional se centrara en Siria y la obligara a abandonar el Líbano.

Sin embargo, los sirios conocían demasiado bien la política regional como para dejarse prender en la estratagema de Saddam Hussein. Hafez al-Asad utilizaría la crisis de Kuwait para mejorar las relaciones de Siria con Washington, y Washington apoyaba plenamente el acuerdo de Taif. Así las cosas, Hafez al-Asad decidió respaldar sin fisuras a su Gobierno y ayudarle a poner en práctica el acuerdo marco alcanzado en Taif, señalando al mismo tiempo que Michel Aoun era el principal obstáculo para la paz. El 11 de octubre, tras varias reuniones entre libaneses y sirios, el presidente Hrawi solicitaría formalmente la ayuda militar siria, ateniéndose a los términos del acuerdo de Taif, al objeto de expulsar al general Aoun. Dos días más tarde, los aviones sirios empezaron a bombardear las posiciones de Aoun, mientras los tanques de los ejércitos sirio y libanés se internaban en el territorio defendido por las fuerzas de Aoun. Menos de tres horas después, el general Aoun capitulaba y trataba de buscar asilo en la embajada francesa, dejando que sus partidarios continuaran la lucha. Los combates —a menudo muy intensos— se proseguirían todavía por espacio de ocho horas. El 13 de octubre, al disiparse el humo que envolvía el desierto palacio presidencial de Baabda, las gentes del Líbano pudieron al fin tener el primer vislumbre de un mundo libre de guerra, pese a seguir bajo ocupación siria.

Sólo tras la derrota de Michel Aoun podría comenzar en serio la reconstrucción de posguerra delineada en el acuerdo de Taif. en noviembre de 1990, el Gobierno ordenó que todas las milicias abandonaran la capital, Beirut, y en diciembre el ejército eliminó las barricadas que separaban el oeste de Beirut, de confesión musulmana, del este, unificando así la ciudad por primera vez desde el año 1984.

El día de Nochebuena del año 1990, Omar Karami, hermano del primer ministro reformista asesinado, Rashid Karami, anunciaba la formación de un nuevo gobierno de unidad nacional. Con sus treinta ministros, el gabinete era el más amplio que jamás hubiera tenido el Líbano en toda su historia, y en él se hallaban integrados los líderes de las más relevantes milicias del país. Las ventajas de constituir un gobierno con los mismos jefes militares que habían perpetrado las peores atrocidades del conflicto quedaron rápidamente patentes al decretar el Gobierno el desarme de las milicias, en cumplimiento, una vez más, de lo pactado en el acuerdo de Taif. Se concedió a las milicias un plazo para disolverse y entregar las armas, plazo que expiraba el 30 de abril de 1991. A cambio, el Gobierno prometía incorporar al ejército del Líbano a los milicianos que lo desearan. Pese a las muchas objeciones que pondrían los cabecillas de las distintas milicias, ninguno de ellos se opondría al Gobierno ni abandonaría sus responsabilidades en el gabinete.31

Sólo a una milicia se le permitió continuar con sus operaciones: a la de Hezbolá, que contaba con el apoyo de Irán y de Siria. El grupo conservaría las armas para poder seguir oponiéndose a la ocupación israelí del sur del Líbano. esta milicia chiita accedió a limitar sus operaciones al territorio que Israel incluía en la «Zona de Seguridad» que el propio estado judío había creado en el sur del Líbano, región que en cualquier caso quedaba fuera de la jurisdicción competencial del Gobierno libanés. De este modo Hezbolá proseguiría la yihad que había emprendido contra el ocupante israelí, empleando para ello métodos progresivamente más sofisticados y de efectos cada vez más devastadores.

Terminados al fin los combates, el Líbano tuvo que hacer frente a la ciclópea tarea de reconstruir el país, devastado por tres lustros de guerra civil. entre los años 1975 y 1990 se estima que debieron de morir entre cien mil y doscientas mil personas, y que fueron muchas más las que quedaron heridas e incapacitadas, por no hablar de los centenares de miles de individuos que se verían obligados a partir al exilio. Ninguna clase social se había librado de los efectos de la guerra, quedando barrios enteros reducidos a hileras de calles muertas y de edificios en ruinas. A muchas personas —refugiados que huían de las últimas batallas— no les quedaría más remedio que ocupar los inmuebles abandonados en choques anteriores. en un gran número de regiones del país los servicios públicos habían quedado completamente desmantelados. La poca electricidad disponible era la que suministraban algunos generadores privados, y además sólo de cuando en cuando podía encontrarse agua corriente, y aun entonces la que se conseguía resultaba insalubre. Las aguas residuales fluían libremente por las calles, generando un exuberante crecimiento vegetal entre las ruinas de la guerra.

No menores eran los daños que había sufrido el tejido social libanés. El recuerdo de las atrocidades e injusticias perpetradas, barbaridades que jamás podrían ser ya enderezadas, dividiría a las numerosas comunidades del Líbano mucho después de instaurada ya la paz. Sólo la conjunción de una firme voluntad de reconciliación con la amnesia deliberada y una resuelta determinación de salir adelante permitiría a los libaneses volver a actuar como una nación. Algunos argumentarían que el compromiso nacional de la sociedad libanesa había salido fortalecido de la dura prueba.32 Sin embargo, el Líbano sigue siendo, todavía hoy, un país volátil en el que la amenaza de un recrudecimiento del conflicto se halla presente en la mente de todos.

* * *

Tanto la invasión de Saddam Hussein como la guerra de liberación de Kuwait encabezada por los Estados Unidos habían tenido la imprevista consecuencia de obligar a los Estados Unidos a abordar el interminable conflicto entre israelíes y palestinos. El Gobierno estadounidense comprendió que la crisis de Kuwait había sometido a sus aliados árabes a una tremenda presión. Pese a que sus afirmaciones fueran cínicas, las frecuentes referencias de Saddam Hussein a la liberación de palestina le habían hecho notablemente popular en todo el mundo árabe y habían dejado expuestos a la condena pública a otros gobiernos árabes. Los ciudadanos árabes creían que sus gobiernos habían perdido de vista la realidad de la situación: deberían estar combatiendo a Israel a fin de lograr la liberación de palestina, y no batallando contra Irak en nombre de los Estados Unidos para terminar con la invasión de un país como Kuwait, rebosante de riqueza y petróleo.

También los Estados Unidos serían blanco de numerosas críticas, no sólo entre la prensa árabe, sino también entre la opinión pública musulmana. Los Estados Unidos llevaban años apoyando a Israel pese a que sus autoridades alardearan de desobedecer las resoluciones de las Naciones Unidas que exigían la devolución de las tierras árabes ocupadas. en 1990, Israel seguía ocupando la Franja de Gaza, Cisjordania, los altos del Golán y varias comarcas del sur del Líbano. Sin embargo, al invadir Irak Kuwait, los Estados Unidos habían invocado las resoluciones de las Naciones Unidas, apelando a su cumplimiento como si se tratara de mandatos sacrosantos. Si la ocupación era mala en un caso, debía serlo también en otros, y si las resoluciones resultaban vinculantes en una determinada circunstancia, tenían que serlo igualmente en las demás. era evidente que el modo en que se había tratado a Irak y a Israel en su mutua condición de ocupantes respondía a la clara aplicación de un doble rasero.

El presidente George H. W. Bush rechazaría todos los intentos de Saddam Hussein por vincular la retirada iraquí de Kuwait con el abandono israelí de los territorios palestinos ocupados. No obstante, le resultaba imposible rehuir la lógica de la exigencia iraquí. en marzo de 1991, poco después de ponerse fin al conflicto del Golfo Pérsico, la Administración Bush anunció una nueva iniciativa de paz para tratar de resolver el problema árabe-israelí. era un manifiesto intento de recuperar la iniciativa y demostrar que en el nuevo orden mundial, los Estados Unidos tenían tanta capacidad de emplear su poder en recoger el guante de la guerra como en esforzarse por la procura de la paz.

Los palestinos recibieron con cierto alivio la noticia de que los estadounidenses habían tomado la iniciativa y reiniciado el proceso de paz. El apoyo que habían prestado a Saddam Hussein y a la ocupación de Kuwait les había costado muy caro. La comunidad internacional había dado la espalda a la organización para la Liberación de palestina, y los estados árabes del Golfo Pérsico habían dejado de enviar fondos a los palestinos. Pese a que la Administración Bush dejaría claro que no tenía la menor intención de recompensar a la OLP por la postura mantenida en el reciente conflicto, la nueva iniciativa de paz no podía contribuir sino a sacar de su aislamiento a los palestinos.

El activista Sari Nusseibeh celebraría la iniciativa de Bush en su celda de la cárcel de Ramla. en marzo de 1991, fecha del anuncio de Bush, Nusseibeh estaba a punto de cumplir la sentencia de tres meses de prisión a la que había sido condenado —al parecer por haber guiado contra objetivos israelíes varios de los misiles Scud lanzados por Irak—. La iniciativa estadounidense cogió completamente desprevenido a Nusseibeh. «al señor Bush padre parece haberle caído del cielo la idea de una deslumbrante afirmación política: “el establecimiento de la paz en el conjunto de la región ha de fundarse en las resoluciones 242 y 338, así como en el principio de paz por territorios”.» por si fuera poco, Bush comenzó a vincular la seguridad de Israel con los derechos palestinos. Además, su ministro de Asuntos Exteriores, James Baker, declaró que los asentamientos israelíes de Cisjordania constituían el mayor obstáculo para la paz. «al escuchar esto me puse a bailar en mi diminuta celda», recuerda Nusseibeh en sus memorias.33

Pero había palestinos que veían con más escepticismo las intenciones de los estadounidenses. Hanan Ashrawi, colega de Nusseibeh en la Universidad de Bir Zeit y destacada activista política palestina, optará por diseccionar las palabras empleadas por Bush en su declaración: «Lo que sacamos en limpio de la afirmación de que [Bush] vaya a “empeñar la credibilidad que la contienda ha hecho ganar a los Estados Unidos en la consecución de la paz en la región” es simplemente que [el presidente estadounidense] reclama para sí el botín de guerra». Ashrawi consideraba que la iniciativa de paz no era, en su conjunto, más que un intento de los estadounidenses por someter al Oriente Próximo a sus normas. «Lo que se pretendía dejar sentado era que el fin de la guerra fría estaba instaurando un “nuevo orden”, y que los palestinos formábamos parte de él, cosa que nos parecía una mera reorganización de la región para ajustarla al esquema estadounidense. Se afirmaba además que se había abierto un nuevo abanico de oportunidades para la reconciliación en el Oriente Próximo, y para nosotros aquello no era más que un globo sonda, un largo túnel o una trampa.»34

Lo primero que los estadounidenses dejaron claro a los palestinos fue que no estaban dispuestos a permitir que la OLP desempeñara el menor papel en las negociaciones. El Gobierno israelí se negaba categóricamente a asistir a toda reunión en la que estuviera presente la OLP, y los estadounidenses estaban decididos a marginar a Yasir Arafat como castigo por haber respaldado a Saddam Hussein.

En marzo de 1991, el ministro de Asuntos Exteriores estadounidense, James Baker, viajaría a Jerusalén a fin de invitar a los dirigentes palestinos de Cisjordania y la Franja de Gaza a participar en una conferencia de paz y negociar en nombre de los palestinos de los territorios ocupados. Sin embargo, los palestinos no verían en la iniciativa de Baker más que un descarado intento de cambiar a los miembros de la cúpula dirigente del movimiento palestino. No querían tomar parte en ninguna acción que viniera a socavar la posición de la OLP como único representante legítimo del pueblo palestino, una posición que gozaba del reconocimiento internacional. Los activistas políticos del interior de palestina decidieron entonces enviar una carta a Túnez para informar a Arafat y obtener su aprobación oficial. Sólo una vez recibida esa confirmación aceptarían reunirse con Baker, fijándose para el 13 de marzo la fecha del encuentro.

Once palestinos asistirían a la primera reunión, presidida por Faisal al-Husseini, jefe del Consejo Nacional de Jerusalén. Hijo de Abdelkader al-Husseini, cuya muerte en la batalla de al-Qastal llevaría aparejada en 1948 la derrota sufrida por la resistencia palestina al sionismo, Faisal al-Husseini era miembro de una de las más antiguas y respetadas familias de Jerusalén. era asimismo un leal miembro de al-Fatah y mantenía estrechos lazos con Yasir Arafat.

—Estamos aquí a petición de la OLP, nuestra única jefatura legítima —comenzó diciendo al-Husseini.

—Es prerrogativa suya escoger a los líderes que más le plazcan —respondería Baker—. estoy buscando a palestinos de los territorios ocupados que no sean miembros de la OLP y que estén dispuestos a iniciar una serie de negociaciones directas y bilaterales, divididas en dos fases y basadas tanto en las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como en el principio de paz por territorios, al objeto de convivir en paz con Israel. ¿Hay alguien en la sala que responda a estas características? —discurseó Baker mirando a la cara a los once palestinos. Pese a su golpe de efecto, ninguno de ellos habría de precipitarse a recoger el guante.

—Hemos de recordarle, señor ministro [Baker], que somos un pueblo digno y altivo. No hemos sido derrotados, y esto no es la tienda de Safwan —precisó Saeb Erekat refiriéndose a la jaima instalada por los estadounidenses a fin de negociar los términos de la rendición iraquí al acabar la guerra del Golfo. El fornido Erekat era un profesor de ciencias políticas de la Universidad de al-Najah de Naplusa y poseía además un buen conocimiento del idioma inglés.

—Yo no tengo la culpa de que hayan optado ustedes por el bando perdedor —replicó Baker—. Deberían decirles a sus líderes que no apostaran por el caballo equivocado: han cometido una tremenda estupidez. Y les va a salir muy caro.

—Si he aceptado acudir a esta reunión ha sido para hablar de una sola cosa —diría Haider Abdul Shafi. Facultativo y presidente de la asociación Médica de Gaza, Haidar Abdul Shafi era el político más importante de los territorios ocupados y había sido además portavoz del parlamento palestino en la época en que Gaza estuvo bajo la tutela de Egipto, es decir, entre los años 1948 y 1967—. Ha de ponerse fin a la política de asentamientos que está llevando a cabo Israel en los territorios ocupados. No habrá proceso de paz alguno mientras siga aumentando el número de asentamientos. Puede estar seguro de que siempre le repetiré lo mismo.

—Inicien las negociaciones y los asentamientos cesarán —respondió Baker.

—Han de frenarse antes, o no podremos iniciar el proceso —contestaron a coro los activistas palestinos.

El ministro Baker comprendió que la conversación estaba convirtiéndose en una negociación, y que había hallado un grupo con la credibilidad suficiente para representar a palestina en la conferencia de paz. «por fin estamos entrando en materia», dijo con cierta satisfacción.35

Este primer cambio de impresiones daría inicio a seis meses de negociaciones entre los estadounidenses y los palestinos, unas negociaciones que terminarían configurando las prioridades de la conferencia de paz que habría de celebrarse en Madrid en octubre de 1992. Los estadounidenses realizaron varias rondas de conversaciones de ida y vuelta tanto con los israelíes como con los palestinos, tratando de tender un puente entre unas posturas que resultaban prácticamente irreconciliables a fin de poder contar con alguna garantía de que la conferencia pudiera alcanzar el éxito.

El Gobierno israelí demostraría ser un impedimento mucho mayor que las autoridades palestinas para la concreción de los planes de paz estadounidenses. El primer ministro Isaac Shamir encabezaba por entonces una coalición de derechas del Likud decidida a conservar la totalidad de los territorios ocupados, en especial la Jerusalén este. Con el fin de la guerra fría, los judíos soviéticos eran libres de emigrar a Israel, de modo que el Gobierno israelí tenía la firme resolución de conservar todas sus opciones en el conjunto de los territorios sujetos a su control, al objeto de poder dar acomodo a la nueva oleada de inmigrantes. Israel comenzó entonces a acelerar su política de asentamientos, tanto para hacer extensiva su reivindicación territorial a la zona de Cisjordania como para proporcionar un nuevo alojamiento a los inmigrantes rusos.

Para los negociadores palestinos, la Jerusalén este y los asentamientos representaban la línea roja que no era posible rebasar, de modo que si los israelíes conservaban la totalidad de Jerusalén y permitían que se siguieran construyendo viviendas en Cisjordania no había ya nada que discutir. Los palestinos consideraban que ambas cuestiones se hallaban inextricablemente unidas. «No podía ser casual que los israelíes quisieran dejar al margen de la negociación tanto el tema de los asentamientos como el de la Jerusalén este», reflexionaba Sari Nusseibeh. «de las dos, la cuestión de la Jerusalén este era la que más me preocupaba. La lucha por Jerusalén era un combate de carácter existencial, no por tratarse de una ciudad mágica, sino porque era, y es, el centro de nuestra cultura, de nuestra identidad nacional y de nuestra memoria —elementos todos ellos que los israelíes debían erradicar si querían tener el camino libre para hacerse con lo que ellos llamaban Judea y Samaria [esto es, con Cisjordania]—. estaba seguro de que mientras pudiéramos aferrarnos a Jerusalén —concluía Nusseibeh— podríamos plantar cara a los judíos en cualquier otro lugar.»36

Los días anteriores al inicio de la Conferencia de Madrid, la Administración Bush comenzaría a mostrar cierta simpatía por la posición palestina y a sentirse claramente irritada por la intransigencia de Shamir y el Gobierno del Likud. Con todo, los Estados Unidos siguieron privilegiando de muchas maneras las demandas israelíes y concediéndoles prioridad frente a los argumentos de los palestinos. Los israelíes insistieron en que la OLP debía quedar totalmente excluida del proceso, añadiendo a sus exigencias que únicamente debía permitirse la asistencia de los palestinos a la conferencia en tanto que miembros secundarios de una delegación conjunta de jordanos y palestinos, y que no debía concederse acreditación para asistir a las negociaciones a ningún habitante de la Jerusalén este. esto implicaba prohibir que algunos de los más influyentes palestinos, como Faisal al-Husseini, Hanan Ashrawi y Sari Nusseibeh desempeñaran un papel oficial en las negociaciones de Madrid. De este modo, y como alternativa a esa imposible representatividad oficial, Arafat sugeriría que al-Husseini y Ashrawi acompañaran a la delegación oficial palestina, encabezada por el doctor Haider Abdul Shafi, en calidad de miembros de un Comité asesor de índole oficiosa creado al efecto.

Pese a todas las restricciones, la delegación palestina que viajaría a Madrid en compañía de la jordana estaría compuesta por los portavoces más elocuentes y persuasivos que jamás hubieran representado las aspiraciones nacionales palestinas en un escenario internacional. Hanan Ashrawi fue designada portavoz oficial de la delegación palestina. Ashrawi había estudiado en la Universidad americana de Beirut y obtenido el doctorado en literatura inglesa por la Universidad de Virginia antes de comenzar a dar clases en la Universidad de Bir Zeit, en Cisjordania. Ashrawi, de familia cristiana, no sólo era una mujer brillante y de gran elocuencia sino que se hallaba en las antípodas del estereotipo terrorista que tantos asociaban en Occidente con la causa palestina.

Una vez en Madrid, Ashrawi se consagró a cortejar a la prensa a fin de conseguir que la cobertura mediática se decantara en favor de los palestinos. Ashrawi sabía lo importante que era en términos estratégicos que la delegación palestina lograra ganarse a la prensa internacional al objeto de compensar la debilidad de su posición en la mesa de negociaciones. Ashrawi haría gala de un gran ingenio, consiguiendo difundir el mensaje palestino por todo Madrid. Al constatar que se le negaba el acceso al centro oficial de prensa, Ashrawi organizó un caos al convocar improvisadas ruedas de prensa en diferentes espacios públicos y atraer a más periodistas que cualquier otra de las delegaciones presentes en Madrid. Y si las medidas de seguridad españolas se revelaban a la postre excesivamente restrictivas, se iba a un parque municipal en donde los equipos de camarógrafos podían filmar sin las limitaciones impuestas por las fuerzas de seguridad. Fue capaz de dar veintisiete extensas entrevistas a los canales de televisión internacionales en un solo día. El portavoz de la delegación israelí, Benjamín Netanyahu, se esforzaría en vano por seguir el ritmo de la carismática palestina, quien sin embargo le quitaría sistemáticamente todo el protagonismo.

La más imborrable contribución de Ashrawi a la conferencia de Madrid sería el discurso que elaborara para Haidar Abdul Shafi, discurso que éste pronunciaría el 31 de octubre de 1991 en nombre de la delegación palestina. Con su grave porte y su profunda y matizada voz, la dignidad de Abdul Shafi se compaginaba a la perfección con el elocuente contenido que transmitía el texto de Ashrawi. Abdul Shafi comenzó saludando a los dignatarios allí reunidos para pasar casi inmediatamente a centrarse en el meollo argumental del documento, captando en todo momento la atención directa de los asistentes con su penetrante mirada. «Nos hemos reunido en Madrid, una ciudad recorrida por la rica trama de la historia, para entrelazar juntos los mimbres que unen nuestro pasado y nuestro futuro», exclamó ante los israelíes, los árabes y los miembros de la comunidad internacional congregados ante él. «Cristianos, musulmanes y judíos nos enfrentamos una vez más al reto de anunciar una nueva era firmemente anclada en los extendidos valores de la democracia, los derechos humanos, la libertad, la justicia y la seguridad. Y desde Madrid lanzamos esta búsqueda de la paz, una búsqueda destinada a situar la santidad de la vida humana en el centro de nuestro mundo y a reorientar nuestras energías y recursos, abandonando la procura de la mutua destrucción y propiciando en cambio la consecución de la prosperidad, el progreso y la felicidad comunes.»37 Abdul Shafi puso buen cuidado en hablar en nombre de todos los palestinos, ya se hallaran en el exilio o se encontraran en los territorios ocupados. «todos coincidimos en el empeño de alcanzar una paz justa y duradera, paz que encuentra su clave de bóveda en la libertad de palestina, en la justicia para los palestinos y en el fin de la ocupación de todas las tierras palestinas y árabes. Sólo entonces podremos realmente disfrutar juntos de los frutos de la paz, esto es, de la prosperidad, de la seguridad, de la dignidad humana y de la libertad.» el discurso marcaría brillantemente el acto inaugural de la delegación palestina, que hacía así su primera aparición en la escena de la diplomacia mundial.

La alocución de Abdul Shafi provocaría reacciones encontradas entre los palestinos de los territorios ocupados. El movimiento islamista de Hamás, que seguía sin aceptar la solución de los dos estados, había anunciado desde un principio que se oponía a intervenir en la conferencia. Los palestinos laicos temían que Israel y los Estados Unidos pudieran ejercer tales presiones sobre los miembros de su delegación que éstos cedieran a la tentación de realizar concesiones incompatibles con las aspiraciones nacionales palestinas. Tras cuatro años de Intifada, todos los palestinos querían que el largo período de lucha y sacrificio arrojara ahora algún resultado concreto.

Al ser los palestinos quienes más podían ganar en caso de que la conferencia de Madrid fuese un éxito, su discurso era también el más esperado. Las demás delegaciones no dejaban de hablar del carácter histórico de la conferencia, pero a la hora de la verdad se limitaban a aprovechar la ocasión para hacer un repaso de los viejos agravios. Los libaneses se centraron en la situación en que se hallaba el sur del Líbano, todavía ocupado por los israelíes, el primer ministro israelí ofreció un catálogo de los intentos de destrucción del estado judío que habían realizado hasta entonces los árabes, y el ministro de Asuntos Exteriores sirio presentó una lista de las «inhumanas prácticas israelíes» a fin de dejar clara constancia de lo mucho que le disgustaba tener que reunirse siquiera con los judíos.

Tras tres días de reunión, los delegados se quitaron los guantes de terciopelo y pasaron a reñir abiertamente en sus discursos finales. El primer ministro Shamir habló en tono injurioso, fustigando a los sirios y amenazando con «recitar la letanía de hechos que demuestran hasta qué punto Siria merece el dudoso honor de ser uno de los regímenes más opresivos y tiránicos del mundo». Trató condescendientemente a los palestinos, afirmando que Abdul Shafi había hecho «un valiente esfuerzo al enumerar los padecimientos de su pueblo», pero le acusó al mismo tiempo de «retorcer la historia y pervertir los hechos». Y tras concluir su alegato, Shamir salió como un huracán de la conferencia, junto con toda su delegación, al parecer para cumplir con los deberes del sabbat judío.

Abdul Shafi respondió enfadado, pero tuvo que dirigir sus palabras a los asientos vacíos que acababan de abandonar los integrantes de la delegación israelí. «Los palestinos somos un pueblo dotado de legítimos derechos nacionales. No pueden ustedes reducirnos al papel de meros “habitantes de los territorios” ni tampoco juzgarnos un accidente histórico ni un obstáculo para los planes expansionistas de Israel ni un problema demográfico abstracto. Puede usted optar por negarse a ver esta realidad, señor Shamir, pero estamos aquí, a la vista del mundo, ante sus propios ojos, y nadie podrá negarnos.»

El intercambio de insultos alcanzaría su punto culminante en el momento en que el indignado ministro de Asuntos Exteriores sirio exhibiera un cartel británico en el que aparecía el rostro de Isaac Shamir junto a un rótulo de «Se busca», imagen que se remontaba a la época en que el ahora primer ministro israelí militaba en la Banda Stern y combatía a las autoridades del mandato británico de palestina. «déjenme mostrarles una antigua fotografía del señor Shamir, de cuando contaba treinta y dos años —dijo Faruq al-Shara blandiendo el póster y haciendo una pausa para resaltar la pequeña estatura de Shamir—: «un metro sesenta y cinco», comentó desdeñosamente. entusiasmándose con su propia táctica, Shara prosiguió: «este pasquín se distribuyó porque la policía le buscaba. Él mismo confesó ser un terrorista. Admitió ... Haber participado en el asesinato del conde Bernadotte, mediador de las Naciones Unidas en 1948, si no recuerdo mal. Y este hombre que elimina a los intermediarios de un plan de paz se pone aquí a hablar de Siria, del Líbano y del terrorismo».38

La parrafada de Shara era un espectáculo escasamente edificante que no auguraba nada bueno para la perspectiva de un eventual acuerdo de paz entre árabes e israelíes. Con esa agria nota final terminaría la conferencia de Madrid. Sin embargo, la conclusión la conferencia formal vendría a señalar el inicio de una nueva fase en las negociaciones de paz entre árabes e israelíes, una fase impulsada por los Estados Unidos. Comenzarían así una serie de negociaciones bilaterales encaminadas a resolver las diferencias entre los israelíes y sus vecinos árabes y un conjunto de conferencias multilaterales entre más de cuarenta estados y organizaciones internacionales destinadas a abordar otras cuestiones de índole más general, como la distribución del agua, la atención al medio ambiente, el control de armas, la repatriación de los refugiados y el desarrollo económico. Pese a que en última instancia se revelara infructuoso, el proceso de Madrid señalaría el punto de arranque de las más amplias negociaciones de paz que Israel y sus vecinos árabes fueran a emprender en más de cuarenta años de conflicto.

Las negociaciones bilaterales se proponían resolver el conflicto árabeisraelí devolviendo las tierras ocupadas a cambio del establecimiento de la paz, de acuerdo con las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Sin embargo, el hecho de que árabes e israelíes interpretaran de distinta forma estas resoluciones vendría a complicar las negociaciones desde el primer momento. Los estados árabes se aferraban al principio de la «inadmisibilidad de la adquisición de territorios mediante el ejercicio de la guerra», según rezaba el preámbulo de la resolución, para argumentar en favor de la total retirada israelí de todos los territorios árabes ocupados durante la guerra de los Seis días de junio de 1967 y convertir dicho repliegue en uno de los requisitos previos de la paz. Los israelíes, por el contrario, mantenían que la resolución únicamente exigía «la retirada de las fuerzas armadas de los territorios ocupados» en la guerra de los Seis días —es decir, no de todos los territorios, sino únicamente de unos cuantos «territorios»— e insistían en que ya habían atendido a lo estipulado en la resolución 242 al retirarse de la península del Sinaí tras la firma del tratado de paz con Egipto. Los israelíes argumentaban que la parte árabe del conflicto tenía que abogar por la paz en sí, sin más requisitos, a fin de negociar sin condiciones previas una solución territorial mutuamente aceptable. Las conversaciones entre Israel, el Líbano, Siria y Jordania no lograrían progreso alguno.

Los encuentros entre Israel y los palestinos adoptarían en cambio un sesgo diferente. Ambas partes se avinieron a negociar los términos de un período transitorio de cinco años durante el cual los palestinos accederían al autogobierno. Una vez vencido ese plazo, israelíes y palestinos iniciarían una ronda final de negociaciones al objeto de poner fin al conflicto que los enfrentaba. Sin embargo, una vez comenzadas las negociaciones, el Gobierno de Shamir se dedicaría a hacer todo cuanto estuviera en su mano para impedir que el plan de acuerdo con los palestinos avanzara sustancialmente, intensificando al mismo tiempo la política de asentamientos con la intención de incrementar la presencia israelí en Cisjordania. en una entrevista concedida tras la derrota electoral sufrida en el año 1992, Shamir confirmaría que, en efecto, su gobierno había obstaculizado las negociaciones, no sólo con la finalidad de evitar que palestina consiguiera crear un estado, sino al objeto de conservar Cisjordania como zona de asentamiento israelí. «eso habría prolongado diez años las conversaciones encaminadas a la concreción de la autonomía palestina, y en dicho plazo habríamos conseguido instalar a medio millón de personas en Judea y Samaria.»39

Pero Shamir no iba a poder seguir enrocándose, ya que su gobierno sería doblegado en las urnas. Las elecciones israelíes de 1992 llevarían al poder a Isaac Rabin, quien lideraba una coalición laborista de izquierdas. La reputación de Rabin, a quien se recordaba por haber sido la persona que autorizara el ejercicio de la violencia física contra los manifestantes de la Intifada dejaba a los negociadores palestinos escaso margen para la confianza, dado que no parecía probable que «rabin el quebrantahuesos» pudiera convertirse en «rabin el pacificador».40

Durante los primeros meses de su mandato, Rabin se dedicaría más a continuar la labor de su predecesor que a introducir modificaciones en ella, de modo que las negociaciones bilaterales siguieron bloqueadas. en diciembre de 1992, los activistas de Hamás secuestraron y asesinaron a un guardia fronterizo israelí. Como represalia, Rabin ordenaría realizar una redada general y deportar al Líbano, sin cargos ni juicio, a cuatrocientos dieciséis sospechosos. Todas las delegaciones árabes suspenderían las negociaciones en señal de protesta. Si algo parecía quedar claro era que, en todo caso, Rabin estaba dando la impresión de seguir una política todavía más dura que la de Shamir.

La sorpresiva derrota de George H. W. Bush a manos de Bill Clinton en las elecciones presidenciales del año 1992 suscitó más de una preocupación en los equipos negociadores árabes. A lo largo de la campaña presidencial, Clinton había establecido claramente su incondicional apoyo a Israel. Las delegaciones árabes no creían que el cambio de presidente augurara nada bueno para ellos. Así las cosas, y a pesar de que las negociaciones se reanudarían en abril de 1993, la administración Clinton optaría por seguir una política de no intervención en las negociaciones, de modo que al no haber un sólido liderazgo estadounidense, el marco establecido en la conferencia de Madrid quedó en punto muerto.

El avance decisivo de las negociaciones entre israelíes y palestinos vendría dado por un cambio de rumbo en la política israelí. El ministro de Asuntos Exteriores Shimon Peres y su adjunto Yossi Beilin estaban convencidos de que la consecución de un acuerdo con los palestinos sería positivo para los intereses nacionales de Israel. Además, también reconocían que sólo se podría llegar a un arreglo en caso de que se entablaran negociaciones directas con la OLP. No obstante, desde el año 1986 los israelíes tenían legalmente prohibido reunirse con ningún miembro de esa organización. Para el año 1992, era tal el número de periodistas y políticos israelíes que habían violado la prohibición que la ley había terminado convirtiéndose en algo perfectamente irrelevante. Con todo, el Gobierno israelí no podía infringir a sabiendas las leyes de Israel. A Rabin no le entusiasmaba la idea de tratar con la OLP, pero en diciembre de 1992 accedería a derogar la interdicción jurídica que impedía que los ciudadanos israelíes contactaran con los integrantes de la OLP.

Al mes siguiente, Yossi Beilin dio luz verde para que dos académicos israelíes, Yair Hirschfeld y Ron Pundak, se reunieran en secreto con el tesorero de la OLP, Ahmed Qurie, en Oslo, Noruega. Fue el comienzo de una intensa y fructífera negociación auspiciada por el Ministerio de asuntos exteriores noruego, aunque se necesitarían catorce reuniones para que la iniciativa pudiera llegar a puerto.

Los noruegos actuaban como mediadores imparciales y por ello podían ofrecer el terreno neutral y la discreción indispensables para permitir que los palestinos y los israelíes pudieran abordar sus discrepancias con unas interferencias mínimas. Al comenzar la primera ronda de negociaciones diplomáticas secretas entre palestinos e israelíes, el facilitador noruego, Terje Roed Larsen, expondría del siguiente modo el papel de su país: «Si quieren ustedes vivir juntos han de resolver los problemas que les distancian». A lo que añadiría, tras insistir en ese punto: «el problema es suyo. estamos aquí para proporcionarles la ayuda que puedan necesitar: el lugar, las cuestiones de orden práctico, etcétera. Podemos actuar como orientadores, facilitar las cosas ... Pero nada más. Permaneceré al margen y no me inmiscuiré a menos que lleguen ustedes a las manos. entonces sí que intervendré». El humor de Larsen contribuiría a romper el hielo entre ambas delegaciones. «aquello nos hizo reír a todos —recuerda el funcionario de la OLP Ahmed Qurie— y eso era justamente lo que [Larsen] se proponía.»41

Antes de su primer encuentro con el profesor Yair Hirschfeld, Qurie, más conocido por su apodo de activista —Abu Alá— no se había entrevistado nunca con un israelí, de modo que se sentó a la mesa cargado con todo el espanto y la desconfianza acumulados en los largos años de mutua hostilidad entre palestinos e israelíes. Sin embargo, en el aislamiento del invierno noruego, los cinco hombres —tres palestinos y dos israelíes— comenzaron a derribar barreras. «el clima que reinaba en la casa se hizo más relajado, y a pesar de que por nuestra parte seguíamos alimentando cierta desconfianza hacia los israelíes, empezamos a encontrarlos más agradables.» en su primera reunión, los delegados establecieron la pauta que habrían de seguir en las subsiguientes rondas de negociaciones. Tras dejar a un lado las recriminaciones por el pasado, según recuerda Abu alá, los palestinos centraron su atención «en el presente y en el futuro, tratando de evaluar en qué medida pisábamos un terreno común, de identificar los puntos de acuerdo a que podíamos llegar y de ponderar la distancia que nos separaba en los distintos extremos conflictivos».42

A puerta cerrada, con total secretismo, los palestinos y los israelíes discutirían sus diferencias y lograrían que sus gobiernos respaldaran la elaboración de un acuerdo marco para resolverlas, y todo ello en el breve plazo de ocho meses. Hubo momentos de crisis, y de vez en cuando los noruegos se verían obligados a desempeñar un papel más activo. El ministro de asuntos exteriores, Johan Joergen Holst realizaría incluso unas cuantas gestiones diplomáticas con toda discreción, poniéndose en contacto telefónico con Túnez y con Tel Aviv para contribuir a superar los temas bloqueados. Al final, en agosto de 1993, las dos partes lograron concluir un acuerdo que unos y otros estaban dispuestos a hacer público.

Al anunciar Israel y la OLP el acuerdo alcanzado en relación con la apertura de un período transitorio de autogobierno palestino en Gaza y Jericó la noticia cogió desprevenido al mundo entero —con el previsible corolario de críticas—. La administración Clinton quedó desconcertada al comprobar que los noruegos habían salido airosos en el terreno de la pacificación de árabes e israelíes, un terreno en el que los estadounidenses habían fracasado. en Israel, el partido del Likud, entonces en la oposición, consideró traidor al Gobierno de Rabin y prometió anular el acuerdo en cuanto volviera a ocupar el poder. El mundo árabe criticó a la OLP por haberse distanciado de las directrices dominantes en las filas árabes y concluido un pacto secreto con los israelíes, mientras que los grupos disidentes palestinos, por su parte, condenaban a los dirigentes que habían ordenado la negociación por haberse avenido a reconocer el estado de Israel.

Para Arafat, la de Oslo era una apuesta desesperada, pero el presidente de la OLP se estaba quedando sin opciones. en 1993, el movimiento palestino se enfrentaba a un inminente desplome económico e institucional. Los estados productores de petróleo del Golfo Pérsico habían cortado todas las ayudas financieras que en su día aportaran a la OLP como represalia por el hecho de que Arafat hubiera apoyado a Saddam Hussein durante la crisis del Golfo Pérsico. en diciembre de 1991, el presupuesto de la OLP había quedado reducido ya a la mitad. Los miles de combatientes y empleados que dependían económicamente del movimiento palestino se vieron de pronto de brazos cruzados o sin salario durante varios meses. en marzo de 1993, más de una tercera parte del personal de la OLP no recibía ya paga alguna. La crisis económica de la organización comenzó a suscitar acusaciones de corrupción y malversación de fondos, provocando una escisión en las filas de la OLP.43 Las presiones eran tales que la OLP sabía no podría seguir resistiendo mucho más tiempo como gobierno en el exilio. La rúbrica de un acuerdo de paz con Israel constituía una oportunidad de encontrar nuevas fuentes de financiación y podía dar a la OLP un punto de apoyo en palestina desde el que poder trabajar por la consecución del esquivo objetivo esbozado en la solución de los dos estados.

Los Acuerdos de Oslo apenas ofrecerían a los palestinos otra cosa que un reducido asidero. El pacto preveía la constitución de una autoridad provisional palestina en la Franja de Gaza y en el enclave que rodeaba a la ciudad de Jericó, en Cisjordania. A los ojos de muchos palestinos, esos pequeños espacios parecían una ganancia territorial minúscula en comparación con las importantes concesiones que los palestinos habían hecho a Israel. Poco antes de que se hiciera público el contenido de los Acuerdos de Oslo, Arafat confiaría a Hanan Ashrawi la estrategia que pensaba seguir: «Conseguiré la plena retirada de Gaza y Jericó como primera medida de distensión, y en esos territorios ejerceré la soberanía. Quiero Jericó porque no sólo habrá de conducirme hasta Jerusalén sino porque también me permitirá unir Gaza con Cisjordania». Ashrawi no parecía demasiado convencida. «Confía en mí, pronto tendremos un código telefónico internacional propio, sellos y cadenas de televisión. esto será el comienzo del estado palestino.»44

El plan consistente en «comenzar por Gaza y Jericó» se haría realidad el 13 de septiembre de 1993 con la firma de una declaración de principios en la Casa Blanca. Ante una audiencia televisiva de alcance global, Isaac Rabin venció su reticencia y dio un apretón de manos a Yasir Arafat, sellando de ese modo el pacto. «todas las cadenas de televisión árabes transmitieron la ceremonia en directo», recuerda Abu alá. «en todo el mundo árabe, eran muchas las personas que apenas podían dar crédito a lo que estaba sucediendo.»45

La OLP e Israel habían acordado lo que en la práctica era un plan de partición de palestina. El documento exigía la marcha de la administración militar israelí que venía gobernando Jericó y la Franja de Gaza y su sustitución por una administración pública palestina de carácter civil, la cual debía regir los destinos de la zona durante un período transitorio de cinco años. También disponía la creación de un consejo electo a fin de que el gobierno de las gentes de palestina se atuviera «a los principios democráticos». La autoridad palestina asumiría el control de las carteras de educación y Cultura, así como de las de Sanidad, Bienestar Social, Hacienda y turismo. La policía palestina se encargaría de atender a la seguridad de las zonas sujetas al control palestino.

El acuerdo aplazaba el debate de las cuestiones más controvertidas. El futuro de Jerusalén, los derechos de los refugiados, el estatuto de los asentamientos, el contorno de las fronteras y las medidas generales de seguridad eran todos ellos temas que deberían abordarse en una serie de negociaciones políticas cuyo comienzo quedaba fijado al vencimiento del tercer año del período de interinidad de la autoridad palestina. Las expectativas que alimentaban los palestinos en relación con su asentamiento permanente iban bastante más allá de lo que los israelíes estaban dispuestos a conceder, ya que albergaban la esperanza de conseguir un estado independiente que no sólo ocupara la totalidad de Cisjordania y la Franja de Gaza sino que asentara su capital en la Jerusalén este. Los israelíes en cambio tenían previsto retirarse de una serie de territorios árabes prescindibles y conseguir además que la entidad palestina resultante careciera de fuerzas militares. Dejando tan radicales desacuerdos para futuras negociaciones, la Knéset israelí ratificó la declaración de principios por una holgada mayoría, de modo que el 11 de octubre los ochenta miembros de Consejo Central palestino aprobaron el texto, también por abrumadora mayoría (es decir, con sesenta y tres votos a favor, ocho en contra y nueve abstenciones).

Llegado el mes de mayo de 1994 quedarían resueltos los detalles técnicos relacionados con la retirada de las tropas israelíes y la instauración de un gobierno palestino en Gaza y Jericó. El 1 de julio, Yasir Arafat regresaba triunfalmente a Gaza para supervisar el establecimiento de la autoridad palestina. en septiembre, Arafat y Rabin retornaron a Washington para rubricar el acuerdo Interino sobre Cisjordania y la Franja de Gaza, también conocido como Oslo II. La política del Oriente Próximo entraba así en la era de Oslo.

Los Acuerdos de Oslo conseguirían que Israel gozara de una aceptación sin precedentes en el mundo árabe. Habiendo llegado los palestinos a un pacto unilateral con los israelíes, los demás países árabes se vieron con las manos libres para tratar de fomentar sus propios intereses y establecer así con el estado judío la relación que más les conviniese sin correr el riesgo de que se les acusara de traicionar a la causa palestina. en la mayoría de los casos, el mundo árabe dejaba traslucir el cansancio del conflicto árabeisraelí, así que comenzó a desarrollar planteamientos pragmáticos respecto a su relación con Israel. Los jordanos serían los primeros en responder a las nuevas realidades.

Una vez anunciados los Acuerdos de Oslo, los jordanos abandonarían toda sombra de duda en cuanto al rumbo que debían tomar. El rey Hussein consideraba que la mejor forma de que Jordania saliera del aislamiento que había venido sufriendo desde la invasión iraquí de Kuwait consistía en llegar a un acuerdo de paz con Israel. El rey Hussein creía asimismo que ese acuerdo de paz conseguiría a Jordania otras recompensas, como el acceso a las importantes ayudas estadounidenses y la entrada de inversores extranjeros en el país. Al día siguiente de que se firmara en la Casa Blanca la declaración de principios, se reunirían en los despachos del Ministerio de asuntos exteriores estadounidense diversos representantes israelíes y jordanos a fin de concretar los pasos a dar para materializar el plan de paz en el que ambas partes llevaban trabajando desde las negociaciones bilaterales llevadas a cabo en Madrid.

El 25 de julio, el rey Hussein y el primer ministro Rabin recibirían una invitación formal para regresar a Washington y firmar un acuerdo preliminar de paz que pusiera fin a la beligerancia entre uno y otro estado, pactando además zanjar todas las cuestiones territoriales que todavía les separaban con arreglo a lo estipulado en las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y reconociendo que la monarquía hachemita debía desempeñar un papel especial en los Santos Lugares musulmanes de Jerusalén. El 26 de octubre de 1994 Jordania e Israel rubricaban finalmente el tratado de paz en el desierto árabe, en la frontera entre ambos países. Jordania se convertía de este modo, tras Egipto, en el segundo estado árabe que intercambiaba embajadores con el estado judío y normalizaba sus relaciones con él.

Los pactos alcanzados con la OLP y Jordania allanarían el camino a otros gobiernos árabes, que de este modo comenzarían a establecer vínculos con Israel. en octubre de 1994, Marruecos e Israel acordarían abrir sendas oficinas de enlace en sus respectivas capitales, y Túnez haría lo propio en enero de 1996. Ambos países árabes contaban con significativas comunidades judías y hacía ya mucho tiempo que éstas mantenían lazos con Israel. Mauritania, uno de los estados del África noroccidental pertenecientes a la Liga Árabe, establecería relaciones formales con Israel, de modo que en noviembre de 1999 ambas naciones intercambiaron embajadores. Dos de los estados árabes del Golfo Pérsico decidieron crear lazos comerciales con Israel —el Sultanato de Omán en enero de 1996, y Qatar en abril de ese mismo año—. Desconcertando a todos cuantos llevaban tiempo sosteniendo que el mundo árabe jamás se avendría a vivir en paz con el estado judío, la era de Oslo demostraría que había una amplia franja de países árabes dispuestos a aceptar a Israel, desde el norte de África hasta el Golfo Pérsico.

Pese a todo, el proceso de Oslo seguiría enfrentándose a una enérgica oposición en muchos ámbitos —y en parte alguna sería más intensa esa resistencia que en Israel y en los territorios ocupados palestinos—. Los extremistas presentes tanto en las regiones israelíes como en las zonas palestinas recurrirían a la violencia tratando de conseguir que los acuerdos de paz descarrilaran. en septiembre de 1993, inmediatamente después de la firma de la declaración de principios, Hamás y la Yihad Islámica reivindicarían la autoría de un cierto número de atentados mortales contra ciudadanos israelíes. Los extremistas israelíes incrementaron igualmente sus ataques a los palestinos. en febrero de 1994, Baruch Goldstein penetró en la tumba de los patriarcas de Hebrón con el uniforme de reservista de las fuerzas armadas israelíes y abrió fuego contra las personas que rezaban en ese recinto sus oraciones matutinas, matando a veintinueve de los congregados e hiriendo a otros ciento cincuenta antes de ser reducido y muerto por quienes habían sobrevivido al atentado. Goldstein era médico y vivía en la población de Qiryat Arba, un asentamiento militantemente sionista próximo a Hebrón que rendiría a Goldstein un homenaje póstumo por aquel asesinato en masa, ya que sus habitantes decidirían colocar en su tumba una lápida en la que todavía puede leerse: «al santo Baruch Goldstein, que dio su vida por el pueblo judío, la torá y la nación de Israel».

El abismo abierto entre los extremistas palestinos y los israelíes se hizo cada vez mayor. La indignación por la masacre de Hebrón desembocaría en una escalada de atentados palestinos y en un incremento de los atentados suicidas pensados para provocar el mayor número de víctimas posible. en abril de 1994, los distintos atentados suicidas perpetrados en varios autobuses de Afula y de Hadera se cobrarían trece vidas, y en octubre de 1994 morirían veintidós personas en Tel Aviv a consecuencia de otro atentado suicida igualmente cometido en un autobús de esa ciudad. Los israelíes respondieron asesinando a diferentes dirigentes islamistas. en octubre de 1995, unos agentes israelíes mataron en Malta a Fathi Shiqaqi, líder de la Yihad Islámica, y en enero de 1996 emplearon un teléfono móvil cargado con explosivos para eliminar al cabecilla de Hamás Yahya Ayyash. Tanto israelíes como palestinos se encontraron así atrapados en una espiral de acciones violentas y represalias que terminaría socavando gravemente la confianza en el proceso de Oslo.

Uno de los asesinatos vendría a presagiar de forma particularmente clara el fin del proceso de Oslo. El 4 de noviembre de 1995, Isaac Rabin pronunciaría un discurso ante una multitudinaria congregación de gente favorable al proceso de paz en el centro de Tel Aviv. El primer ministro israelí se hallaba visiblemente emocionado ante la gran marea humana, integrada por unas ciento cincuenta mil personas, todas ellas unidas por la común confianza en la posibilidad de la paz entre israelíes y palestinos. «esta reunión ha de enviar un mensaje al público israelí, a los judíos del mundo, a las multitudes de las tierras árabes que se hallan repartidas por la superficie del globo: el mensaje de que la nación de Israel quiere la paz, de que apoya la paz —discurseó rabin—, y por ello os doy las gracias.»46 Dicho esto, y antes de abandonar el estrado, Rabin entonó un cántico pacifista acompañado por la multitud.

Un hombre se había unido a la manifestación con el propósito de poner fin al proceso de paz. en el momento en que los escoltas guiaban a Rabin hasta su coche oficial, después de haber dejado la tribuna de oradores, un estudiante de derecho israelí llamado Yigal amir consiguió abrirse paso entre los miembros del cordón de seguridad que rodeaba al primer ministro, matándolo de un disparo. en el juicio, amir confesaría abiertamente haber cometido el asesinato, explicando que había matado a Rabin para detener el proceso de paz. Persuadido de que al pueblo judío le asistía el derecho divino a la posesión de la totalidad de la tierra de Israel, amir consideraba que su deber como judío devoto consistía en impedir todo intercambio de paz por territorios. en un instante, el proceso —que hasta ese momento había resistido el embate de los numerosos actos de violencia que habían venido cruzando los israelíes y los palestinos— caía derribado por una única acción criminal entre israelíes.

Rabin era el hombre indispensable para poder proseguir con el proceso de Oslo. Su inmediato sucesor como primer ministro sería su antiguo rival Shimon Peres. Pese a ser uno de los artífices del proceso de Oslo, el público no creía en Shimon Peres tanto como en Rabin. Los votantes israelíes no estaban dispuestos a poner en Peres el grado de confianza que requería un acuerdo duradero de paz por territorios.

Considerado débil en materia de seguridad nacional, Peres trataría de desconcertar a sus críticos poniendo en marcha una campaña militar contra Hezbolá como represalia tanto por los atentados perpetrados por esta formación contra las posiciones israelíes en el sur del Líbano como por los ataques con misiles que había lanzado contra las regiones septentrionales de Israel. La iniciativa de 1996, denominada operación Uvas de la Ira, confirmaría las dudas que tenían los votantes acerca de la capacidad de Peres para evaluar adecuadamente las cuestiones de seguridad. La generalizada incursión que ordenó en territorio libanés desplazaría a cuatrocientos mil civiles libaneses y provocaría la unánime condena internacional al bombardear las fuerzas aéreas israelíes una base de las Naciones Unidas situada en Qana, una aldea del sur del Líbano, y matar a ciento dos refugiados que habían tratado de hallar protección del ataque junto a las fuerzas internacionales. La mediación estadounidense terminaría de forma ignominiosa la operación, sin que Israel lograra ningún beneficio visible para su seguridad. en las elecciones de mayo de 1996, los votantes castigarían a Peres, otorgando la victoria y el cargo de primer ministro a Benjamín Netanyahu, dirigente del Likud, aunque por escasísimo margen.

La elección de Netanyahu llevaría a Israel a chocar con los compromisos de Oslo. Netanyahu y su partido se habían opuesto sistemáticamente al principio de intercambiar paz por territorios. Pese a que al final sucumbiera a las presiones estadounidenses que le instaban a llevar a cabo un plan de reubicación de colonos en la población de Hebrón, en Cisjordania, el reducidísimo pacto de paz por territorios a que accedería Netanyahu pondría en manos de Israel el control total de más del 71 por 100 de Cisjordania y el dominio de todas las cuestiones relacionadas con la seguridad en más del 23 por 100 de los demás territorios. este nuevo pacto se hallaba muy lejos de colmar el previsto 90 por 100 de transferencias territoriales que los palestinos esperaban obtener tras el acuerdo de Oslo II.

En su combate por la obtención de la primacía en Jerusalén, Netanyahu emplearía las iniciativas de los asentamientos para generar sobre el terreno una política de hechos consumados e irreversibles. encargó la instalación de seis mil quinientas viviendas en Jabal Abu Ghunaym a fin de crear en esa región un nuevo asentamiento llamado Har Homa, asentamiento que terminaría de rodear de emplazamientos israelíes la zona árabe de la Jerusalén este. Lo que Netanyahu pretendía al colocar Jerusalén en el centro de un cerco de asentamientos judíos era adelantarse a cualquier presión que se pudiera querer ejercer sobre él a fin de que entregara a la autoridad palestina las partes árabes de la ciudad ocupadas en junio de 1967, durante la guerra de los Seis días. Har Homa era el último ejemplo de una política de creación de asentamientos cada vez más frecuente, una política que habría de ser el elemento que condujera —más que cualquier otro factor— a la radical pérdida de confianza de los palestinos en el proceso de Oslo.

Tras tres años en el cargo, Netanyahu perdería el respaldo de su propio partido, de modo que, acosado por diversos escándalos de corrupción, se vería obligado a convocar nuevas elecciones en mayo de 1999. El dirigente israelí salió derrotado de los comicios, y el partido Laborista regresó al poder, capitaneado por otro general retirado, Ehud Barak. en una de las promesas realizadas durante la campaña electoral, Barak se había manifestado dispuesto a poner fin a la ocupación israelí del sur del Líbano y a retirar todas las tropas israelíes de ese país en el plazo de un año, caso de salir elegido. La ocupación del sur del Líbano era cada vez más impopular en Israel, dado que los persistentes atentados de Hezbolá causaban víctimas periódicamente entre las fuerzas israelíes.

Tras obtener una victoria arrolladora frente a Netanyahu, Barak convertiría la retirada del Líbano en una de sus primeras prioridades. Sin embargo, los esfuerzos de los israelíes por realizar una transferencia de poderes sosegada y traspasar las claves del gobierno a las autoridades locales del ejército del sur del Líbano se vendrían abajo, ya que sus colaboradores terminarían claudicando ante los comandos de Hezbolá. El repliegue unilateral de Israel degeneraría en una indecorosa retirada bajo el fuego enemigo, permitiendo así que Hezbolá reivindicara haberse alzado con la victoria en la campaña de dieciocho años que llevaba realizando para expulsar del Líbano a los israelíes. Y esa actitud de Hezbolá irritaría a los máximos mandatarios israelíes, que quedarían de ese modo a la espera de una oportunidad que les permitiera librarse de aquella ansiedad y ajustar las cuentas con las milicias chiitas.

La oportunidad que aguardaban para iniciar un futuro conflicto se agazaparía en una anomalía territorial. Israel se había retirado de la totalidad del Líbano salvo del enclave de las disputadas «granjas de Shebaa», una banda de tierra de unos veintidós kilómetros cuadrados de superficie que bordea la frontera que separa el Líbano de la zona ocupada de los altos del Golán. Israel reivindica todavía hoy que se trata de un territorio sirio ocupado, mientras que Siria y el Líbano insisten en que es territorio libanés. esta circunstancia permite que Hezbolá utilice las granjas de Shebaa como pretexto para proseguir la lucha armada contra los israelíes, nuevamente considerados ocupantes de un territorio libanés.

Una vez abandonado el Líbano (y dejando al margen la cuestión de las granjas de Shebaa), el primer ministro Barak reanudaría las negociaciones con la OLP. Dadas las acciones que Israel había llevado a cabo bajo el mandado de Netanyahu, ambos bandos se mirarían con gran suspicacia y muy poca buena voluntad. Yasir Arafat acusó a los israelíes de incumplir las obligaciones adquiridas por tratado en los Acuerdos de Oslo y presionó a Barak para que respetara los extremos no satisfechos del pacto para el Gobierno interino de la autoridad palestina. Barak, en cambio, quería pasar directamente a debatir acerca del establecimiento de un acuerdo permanente. El primer ministro israelí creía que las negociaciones con los palestinos habían adolecido de un defecto: el de detenerse en interminables disputas sobre los detalles de la gobernación interina, y deseaba aprovechar los últimos meses de la presidencia de Bill Clinton para conseguir un pacto permanente.

Clinton invitaría a Barak y a Arafat a celebrar una cumbre en la residencia de descanso oficial del presidente en Camp David (Maryland). en julio del año 2000, los tres mandatarios se reunirían durante dos semanas en esa mansión, y a pesar de que se pondrían sobre la mesa varias ideas novedosas y audaces, la cumbre se cerraría sin haber logrado consolidar ningún avance significativo que pudiera desembocar en un acuerdo. en enero de 2001 se celebraría una segunda cumbre en la localidad turística de taba, en Egipto. en esta población, los israelíes ofrecerían los términos más generosos jamás puestos sobre el tapete hasta la fecha. Pese a todo, las propuestas de taba seguían dejando gran parte del control del estado palestino propuesto en manos de los israelíes, demasiado en realidad para poder convertirse en la base de un acuerdo permanente. El fracaso de las cumbres de Camp David y de taba desembocaría en una serie de agrias recriminaciones y riñas, ya que tanto el equipo negociador estadounidense como el israelí echarían equivocadamente la culpa del fracaso a Arafat y a la delegación palestina. La confianza y la buena voluntad necesarias para que los palestinos y los israelíes hicieran las paces se habían esfumado.

El marco establecido en Oslo había demostrado tener grietas y fallos, pero desde que se fundara el estado judío en 1948 ni Israel ni el mundo árabe habían estado más cerca que entonces de la paz. Los avances realizados en Oslo fueron también muy significativos. Israel y la OLP habían conseguido superar décadas de hostilidad mutua e intercambiado gestos de recíproco reconocimiento, iniciando además un conjunto de importantes negociaciones tendentes a materializar la solución de los dos estados. Los dirigentes palestinos abandonarían su exilio de Túnez para empezar a levantar un estado propio en los territorios palestinos. Israel lograría quebrar el aislamiento a que se hallaba sometido en Oriente Próximo, y no sólo establecería por primera vez vínculos formales con varios países árabes, sino que superaría el boicot económico que la Liga Árabe había puesto en marcha en el año 1948. Todos estos elementos podrían actuar como cimientos sólidos sobre los que levantar el edificio de una paz duradera.

Por desgracia, el proceso se hallaba inextricablemente unido al fomento de la confianza entre ambos bandos y a la capacidad de generar la prosperidad económica suficiente para que los palestinos y los israelíes estuvieran dispuestos a asumir los difíciles compromisos necesarios para fraguar un acuerdo permanente. Si los años del proceso de Oslo habían venido acompañados por un período de crecimiento económico en Israel, la economía palestina se había visto en cambio aquejada por movimientos de recesión y estancamiento. Durante los años del proceso de Oslo, el Banco Mundial registra un significativo declive del nivel de vida de los palestinos, y estima que en el año 2000 uno de cada cuatro habitantes de Cisjordania y la Franja de Gaza se hallaba por debajo del umbral de la pobreza. Los índices de desempleo se elevaron al 22 por 100.47 El descenso del nivel de vida entre los años 1993 y 2000 también habría de ser causa de que una amplia cifra de población se sintiera desencantada con el proceso de Oslo.

La decisión de Israel de aumentar el número de sus asentamientos sería también un factor clave en la condena de los Acuerdos de Oslo al fracaso. A los ojos de los palestinos, los asentamientos eran ilegales y así lo recogía el derecho internacional, por no mencionar que su continua expansión contravenía los términos de los Acuerdos de Oslo II.48 Pese a ello, los asentamientos israelíes experimentarían durante los años del proceso de Oslo la mayor expansión conocida desde el año 1967. en Cisjordania y la Jerusalén este el número de colonos pasaría de los doscientos cuarenta y siete mil de 1993 a los trescientos setenta y cinco mil del año 2000 —lo que significa un incremento del 52 por 100—.49 Además, los asentamientos se construirían en zonas que Israel quería retener, bien por su proximidad a centros urbanos situados en el interior de su territorio, bien por hallarse cercanos a acuíferos de importancia decisiva capaces de permitir el control de los escasos recursos hídricos de la región de Cisjordania. Los palestinos acusaron a los israelíes de renunciar al principio de paz por territorios en su afán de rapiñar un pedazo de tierra, mientras el garante del proceso, los Estados Unidos, hacía la vista gorda.

Lo que los palestinos esperaban obtener del proceso de Oslo era nada menos que un estado independiente en la totalidad del territorio de Cisjordania y la Franja de Gaza, instalando además su capital en la Jerusalén este. Los palestinos sabían que el derecho internacional respaldaba su postura y creían además que la realidad demográfica venía a reforzar dicha posición, ya que los territorios se hallaban habitados casi exclusivamente por palestinos. La OLP había aceptado reconocer al estado de Israel en el 78 por 100 del territorio palestino conquistado en el año 1948, de modo que se aferraban al derecho que les asistía a conservar el 22 por 100 restante de sus tierras. Con tan poco espacio en el que levantar un estado palestino viable no había ya margen de maniobra para nuevas concesiones.

La expansión de los asentamientos contribuiría significativamente a la irritación popular ante un proceso que en opinión de los palestinos no sólo era incapaz de conseguirles un Estado, sino que tampoco garantizaba la seguridad de sus propiedades ni su prosperidad. La irritación iría en aumento al producirse la serie de manifestaciones violentas que habrían de estallar en septiembre del año 2000 y que degenerarían en un nuevo levantamiento popular. Si la primera Intifada (1987-1993) se había caracterizado por la desobediencia civil y la no violencia, la segunda rebelión iba a resultar de hecho notablemente violenta.

El arranque de la segunda Intifada se produciría el 28 de septiembre de 2000 a raíz de una visita de Ariel Sharón a la Jerusalén este —siendo ya Sharón líder del derechista partido Likud—. en la cumbre de Camp David, el primer ministro Ehud Barak había planteado la posibilidad de que los palestinos renunciaran a controlar la Jerusalén este a cambio de que la ciudad actuara como doble capital para israelíes y palestinos. La propuesta había suscitado una enorme controversia en Israel, hasta el punto de que algunos de los miembros de la coalición en que se apoyaba Barak optaron por manifestar su oposición abandonando el Gobierno, lo que a su vez exigió la celebración de nuevas elecciones.

Para Sharón, la defensa de Jerusalén le aseguraba una mayoría de votos, de modo que optó por visitar la explanada de las Mezquitas, en la Jerusalén este, con el doble objetivo de dejar bien patente la reivindicación de su partido, que abogaba por conservar Jerusalén como capital indivisa de Israel, y de iniciar con un golpe de efecto la campaña electoral con la que se proponía desbancar a Barak y ocupar su lugar como primer ministro. La explanada de las mezquitas,* conocida en árabe como Al-Haram ash-Sharif (es decir, el Noble Santuario), es el emplazamiento del segundo templo del judaísmo, destruido por los romanos en el año 70 d. C., y sede, desde el siglo VII, de la mezquita de al-Aqsa, el tercer lugar sagrado por orden de importancia del islam, tras La Meca y Medina. Debido a la significación que posee tanto para el judaísmo como para el islam, la explanada de las Mezquitas es un espacio de alta tensión política.

El 28 de septiembre de 2000, Sharón se presentó en la Jerusalén este, de mayoría árabe, con una escolta de mil quinientos policías armados y recorrió el recinto de Al-Haram ash-Sharif. Y al dirigir unos comentarios al nutrido grupo de periodistas que le seguían en su calidad de líder del Likud, Sharón manifestaría estar firmemente decidido a mantener el dominio de Israel en la totalidad de Jerusalén. Las patrullas de seguridad de Sharón dispersaron a un grupo de dignatarios palestinos dispuestos a protestar por la presencia del dirigente israelí. Las cámaras de televisión captarían el instante en que la policía israelí zarandeaba bruscamente al clérigo musulmán de más alta jerarquía de la mezquita de al-Aqsa. «Quiso la casualidad que la policía terminara despojándole del turbante de un manotazo y que éste, símbolo de su elevada condición espiritual, rodara por el suelo», recordará más tarde Sari Nusseibeh. «Los espectadores contemplaron así, de pie y desnuda la cabeza, al imán de mayor rango de ese relevante lugar de culto musulmán.» aquel insulto a una respetada autoridad musulmana del tercer espacio más sagrado del islam bastaría para hacer que al día siguiente la gente asistiera en masa a las plegarias del viernes de Al-Haram ash-Sharif. «armados y nerviosos, centenares de números de la policía de fronteras [israelí] irrumpieron en la ciudad vieja de Jerusalén, mientras centenares de miles de musulmanes llegados de los barrios y las aldeas vecinas cruzaban las puertas de la explanada y llenaban el recinto.»

Los rezos del viernes se desarrollaron sin incidentes, pero al abandonar la irritada muchedumbre la mezquita estalló una violenta manifestación. Los adolescentes arrojaron las piedras que encontraron en el complejo de Al-Haram ash-Sharif a los soldados israelíes apostados bajo ellos, en el Muro de las Lamentaciones. La policía de fronteras israelí tomó al asalto el complejo de Al-Haram mientras los soldados abrían fuego contra los manifestantes. en pocos minutos, ocho de los agitadores caían abatidos a tiros y varias decenas quedaban tendidos en el suelo, heridos. «Había comenzado —refiere Sari Nusseibeh— la Intifada de al-Aqsa.»50

El deterioro del orden público jugó en favor de Sharón —dado que tenía reputación de emplear la mano dura en cuestiones de seguridad—, de modo que ganó por amplia mayoría las elecciones de febrero de 2001. El belicoso primer ministro de Israel tenía más interés en las tierras que en la paz, así que su ascenso al poder no conseguiría sino agravar aún más la explosiva situación en que se hallaban inmersos los israelíes y los palestinos. Al iniciarse el nuevo milenio, el Oriente Próximo se encontraba más lejos que nunca de la paz.

* * *

Al término del siglo XX, el mundo árabe estaba llamado a conocer un importante número de transiciones. Tres dirigentes que durante décadas habían sido otros tantos pilares de la política árabe morirían, siendo sucedidos por sus hijos. El Oriente Próximo había permanecido estático bajo la dominación de un grupo de gobernantes particularmente longevos. La sucesión de dichos mandatarios elevaría al poder a una nueva generación, despertando esperanzas de reforma y de cambio. Sin embargo, el hecho de que tanto las monarquías como las repúblicas tendieran a estar regidas por una única familia actuaría en contra de la concreción de toda transformación significativa.

El 7 de febrero de 1999 fallecía el rey Hussein de Jordania tras una larga batalla contra el cáncer. Habiendo permanecido cerca de cuarenta y siete años en el trono, Hussein era el gobernante árabe de su generación que más tiempo había ocupado posiciones de poder. Pese a ser ensalzado tanto dentro como fuera de su país por haber servido a la causa de la paz, Hussein iba a provocar una notable agitación en su familia y en su nación al modificar en el último minuto el nombre de la persona designada como sucesor. El hermano de Hussein, Hasán, llevaba actuando como príncipe heredero desde el año 1965. Sin ninguna advertencia previa, Hussein relevó de sus funciones a Hasán y nombró heredero y sucesor a su hijo primogénito, Abdalá, y todo ello menos de dos semanas antes de morir. La cuestión no era sólo que Abdalá fuese relativamente joven —acababa de cumplir los treinta y siete años—, sino que había dedicado toda su carrera al ejército, lo que significaba que estaba escasamente preparado para gobernar. Además, lo peor había sido la forma en que el rey Hussein había manejado el cambio de sucesor. El agonizante monarca publicaría en la prensa jordana una larga y agria carta dirigida al príncipe Hasán en la que venía poco menos que a aniquilar simbólicamente a su hermano menor. Muchas de las personas próximas al soberano explicarían que la carta había sido una medida cruel pero necesaria para garantizar que Hasán no pudiese en ningún caso constituirse en rival y torpedear el cambio de sucesor. De este modo, los jordanos experimentaron dos conmociones sísmicas en menos de dos semanas: la del cambio en la sucesión y la de la muerte de quien había sido su soberano durante casi cinco décadas. Muchos temieron ver tambalearse el futuro del precario país al quedar éste en manos de un hombre joven e inexperto.

Cinco meses después, el 23 de julio de 1999, moría el rey Hasán II de Marruecos, poniendo así fin a sus treinta y ocho años de reinado. Le sucedería su hijo, Mohamed VI, que por entonces tenía únicamente treinta y seis años y que, al igual que el rey Abdalá de Jordania, representaba a una nueva generación de líderes árabes. Poseía formación política y jurídica, había pasado algún tiempo en Bruselas para familiarizarse con las instituciones de la Unión Europea, y su padre había dedicado los años previos a la sucesión a ampliar el alcance de sus funciones oficiales. Con todo, seguía siendo un enigma para la mayoría de la gente, tanto en el interior de su país como en el extranjero, de modo que todo el mundo se preguntaba en qué sentido inclinaría el nuevo rey la balanza entre la continuación de las políticas de su padre y la voluntad de dejar una impronta propia en el reino.

Las cuestiones relativas a la sucesión dinástica no se circunscribirían a las monarquías árabes. El 10 de junio de 2000 moría el presidente sirio Hafez al-Asad, tras pasar cerca de treinta años en el poder. El anciano al- asad había estado formando a su hijo Bassel para la sucesión, pero en 1994 la prematura muerte del joven en un accidente de tráfico le obligaría a cambiar de planes. El afligido presidente llamó entonces a su hijo menor, Bashar, interrumpiendo sus estudios de medicina en Londres, donde cursaba la especialidad de oftalmología, y comenzó a prepararle para la sucesión. Bashar al-Assad ingresó en la academia militar siria, y durante los seis años de vida que todavía le quedaban a su padre empezaría a desempeñar un creciente número de funciones oficiales. Bashar asumiría el poder a la edad de treinta y cuatro años, prometiendo acometer un programa de reformas. Pese a que en Siria eran muchos los que esperaban que el nuevo presidente se viera obligado a hacer frente a graves desafíos surgidos tanto del interior de la propia cúpula política dirigente como del ámbito dominado por los muchos enemigos que su padre se había creado en tres décadas de gobierno autoritario, la sucesión del hombre fuerte de Damasco transcurriría sin ningún incidente, pese a que el poder quedara en manos de su inexperto hijo.

En el mundo árabe había también otros dirigentes políticos que se estaban haciendo viejos y que preparaban ya a sus respectivos hijos para la sucesión. en Irak, Saddam Hussein había promovido en principio a su hijo Uday como aparente sucesor. Uday dirigía una cadena de televisión y un periódico en Irak. Tristemente célebre por su crueldad homicida, Uday Hussein recibiría una gravísima herida en un intento de asesinato sufrido en 1996 y que le dejaría una bala alojada en la espina dorsal. Al comprenderse que la recuperación de Uday no iba a ser completa, Saddam Hussein comenzó a preparar para el mando a su segundo hijo, Qusay. También se rumoreaba que el dirigente libio Muammar el-Gaddafi estaba formando a sus hijos para que heredaran el poder, y que, en Egipto, Hosni Mubarak no sólo estaba preparando a su hijo Gamal, sino que se negaba a nombrar a un vicepresidente, lo que inducía a muchos a suponer que, a su debido tiempo, Gamal estaba llamado a asumir la presidencia.

Con todo, la sucesión más significativa del año 2000 sería la que se produjera en los Estados Unidos. Los eruditos del mundo árabe bromeaban con el futuro de los Estados Unidos al saber que el tribunal Supremo de ese país había concedido la victoria por mayoría de votos del colegio electoral de representantes estadounidenses a George W. Bush, hijo del anterior presidente George H. W. Bush. El hecho de que el voto popular se hubiera decantado ligeramente en favor del adversario de Bush, el demócrata al Gore —y de que el resultado quedara pendiente de unas cuantas papeletas defectuosas y de una serie de polémicos recuentos en el estado de Florida, gobernado por el hermano del candidato Bush—, venía a sugerir que los estadounidenses no eran menos dinásticos que los árabes.

De hecho, la mayoría de los observadores árabes celebraron la victoria de George W. Bush en 2000. Consideraban que la familia Bush, que poseía negocios petrolíferos en Texas, tenía buenos vínculos con el mundo árabe. Además, la circunstancia de que al Gore hubiera elegido al senador Joe Lieberman de Connecticut como compañero de candidatura para la vicepresidencia —convirtiéndolo en el primer candidato judío en formar parte del cartel electoral de un importante partido político estadounidense— haría suponer a muchas personas del mundo árabe que los demócratas podrían revelarse todavía más pro-israelíes que los propios republicanos, de modo que optaron por confiar en Bush.

Al nuevo presidente Bush le interesaban poco los problemas del Oriente Próximo. No era un presidente versado en los asuntos exteriores, y sus prioridades se hallaban en otra parte. Una semana antes de la toma de posesión, Bush tuvo una reunión con el director de la agencia Central de Inteligencia, George Tenet. entre los distintos asuntos de que informó al presidente electo, Tenet le daría a conocer las tres principales amenazas a las que se enfrentaban por entonces los Estados Unidos: las armas de destrucción masiva, Osama Bin Laden, y el surgimiento de China como potencia militar y económica.51

Pese a que se creía que un cierto número de estados árabes —entre los que figuraban Libia y Siria— estaban desarrollando peligrosos programas armamentísticos, la mayor preocupación de la comunidad internacional se centraba en las armas de destrucción masiva iraquíes. Desde que en abril de 1991 el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas promulgara la resolución 687, tanto la ONU como la comunidad internacional habían estado ejerciendo constantes presiones sobre Irak a fin de que este país entregara sus armas de destrucción masiva. La resolución 687 exigía la destrucción de todas las armas químicas, nucleares y biológicas que pudiera poseer Irak, así como la totalidad de los misiles balísticos de alcance superior a los ciento cincuenta kilómetros. Saddam Hussein, que sospechaba que los norteamericanos se valían del régimen de inspecciones de las Naciones Unidas para subvertir su gobierno, se dedicó entonces a obstaculizar las labores de los inspectores de operaciones de desarme de la ONU, que terminarían por abandonar Irak en 1998.

La Administración Clinton se había mostrado decidida a derribar el Gobierno de Saddam Hussein. Sus miembros dictaminarían que se aplicara a Irak todo un conjunto de severas sanciones comerciales, sanciones que al llevar en vigor desde que Irak invadiera Kuwait habían causado una crisis humanitaria sin debilitar en lo más mínimo el férreo control que ejercía Saddam Hussein sobre el Gobierno de Irak. Además, la administración Clinton mantendría estrictamente controlado el espacio aéreo iraquí, coordinando su aviación y la británica en la realización de periódicas patrullas aéreas sobre el norte y el sur de Irak. en 1998, la administración Clinton pondría en marcha varias medidas legislativas —entre otras la ley de liberación de Irak— por las que el Gobierno de los Estados Unidos se comprometía a dedicar importantes sumas de dinero a la promoción de un cambio de régimen en Irak. Y en diciembre de 1998, una vez que los inspectores de operaciones de desarme de la ONU hubieron abandonado Irak, el presidente Clinton autorizaría una campaña de bombardeos de cuatro días destinada a «degradar» la capacidad de Irak para producir y utilizar armas de destrucción masiva.

George W. Bush continuaría las políticas iniciadas por Clinton para frenar a Irak y limitar la amenaza que, según se creía, planteaba a los Estados Unidos la existencia de armas de destrucción masiva en Irak.

Los miembros de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense consideraban que el creciente conflicto con Al Qaeda —la red terrorista de Osama Bin Laden—, resultaba mucho más preocupante que cualquier amenaza que pudiera proceder de Irak. Bin Laden había dedicado muchísimo tiempo y energía a materializar los objetivos declarados de Al Qaeda, consistentes en expulsar a los Estados Unidos de Arabia Saudí, como primer paso, y del mundo árabe en general como meta final. en agosto del año 1998, dos atentados suicidas simultáneos destruirían parcialmente las embajadas de los Estados Unidos en Kenya y Tanzania, causando más de doscientos veinte muertos y varios centenares de heridos, casi todos ellos pertenecientes a la población local, ya que únicamente doce de las víctimas mortales fueron ciudadanos estadounidenses. El papel que había desempeñado Bin Laden en los atentados contra las embajadas estadounidenses determinaría que la oficina Federal de Investigación le incluyera en la lista de los diez criminales más buscados. en octubre del año 2000 se produciría un atentado suicida contra el navío estadounidense Cole, fondeado en el puerto yemení de Adén, dejando diecisiete marineros estadounidenses muertos y treinta y nueve heridos.

La capacidad de Al Qaeda para golpear en los puntos vulnerables de la armadura estadounidense comenzó a suscitar verdaderas preocupaciones en los círculos próximos a la Casa Blanca. en enero de 2001, el director de la CIA, Tenet, advirtió a Bush de que la red terrorista de Bin Laden no sólo representaba una «amenaza tremenda» para los Estados Unidos, sino que dicha amenaza podía materializarse «de forma inmediata». Sin embargo, y a diferencia de Saddam Hussein, acantonado en Irak, Bin Laden era un blanco móvil y esquivo. Nadie veía con claridad qué medidas políticas podía autorizar el presidente para atajar el peligro que Bin Laden suponía.

Bush comenzó a operar desde el despacho oval convencido de que se había logrado contener la inseguridad potencial derivada de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, y no parece que la coacción terrorista que representaba la red de Bin Laden le preocupara particularmente. Durante los nueve primeros meses de su mandato, Bush centraría todas sus prioridades en China.

Los extraordinarios acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 cambiarían las prioridades de Bush, abriendo un período presidido por una implicación máxima de los Estados Unidos en los problemas de Oriente Próximo, una implicación de hecho superior a la que jamás hubieran tenido con esa región en toda su historia moderna. Y también habría de inaugurar la época de mayor tensión que haya conocido el mundo árabe en el último par de siglos.