Capítulo 1

DE EL CAIRO A ESTAMBUL

El ardiente sol del verano caía a plomo sobre los hombros de al-Ashraf Qansuh al-Ghawri, cuadragésimo noveno sultán de la dinastía mameluca, mientras pasaba revista a sus tropas, dispuestas en formación de combate. Desde que fundaran su sultanato en el año 1250, los mamelucos habían venido gobernando el Estado islámico más antiguo y poderoso de la época. Su imperio, que tenía su centro en El Cairo, se extendía por Egipto, Siria y Arabia. Qansuh, que rondaba ya los setenta años, llevaba quince al frente del imperio. El lugar en el que le vemos inspeccionar a su ejército se encuentra en Marj Dabiq, una vasta franja de terreno situada a las afueras de la ciudad siria de Alepo, ya en los límites septentrionales de su imperio. Estaba allí para plantar cara al mayor peligro al que se hubieran enfrentado jamás los mamelucos. Sin embargo, su empresa estaba llamada a fracasar, y ese fracaso habría de desencadenar un proceso que conduciría a la desaparición de su imperio y prepararía el terreno para que los turcos otomanos conquistaran los territorios árabes. Estamos a 24 de agosto de 1516.

Qansuh llevaba un ligero turbante para protegerse del intenso sol del desierto sirio. Un regio manto de color azul le cubría los hombros, sobre los que descansaba asimismo su hacha de guerra, contribuyendo a dar un aspecto aún más impresionante a su figura, erguida sobre el alazán de combate árabe con el que pasaba revista al ejército. Cuando un sultán mameluco iba a la guerra, acostumbraba a capitanear personalmente a las tropas durante el choque y se rodeaba en campaña de la mayor parte de los miembros de su gobierno. Vendría a ser como si un presidente estadounidense se llevara a la guerra a la mitad de su gabinete, a los líderes del Senado y de la Cámara de Representantes del Congreso, a los jueces del Tribunal Supremo y a un sínodo formado por obispos y rabinos, todos ellos pertrechados para la contienda, junto con los oficiales y los soldados.

Los comandantes del ejército mameluco y los cuatro jueces de mayor rango se alineaban bajo el rojo estandarte del sultán. A su derecha se situaba la cabeza espiritual del imperio, el califa al-Mutawakkil III, quien guerreaba bajo su propio pabellón. También él aparecía tocado con un turbante ligero, lucía un lujoso manto y dejaba reposar sobre el hombro el hacha de guerra. Rodeaban a Qansuh los cuarenta descendientes del profeta Mahoma, cada uno de ellos provisto de un ejemplar del Corán guardado en un estuche de seda gualda envuelto con bandas del mismo material en torno a la cabeza. Y a los descendientes del profeta se unían los líderes de las órdenes místicas sufíes, marcialmente alineados bajo sus gallardetes verdes, rojos y negros.

Qansuh y su séquito debieron de quedar impresionados ante el espectáculo de los veinte mil soldados mamelucos congregados en las planicies que les rodeaban. Los mamelucos —se trata de una palabra árabe que significa «el poseído», es decir, «el esclavo»— formaban una casta de combatientes de élite carentes de libertad. Sus filas se nutrían de jóvenes hombres capturados en los territorios cristianos de la estepa euroasiática y en el Cáucaso, que eran conducidos a El Cairo para ser convertidos al islam y formados en las artes marciales. Separados de sus familias y lejos de su patria, debían una lealtad ciega a sus amos, esto es, a quienes no sólo los conservaban como un objeto físico de su propiedad sino que se erigían en maestros suyos. Instruidos para alcanzar el más elevado nivel de eficacia bélica y adoctrinados en la absoluta entrega a la religión y al Estado, los mamelucos recibían la libertad al llegar a la madurez, accediendo así a los más altos peldaños de la jerarquía gobernante. Exhibían la más acabada superioridad en el combate cuerpo a cuerpo y ya habían doblegado a los mayores ejércitos medievales: en el año 1249 los mamelucos habían derrotado al ejército cruzado del rey francés Luis IX, en 1260 conseguirían expulsar de los territorios árabes a las hordas mongolas y en 1291 desalojarían de las regiones islámicas a los últimos cruzados.

El ejército mameluco constituía un magnífico espectáculo. Sus soldados vestían ropajes de seda de brillantes colores, sus cascos y su armadura eran obra de los más finos artesanos, y sus armas poseían hojas de acero templado con damasquinados de oro. La exhibición de tales refinamientos formaba parte de una escala de valores basada en los códigos caballerescos y constituía asimismo un signo de la confianza de que hacían gala aquellos hombres, seguros de alzarse con la victoria.

Frente a los mamelucos, al otro lado del campo de batalla se distribuían los aguerridos veteranos del sultán otomano. El imperio otomano había surgido en las postrimerías del siglo XIII a partir de un pequeño principado turco que había participado en la guerra santa que se había librado contra el imperio cristiano bizantino en Anatolia (esto es, en las regiones asiáticas de la actual Turquía). En el transcurso de los siglos XIV y XV, los otomanos habían logrado integrar en su esfera política a los demás principados turcos y conquistado los territorios bizantinos, tanto en Anatolia como en los Balcanes. En el año 1453, el séptimo sultán otomano, Mehmed II, lograría culminar con éxito la empresa contra la que se habían estrellado todos los intentos musulmanes anteriores, ya que se apoderó de Constantinopla y cerró así el último capítulo de la conquista del imperio bizantino. En lo sucesivo, Mehmed II pasaría a ser conocido como «el Conquistador», y Constantinopla, convertida ya en Estambul, se convertiría en la capital otomana. Los sucesores de Mehmed II no habrían de mostrarse menos ambiciosos en su determinación de expandir los límites territoriales del imperio. En el día que nos ocupa, el 24 de agosto de 1516, Qansuh estaba a punto de entablar batalla con el noveno sultán otomano, Selim I (que gobernaría entre los años 1512 y 1520), apodado «el Severo».

Paradójicamente, Qansuh había abrigado la esperanza de evitar el choque mediante una demostración de fuerza en la frontera septentrional de sus dominios. Los otomanos se hallaban entonces en plenas hostilidades con el imperio safávida persa. Los safávidas, que dominaban lo que hoy es Irán, hablaban turco como los otomanos, y su origen étnico los emparentaba probablemente con los curdos. Su carismático jefe, el sah Ismail I (cuya gobernación se extiende de 1501 a 1524), había decretado que el chiismo habría de ser la religión oficial del Estado, lo que le abocó a una colisión ideológica con el imperio otomano, de confesión sunita.1 Los otomanos y los safávidas se habían enfrentado por el control de la Anatolia oriental entre los años 1514 y 1515, y la victoria había caído del lado de los otomanos. Y así fue cómo los safávidas buscaron con toda urgencia una alianza con los mamelucos a fin de lograr contener de ese modo la amenaza otomana. Qansuh no sentía ninguna particular simpatía por los safávidas, pero deseaba mantener el equilibrio de poder en la región y tenía la esperanza de que una fuerte presencia militar mameluca en el norte de Siria pudiera circunscribir las ambiciones otomanas a Anatolia, dejando Persia para los safávidas y el mundo árabe para los mamelucos. Sin embargo, en vez de verificarse esos planes, lo que sucedió fue que el despliegue de los mamelucos se convirtió casi inmediatamente en una amenaza estratégica para el flanco de los otomanos, y que éstos, guiados por el sultán otomano, y para no correr el riesgo de verse envueltos en una guerra con dos frentes, decidieron suspender las hostilidades que les enfrentaban a los safávidas para guerrear con los mamelucos.

Los mamelucos habían puesto sobre el terreno un gran ejército, pero las tropas otomanas les superaban claramente en número. Sus disciplinadas filas de caballería e infantería habían de combatir con una ventaja numérica de tres a uno respecto de los mamelucos. Los cronistas de la época estiman que el ejército de Selim estaba compuesto por unos sesenta mil hombres en total. Además, los otomanos también contaban con una significativa ventaja tecnológica sobre sus adversarios. Si los mamelucos habían formado un ejército a la antigua usanza, es decir, un contingente que confiaba fuertemente su suerte a la habilidad individual de cada uno de sus hombres con la espada, los otomanos habían dispuesto sobre el terreno una moderna infantería provista de mosquetes de carga de pólvora. Los mamelucos se atenían a los valores militares característicos de la Edad Media, mientras que los otomanos representaban la vertiente moderna del arte de la guerra, y luchaban con técnicas propias del siglo XVI. Los otomanos, que eran soldados endurecidos en numerosas batallas y poseían una amplia experiencia de combate, estaban más interesados en los despojos de la victoria que en blasonar de cualquier timbre de honor personal alcanzado en un fiero combate cuerpo a cuerpo.

Al producirse el choque de los dos ejércitos enfrentados en la batalla de Marj Dabiq, las armas de fuego otomanas diezmaron las filas de los caballeros mamelucos. El ala derecha del ejército mameluco se derrumbó bajo la presión de la ofensiva otomana, y el flanco izquierdo se dio a la fuga. El comandante del ala izquierda mameluca era el Gobernador de la ciudad de Alepo, un mameluco llamado Khair Bey que, según se sabría más adelante, se había coaligado con los otomanos antes del enfrentamiento, transfiriendo su lealtad a Selim el Severo. Poco después del inicio del choque, la traición de Khair Bey habría de dar la victoria a los otomanos.

El sultán mameluco, Qansuh al-Ghawri, contempló horrorizado cómo el ejército se desbarataba ante sus propios ojos. El campo de batalla se hallaba envuelto en tan espesa polvareda que los dos ejércitos apenas se veían. Qansuh se volvió hacia sus asesores religiosos y les instó a rezar por una victoria que ya no confiaba que pudieran darle sus soldados. Uno de los capitanes mamelucos, dándose cuenta de lo desesperado de la situación, arrió el estandarte del sultán, lo plegó y se volvió a Qansuh diciendo: «Oh, sultán, amo y señor nuestro, los otomanos nos han derrotado. Salvad vuestra vida y refugiaos en Alepo». Al comprender la honda verdad que encerraban las palabras del comandante, el sultán sufrió un ataque de apoplejía que le dejó hemipléjico. Al tratar de montar en su alazán, Qansuh cayó fulminado y murió in situ. Abandonado por su séquito en desbandada, el cadáver del sultán jamás llegaría a encontrarse. Era como si la tierra hubiera abierto sus fauces y se hubiera tragado entero el cuerpo del caído monarca mameluco.

Al asentarse el polvo del combate comenzó a aparecer en toda su crudeza el absoluto horror de la carnicería. «Fue un momento capaz de hacer encanecer a un niño y de fundir el hierro con su encono», sostiene el cronista mameluco Ibn Iyas. El campo de batalla aparecía cubierto de cadáveres y de hombres y caballos agonizantes, aunque los otomanos frenaron en seco sus lamentos, tan ávidos estaban por hacerse con el botín de sus adversarios. A su paso no quedaron sino «cuerpos descabezados y rostros cubiertos de polvo, convertidos en semblantes espantosos» destinados a servir de pasto a los cuervos y los perros salvajes.2 Si para los mamelucos había sido una derrota sin precedentes, para el imperio habría de ser un golpe del que jamás lograría recobrarse.

La victoria obtenida en Marj Dabiq hizo de los otomanos los dueños de Siria. Selim el Severo entró en Alepo sin encontrar resistencia y prosiguió su avance hasta Damasco sin tener siquiera que desenvainar la espada. Las noticias del desastre llegaron a El Cairo el 14 de septiembre, unas tres semanas después de la batalla. Los capitanes mamelucos que habían logrado sobrevivir se habían reunido en la ciudad para elegir a un nuevo sultán. Acordaron que el sucesor debía ser la mano derecha de Qansuh, un hombre llamado al-Ashraf Tumanbay. Tumanbay iba a ser el último sultán mameluco, y su reinado no habría de durar más que tres meses y medio.

Selim el Severo escribió a Tumanbay desde Damasco. En la misiva le planteaba una disyuntiva: rendirse y gobernar Egipto como vasallo de los otomanos, o resistir y verse abocado a la más completa aniquilación. Tumanbay sollozó de terror al recibir la carta de Selim, dado que la rendición era impensable. El temor comenzó a atenazar tanto a los soldados del sultán mameluco como a sus súbditos. En un intento de mantener la disciplina, Tumanbay promulgó un edicto en el que se prohibía, bajo pena de muerte, la venta de vino, cerveza y hachís. Sin embargo, según cuentan los cronistas, los angustiados habitantes de El Cairo hicieron caso omiso de la orden y trataron de aliviar la tensión de la inminente amenaza de invasión refugiándose en las drogas y el alcohol.3 Cuando se recibió en El Cairo la noticia de que la ciudad costera de gaza había sido conquistada y de que los otomanos habían pasado a cuchillo a mil lugareños, el olor del miedo se apoderó hasta del último rincón de la urbe. En enero del año 1517, el ejército otomano penetró en Egipto, poniendo inmediatamente rumbo a la capital.

Al alcanzar Selim el límite septentrional de El Cairo, el 22 de enero, los soldados de Tumanbay mostraban ya muy escaso entusiasmo ante la perspectiva del combate. Eran muchos los batallones de tropa que no habían presentado armas. Se ordenó a los pregoneros públicos que recorrieran las calles y callejuelas de El Cairo para difundir la nueva de que todos los desertores serían ahorcados frente a la puerta de sus mismos domicilios. Gracias a esa estratagema, Tumanbay logró reunir a todos los soldados que le fue dado encontrar, una fuerza compuesta por unos veinte mil hombres, entre jinetes, infantes y columnas de beduinos irregulares. Aleccionado por la experiencia de Marj Dabiq, Tumanbay levantó la prohibición que pesaba sobre el uso de armas de fuego y proporcionó mosquetes a buena parte de sus soldados. También alineó unos cien carromatos cargados con piezas de artillería ligera a fin de hacer frente a los atacantes. Los hombres y las mujeres de El Cairo se presentaron en el campo de batalla para enardecer con sus vítores al ejército y ofrecer oraciones por su éxito. Carentes de paga, faltos de confianza y escasamente fiables en su mayoría, los soldados del ejército mameluco no se enfrentaron al inminente estallido de las hostilidades como un grupo de hombres en pos de la victoria, sino como una horda de desesperados obligados a luchar por su vida.

La batalla se produjo el 23 de enero de 1517. Fue «un choque tremendo», escribe Ibn Iyas, «la sola mención del acontecimiento basta para helar de terror el corazón de los hombres, hasta el punto de que sus horrores les trastornan el juicio». Cuando los tambores de combate redoblaron llamando a la batalla, los jinetes mamelucos montaron en sus caballos y partieron al lugar del enfrentamiento. Cargaron contra una fuerza otomana muy superior en número, que «venía a ellos como una nube de langosta». Ibn Iyas sostiene que la subsiguiente batalla fue aun peor que la anterior derrota de Marj Dabiq, pues los turcos «surgían de todas partes, como nubes», mientras el «estruendo de sus descargas de mosquetería, que resultaba ensordecedor, aumentaba la furia de su acometida». En menos de una hora, los defensores mamelucos habían sufrido grandes pérdidas y se batían en franca retirada. Tumanbay pelearía todavía largo rato, más que la mayoría de sus capitanes, antes de verse también él obligado a retirarse del campo de batalla, aunque no sin jurar que habría de regresar otro día para volver a plantar cara a los otomanos.4

Las victoriosas tropas otomanas tomaron por asalto la ciudad y se pasaron tres días saqueando El Cairo. La desamparada población civil, totalmente a merced del ejército invasor, no pudo hacer nada, salvo detenerse a contemplar el pillaje de sus casas y propiedades. El único que podía protegerles de la violencia desatada de la soldadesca victoriosa era el propio sultán otomano, así que las gentes de El Cairo hicieron lo imposible por honrar a su nuevo amo y señor. En las mezquitas, los rezos del viernes —que tradicionalmente se habían pronunciado en favor del sultán mameluco— pasaron a salmodiarse en alabanza al sultán Selim, ya que ésa era una de las formas habituales de reconocer la soberanía de un señor. «Alá salve al sultán —entonaban los fieles—, hijo de sultanes y rey de los dos continentes y los dos océanos, conquistador de los dos ejércitos, sultán de los dos Iraks, siervo de las dos ciudades sagradas, el victorioso rey y sah Selim: Oh, Señor de ambos mundos, concededle siempre la victoria.» Selim el Severo tomó nota de la sumisión de El Cairo y dio instrucciones a sus ministros de que anunciaran el perdón público y la restauración del orden.

Tras vencer al ejército mameluco, el sultán Selim aguardó cerca de dos semanas a entrar en la ciudad de El Cairo. El día en que finalmente hizo acto de presencia en la capital fue también la primera oportunidad que se ofreció a la mayoría de sus habitantes para observar de cerca al nuevo amo. Ibn Iyas nos ofrece una gráfica descripción del conquistador otomano:

Cuando el sultán recorrió las calles de la ciudad, el populacho entero prorrumpió en vítores. Se dice de él que era de tez clara y que su mentón, perfectamente rasurado, realzaba la larga nariz y los grandes ojos. Se añade que al ser de corta estatura aparecía tocado de un pequeño turbante. Dio muestras de cierta ligereza e impaciencia, y no dejó de volver el rostro a uno y otro lado de la calle durante todo el trayecto. Se dice también que rondaba los cuarenta años de edad. Carecía de la dignidad de porte que habían mostrado los anteriores sultanes. Su mal carácter y su temperamento violento le hacían ávido de sangre, y toleraba muy mal que se le respondiera.5

Selim no iba a permanecer descansando tranquilamente en El Cairo mientras el sultán mameluco siguiera en paradero desconocido. Los otomanos sabían que, en tanto alentara Tumanbay, sus partidarios se conjurarían para devolverle el trono. Sólo una muerte ejemplar y pública podría apagar para siempre esas esperanzas. Selim el Severo tendría la oportunidad que esperaba en abril del año 1517, ya que en esa fecha los clanes tribales beduinos traicionaron al fugitivo Tumanbay y lo entregaron a los otomanos. Selim obligó a Tumanbay a marchar por el centro de la ciudad de El Cairo a fin de disipar cualquier posible duda sobre si se trataba efectivamente o no del depuesto sultán mameluco. La procesión de Tumanbay terminó en Bab Zuwayla, una de las puertas principales del casco amurallado de El Cairo, y una vez allí fue prendido por sus verdugos y ahorcado ante la horrorizada muchedumbre. Sin embargo, la cuerda empleada para colgarle se partió —hay quien dice que llegó a romperse en dos ocasiones—, lo que se interpretó como una señal de que la divinidad rehusaba acceder al regicidio. «una vez que hubo entregado el alma, un fuerte griterío se elevó de entre la multitud», refiere el cronista haciéndose eco del momento de conmoción y espanto que se había apoderado del público ante la visión de tan inaudito espectáculo. «Jamás se había visto en toda la historia un suceso como el ahorcamiento de un sultán de Egipto en la puerta de Bab Zuwayla, ¡nunca!»6

Para el sultán Selim, la muerte de Tumanbay fue motivo de celebración. Con el fin de la dinastía mameluca, Selim culminaba la conquista de su imperio y remataba la apropiación de todas sus riquezas, tierras y esplendores, ahora en manos de su propia dinastía. Por fin podía regresar a Estambul, una vez añadidas Siria, Egipto y la provincia árabe del Hiyaz al imperio otomano. La región del Hiyaz poseía una importancia particular, ya que era la cuna del islam. Había sido en ella, en la ciudad de La Meca, donde según la creencia musulmana había decidido Alá revelar por primera vez el Corán al profeta Mahoma, y también había sido muy cerca, en la vecina Medina, donde el profeta había optado por establecer la primera comunidad de fieles. Selim añadía así al título imperial del sultanato la legitimidad religiosa de constituirse en siervo y protector de los dos santos lugares de La Meca y Medina. Esas anexiones confirmaban a Selim como sultán del mayor imperio islámico del mundo.

Antes de abandonar El Cairo, Selim quiso asistir a una de las célebres representaciones teatrales de sombras egipcias, una función de marionetas realizada con figuras recortadas cuya silueta se proyecta sobre una superficie iluminada. Se acomodó a solas para disfrutar del espectáculo. El maestro marionetista había realizado una maqueta a escala de la puerta de Bab Zuwayla, y uno de los personajes reproducía la figura del sultán Tumanbay en el momento de ser ahorcado. El sultán otomano «encontró divertidísimo» el episodio en el que la soga se quiebra por dos veces, así que «dio al artista doscientos dinares y un manto de terciopelo a modo de galardón. “Cuando parta hacia Estambul, acompáñanos, para que mi hijo pueda ver la representación”, le dijo Selim».7 Su hijo, Suleimán, habría de sucederle en el trono tres años más tarde, heredando todo cuanto Selim había arrancado a los mamelucos.

La conquista otomana del imperio mameluco constituyó un punto de inflexión crucial en la historia árabe. El fatídico choque armado entre los espadachines mamelucos y los mosqueteros otomanos vendría a señalar el fin de la era medieval y el comienzo de la época moderna en el mundo árabe. La victoria otomana marcaría asimismo el instante en que, por primera vez desde el surgimiento del islam, el mundo árabe pasaba a quedar gobernado desde una capital que no se hallaba en manos árabes. Los omeyas, la primera dinastía islámica, habían dirigido su imperio —en rápido proceso de expansión— desde la ciudad de Damasco (entre los años 661 y 750 d. C.). El califato abásida (750-1258) regiría los destinos del mayor imperio musulmán de la época desde Bagdad. El Cairo, fundada en el año 969, había servido de capital a no menos de cuatro dinastías antes de la irrupción de los mamelucos, ocurrida en el año 1250. De 1517 en adelante, los árabes se verían obligados a negociar su papel en el mundo en función de reglas establecidas en capitales extranjeras, una realidad política que habría de revelarse como una de las características definitorias de la moderna historia árabe.

Dicho esto, hemos de añadir no obstante que el paso de la dominación mameluca a la otomana iba a resultar más sencillo de lo que inicialmente se había temido en la época en que Selim el Severo materializara sus sangrientas conquistas. Los extranjeros de lengua turca llevaban gobernando a los árabes desde el siglo XIII, y los otomanos eran en muchos sentidos similares a los mamelucos. Las élites de ambos imperios se habían originado en el seno de grupos de esclavos cristianos. Los dos imperios eran estados burocráticos que respetaban las leyes religiosas y protegían los dominios islámicos de las amenazas extranjeras mediante nutridos ejércitos. Además, nos hallamos en una época excesivamente temprana para poder hablar de una nítida identidad árabe capaz de oponerse a una dominación «extranjera». En este período, anterior a la era del nacionalismo, la identidad se hallaba vinculada bien con la propia tribu, bien con la ciudad de la que uno fuera originario. Si los árabes pensaban ya en términos de una identidad de más anchos horizontes, resultaba mucho más probable que se basara en la religión que en las características étnicas. Para la mayoría de los árabes —esto es, para la mayoría de los musulmanes, de confesión sunita—, los otomanos eran unos gobernantes perfectamente aceptables. El hecho de que el centro administrativo se hubiera trasladado, pasando de los territorios árabes a Estambul, una ciudad a caballo entre el continente europeo y el asiático, no parece haber constituido ningún problema a los ojos de las gentes de la época.

Al valorar el paso de la dominación mameluca a la otomana, tiene uno la impresión de que los pueblos árabes debieron de guiarse más por principios pragmáticos que por motivos ideológicos. Les preocupaban bastante más las cuestiones relacionadas con la ley y el orden, así como las vinculadas con la existencia o no de unas cargas impositivas razonables, que las asociadas con lo que viniera a significar para ellos el hecho de saberse gobernados por los turcos. El historiador egipcio Abderramán al-Yabarti, que escribe a principios del siglo XIX, expone de este modo el clima reinante en los primeros años de la dominación otomana:

Al inicio de su reinado, los otomanos demostraron merecer que se los incluyera entre los más idóneos gobernantes de la comunidad [islámica] desde los tiempos de los califas bien guiados.8 Eran los más firmes defensores de la religión, así como declarados oponentes de los infieles, y por esta razón sus dominios se expandieron al calor de las conquistas que Alá dio en concederles, tanto a ellos como a sus hombres de confianza. Se hicieron con el control de las más ricas regiones deshabitadas de la tierra. Numerosos reinos de todos los confines del mundo se rindieron a sus pies. No descuidaron las cuestiones de Estado, pero se ocuparon sobre todo de preservar su territorio y sus fronteras. Apoyaron la práctica de los ritos islámicos y ... Honraron a los líderes religiosos, favoreciendo el mantenimiento de las dos ciudades santas, La Meca y Medina, y promoviendo las normas y los principios de justicia ateniéndose a las leyes y a las ceremonias del islam. Su reinado estuvo presidido por la seguridad, su dominio perduró, los reyes les mostraron un temor reverencial, y los hombres, fueran libres o esclavos, les obedecieron.9

Los aldeanos y los habitantes de las poblaciones de Siria no habrían de llorar demasiado la desaparición del imperio mameluco. Ibn Iyas refiere que los ciudadanos de Alepo, que habían padecido la explotación fiscal y la arbitraria dominación de sus anteriores amos, atrancaron las puertas de la ciudad para impedir que los mamelucos que se batían en retirada se refugiaran en ella, «tratándoles peor de lo que les habían tratado los otomanos» tras la derrota sufrida en Marj Dabiq. Y cuando Selim el Severo entró en la ciudad de Alepo, «la plaza al completo apareció iluminada para celebrar su llegada, sembrándose de velas encendidas sus bazares, y los habitantes elevaron sus voces para rezar por él, regocijándose el pueblo entero» por verse libre de sus anteriores señores mamelucos.10 El pueblo de Damasco quedó igualmente impertérrito ante el cambio de amos políticos, según lo que refiere el cronista damasceno Mohamed Ibn Tulun (c. 1485-1546). La crónica que nos ofrece este autor sobre los últimos años de la dominación mameluca se halla repleta de referencias a los excesos fiscales, a la codicia de los funcionarios, a la impotencia del gobierno central, a la ambición y la falta de escrúpulos de los emires mamelucos, a la escasa seguridad de la campiña y a las desdichas económicas resultantes de tan pésima administración.11 En comparación, Ibn Tulun encuentra cosas más amables que comentar acerca de la gobernación otomana, que llevaría a la provincia de Damasco tanto la ley y el orden como unas prácticas fiscales más normales.

De hecho, es probable que la caída de los mamelucos produjera transformaciones más drásticas en el imperio otomano que en el mundo árabe. Los territorios centrales del imperio otomano se encontraban en los Balcanes y en Anatolia, mientras que su capital —Estambul— servía de puente entre las provincias europeas y asiáticas del imperio. Los territorios árabes se hallaban lejos del centro neurálgico del imperio otomano, así que los pueblos árabes vinieron a constituir una adición novedosa a la heterogénea población del imperio. Los propios árabes formaban un pueblo marcado por la diversidad, ya que la lengua arábiga que compartían los separaba no obstante en un conjunto de dialectos cuya progresiva divergencia acabaría por volverlos recíprocamente ininteligibles, como se observa al viajar de la península arábiga hasta el norte de áfrica pasando por el Creciente Fértil. Aunque la mayoría de los árabes eran (y siguen siendo) de confesión musulmana sunita, al igual que los turcos otomanos, existían también importantes comunidades minoritarias integradas por sectas musulmanas escindidas, por grupos cristianos y por colectividades judías. A lo largo y ancho del mundo árabe se daba igualmente una tremenda diversidad cultural, con diferencias en el ámbito de las múltiples tradiciones culinarias, arquitectónicas y musicales de las distintas regiones árabes. También la historia había trazado líneas divisorias entre los pueblos árabes, ya que sus diferentes regiones habían quedado gobernadas por dinastías distintas a lo largo de los siglos islámicos. La integración de los territorios árabes vendría a cambiar de manera sustancial el alcance geográfico del imperio otomano, así como su cultura y su demografía.

Los otomanos se enfrentaron a un verdadero desafío cuando se propusieron concebir una estructura administrativa viable para regir sus nuevas posesiones árabes. Los árabes habían sido absorbidos en la esfera del imperio otomano en una época en que éste se expandía rápidamente tanto por Persia como por las regiones del mar negro y los Balcanes. La envergadura territorial del imperio creció a una velocidad muy superior a la capacidad del gobierno para formar y colocar a administradores capaces en sus nuevas adquisiciones. Únicamente las regiones más próximas al núcleo territorial otomano —como era el caso de la ciudad de Alepo, situada al norte de Siria— quedaron sometidas a una dominación de corte clásicamente otomano. Cuanto más nos alejamos de Anatolia, observamos que tanto más se esforzaban los otomanos en preservar el orden político preexistente a fin de garantizar que la transición al nuevo régimen resultase lo más suave posible. Más dados al pragmatismo que a la ideología, lo que más interesaba a los otomanos era la preservación de la ley y el orden, así como la periódica recaudación de los impuestos imputables a sus nuevas posesiones: desde luego preferían esto a imponer sus propias costumbres a los árabes. En consecuencia, la dominación otomana de las provincias árabes vino señalada, durante los primeros años subsiguientes a la conquista, por una gran diversidad y una amplia autonomía.

El primer reto al que hubieron de enfrentarse los otomanos en Siria y Egipto fue el de configurar un gobierno leal formado por antiguos administradores mamelucos. Únicamente los mamelucos poseían los conocimientos y la experiencia necesarios para gobernar Siria y Egipto en nombre de los otomanos. El problema era que los otomanos no podían contar con que los mamelucos les fuesen fieles. La primera década de la dominación otomana vendría así marcada por un buen número de violentas rebeliones, dado que algunas personalidades clave de la comunidad mameluca tratarían de desligarse del imperio otomano y de restaurar la dominación mameluca tanto en Siria como en Egipto.

Durante los primeros años posteriores a la conquista del imperio mameluco, los otomanos dejarían más o menos intactas las instituciones del anterior Estado, confiándolas a emires mamelucos, denominados «comandantes». Dividieron los antiguos dominios mamelucos en tres provincias organizadas en torno a las ciudades de Alepo, Damasco y El Cairo. Alepo sería la primera en quedar plenamente convertida en un instrumento al servicio de la dominación otomana. Se nombró a un Gobernador otomano en la provincia, un Gobernador íntimamente vinculado con la vida política y económica del imperio otomano. Pese a que el populacho de la época no tuviera modo de saberlo, la conquista otomana estaba llamada a iniciar en Alepo una verdadera edad de oro, prosperidad que habría de mantenerse a lo largo de todo el siglo XVIII, ya que en ese período la ciudad quedaría convertida en uno de los centros comerciales más importantes de cuantos jalonaban las vías terrestres que comunicaban Asia con el Mediterráneo. Pese a encontrarse a unos ochenta kilómetros de la costa, Alepo poseía el suficiente atractivo como para que las compañías holandesas, británicas y francesas que operaban en Oriente Próximo decidieran convertirla en sede de sus casas centrales, transformando de este modo a la urbe en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo árabe.12 Cuando William Shakespeare pone en boca de la bruja primera de Macbeth estas palabras: «Su marido se fue a Alepo, capitán del Tigre» (acto I, escena III), el público del teatro londinense del Globe donde se representaba la obra sabía perfectamente a qué ciudad se refería.

El sultán Selim decidió convertir a los mamelucos en sirvientes suyos nombrándoles Gobernadores de Damasco y El Cairo. Los dos hombres que designó no podrían haber sido más diferentes. Elevó al cargo de Gobernador de Damasco a Janbirdi al-Ghazali. Este Janbirdi ya había sido Gobernador de Siria en tiempos de los mamelucos y luchado valientemente contra los otomanos en Marj Dabiq. Había capitaneado el ataque mameluco contra las fuerzas de Selim en Gaza, resultando herido en la refriega. Se había retirado a El Cairo junto con los restos de su ejército a fin de ayudar a Tumanbay a defender El Cairo. Estaba claro que Selim respetaba la integridad y la lealtad que Janbirdi había mostrado hacia los soberanos mamelucos, y que abrigaba la esperanza de que ahora pusiera ese fiel temperamento al servicio de su nuevo amo otomano. En febrero del año 1518 Selim invistió a Janbirdi con todas las funciones que anteriormente habían ejercido los antiguos Gobernadores mamelucos de Damasco, a cambio de un tributo anual de doscientos treinta mil dinares.13 Resultaba obvio que la transferencia de tanto poder a una persona sobre la que no habría de gravitar control ni contrapeso alguno implicaba graves riesgos.

Para la gobernación de El Cairo, Selim eligió en cambio a Khair Bey, el antiguo Gobernador mameluco de Alepo. Khair Bey había intercambiado correspondencia con Selim antes de la batalla de Marj Dabiq y mostrado lealtad al sultán otomano. Había sido Khair Bey quien rompiera filas en el choque de Marj Dabiq, dejando el campo libre a los otomanos. Después de aquello, Tumanbay le había arrestado, encerrándole en una prisión de El Cairo. Selim le liberaría al apoderarse de la ciudad, para recompensarle más tarde por los servicios prestados como Gobernador de Alepo. Sin embargo, Selim no olvidaría nunca que Khair Bey había traicionado a su anterior soberano mameluco, y según Ibn Iyas, solía divertirse haciendo un juego de palabras con su nombre, ya que acostumbraba a llamarle «Khain Bey», o «Caín Bey» («Señor Caín»).14

En vida del sultán Selim, estas disposiciones administrativas se mantuvieron sin mayores dificultades. En octubre del año 1520 corrió la noticia de que Selim había fallecido y de que el joven príncipe Suleimán había ascendido al trono otomano. Hubo un cierto número de mamelucos que expresaron el parecer de que la persona a la que habían transferido su lealtad había sido al sultán Selim, en tanto que conquistador, pero que no lo habían hecho a la totalidad de su dinastía. Al producirse la sucesión al trono otomano, el nuevo sultán Suleimán se vería obligado a hacer frente a un buen número de revueltas en las provincias árabes.

El primer levantamiento mameluco estalló en Damasco. Janbirdi al-Ghazali trató de restaurar el imperio mameluco y se autoproclamó sultán, adoptando como apelativo regio el nombre de al-Malik al-Ashraf («el más noble rey»). Hizo suyos los ropajes y el ligero turbante de los mamelucos y prohibió al pueblo de Damasco que vistiese a la usanza otomana. Impidió que los predicadores de las mezquitas dedicaran la oración del viernes a la salvación del alma del sultán Suleimán. Y puso el mayor empeño en purgar de soldados y de funcionarios otomanos la región de Siria. Las ciudades de Trípoli, Homs y Hama se unieron a su causa. Reunió un ejército y partió hacia Alepo, dispuesto a arrebatar la urbe a los otomanos.15

Las gentes de Alepo permanecieron fieles al sultanato otomano. Lloraron la muerte de Selim y dedicaron las oraciones del viernes a implorar la salvación del alma del sultán Suleimán. Cuando el Gobernador de la ciudad se enteró de que se aproximaba el ejército rebelde comenzó a reforzar las defensas de Alepo. En diciembre, las tropas de Janbirdi pusieron cerco a la plaza. Los sublevados cañonearon las puertas de Alepo y dispararon flechas incendiarias por encima de los muros de la población, pero los defensores consiguieron reparar los daños y mantener a raya al ejército de Janbirdi. Los damascenos mantuvieron el asedio por espacio de quince días, pero al final se retiraron. En el transcurso del sitio habían muerto unos doscientos habitantes de Alepo, junto con un buen número de soldados.16

Al ver que su levantamiento titubeaba, Janbirdi regresó a Damasco para consolidar su posición y reunir a sus tropas. En febrero del año 1521 partió a combatir contra un ejército otomano a las afueras de Damasco. Sus fuerzas quedaron rápidamente desbaratadas, y Janbirdi fue muerto en el transcurso de la batalla. El pánico se apoderó de Damasco. Al apoyar el inútil intento por el que Janbirdi había tratado de separarse del imperio otomano y de restablecer la dominación mameluca, los damascenos habían renunciado a los beneficios de una pacífica sumisión al poderío otomano.

El ejército que acababa de derrotar a las fuerzas de Janbirdi se aplicó ahora al pillaje de la ciudad de Damasco. Según Ibn Tulun morirían en el saqueo más de tres mil personas, y los soldados no arrasarían únicamente los barrios de la urbe, sino también las aldeas de las inmediaciones, apresando y esclavizando a las mujeres y a los niños. Se envió a Estambul, como trofeo, un siniestro bulto con la cabeza cercenada de Janbirdi y las orejas arrancadas a mil soldados caídos.17 La influencia mameluca en Damasco llegaba así a su fin. En lo sucesivo, Damasco quedaría a las órdenes de un Gobernador otomano designado por Estambul.

En Egipto, los otomanos hubieron de hacer frente a repetidos desafíos a su dominio. Aunque Selim había cuestionado la integridad del Gobernador mameluco de El Cairo, llamándole «Caín Bey», Khair Bey habría de mantener el orden otomano en Egipto hasta su muerte, ocurrida en el año 1522. Las autoridades otomanas tardarían casi un año en nombrar a un nuevo Gobernador con el que sustituir a Khair Bey. Durante este período de interregno, en mayo de 1523, dos Gobernadores provinciales del Egipto Medio aprovecharían la situación para organizar un levantamiento, apoyados por un cierto número de jefes mamelucos y beduinos. Las tropas otomanas sofocarían rápidamente la revuelta de Egipto, y muchos de los mamelucos alzados serían más tarde enviados a prisión o pasados por las armas.

El siguiente desafío vino nada menos que del nuevo Gobernador otomano. Ahmed Pachá acariciaba la ambición de llegar a convertirse en gran visir, algo así como el primer ministro del gobierno otomano. Frustrado por no haber sido designado más que para el simple cargo de Gobernador provincial de Egipto, Ahmed Pachá trataría de satisfacer sus aspiraciones estableciéndose él mismo como gobernante independiente de Egipto. Poco después de su llegada a Egipto, ocurrida en septiembre del año 1523, Ahmed Pachá comenzó a desarmar a las tropas otomanas apostadas en El Cairo y ordenó que embarcaran de regreso a Estambul a muchos de los integrantes de la infantería otomana. También decidió liberar a los mamelucos y a los beduinos que habían terminado en la cárcel por haber tomado parte en el levantamiento del año anterior. A continuación, Ahmed Pachá se proclamó sultán y ordenó a sus partidarios que aniquilaran a las tropas otomanas que todavía permanecían acantonadas en la ciudadela de Saladino. Como ya hiciera Janbirdi, también Ahmed Pachá ordenó que las oraciones del viernes se rezaran en su favor y mandó acuñar monedas con su nombre. Pese a todo, la rebelión por él capitaneada resultaría efímera. Sus oponentes le atacaron y le obligaron a replegarse en el campo, donde sería capturado y decapitado en marzo de 1524. Más tarde, Estambul envió a un nuevo Gobernador a El Cairo, no sin darle antes claras instrucciones para que terminara con la influencia mameluca y situara plenamente a Egipto bajo el dominio del gobierno central otomano. A partir de ese momento, el sultán Suleimán comenzaría a revelarse perfectamente capaz de suscitar la lealtad de sus súbditos árabes, y durante el resto de su reinado no tendría ya que sufrir ninguna rebelión más ni ver amenazada la dominación otomana.

Antes de transcurrida una década desde la conquista de Selim, Egipto, Siria y la provincia del Hiyaz habían quedado firmemente sujetas al dominio otomano. En Estambul, la capital del imperio, residirían tanto los grandes personajes encargados de adoptar las decisiones importantes como los legisladores llamados a dictar las normas del conjunto del imperio. En lo más alto de esta jerarquía se encontraba el sultán, un monarca absoluto cuya palabra era ley. Habitaba en el Palacio de Topkapi, tras los grandes muros de un edificio desde el cual se dominaba la capital del imperio, el estrecho del Bósforo y el Cuerno de Oro. Por debajo de las murallas de palacio, hacia el pie de la colina en que éste se eleva, y tras una imponente sucesión de puertas fortificadas, se encontraban los despachos del gran visir y sus ministros. Este centro de gobierno acabaría siendo célebre por su rasgo más característico: sus puertas. Denominada en turco Bab-i Ali, o «Puerta Suprema», la expresión se daría a conocer en Europa en lengua francesa, siendo desde entonces conocida como La Sublime Porte, expresión cuyo orden invertirían los ingleses para adaptarla en parte a sus usos, pasando a denominarla Sublime Porte, o simplemente la «Porte» (el orden de nombre y adjetivo también se invertirá al adoptar el castellano la expresión en préstamo). Estas dos instituciones —la corte regia y la Sublime Puerta— estaban llamadas a convertirse para las provincias árabes en dos nuevos sinónimos de la idea de gobierno, y lo mismo habría de suceder en el imperio en su conjunto.

La dominación otomana vendría acompañada de nuevas prácticas administrativas. En el siglo XVI, el gobierno provincial otomano era una especie de feudalismo caracterizado por el hecho de que el gobierno central acostumbraba a recompensar a los comandantes militares con porciones de territorio. Quien ocupaba el puesto de Gobernador provincial debía velar por la Administración de Justicia y la recaudación de impuestos en las tierras que le habían sido confiadas. También se le permitía mantener un cierto número de hombres a caballo a su servicio a fin de reunir los ingresos devengados por sus tierras y de pagar una cantidad fija a la tesorería central en concepto de impuestos. A diferencia del feudalismo europeo, el sistema otomano no era hereditario y, por consiguiente, no daría lugar a una aristocracia capaz de rivalizar con el poder del sultán. El sistema resultaba perfectamente idóneo para un imperio en rápida expansión, esto es, para un imperio que conquistaba nuevas tierras a una velocidad superior a la capacidad que poseía, como estado, para generar una burocracia bien formada y apta para administrarlas. A los burócratas no se les confiaban sino labores de teneduría de libros, ya que se les encomendaba la tarea de levantar un inventario de las riquezas del imperio. Estos funcionarios se dedicaban a compilar registros fiscales detallados en los que se enumeraba la cantidad de hombres, hogares, campos e ingresos sujetos a la obligación de abonar una renta, y esto en todas y cada una de las aldeas de una determinada provincia. En teoría, esos registros debían ser puestos al día cada treinta años, aunque en el transcurso del siglo XVI el Estado comenzó a descuidar esa labor contable, hasta abandonarla por completo en el XVII.18

Las nuevas provincias otomanas de Siria —Alepo, Damasco y más tarde la provincia costera de Trípoli (en el actual Líbano)— se hallaban divididas en unidades administrativas de menor tamaño sometidas a la autoridad de los comandantes militares. El Gobernador provincial era quien recibía en custodia el feudo de mayor tamaño, y a cambio se comprometía a satisfacer anualmente una cantidad fija de tropas y tributos previamente estipulada —dineros y hombres que permitían al emperador proseguir sus campañas y sanear sus arcas—. El comandante militar de la provincia era quien se encargaba del segundo feudo —en tamaño— de los asignados, y los generales de menor rango recibían lotes de tierra proporcionales a su posición jerárquica y al número de soldados que se esperaba que proporcionasen al sultán para sus campañas militares.19 Esta particular variante del sistema feudal no llegaría a aplicarse en Egipto, cuyo gobierno siguió repartido, en incómoda colaboración, entre los gobernantes otomanos y los comandantes mamelucos.

El encargado de designar a los hombres que pasaban a cubrir los puestos de la Administración provincial árabe era el gobierno central de Estambul, y por lo general tendía a elegir a personas que no procedieran de regiones árabes. Al igual que los mamelucos, los otomanos también gestionaban un sistema propio de reclutamiento de esclavos, fundamentalmente en las provincias balcánicas. Solían apoderarse de los jóvenes muchachos cristianos de las aldeas en un alistamiento anual denominado devshirme en turco, esto es, «leva de muchachos». Estos jóvenes eran enviados a Estambul, donde se los convertía al islam y se les instruía para servir al imperio. Los jóvenes de complexión atlética recibían formación militar, a fin de integrarlos en las filas de los regimientos de élite de la infantería jenízara. Y a los que mostraban aptitudes intelectuales se los colocaba en palacio, donde recibían preparación en las labores propias de la función pública, ya fuera en el palacio mismo o en las dependencias de la burocracia.

Vistas desde la perspectiva moderna, estas levas parecen poco menos que actos de barbarie: estamos hablando de unos niños enviados a servir como esclavos, educados lejos de sus familias y obligados a convertirse al islam. En aquella época, sin embargo, era el único medio de materializar una cierta movilidad social y de ascender, dado que la sociedad mostraba características notablemente restrictivas. Gracias a la leva de muchachos, el hijo de un campesino podía escalar posiciones y convertirse en general o incluso en gran visir. De hecho, la incorporación a las filas de élite del ejército y el gobierno otomanos quedaba poco menos que reservada a los jóvenes reclutados en la devshirme. La circunstancia de que los árabes, que en su gran mayoría eran musulmanes libres, se vieran excluidos de esta práctica implica que su representación en los escalones más altos del poder y en las élites del primitivo imperio otomano era notablemente inferior a la de los cristianos conversos.20

Una de las mayores innovaciones introducidas durante el reinado del sultán Suleimán II consistió en definir en términos legales la estructura administrativa de cada una de las provincias otomanas. Conocido en Occidente con el sobrenombre de «el Magnífico», Suleimán recibía en el ámbito local el apodo turco de Kanuni, esto es, «el Legislador». Más de dos siglos después de la muerte de Suleimán, el cronista egipcio al-Yabarti ensalzará las virtudes de sus reformas legales y administrativas: «El sultán Suleimán al-Kanuni estableció los principios de la gobernación administrativa, completó la consolidación del imperio y organizó las provincias. Brilló como una luminaria en una era oscura, elevó a lo más alto la resplandeciente luz de la religión y extinguió el fuego de los infieles. De entonces acá, el país [es decir, Egipto] no ha dejado en ningún momento de formar parte de su imperio ni de someterse a la dominación otomana».21 Las normas de gobierno estipuladas para cada una de las provincias quedaron registradas en un documento constitucional conocido como kanunname, o «libro de leyes». Estas constituciones provinciales establecían con toda claridad la relación que mediaba entre los gobernantes y los contribuyentes, y consignaba en negro sobre blanco los derechos y las responsabilidades de ambas partes. Se trataba por entonces del más alto ejemplo de rendición de cuentas gubernamental.

La primera constitución provincial se redactaría en Egipto en los momentos inmediatamente posteriores a la rebelión organizada por Ahmed Pachá en el año 1525. El gran visir del sultán Suleimán II, Ibrahim Pachá, haría del kanunname el elemento central de su misión, consistente en restaurar la autoridad del sultán en Egipto. El documento posee un carácter eminentemente general, ya que determina el marco administrativo de arriba abajo, descendiendo incluso al plano de las aldeas. Establece las responsabilidades de quienes ocupan un cargo relacionado con el mantenimiento de la seguridad, con la preservación del sistema de irrigación y con la recaudación de impuestos. Las normas relativas a los estudios catastrales, a las donaciones piadosas, a la conservación de graneros y a la gestión de los puertos de mar aparecen claramente explicadas. Las constituciones provinciales determinan incluso la frecuencia con que el Gobernador debe reunirse con el consejo asesor de la provincia (cuatro veces por semana, exactamente igual que el Consejo Imperial de Estambul).22

Con el objeto de hacer cumplir la ley, los administradores otomanos necesitaban contar con tropas disciplinadas y fiables. Los Gobernadores provinciales tenían bajo su mando un conjunto de fuerzas militares integradas tanto por soldados regulares otomanos como por combatientes irregulares reclutados en diversas localidades. La élite del ejército estaba formada por los jenízaros, cuyo comandante en jefe era designado desde Estambul. Una ciudad como Damasco podía tener un contingente de infantería compuesto por una cifra de jenízaros comprendida entre los quinientos y los mil individuos, y con ellos atendía a la observancia del orden en la zona. La urbe contaba asimismo con un cierto número de jinetes integrados en las fuerzas de caballería, y el pago de sus salarios se sufragaba con los ingresos recaudados en toda la provincia. Según las fuentes otomanas, en el último cuarto del siglo XVI había unos ocho mil soldados de caballería en el conjunto de las tres provincias de Alepo, Trípoli y Damasco.23 Dichas fuerzas recibían el complemento de los infantes reclutados en las distintas poblaciones y de los mercenarios llegados del norte de áfrica.

El sistema judicial constituía, junto con los gobernantes y el ejército, el tercer elemento de la Administración otomana. El Gobierno central de Estambul enviaba a cada una de las capitales de provincia a un juez especial encargado de presidir sus respectivos tribunales islámicos. Pese a que se concedía a los cristianos y a los judíos el derecho de dirimir sus diferencias en el ámbito de los tribunales religiosos de sus propias comunidades, eran muchos los que elevaban sus quejas o registraban sus transacciones en los tribunales musulmanes. Todos los decretos imperiales proclamados en Estambul se leían públicamente en el tribunal central, quedando a continuación inscritos en los registros de la institución. Además de encargarse de fallar en los casos de carácter penal, los tribunales arbitraban asimismo las disputas entre diversas partes litigantes, actuaban como notarios públicos en la consignación de contratos mercantiles y en la compraventa de tierras, y daban fe de las transacciones más importantes de la vida cotidiana, esto es, de los matrimonios y de los divorcios, así como de las disposiciones dictadas para determinar la situación de las viudas y los huérfanos, sin olvidar que también intervenían en la distribución de los efectos personales de los fallecidos. Todos los casos y todas las transacciones quedaban debidamente inscritas en los registros de los tribunales, y muchos de ellos han llegado hasta nosotros, proporcionándonos un inestimable punto de observación desde el que asistir al desarrollo de la vida diaria de las pequeñas poblaciones y ciudades del imperio otomano.

El sultán Suleimán II demostraría ser uno de los gobernantes de mayor éxito de todo el imperio otomano. A lo largo de su reinado, que se extendería por espacio de cuarenta y seis años (1520-1566), Suleimán culminaría la conquista del mundo árabe que había iniciado su padre. Se apoderó de Bagdad y de Basora, arrancándoselas al imperio persa de los safávidas entre los años 1533 y 1538; se dio además el caso de que en estas plazas recién conquistadas, la población sunita recibió a las tropas otomanas como a un ejército de liberación, tras años de sufrir las persecuciones de los safávidas chiitas. La conquista de Irak resultaría extremadamente significativa, tanto desde el punto de vista estratégico como desde una perspectiva ideológica. Suleimán II consiguió de este modo consolidar su imperio, añadiendo la antigua capital árabe de Bagdad a sus posesiones, y detuvo el avance del dogma chiita en los territorios sunitas.

Entre las décadas de 1530 y 1540, las fuerzas de Suleimán II avanzarían hacia el sur desde la base con que contaban en Egipto a fin de ocupar las regiones meridionales de Arabia, es decir, el Yemen. En el Mediterráneo occidental, Suleimán anexionaría al imperio otomano las regiones litorales del norte de áfrica, esto es, Libia, Túnez y Argelia, entre los años 1525 y 1574, zonas que quedaron convertidas en estados vasallos sujetos al pago de un tributo. A finales del siglo XVI, se encontraban ya bajo el dominio otomano la totalidad de las tierras árabes, salvo el centro de Arabia y el sultanato de Marruecos, territorios que habrían de permanecer al margen del imperio otomano.

Los distintos territorios árabes quedaron incluidos en el imperio otomano en diferentes momentos históricos, y bajo diversas circunstancias. Además, cada uno de ellos contaba con un particular trasfondo histórico y administrativo en el momento de su anexión. El curso de la dominación otomana en cada una de estas provincias posee por tanto un carácter único, ya que viene determinado por las condiciones reinantes en el momento de su incorporación al imperio.

La conquista otomana del norte de África se conseguiría más por los medios que habitualmente asociamos con la piratería que mediante la realización de actos de guerra tradicionales —pese a que, desde luego, quien tache de pirata a un hombre no ha de olvidar que ese mismo filibustero será considerado un almirante a los ojos de otro—. Sir Francis Drake recurrió con gran éxito a la piratería al librar las guerras que enfrentaron a Inglaterra con la superior armada española del siglo XVI, pese a que en su calidad de caballero del reino de Isabel I de Inglaterra, y siendo además uno de los más fiables asesores de la corona, difícilmente venga a evocar en los occidentales la imagen que popularmente nos hacemos de un bandido de los mares. Y lo mismo cabe decir de Jeireddín Barbarroja —así llamado por los europeos de la época debido a que era pelirrojo—, ya que se trataba de un navegante llamado a ser uno de los mayores almirantes de la historia otomana. Los españoles lo consideraban un despiadado pirata, el azote de la navegación mediterránea, dominada entonces por la corona española. Decían de él que había vendido a miles de marineros cristianos capturados en combate y que los había convertido en esclavos. Los habitantes del litoral norteafricano lo adoraban en cambio como a un soldado de la fe entregado a la yihad contra el ocupante español, dado que, entre otras cosas, el botín de guerra con el que se hacía constituía un importante componente de la economía local. Los otomanos, por su parte, lo veían como a un hijo, un miembro de su propia raza, nacido en torno al año 1466 en la isla egea de Mitilene, justo enfrente de las costas de Turquía.

Al iniciarse el siglo XVI, el Mediterráneo occidental había quedado convertido en el escenario de un intenso conflicto entre las fuerzas cristianas y las musulmanas. La conquista española de la península ibérica había culminado con la caída de granada en el año 1492, poniéndose así fin a casi ocho siglos de dominación musulmana en España (711-1492). Viéndose ante la tesitura de vivir en la católica España, donde el proselitismo religioso pronto habría de dar paso a las conversiones forzosas, la mayor parte de los musulmanes ibéricos abandonarían su tierra natal para buscar cobijo en el norte de áfrica. Estos refugiados musulmanes, conocidos con el nombre de moriscos, jamás olvidarían su patria chica ni perdonarían a España por aquel destierro. Los monarcas españoles, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, dedicarían sus fuerzas a promover implacablemente la guerra santa por todo el Mediterráneo, llegando incluso a los reinos musulmanes en que habían hallado acogida los moriscos. Establecieron una serie de colonias fortificadas, llamados presidios, a lo largo de la costa norteafricana, de Marruecos a Libia, y obligaron a los cabecillas locales de las poblaciones de tierra adentro a pagar tributo a España. Dos de esas colonias, Ceuta y Melilla, siguen siendo todavía un vestigio de las posesiones españolas en el litoral marroquí.

Los españoles encontraron escasa resistencia a la agresiva expansión que emprendieron desde la base de operaciones establecida en los miniestados del norte de áfrica. Tres dinastías locales radicadas en Fez (en lo que actualmente es Marruecos), en Tremecén (en Argelia) y en Túnez dominarían el noroeste de áfrica. Pagaban tributo a la corona española y no se atreverían a desafiar el poder de las fortalezas españolas que dominaban sus principales puertos y ensenadas. La cooperación de los gobernantes musulmanes con los invasores españoles los sumiría en el descrédito a los ojos de sus súbditos, y pronto comenzaron a surgir fanáticos locales dispuestos a organizar contingentes armados propios a fin de expulsar a los invasores. Dado que el suministro de los presidios llegaba por vía marítima, los fletes españoles estaban más expuestos a un ataque que los propios baluartes de la costa. Los marinos locales que equipaban con armas sus buques y llevaban la yihad al mar acabarían recibiendo en Occidente el nombre de piratas berberiscos (el término «berberisco» deriva de la voz griega utilizada para designar a los «bárbaros», aunque según una interpretación más benevolente podría proceder de la palabra empleada para denominar a los pueblos bereberes del norte de áfrica). Pese a que dichos corsarios saquearan todos los barcos españoles que abordaban, reduciendo a la esclavitud a la marinería, lo cierto es que se consideraban al servicio de una guerra religiosa impulsada por el conflicto que los oponía a los invasores cristianos. Sus osadas correrías contra los españoles terminarían convirtiendo en héroes locales a estos bucaneros, granjeándoles asimismo el apoyo de los habitantes árabes y bereberes del litoral africano.

Jeireddín fue el más célebre de aquellos piratas berberiscos. Al principio se limitó a seguir los pasos de su hermano, Aruj, que había creado un minúsculo Estado independiente en el pequeño puerto de Jijilli, al este de Argel. Aruj ampliaría la zona sometida a su dominio hasta extenderla por toda la costa argelina y llegar a Tremecén, al oeste, plaza de la que se apoderaría en el año 1517. Moriría al año siguiente a manos de los españoles, en un vano intento de defender Tremecén. Jeireddín comprendió que los corsarios necesitarían el apoyo de un poderoso aliado si querían conservar la esperanza de mantener sus conquistas frente al poderío del imperio español, así que tensó los mimbres de la yihad hasta convertirla en una exitosa maquinaria bélica y establecer una alianza con el imperio otomano.

En el año 1519, Jeireddín envió un emisario a la corte otomana. No sólo iba cargado de regalos, sino que también era portador de una petición del pueblo de Argel: en ella, los habitantes de la región solicitaban la protección del sultán Selim y se ofrecían a someterse voluntariamente a su dominio. La vida de Selim el Severo tocaba prácticamente a su fin, pero accedió a añadir el litoral argelino a los territorios del imperio otomano. Envió al emisario de Jeireddín de vuelta a casa bajo bandera otomana y en compañía de un destacamento integrado por dos mil jenízaros. De este modo, el mayor imperio musulmán del mundo se mostraba dispuesto a trabar batalla con la flota española, descompensando así de manera decisiva el equilibrio de poder reinante hasta entonces en el Mediterráneo occidental.

Espoleados por su reciente alianza con los otomanos, los corsarios berberiscos llevaron sus incursiones lejos de la costa norteafricana. Jeireddín y sus capitanes golpearon objetivos situados en Italia, España y las islas del Egeo. En la década de 1520, Jeireddín se apoderaría de varios barcos europeos de transporte de grano y, como un Robin Hood marítimo, se dedicaría a distribuir el alimento entre las gentes de las costas argelinas, que padecían escasez de víveres debido a la sequía. Sus barcos rescataban a los moriscos que huían de España y los conducían a lugar seguro, asentándolos en las pequeñas poblaciones sujetas a su control a fin de que se unieran a su lucha contra España.

Con todo, Jeireddín y sus hombres se harían célebres por las hazañas que realizaran en sus enfrentamientos con los buques mercantes españoles. Hundieron galeras, liberaron esclavos musulmanes y capturaron decenas de barcos enemigos. El nombre de Barbarroja causaba espanto en las costas de España e Italia, y con razón. El número de cristianos apresados por sus hombres llegó a cifrarse en varios miles. Retenían a los nobles para canjearlos por fuertes rescates, y a las gentes comunes las vendían a los tratantes de esclavos. A los ojos de los piratas musulmanes, aquello era una especie de justicia poética, ya que muchos de ellos habían sido previamente apresados y vendidos como galeotes por los españoles.

La armada española necesitaba un almirante capaz de medirse con Jeireddín. En el año 1528, el emperador Carlos I enrolaría en su ejército al famoso comandante Andrea Doria (1466-1560), asignándole la tarea de combatir al berberisco. Doria, un marino natural de Génova que disponía de una flota propia de galeras de guerra y vendía sus servicios a los monarcas de Europa, no era menos corsario que el mismísimo Jeireddín.

Doria era un gran almirante, pero Jeireddín revelaría ser aún mejor. En los dieciocho años que durara el duelo que ambos hombres mantuvieran a lo largo y ancho del Mediterráneo, rara vez habría de doblar Doria el pulso a su adversario otomano. Su primer encontronazo tendrá lugar en el año 1530 y constituirá un ejemplo particularmente descriptivo. Las fuerzas de Jeireddín se habían apoderado de la fortaleza española de la bahía de Argel tras un breve asedio efectuado en 1529. Los cautivos españoles fueron reducidos a la esclavitud y obligados a desmantelar el fuerte, usándose las piedras para construir un rompeolas con el que procurar abrigo al puerto de Argel. Carlos I se enfureció al conocer que acababa de perder un baluarte estratégico y convocó un Consejo de Estado. Andrea Doria sugirió lanzar un ataque contra el puerto de Cherchel, situado justo al oeste de Argel. En 1530, las fuerzas de Doria desembarcaron cerca de su objetivo y liberaron a varios centenares de cristianos esclavizados, pero toparon con la dura resistencia de los moriscos que residían en la ciudad, y que se dedicaron a saquear para combatir con los españoles. Jeireddín envió un contingente de refuerzo, y Doria, que no quería correr el riesgo de enfrentarse a la gran flota otomana, se replegó con todos sus barcos, abandonando a los soldados españoles de Cherchel. Los españoles que optaron por luchar resultaron muertos, y los que prefirieron rendirse fueron convertidos en esclavos. Jeireddín había infligido dos humillaciones a los españoles y consolidado su posición en Argel.

Barbarroja ascendió asimismo en la consideración del sultán, y en 1532 Suleimán el Magnífico le invitó a entrevistarse con él en Estambul. Jeireddín puso rumbo a la capital otomana al frente de una flota de cuarenta y cuatro barcos, y por el camino asoló las costas de Génova y Sicilia, apoderándose de dieciocho buques cristianos e incendiándolos tras haberlos saqueado. Finalmente arribó a Estambul, donde el sultán le llamó a palacio. Al ser llevado en presencia del sultán, Jeireddín se postró en tierra y besó el suelo, aguardando las órdenes de su soberano. Suleimán pidió a su almirante que se incorporara y le ascendió al cargo de comandante de la armada otomana, con el título de Kapudan Pachá, nombrándole asimismo Gobernador de las provincias marítimas. Alojado en los aposentos reales durante toda su estancia en Estambul, Jeireddín pasó gran parte del tiempo reuniéndose periódicamente con el sultán a fin de debatir con él las cuestiones relacionadas con la estrategia naval. Y como última muestra de favor, Suleimán prendería una medalla de oro en el turbante de Jeireddín durante una de las ceremonias palaciegas, demostrando así al Kapudan Pachá la gratitud que sentía por su papel determinante en la expansión del territorio del imperio otomano en el norte de áfrica, así como por el hecho de haber obtenido resonantes victorias sobre su enemigo español.24

A su regreso de Estambul, Jeireddín comenzó a planear su próxima gran campaña: la conquista de Túnez. Organizó una expedición compuesta por casi diez mil soldados y en agosto del año 1534 se apoderó de Túnez sin necesidad de combatir. Los otomanos controlaban ahora el litoral norteafricano, desde Túnez hasta Argel, poniendo así en peligro la supremacía marítima de Carlos I en el Mediterráneo occidental. Andrea Doria aconsejó al emperador que se enfrentara a los corsarios en Túnez. Carlos accedió, viajando él mismo en la flota atacante. El propio emperador dejaría constancia escrita de la inmensa reunión de «galeras, galeones, carracas, fustas de remos, naos, bergantines y otros navíos» en los que se transportaban hasta Túnez las tropas españolas, alemanas, italianas y portuguesas congregadas para la ocasión —unos veinticuatro mil soldados y quince mil caballos en total—. «Partimos [suplicando] el socorro y la guía de nuestro Creador ... Para acometer, con el auxilio y el favor divinos, lo que nos parecía la acción más efectiva y mejor encaminada de cuantas podían hacerse contra Barbarroja.»25

Al aproximarse a Túnez la enorme flota, Jeireddín se replegó con sus fuerzas, sabedor de que no podría resistir el empuje de la armada. Túnez cayó en manos de las tropas españolas. Carlos I afirmaría más tarde en las cartas que envió a España que su ejército consiguió liberar en la acción a veinte mil esclavos. Las crónicas árabes sostienen que los españoles causaron entre los habitantes de la localidad un número similar de bajas al saquear la plaza. En términos estratégicos, la conquista de Túnez ponía firmemente en manos españolas el estrecho de Sicilia, es decir, la puerta de acceso al Mediterráneo occidental. El único baluarte que quedó en poder de los musulmanes fue el de Argel.

En 1541, los españoles reunieron una gigantesca fuerza de asedio para tomar Argel y derrotar a Jeireddín de una vez por todas. En esta ocasión, la armada reunida a mediados de octubre constaba de sesenta y cinco galeras y más de cuatrocientos navíos de transporte, en los que viajaban treinta y seis mil soldados y un buen número de máquinas de asedio. Sayyid Murad, el cronista argelino describe como sigue los acontecimientos: «Aquella flota cubría la entera superficie de las aguas, pero me fue imposible contar todos los navíos, de numerosos que eran». Frente a los españoles, los piratas berberiscos congregaron una fuerza integrada por mil quinientos jenízaros otomanos, seis mil moriscos y varios cientos de soldados irregulares. Enfrentado a una fuerza invasora que superaba en más de cuatro a uno el número de sus propias tropas, la situación de Jeireddín parecía desesperada. Uno de sus oficiales trató de subir la moral de la soldadesca diciendo: «La flota cristiana es enorme ... Pero no olvidéis la ayuda que Alá presta a los fieles musulmanes que luchan contra los enemigos de la fe».26 El cronista local habría de considerar proféticas estas palabras.

La víspera de la invasión española, el tiempo cambió bruscamente y una violenta galerna empujó contra la recortada costa rocosa a las barcos españoles. Los soldados que consiguieron alcanzar la seguridad de la orilla hubieron de sufrir las lluvias torrenciales, quedando empapados hasta los huesos y quedando inservible toda la pólvora de sus mosquetes. En tales condiciones, las espadas y las flechas de los defensores habrían de revelarse el arma más eficaz, ya que los ateridos y desmoralizados españoles se verían obligados a replegarse tras perder ciento cincuenta naves y doce mil hombres, entre muertos y cautivos. Los corsarios berberiscos habían infligido una derrota decisiva a los españoles y consolidado definitivamente su posición en el norte de áfrica. Fue el mayor triunfo de Jeireddín, una victoria que habría de celebrarse anualmente en Argel durante el resto del período otomano.

Cinco años más tarde, en 1546, Jeireddín Barbarroja fallecía, cumplidos ya los ochenta. Había logrado aportar seguridad al litoral norteafricano, beneficiando así al imperio otomano (pese a que la conquista final de Trípoli y Túnez fuera obra de sus sucesores, avanzado ya el siglo XVI). La dominación otomana en el norte de áfrica fue distinta a la ejercida en cualquier otra región de las tierras árabes, y ello como consecuencia de sus orígenes corsarios. En las décadas que siguieron a la muerte de Jeireddín se buscó equilibrar el poder en la zona, repartiéndolo entre el Gobernador designado por Estambul —un almirante otomano de la flota— y el comandante de la infantería jenízara otomana. En el siglo XVII, el general de los jenízaros, que se había asentado en Argel, convirtiéndose en un habitante permanente de la ciudad, sería nombrado Gobernador de Argel, encargándose de llevar las riendas de la provincia por medio de un consejo o diván. Más tarde, en el año 1671, el poder volvió a experimentar un vuelco: el almirante de la flota decidió designar a un gobernante civil en la localidad, dando a su cargo la denominación de dey. Este funcionario tenía la misión de ejercer el mando en sustitución del comandante de los jenízaros. Durante unos cuantos años, el dey ejerció de hecho un poder real, pese a que Estambul continuara nombrando a los pachás, esto es, a los Gobernadores nominales, que únicamente poseían una autoridad ceremonial. Sin embargo, después del año 1710, los deyes pasarían a asumir asimismo las funciones del Pachá, con lo que el control de Estambul sobre el norte de áfrica iniciaría un paulatino declive, dado que, a cambio del pago de un pequeño tributo anual a la Sublime Puerta, los deyes gozaban de una completa autonomía.

Transcurrido tanto tiempo desde que concluyera la rivalidad entre otomanos y españoles en el Mediterráneo occidental, la Sublime Puerta comenzó a no ver ya el menor inconveniente en dejar que los deyes de Argel gobernaran el litoral norteafricano en su nombre. Hallándose excesivamente alejada de Estambul para poder ser administrada de manera más directa, y siendo demasiado escasa su población para alcanzar a cubrir los gastos de una administración más compleja, la costa de la Berbería era una provincia árabe que por su tipo mostraba todas las características precisas para que los otomanos optaran por gobernarla en colaboración con las élites locales, como acostumbraban a hacer con las regiones de ese perfil. Esto permitía al imperio otomano reivindicar su soberanía en las regiones estratégicas de los territorios musulmanes, disfrutando además de un pequeño ingreso periódico, y todo ello con un coste realmente bajo para las arcas imperiales. Este arreglo resultaba igualmente adecuado para los deyes de Argel, que gozaban de la protección del imperio otomano y de una amplia autonomía en sus relaciones con las potencias marítimas del Mediterráneo. Este estado de cosas funcionaría a entera satisfacción de ambas partes hasta el siglo XIX, época en que ni los deyes ni los otomanos poseerían ya el poder suficiente para resistir el empuje de una nueva era de colonización europea en el norte de África.

En el Mediterráneo oriental iba a desarrollarse en cambio un sistema de gobernación autónomo muy distinto. La cordillera del Líbano había procurado refugio desde antiguo a las comunidades religiosas heterodoxas que huían de sus perseguidores. Dos de esas comunidades —la de los maronitas y la de los drusos— terminarían concibiendo un sistema de gobierno propio. Pese a que los altos del Líbano (conocidos también como cordillera del Líbano o montes libaneses) habían de quedar bajo la dominación otomana junto con el resto de Siria en el año 1516, es decir, en tiempos de la conquista de Selim el Severo, la Sublime Puerta prefirió dejar que los habitantes de la región se gobernaran a sí mismos en sus abruptas soledades.

Los maronitas habían buscado la seguridad de los montes septentrionales del Líbano a finales del siglo VII, huyendo de la persecución de las sectas cristianas rivales de lo que entonces era el imperio bizantino. Habían apoyado las cruzadas durante la Edad Media y disfrutado posteriormente de estrechas relaciones con el Vaticano. En 1584 se abriría en Roma un colegio maronita dedicado a enseñar teología a los jóvenes maronitas de mejores dotes, consolidándose así los lazos entre la comunidad maronita y la Iglesia Católica Romana.

El origen de los drusos se remonta al siglo XI, fecha en la que un grupo de musulmanes chiitas disidentes abandonaría la ciudad de El Cairo para huir de la persecución de la que era objeto en Egipto. En las aisladas regiones de la porción meridional de la cordillera libanesa, sus creencias terminarían por adoptar la forma de una nueva fe, diferenciada y muy secreta. Los drusos se convirtieron así en una comunidad política, además de religiosa, y con el paso del tiempo lograrían hacerse con el control del orden político en toda la cordillera del Líbano, con la plena cooperación de los cristianos maronitas. Un emir druso, es decir, un príncipe de esa misma comunidad, pasaría a regir así la rígida jerarquía integrada por la nobleza hereditaria de los drusos y los cristianos, vinculada cada una de ellas a un particular territorio de los montes libaneses.

Al quedar sometida la cordillera del Líbano a la dominación otomana, los sultanes decidieron preservar el peculiar orden feudal de la región, exigiendo a cambio una sola cosa: que el príncipe druso reconociera la autoridad del sultán y se aviniese a pagar un tributo anual. El sistema funcionó bien mientras las divisiones que separaban a los drusos conservaron la suficiente intensidad para no constituir amenaza alguna a los ojos del dominador otomano. Pero todo eso iba a cambiar con el ascenso al poder del emir Fakhr al-Din II.

Fakhr al-Din II (c. 1572-1635), el príncipe de la cordillera del Líbano, presenta todas las características de un personaje sacado de las páginas de Maquiavelo. Los métodos que empleaba se hallaban sin duda más próximos a los de un César Borgia que a los de cualquiera de sus pares otomanos. Fakhr al-Din empleó una mezcla de violencia y astucia para ampliar los territorios sujetos a su control y conservar a lo largo de varias décadas la posición de poder así adquirida. Llegó incluso a designar a un historiador sumiso a fin de conseguir que se ocupase de referir los hechos de la corte y de registrar para la posteridad los grandes acontecimientos de su reinado.27

Fakhr al-Din accedió al poder en el año 1591, tras resultar asesinado su padre a manos del clan rival Sayfa, una familia curda que dominaba el norte del Líbano desde su cuartel general, situado en la ciudad costera de Trípoli (población que no debe confundirse con la urbe libanesa del mismo nombre). A lo largo de los treinta años siguientes, el príncipe druso extraería su energía de una doble motivación: la de vengarse del clan Sayfa y la de ampliar los límites de las tierras sujetas al control de su propia familia. Fakhr al-Din puso simultáneamente buen cuidado en mantener en todo momento buenas relaciones con los otomanos. Pagaba puntualmente la totalidad de los impuestos que gravaban el territorio bajo su dominio. Viajaba regularmente a Damasco y colmaba de regalos y dinero al Gobernador, Murad Pachá, quien más tarde sería ascendido al rango de gran visir de Estambul. Gracias a esos contactos, Fakhr al-Din consiguió expandir su dominio a la población portuaria meridional de Sidón, a la ciudad de Beirut y a la llanura costera lindante con esa población, a las estribaciones septentrionales de la cordillera del Líbano, y al valle de la Bekaa, situado al este. Para el año 1607, el príncipe druso había logrado ya consolidar el control que ejercía en la mayor parte del territorio de lo que hoy integra el Estado del Líbano, así como en partes de lo que actualmente es el norte de Palestina.28

Sin embargo, los problemas a que habría de enfrentarse Fakhr al-Din estaban abocados a crecer al mismo ritmo que la expansión de su miniestado. Los territorios sometidos a su dominio rebasaban ahora con mucho la región autónoma de la cordillera del Líbano y se extendían hasta comarcas sujetas al pleno control de los otomanos. Esta expansión sin precedentes suscitó la preocupación de los círculos gubernamentales de Estambul, además de los celos de los rivales que se oponían a Fakhr al-Din en la zona. Para protegerse de las intrigas otomanas, este Maquiavelo druso pactaría en el año 1608 una alianza con los Medici de Florencia. La poderosa familia florentina le ofrecía armas y apoyo en sus fortificaciones, y a cambio, Fakhr al-Din les facilitaba una posición de privilegio en el comercio de Oriente Próximo, extremadamente competitivo.

La noticia de que Fakhr al-Din había establecido un tratado con la Toscana se recibió con gran consternación. A lo largo de los años siguientes, los otomanos habrían de contemplar con creciente inquietud el fortalecimiento y la expansión de las relaciones entre libaneses y toscanos. El peso político de que gozara en su día Fakhr al-Din en Estambul había menguado desde que Nasuh Pachá, adversario declarado de su amigo Murad Pachá, sucediera a éste en el cargo de gran visir. En 1613, el sultán decidió pasar a la acción y envió un ejército para derribar a Fakhr al-Din y desmantelar el miniestado druso. El sultán ordenó que los bajeles otomanos bloquearan los puertos libaneses, tanto para evitar que el príncipe druso escapase como para desalentar cualquier intención que pudieran tener los toscanos de enviar naves en su ayuda. Sin embargo, Fakhr al-Din eludió hábilmente a sus atacantes y se abrió paso entre el cordón de naves otomanas a base de sobornos. Acompañado por un asesor y un buen número de sirvientes, contrató a los capitanes de dos galeones franceses y de una nao flamenca para que le llevaran a la Toscana.29

Tras viajar durante cincuenta y tres días desde Sidón hasta Livorno, Fakhr al-Din desembarcó en suelo toscano. Los cinco años de exilio que iba a pasar en Italia habrían de constituir uno de esos raros episodios en que un príncipe árabe y uno europeo traban relación en pie de igualdad y se dedican a estudiar, con respeto, sus costumbres y modales respectivos. Fakhr al-Din y los miembros de su séquito pudieron contemplar desde una atalaya privilegiada los mecanismos internos de la corte de los Medici, el desarrollo de la tecnología renacentista y los diferentes hábitos de la gente. El príncipe druso quedó fascinado por todo cuanto le fue dado contemplar, desde los más corrientes utensilios domésticos del ciudadano florentino medio a las notabilísimas colecciones de arte de los Medici, que contaban, entre otras cosas, con los retratos de destacadas personalidades otomanas. Fakhr al-Din visitó el Duomo de Florencia, subió al campanario de Giotto y ascendió las escaleras que conducen a la célebre cúpula de Brunelleschi, obra que había sido culminada el siglo anterior y que constituía uno de los mayores logros arquitectónicos de la época.30 Sin embargo, pese a todas las maravillas que tuvo ocasión de apreciar en Florencia, en ningún momento se le ocurrió a Fakhr al-Din poner en duda la superioridad de su propia cultura, del mismo modo que tampoco se cuestionó un solo instante que el imperio otomano no fuera el Estado más poderoso de su tiempo.

Fakhr al-Din volvería a su tierra natal en el año 1618. Había elegido cuidadosamente el momento de su regreso: los otomanos se hallaban nuevamente en guerra con los persas, así que no se preocuparon de que retornara. Muchas eran las cosas que habían cambiado durante los cinco años de ausencia de Fakhr al-Din. Las autoridades otomanas habían reducido los dominios de su familia a la comarca drusa del Shuf, situada en la porción meridional de la cordillera del Líbano, y la comunidad drusa se había escindido en distintas facciones rivales decididas a impedir que una única casa noble llegara a alcanzar jamás el grado de supremacía de que había disfrutado Fakhr al-Din.

En muy poco tiempo, Fakhr al-Din desbarató tanto los planes de la Sublime Puerta como los de sus rivales regionales. Nada más regresar, el príncipe druso restableció su anterior autoridad sobre las gentes y los territorios de la cordillera del Líbano, hasta volver a levantar su pequeño imperio personal y extenderlo de nuevo desde el puerto septentrional de Latakia hasta el otro lado del río Jordán, pasando por la totalidad de los altos libaneses y llegando hasta el sur de Palestina. En el pasado, Fakhr al-Din había buscado el consentimiento de las autoridades otomanas para consolidar sus conquistas. Esta vez, en cambio, la apropiación de territorios que acaba de realizar constituía un desafío directo a la Sublime Puerta. Además, con su gesto Fakhr al-Din demostraba que ponía toda su confianza en el empuje de sus soldados, a los que consideraba capaces de derrotar a cualquier ejército que los otomanos pudiesen reunir. De este modo, la osadía de Fakhr al-Din creció paulatinamente a lo largo de los cinco años siguientes, e incluso se atrevió a enfrentarse a las autoridades otomanas.

Fakhr al-Din alcanzaría la cima de su poder en noviembre del año 1623, al derrotar sus fuerzas a las tropas otomanas llegadas de Damasco y hacer prisionero a su Gobernador, Mustafá Pachá, en la batalla de Anjar.31 El contingente druso persiguió a sus enemigos hasta el valle de la Bekaa, llegando a la ciudad de Baalbek y arrastrando consigo a sus prisioneros y al Gobernador de Damasco. Mientras sus fuerzas ponían sitio a la plaza de Baalbek, Fakhr al-Din recibió a una delegación de notables enviada por Damasco para negociar con ellos la liberación de su Gobernador. El emir druso prolongó las conversaciones por espacio de doce días y antes de poner en libertad a su prisionero se aseguró de amarrar firmemente todos y cada uno de los objetivos territoriales que se había propuesto conseguir.

Sin embargo, en el año 1629, cuando los otomanos dieron por terminada su guerra con Persia, Estambul volvió a prestar atención al rebelde príncipe druso de la cordillera del Líbano, que no sólo había extendido hacia el este los límites de los territorios sometidos a su dominio hasta penetrar en el desierto sirio sino que los había expandido asimismo hacia el norte, en dirección a Anatolia. En el año 1631, en una acción de simple orgullo desmedido, Fakhr al-Din negó a un destacamento del ejército otomano el derecho a establecer los cuarteles de invierno en su territorio. A partir de aquel momento, los otomanos llegaron a la resuelta conclusión de que debían librarse de una vez por todas de tan insubordinado vasallo druso.

Fakhr al-Din no sólo comenzaba a envejecer, también tenía que hacer frente a los importantes retos que surgían en otras regiones —los que planteaban las tribus beduinas, sus viejos enemigos del clan Sayfa de Trípoli, y las familias rivales drusas—. Guiados por el enérgico sultán Murad IV, los otomanos aprovecharon el creciente aislamiento de Fakhr al-Din y reunieron un ejército para derrocarle, ejército que partiría de Damasco en 1633. Es posible que los partidarios de Fakhr al-Din estuvieran fatigados tras años de constantes luchas, o quizá es que empezaban a perder confianza en el criterio de Fakhr al-Din, cada vez más empeñado en alardear flagrantemente de su desacato a las leyes de Estambul. En cualquier caso, lo cierto es que al aproximarse el ejército otomano, los soldados drusos rehusaron seguir a su cabecilla a la batalla y le dejaron sólo, con la única compañía de sus hijos, frente a las fuerzas otomanas.

El príncipe se dio a la fuga y buscó refugio en las grutas de los montes de la región de Shuf, en lo más recóndito del territorio druso. Los generales otomanos le siguieron hasta esas escarpadas regiones y prendieron grandes hogueras a fin de que el humo le forzara a descubrir su escondite. Fakhr al-Din y sus hijos fueron arrestados y conducidos a Estambul, donde serían ejecutados en 1635. De este modo llegaría a su fin la notable carrera del príncipe druso y la peligrosa amenaza que representaban sus iniciativas para la dominación que ejercían los otomanos en las tierras árabes.

Una vez eliminado Fakhr al-Din, los otomanos no tuvieron inconveniente alguno en permitir que la cordillera del Líbano recuperara su primitivo sistema político. La heterogénea población de la zona, compuesta por drusos y cristianos se adaptaba mal a las necesidades de un sistema de gobierno pensado para un conjunto demográfico integrado mayoritariamente por musulmanes sunitas. Mientras los gobernantes locales se mostraran interesados en cooperar con el sistema otomano, la Sublime Puerta se manifestaba más que dispuesta a aceptar la diversidad en la administración de sus provincias árabes. El orden feudal libanés lograría así sobrevivir hasta bien entrado el siglo XIX, y sin causar ya mayores problemas al Gobierno de Estambul.

Durante el siglo que siguió a las conquistas de Selim habría de desarrollarse en Egipto un orden político característico. Pese a que la dinastía gobernante de la región hubiera sido aniquilada, los mamelucos perdurarían como casta militar y seguirían siendo una de las principales clases integrantes de la élite gobernante en el Egipto otomano. Conservaron sus títulos de nobleza, no dejaron en ningún momento de importar jóvenes reclutas esclavos con los que renovar sus propias filas y mantuvieron sus tradiciones militares. Incapaces de acabar con los mamelucos, los otomanos no tuvieron más remedio que atraerlos y cederles la administración de Egipto.

Ya en la década de 1600, los Beyes mamelucos habían empezado a copar los puestos conducentes a la obtención de cargos administrativos en el Egipto otomano. Los mamelucos fueron quedando poco a poco a cargo del tesoro, obtuvieron la dirección de la peregrinación anual a La Meca, fueron designados Gobernadores de la provincia árabe del Hiyaz y ejercieron prácticamente el monopolio de la Administración provincial. Todos esos puestos les confirieron prestigio y, lo que es más importante, otorgaron a quienes los ocuparon la posibilidad de controlar un significativo número de fuentes de ingresos.

En el siglo XVII, los Beyes mamelucos terminarían desempeñando en Egipto algunas de las más altas funciones militares, lo que acabaría enfrentándoles directamente con los gobernadores otomanos y con los oficiales del ejército enviados por Estambul. A la Sublime Puerta, cada vez más preocupada por las amenazas crecientemente acuciantes que se cernían sobre sus fronteras europeas, le interesaba más preservar el orden y asegurarse de recibir de la rica provincia egipcia un flujo regular de ingresos fiscales que restablecer el equilibrio de poder entre los funcionarios otomanos designados por ella y los mamelucos de Egipto. De este modo, los Gobernadores se vieron obligados a navegar por sí solos en las traicioneras aguas de la política de El Cairo.

Las rivalidades entre las principales familias nobles mamelucas darían lugar al feroz enfrentamiento entre las distintas facciones, circunstancia que determinaría que las intrigas de El Cairo resultasen muy peligrosas tanto para los otomanos como para los mamelucos. En el siglo XVII surgirían dos de las más relevantes facciones: la de los faqaríes y la de los qasimíes. La facción de los faqaríes mantenía vínculos con la caballería otomana, se la identificaba por la utilización del color blanco y tenían por símbolo una granada. La facción de los qasimíes poseía lazos con las tropas indígenas egipcias, hizo suyo el color rojo y recurrió al disco como elemento de identificación simbólica. Una y otra facción contaban con aliados beduinos propios. Los orígenes de las facciones se han perdido en una maraña de relatos mitológicos, pero a finales del siglo XVII la división había quedado marcadamente definida.

Los gobernadores otomanos trataron de neutralizar a los mamelucos enemistando entre sí a las diversas facciones. Esto determinaría que la facción que llevara la peor parte en ese enfrentamiento terminara viendo un verdadero interés en derribar al Gobernador otomano. Entre los años 1688 y 1755, precisamente el período que abarcan las crónicas de Ahmed Katjuda al-Damurdashi (que además era un oficial mameluco), las facciones mamelucas conseguirían deponer a ocho de los treinta y cuatro gobernadores otomanos de Egipto.

Las intrigas a que se entregaron las facciones en el año 1729 son buena prueba del poder que llegaron a ejercer los mamelucos sobre los gobernadores otomanos. Zayn al-Faqar, cabecilla de la facción de los faqaríes, reunió a un grupo de oficiales y planeó con ellos la organización de una campaña militar para derrotar a sus enemigos qasimíes. «Pediremos al Gobernador que nos proporcione quinientas bolsas de oro para poder pagar la expedición», dijo Zayn al-Faqar a sus hombres. «Si nos las da, seguiremos considerándole nuestro Gobernador, pero si se niega, le derrocaremos.» La facción de los faqaríes envió por tanto una delegación ante el Gobernador otomano, quien sin embargo rehusó sufragar los gastos de la campaña militar contra la facción de los qasimíes. «no aceptaremos que nos gobierne un proxeneta», espetó furioso Zayn al-Faqar a sus seguidores. «Partamos y destituyámosle.» Por propia iniciativa y sin poseer ninguna clase de autoridad, la facción de los faqaríes escribió sin más una carta a Estambul para informar a la Sublime Puerta de que el Gobernador otomano había sido despojado de su cargo y de que se había nombrado a un sustituto para que ocupara su lugar. A continuación, los mamelucos conminaron violentamente al Gobernador títere que acababan de instalar en el poder, exigiéndole que les proporcionase los fondos necesarios para la campaña que querían llevar a cabo contra la facción de los qasimíes, indicándole además que los sacara de los ingresos obtenidos por el cobro de derechos de tránsito en el puerto de Suez. El pago se justificaría invocando la necesidad de defender El Cairo.32

Los mamelucos emplearían una extraordinaria violencia en el ataque que lanzaron contra sus rivales. La facción de los qasimíes sabía perfectamente que los faqaríes se estaban preparando para una gran ofensiva y decidieron tomar la iniciativa. En el año 1730, los qasimíes dieron instrucciones a un asesino y le ordenaron matar al cabecilla de la facción rival, esto es, al mismísimo Zayn al-Faqar. El asesino era un individuo que había cambiado de bando, un renegado que había caído en desgracia en los círculos de la facción de los faqaríes y que había unido sus fuerzas a los qasimíes. Se disfrazó de guardia y fingió haber arrestado a uno de los enemigos de Zayn al-Faqar. «Tráelo a mi presencia», le ordenó Zayn al-Faqar, deseoso de verse cara a cara con su adversario. «Aquí lo tienes», replicó el asesino, para, acto seguido, descargar su arcabuz a bocajarro en el corazón del mameluco, que cayó fulminado.33 El asesino y su cómplice huyeron luchando a brazo partido con la guardia de la casa del caudillo faqarí y lograron escapar, matando a varios hombres en su fuga. Aquello iba a ser el comienzo de una generalizada y sangrienta enemistad hereditaria.

La facción de los faqaríes encontró un nuevo cabecilla en la persona de Mohamed Bey Qatamish. Mohamed Bey había ascendido a lo más alto de la jerarquía mameluca y ostentaba el título de sheik al-Balad, o «comandante de la ciudad». Mohamed Bey había respondido al asesinato de Zayn al-Faqar ordenando la aniquilación de todos los mamelucos que tuvieran relación con la facción de los qasimíes. «Tenéis entre vosotros a espías qasimíes», advirtió Mohamed Bey, señalando a un desdichado miembro de su séquito. Antes de que el hombre tuviera oportunidad de defenderse, los oficiales de Mohamed Bey le arrastraron bajo una mesa y le cortaron la cabeza —aquel hombre iba a ser la primera víctima mortal como represalia por el asesinato de Zayn al-Faqar, pero habrían de seguirle muchas más antes de que el derramamiento de sangre llegase a su fin en 1730.

Mohamed Bey se dirigió al Gobernador colocado por Zayn al-Faqar en sustitución del depuesto y le arrancó un permiso que le facultaba para ejecutar a las trescientas setenta y tres personas que según él habían estado implicadas en el asesinato del caudillo faqarí. Aquello equivalía a autorizarle a borrar de la faz de la Tierra a la facción de los qasimíes. «Mohamed Bey Qatamish redujo enteramente a la nada a la facción qasimí, salvo a aquellos ... Que lograron huir al campo», refiere al-Damurdashi. «Apresó incluso a los jóvenes mamelucos que aún no habían alcanzado la pubertad, sacándolos de sus casas y enviándolos a una isla en medio del Nilo, para arrojar después, tras degollarlos a todos, sus cadáveres al río.» Mohamed Bey cercenó el linaje de todas las casas nobles de los qasimíes, jurando que jamás permitiría que la facción volviese a levantar cabeza en El Cairo.34

La facción de los qasimíes resultó ser más difícil de eliminar de lo que Mohamed Bey había imaginado. En el año 1736, los qasimíes regresaron a El Cairo para ajustar cuentas con los faqaríes. Contaban con el apoyo de Bakir Pachá, el Gobernador otomano. Los faqaríes habían frenado en seco el mandato que ya anteriormente había desempeñado Bakir Pachá como Gobernador de Egipto, dado que había sido a él a quien habían derrocado por el asunto de las bolsas. Resultó ser por tanto un aliado natural de la facción qasimí. Bakir Pachá invitó a Mohamed Bey y a otros destacados miembros mamelucos de la facción de los faqaríes a asistir a una reunión a la que también acudirían, agazapados, un grupo de qasimíes dispuestos a tenderles una emboscada armados con espadas y pequeños arcabuces. Tan pronto como apareció Mohamed Bey, los qasimíes saltaron sobre él, descerrajándole un tiro en el estómago y masacrando a sus principales capitanes. Matarían en total a diez de los más poderosos personajes de El Cairo. Apilaron después sus cabezas cercenadas en una de las más importantes mezquitas de la ciudad, para exponerlas al escarnio público.35 Todas las crónicas coinciden en señalar que se trató de una de las más crueles matanzas que jamás hubieran registrado los anales del Egipto otomano.36

Los largos años de luchas dejaron tan extenuadas a las dos facciones, tanto a la de los faqaríes como a la de los qasimíes, que ni la una ni la otra lograría conservar una posición de poder en El Cairo. Una sola casa noble mameluca, la familia de los qazdughlis, se alzaría así por encima de las dos facciones enfrentadas, y llegaría a dominar el Egipto otomano durante el resto del siglo XVIII. Con el ascenso de los qazdughlis, la terrible violencia de las facciones disminuyó, con lo que la ciudad, desgarrada por esas reyertas intestinas, conocería un período de cierta calma. Por su parte, los otomanos nunca habrían de conseguir imponer plenamente su autoridad en la rica pero desmandada provincia de Egipto. En lugar de esa fallida dominación otomana, lo que terminaría aflorando en el Egipto otomano sería una cultura política característicamente peculiar, marcada por la primacía política que seguirían ejerciendo las casas de los aristócratas mamelucos, quienes, siglos después de que Selim el Severo hubiera conquistado el imperio mameluco, continuarían imponiéndose a los Gobernadores nombrados por Estambul. En Egipto, como ya ocurriera en Líbano y en Argelia, la dominación otomana optaría por adaptarse a la política local.

Dos siglos después de haber conquistado el imperio mameluco, los otomanos habían conseguido expandir sus dominios desde el norte de áfrica hasta la Arabia del sur, aunque no habrían de lograrlo sin sobresaltos. No estando dispuestos a imponer un gobierno estándar en las provincias árabes —o incapaces quizá de hacerlo—, serían muchos los casos en que los otomanos optaran por gobernar con la colaboración de las élites locales. Pese a que las distintas provincias árabes mantuvieran relaciones de muy diferente tipo con Estambul, y aunque también se produjeran notables divergencias entre las estructuras administrativas vigentes en muchas de ellas, no hay duda de que todas esas provincias se hallaban claramente integradas en un único imperio. En los imperios de la época, compuestos invariablemente por muy diversas etnias y sectas, era habitual encontrar esa misma heterogeneidad. Tanto el imperio austrohúngaro como el ruso dan fe de ello.

Hasta mediados del siglo XVIII, los otomanos lograrían gestionar con cierto éxito toda esa diversidad. Habían tenido que enfrentarse a numerosos desafíos, principalmente en la cordillera del Líbano y Egipto, pero la aplicación de distintas estrategias les había permitido afianzar su predominio, asegurándose de que a ningún caudillo local le fuera posible plantear una amenaza duradera al centro de poder otomano. No obstante, la dinámica establecida entre dicho centro de poder y la periferia árabe experimentaría significativos cambios en la segunda mitad del siglo XVIII. Surgirían nuevos cabecillas, pero esta vez optarían por sumar sus fuerzas y procurar la obtención de una capacidad de acción autónoma, en claro desafío al sistema otomano. Estas nuevas alianzas habrían de concertarse en más de una ocasión con los enemigos europeos del imperio otomano, de modo que los nuevos caudillos regionales habrían de terminar planteando un verdadero reto al Estado otomano, hasta el punto de que al comenzar el siglo XIX, llegaría a ponerse en peligro la supervivencia misma del imperio.