Capítulo 2
EL DESAFÍO ÁRABE A LA DOMINACIÓN OTOMANA
Los barberos terminan sabiendo todo cuanto ocurre en la ciudad en la que trabajan. Se pasan el día conversando con personas de toda clase y condición. A juzgar por lo que consigna en su diario, Ahmed al-Budayri al-Hallaq —«el barbero»— era un gran conversador y desde luego contaba con buena información para conocer a fondo la política y la sociedad de la Damasco de mediados del siglo XVIII. Las cuestiones que aborda en su diario son temas familiares para todo aquel que conozca las charlas propias de las barberías de cualquier parte del mundo: asuntos vinculados con la política local, con el elevado coste de la vida, con el tiempo y con quejas de orden general sobre todas las cosas que han dejado de ser como en los buenos viejos tiempos.
Si dejamos a un lado lo que nos ha transmitido a través de los escritos de su diario, es muy poco lo que sabemos de la vida de al-Budayri, el barbero de Damasco. Era un hombre demasiado modesto como para figurar en las enciclopedias biográficas de la época, algo así como el «quién es quién»* De los tiempos de los otomanos. Eso mismo hace que su diario resulte todavía más notable. No resultaba habitual que las personas dedicadas a una actividad comercial supieran leer y escribir, y menos aún que tuvieran la ocurrencia de dejarnos constancia escrita de lo que pensaban. Ahmed al-Budayri apenas nos cuenta nada sobre su persona, y prefiere manifiestamente referir hechos ajenos. No conocemos su fecha de nacimiento ni el año en que falleció, pero está claro que el diario, que abarca un período comprendido entre los años 1741 y 1762, es obra de un hombre de edad madura. Al-Budayri era un devoto musulmán, perteneciente a una orden mística sufí. Estaba casado y tenía varios hijos, pero tampoco cuenta gran cosa acerca de su vida familiar. Se muestra orgulloso de su profesión, habla con admiración del maestro que le había iniciado en esa actividad comercial y traza una semblanza de los más destacados hombres a los que recuerda haber afeitado la cabeza.
Este barbero de Damasco era un leal súbdito otomano. En el año 1754 anota en su diario la conmoción que causó entre las gentes de Damasco la noticia de la muerte del sultán Mahmud I (que había reinado entre los años 1730 y 1754). Registra asimismo las celebraciones públicas con las que dio en señalarse el ascenso al trono del sultán sucesor, Osmán III (cuyo Gobierno se extendería de 1754 a 1757), ocasión en la que Damasco «quedó más bellamente engalanada de lo que nadie alcanzaba a recordar». Al-Budayri concluirá el episodio con esta imploración: «Quiera Alá preservar la integridad del Estado otomano hasta el fin de los tiempos. Amén».1
El barbero tenía buenas razones para rezar por la preservación del Estado otomano. De acuerdo con las ideas otomanas sobre el arte de gobernar, el buen Gobierno consistía en el mantenimiento del delicado equilibrio de cuatro elementos interrelacionados concebidos al modo de un «círculo de equidad». En primer lugar, el Estado necesitaba disponer de un gran ejército a fin de poder ejercer su autoridad. El mantenimiento de un vasto contingente de tropas exigía la posesión de una notable riqueza, y para el Estado la única fuente de ingresos regulares eran los impuestos. Para recaudar impuestos, el Estado tenía que promover la prosperidad de sus súbditos. Y para que la gente viviera con prosperidad, el Estado debía regirse por leyes justas, lo que nos devuelve, una vez cerrado el círculo por completo, a las responsabilidades estatales. La mayoría de los analistas políticos de la época habrían explicado el desorden político en función de estos cuatro elementos, diciendo que se había descuidado la observancia de uno o más. Por lo que pudo deducir de cuanto estaba sucediendo en la Damasco de mediados del siglo XVIII, al-Budayri quedó persuadido de que el imperio otomano tenía serios problemas. Los gobernadores eran corruptos, los soldados rebeldes, los precios aumentaban constantemente, y la moralidad pública se hallaba socavada por el declive de la autoridad del Gobierno.
Más de uno argumentaba que la raíz del problema se encontraba en los gobernadores de Damasco. En tiempos de al-Budayri, Damasco se hallaba gobernada por una dinastía de notables locales y no por los turcos otomanos enviados por Estambul para gobernar en nombre del sultán, como era práctica habitual en todo el imperio. Uno de los grupos dominantes, la familia Azimí, había amasado su fortuna a lo largo del siglo XVII mediante la acumulación de extensas propiedades agrícolas en los alrededores de la ciudad de Hama, situada en el centro de Siria. Más tarde se asentarían en Damasco y empezarían a codearse con los más ricos y poderosos linajes de la urbe. Entre los años 1724 y 1783 eran cinco los miembros de la familia Azimí que participaban en distintas labores del Gobierno de Damasco —entre todos llegarían a sumar un total de cuarenta y cinco años al frente de los destinos de la ciudad—. En un momento determinado, varios de los miembros de la familia Azimí fueron elevados simultáneamente al cargo de gobernadores de las provincias de, respectivamente, Sidón, Trípoli y Alepo. Considerado en su conjunto, el gobierno que ejercería la familia Azimí en las provincias sirias estaba llamado a convertirse en uno de los liderazgos locales más significativos de cuantos emergieran en las provincias árabes a lo largo de todo el siglo XVIII.
Es posible que hoy tendamos a pensar que los árabes debían probablemente preferir que les gobernasen otros árabes, en lugar de los burócratas otomanos. Sin embargo, los burócratas otomanos del siglo XVIII no dejaban de ser sirvientes del sultán y, al menos en teoría, se mostraban plenamente leales al Estado, gobernando sin miras egoístas. Los azimíes, por el contrario, tenían claros intereses personales y familiares en el ejercicio del Gobierno, por lo que acostumbraban a dedicar el tiempo que pasaban en los elevados puestos que ocupaban a enriquecerse y a fortalecer su propia dinastía —siempre a expensas del Estado otomano—. El círculo de la equidad quedaba así quebrado, y ya podía notarse que las cosas estaban comenzando a desorganizarse.
Al-Budayri expone por extenso los puntos fuertes y las flaquezas de la dominación azimí en Damasco. Asad Pachá al-Azimí gobernaría precisamente durante la mayor parte del período que abarca el diario de al-Budayri. Su dominación, que habría de prolongarse por espacio de catorce años (1743-1757), resultaría ser el período de desempeño en el cargo más largo de todos cuantos tuvieran los gobernadores de la Damasco otomana. Por más que nuestro barbero se muestre notablemente obsequioso al dedicar elogios a Asad Pachá, no por ello deja de encontrar un gran número de cosas criticables. Al-Budayri censura que los gobernadores azimíes hubieran saqueado las arcas de la ciudad y les hace responsables de los desórdenes que brotan en el ámbito militar, así como del desmoronamiento de la moralidad pública.
En tiempos de la dominación azimí, el ejército había degenerado, dejando de ser una fuerza disciplinada garante de la ley y el orden y pasando a convertirse en una chusma desmandada. Los jenízaros de Damasco se habían escindido, dando lugar a la aparición de dos grupos: el de las tropas imperiales enviadas desde Estambul (conocidas como los kapikullari) y el de los jenízaros locales de la propia Damasco (denominados los yerliyye). Había asimismo un cierto número de fuerzas irregulares compuestas por curdos, turcomanos y norteafricanos. Los distintos contingentes se hallaban en constante conflicto y constituían un verdadero desafío para la paz de la ciudad. En el año 1756, los residentes del barrio de Amara pagarían caro el hecho de haberse alineado con los jenízaros imperiales en su lucha contra los jenízaros damascenos locales. Estos últimos se vengaron entregando a la antorcha la totalidad del vecindario de Amara, incluyendo sus comercios y domicilios.2 Al-Budayri refiere numerosos casos de violencia, indicando que los soldados agredieron, e incluso asesinaron, a los habitantes de Damasco —y todo ello de forma completamente impune—. Dominados por una vivísima inquietud, los lugareños respondieron cerrando las tiendas y echando el pestillo de sus hogares, sin atreverse a salir de ellos, lo que terminaría paralizando enteramente la vida económica de la urbe. El diario del barbero transmite la impresión de que las «fuerzas de seguridad» se habían convertido en una verdadera amenaza para el común de los mortales damascenos y sus propiedades.
Al-Budayri hace igualmente responsables a los azimíes de la crónica carestía de los alimentos en Damasco. Los gobernadores de esta familia no sólo se revelaron incapaces de regular los mercados y de garantizar el establecimiento de unos precios justos, sino que, en su condición de grandes terratenientes, abusaron de hecho de su posición —por lo que afirma al-Budayri— para acumular grano y crear así una escasez artificial de cereales a fin de incrementar al máximo sus ganancias personales. En una ocasión en la que el precio del pan descendió llamativamente, el propio Asad Pachá ordenará a sus secuaces que eleven de nuevo los precios a fin de proteger el mercado del trigo, que era la fuente de la que su familia obtenía sus riquezas.3
En su diario, al-Budayri clama contra la acumulación de bienes a que se entregan los gobernadores azimíes mientras la gente corriente de Damasco sucumbe a la hambruna. El palacio que mandaría construir en el centro de Damasco —y que todavía se recorta actualmente en el perfil de la ciudad— encarna a la perfección los abusos de poder de Asad Pachá. La realización del proyecto acabaría con todas las reservas de material de construcción disponibles y absorbería la totalidad de la mano de obra cualificada de la ciudad —sin dejar un solo albañil ni artesano libre—, lo que repercutiría en los damascenos de a pie, ya que vino a elevar artificialmente los costes de la edificación. Asad Pachá ordenó a los obreros que trabajaban en su palacio que arrancaran los materiales nobles de las casas y los monumentos antiguos de la ciudad, indiferente a los derechos de sus propietarios o al valor histórico de los edificios. El proyecto vendría a ser el perfecto testimonio de la codicia de Asad Pachá. Según al-Budayri, Asad Pachá ordenó construir en el palacio un sinnúmero de escondites para su inmensa fortuna personal: «... Bajo los suelos, en los muros, en los techos, en los aljibes e incluso en los retretes».4
En opinión de al-Budayri, el desplome de la disciplina militar, unida a la avaricia de los gobernadores azimíes, había provocado el grave deterioro de la moral pública. La legitimidad del Estado otomano descansaba en buena medida en su capacidad para fomentar los valores islámicos y mantener las instituciones necesarias para que sus súbditos viviesen de acuerdo con los preceptos del islamismo sunita. El derrumbe de la moralidad pública constituía por tanto un claro síntoma del desmoronamiento de la autoridad del Estado.
Desde el punto de vista de al-Budayri, no podía hallarse prueba más fehaciente del declive de la moral pública que el desvergonzado comportamiento de las prostitutas de la ciudad. Damasco era una urbe notablemente conservadora poblada por respetables damas que no sólo se cubrían los cabellos con un velo sino que se vestían con recato y que, al margen de su propio ámbito familiar, gozaban de escasas oportunidades para mezclarse con los hombres. Las prostitutas de Damasco no se atenían a ninguna de estas sutilezas. El barbero se queja frecuentemente de la conducta de las rameras bebidas, que no reparaban en irse de juerga con los soldados, igualmente borrachos. No contentas con eso, añade, recorrían las calles y los mercados con el rostro al descubierto y los cabellos sin velar. Los gobernadores de Damasco ya habían intentado erradicar en varias ocasiones la prostitución de la ciudad, pero sin éxito. Espoleadas por el respaldo de la soldadesca de la plaza, las prostitutas se negaban a obedecer.
Al parecer, el pueblo llano de Damasco había terminado por aceptar, e incluso por admirar, a las ninfas de la población. Una hermosa joven llamada Salmún tenía completamente cautivadas a las gentes de Damasco en la década de 1740, hasta el punto de que su nombre acabaría por convertirse, en la jerga local, en sinónimo de todo cuanto fuese bello y moderno. De este modo, una prenda particularmente elegante podía denominarse un «vestido salmuní», y una joya de diseño novedoso, una «chuchería salmuní».
Salmún era una jovencita temeraria que desafiaba a toda autoridad. En una escena que nos trae a la cabeza las peripecias de la Carmen de Bizet, una tarde de 1744 Salmún se cruzó en el camino de un cadí (esto es, de un juez) en el centro de Damasco. La joven estaba ebria y llevaba una daga. Los criados del cadí le pidieron a gritos que se apartara para dejar paso al juez. Salmún se limitó a reírse de ellos, lanzándose sobre el cadí puñal en mano. Los hombres del magistrado consiguieron a duras penas retenerla. El cadí ordenó que las autoridades arrestaran a Salmún por aquel ultraje, y la joven fue ejecutada. Se envió a un pregonero por las calles de Damasco para difundir la orden de que debía darse muerte a todas las rameras de la ciudad. Muchas mujeres huyeron, y otras buscaron un escondite en el que desaparecer por algún tiempo.5
La prohibición revelaría ser de corta duración, y las prostitutas de Damasco pronto volvieron a adueñarse de las calles, sin velo ni inhibición alguna. «En aquellos días —escribe el barbero en 1748—, la corrupción se agudizó, los siervos de Alá se vieron oprimidos, y las prostitutas siguieron paseándose en gran número, día y noche, por los mercados.» A continuación, al-Budayri describe un desfile de hetairas celebrado nada menos que en honor de un santo de la región. Expresa un doble sentimiento de afrenta, tanto por la profanación de los valores religiosos como por el hecho de que las gentes de Damasco parecieran aceptarlo de buen grado. Una de las prostitutas se había enamorado de un joven soldado turco que había caído enfermo. Prometió rezar largas horas en honor al santo si su amado lograba recobrar la salud. Cuando el soldado mejoró, la mujer cumplió el voto realizado:
La prostituta caminó formando una especie de procesión con otras pecadoras de su calaña. La comitiva recorrió los bazares con velas encendidas, envuelta en el humo de sus incensarios. Todas las mujeres del grupo cantaban y golpeaban sus panderetas con el rostro al descubierto y el cabello suelto sobre los hombros. La gente contemplaba la escena sin poner objeción alguna. Sólo los justos elevaron la voz para clamar «Allah akbar» [«Alá es el más grande»].6
Poco después del desfile, las autoridades de la ciudad intentaron prohibir de nuevo la prostitución. Los jefes de los barrios de la urbe recibieron la orden de denunciar a todas las personas sospechosas, y los pregoneros públicos recorrieron Damasco para instar a las mujeres a vestir correctamente y a cubrirse con el velo. Sin embargo, apenas unos días después de emitidas estas nuevas órdenes, lamenta el barbero, «volvimos a ver a las mismas muchachas por los paseos y los mercados, como tenían por costumbre». Llegadas las cosas a ese punto, el gobernador Asad Pachá al-Azimí desistió de todo ulterior esfuerzo tendente a expulsar a las atrevidas rameras, optando en cambio por imponerles el abono de una tasa.
Los gobernadores azimíes abusaron del poder que poseían en virtud de su cargo y se enriquecieron a expensas del pueblo, pero se mostrarían tan incapaces de poner freno a la depravación como de controlar a los soldados que teóricamente se hallaban bajo su mando. El barbero de Damasco quedaría profundamente consternado. ¿Cabía realmente pensar que un estado gobernado por hombres de esa clase alcanzara a perpetuarse mucho más?
A mediados del siglo XVIII, los otomanos y los árabes, que habían caminado juntos hasta entonces, se encontraron en una encrucijada.
A primera vista, los otomanos habían conseguido absorber al mundo árabe, incorporándolo a su imperio. A lo largo de dos siglos, los otomanos habían extendido su dominio desde el extremo más meridional de la península arábiga hasta las fronteras de Marruecos, en el áfrica noroccidental. Los árabes aceptaban en todas partes al sultán otomano, considerándolo su legítimo soberano. Rezaban todos los viernes por el alma del sultán, enviaban a sus jóvenes varones a guerrear en las contiendas del monarca y pagaban los impuestos a los recaudadores de la Sublime Puerta. La gran mayoría de los súbditos árabes, esto es, la gran mayoría de los que se dedicaban a arar la tierra en la campiña, así como el conjunto de los moradores de las ciudades que se ganaban la vida como artesanos o mercaderes, habían aceptado esta especie de contrato social otomano. A cambio, todos ellos esperaban obtener una mayor seguridad personal, una mejor protección de sus propiedades y la preservación de los valores islámicos.
Con todo, los territorios árabes estaban experimentando una importante transformación. Si en los primeros siglos de la dominación otomana los árabes se habían visto excluidos de los puestos más destacados —ya que dichos puestos, siendo ellos musulmanes libres, quedaban reservados a las élites serviles reclutadas por medio de la devshirme, o «leva de muchachos»—, a mediados del siglo XVIII las cosas habían cambiado, puesto que los notables locales conseguían ascender a los más elevados peldaños de la Administración provincial, haciéndose incluso con el título de «pachás». Los azimíes de Damasco no representaban sino un ejemplo de lo que constituía en realidad un fenómeno más amplio que se extendía desde Egipto hasta Mesopotamia y la península arábiga, pasando por Palestina y la cordillera del Líbano. No obstante, el ascenso de los cabecillas locales se produciría a expensas de la influencia ejercida por Estambul en los territorios árabes, ya que comenzó a dedicarse una creciente porción de los ingresos fiscales a fortalecer las fuerzas armadas de la esfera local y a sufragar los proyectos arquitectónicos de los gobernadores locales. Este fenómeno terminaría difundiéndose a un buen número de provincias árabes, lo que produciría un efecto acumulativo, dado que la amenaza para la integridad del imperio otomano crecería de forma paralela a este incremento del poder local. Se entiende así que en la segunda mitad del siglo XVIII, la proliferación de caudillos locales empujara a muchas de las provincias árabes a rebelarse contra la dominación ejercida desde Estambul.
Los cabecillas locales de las provincias árabes eran de distinta extracción social, puesto que algunos se habían aupado a su nueva posición desde la preeminencia de una casa aristocrática mameluca, mientras que otros habían sido antes jeques tribales o notables urbanos. Les impulsaba más la ambición que cualquier concreto agravio que pudieran ver en la forma en que los otomanos conducían los asuntos públicos. Lo que sí tenían en común era su riqueza: todos ellos lograrían ser, sin excepción, grandes terratenientes, dado que supieron aprovecharse de los cambios introducidos por los otomanos en las prácticas relacionadas con la propiedad rústica para reunir de ese modo enormes haciendas, haciendas que en algunos casos conservarían en usufructo hasta su fallecimiento y que en otros transmitirían como legado a sus descendientes. Desviaban los fondos recaudados en sus propiedades, evitando ingresarlos en las arcas del Gobierno, con el único propósito de satisfacer sus necesidades personales. Construían suntuosos palacios y sostenían ejércitos propios con los que reforzaban su poder. En las provincias árabes, las pérdidas de Estambul se tradujeron en una ventaja positiva para la economía local, y la facultad de extender el mecenazgo a los artesanos y a los miembros de las milicias privadas no contribuiría sino a aumentar el poder de los señores locales.
Pese a que estos notables provinciales no fueran una particularidad exclusiva de las provincias árabes —puesto que otros cabecillas similares habrían de surgir también en los Balcanes y en la Anatolia turca—, los territorios árabes no ocupaban a los ojos de Estambul una posición tan central como la de otras regiones del imperio, y ello en todos los sentidos del término. La dependencia de los otomanos respecto de los ingresos y las tropas enviados desde las provincias árabes no era tan marcada como la que les vinculaba con la recaudación fiscal y el poderío militar derivado de los Balcanes y Anatolia. Es más, los territorios árabes se hallaban mucho más lejos de Estambul, así que el Gobierno central no estaba dispuesto a dedicar efectivos ni recursos a sofocar el rosario de rebeliones de poca monta que estallaban de cuando en cuando en ellos. A Estambul le preocupaban mucho más los desafíos que planteaban Viena y Moscú que las perturbaciones menores que provocaban los cabecillas de Damasco o El Cairo.
En el siglo XVIII, el imperio otomano habría de encontrar en la amenaza de sus vecinos europeos un peligro de calado muy superior al que alcanzara a representar cualquiera de las insubordinaciones que pudieran brotar en las provincias árabes. En Austria, los Habsburgo estaban arrebatando a los otomanos las viejas conquistas logradas en Europa. Hasta el año 1683, los otomanos habían ejercido presión sobre los austríacos, situándose a las puertas mismas de Viena. Sin embargo, en 1699, los austríacos lograrían derrotar a los otomanos recibiendo como recompensa —por el Tratado de Karlowitz— el control de Hungría, Transilvania y parte de Polonia, en lo que iban a ser las primeras pérdidas territoriales de toda la historia otomana. Pedro I de Rusia, conocido como el grande, presionaba a los otomanos tanto en la región del mar negro como en el Cáucaso. Los notables de Bagdad y Damasco resultaban insignificantes en comparación con amenazas de semejante magnitud.
Las derrotas que infligieron los ejércitos europeos a los otomanos envalentonaron a los cabecillas dispuestos a plantear retos locales en el seno de los dominios otomanos. Con el incremento del poder de los caudillos regionales, los funcionarios otomanos enviados desde Estambul a las provincias árabes irían perdiendo gradualmente el respeto y la sumisión de sus súbditos árabes. Los funcionarios del Gobierno perderían asimismo la autoridad que un día tuvieran sobre los soldados del sultán, y éstos por su parte se mostrarían cada vez más levantiscos y dispuestos a enzarzarse en refriegas con las tropas locales y las milicias privadas de los caudillos provinciales. Esta insubordinación en las filas del ejército provocaría, entre otras cosas, la merma de la autoridad de los jueces y de los eruditos islámicos, que habían venido actuando tradicionalmente como guardianes del orden público. Allí donde se viera que el Gobierno otomano se revelaba ineficaz, las gentes comenzarían a confiar cada vez más en los caudillos locales y a esperar que fueran ellos quienes les procuraran, en lugar de los otomanos, la seguridad que precisaban. En Basora, un comerciante cristiano de la localidad nos ha dejado el siguiente comentario escrito: «Los jefes árabes se convirtieron en depositarios del respeto de la gente, que había aprendido a temerlos. Y en cuanto al otomano, a nadie inspiran ya miedo ni reverencia».7
Un estado que pierde el respeto de sus súbditos es un estado necesariamente abocado a sufrir dificultades. El cronista Abderramán al-Yabarti, en su análisis sobre la descomposición de la autoridad ejercida por los otomanos sobre los mamelucos en el Egipto del siglo XVIII, nos ofrece esta reflexión: «Si esta era hubiera podido orinar en un frasco, los médicos de la época habrían detectado su dolencia».8 El surgimiento de los caudillos locales conformaba el núcleo del mal que había empezado a aquejar al imperio otomano, y la única forma de enderezar la situación pasaba por reafirmar vigorosamente la autoridad del Estado. El dilema al que se enfrentaba la Sublime Puerta radicaba precisamente en hallar el modo de consolidar en sus fronteras europeas una situación de estabilidad suficiente como para poder liberar los recursos necesarios que exigía la tarea de abordar los retos que le estaban planteando internamente las provincias árabes.
La naturaleza de la dominación local difería de una región a otra, y el grado de peligrosidad que implicaban esas distintas amenazas para la autoridad de Estambul era igualmente variable. En términos generales, las provincias más próximas al centro del imperio otomano eran las que mantenían una relación menos tensa con la Sublime Puerta, dado que en ellas las familias destacadas —como la de los Chehab en la cordillera del Líbano, la de los Azimí en Damasco y la de los Yalilí en Mosul— lograron establecer dinastías leales a la dominación otomana, aunque presionando para obtener el mayor grado de autonomía posible dentro de los límites marcados por el imperio.9 Más al sur, en Bagdad, en Palestina y en Egipto surgieron en cambio distintos cabecillas mamelucos, dedicándose en este caso a tratar de expandir los territorios sujetos a su control en lo que constituía un desafío directo al Estado otomano. Sin embargo, la amenaza más grave para el Gobierno otomano se produciría en el momento en el que la confederación surgida en el centro de Arabia entre Saudíes y wahabíes pasara a controlar las ciudades santas de La Meca y Medina, impidiendo que las caravanas otomanas que anualmente se dirigían a estos centros religiosos consiguieran llegar a ellos. En contraste con esta situación, las provincias más alejadas del centro, como las de Argel, Túnez y Yemen, se mostrarían más que dispuestas a conservar su condición de vasallos del sultán otomano, aviniéndose a pagar un tributo anual y a gozar a cambio de una amplia autonomía.
De ningún modo ha de pensarse que estos caudillos locales vinieran a conformar una especie de movimiento árabe. Muchos de esos caudillos no pertenecían a la etnia árabe, y varios de ellos ni siquiera hablaban la lengua árabe. Lo que sí tenían en común todos cuantos dieron en desafiar la dominación otomana a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII era el hecho de ser individuos ambiciosos, ocupados en la procura de sus propios intereses y muy poco proclives a preocuparse lo más mínimo por los pueblos árabes sujetos a su dominio. Considerados por separado, ninguno de ellos representaba una gran amenaza para el centro de poder otomano. Sin embargo, al operar de forma conjunta —como sucedería cuando los mamelucos de Egipto trabaran alianza con un caudillo local del norte de Palestina— se abriría ante ellos la posibilidad de conquistar provincias otomanas enteras.
En el siglo XX, el petróleo vendría a situar a Oriente Próximo en el mapa. En cambio, en el siglo XVIII, era el algodón lo que generaba la inmensa riqueza del Mediterráneo oriental. La demanda europea de algodón se remonta al siglo XVII. Si las hilanderías británicas del condado de Lancaster trabajaban principalmente con algodón llegado de las Indias occidentales y de las colonias americanas, los franceses obtenían de los mercados otomanos el grueso de sus importaciones de algodón. A medida que las tecnologías del hilado y de la tejeduría fueran mejorando con el transcurso del siglo XVIII, hasta desembocar en la revolución industrial, la demanda europea de algodón comenzaría a alcanzar máximos históricos. Las importaciones francesas de algodón procedente del Mediterráneo oriental se multiplicarían por más de cinco, ascendiendo de los dos millones cien mil kilos de 1700 a los casi once millones de kilos registrados en el año 1789.10 El algodón que más se apreciaba en los mercados europeos se producía en la región de Galilea, en el norte de Palestina. De este modo, la riqueza generada por el algodón de dicha zona alcanzaría a alimentar las ambiciones de un dinasta local cuyo poder llegaría a afianzarse lo suficiente como para desafiar la dominación que ejercían por entonces los otomanos en Siria.
Este hombre fuerte de la región de Galilea se llamaba Daher el-Omar (c. 1690-1775). Daher era uno de los cabecillas de los zaidaní, una tribu beduina que se había asentado en la región de Galilea en el siglo XVII y había conseguido dominar las vastas tierras de labor que se extienden entre las poblaciones de Safed y Tiberíades. Esta tribu había logrado establecer fuertes lazos comerciales con Damasco, así que comenzó a amasar una respetable fortuna familiar mediante el control de las plantaciones de algodón de la región de Galilea. Daher pertenecía a la tercera generación de jeques zaidaníes de la zona. Pese a no ser particularmente conocido en Occidente, Daher ha gozado durante siglos de gran celebridad en el mundo árabe. A menudo se le describe —si bien anacrónicamente— diciendo que fue una especie de nacionalista árabe o palestino debido a su historial de confrontación con los gobernadores otomanos. Al morir era ya una leyenda, y ya se habían escrito y publicado, casi en vida suya, dos biografías sobre su persona.
La prolongada y notable carrera de Daher comenzaría en la década de 1730 al establecer una alianza con una tribu beduina para apoderarse de la población de Tiberíades, que por entonces apenas era más que una aldea. Consiguió consolidar sus ganancias al obtener del gobernador de Sidón una designación oficial por la que quedó convertido en recaudador de impuestos de la región de Galilea. Entonces Daher concentró sus esfuerzos en fortificar la plaza de Tiberíades y en organizar una pequeña milicia de unos doscientos jinetes.
Desde su cuartel general de Tiberíades, Daher y su familia comenzarían a extender sus dominios por todas las llanuras fértiles y las zonas montañosas del norte de Palestina, ordenando a los granjeros arrendatarios que plantaran algodón en sus tierras. Daher cedió territorios a sus hermanos y a sus primos para que los gobernaran en su nombre. A medida que Daher se fue labrando un pequeño principado propio creció asimismo su poder. Cuantos más territorios controlaba, tanto mayores eran los ingresos que recaudaba por las cosechas de algodón, lo que le permitió ampliar su ejército, ejército que, a su vez, hacía posible el inicio de nuevas expansiones territoriales.
En el año 1740, Daher se había convertido en el caudillo más poderoso del norte de Palestina. Había conseguido derrotar a los jefes militares de Naplusa, se había apoderado de Nazaret, y ahora había pasado a dominar el comercio entre Palestina y Damasco, lo que contribuía a aumentar todavía más su riqueza y sus recursos.
El rápido crecimiento del principado de la familia Zaidaní determinaría que la carrera de Daher el-Omar acabara chocando con los intereses del gobernador de Damasco. Uno de los más importantes deberes del gobernador consistía en atender a las necesidades y a los gastos de la peregrinación anual a La Meca. Sin embargo, Daher controlaba ahora unas tierras cuyos ingresos fiscales se destinaban tradicionalmente a sufragar los costes de la caravana de peregrinos. Al obligar al gobernador de Damasco a ceñirse únicamente a los impuestos obtenidos en la Transjordania septentrional y en Palestina, Daher estaba poniendo en peligro las finanzas de la caravana de peregrinos. Cuando el Gobierno de Estambul se enteró de la situación, el sultán ordenó al gobernador de Damasco, Suleimán Pachá al-Azimí, que capturara y ejecutara a Daher, destruyendo al mismo tiempo las fortificaciones que había levantado en torno a la plaza de Tiberíades.
Al-Budayri, el barbero de Damasco, señala en su diario que en el año 1742 Suleimán Pachá se puso al frente de un gran ejército y partió hacia Damasco para acabar con Daher. El Gobierno de Estambul había enviado hombres y munición pesada, incluyendo obuses de artillería y minas, a fin de aniquilar a Daher y demoler sus fortificaciones. Suleimán Pachá, por su parte, hizo también sus preparativos, reclutando a voluntarios venidos tanto de la cordillera del Líbano como de Naplusa, Jerusalén y las tribus de beduinos de las inmediaciones, aprovechando la circunstancia de que todas ellas vieran en Daher el-Omar a un peligroso rival y se felicitaran de que se les diera la oportunidad de librarse de él.
Suleimán Pachá puso cerco a Tiberíades por espacio de tres meses, pero las fuerzas de Daher no sucumbieron a su empuje. Con la ayuda de su hermano, que consiguió pasar comida y provisiones de contrabando, burlando las líneas otomanas, Daher se las ingenió para resistir frente a una fuerza militar notablemente superior. Al gobernador de Damasco no le hacía la menor gracia la situación y siempre que se las arreglaba para interceptar a unos cuantos colaboradores de la familia Zaidaní y cogerles pasando comida de contrabando a Tiberíades enviaba sus cabezas cercenadas a Estambul a modo de trofeos. Pese a todo, los laureles definitivos seguían mostrándose esquivos a Suleimán Pachá, así que al cabo de tres meses se vio obligado a regresar a Damasco para realizar los preparativos de la peregrinación a La Meca. Reacio a admitir su derrota, Suleimán Pachá difundió el rumor de que había levantado el asedio de Tiberíades movido a compasión por la situación de los desamparados civiles de la ciudad. También proclamó haber tomado como rehén a uno de los hijos de Daher y pedido por su libertad que se le devolvieran los impuestos recaudados en Damasco. El barbero de esa capital recoge debidamente esos rumores, añadiendo una coletilla a manera de matización: «Hemos oído otra versión de este episodio —escribe—, y sólo Alá sabe dónde reside la verdad de este asunto».11
Tras regresar de su peregrinación en 1743, Suleimán Pachá reanudó la guerra contra Daher el-Omar en Tiberíades. Volvió a movilizar a un gran ejército con el apoyo de Estambul y de todas las tribus de la región de Palestina que se habían visto agraviadas por Daher. Y una vez más, los habitantes de Tiberíades se prepararon para resistir un terrible asedio. Sin embargo, el segundo cerco no llegaría a imponerse. De camino a Tiberíades, Suleimán Pachá al-Azimí se detuvo en la ciudad costera de Acre, donde falleció atacado por unas fiebres. Sus acompañantes regresaron a Damasco para dar sepultura al cadáver y el ejército sitiador se dio a la desbandada. De ese modo, Daher el-Omar pudo seguir dedicándose tranquilamente a la procura de sus ambiciones.12
Entre las décadas de 1740 y 1760, nada ni nadie habría de oponerse a la dominación de Daher, con lo que su poder creció enormemente. El gobernador de Sidón no lograría igualar jamás el poderío de las fuerzas armadas de Daher, y el nuevo gobernador de Damasco, Asad Pachá al-Azimí optaría por dejar que el dominador de Tiberíades hiciera lo que le viniera en gana. Daher había logrado granjearse las simpatías de un grupo de influyentes personajes de Estambul y conseguido de ese modo que le protegieran de la vigilancia a que le tenía sometido la Sublime Puerta.
Daher aprovecharía esta relativa independencia para ampliar sus dominios y extenderlos desde Tiberíades hasta la ciudad costera de San Juan de Acre, que había terminado convirtiéndose en el principal puerto de mar para el comercio de algodón de Oriente Próximo. Solicitó en repetidas ocasiones al gobernador de Sidón que le concediese los lucrativos derechos asociados con la recaudación de impuestos de Acre, pero no consiguió sino una larga serie de negativas. Al final, en el año 1746, Daher ocuparía la ciudad de Sidón y se declararía recaudador fiscal. Dedicaría la década de 1740 a fortificar Acre y a establecer su cuartel general en esa población. Ahora poseía el control del comercio del algodón en el entero conjunto de la línea comercial, desde los campos de cultivo hasta los mercados. Las cartas de los comerciantes de algodón franceses afincados en Damasco revelan la frustración que les hacía sentir Daher el-Omar, ya que había adquirido «un poder y una riqueza desmedidas ... [y ello] a nuestras expensas».13 Al llegar la década de 1750, Daher había logrado imponer los precios a que debía venderse el algodón. Y cuando los franceses trataron de forzarle la mano, Daher se limitó a prohibir sin más a los cultivadores de algodón de Galilea que vendiesen un solo gramo de sus cosechas a los franceses, obligándoles así a volver a sentarse a la mesa de negociaciones y a acceder a los términos que él quisiera estipular.
Pese a las muchas confrontaciones que mantuviera con el Estado otomano, Daher el-Omar no dejaría en ningún momento de intentar conseguir que los otomanos dieran reconocimiento oficial a su posición. En el fondo no era más que un rebelde cuya intención última consistía en pasar a formar parte de la clase dirigente. Se esforzó por conseguir la misma posición que los azimíes habían logrado consolidar en Damasco, esto es, deseaba elevarse al rango ministerial de Pachá y hacerse con el cargo de gobernador de Sidón. Si tenemos en cuenta este objetivo de fondo se explica que todos sus actos de rebelión se vieran seguidos de un ajustado pago de los impuestos exigidos. Aun así, y pese a los numerosos años que habría de permanecer en el poder, Daher no lograría nunca elevarse por encima de la posición de un recaudador de impuestos subordinado al gobernador de Sidón. Habría de ser por tanto una constante fuente de frustraciones para el hombre fuerte de la región de Galilea. Los otomanos, enzarzados entre los años 1768 y 1774 en una devastadora guerra con Rusia, tratarían de conservar la lealtad de Daher, dedicándose para ello a complacerle a medias. En 1768 la Sublime Puerta le reconoció como «jeque de Acre, emir de Nazaret, Tiberíades y Safed, y jeque de toda la Galilea».14 Al menos le habían dado un título, pero resultaba insuficiente para satisfacer las grandes ambiciones de Daher.
Tras casi dos décadas de relativa paz, Daher hubo de enfrentarse a nuevas amenazas procedentes del Gobierno provincial otomano. En 1770, el nuevo gobernador de Damasco se propuso poner fin a la dominación que ejercía Daher en todo el norte de Palestina. Utmán Pachá, que había conseguido que sus hijos fueran designados gobernadores de Trípoli y de Sidón y había establecido una alianza con la comunidad drusa de la cordillera del Líbano, se dispuso a atacar a Daher con este respaldo. Los notables de Naplusa también estaban ansiosos por asistir a la caída de su beligerante vecino del norte. De pronto, Daher se vio rodeado de fuerzas hostiles.
Si no tenía más remedio que enfrentarse a vida o muerte con Utmán Pachá, la única posibilidad de supervivencia que le quedaba a Daher consistía en establecer una firme alianza con algún otro caudillo local. Y la única potencia de la región provista del suficiente poder como para compensar la suma de fuerzas de Damasco y Sidón era el mameluco que dominaba El Cairo, un notable dirigente llamado Alí Bey. Cuando Daher y Alí Bey aunaron sus ejércitos se forjó el mayor desafío que jamás hubieran planteado hasta la fecha las provincias árabes al Gobierno de Estambul.
El líder mameluco Alí Bey era conocido por distintos alias. Algunos de sus contemporáneos le llaman Jinn Alí, o Alí el genio, ya que se valía de las artes mágicas para lograr cosas que parecían imposibles. Los turcos le motejaban Bulut Kapan, es decir, el «atrapa-nubes», por haber reprimido a los beduinos, a quienes los otomanos consideraban más difíciles de capturar que a las mismísimas nubes. No obstante, el sobrenombre por el que se ha hecho más célebre es el de Alí Bey al-Kabir, esto es, «el grande», y de hecho entre los años 1760 y 1775 lograría elevarse a una posición superior a la que jamás consiguiera jefe mameluco alguno en toda la historia del Egipto otomano.
Alí Bey había llegado a Egipto en el año 1743, siendo un esclavo militar de quince años perteneciente a la destacada casa noble mameluca de los qazdughlis. Ascendió posiciones en el escalafón castrense y no sólo obtuvo la libertad sino que logró que le elevaran al rango de Bey al morir su amo en el año 1755. Los Beyes constituían el peldaño más alto de la jerarquía mameluca, y su cabecilla era el jeque al-balad, o «comandante de la ciudad». Alí Bey se alzó de este modo con la primacía en el año 1760, conservando esa posición hegemónica, salvo por unas cuantas interrupciones breves, hasta su muerte, ocurrida en el año 1773.
Alí Bey fue un jefe militar que se granjeó el respeto de todos mediante el temor. Uno de sus coetáneos, el gran historiador egipcio al-Yabarti le describe de este modo: «Era un hombre de gran fortaleza física, obstinado y ambicioso; no se sentía satisfecho sino con la supremacía y el poder soberano. Nunca mostró inclinación más que por las cosas serias, y jamás dio muestras de apreciar cuanto resultara festivo, chistoso o divertido».15 Se dice que ejercía una impresión muy honda, directamente física, en todos cuantos se presentaban ante él: «Inspiraba tal temor reverencial que de hecho hubo gente que murió de miedo en su presencia, y eran muchos los hombres que se echaban a temblar ante su sola persona».16 Se comportaba de un modo totalmente despiadado en la supresión de sus adversarios, y no daba muestras de lealtad hacia nadie. Y como habrían de revelar los ulteriores acontecimientos, tampoco inspiraría sentimientos de fidelidad en los demás. No tuvo reparos en quebrar los vínculos establecidos con quienes compartían el poder con él y en volverse contra los colegas mamelucos de su propia casa aristocrática, eliminándolos con la misma crudeza que ya mostrara al aniquilar a las casas nobles de los mamelucos que se le habían opuesto.
Alí Bey fue el primero en gobernar Egipto en solitario desde la caída del imperio mameluco. Llegó a monopolizar literalmente las riquezas de Egipto mediante la táctica de apoderarse de los ingresos que devengaban las tierras de cultivo, de controlar todo el comercio exterior y de exigir extraordinarias sumas de dinero a la comunidad mercantil europea. Arrancaría de este modo las riquezas a las comunidades cristiana y judía de la región, y suspendería asimismo el pago de impuestos a Estambul. Los caudales que así consiguiera reunir Alí Bey habrían de permitirle expandir su poderío militar. Tras quebrar el espinazo de las facciones mamelucas por entonces existentes en Egipto, Alí Bey se centró en el establecimiento de una nueva casa aristocrática mameluca: la suya propia. Compró y formó esclavos, ya que tenía la clara percepción de que únicamente podía confiar en los de su clase. En su momento de mayor apogeo, su linaje y su séquito llegaron a contar con unos tres mil mamelucos, muchos de ellos generales de inmensos ejércitos cuyo número se elevaba a varias decenas de miles de soldados.
Una vez establecido tan definitivo control sobre Egipto, Alí Bey trató de independizarse por completo del dominio otomano. Inspirándose en los mamelucos de los antiguos tiempos, intentaría recrear su imperio en Egipto, en Siria y en la región del Hiyaz. Según al-Yabarti, Alí Bey era un ávido lector de obras de historia musulmana y utilizaba sus conocimientos para aleccionar a sus seguidores e inculcarles la idea de que la dominación otomana de Egipto era radicalmente ilegítima. «Los reyes de Egipto —el sultán Baibars, junto con el sultán Qalawun y sus hijos— eran mamelucos como nosotros», argumentaba. «Y en cuanto a esos otomanos, baste decir que se apoderaron del país por la fuerza, aprovechándose de las traiciones de algunas gentes de la región.»17 La conclusión implícita venía a ser que las tierras conquistadas por la fuerza podían ser legítimamente recuperadas empleando también la fuerza.
Los primeros objetivos de Alí Bey fueron los gobernadores y las tropas que Estambul había enviado para atender al mantenimiento de la ley y el orden en Egipto. Pero hacía ya mucho tiempo que los gobernadores habían renunciado a gobernar Egipto —las casas aristocráticas mamelucas rivales eran las encargadas de asumir esa tarea—. En lugar de dedicarse a la gobernación, esos magnates habían tratado de apoyar la soberanía nominal de Estambul ateniéndose a la rígida observancia de los ceremoniales de poder y tratando de recaudar lo que el tesoro reclamaba. Carentes de fuerzas propias, los gobernadores trataron de compensar su relativa impotencia enemistando entre sí a las distintas casas aristocráticas mamelucas. Sin embargo, esta estratagema dejó de resultar aplicable al elevarse Alí Bey a la posición de dominio, ya que éste había eliminado a todos sus rivales y carecía de opositores. Así las cosas, Alí Bey se dedicó impunemente a deponer y, según se rumoreaba, a envenenar incluso a los gobernadores y a los máximos oficiales del ejército otomano. La amenaza para los intereses otomanos en la rica y rebelde provincia egipcia no podía ser más aguda.
El siguiente movimiento de Alí Bey consistiría en desplegar su poderío militar contra el imperio otomano en una explícita apuesta de expansión territorial. «no se contentó con lo que Alá le había concedido ya —escribe al-Yabarti—, esto es, demostró ambicionar más que la dominación del Alto y el Bajo Egipto, de aquel reino del que reyes y faraones se habían sentido orgullosos. Su codicia le empujó a ampliar los territorios de su reino.»18 La primera región en caer en poder de Alí Bey fue la provincia del Hiyaz, en el mar Rojo, una extensión de tierras que ya anteriormente había formado parte del imperio mameluco, en el año 1769. Tras aquel éxito, comenzó a acuñar moneda con su nombre, eliminando el del sultán otomano reinante, como forma de señalar su actitud de rebeldía frente a la soberanía otomana. Alí Bey se embarcaba así de pleno en el proyecto de restauración del antiguo imperio mameluco. Los otomanos, que tenían las manos atadas por las guerras con Rusia, se vieron impotentes para detenerle.
La revuelta de Alí Bey contra los otomanos se hallaba en pleno apogeo cuando Daher el-Omar se dirigió por primera vez a él en el año 1770 para ofrecerle una alianza contra el gobernador de Damasco. No podía haber elegido momento más oportuno. «Cuando Alí Bey recibió su mensaje —señala un cronista de la época—, consideró que de esa forma se cumplían sus mayores aspiraciones. Decidió por tanto rebelarse contra el Estado otomano y extender su dominación regional desde El Arish, en Egipto, hasta Bagdad.»19 Alí Bey sellaría entonces una alianza con Daher el-Omar, aceptando derrocar al gobernador otomano de Damasco.
Alí Bey daría una vuelta de tuerca más a la crisis ya existente en el Mediterráneo oriental al escribir una carta al azote del sultán, la emperatriz Catalina la Grande de Rusia, en la que solicitaba el apoyo de la soberana en la guerra que se proponía librar contra los otomanos. Pedía a Catalina el respaldo de los buques y la caballería rusos a fin de expulsar a los otomanos de Siria, y a cambio prometía ayudar a los rusos a conquistar diversos territorios del sur de Persia. Aunque la emperatriz se negó a concederle el apoyo de la caballería, accedió no obstante a ofrecerle el auxilio de la flota rusa, que merodeaba por entonces en el Mediterráneo oriental. La traición de Alí Bey no iba a pasar desapercibida a los ojos del Gobierno otomano. Sin embargo, atrapados por las fuerzas rusas en el mar negro y en la Europa del este, los otomanos no se hallaban en situación de pararle los pies.
Espoleado por sus alianzas con Catalina la grande y Daher el-Omar, Alí Bey comenzó a movilizar a sus huestes. Reunió un ejército de unos veinte mil hombres, puso al frente a uno de sus generales de máxima confianza, un mameluco llamado Ismail Bey, e invadió Siria. En noviembre de 1770, las fuerzas mamelucas se extendieron por gaza. Y tras un asedio de cuatro meses ocuparon el puerto de Jaffa. Daher el-Omar y sus hombres unieron sus fuerzas a las de Ismail Bey y acompañaron al ejército mameluco en su marcha por tierras palestinas. Cruzaron el valle del Jordán y se encaminaron al este, tomando la misma ruta que seguían los peregrinos, en la linde del desierto. El ejército rebelde apretó entonces el paso en dirección a Damasco, en un intento de arrancar el control de la ciudad a su gobernador otomano. Lograron llegar hasta la aldea de Al-Muzairib, a un día de marcha de la puerta sur de Damasco.
Cuando Ismail Bey se presentó en Muzairib, se encontró prácticamente cara a cara con el gobernador de Damasco y perdió por completo el ardor guerrero. Se hallaban en plena época de peregrinación, un período en el que los musulmanes devotos cumplían uno de los preceptos fundamentales del islam realizando la peligrosa travesía del desierto que separa Damasco de La Meca. Utmán Pachá, el gobernador, se encontraba entregado a la realización de sus deberes como comandante en jefe de los peregrinos. Ismail Bey era un hombre piadoso de más honda educación religiosa que la mayoría de los mamelucos. Atacar al gobernador en aquel preciso instante habría sido atentar contra la religión. Sin advertencia ni explicación alguna, Ismail Bey ordenó a sus soldados que se retiraran, abandonando Muzairib y regresando a Jaffa. El asombrado Daher el-Omar protestó en vano, y la campaña rebelde quedó completamente suspendida durante el resto del invierno de 1170 a 1771.
Alí Bey debió de enfurecerse con Ismail Bey. En mayo del año 1771 decidió enviar a Siria un segundo contingente de tropas, capitaneado por Mohamed Bey, a quien motejaban «Abu al-Dhahab», o «Padre del Oro». Se había ganado aquel apodo gracias a un rutilante gesto: al promoverle Alí Bey al rango de Bey y concederle la libertad, Mohamed Bey se había dedicado a arrojar monedas de oro a la multitud que se agolpaba en las calles, entre la ciudadela y el centro de la urbe. Fue un golpe de efecto en sus relaciones públicas que convertiría el nombre de Mohamed Bey en sinónimo de abolengo aristocrático.
Mohamed Bey partió al frente de treinta y cinco mil hombres. Recorrió junto a ellos el sur de Palestina, hasta unirse en Jaffa al ejército comandado por Ismail Bey. La suma de las fuerzas mamelucas a las órdenes de los dos generales constituía un ejército imparable. Las tropas marcharon por Palestina hasta que, en junio, tras una pequeña escaramuza, consiguieron expulsar de Damasco al gobernador otomano. Los mamelucos dominaban ahora Egipto, la región del Hiyaz y Damasco; Alí Bey conseguía de este modo dar prácticamente por culminada la ambición de su vida, que no era otra que la de reconstruir el imperio mameluco.
Y entonces sucedió lo impensable: sin previo aviso y sin la menor explicación, Mohamed Bey abandonó Damasco y partió hacia El Cairo a la cabeza de su ejército. La culpa era, una vez más, del piadoso general mameluco Ismail Bey. Tan pronto como los comandantes mamelucos se vieron dueños de Damasco, Ismail Bey expuso ante Mohamed Bey, y en los tonos más sombríos, la enormidad del crimen que acababan de cometer, no sólo contra el sultán, sino igualmente contra la religión. Ismail Bey había pasado algún tiempo en Estambul antes de entrar al servicio de Alí Bey, y aquella estancia había imbuido en él un fuerte sentimiento reverencial hacia la posición que ocupaba el sultán en tanto que cabeza visible del mayor imperio islámico de la época. Advirtió a Mohamed Bey que los otomanos no iban a permitir que una rebelión de semejante entidad quedara impune en esta vida, a lo que se añadía el hecho de que Alá habría de exigirles cuentas en la otra. «Y ello porque en la rebelión sin paliativos contra el sultán reside uno de los planes del Maligno», dijo Ismail Bey al estremecido Mohamed.
Y una vez que Ismail Bey hubo provocado un fuerte sentimiento de ansiedad en Mohamed Bey se dedicó a azuzar sus ambiciones. Alí Bey, argumentó, ha abandonado la recta senda del islam al pactar con la emperatriz rusa y enfrentarse así al sultán. «Ahora bien, la ley islámica permite que cualquier musulmán acabe impunemente con la vida de Alí Bey, y reclame para sí su harén y sus riquezas», expuso tentadoramente Ismail Bey.20 En esencia, Ismail Bey estaba argumentando que Mohamed Bey podría ganar su redención a los ojos de Alá y del sultán, pasando además a ocupar la posición de primacía que ahora poseía Alí Bey en Egipto, si se decidía a volver la espada contra su amo. Los razonamientos de Ismail Bey resultaron tan convincentes que dos de los más leales generales de Alí Bey se pusieron en marcha en dirección a Egipto, al frente de un enorme ejército mameluco, dispuestos a derrocar a su anterior soberano.
El episodio por el que los mamelucos se habían adueñado primero de Damasco para abandonarla seguidamente a toda prisa repercutiría notablemente en toda la cuenca del Mediterráneo oriental. «Las gentes de Damasco quedaron absolutamente asombradas ante tan pasmoso acontecimiento», exclamará un cronista de la época, y lo mismo debió de ocurrirles a Daher el-Omar y a sus aliados. Sin embargo, mientras las fuerzas mamelucas atacaban Damasco, Daher el-Omar se apoderaba de Sidón y dejaba una guarnición de dos mil hombres en Jaffa. Sus fuerzas se hallaban ahora desbordadas, y además de haber perdido a su más importante aliado corría el riesgo de tener que enfrentarse solo a la ira de los otomanos. A Alí Bey, por su parte, no le quedó más remedio que reconocer que su situación era desesperada. Sólo podía contar con un número simbólico de partidarios, y además todos ellos se hallaban dispersos tras la serie de escaramuzas que habían librado contra el ejército capitaneado por Mohamed Bey. En el año 1772, Alí Bey huyó de Egipto a fin de refugiarse junto con Daher en Acre.
Los sueños que habían llevado a Alí Bey a concebir la posibilidad de un nuevo imperio mameluco quedaron disueltos tras su partida de Egipto. Mohamed Bey quedó convertido en dominador de Egipto y envió a Ismail Bey a Estambul a fin de conseguir que a éste le fuera concedido el cargo de gobernador de Egipto y de Siria. Los sueños de grandeza imperial no eran para él: Mohamed Bey se contentaría con obtener el reconocimiento de su posición en el marco del sistema otomano.
Alí Bey estaba en cambio impaciente por reclamar su trono y actuó precipitadamente, antes de haber tenido la posibilidad de movilizar las fuerzas suficientes como para hacer frente al formidable linaje aristocrático mameluco que él mismo había creado. Partió hacia El Cairo en marzo del año 1773, al frente de un pequeño contingente en un intento desesperado por recuperar su reino. El ejército de Mohamed Bey trabó combate con él y derrotó a las fuerzas de Alí Bey. Éste resultaría además herido y hecho prisionero. Mohamed Bey condujo a su antiguo amo de vuelta a El Cairo y le alojó en su propio palacio, donde Alí Bey fallecería tan sólo una semana después. Aquello hizo que circularan inevitablemente los rumores de que había habido juego sucio. «Sólo Alá sabe de qué modo encontró [Alí Bey] la muerte», concluye el cronista al-Yabarti.21
La desaparición de Alí Bey resultó un desastre para Daher el-Omar, que se había convertido en un hombre muy mayor —pasaba con mucho de los ochenta en una época en que la esperanza de vida se situaba en la mitad de esos años—. Carecía de aliados en la región y había cometido un acto de clara traición contra su soberano otomano. Desafiando todo pronóstico, Daher continuó procurando que las autoridades otomanas le concedieran su reconocimiento formal, y como los otomanos seguían atascados en las guerras contra Rusia y se mostraban ávidos de consolidar una situación de paz en las agitadas provincias sirias, el antiguo rebelde creyó estar a punto de conseguir la ambición de su vida. En el año 1774, el gobernador otomano de Damasco le informó de que iba a ser nombrado gobernador de Sidón, un territorio que por entonces incluía el norte de Palestina y algunas partes de Transjordania.
Sin embargo, el decreto imperial que debía promulgar Estambul para confirmar la designación de Daher como gobernador jamás llegaría a redactarse. En julio de 1774, el sultán concluyó un tratado de paz con Rusia, poniendo así fin a una guerra que se había prolongado por espacio de seis años. Y como no tenía la menor intención de recompensar a los traidores que se habían aliado con sus enemigos rusos, el sultán decidió que en lugar de enviar un decreto de designación a Daher era mejor mandarle a Mohamed Bey al frente de un ejército mameluco y destronar así al anciano hombre fuerte de Palestina. Las tropas egipcias invadieron la ciudad de Jaffa en mayo de 1775 y masacraron a todos sus habitantes. En consecuencia, a finales de ese mismo mes, y tras extenderse el pánico al resto de las ciudades sometidas a la dominación de Daher, los miembros de su Administración y buena parte de la población optarían por huir a Acre. Sin embargo, a finales de junio Mohamed Bey entraba victorioso en Acre.
Sorprendentemente, Mohamed Bey, el fuerte y saludable dominador mameluco de Egipto, caería enfermo nada más ocupar Acre, y fallecería súbitamente a consecuencia de unas fiebres el 10 de junio de 1775. Daher reclamó el control de la ciudad pocos días más tarde y restauró el orden tras el terror que habían sembrado las tropas de ocupación egipcias. Sin embargo, el temporal respiro concedido a Daher sería de corta duración. Los otomanos enviaron al almirante de su flota, Hasán Pachá, junto con quince buques de guerra para exigir el sometimiento de Daher y el pago de los impuestos atrasados. Daher no presentó oposición alguna. «Soy ya un anciano —dijo a sus ministros—, y no tengo los bríos necesarios para presentar batalla.» Sus ministros, curtidos en mil combates, se mostraron de acuerdo: «Somos musulmanes y obedecemos al sultán. A ningún musulmán que crea en Alá, el único Dios, se le permite luchar en forma alguna contra el sultán».22
Sería su propia familia la que desbaratara los planes que había concebido Daher, deseoso de tener una vejez tranquila. Había acordado retirarse de Acre junto con sus familiares y criados e ir a refugiarse en las tierras que poseían sus aliados chiitas del sur del Líbano. Sin embargo, su hijo Utmán le traicionaría, ya que sospechaba que su padre únicamente simulaba retirarse para regresar al poder a la menor oportunidad, como había hecho siempre. Utmán acudió a uno de los oficiales que habían servido a su padre durante largos años, un general norteafricano llamado Agá al-Denizli, y le dijo que su padre se aprestaba a huir de Acre. «Si deseas convertirte en el favorito de Hasán Pachá, cumple la voluntad de Alá en la persona de mi padre, mientras se encuentra fuera y solo, con la única compañía de su familia.» Al-Denizli reunió a un grupo de mercenarios norteafricanos y tendió una emboscada a Daher.
Los asesinos tuvieron que idear una celada para cazar al escurridizo y anciano jeque. Quince minutos después de haber cruzado las puertas de Acre, Daher se percató de que faltaba una de sus concubinas. El resto de sus familiares no tenía la menor idea de dónde podía encontrarse. «Éste no es momento para dejar a nadie en la estacada», les reprendió el anciano jeque, quien volvió bridas para ir en busca de la abandonada mujer. La encontró cerca del punto en el que le aguardaba, oculta, la partida reunida por al-Denizli. Al verla, el anciano se inclinó para subirla al caballo. La edad y la preocupación habían hecho su efecto. La mujer, mucho más joven que él, que ya había cumplido los ochenta y seis años, dio un violento tirón y desmontó a Daher, haciéndole medir el suelo. Los asesinos se abalanzaron sobre él y lo acribillaron con sus dagas. Al-Denizli desenvainó la espada y decapitó a Daher para entregar el trofeo a Hasán Pachá, el almirante otomano.
Si al-Denizli había abrigado la esperanza de que aquella acción pudiera ganarle el favor de Hasán Pachá, estaba a punto de llevarse una amarga decepción. El almirante otomano ordenó que sus hombres limpiaran la sangre de la cercenada cabeza de Daher. Después la colocó sobre una silla y quedó envuelto en graves meditaciones frente al marchito rostro del anciano jeque. El almirante se volvió de pronto hacia el mercenario. «¡Alá no me perdonaría que dejara sin venganza la muerte que has dado a Daher el-Omar!»23 Dicho esto, ordenó a sus hombres que se llevaran a al-Denizli fuera de su vista, le estrangularan y arrojaran después su cadáver al mar.
Así termina la historia de Daher el-Omar y Alí Bey al-Kabir. El imperio otomano acababa de resistir el más grave desafío interno que sufriera su supremacía tras más de doscientos cincuenta años de predominio en el mundo árabe. Dos dirigentes locales, coaligados con una potencia cristiana, habían venido a sumar la riqueza de dos prósperos territorios —Egipto y Palestina— a fin de hacer causa común contra el Gobierno del sultán. Y sin embargo, en esa crítica coyuntura, en el instante mismo en el que Alí Bey parecía estar a punto de restablecer el antiguo imperio de los mamelucos en Siria, Egipto y la región del Hiyaz, sometiendo todos esos territorios a su poderío personal, los otomanos seguían revelándose capaces de ejercer una tremenda influencia sobre los vasallos levantiscos de los territorios árabes. Los generales mamelucos como Ismail Bey y Mohamed Bey cruzaron el umbral de la rebelión sólo para volver sobre sus pasos, regresar a los límites de la legitimidad y procurar el reconocimiento de la Sublime Puerta. Los cabecillas locales seguían creyendo en su mayoría que «rebelarse contra el sultán» era, por emplear las palabras del propio Ismail, «uno de los planes del Maligno».
Con todo, la caída de Daher el-Omar y Alí Bey al-Kabir no vendría a señalar el fin de las dominaciones locales que surgían una tras otra en el mundo árabe. Los mamelucos continuarían siendo los amos de la vida política en Egipto, pese a que tras la muerte de Alí Bey y Mohamed Bey no surgiera en Egipto ningún dominador local nuevo. En lugar de elevar a nuevos caudillos, las casas aristocráticas mamelucas retornaron a las viejas luchas de facciones, dejando así a Egipto en situación de grave inestabilidad durante el resto del siglo XVIII. Los otomanos reafirmaron su dominio en las provincias sirias y eligieron como gobernadores de Damasco, Sidón y Trípoli a distintos hombres poderosos. Otras regiones más remotas, como la cordillera del Líbano, Bagdad y Mosul, continuarían bajo la sujeción de los cabecillas locales, aunque ninguno de ellos trataría de desafiar directamente los dictámenes de Estambul.
El siguiente gran reto al que tendría que enfrentarse la dominación otomana en el mundo árabe habría de surgir al otro lado de las fronteras del imperio, en el corazón mismo de la Arabia central. Se trataría además de un movimiento tanto más amenazante cuanto que se presentaba aureolado de una gran pureza ideológica, consiguiendo amenazar el poderío otomano en una faja de tierra que se extendía desde Irak hasta el desierto sirio y que alcanzaría por el sur a las ciudades santas de La Meca y Medina, ya en la región del Hiyaz. A diferencia de Daher el-Omar y de Alí Bey al-Kabir, el dirigente de este movimiento disfruta actualmente del privilegio de haber dado nombre a una casa aristocrática que sigue activa tanto en Oriente Próximo como en Occidente: me refiero a Mohamed ibn Abd al-Wahhab, fundador del movimiento reformista wahabí.
Mohamed ibn Abd al-Wahhab nació en 1703, en el seno de una familia de eruditos de la pequeña población asentada junto al oasis de Al-Uyaina, situado en la región centro-arábiga conocida con el nombre de Néyede. Realizó largos viajes durante su juventud, completando sus estudios religiosos en Basora y en Medina. Se formó en la más conservadora de las cuatro tradiciones legales del islam —la escuela hanbalí— y se vería hondamente influido por Ibn Taimiyya, un teólogo del siglo XIV. Ibn Taimiyya argumentaba en favor de un retorno a las prácticas de las primeras comunidades musulmanas, las surgidas en torno al profeta Mahoma y sus primeros sucesores o califas. Condenaba todas las prácticas místicas relacionadas con el sufismo, ya que las consideraba otras tantas desviaciones de la verdadera senda del islam. Ibn Abd al-Wahhab regresó a su hogar del Néyede con una fe definida en un conjunto de creencias y con la ambición de llevarlas a la práctica.
Al principio, el apasionado y joven reformista contó con el apoyo del gobernante de su población natal. Sin embargo, sus puntos de vista pronto comenzarían a revelarse polémicos. Y cuando Mohamed ibn Abd al-Wahhab ordenara la ejecución pública de una mujer adúltera, los dirigentes de las poblaciones vecinas, todas ellas socios comerciales clave del oasis de Al-Uyaina, quedarían espantados, además de muy alarmados. Aquel no era el islam que los lugareños de Al-Uyaina habían conocido y practicado, no era la fe que habían seguido hasta entonces. Urgieron por tanto a su caudillo a fin de decidirle a dar muerte a aquel teólogo radical, pero el jefe local prefirió condenar a Mohamed ibn Abd al-Wahhab al exilio.
El joven teólogo desterrado e imbuido de peligrosas ideas no tuvo que ir muy lejos para encontrar apoyos. El dirigente del oasis vecino de Al-Diriyya, Mohamed ibn Saud, recibió con los brazos abiertos a ibn Abd al-Wahhab. Los Saudíes actuales sitúan la fecha de la fundación de su primer Estado en esta histórica reunión ocurrida entre los años 1744 y 1745, esto es, en el momento en que los dos hombres acordaron que la reforma del islam que preconizaba ibn Abd al-Wahhab debía ser la que observaran el dirigente Saudí y sus seguidores. El «Acuerdo de Al-Diriyya» establecería los principios básicos del movimiento que llegaría a conocerse con el nombre de wahabismo.
En la época en que se constituyó dicho movimiento, el mundo ajeno al conjunto de sus adeptos comprendió por lo general de manera negativa la reforma de los wahabíes. Se les describió como una nueva secta y se les acusó de abrazar creencias heterodoxas. Sin embargo, lo cierto era que, muy al contrario, su credo era extremadamente ortodoxo, dado que predicaba el retorno al prístino islam del profeta y de sus sucesores, los califas. Los wahabíes trataban de trazar una línea divisoria entre el tercer siglo subsiguiente a la revelación del Corán y los períodos posteriores a fin de desterrar íntegramente la evolución posterior de la fe por considerarla emanada de una «perniciosa innovación».
El principio más importante del wahabismo se centraba en la afirmación de la cualidad única de Alá o, por emplear sus propias palabras, en la proclamación de la «unicidad de Alá». Toda asociación de Alá con seres inferiores fue declarada politeísmo (o shirk, en árabe), ya que el hecho de creer que Alá cuenta con compañeros o intermediarios equivale a creer en más de un Dios. El islam, al igual que otras muchas religiones, es una fe dinámica y ha experimentado cambios muy significativos a lo largo del tiempo. En el seno del islam se han desarrollado, con el transcurso de los siglos, un buen número de instituciones contrarias a ese principio absoluto del wahabismo, el de la unidad o unicidad de Alá.
En el mundo árabe existía, por ejemplo, la extendida costumbre de venerar a los santos y a los beatos, desde los compañeros del profeta Mahoma hasta los más humildes santones de las aldeas locales, provisto cada uno de ellos de un santuario o de un árbol sagrado propio. (Dichos santuarios siguen manteniéndose actualmente en muchos lugares del mundo árabe.) Los wahabíes se oponían a que los musulmanes rezaran a los santones a fin de que éstos intercedieran en su nombre ante Alá, ya que eso ponía en entredicho la unicidad de Dios. Argumentaban que el mejor modo de mostrar una actitud reverente hacia los musulmanes más destacados consistía antes en seguir su ejemplo que en rendirles culto en sus sepulcros. Los lugares sagrados de los santos, así como las peregrinaciones anuales que señalaban la dedicatoria de un día particular al festejo de un santo se convertirían por tanto en una de las primeras dianas contra las que habrían de dirigir sus ataques los wahabíes. Mohamed ibn Abd al-Wahhab taló los árboles sagrados e hizo añicos las tumbas de los santones con sus propias manos. Esto horrorizó a la sociedad más asentada de los musulmanes sunitas, que vieron en aquella profanación de las sepulturas un inequívoco signo de ofensa a las más veneradas figuras del islam.
Además del aborrecimiento que le inspiraba el culto a los santos, ibn Abd al-Wahhab habría de mostrarse particularmente intolerante con las prácticas místicas y las creencias asociadas con el sufismo. El misticismo islámico adopta muchas formas, desde el vinculado con los ascetas mendicantes hasta el propio de los célebres derviches giradores. Los sufíes emplean distintas técnicas, del ayuno a la entonación de cánticos o a la realización de bailes destinados bien a concretar un sacrificio personal, bien a alcanzar el éxtasis, bien a conseguir la unión mística con el Creador. Organizado en órdenes caracterizadas por convocar periódicas sesiones de recogimiento y plegaria, el sufismo era una parte fundamental de la vida religiosa y social otomana. Algunas órdenes consiguieron construir sedes magníficas y atraer a las élites sociales, mientras que otras optaron por hacer un llamamiento a la completa abstinencia y abandono de los bienes mundanales. Cada oficio y cada profesión estableció vínculos con una orden sufí en particular. De hecho, resulta difícil pensar en una institución religiosa que pudiera mantener con la sociedad otomana lazos más estrechos que la sufí. A pesar de ello, los wahabíes pensaban que todos cuantos se asociaran con el sufismo se confesaban por eso mismo politeístas, al aspirar a la unión mística con su Creador. Y la acusación de politeísmo era una acusación muy grave.
Al determinar que buena parte del islam otomano era en realidad politeísta, los wahabíes adoptaban una posición abocada a chocar con el imperio. Aunque el islam ortodoxo decrete la tolerancia de las demás fes ortodoxas, como el judaísmo y el cristianismo, se muestra absolutamente intolerante con el politeísmo, es decir, con la creencia en un gran número de dioses. De hecho, todos los buenos musulmanes tienen el deber de convencer a los politeístas de que se encuentran en un error y de convertirlos a la fe verdadera del islam. De no conseguirlo, los musulmanes tienen que asumir entonces el deber de entregarse a la yihad, esto es a la tarea de combatir y eliminar el politeísmo. Al afirmar que las prácticas más extendidas del islam como el sufismo y la veneración de los santos son prácticas politeístas, el wahabismo vino a plantear un desafío directo a la legitimidad religiosa del imperio otomano.
No les resultó difícil a los otomanos hacer caso omiso del reto del wahabismo mientras el movimiento permaneció circunscrito a la región centro-arábiga de Néyede, esto es, al otro lado de las fronteras otomanas. Entre el año 1744 y la fecha en que falleció Mohamed ibn Saud, es decir, el año 1765, la expansión del movimiento wahabí quedó confinada al ámbito de las poblaciones de los oasis del centro de la región del Néyede. Habría que esperar a finales de la década de 1780 para que el wahabismo alcanzara las fronteras otomanas del sur de Irak y el Hiyaz.
En la década de 1790, los otomanos comenzaron a percibir que aquel movimiento representaba una nueva amenaza para sus provincias árabes, así que se dirigieron al gobernador de Bagdad, instándole a tomar medidas. Sin embargo, el Pachá de Bagdad iba a hacer todo lo posible por retrasar al máximo el envío de tropas a los territorios hostiles de la península arábiga. De hecho, no terminaría reuniendo un ejército de diez mil hombres sino en el año 1798, fecha en la que por fin se decidió a combatir a los wahabíes. Las fuerzas otomanas lo pasaron mal en los territorios wahabíes, ya que se verían muy pronto rodeadas y no les quedaría más remedio que negociar una tregua con Saud ibn Abd el-Aziz, el comandante Saudí. Al acceder a la tregua, los wahabíes se guardaron muy mucho de prometer que habrían de respetar las poblaciones y las aldeas del Irak otomano en el futuro, con lo que el Pachá de Bagdad tenía serios motivos para estar preocupado.
Los wahabíes prosiguieron su cruzada de conquista, hasta que en el año 1802 se adentraron por primera vez en territorio otomano al atacar la ciudad sagrada de Kerbala, en el Irak meridional. Kerbala ocupa una posición muy especial en el islam chiita, ya que fue en esta población donde las fuerzas del califa omeya dieron muerte a Hussein ben Alí, nieto del profeta Mahoma, en el año 680 d. C. Al martirizado Hussein se le tiene en gran veneración, ya que es el tercero de los doce dirigentes infalibles, o imames, del islam chiita. Además, la mezquita construida sobre el emplazamiento de su tumba se hallaba lujosamente decorada, entre otras cosas, con una cúpula dorada. Miles de peregrinos acostumbraban a acudir anualmente a realizar ofrendas de objetos preciosos sobre el sepulcro del imam, efectuando al mismo tiempo actos de profunda devoción en su honor —lo que significa que se entregaban precisamente al tipo de veneración de los santos que los wahabíes consideraban más aborrecible.
El ataque que los wahabíes dirigieron contra la ciudad de Kerbala fue de una brutalidad escalofriante. El cronista Ibn Bishr nos ofrece una descripción de la carnicería redactada por esos mismos años:
Los musulmanes [es decir, los wahabíes] rodearon Kerbala y la tomaron al asalto. Mataron a la mayoría de la gente que se hallaba en los mercados y en las casas. Destruyeron la cúpula que coronaba la sepultura de Hussein. Arramblaron con todo cuanto cayó en sus manos en el mausoleo y cerca de él, incluyendo el manto decorado con esmeraldas, zafiros y perlas que cubría la tumba. Saquearon todo lo que encontraron en la ciudad —bienes, armas, ropajes, telas, oro, plata y libros de gran valor—. Los despojos que se llevaron resultan incontables. No permanecieron en la plaza sino una mañana, y partieron tras el mediodía, llevándose consigo sus nuevas posesiones. Dejaron atrás, en Kerbala, cerca de dos mil muertos.24
La degollina, la profanación del sepulcro y de la mezquita de Hussein, así como el pillaje de la ciudad dejaron bien sentada la violenta reputación que habrían de tener en lo sucesivo los wahabíes ante la opinión pública árabe. La crueldad del ataque y la matanza de tan gran número de hombres desarmados, mujeres y niños en un lugar de culto provocaría una generalizada reacción de repugnancia en todo el mundo otomano. Los habitantes de las pequeñas poblaciones y aldeas del sur de Irak, del este de Siria y de la región del Hiyaz volvieron los ojos al Gobierno otomano en busca de amparo frente a tan grave amenaza.
Los otomanos tuvieron grandes dificultades para plantar cara al desafío wahabí. El movimiento reformista tenía su base de operaciones en el centro de Arabia, lejos de las más remotas provincias árabes del imperio otomano. Las tropas otomanas, que partían de la Anatolia, se veían obligadas a marchar durante meses para alcanzar los límites de la región del Néyede. Y como ya había tenido ocasión de comprobar el gobernador de Bagdad, resultaba extremadamente difícil combatir a los wahabíes en su propio terreno. En un entorno tan hostil, el simple hecho de mantener el suministro de alimentos y agua que precisaban los vastos ejércitos movilizados constituía ya un tremendo desafío para los otomanos. El Gobierno otomano se vio así impotente e incapaz de contener la amenaza wahabí.
Los wahabíes asestaron el siguiente golpe en el corazón mismo de la legitimidad otomana al atacar las ciudades sagradas del islam —La Meca y Medina—. En marzo del año 1803, el comandante Saudí Saud ibn Abd el-Aziz penetró en el Hiyaz. Para el mes de abril había conquistado ya la ciudad de La Meca. Su ejército no encontró la menor resistencia, y Abd el-Aziz prometió no permitir que su ejército se entregara a actos de violencia. Al principio, Abd el-Aziz se dedicó a explicar sus creencias a los habitantes de La Meca, pero después pasó a imponerles las nuevas leyes por las que habrían de regirse en lo sucesivo: los ropajes de seda y el hábito de fumar quedaron prohibidos, se destruyeron los santuarios y los lugares sagrados, y se derribaron las cúpulas que remataban los edificios. Tras mantener sometidas durante un cierto número de meses a las ciudades santas del islam, los wahabíes abandonaron el Néyede. Más tarde, en el año 1806, los wahabíes decidieron despojar a los otomanos de la región del Hiyaz y anexionaron la provincia a su Estado, el cual había iniciado ya una fase de rápida expansión.
Tan pronto como los wahabíes obtuvieron el control de las ciudades de La Meca y Medina, los peregrinos del imperio otomano vieron vedado su acceso a las ciudades sagradas del islam, y no pudieron ya presentarse en ellas a fin de cumplir el sagrado deber religioso de la peregrinación. Las dos caravanas oficiales de peregrinos otomanos —tanto la de Damasco como la de El Cairo— acostumbraban a viajar en compañía de un mahmal, esto es, una litera o palanquín ricamente decorado y transportado a lomos de camello. El mahmal contenía un cobertor destinado a ser extendido sobre el santuario en el que se halla contenida la sagrada piedra negra conocida con el nombre de la Kaaba, esto es, el santuario que ocupa el centro de la mezquita de La Meca. Componían también el mahmal varios ejemplares del Corán y otros ricos tesoros. Este conjunto de objetos sagrados viajaba rodeado de músicos que percutían incesantemente sus tambores y hacían sonar sus trompetas. El empleo de la música, la decoración destinada al santuario de la Kaaba y la asociación de la opulencia con el culto a Alá eran todos ellos elementos que ofendían la rígida sensibilidad wahabí, así que los seguidores del movimiento se negaron a aceptar que el mahmal entrara en La Meca, interrumpiendo así los varios siglos que llevaban los musulmanes sunitas venerando el más sagrado lugar de La Meca.
Uno de los oficiales que acompañaba a la caravana egipcia en el año 1806 relata de este modo al cronista al-Yabarti las experiencias que tuvo en su contacto con los wahabíes:
Señalando al mahmal, el wahabí preguntó [al oficial]: «¿Qué son esas ofrendas que traéis y custodiáis con tanta veneración entre vosotros?».
Y él respondió: «Es una costumbre que hemos venido observando desde los tiempos más antiguos. Se trata de un emblema y de una señal para que los peregrinos puedan congregarse».
El wahabí dijo: «no lo hagáis así, y no volváis a traerlo. Si lo vuelvo a ver, lo aplastaré».25
En el año 1807, una caravana siria que viajaba sin mahmal y sin músicos solicitó que se la dejara entrar en La Meca, y a pesar de todo le fue negado el paso. Con o sin mahmal, los wahabíes creían que los musulmanes otomanos no eran mejores que los politeístas, así que les negaban sistemáticamente la entrada a los más sagrados lugares del islam.
El más importante de los títulos imperiales del sultán hacía justamente hincapié en su papel como defensor de la fe y protector de las ciudades santas del Hiyaz. La anexión de esa región por parte de los wahabíes y la prohibición que impusieron a las caravanas de peregrinos otomanas venía a suponer un desafío a los poderes temporales del Estado otomano y cuestionaba tanto su capacidad para consolidar el ejercicio de su dominio en sus territorios como la legitimidad religiosa del sultán, en tanto que custodio de las más sagradas urbes del islam. La relevancia de la amenaza no podía ser más grave. De no conseguir responder a dicho desafío y reafirmar consiguientemente su autoridad, los otomanos no podrían perdurar.
Pese a que los otomanos se apresuraron a descalificar a los wahabíes, tachándolos de salvajes beduinos del desierto, sabían perfectamente que les iba a resultar difícil derrotar al movimiento reformista. Como han mostrado recientemente las guerras libradas en Kuwait e Irak, las grandes potencias han de hacer frente a enormes problemas logísticos para sostener un enfrentamiento armado en Arabia. Los otomanos se veían obligados a enviar a sus tropas en barcos de vela, y una vez arribados, los soldados aún tenían que salvar a pie grandes distancias, con un calor terrible y bajo la espada de Damocles del dificultoso abastecimiento, organizado necesariamente por medio de largas y vulnerables líneas. Después no les quedaba más remedio que combatir a los wahabíes en su propio terreno. Y por si fuera poco, sus enemigos eran unos fanáticos, pues estaban convencidos de estar realizando una encomienda divina. Por último, siempre existía el riesgo de que los soldados otomanos se mostraran receptivos al poderoso mensaje de los wahabíes y se pasaran con armas y bagajes al bando contrario.
Resultaba impensable hacer que una fuerza de campaña salvara la enorme distancia que separa Estambul de la región del Hiyaz. Los otomanos carecían tanto de los recursos económicos como de la potencia militar suficiente para semejante empresa. Por consiguiente, optaron por realizar repetidas demandas a los gobernadores provinciales de Bagdad, Damasco y El Cairo. El gobernador de Bagdad llevaba ya tiempo contrarrestando los continuos ataques que los wahabíes lanzaban contra las provincias del sur de Irak y todavía no había conseguido repeler con éxito las incursiones que éstos realizaban. El gobernador curdo de Damasco, Kanj Yusuf Pachá, prometió a Estambul que reabriría la ruta de los peregrinos. Sin embargo, carecía de los recursos necesarios para llevar a cabo tal campaña. Como observa el cronista sirio Mijail Mishaqa, Kanj Yusuf Pachá «no podía enviar el suficiente número de soldados, y tampoco suministrarles munición bastante para expulsar a los wahabíes de la región del Hiyaz, una región que se encontraba a cuarenta días de marcha [de Damasco] y que obligaba a cruzar grandes extensiones de ardientes arenas en las que resultaba imposible encontrar agua para hombres y bestias».26
Sólo había una persona que, además de ser capaz de movilizar las tropas necesarias, hubiera demostrado la habilidad suficiente como para derrotar a los wahabíes y devolver el Hiyaz al imperio otomano. Desde el año 1805, Egipto había venido siendo gobernado por un gobernador de extraordinaria habilidad. Sin embargo, el talento y la ambición que tan idóneo le hacían para enfrentarse al desafío wahabí iban a volverse muy pronto en contra del Estado otomano. De hecho, Mehmet Alí Pachá terminaría convirtiéndose en la confirmación más clara de una peligrosa tendencia: la que impulsaba a los caudillos de las provincias a desafiar la dominación que venía ejerciendo Estambul en las regiones árabes. Además, Mehmet Alí demostraría poseer el poderío suficiente como para derrocar a la mismísima dinastía otomana.