Capítulo 3
EL IMPERIO EGIPCIO DE MEHMET ALÍ
En junio de 1798 se perfiló en el horizonte, a corta distancia de las costas de Egipto y sin previo aviso, la silueta de unos buques británicos. Un destacamento de desembarco lanzó una chalupa al agua y se acercó a golpe de remo hasta la orilla, donde sería recibido por el gobernador y los notables de lo que por entonces era la modesta ciudad portuaria de Alejandría. Los británicos advirtieron a las autoridades de que se avecinaba, de forma inminente, una invasión francesa, y ofrecieron su ayuda. El gobernador quedó indignado: «¡Éstas tierras son del sultán. Ni los franceses ni nadie tiene derecho a hollarlas, así que déjennos en paz!».1 La mera sugerencia de que una nación inferior como Francia pudiera constituirse en amenaza para la dominación otomana, o la simple idea de que los súbditos otomanos pudiesen buscar la ayuda de otra nación de poca monta como Gran Bretaña, había supuesto una clara ofensa para los notables de Alejandría. Los británicos regresaron remando a sus navíos de altos puntales y se retiraron. Nadie concedió la menor importancia al incidente, por el momento.
Las gentes de Alejandría se levantaron la mañana del uno de julio y descubrieron que el puerto de la ciudad bullía de hombres armados y prestos para la guerra, encontrando invadido todo el litoral. Napoleón Bonaparte se había presentado en sus tierras, al frente de una gigantesca fuerza invasora. Era el primer ejército europeo que ponía el pie en Oriente Próximo desde los tiempos de las cruzadas. Superados en número y en armamento, los defensores de Alejandría se rindieron en cuestión de horas. Conquistada la plaza, los franceses consolidaron su posición y partieron en dirección a El Cairo.
Los jinetes mamelucos trabaron combate con el ejército francés a las afueras de la plaza. En lo que parecía una repetición de la batalla que libraran en 1516 los mamelucos contra los otomanos en Marj Dabiq, los gallardos mamelucos desenvainaron las espadas y cargaron contra los invasores franceses. No llegaron siquiera a ponerse en situación de poder asestar un golpe. Los franceses se desplazaron en formación cerrada, y, una tras otra, las filas de su infantería fueron descerrajando en rotación una descarga de fusilería tan nutrida que en poco tiempo terminaron diezmando a la caballería mameluca. «La atmósfera se oscureció con el humo, la pólvora y el polvo que levantaba el viento», sostiene el registro de un cronista egipcio de la época. «El ininterrumpido tiroteo resultaba ensordecedor. Los lugareños tenían la impresión de que la tierra se había puesto a temblar y de que el cielo amenazaba con desplomarse sobre sus cabezas.»2 Según algunos testigos presenciales egipcios, el choque terminó en menos de tres cuartos de hora. El pánico se apoderó de las calles cuando el ejército de Napoleón ocupó la indefensa ciudad de El Cairo.
A lo largo de los tres años siguientes, las gentes de Egipto no tuvieron más remedio que habituarse a las costumbres y los modales de los franceses, así como a las ideas de la Ilustración y a la tecnología de la revolución industrial. Napoleón tenía intención de establecer de forma permanente la dominación francesa en Egipto, y eso implicaba ganarse las simpatías de la gente y conseguir que apreciaran los beneficios de la gobernación gala. Aquello era algo más que una aventura militar. La infantería francesa viajaba en compañía de un pequeño contingente de sesenta y siete savants, es decir, de eruditos, y todos ellos habían sido enviados a Egipto con la doble misión de estudiar el país y de impresionar a los egipcios con la superioridad de la civilización francesa. Salpimentada con un buen puñado de ideas sacadas de la Revolución Francesa, la ocupación de Egipto venía a constituir una especie de «misión civilizadora» gala en versión original.
Uno de los más determinantes testigos presenciales de la ocupación fue Abderramán al-Yabarti (1754-1824), un intelectual y teólogo que tenía acceso a las más altas esferas sociales, tanto en el lado francés como en el bando egipcio. Al-Yabarti dedica numerosas páginas a la ocupación francesa, y expone con todo detalle el encuentro de los egipcios con los franceses, con las ideas revolucionarias de estos últimos y con su pasmosa tecnología.
El abismo que separaba los valores de los revolucionarios franceses de los que defendían los musulmanes egipcios era infranqueable. Los principios de la Ilustración, que según los franceses poseían un carácter universal, resultaban profundamente ofensivos para muchos egipcios, tanto en su condición de súbditos otomanos como en su calidad de piadosos musulmanes. El abismo entre sus respectivas cosmovisiones se haría patente desde el mismo momento en el que Napoleón decidiera realizar su primera proclamación ante el pueblo egipcio, ocasión en la que afirmaría «que todos los hombres son iguales ante Dios, y que sólo la prudencia, el talento y la virtud alcanza a establecer diferencias entre ellos».
Lejos de imbuir en sus corazones la idea de una liberación, el pronunciamiento de Napoleón provocó una honda consternación. Al-Yabarti refutará por escrito, y punto por punto, el contenido de la proclamación, rechazando la mayor parte de los valores «universales» de que alardeaba Napoleón. Desmontó la afirmación por la que Napoleón sostenía que todos los hombres eran iguales diciendo que era «una mentira y una estupidez», y concluyó de este modo: «Cualquiera puede ver que son materialistas, hombres que niegan todos los atributos divinos. El credo que siguen consiste en hacer de la razón el elemento supremo, junto con lo que el conjunto de la gente apruebe en función de su capricho».3 Las afirmaciones de al-Yabarti son un reflejo de lo que opinaban mayoritariamente los egipcios musulmanes, ya que rechazaban que el ejercicio de la razón humana pudiera imponerse a la religión revelada.
Pese a que los franceses no consiguieran ganarse a los egipcios y hacer que abrazaran las ideas ilustradas, lo cierto es que no perdieron en ningún momento la confianza en que la tecnología francesa lograra impresionar a los lugareños. Los sabios que acompañaban a Napoleón traían consigo más de un truco en el morral. En noviembre del año 1798, los franceses organizaron el lanzamiento de uno de los globos de aire caliente que habían ideado los hermanos Montgolfier. Colocaron anuncios por todo El Cairo invitando a los habitantes de la ciudad a contemplar el maravilloso ingenio volador. Al-Yabarti había oído que los franceses afirmaban cosas increíbles de su artilugio aéreo. Decían, refiere, «que la gente se sentaría en él y viajaría a países distantes a fin de obtener información o de enviar mensajes». En cualquier caso, al-Yabarti decidió acudir a la demostración y verla con sus propios ojos.
Al contemplar el globo sobre la plataforma en que había sido instalado —deshinchado y adornado con los tonos rojos, blancos y azules de la bandera tricolor francesa—, al-Yabarti consideró con escepticismo el desafío. Los franceses prendieron fuego al quemador del globo y lo llenaron de aire caliente hasta que se elevó por encima de sus cabezas. La multitud dejó escapar un sofocado grito de asombro, y resultó evidente que a los franceses les encantaba su reacción. Todo pareció desarrollarse sin contratiempos hasta que se apagó el quemador del globo. Desprovisto del suministro de aire caliente, el ingenio se arrugó y cayó al suelo. El accidente del globo volvió a hacer que renaciera en el público de El Cairo el sentimiento de desprecio hacia la tecnología francesa. Así lo expresa desdeñosamente al-Yabarti: «Resultó que aquello era como las cometas que los criados construyen para añadir realce a los días de fiesta y las bodas».4 Los habitantes del lugar no quedaron en modo alguno impresionados.
Los franceses no supieron valorar adecuadamente la orgullosa naturaleza de los egipcios, ni lo humillante que resultaba para ellos el hecho de padecer una ocupación extranjera. Las proclamas de Napoleón parecían esperar la gratitud de los egipcios, pero serían muy pocos los musulmanes egipcios que mostraran una actitud de aprobación hacia los franceses o sus instituciones, al menos no en su presencia. El experimento químico llevado a cabo por monsieur Bertholet (1748-1822) nos ofrece un ejemplo arquetípico.
Al-Yabarti, que acudía regularmente al Instituto Francés de El Cairo, se hallaba una vez más entre los asistentes, y confesará sin tapujos el asombro que habrán de causarle las proezas de química y física de que será testigo. «una de las cosas más extrañas que he visto en [el instituto] ha sido la siguiente —escribe—: uno de los ayudantes [del señor Bertholet] cogió una botella llena de un líquido destilado y vertió una pequeña cantidad de él en una copa. A continuación añadió una sustancia procedente de otra botella. Los dos líquidos comenzaron a hervir y a soltar un humo de vivos colores. Al final la ebullición y los vapores cesaron y el contenido de la copa apareció seco y convertido en una piedra amarilla. El ayudante volcó la copa sobre el estante en el que trabajaba. Era un trozo de mineral seco, y pudimos cogerlo en la mano para examinarlo.» Tras esta transformación de sustancias líquidas en materia sólida vendrían una serie de demostraciones relacionadas con las propiedades inflamables de los gases y la volatilidad del sodio puro, el cual producía, «si se lo golpeaba suavemente con un martillo ... Un sonido aterrador semejante a la detonación de una carabina». Al-Yabarti se sintió molesto al observar que los sabios encontraban divertido que tanto él como sus compatriotas egipcios quedaran asombrados al oír el estampido.
La pièce de resistance* fue una demostración de las propiedades de la electricidad mediante la utilización de unas vasijas de Leyden, las cuales se habían utilizado por primera vez como generadores electrostáticos en el año 1746. «Si una persona sostenía con una mano el extremo de las conexiones ... Y con la otra tocaba el borde del cristal giratorio ... Su cuerpo experimentaba tremendas convulsiones, poniéndose a temblar de la cabeza a los pies. Empezaban primero a entrechocarse los huesos del hombro e inmediatamente después comenzaban a vibrar los antebrazos. Todo aquel que tocara a la persona que sostenía los elementos conductores, o que la agarrara por la ropa, o aún que entrara en contacto con cualquier cosa unida a ella, exhibía exactamente los mismos síntomas, aunque se tratase de mil personas o más.»
No hay duda de que los egipcios que se hallaban presentes en la demostración quedaron muy impresionados por cuanto habían visto. Sin embargo, hicieron todo lo posible por no dejar traslucir su asombro. Uno de los ayudantes de los sabios de Napoleón, que había asistido al experimento químico, escribiría más tarde que «todos aquellos milagros de la transformación de los fluidos, de las convulsiones eléctricas y de los ensayos de galvanismo no les habían causado la menor sorpresa». Una vez terminada la demostración, este ayudante francés sostiene que uno de los intelectuales musulmanes decidió plantear una pregunta por medio de un intérprete. «Todo esto está muy bien y es muy interesante, ¿pero pueden estos señores conseguir que yo me encuentre aquí y en Marruecos al mismo tiempo?» A modo de réplica, Bertholet se encogió de hombros. «Ah, bueno —dijo el jeque—, entonces resulta que no es usted tan buen brujo como pretende hacernos creer.»5 Sin embargo, al reflexionar acerca de la demostración en la intimidad de su estudio, al-Yabarti se atreve a disentir: «nos mostraron cosas muy extrañas [en el instituto], dispositivos y aparatos que realizaban unas operaciones que nuestras mentes eran incapaces de comprender».6
Los verdaderos motivos que habían empujado a Napoleón a invadir Egipto en el año 1798 eran de orden geoestratégico, no cultural. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, el principal rival de Francia era Gran Bretaña. Estas dos potencias marítimas europeas pugnaban por alzarse con la supremacía en un cierto número de escenarios, entre los que cabe mencionar el de las dos Américas, el Caribe, áfrica y la India. Las compañías comerciales británicas y francesas habían librado crudos enfrentamientos para dirimir a quien debía corresponder la posición preponderante en la India, hasta el punto de que únicamente la guerra de los Siete Años (1756-1763) sería capaz de zanjar el litigio que había dado origen a esos encontronazos, al derrotar los británicos a los franceses y consolidar así su hegemonía en el subcontinente. Francia no lograría resignarse a encajar las pérdidas que acaba de sufrir en la India.
Al estallar las guerras revolucionarias francesas en el año 1792, Gran Bretaña y Francia reanudaron sus hostilidades. Napoleón, que buscaba el modo de perjudicar los intereses británicos, puso sus miras en la India. Al apoderarse de Egipto abrigaba la esperanza de dominar el Mediterráneo oriental y cegar así la estratégica vía comercial que conectaba —por mar y por tierra— Europa con la India, tras atravesar el Mediterráneo, cruzar Egipto hasta llegar al mar Rojo y alcanzar la India navegando por el océano índico. Los británicos se percataron de que Napoleón estaba reuniendo una importante fuerza expedicionaria en Tolón y sospecharon que podía tratarse de un inminente ataque contra Egipto. Se confió al almirante Horacio Nelson el mando de una poderosa escuadra a fin de que interceptara a la flota francesa. Lo cierto es que Nelson consiguió llegar antes que los franceses a Egipto, donde tendría el breve y descorazonador encuentro con el gobernador de Alejandría al que ya nos hemos referido. Nelson se replegó, junto con sus buques de guerra, para hacer frente a Napoleón en algún punto del Mediterráneo oriental.
Sin embargo, los franceses conseguirían eludir el encuentro con la Marina Real Británica, y el ejército de Napoleón pudo así apoderarse rápidamente de Egipto. Sin embargo, la escuadra de Nelson alcanzaría a la flota francesa un mes más tarde, y el primero de agosto de 1798, en la batalla del Nilo, conseguiría hundir o apresar todos los navíos de guerra franceses, salvo dos. El buque insignia de Napoleón, bautizado con el nombre de L’Orient, fue pasto de las llamas en el transcurso de la batalla, explotando en medio de una espectacular bola de fuego que iluminó el cielo nocturno. En este choque los franceses perderían más de mil setecientos hombres.
La victoria británica sobre la flota francesa condenó al fracaso a la expedición Napoleónica. Los veinte mil hombres del ejército francés se hallaban ahora atrapados en Egipto, rotas sus líneas de comunicación con Francia. Aquella derrota supuso un golpe terrible para la moral de las tropas francesas destacadas en Egipto. La sensación de aislamiento se agravó en agosto de 1799, fecha en la que Napoleón abandonó sin previo aviso a su ejército a fin de regresar a Francia y hacerse con el poder en noviembre de ese mismo año.
Tras la huida de Napoleón, el ejército francés de Egipto se encontró con que no se hallaba ya al servicio de misión alguna. El sucesor de Napoleón al frente del contingente egipcio entabló negociaciones con los otomanos con vistas a la total evacuación de las fuerzas francesas de Egipto. Los franceses y los otomanos alcanzarían muy pronto un acuerdo —el mismo mes de enero del año 1800—, pero los británicos torpedearían sus planes, ya que no deseaban que ningún gran ejército experimentado viniera a reforzar la posición de las legiones Napoleónicas y presentara batalla a los británicos en otros frentes. En el año 1801, el Parlamento británico autorizó el envío de una expedición militar a Egipto a fin de acelerar los términos de la rendición francesa en Egipto. La expedición se presentó en Alejandría en marzo de ese año y sumó sus fuerzas a las de los otomanos en un movimiento de tenaza que les confería el control de El Cairo. En junio de 1801, los franceses entregaron El Cairo, y en agosto arriarían su bandera de los mástiles de Alejandría. Después se embarcaron en los buques británicos y otomanos que les esperaban para transportarlos de regreso a Francia, quedando así definitivamente cerrada la triste peripecia francesa en Egipto.
La ocupación francesa de Egipto había durado tres años justos. Considerado desde el punto de vista de la experiencia humana, la situación había dado lugar a instantes fascinantes, ya que tanto egipcios como franceses habían encontrado extremos que admirar y condenar en sus respectivas culturas. Ambos bandos saldrían escaldados de aquel contacto. Los franceses porque, al haberse visto expulsados de El Cairo en el verano de 1801 por una fuerza conjunta anglo-otomana, habían perdido el aplomo que anteriormente exhibieran como agentes de un nuevo orden revolucionario. Antes al contrario, habían visto diezmadas sus filas por efecto de la guerra y la enfermedad, con lo que su moral hubo de encajar un serio revés tras los años pasados en Egipto, en los que prácticamente no habían tenido un solo momento de respiro. Fueron muchos los franceses que se convirtieron al islam, casándose con mujeres egipcias, lo que difícilmente podría considerarse un signo de condescendencia hacia las gentes que se hallaban sometidas a su ocupación. Pero también la confianza de los egipcios se había visto conmocionada tras aquel breve período de sujeción. Su confrontación con los franceses, esto es, con sus ideas y con su tecnología, había dado al traste con la percepción que antes tenían de constituir una civilización superior.
* * *
Tras su partida, los franceses dejaron Egipto sumido en un vacío de poder. Los tres años que había durado su ocupación habían quebrado los cimientos del poder mameluco tanto en El Cairo como en el Bajo Egipto. Los otomanos querían evitar a toda costa la reorganización de las casas aristocráticas mamelucas, y, desaparecidos los franceses, se encontraron ante una oportunidad inmejorable para reafirmar su autoridad en la díscola provincia de Egipto. Los británicos temían que Napoleón regresara e intentase reconquistar Egipto, y estaban decididos a dejar tras de sí una situación que resultase fuertemente disuasoria. En lo tocante a la defensa de Egipto frente a un hipotético ataque futuro de los franceses, los británicos confiaban más en la capacidad de los mamelucos que en la de los otomanos, así que maniobraron para restaurar en el poder a las familias mamelucas más poderosas. Presionaron a los otomanos, instándoles a que concedieran el perdón a los Beyes mamelucos más determinantes, y éstos comenzaron a restaurar el vigor de sus respectivos linajes y a reflotar su influencia. Los otomanos, por su parte, se avinieron —aunque muy a su pesar— a los deseos de los británicos.
Tan pronto como la fuerza expedicionaria británica abandonó Egipto en el año 1803, los otomanos volvieron a aplicar en Egipto las soluciones que mejor se ajustaban a sus intereses. La Sublime Puerta ordenó al gobernador de El Cairo que aniquilara a los Beyes mamelucos y se incautara de sus riquezas a fin de engrosar con ellas las arcas del tesoro del imperio.7 Sin embargo, los mamelucos habían recobrado ya buena parte de su anterior fuerza y lograron resistir los ataques otomanos. Esto dejó el escenario listo para una acerba lucha de poder entre los otomanos y los mamelucos, un enfrentamiento que habría de prolongar el sufrimiento de los civiles de El Cairo, ya bastante castigados por los anteriores años de conflicto. Del subsiguiente caos iba a surgir un comandante otomano que habría de revelarse capaz de embridar el choque con los mamelucos y de conseguir el respaldo de la población en su intento de alzarse con la primacía en Egipto. De hecho, estaba llamado a convertirse muy pronto en una de las figuras más influyentes de la moderna historia de Egipto. Se llamaba Mehmet Alí.
Nacido en el seno de una familia albanesa en la pequeña población macedonia de Kavala, Mehmet Alí (1770-1849) lograría capitanear un poderoso y desmandado contingente de seis mil albaneses integrado en el ejército otomano de Egipto. Entre los años 1803 y 1805, y por medio de una serie de tornadizas alianzas, Mehmet Alí conseguiría aumentar su poder personal a expensas del gobernador otomano, de los comandantes de los demás regimientos otomanos y de los más destacados Beyes mamelucos. Cultivaría asimismo abiertamente el apoyo de los notables de El Cairo, que se mostraban cada vez más inquietos tras los cinco años de inestabilidad económica y política que habían seguido, primero a la ocupación francesa, y ahora a la sujeción otomana. En el año 1805, el comandante del destacamento albanés revelaría ser un hombre con el suficiente poder como para decidir quién debía ocupar el trono de El Cairo. Sin embargo, lo cierto es que Mehmet Alí aspiraba a ocuparlo él mismo.
Las actividades de Mehmet Alí no habían pasado desapercibidas a ojos de las autoridades otomanas. El comandante del contingente de albaneses tenía reputación de ser un agitador, pero poseía un talento y una ambición que podían resultar ventajosos para el imperio. Mientras tanto, la situación de Arabia seguía siendo crítica. En el año 1802, los wahabíes habían atacado los territorios de Irak sujetos a la dominación otomana y en 1803 se habían apoderado de la ciudad santa de La Meca. Los reformistas islámicos se hallaban ahora en situación de imponer sus condiciones a las caravanas de peregrinos otomanas procedentes de El Cairo y Damasco, amenazando con prohibirles todo acceso a las ciudades santas de La Meca y Medina (y así lo harían después del año 1806). Este estado de cosas resultaba intolerable para el sultán, ya que entre sus títulos figuraba el de ser el guardián de los más sagrados lugares del islam. En 1805, cuando los notables de El Cairo consideraron oportuno solicitar por primera vez a Estambul que nombrase gobernador de Egipto a Mehmet Alí, la Sublime Puerta decidió satisfacer a medias su deseo y le designó gobernador de la provincia árabe del Hiyaz, confiándole la peligrosa misión de aplastar al movimiento wahabí.
En tanto que gobernador in pectore del Hiyaz, Mehmet Alí fue promovido al rango de Pachá, lo que le permitía aspirar al cargo de gobernador de cualquier provincia otomana. De hecho, si Mehmet Alí aceptó el nombramiento de gobernador del Hiyaz fue únicamente por el título que llevaba aparejado. No mostraría el menor interés en trasladarse a la provincia del mar Rojo para tomar posesión de su nuevo cargo. En vez de eso, lo que hizo fue conspirar con los aliados que tenía entre los notables civiles de El Cairo a fin de presionar a los otomanos y conseguir que le nombraran gobernador de Egipto. Los notables confiaban en que Mehmet Alí y sus soldados albaneses pudieran imponer el orden en El Cairo. Sin embargo, cayeron en el espejismo de creer que Mehmet Alí se sentiría obligado con ellos por una deuda de gratitud y que les compensaría por la ayuda recibida en el proceso de obtención del cargo permitiéndoles ejercer influencia sobre él. En este sentido, esperaban conseguir una disminución de la carga fiscal que el Gobierno hacía gravitar sobre los artesanos y los comerciantes de El Cairo, regenerando así la vitalidad económica de la provincia en su propio beneficio. Sin embargo, Mehmet Alí tenía otros planes.
En mayo del año 1805, los habitantes de El Cairo se sublevaron para protestar por la conducta de Khurshid Ahmad Pachá, el gobernador otomano. El pueblo llano de El Cairo había llegado al límite de su aguante tras años de inestabilidad, violencia, impuestos abusivos e injusticias. Cerraron las tiendas a modo de condena y exigieron a los otomanos que se eligiera al gobernador que ellos señalaran. Al-Yabarti, que había tenido la oportunidad de conocer íntegramente ese agitado período, hablará de que en las mezquitas de El Cairo se produjeron grandes manifestaciones encabezadas por jeques tocados con turbantes, y de que en ellas los jóvenes salmodiaban eslóganes contra su tiránico Pachá y contra la injusticia otomana. La turba se abrió paso hasta la residencia de Mehmet Alí.
—¿Y quién queréis que sea vuestro gobernador? —preguntó Mehmet Alí.
—No aceptaremos a nadie salvo a ti —replicó la gente—. Tú nos gobernarás de acuerdo con nuestra condición, porque sabemos que eres un hombre justo y bueno.
Mehmet Alí declinó modestamente el ofrecimiento. La muchedumbre insistió. Fingiendo renuencia, el astuto albanés se dejó finalmente persuadir. Después, los principales notables le ofrecieron un manto orlado de armiño y una toga ceremonial en un improvisado rito de investidura. Aquello era un acontecimiento sin precedentes: las gentes de El Cairo habían impuesto a un gobernador de su elección al imperio otomano.
El gobernador en ejercicio, Khurshid Ahmad Pachá, no se dejó impresionar. «He sido nombrado por el sultán mismo y no me echará del cargo el mandato de unos campesinos», habría de replicar. «Únicamente abandonaré la Ciudadela si así me lo ordena el gobierno imperial.»8 Durante un mes entero, los ciudadanos de El Cairo sitiaron en la ciudadela al gobernador depuesto, hasta que finalmente, el 18 de junio de 1805, llegó una orden de Estambul por la que se confirmaba en el puesto al gobernador elegido por la gente. Mehmet Alí quedaba convertido así en dueño y señor de Egipto.
Sin embargo, una cosa era ser nombrado gobernador de Egipto —un gran número de hombres había ostentado ese título desde que los otomanos conquistaran dicho territorio en el año 1517—, y otra muy distinta gobernar de hecho la provincia. Con todo, Mehmet Alí Pachá establecería su dominio en la provincia con una autoridad que nadie había mostrado antes que él. Logró monopolizar las riquezas de Egipto y emplear los ingresos que llegaban a sus manos para organizar un poderoso ejército y un estado burocrático. Utilizó a su ejército para expandir los límites de las tierras sujetas a su mando, haciendo que Egipto quedara convertido, por derecho propio, en el centro del imperio. Sin embargo, a diferencia de Alí Bey al-Kabir, que era mameluco y soñaba con reconstruir el imperio de su estirpe, Mehmet Alí era otomano, y lo que se proponía era sojuzgar al imperio otomano.
Mehmet Alí era también un importante innovador llamado a encauzar a Egipto por la senda de las reformas y que se inspiraría de tal modo en las ideas y en la tecnología europeas que, más tarde, los propios otomanos juzgarían apropiado imitarle. Crearía el primer ejército campesino de masas de todo el Oriente Próximo. Pondría en marcha uno de los primeros programas de industrialización que habría de ver la luz fuera de Europa, aplicando la tecnología de la revolución industrial para fabricar armas y uniformes con los que pertrechar a su ejército. Envió misiones educativas a las capitales europeas y fundó un gabinete de traductores al que encargó la publicación en lengua árabe de distintos libros y manuales técnicos europeos.
Entabló relaciones directas con las grandes potencias europeas, las cuales le tratarían más como a un soberano independiente que como a un virrey del sultán otomano. En los últimos años de su mandato, Mehmet Alí lograría que su familia se hiciese con la gobernación hereditaria de Egipto y de Sudán. Su dinastía habría de dirigir los destinos de Egipto hasta que la revolución de 1952 viniera a derribar la monarquía.
Pese a haber cambiado la designación inicial de Mehmet Alí, pasando de nombrarle gobernador del Hiyaz a caudillo de El Cairo, la Sublime Puerta no había dejado de esperar que encabezara una campaña contra los wahabíes destinada a restaurar la autoridad otomana en Arabia. El nuevo gobernador encontró mil pretextos para hacer caso omiso de las órdenes de Estambul. Había llegado al poder gracias a la situación de desorden y sabía que también le depondrían a él a menos que se mostrara capaz de mantener en cintura a las gentes de El Cairo y a los soldados otomanos.
Los soldados albaneses que Mehmet Alí capitaneaba le conferían una base de poder independiente y habrían de ayudarle a conseguir imponerse por la fuerza en El Cairo. Las fragmentadas casas aristocráticas mamelucas iban a ser su primer objetivo, y las perseguiría hasta obligarlas a refugiarse en el Alto Egipto. Sin embargo, esas campañas habrían de revelarse muy pronto excesivamente onerosas, así que el Pachá comprendió que un contingente de soldados no era suficiente para controlar Egipto. Si quería conseguir su objetivo necesitaría también dinero. La producción agrícola era la principal fuente de ingresos de la provincia. No obstante, la quinta parte de las tierras de labor egipcias se dedicaban, en régimen de donación, al sostenimiento de las instituciones islámicas, mientras que las otras cuatro quintas partes estaban en manos de los linajes aristocráticos mamelucos y de otros grandes terratenientes, quienes las explotaban como arrendatarios, recaudando a cambio las cargas fiscales que pesaban sobre ellas, todo lo cual reportaba escasos beneficios a las arcas de El Cairo. Para controlar los ingresos egipcios, Mehmet Alí tendría que subyugar primero las propiedades rústicas.
Al someter a las tierras de Egipto a un sistema de imposición fiscal directo, Mehmet Alí obtuvo los recursos necesarios para imponer su dominio en toda la provincia. Y al hacerlo conseguiría además socavar el fundamento económico tanto de sus oponentes mamelucos como de los notables de El Cairo que les apoyaban. Despojó a los eruditos religiosos de todo ingreso autónomo, y las élites terratenientes pasaron a depender del gobernador al que habían querido dominar. Mehmet Alí tardaría en total seis años en consolidar su posición en Egipto antes de aceptar finalmente el encargo por el que el sultán le instaba a encabezar una campaña contra los wahabíes de Arabia.
En marzo del año 1811, Mehmet Alí colocó a su hijo, Tusún Pachá, al frente de la operación militar contra los wahabíes. Aquélla iba a ser la primera empresa arriesgada que Mehmet Alí se aventurara a iniciar fuera de las fronteras de Egipto. Antes de enviar al extranjero a una importante porción de su ejército, Mehmet Alí quería asegurarse una situación de paz y de estabilidad en el interior de Egipto. Organizó una ceremonia de investidura para elevar a su hijo Tusún al rango de comandante de la misión e invitó al acto a las más descollantes personalidades de El Cairo, entre las que se encontraban algunos de los Beyes mamelucos más poderosos. Tras los largos años de hostilidad que había mostrado hacia ellos el gobierno de Mehmet Alí, los Beyes consideraron que la invitación debía interpretarse como un gesto conciliatorio. Estaba claro, razonaron, que el gobernador había comprendido que le iba a resultar más fácil ejercer su cargo con el respaldo de los mamelucos que empeñarse en continuar combatiéndoles. Casi todos los Beyes aceptaron la invitación, presentándose en la ciudadela de El Cairo ataviados con sus más hermosas galas, dispuestos a participar en la ceremonia. Si alguno de los Beyes abrigaba algún recelo, el hecho de que prácticamente todos los mamelucos de mayor rango y posición se contaran entre los asistentes debió de haberle dado una cierta sensación de seguridad. Además, ¿qué clase de canalla se atrevería a violar las leyes de la hospitalidad traicionando a sus invitados?
Tras la ceremonia de investidura, los mamelucos desfilaron en procesión formal por la ciudadela. Al cruzar uno de los corredores que conducen a las distintas puertas del recinto, éstas se cerraron súbitamente. Antes de que los confusos Beyes alcanzaran a comprender lo que estaba sucediendo, grupos de soldados hicieron su aparición en lo alto de los muros que les circundaban y abrieron fuego. Tras años de lucha, los soldados habían terminado odiando a los mamelucos, así que se regodearon en su misión, saltando desde las murallas para rematar a los Beyes. «Los soldados perdieron la cabeza y no sólo hicieron una carnicería con los emires sino que les arrebataron los ropajes», escribe al-Yabarti. «Dando muestras de su odio, no perdonaron la vida a ninguno.» Aniquilaron a los mamelucos y a los comparsas que los Beyes habían disfrazado para añadir boato a la procesión, pese a que la mayoría de esos figurantes no fueran más que ciudadanos corrientes de El Cairo. «Todas aquellas gentes no paraban de gritar y de pedir auxilio. Uno llegó incluso a decir: “no soy ni soldado ni mameluco”. Otro chilló: “no soy uno de ellos”. Pero los soldados no atendieron ni a alaridos ni a ruegos.»9
Las tropas de Mehmet Alí irrumpieron, desbocadas, en la ciudad. Sacaron a rastras de sus escondites a todos cuantos les parecieron sospechosos de ser mamelucos y los llevaron a la parte trasera de la ciudadela, donde los decapitaron. En el informe que habría de enviar más tarde a Estambul, Mehmet Alí afirmó que habían resultado muertos veinticuatro Beyes y cuarenta de sus acompañantes, enviando las cabezas y las orejas cercenadas de sus enemigos en prueba de sus palabras.10 La crónica de al-Yabarti sugiere que la violencia causó bastantes más víctimas.
La masacre ocurrida en la ciudadela supuso el golpe de gracia para los mamelucos de El Cairo. Habían logrado sobreponerse a la conquista de Selim el Severo y a la invasión de Napoleón, pero tras casi seis siglos en El Cairo se habían visto poco menos que exterminados por Mehmet Alí. Los pocos Beyes mamelucos que sobrevivieron optaron por permanecer en el Alto Egipto, sabedores de que el gobernador de El Cairo no se detendría ante nada para consolidar su poder, y conscientes asimismo de que carecían de los medios necesarios para poder plantarle cara. Con la tranquilidad de que no tenía que enfrentarse ya a ningún desafío interior a su dominio, Mehmet Alí podía enviar ahora a Arabia a su ejército y granjearse así la gratitud del sultán otomano.
La campaña contra los wahabíes demostraría ser una tremenda carga para los recursos del Egipto de Mehmet Alí. El campo de batalla estaba muy lejos de la capital provincial, las comunicaciones y las líneas de abastecimiento resultaban muy lentas y vulnerables. Además, Tusún Pachá se vería obligado a luchar en un entorno muy adverso que en cambio era el espacio natural del enemigo. En 1812, aprovechando que conocían mejor las condiciones del medio, los wahabíes arrastraron a las fuerzas egipcias a un estrecho desfiladero e infligieron al ejército, integrado nada menos que por ocho mil hombres, una grave derrota. Muchos de los comandantes albaneses, desmoralizados, abandonarían el campo de batalla y regresarían a El Cairo, dejando a Tusún en una situación precaria. Mehmet Alí envió refuerzos a Yida, de modo que en el transcurso del siguiente año Tusún conseguiría ingeniárselas para someter las ciudades de La Meca y Medina. En 1813, Mehmet Alí decidió acompañar a la caravana de peregrinos, enviando las llaves de la ciudad santa al sultán de Estambul a modo de prenda y prueba simbólica de la restauración de su soberanía en la cuna del islam. Sus victorias habían tenido un alto coste: las fuerzas egipcias habían perdido ocho mil hombres y el tesoro de la provincia había gastado la astronómica suma de ciento setenta mil talegas (aproximadamente seis millones setecientos mil dólares estadounidenses de 1820).11 Además, los wahabíes no habían sido totalmente derrotados. Se habían limitado a replegarse ante el avance del ejército egipcio, y estaban decididos a regresar.
El ejército egipcio de Tusún continuaría sus luchas con las fuerzas wahabíes, capitaneadas por Abdalá ibn Saud, hasta el año 1815, fecha en la que ambos bandos acordarían una tregua. Tusún retornó a El Cairo, donde contraería la peste y fallecería a los pocos días de su regreso. Al filtrarse la noticia de la muerte de Tusún y llegar a Arabia, Abdalá ibn Saud rompió la tregua y atacó las posiciones egipcias. Mehmet Alí nombró a su hijo mayor, Ibrahim, comandante en jefe de las fuerzas egipcias. Iba a ser el inicio de una brillante carrera militar, ya que Ibrahim Pachá estaba llamado a convertirse en el generalísimo de Mehmet Alí.
Ibrahim Pachá tomó posesión de su cargo en Arabia a principios del año 1817 y emprendió inmediatamente una implacable campaña contra los wahabíes. Consolidó el control egipcio de la provincia del Hiyaz, junto a las costas orientales del mar Rojo, antes de obligar a los wahabíes a replegarse nuevamente a la región centro-arábiga del Néyede. Pese a que el Néyede se encontraba fuera del territorio otomano, Ibrahim Pachá tenía la firme resolución de eliminar de una vez por todas la amenaza wahabí, y empujó a sus adversarios hasta forzarles a retirarse a su capital, Al-Diriyya. Durante seis meses, los dos bandos se entregaron a una terrible guerra de desgaste. Los wahabíes, atrapados entre los muros de su capital, comenzaron a verse lentamente diezmados por la falta de comida y agua provocada por el cerco de los egipcios. Las fuerzas egipcias, por su parte, hubieron de encajar las fuertes pérdidas que les infligían las enfermedades y la exposición al mortal calor de la canícula centro-arábiga. Al final serían los egipcios quienes se alzaran con la victoria, ya que en septiembre del año 1818 los wahabíes se rindieron, conscientes de que, de lo contrario, se enfrentaban a la aniquilación total.
Por orden de Mehmet Alí, las fuerzas egipcias arrasaron la ciudad de Al-Diriyya y enviaron a todos los cabecillas del movimiento wahabí a El Cairo, cargados de cadenas. Mehmet Alí supo que se había ganado el favor del sultán Mahmut II al suprimir un movimiento que durante más de dieciséis años había estado poniendo en entredicho la legitimidad misma del sultanato otomano. Y no sólo eso, ya que había tenido éxito en una empresa en la que habían fracasado todos los gobernadores y comandantes otomanos que le habían precedido, al haber culminado victoriosamente la campaña de la Arabia central. Una vez en El Cairo, Abdalá ibn Saud y los cabecillas del Estado wahabí serían enviados a Estambul, a responder ante la justicia del sultán.
Mahmut II (cuyo reinado se extiende de 1808 a 1839) haría de la ejecución de los dirigentes wahabíes un acontecimiento de Estado. Convocó a los máximos funcionarios del gobierno, así como a los embajadores de los estados extranjeros y a los más destacados notables de su imperio, al Palacio de Topkapi a fin de que asistieran a la ceremonia. Los tres condenados —el más alto comandante militar, Abdalá ibn Saud, junto con el primer ministro y el líder religioso del movimiento wahabí— fueron llevados a presencia del sultán cargados de pesadas cadenas para ser juzgados, acto seguido, por la comisión de delitos contrarios a la religión y al Estado. El sultán concluyó la audiencia condenándolos a muerte a los tres. Si Abdalá ibn Saud era decapitado frente a la entrada principal de la mezquita de Santa Sofía, la ejecución del primer ministro tendría lugar ante la puerta central del palacio, y la decapitación del jefe espiritual se produciría en uno de los mercados más importantes de la ciudad. Sus cadáveres quedaron expuestos a los ojos de todos, con la cabeza bajo el brazo, por espacio de tres días, al término de los cuales los cuerpos se arrojaron al mar.12
Tras haber sido expulsadas las fuerzas francesas de Egipto y habiéndose derrotado al movimiento wahabí, no puede culparse al sultán Mahmut II de que creyera que el imperio otomano había superado los más graves desafíos que el mundo árabe pudiera plantear a su dominación. Sin embargo, sería el propio gobernador de Egipto que acababa de alzarse con la victoria en Arabia quien terminara revelándose una amenaza mucho más seria para Mahmut II. Y ello porque si los wahabíes se habían limitado a lanzar sus ataques en los límites más externos del Estado otomano —en una franja territorial muy importante desde el punto de vista espiritual, desde luego, pero aun así de carácter periférico—, Mehmet Alí iba a dirigir su desafío al corazón mismo del imperio otomano y de la propia dinastía gobernante.
* * *
En reconocimiento a los servicios prestados por Ibrahim al Estado otomano al derrotar a los wahabíes, el sultán Mahmut II elevó al hijo de Mehmet Alí al rango de Pachá y le nombró gobernador del Hiyaz. De este modo, la provincia del Hiyaz, situada a lo largo del litoral oriental del mar Rojo se convertía en el primer territorio que Mehmet Alí venía a añadir a su imperio. En lo sucesivo, las arcas del tesoro egipcio iban a disfrutar de los ingresos que le reportaran las aduanas del puerto de Yida, unos ingresos que no eran nada desdeñables, dada su importancia en el comercio que circulaba por el mar Rojo y su condición de puerta de paso obligado para la anual comitiva de peregrinos que se dirigían a La Meca.
En el año 1820, al invadir sus fuerzas la región de Sudán, Mehmet Alí conseguiría consolidar sustancialmente el control que ya venía ejerciendo por entonces Egipto en la región del mar Rojo. Tenía la esperanza de encontrar las míticas minas de oro del Sudán y enriquecer así sus arcas, pero también trataba de hallar un nuevo suministro de soldados esclavos para su ejército, y sabía que podría encontrarlo en el curso alto del Nilo. La campaña sudanesa quedó enturbiada por la comisión de atroces actos de brutalidad. Al morir Ismail, otro de los hijos de Mehmet Alí, a manos del gobernante de Shindi —una región del Nilo situada al norte de Jartum—, la fuerza expedicionaria egipcia se vengaría matando a treinta mil habitantes de la comarca. Del oro nunca llegaría a saberse nada, y los sudaneses demostrarían preferir literalmente la muerte a servir en el ejército de Mehmet Alí. Los miles de hombres que eran capturados y a los que se pretendía obligar a realizar labores militares caían presas de un gran abatimiento al ser conducidos lejos de sus hogares, enfermaban y perecían durante las largas marchas que les separaban de los campamentos de instrucción, situados en Egipto: de los veinte mil sudaneses esclavizados entre los años 1820 y 1824, tan sólo tres mil habrían de llegar con vida al año 1824.13 Las únicas ganancias reales que obtuvieron los egipcios con la campaña sudanesa (1820-1822) iban a ser de índole comercial y territorial. Al anexionar Sudán al imperio de Egipto, Mehmet Alí duplicó la masa de tierras sujetas a su control y se adueñó por completo del comercio del mar Rojo. La hegemonía de Egipto en Sudán habría de prolongarse por espacio de ciento treinta y seis años, hasta que Sudán recuperara su independencia en 1956.
Mehmet Alí hubo de enfrentarse a la grave limitación que suponía la escasez de nuevos reclutas para el ejército egipcio. Las fuerzas albanesas que le habían respaldado en sus primeros tiempos se habían visto diezmadas por efecto de las guerras de Arabia y Sudán, y el simple hecho de que sus hombres hubieran ido cumpliendo años también les habían restado efectivos. Por la época en que se llevó a cabo la campaña del Sudán, los albaneses que quedaban en el ejército de Mehmet Alí llevaban ya veinte años en Egipto. En 1810, los otomanos habían impuesto un embargo a la exportación de esclavos con fines militares, impidiendo que los nuevos efectivos que salían del Cáucaso fueran enviados a Egipto. Su intención era impedir a un tiempo la recuperación de los mamelucos y frenar las ambiciones del propio Mehmet Alí. Además, los otomanos tampoco estaban dispuestos a permitir que un sólo soldado del imperio sirviese en las filas de Mehmet Alí en un momento en el que se necesitaban todos los hombres disponibles para luchar en los frentes europeos. Carente de toda fuente externa con la que renovar la tropa, el gobernador de Egipto se vio obligado a recurrir de nuevo a la población de sus propios dominios.
La idea de un ejército nacional —esto es, de una fuerza integrada por reclutas salidos de las filas de los trabajadores y los campesinos de un país dado— era todavía una noción novedosa en el mundo otomano. Se consideraba por entonces que los soldados debían de constituir una casta marcial compuesta de esclavos. Sin embargo, en el transcurso de los siglos XVII y XVIII, la célebre infantería otomana conocida con el nombre de «jenízaros» se vería forzada a modificar sus métodos de reclutamiento, ya que la devshirme, o «leva de muchachos», cayó en desuso. Los soldados optaron por casarse y por enrolar a sus hijos en las filas de los jenízaros. Con todo, la noción de una casta militar diferenciada del resto de la población se mantendría. No se consideró la posibilidad de enrolar para el servicio militar a los campesinos, ya que se los consideraba una clase excesivamente pasiva y blanda para esos menesteres.
En el siglo XVIII, al empezar los otomanos a perder las guerras que les enfrentaban a los ejércitos europeos, los sultanes comenzaron a dudar también de la efectividad de su propia infantería. Invitaron a varios oficiales retirados prusianos y franceses a Estambul a fin de que éstos les iniciaran en los modernos métodos bélicos desarrollados en Europa, como la formación en cuadro, la carga con bayoneta calada y la utilización de artillería móvil. A finales del siglo XVIII, el sultán Selim III (que reinaría entre los años 1780 y 1807) decidió crear un nuevo ejército otomano integrado por reclutas procedentes de las capas campesinas de la Anatolia ataviados a la usanza europea, esto es, con pantalones de campaña, y formados por oficiales occidentales. Dio a esta nueva fuerza el nombre de Nizam-i Cedid, o «nuevo orden», así que sus componentes pasarían a conocerse como tropas nizamíes.
En el año 1801, el sultán Selim desplegaría en Egipto un regimiento de unos cuatro mil hombres, dando así a Mehmet Alí una oportunidad de oro para observar en persona la nueva disciplina de que hacía gala el contingente. Como ha dejado escrito un cronista otomano de la época, las tropas nizamíes de Egipto «combatieron bravamente a los infieles, derrotándoles una y otra vez. Además, nunca se ha visto ni tenido noticia de que haya huido uno solo de los integrantes de ese contingente».14 no obstante, las fuerzas nizamíes representaban una amenaza más inmediata para los poderosos contingentes de jenízaros que para cualquier ejército europeo. Si los nizamíes constituían el «nuevo orden», los jenízaros venían a integrar, aunque sólo fuese por implicación, el «antiguo estado de cosas», y desde luego no iban a aceptar que se les convirtiese en un conjunto de tropas superfluas mientras siguieran contando con el poder suficiente como para proteger sus propios intereses. En el año 1807, los jenízaros se amotinaron, derrocaron a Selim III, y disolvieron al ejército nizamí. Pese a que este primer intento de organizar un ejército nacional otomano terminara de un modo tan poco prometedor, lo cierto es que proporcionó a Mehmet Alí un modelo viable, despertando en él la idea de reproducir algo similar en Egipto.
El ejército Napoleónico sería el segundo modelo sobre el que reflexionara Mehmet Alí. La levée en masse que practicaban los franceses era una forma de reclutar un ejército de masas ciudadanas, un ejército que, en caso de contar con comandantes competentes, se había revelado capaz de conquistar continentes. Sin embargo, Mehmet Alí no consideraba que los habitantes de las tierras sujetas a su control fueran ciudadanos, sino más bien súbditos, así que nunca trataría de arengar a sus tropas con los incendiarios eslóganes ideológicos que habían empleado los generales revolucionarios franceses. Decidió recurrir a varios expertos militares galos y pedirles que instruyeran y reclutaran a su ejército, pero en todos los demás aspectos se limitó a constituir un Nizam-i Cedid egipcio inspirado en el ejemplo otomano. En el año 1822 encargó a un veterano de las guerras Napoleónicas —el coronel Sèves, un francés convertido al islam al que en Egipto se conoció con el nombre de Suleimán Agá— que organizara y formara un ejército nizamí enteramente compuesto por reclutas sacados del campesinado egipcio. En menos de un año consiguió reunir un contingente de treinta mil hombres. A mediados de la década de 1830, ese número se había elevado ya a ciento treinta mil individuos.
El ejército nizamí egipcio no iba a alcanzar el éxito de la noche a la mañana. Los campesinos egipcios enrolados temían que sus granjas quedaran desatendidas y que el bienestar de sus familias sufriera a causa de su presencia en el ejército. Además, los estrechos lazos que les unían a sus hogares y a sus aldeas determinaban que el servicio militar les resultase una terrible experiencia. Los campesinos trataban de evitar que se les reclutase huyendo de los pueblos al ver que se aproximaban los equipos encargados de la leva militar. Otros se inutilizaban deliberadamente para el servicio seccionándose un par de dedos o sacándose un ojo a fin de quedar exentos de la prestación a causa de su discapacidad. Llegaron a sublevarse regiones enteras contra la llamada a filas, y se estima que en el Alto Egipto se rebelaron en 1824 unos treinta mil aldeanos. Una vez enrolados a la fuerza en el ejército eran muchos los campesinos que desertaban. Únicamente los fuertes castigos que el gobierno de Mehmet Alí decidió imponerles conseguiría obligar a los campesinos egipcios a servir en el ejército. Lo que resulta asombroso es que estos soldados tan reacios en principio demostraran más tarde ser capaces de conseguir resonantes éxitos en el campo de batalla. La primera prueba que habrían de superar los nuevos soldados tendría a Grecia como escenario.
En el año 1821 estalló un levantamiento nacionalista en las provincias griegas del imperio otomano. Los iniciadores de la revuelta pertenecían a una sociedad secreta conocida con el nombre de Filiki Etairia, esto es, la «Sociedad de los Amigos». Se trataba de una organización fundada en el año 1814 con el objetivo de conseguir la independencia de Grecia y la constitución de un Estado griego. Los griegos del imperio otomano formaban una comunidad diferenciada que encontraba sus elementos de cohesión tanto en la peculiar lengua común como en la fe cristiana ortodoxa y en la historia que compartían, una historia que se extendía desde el período clásico hasta el imperio bizantino helénico. Al ser el primer alzamiento abiertamente nacionalista que sufría el imperio otomano, la guerra contra los griegos constituía un peligro de magnitud muy superior al de las revueltas del siglo XVIII, encabezadas por caudillos locales. En los levantamientos anteriores, la movilización de los rebeldes se había fundado únicamente en las ambiciones de los distintos cabecillas. La novedad que introducía el nacionalismo radicaba en el hecho de que se trataba de una ideología capaz de conseguir que una población entera se movilizase contra el dominador otomano.
La revuelta estalló en el sur de la península del Peloponeso en marzo del año 1821, y rápidamente habría de extenderse hasta alcanzar el centro de Grecia, Macedonia, las islas egeas y Creta. Al verse envueltos en una situación que les obligaba a librar batallas campales en varios frentes a la vez, los otomanos decidieron recurrir a Mehmet Alí y solicitar su ayuda. En el año 1824, su hijo Ibrahim Pachá puso rumbo a la península del Peloponeso al frente de un ejército egipcio compuesto por diecisiete mil soldados de infantería que acababan de terminar la instrucción, setecientos jinetes y cuatro baterías artilleras. Dado que todos sus soldados habían nacido en Egipto y eran de origen campesino, ésta es la primera ocasión en la que puede hablarse con propiedad de un auténtico ejército egipcio.
Los egipcios conseguirían el mayor de los éxitos en la guerra contra Grecia, y el nuevo ejército nizamí demostró su temple. Tras conquistar Creta y el Peloponeso, el sultán recompensó a Ibrahim Pachá nombrándole gobernador de ambas provincias, con lo que el imperio de Mehmet Alí lograba expandirse y extenderse del mar Rojo al Egeo. Lo irónico del caso es que cuanto mayores fueran las hazañas que las fuerzas egipcias lograran en sus batallas contra los griegos, tanto más crecía también la preocupación del sultán y de su gobierno. Los egipcios estaban consiguiendo sofocar rebeliones que habían resistido los esfuerzos otomanos, y con ello expandían además el número y la extensión de los territorios sujetos al control de El Cairo. Si a Mehmet Alí se le ocurría organizar un levantamiento, no estaba nada claro que los otomanos pudieran resistir el empuje de sus tropas.
La victoria egipcia y el padecimiento griego provocaron también gran preocupación en las capitales europeas. La guerra de independencia griega sedujo la imaginación de las élites cultas de Gran Bretaña y Francia. Al ver que las ciudades del mundo clásico se convertían en escenario de batallas modernas, las sociedades amantes de la cultura helénica clamaron ante sus respectivos gobiernos instándoles a intervenir a fin de proteger a los griegos —que al fin y al cabo eran cristianos— de los turcos musulmanes y los egipcios. En 1823, el poeta lord Byron dirigiría la atención internacional hacia la causa griega al hacerse a la mar en Missolonghi para apoyar el movimiento de independencia. Su muerte, sobrevenida en el año 1824 —a causa de unas fiebres, no a manos de los soldados otomanos—, habría de elevarle a la categoría de mártir a los ojos de los defensores de la independencia griega. Una de las consecuencias de la muerte de Byron se plasmaría precisamente en la redoblada intensidad de los llamamientos públicos en favor de una intervención europea.
Los gobiernos británico y francés se mostraron sensibles a las presiones públicas, pero todavía les interesaban más las consideraciones geoestratégicas que su posible intervención llevaba aparejadas. Francia había establecido una relación privilegiada con el Egipto de Mehmet Alí. Por su parte, el gobernador de Egipto no sólo había recurrido al consejo de los asesores militares franceses en el momento de constituir su ejército, sino que confiaba tanto la resolución de sus necesidades industriales como la ejecución de las obras públicas a los ingenieros galos, y enviaba a sus estudiantes a Francia a fin de que obtuviesen allí una formación superior. Los franceses deseaban fervientemente preservar esta especial relación con Egipto, ya que veían en ella un medio de extender su influencia a la región del Mediterráneo oriental. Sin embargo, el hecho de que el poder egipcio se extendiera ahora a Grecia planteaba un dilema al gobierno de París. Estaba claro que la circunstancia de que Egipto adquiriera más fuerza que la propia Francia en el Mediterráneo oriental no iba a contribuir en nada a favorecer los intereses galos en la zona.
Para el gobierno británico la situación estaba más definida. Londres veía con creciente preocupación el aumento de la influencia de París en Egipto. Desde la invasión Napoleónica, los británicos habían tratado de impedir que Francia se alzara con el predominio en Egipto y controlara la ruta que por tierra y por mar llegaba hasta la India. Gran Bretaña también había sufrido el desgaste de las guerras libradas en el continente a lo largo de la era Napoleónica y temía que los intentos que estaban realizando las potencias europeas de primer orden para consolidar sus respectivas posiciones en los territorios otomanos pudieran reavivar la llama de un conflicto entre las propias potencias europeas. Por consiguiente, lo que perseguía el gobierno británico era preservar la integridad territorial del imperio otomano a fin de mantener la paz en Europa. Estaba claro que, por sí solos, los otomanos eran incapaces de conservar su posición en Grecia, y los británicos no querían que Egipto ampliara su poder penetrando en los Balcanes a expensas del imperio otomano. De este modo, la mejor forma de defender los intereses británicos consistiría por un lado en ayudar a los griegos a conseguir una mayor autonomía en el marco del imperio otomano, y por otro en asegurarse de que tanto las tropas otomanas como las egipcias se retiraran de los territorios en disputa.
Mehmet Alí no tenía ya nada que ganar con la campaña de Grecia. La guerra estaba resultando una terrible sangría para las arcas del tesoro. Su nuevo ejército nizamí se hallaba disperso por toda Grecia. Los otomanos le trataban con recelo creciente y estaba muy claro que no iban a reparar en ningún esfuerzo con tal de vaciarle las arcas y diezmarle el ejército. En el verano del año 1827, las potencias europeas habían dejado muy claro que se oponían a que Egipto tomara posiciones en Grecia, así que reunieron una armada integrada por naves británicas y francesas a fin de forzar la retirada tanto de otomanos como de egipcios. Lo último que deseaba el gobernador de Egipto era tener que enfrentarse con las potencias europeas en el campo de batalla. De hecho, así lo expresaría el propio Mehmet Alí en un texto dirigido en octubre del año 1827 a su mano derecha en Estambul: «Hemos de comprender que no nos resulta posible resistir a los europeos, y que lo único que sucedería [si lo intentásemos] sería que nos veríamos abocados a perder la totalidad de nuestra flota y que enviaríamos a la muerte a unos treinta mil o cuarenta mil hombres». Pese a que estaba orgulloso de su ejército y de su armada, Mehmet Alí sabía que no eran adversario ni para los británicos ni para los franceses. «Aunque somos hombres curtidos en la guerra —continúa diciendo en su escrito—, todavía estamos aprendiendo los rudimentos de este arte, mientras que los europeos nos llevan una considerable ventaja y hace tiempo que vienen llevando sus teorías [bélicas] a la práctica.»15
Pese a tener una clara intuición del posible desastre, Mehmet Alí ordenó a su armada que contribuyera a la causa y envió la flota a Grecia. Los otomanos se mostraban reacios a conceder la independencia a Grecia, así que el sultán decidió considerar que las potencias europeas se estaban marcando un farol e ignoró la presencia de su flota conjunta. Fue un error fatal. El 20 de octubre del año 1827, la flota aliada cortó la retirada a los buques egipcios en la bahía de Navarino y echó a pique prácticamente a todos los navíos otomanos y egipcios, cuyo número total ascendía a setenta y ocho, en una batalla que duró cerca de cuatro horas. Más de tres mil egipcios y otomanos murieron en el choque, mientras que en el bando de la flota atacante aliada hubo únicamente doscientas bajas.
Mehmet Alí se enfureció al conocer la abultada cifra de víctimas e hizo responsable de la pérdida de la flota al sultán Mahmut II. Además, los egipcios se encontraron de pronto en la misma situación en que se viera en su día Napoleón tras la batalla del Nilo: tenían a miles de soldados atrapados, sin barcos con los que aprovisionarse o en los que regresar a sus hogares. Mehmet Alí negociaría directamente con los británicos —sin consultar al sultán— a fin de pactar una tregua, repatriar a su hijo Ibrahim Pachá, y traerse de Grecia al ejército egipcio. Mahmut II se indignó al conocer la insubordinación de su gobernador, pero Mehmet Alí había dejado de cultivar el favor del sultán. Sus días de leales servicios habían terminado. En lo sucesivo, Mehmet Alí estaba decidido a procurar la materialización de sus propios intereses, y a hacerlo a expensas del sultán.
La batalla de Navarino iba a ser asimismo un punto de inflexión en la guerra de la independencia griega. Auxiliados por una fuerza expedicionaria francesa, los combatientes griegos lograrían expulsar a las tropas otomanas tanto de la península del Peloponeso como del centro de Grecia en el transcurso del año 1828. En el mes de diciembre de ese mismo año, los gobiernos de Gran Bretaña, Francia y Rusia celebraron una reunión y accedieron a la creación de un reino griego independiente, para a continuación imponer dicha solución al imperio otomano. Tras más de tres años de negociaciones, el reino de Grecia vería finalmente la luz en la conferencia celebrada en Londres en mayo de 1832.
No se había apagado aún el fragor del desastre griego, y ya Mehmet Alí se centraba en poner sus planes a prueba en Siria. Mehmet Alí llevaba anhelando dominar Siria desde el año 1811, fecha en la que había accedido por primera vez a encabezar la campaña contra los wahabíes. Tanto en 1811 como en 1818, tras haber derrotado a los wahabíes, Mehmet Alí había solicitado a la Sublime Puerta que le concediera la gobernación de Siria. Los otomanos se habían negado a sus peticiones en ambas ocasiones, ya que no querían que el gobernador de Egipto adquiriese demasiado poder y empezara a considerar poco interesante seguir contribuyendo a las metas de Estambul. Cuando la Sublime Puerta había tratado de obtener el apoyo de Egipto en el conflicto griego, Estambul había esgrimido justamente la posibilidad de poder conferir a Mehmet Alí el control de Siria. El gobernador de Egipto exigió que los otomanos cumplieran lo prometido tras perder totalmente la flota en Navarino, pero sin éxito: la Sublime Puerta juzgaba que Mehmet Alí se hallaba ahora lo suficientemente debilitado por las pérdidas sufridas como para que ya no resultara necesario contentarle.
Mehmet Alí comprendió que la Sublime Puerta no tenía la menor intención de concederle la gobernación de Siria, pasara lo que pasase. Sabía asimismo que los otomanos no poseían fuerzas suficientes para impedir que él mismo se adueñase de ese territorio. Por consiguiente, tan pronto como logró repatriar a Egipto a Ibrahim Pachá y a sus hombres, Mehmet Alí se puso a construir una nueva flota y a dotar a su ejército de nuevos pertrechos a fin de invadir Siria. Estableció contactos tanto con los británicos como con los franceses con el objeto de ganarse su respaldo en la consecución de sus ambiciones. Francia mostró cierto interés en llegar a un acuerdo con los egipcios, pero Gran Bretaña continuaba oponiéndose a todo cuanto pudiera suponer una amenaza para la integridad territorial del imperio otomano. Sin dejarse disuadir por las suspicacias británicas, Mehmet Alí continuó con sus preparativos, y en noviembre del año 1831, Ibrahim Pachá volvió a ponerse al frente de un ejército, esta vez para invadir y conquistar Siria.
El ejército egipcio había entrado así en guerra con el imperio otomano. Ibrahim Pachá acaudilló a sus treinta mil hombres y les condujo a una rápida conquista de Palestina. A finales de noviembre, su ejército se había situado a las puertas del baluarte de Acre, situado al norte de la región. Cuando en Estambul se tuvo noticia de los movimientos egipcios, el sultán ordenó partir a un enviado especial, encargándole la misión de convencer a Mehmet Alí de que renunciara a su ataque. Al comprobar que ese llamamiento no surtía efecto, la Sublime Puerta acudió a los gobernadores de Damasco y Alepo y les pidió ayuda para reunir un ejército con el que rechazar a los invasores egipcios. Al concentrarse en Acre la embestida egipcia, los gobernadores de Damasco y Alepo disfrutaron de un período de respiro de seis meses durante el cual tuvieron la oportunidad de congregar sus efectivos, el mismo tiempo que dedicó el ejército egipcio a poner cerco a la casi inexpugnable fortaleza de Acre.
Mientras los otomanos se preparaban para repeler la invasión egipcia, algunos de los caudillos locales de la región de Palestina y el Líbano, ante la amenaza de una nueva penetración egipcia, optarían por prestar apoyo a Ibrahim Pachá a fin de conservar sus puestos. Amir Bashir II, dominador de la cordillera del Líbano, trabaría alianza con Ibrahim Pachá al constatar que el ejército egipcio se presentaba a las puertas de Acre. Uno de los integrantes de la familia Chehab, es decir, del clan gobernante al que pertenecía el propio Amir Bashir, ordenó a uno de sus consejeros de máxima confianza, Mijail Mishaqa, que observara el desarrollo del cerco impuesto por los egipcios a la ciudad de Acre y acudiera después a referir lo sucedido a los gobernantes de la cordillera del Líbano.
Mishaqa pasaría cerca de tres semanas en Acre, y tendría oportunidad de seguir paso a paso y en persona la evolución de las operaciones egipcias. Nada más llegar, Mishaqa fue testigo de una feroz batalla entre la armada egipcia y los defensores otomanos de Acre. Mehmet Alí había destinado veintidós barcos de guerra al asedio, y los buques habían disparado más de setenta mil andanadas contra la ciudadela de Acre. Los defensores de la plaza opusieron una férrea resistencia y se las arreglaron para desarbolar muchos navíos en los fieros intercambios de proyectiles. «El humo de la pólvora», escribirá más tarde Mishaqa, «no permitía siquiera divisar Acre», dado que las descargas se sucedían de la mañana a la noche. Según las fuentes que informaban a Mishaqa, los egipcios habían puesto en formación de combate ocho regimientos de infantería (unos dieciocho mil hombres), otros ocho regimientos de caballería (cuatro mil hombres) y dos mil beduinos pertenecientes a los tercios irregulares. Este enorme contingente tenía enfrente a «tres mil valientes y experimentados soldados» dedicados a la defensa de Acre. Dada la solidez de los diques de contención bélica de Acre y la fortaleza de sus muros defensivos terrestres, Mishaqa advirtió a sus amos que debían armarse de paciencia ya que el asedio prometía ser largo.
Los egipcios estuvieron seis meses machacando Acre. En mayo del año 1832, los inexpugnables parapetos del castillo habían quedado ya lo suficientemente debilitados como para incitar a Ibrahim Pachá a reunir su infantería e irrumpir al asalto en la ciudadela. Ibrahim dedicó una vibrante arenga a sus tropas y recordó a sus veteranos las victorias obtenidas en Arabia y Grecia. La retirada resultaba simplemente impensable para el ejército egipcio. Para remachar todavía más el clavo de que no había ya vuelta atrás, Ibrahim Pachá les advirtió de que pensaba «emplazar tras ellos los cañones y que no dudaría en hacer saltar en pedazos a cualquier soldado que diera media vuelta sin haber tomado las murallas». Con tan amenazadoras palabras de ánimo, Ibrahim Pachá condujo a sus hombres a la carga, abalanzándose sobre las destrozadas murallas de Acre. Los soldados egipcios superaron fácilmente las murallas de la plaza y obligaron a rendirse a los defensores que habían logrado sobrevivir, reducidos por los largos meses de lucha a un puñado compuesto únicamente por trescientos cincuenta hombres.16
Una vez sometida la ciudad de Acre, Ibrahim Pachá partió rumbo a Damasco. La plaza del gobernador otomano había conseguido movilizar en su defensa a diez mil ciudadanos. Ibrahim Pachá sabía que los civiles, escasamente preparados, serían incapaces de resistir el empuje de un ejército profesional, así que ordenó a sus tropas que dispararan por encima de la cabeza del enemigo a fin de espantarlo y ponerlo en fuga. Como había supuesto, el sonido de los disparos bastó para dispersar a los damascenos. El gobernador retiró sus tropas de la ciudad para unirse a las fuerzas otomanas situadas más al norte, y los egipcios penetraron en Damasco sin oposición alguna. Ibrahim Pachá ordenó a sus soldados que respetaran a los habitantes y que no tocaran sus propiedades, declarando asimismo una amnistía general para toda la población de Damasco. Dado que sus intenciones consistían en gobernar a las gentes de Siria, no quería que le detestasen.
Ibrahim Pachá designó un consejo de gobernación para la ciudad de Damasco y continuó su implacable avance conquistador en Siria. El comandante egipcio se llevó consigo a unos cuantos de los notables de Damasco a fin de asegurarse de que los lugareños no se rebelaran durante su ausencia. Mijail Mishaqa volvió a seguir los movimientos de la campaña egipcia, reuniendo datos de inteligencia militar para los gobernantes de la cordillera del Líbano. Cuando los egipcios abandonaron Damasco, hizo un recuento de sus efectivos: «... Once mil soldados de infantería, dos mil jinetes con sus monturas, tres mil caballeros beduinos» —unos dieciséis mil hombres en total, con el apoyo de cuarenta y tres cañones y tres mil camellos de transporte cargados de vituallas y pertrechos—. El ejército de Ibrahim Pachá se dirigió a la pequeña ciudad de Homs, en el centro de Siria, donde se les uniría un destacamento más, integrado en este caso por seis mil soldados egipcios.
El 8 de julio, los egipcios trabaron combate con los otomanos en la primera gran batalla por el control de Siria. El escenario iba a situarse en las inmediaciones de la ciudad de Homs. «Era una visión aterradora», escribe Mishaqa. «Al llegar las tropas egipcias al campo de batalla se encontraron frente a frente con el ejército regular turco, más numeroso. Una hora antes de la puesta del sol estalló el choque entre ambos bandos, acompañado del incesante tronar de los disparos y los cañonazos.» Escondido en lo alto de una colina, Mishaqa no podía determinar de qué lado estaba decidiéndose la contienda. «Fue una hora espantosa, durante la cual creí verse abrir las mismísimas puertas del infierno. Al caer la noche, el crepitar de los fusiles se aquietó, dejando únicamente el martilleo de los cañones, que se prolongó todavía por espacio de hora y media, ya invadido el campo por las sombras, hasta que, al final, se hizo un total silencio.» Sólo entonces supo Mishaqa que los egipcios habían logrado una completa victoria en la batalla de Homs. Los generales otomanos se habían dado a la fuga, abandonando el campo a toda prisa. «La comida quedó sobre el fuego, junto con los cofres de medicamentos, los rollos de vendas, las mortajas [para los muertos], un gran número de pieles de abrigo y mantos, de los usados como recompensa, así como mucho material. Todo quedó abandonado.»17
El inquieto Ibrahim Pachá no perdió el tiempo en Homs. Al día siguiente de su victoria condujo a su ejército hacia el norte, en dirección a la ciudad de Alepo, con la intención de culminar la conquista de Siria. Al igual que Damasco, Alepo se rindió sin resistencia al ejército egipcio, e Ibrahim Pachá volvió a dejar en su recién adquirida posesión una nueva Administración encargada de gobernar la ciudad en interés de Egipto. El gobernador otomano se había replegado, yendo a reunirse con un vasto ejército otomano al que se habían incorporado los batallones que habían logrado sobrevivir a la batalla de Homs. El 29 de julio, los otomanos plantaron cara al ejército egipcio en la aldea de belén, cerca del puerto de Alejandreta* (que hoy se encuentra en Turquía, pero que por esos años formaba parte de la provincia de Alepo). Pese a verse superadas en número, las fuerzas egipcias causaron una gran cantidad de bajas a los otomanos antes de aceptar su rendición. Hecho esto, Ibrahim Pachá marchó con sus fuerzas hasta el puerto de Adana, donde los barcos egipcios podrían suministrar nuevas provisiones a su exhausto ejército. Ibrahim Pachá envió despachos a El Cairo en los que detallaba las victorias obtenidas por Egipto y añadía que quedaba a la espera de las nuevas órdenes de su padre.
Mehmet Alí pasó entonces de la guerra a las negociaciones, intentando con ello consolidar lo ganado en Siria, ya fuera por medio de un edicto del sultán o mediante la intervención europea. Los otomanos, por su parte, no estaban dispuestos a conceder la menor ventaja territorial al renegado gobernador de Egipto, así que en lugar de reconocer la posición que ahora ocupaba éste en Siria, el gran visir otomano (es decir, su primer ministro) Mehmed Reshid Pachá comenzó a movilizar un gigantesco ejército de más de ochenta mil hombres a fin de expulsar a los egipcios de las costas turcas y de obligarles a abandonar todas sus posiciones sirias. Tras reforzar las filas de su ejército y reponer su bastimento, Ibrahim Pachá penetró en la Anatolia central en octubre de 1832, dispuesto a hacer frente a la amenaza otomana. Ese mismo mes ocupó la ciudad de Konya, y en ella se aprestó a la batalla.
El ejército egipcio iba a tener que combatir ahora en el más inhóspito de los entornos que quepa imaginar. Habituados al calor desértico del verano egipcio y a los templados inviernos de las riberas del Nilo, las tropas egipcias se encontraron de pronto envueltas en fuertes ventiscas de nieve y sometidas a las gélidas temperaturas invernales de la meseta de la Anatolia. Sin embargo, iba a demostrarse, incluso en esas condiciones, que aquellos reclutas, pese a haber sido incorporados al ejército por medio de levas forzosas, constituían una fuerza sumamente disciplinada, y a despecho de la superioridad numérica del enemigo obtuvieron una indiscutible y total victoria sobre las tropas otomanas en la batalla de Konya (enfrentamiento que tendría lugar el 21 de diciembre del año 1832). Los egipcios se las ingeniaron incluso para hacer prisionero al gran visir, circunstancia que habría de fortalecer enormemente su posición en las negociaciones.
Tras recibir la noticia de la derrota de su ejército y de la captura de su gran visir, el sultán capituló y accedió a la mayor parte de las demandas territoriales de Mehmet Alí. Una vez derrotado su ejército en Konya, el sultán carecía ya de toda baza militar, y además ahora se encontraba frente a un ejército egipcio acantonado en la población anatolia de Kütahya, a sólo doscientos kilómetros de la capital imperial, Estambul. Con el fin de asegurarse de que las tropas egipcias se retiraran por completo de la Anatolia, Mahmut II volvió a designar gobernador de Egipto a Mehmet Alí (le había despojado del título, declarándole traidor tras la invasión de Siria), confiriendo además el control de las provincias del Hiyaz, Creta, Acre, Damasco, Trípoli y Alepo a los dos generales victoriosos, Mehmet Alí e Ibrahim Pachá, a los que concedió el derecho a recaudar los impuestos que devengaran los movimientos de tránsito de la ciudad portuaria de Adana. En mayo del año 1833, la Paz de Kütahya, conseguida gracias a las negociaciones de Rusia y Francia, terminaría de confirmar dichas ganancias.
Una vez rubricada la Paz de Kütahya, Ibrahim Pachá retiró sus tropas tanto de Siria como de Egipto. Mehmet Alí no había logrado la independencia que aspiraba alcanzar. Los otomanos le habían dejado ahora firmemente sujeto a la dominación de su imperio. Sin embargo, había conseguido consolidar el control de la mayoría de las provincias árabes del imperio otomano, dejándolas sometidas a la dominación de su linaje y creando de este modo un imperio egipcio que habría de rivalizar con el de los otomanos durante el resto de la década de 1830.
La dominación egipcia demostraría ser muy mal recibida en Siria. Un nuevo impuesto había venido a gravar con una pesada carga al conjunto de las capas sociales, desde el trabajador más pobre al más rico mercader. Además, los egipcios perdieron el favor de los cabecillas locales al despojarles de sus poderes tradicionales. Según ha dejado consignado Mishaqa, «cuando los egipcios comenzaron a alterar las costumbres de los clanes y decidieron cobrar a los habitantes más impuestos de los que estaban habituados a pagar, las gentes empezaron a mostrarles desprecio y, deseosas de volverse a ver gobernadas por los turcos, manifestaron signos de rebelión». La respuesta de los egipcios consistió en desarmar y reclutar a la fuerza a los sirios, obligándoles a servir militarmente en sus ejércitos, cosa que no consiguió sino aumentar la oposición. Mishaqa nos explica que «no se asignaba a los soldados sirios un período de servicio fijo tras el cual pudieran quedar libres de regresar junto a sus familias, sino que su prestación militar se hacía absolutamente interminable».18 Eran muchos los jóvenes que se daban a la fuga para evitar que se les reclutara, lo que terminaría socavando aún más la productividad de las economías locales. La rebelión partiría de los montes alauitas situados a lo largo de la costa de Siria, llegando hasta la región drusa de la cordillera del Líbano y la Siria meridional, para extenderse a continuación hasta Naplusa, en las regiones montañosas de Palestina. Entre los años 1834 y 1839, Ibrahim Pachá se vería obligado a dedicar sus tropas a la exclusiva tarea de suprimir un creciente ciclo de levantamientos.
Mehmet Alí no se dejó amilanar por el descontento popular de la campiña siria, ya que consideraba que la anexión de la provincia iba a constituir un añadido permanente a su imperio egipcio. Se entregó diligentemente a la tarea de conseguir el respaldo de Europa al plan que había concebido, y que consistía en separarse del imperio otomano y fundar un reino independiente en Egipto y Siria. En mayo del año 1838 informó a la Sublime Puerta y a las potencias europeas de que estaba decidido a crear un reino propio. El comunicado ofrecía a los otomanos una compensación por la secesión de tres millones de libras esterlinas (unos quince millones de dólares de la época). El primer ministro británico, Henry John Temple, tercer vizconde de Palmerston, respondió con una dura advertencia: «El Pachá —dijo refiriéndose a Mehmet Alí—, ha de saber que Gran Bretaña se alineará con el sultán a fin de obtener la reparación de un perjuicio tan flagrante a los intereses del sultán, así como para evitar el desmembramiento del imperio turco».19 Incluso los aliados franceses de Mehmet Alí le advirtieron de que sería una gran imprudencia adoptar unas medidas que estaban abocadas a conducirle a una doble confrontación, ya que le enemistarían con Europa además de con el sultán.
Alentados por el apoyo europeo, los otomanos decidieron tomar medidas inmediatas contra Mehmet Alí. El sultán Mahmut II volvió a movilizar una nueva e ingente fuerza militar. Desde que en el año 1826 disolviera violentamente el contingente de los jenízaros, Mahmut había dedicado grandes recursos a la organización de un nuevo ejército nizamí otomano. Los oficiales de más alta graduación le aseguraban que su moderna infantería, formada por expertos militares alemanes, era muy capaz de doblar el pulso a los egipcios, desgastados por las numerosas batallas que llevaban librando en los últimos cinco años para sofocar las rebeliones populares de Siria. Los otomanos marcharon en dirección de las fronteras sirias hasta situarse cerca de Alepo, y el 24 de junio de 1839 lanzaron un ataque contra las fuerzas de Ibrahim Pachá. Contrariando todas las expectativas, los egipcios derrotaron a los otomanos en la batalla de Nisibe, causando un tremendo número de bajas al enemigo y capturando a más de diez mil prisioneros.
El sultán Mahmut II no llegó a enterarse de la derrota de su ejército. Enfermo de tuberculosis, la salud del sultán había venido deteriorándose en los últimos meses, y falleció el 30 de junio, antes de que se le hubiera podido comunicar el desastre de Nisibe. Le sucedería en el trono su hijo, todavía adolescente, el sultán Abdulmecid I (quien reinaría entre los años 1839 y 1861). De hecho, su juventud e inexperiencia contribuiría muy poco a calmar los nervios que se habían adueñado de los generales del imperio. El almirante de la flota otomana, Ahmed Fevzi Pachá, surcó el Mediterráneo al frente de toda su flota para ponerla a las órdenes de Mehmet Alí. El almirante temía que la escuadra pudiera caer en manos de los rusos si, como imaginaba, se le ordenaba intervenir para apuntalar en el trono al joven sultán. También creía que Mehmet Alí era el caudillo más capaz de preservar el imperio otomano: un enérgico rebelde sería mejor sultán que un imberbe príncipe coronado. El pánico se enseñoreó de Estambul. El jovencísimo sultán hubo de enfrentarse así a la mayor amenaza interna de toda la historia otomana, sin ejército ni armada con los que defenderse.
La preocupación de las potencias europeas por la agitación reinante en los dominios otomanos no era menor que la de los propios turcos. Gran Bretaña temía que Rusia aprovechase el vacío de poder para apoderarse de los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos, garantizando de ese modo el paso de su flota del mar negro al ámbito mediterráneo. Esto habría venido a desbaratar los esfuerzos que llevaba décadas realizando el gobierno británico, empeñado en diseñar políticas capaces de contener a las escuadras rusas en el mar negro, y además habría deshecho la denodada determinación de los británicos, decididos a impedir que la armada rusa pudiese recalar en puertos de aguas cálidas, ya que de lo contrario veía peligrar el equilibrio de poder que reinaba en el ámbito marítimo y que resultaba beneficioso para Gran Bretaña. Los británicos deseaban frustrar asimismo las ambiciones de los franceses, dispuestos a ampliar la dominación de su aliado egipcio en el Mediterráneo oriental. Así las cosas, Gran Bretaña se puso al frente de una coalición de potencias europeas (en la que Francia no participaría) concebida para intervenir en la crisis con un doble objetivo: sacar a flote a la dinastía otomana y obligar a Mehmet Alí a retirarse de Turquía y Siria.
Las negociaciones se prolongarían por espacio de un año, ya que Mehmet Alí trató de hacer valer la victoria obtenida en Nisibe para conseguir mayores privilegios territoriales y la máxima soberanía posible, mientras que tanto los británicos como la Sublime Puerta presionaban para que las tropas egipcias se retiraran de Siria. En julio del año 1840, la coalición europea integrada por Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia, ofreció a Mehmet Alí la gobernación vitalicia de Damasco y una dominación hereditaria en Egipto, todo ello a cambio de que sus soldados abandonaran inmediatamente las posiciones que todavía ocupaban en Siria. Dado que la flota conjunta de británicos y austríacos estaba ya reuniendo sus efectivos en el Mediterráneo y pronto estaría lista para entrar en acción, aquélla era su última oferta. Sin embargo, creyendo que contaba con el respaldo de Francia, Mehmet Alí iba a rechazarla.
La flota aliada había puesto proa a la ciudad portuaria de Beirut, comandada por el almirante británico Napier, y el 11 de septiembre comenzó a cañonear las posiciones egipcias. Los británicos utilizaron a agentes locales para distribuir por toda Siria y el Líbano unos panfletos en los que se instaba a los lugareños a rebelarse contra los egipcios. Los habitantes de Siria ya lo habían hecho en épocas pasadas, y se mostraron encantados de poder volver a hacerlo. Mientras tanto, la flota aliada se trasladó de Beirut a Acre a fin de expulsar a los egipcios de la ciudadela. Los egipcios se habían acostumbrado a suponer que podían resistir cualquier ataque, pero la flota conjunta compuesta por unidades inglesas, austríacas y otomanas logró tomar la plaza en tres horas y veinte minutos, según lo que refiere Mijail Mishaqa. Los egipcios acababan de recibir una remesa de pólvora y ésta se hallaba amontonada y expuesta en pleno centro de la ciudadela. Una de las andanadas lanzadas por los buques aliados hizo estallar el explosivo «de forma tan inesperada que los soldados que se encontraban en el interior de Acre huyeron, dejando la ciudadela abandonada a su suerte, sin un solo soldado para defenderla».20 De este modo, las fuerzas europeas y otomanas recuperaron Acre y retomaron el control de todo el litoral sirio.
Ibrahim Pachá fue dándose cuenta de que su posición resultaba cada vez más insostenible. Cortado su acceso al mar, carecía de medios para reabastecer a sus tropas, las cuales sufrían ahora el constante acoso de la población local. No le quedó más remedio que retirar sus fuerzas de Turquía, abandonando asimismo todas las posiciones que ocupaba en Siria para ir a refugiarse en Damasco. En enero de 1841, una vez que sus soldados se hubieron congregado en Damasco —unos setenta mil en total—, Ibrahim Pachá comenzaría a retirarse ordenadamente de Siria a través de la ruta terrestre que le unía con Egipto.
La amenaza egipcia había sido frenada, pero el peligro que había supuesto la segunda crisis egipcia para la supervivencia del imperio otomano exigía la formalización de un acuerdo oficial. En un pacto cuyos extremos se negociarían en Londres, los otomanos conferirían a Mehmet Alí la gobernación vitalicia de Egipto y Sudán, determinando asimismo que su familia habría de gozar de una dominación dinástica en Egipto. Por su parte, Mehmet Alí reconocía que el sultán era su soberano y accedía a entregar un tributo anual a la Sublime Puerta en prueba de su sumisión y su lealtad al Estado otomano.
Gran Bretaña quería también garantías de que la agitación del Mediterráneo oriental no volviera a constituirse nunca más en amenaza para la paz de Europa. Y la mejor manera de asegurarse de que no surgiera nunca un conflicto entre las potencias europeas por la obtención de una ventaja estratégica en el Oriente Próximo radicaba en consolidar la integridad territorial del imperio otomano, una de las viejas preocupaciones de lord Palmerston, el primer ministro británico. Por ello, el Tratado de Londres del año 1840 contenía una adenda secreta por la que los gobiernos de Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia se comprometían formalmente a «no procurar ningún aumento territorial, a no tratar de obtener ningún ascendiente exclusivo en sus relaciones con las potencias regionales [y] a no buscar ninguna ventaja comercial para sus súbditos que no pudiera ser igualmente obtenida por los miembros de cualquiera de las demás naciones».21 Este protocolo de autocontención iba a proteger al imperio otomano durante cerca de cuatro décadas de toda injerencia europea en sus territorios.
* * *
Tras materializarse entre los años 1805 y 1841, el desarrollo de las ambiciones de Mehmet Alí le había vuelto a colocar en el punto de partida. Se había elevado al rango de gobernador y se había aupado a una posición de dominio incontestado en Egipto. Y una vez consolidada su posición en el país del Nilo e incrementados los ingresos de su provincia, se había dedicado a organizar un ejército moderno. Después amplió sus dominios territoriales, apoderándose del Sudán y el Hiyaz en el mar Rojo, de buena parte de Grecia durante un tiempo, y de toda Siria. La intervención extranjera le obligaría a renunciar a esas ganancias, de modo que en torno al año 1841 vio sus posesiones reducidas a las regiones de Egipto y Sudán. Egipto disfrutaría de un gobierno independiente, así como de la capacidad de elaborar leyes propias, pero permanecería atado a la política exterior del imperio otomano. Pese a que los egipcios podían acuñar moneda propia, las piezas de oro y plata que emitiesen debían de consignar el nombre del sultán, dejando para el gobernante egipcio la calderilla de cobre. Egipto consiguió tener un ejército propio, pero se limitó el número de sus efectivos a dieciocho mil hombres, una cantidad muy inferior a los cien mil o doscientos mil soldados que Egipto había podido desplegar anteriormente en formación de combate. Era mucho lo que Mehmet Alí había logrado, aunque no había alcanzado a colmar sus ambiciones.
Los últimos años de Mehmet Alí en el ejercicio del poder estarían marcados por las decepciones y los problemas de salud. El Pachá se había convertido en un hombre de avanzada edad —en la época en que su ejército regresó de Siria había cumplido ya los setenta y un años—. Se había ido distanciando poco a poco de su hijo Ibrahim. Durante la campaña siria, padre e hijo se habían comunicado por medio de los servidores de palacio. Sin embargo, andando el tiempo, ambos se verían obligados a combatir sendas enfermedades: Ibrahim sería enviado a Europa para tratar de vencer la tuberculosis, y Mehmet Alí había comenzado a perder sus facultades mentales a causa de los tratamientos a base de nitrato de plata que se le administraban para combatir la disentería. En el año 1847, el sultán reconocería que Mehmet Alí no poseía ya las aptitudes suficientes para el desempeño del gobierno, designando sucesor a Ibrahim Pachá. Sin embargo, Ibrahim moriría seis meses después. No obstante, cuando se produjo el fallecimiento, Mehmet Alí estaba ya tan trastornado que ni siquiera se enteró. La sucesión recayó entonces en el nieto de Mehmet Alí, Abbas, y él mismo se ocuparía de oficiar el funeral de Mehmet Alí tras fallecer el Pachá el 2 de agosto de 1849.
La época de los caudillos regionales había llegado a su fin. Al quedar los egipcios despojados de Creta, de las provincias sirias y del Hiyaz, el gobierno otomano tuvo buen cuidado de que los hombres que enviara en lo sucesivo a todas esas provincias en calidad de gobernadores fuesen individuos de su confianza. Tanto la familia Azimí de Damasco como la de los yalilíes de Mosul perderían el control de las ciudades que habían estado gobernando durante gran parte del siglo XVIII. El gobierno autónomo de la cordillera del Líbano se derrumbaría tras el derrocamiento de la familia Chehab, caída en desgracia por colaborar con el dominador egipcio. También en este caso tratarían los otomanos de imponer gobernadores afines, pero con tan explosivas consecuencias que el Líbano se vería abocado a un largo conflicto sectario. El impulso que había inducido a las provincias a procurar una mayor autonomía local respecto del gobierno otomano había supuesto un alto coste para el pueblo llano de los territorios árabes, que había tenido que padecer una larga serie de guerras, los efectos de una importante carestía de la vida, una gran inestabilidad política y las incontables injusticias de los ambiciosos cabecillas locales. Lo que la gente quería ahora era paz y estabilidad.
Los otomanos deseaban igualmente poner fin a los desafíos internos que se alzaban contra su dominación. Al centrar sus preocupaciones en las amenazas extranjeras y en las guerras contra Rusia y Austria, habían constatado lo peligroso que resultaba desentenderse de las provincias árabes: la alianza entre Alí Bey al-Kabir y Daher el-Omar había supuesto un gran peligro para la gobernación otomana de Siria y Egipto; los wahabíes habían devastado el sur de Irak y arrebatado a los otomanos el control del Hiyaz; y finalmente, Mehmet Alí había empleado las riquezas de Egipto para crear un ejército que terminaría permitiéndole dominar un imperio por sus propios medios, y procurándole además los recursos necesarios para llegar a poner en tela de juicio la supervivencia misma de los propios otomanos. De no haber sido por la intervención de las potencias europeas, Mehmet Alí podría haber derribado a los otomanos en el transcurso de la segunda crisis egipcia. Todas estas vicisitudes habían convencido al gobierno otomano de la necesidad de efectuar reformas. Lo que se precisaba no era un simple conjunto de pequeños retoques en las instituciones de gobierno que habían arraigado hasta la fecha, sino una revisión completa de los engranajes de la vieja gobernación.
Los otomanos comprendieron que no lograrían reformar su imperio sin ayuda. Tenían que inspirarse en las ideas y en las tecnologías que tanta fuerza habían dado a sus rivales europeos. Los hombres de Estado otomanos habían tomado buena nota de que Mehmet Alí había utilizado con éxito las ideas y las tecnologías modernas llegadas de Europa para crear un estado de gran dinamismo. La iniciativa de enviar misiones egipcias a Europa, de importar tecnología industrial europea, junto con la determinación de adquirir sus tecnologías militares y la decisión de contratar asesores técnicos llegados de Europa para atender la totalidad de los niveles del ejército y del sistema burocrático, había desempeñado un importante papel en todo cuanto había conseguido Mehmet Alí.
Los otomanos se hallaban a punto de cruzar el umbral de una nueva y compleja era en sus relaciones con sus vecinos europeos. Europa iba a convertirse en el modelo a imitar, en el ideal a alcanzar en términos militares y tecnológicos. Sin embargo, Europa constituía asimismo una amenaza que era preciso mantener a raya, tanto por el hecho de ser una potencia beligerante que codiciaba las tierras otomanas como por la circunstancia de actuar como fuente de ideologías nuevas y peligrosas. Los reformistas otomanos se verían así forzados a aceptar el desafío de tener que adoptar las ideas y la tecnología de Europa sin poner por ello en peligro sus valores ni su propia integridad cultural.
Lo único que no podían permitirse los otomanos era ignorar los progresos de Europa. En el siglo XIX, Europa se había convertido en la potencia mundial dominante, y el imperio otomano se vería cada vez más obligado a someterse a las reglas que le imponía Occidente.