Capítulo 4

LOS PELIGROS DE LA REFORMA

El 13 de abril del año 1826, un joven clérigo musulmán se aproximó al navío francés La Truite, anclado en el puerto de Alejandría. Al saltar a la pasarela para subir a bordo, ataviado con la túnica y el turbante propios de un erudito del antiguo centro de formación musulmán de la mezquita de El Cairo, la universidad de al-Azhar (fundada en el año 969), los pies de Refaa el-Tahtawi hollaban por primera vez en su vida suelo no egipcio. Se dirigía a Francia, ya que había sido nombrado capellán de la primera gran misión educativa que Mehmet Alí enviaba a Europa. Iba a estar alejado de su tierra natal por espacio de cinco años.

Una vez a bordo del buque francés, el-Tahtawi examinó el rostro de los demás delegados. Componían un abigarrado grupo: eran cuarenta y cuatro hombres en total, de edades comprendidas entre los quince y los treinta y siete años. El-Tahtawi (1801-1873) tenía entonces veinticuatro. Pese a que se veía a las claras que se trataba de una delegación egipcia, únicamente dieciocho de los enviados tenían como lengua materna el árabe. El resto de los integrantes del grupo hablaban turco y en su multiplicidad venían a reflejar la diversidad nacional del imperio otomano —del que Egipto seguía formando parte—, ya que entre ellos había turcos, circasianos, griegos, georgianos y armenios. El gobernador de Egipto les había elegido para que se aplicaran al estudio de las lenguas y las ciencias europeas a fin de que, a su regreso, contribuyeran a emplear cuanto hubieran aprendido en Francia en las reformas que precisara su país de origen.

Nacido en el seno de una notable familia de jueces y teólogos de una pequeña aldea del Alto Egipto, el-Tahtawi había estudiado árabe y teología islámica desde la edad de dieciséis años. Excepcionalmente dotado para el estudio, había sido nombrado profesor de al-Azhar antes de comenzar a prestar servicio al gobierno —en 1824— como predicador de una de las nuevas divisiones de infantería nizamí organizadas al estilo europeo. Gracias al desempeño de aquel puesto, y con el apoyo de sus protectores, el-Tahtawi resultaría seleccionado para integrar aquella prestigiosa misión a París. Era un tipo de nombramiento capaz de determinar el curso de la carrera profesional de una persona.

El-Tahtawi llevaba consigo un cuaderno de escritura en blanco en el que pensaba recoger las impresiones que le fuera causando Francia. No habría detalle lo suficientemente nimio como para no interesarle: la forma en que los franceses construían sus casas, así como el modo en que se ganaban la vida o atendían a la práctica de su religión; los medios de transporte que empleaban y el funcionamiento de su sistema económico; las relaciones entre hombres y mujeres; la manera que tenían de vestirse y de bailar; la decoración de sus casas y el gusto con que disponían la mesa. El-Tahtawi consignaría sus experiencias con curiosidad y respeto, pero también con distanciamiento crítico. Hacía siglos que los europeos habían viajado al Oriente Próximo y escrito libros sobre los modales y las costumbres de los exóticos pueblos que allí encontraban. Ahora, y por primera vez, un egipcio daba la vuelta a la situación y componía un texto sobre un extraño y exótico país llamado Francia.1

Las reflexiones que anota el-Tahtawi sobre Francia están llenas de contradicciones. En tanto que musulmán y egipcio otomano tenía plena confianza en la superioridad de su fe y su cultura. Francia le pareció un lugar dominado por el descreimiento, un país en el que jamás «se ha asentado un solo musulmán», dirá, y en el que el cristianismo de los propios franceses será «únicamente nominal». Sin embargo, las observaciones de primera mano que tendrá oportunidad de realizar no le dejarán la menor duda respecto de la supremacía francesa en los campos de la ciencia y la tecnología. «Alá es testigo de que, durante mi estancia en ese país, me sentí afligido por el hecho de que [sus habitantes] hubieran disfrutado de todas aquellas cosas de las que carecemos en los reinos islámicos», afirmará al evocar sus impresiones.2 A fin de dar a sus lectores una idea del abismo que en opinión de el-Tahtawi separaba al mundo musulmán de la ciencia occidental, nuestro autor juzgará necesario explicar que los astrónomos europeos habían logrado demostrar que la tierra es redonda. Comprendió el gran retraso científico que acusaba el mundo islámico en relación con Europa, llegando a la convicción de que dicho mundo tenía el derecho y el deber de hacer suyo ese conocimiento, dado que los avances que había logrado Occidente desde el Renacimiento se habían producido sobre la base de los progresos realizados por el islam en el ámbito científico a lo largo de la Edad Media. Su argumento consistía en que, al adoptar los avances conseguidos por Europa en el campo tecnológico, los otomanos no hacían más que cobrarse la deuda que en su día había contraído Occidente con la ciencia islámica.3

Pese a que el libro de el-Tahtawi se halle repleto de reflexiones fascinantes sobre lo que, a ojos de un egipcio, hacía funcionar tan bien a la Francia de la década de 1820, su más importante contribución a la reforma política egipcia será la que guarde relación con su análisis del gobierno constitucional. El-Tahtawi tradujo en su totalidad los setenta y cuatro artículos de la Constitución francesa de 1814, conocida con el nombre de Charte constitutionelle, escribiendo a continuación un detallado estudio de sus puntos más relevantes.4 El-Tahtawi creía que en la Constitución residía el secreto del progreso francés. «Deberíamos incluir esto —explicará a los miembros de la élite que habrían de leer su informe—, de modo que podáis comprender por qué vías ha llegado su intelecto a adoptar la decisión de que la justicia y la equidad son las causas que hacen avanzar la civilización de los reinos y el bienestar de los súbditos, [y de manera que veáis también] en qué alto grado se dejan guiar por estas ideas tanto los gobernantes como los gobernados, hasta el punto de determinar la prosperidad del país, el incremento del conocimiento, la acumulación de la riqueza y la satisfacción de los corazones.»

Los elogios que dedica el-Tahtawi al gobierno constitucional son prueba de coraje, teniendo en cuenta la época en que los expone. Todas aquellas nociones eran ideas nuevas y peligrosas carentes de arraigo en la tradición islámica. Como él mismo confiesa, la mayoría de los principios de la Constitución francesa «no encuentran precedente en el Corán ni en la sunna [es decir, la práctica] del profeta». Es posible que temiera la reacción que pudieran manifestar los demás clérigos musulmanes ante estas peligrosas innovaciones, pero aun así se mostraría dispuesto a asumir otro riesgo mayor: el de provocar la contrariedad de sus gobernantes y caer en desgracia. A fin de cuentas, la Constitución se aplicaba por igual tanto al rey como a sus súbditos, y además abogaba en favor de una división de poderes que distinguía las funciones del monarca de las de un cuerpo legislativo electo. El Estado de Mehmet Alí era un Estado totalmente autocrático, y el imperio otomano, una monarquía absoluta. La mayoría de los miembros de las élites otomanas debieron de juzgar sin duda que la noción misma de un gobierno representativo, o la mera idea de imponer limitaciones a la potestad del monarca, constituía una pretensión no sólo ajena a su mundo, sino incluso de carácter subversivo.

Al clérigo reformista le había seducido el hecho de que la Constitución francesa tendiera más a promover los derechos de los ciudadanos comunes que a reforzar la hegemonía de las élites. Los artículos de la Constitución que más habían impresionado a el-Tahtawi habían sido, entre otros, aquellos que afirmaban la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y el derecho de todo miembro de la nación a ser elegido para el desempeño «de cualquier función pública, con independencia de su posición social». El-Tahtawi sostenía que la posibilidad de semejante promoción social podía animar a «la gente a estudiar y a aprender» a fin de «alcanzar una posición más elevada que la que en ese momento ocuparan», lo que evitaba que su civilización se estancase. Una vez más, el-Tahtawi está cruzando aquí una sutil línea roja. En una sociedad de rígidas jerarquías como la del Egipto otomano, las ideas relacionadas con la movilidad social debieron de conmocionar a las élites de la época, quienes seguramente tenderían a considerar que se trataba de nociones peligrosas.

Pero el-Tahtawi iría aún más lejos al elogiar el derecho a la libre expresión de que disfrutaban los franceses. La Constitución, explica, animaba «a todo el mundo a manifestar libremente su opinión, su conocimiento o sus emociones». Y el medio al que recurría el francés corriente para dar a conocer sus puntos de vista, proseguía el-Tahtawi, era un escrito llamado «journal» o «gazette». Debía de ser la primera vez que los lectores de el-Tahtawi oían hablar de los periódicos, dado que por entonces eran una realidad desconocida en el mundo de habla árabe. Tanto los hombres poderosos como la gente común podían publicar sus puntos de vista en los periódicos, explicaba el-Tahtawi. De hecho, el-Tahtawi subrayaba lo importante que era que el pueblo llano pudiera expresarse libremente en la prensa, «dado que incluso una persona de baja extracción puede concebir ideas que hayan pasado desapercibidas al entendimiento de los individuos importantes». Con todo, lo que verdaderamente parecía notable a los ojos del clérigo era el poder que tenía la prensa para obligar a la gente a responder de sus acciones. «Si alguien hace algo digno de admiración o, por el contrario, realiza una acción despreciable, los periodistas lo consignan en sus periódicos, de modo que el asunto llega a oídos tanto de los notables como de las personas corrientes, estimulando así a la persona que haya hecho algo bueno, u obligando a quien haya perpetrado alguna bajeza a renunciar a sus propósitos.»

Y en lo que iba a ser su más osada discrepancia con las convenciones políticas otomanas, el-Tahtawi terminaría expresando en su crónica una actitud de simpatía hacia la revolución de julio de 1830, que había derribado al rey borbón Carlos X. El pensamiento político de los musulmanes sunitas sostenía que los súbditos tenían la obligación de someterse a sus gobernantes, aun en el caso de que éstos se comportaran despóticamente, pues así lo requería el interés del orden público. El-Tahtawi, que había asistido en primera línea a aquel acontecimiento político se puso claramente del lado del pueblo francés y en contra del monarca cuando Carlos X decidió dejar en suspenso la Charte constitutionelle, «deshonrando así las leyes en que se hallaban consignados los derechos del pueblo francés». En su empeño por restaurar el poder absoluto de la monarquía, Carlos X haría caso omiso de la autoridad de los diputados de la cámara, prohibiría toda crítica pública al rey o a su Consejo de Ministros, y abriría la puerta a la censura de prensa. Y cuando la gente se levantó en armas contra su gobernante, el clérigo egipcio les dio la razón. El extenso análisis que realizará el-Tahtawi sobre la revolución de julio resulta aún más notable por la circunstancia de que venga a respaldar implícitamente el derecho de la gente a derrocar a un monarca a fin de preservar sus derechos legales.5

Tras cinco apasionantes años en París, el-Tahtawi regresaría a Egipto en 1831 —aunque las impresiones que le había causado Francia seguían confinadas entre las tapas de su cuaderno de notas—. Dado su dominio del francés, obtuvo un importante nombramiento por el que se le encargaba la creación de un gabinete de traducciones gubernamental cuyo primer cometido debía consistir en realizar ediciones árabes de los manuales técnicos europeos que resultaran esenciales para la materialización de las reformas que Mehmet Alí tenía en mente. Pese a hallarse atareado en la organización del gabinete de traducciones, el-Tahtawi encontró tiempo para revisar sus notas parisinas, con vistas a su publicación. Quizá con ánimo de precaverse de las represalias que pudieran caer sobre él a causa de las peligrosas ideas políticas que expresaba en su libro, el-Tahtawi dedicaría en el prefacio un rendido homenaje a Mehmet Alí. La obra resultante, publicada en árabe en el año 1834 y posteriormente traducida al turco, era nada menos que una obra maestra. Con su clara exposición de los avances europeos en los campos de la ciencia y la tecnología, y su análisis de la filosofía política de la Ilustración, el libro de el-Tahtawi estaba llamado a convertirse en el cañonazo inaugural de las reformas que iba a experimentar a lo largo del siglo XIX el mundo otomano, y también el árabe.

* * *

En el transcurso del siglo XIX, tanto los otomanos como los ciudadanos árabes de sus dominios habrían de interactuar cada vez más con Europa, lo que obligaría a las gentes del Oriente Próximo a reconocer que Occidente les había superado tanto en poderío militar como en capacidad económica. Pese a que muchos otomanos seguían convencidos de que su mundo era superior al europeo en términos culturales, los reformistas del imperio otomano argumentaban que debían consagrarse a la tarea de dominar las ideas y la tecnología de Europa si no querían que este continente terminase por dominarles a ellos.

Los otomanos y sus autónomos vasallos árabes de Egipto y Túnez comenzaron por introducir reformas en sus ejércitos. Pronto se vio claro que para sostener el gasto que implicaba la organización de un ejército moderno el Estado debía incrementar sus ingresos básicos. De este modo, las prácticas administrativas y económicas tuvieron que transformarse en función de las directrices observadas en Europa, con la esperanza de obtener con ello una mayor prosperidad y un incremento de los ingresos fiscales. Los habitantes del imperio comenzaron a importar tecnología europea a ritmo creciente, ayudados en esto por los capitalistas europeos, que les empujaban en esa dirección dado que buscaban nuevos mercados para sus artículos manufacturados y su maquinaria. El sultán y los virreyes instalados en Túnez y en El Cairo se mostraron más que dispuestos a aprovechar las ventajas de la moderna tecnología europea, como el telégrafo, el barco de vapor y el ferrocarril, dado que los consideraban otros tantos signos externos de progreso y desarrollo. Sin embargo, toda esa nueva tecnología resultaba cara, así que a medida que las élites cultas de Estambul, El Cairo y Túnez fueron cobrando conciencia de los despilfarros en que incurrían sus gobernantes, comenzaron asimismo a exigir la protección de una constitución política y de un parlamento, considerando que ambos elementos eran las piezas que faltaban en el programa de reformas emprendido.

El objetivo de todas y cada una de las fases de la reforma consistía tanto en fortalecer las instituciones del imperio otomano y de sus estados vasallos árabes como en protegerlos de los abusos europeos. En este sentido, sin embargo, los reformistas habrían de verse decepcionados, ya que la era de las reformas estaba abocada a dejar al mundo otomano en una situación cada vez más vulnerable a la penetración europea. Al control informal ejercido por Europa a través de las distintas presiones consulares, del comercio y de la inversión de capital habría de seguirle una dominación formal al demostrarse que ninguno de los territorios del imperio iba a ser capaz de atender a los compromisos financieros contraídos con los acreedores extranjeros, ya que uno tras otro iban a declararse faltos de fondos: primero Túnez, después el gobierno otomano y, finalmente, Egipto.

La era de las reformas otomanas se había iniciado en el punto más álgido de la segunda crisis egipcia, esto es, en el año 1839. La muerte del sultán Mahmut II y el acceso al poder de su hijo adolescente, Abdulmecid I, difícilmente podría haberse considerado un momento propicio para el anuncio de un programa de reformas radicales. Con todo, el imperio otomano, que se encontraba en ese momento bajo la inminente amenaza del ejército egipcio de Mehmet Alí, había sentido entonces más que nunca la necesidad de contar con la buena voluntad de Europa. Y para asegurarse de que Europa le garantizara la integridad de sus territorios y el reconocimiento de su soberanía, el gobierno otomano había creído necesario demostrar a las potencias europeas que era capaz de adherirse a las normas de gobernación vigentes en sus países en calidad de miembro responsable de la comunidad de estados modernos. Además, los reformistas que habían trabajado en tiempos de Mahmut II estaban decididos a consolidar los cambios ya iniciados durante el reinado del difunto sultán, y resueltos igualmente a implicar a su sucesor en el proceso de reformas.

Esta doble motivación habría de caracterizar la era de las reformas otomanas: los gestos realizados en el ámbito de las relaciones públicas y destinados a obtener el apoyo de Europa vinieron a sumarse a un auténtico compromiso de reforma del imperio a fin de garantizar su supervivencia frente amenazas tanto internas como externas. El 3 de noviembre del año 1839, el ministro de Asuntos Exteriores otomano, Mustafá Reshid Pachá, leería un decreto de reforma —en nombre de Abdulmecid I— ante un grupo de dignatarios otomanos y extranjeros invitados a acudir al acto en Estambul. En esa fecha los otomanos iniciaron un período de reformas administrativas llamado a transformar su Estado, entre los años 1839 y 1876, en una monarquía constitucional dotada de un parlamento electo, abriendo así el período conocido con el nombre de Tanzimat (cuyo significado literal es «reorganización»).

Tres son los principales hitos que señalan los momentos cumbre de la Tanzimat: el decreto de reforma del año 1839; el posterior decreto de reforma del año 1856, que venía a reafirmar y a dar mayor amplitud al programa de modificaciones asumido en 1839; y la Constitución de 1876. Los decretos de 1839 y 1856 exponen claramente la deuda intelectual de los reformistas otomanos con el pensamiento político occidental. El primer documento estableció un plan de acción modesto, centrado en torno a tres puntos principales: garantizar la «perfecta seguridad de la vida, el honor y la propiedad» de todos los súbditos otomanos; establecer «un sistema periódico para la estimación fiscal»; y reformar los términos del servicio militar mediante la realización de levas a intervalos regulares y la estipulación de unos plazos de servicio fijos.6

El decreto del año 1856 venía a reiterar las reformas dispuestas en 1839, aunque ampliaba el proceso a fin de contemplar asimismo la introducción de las modificaciones necesarias en los tribunales de justicia y en el sistema penal. Debía ponerse freno a la práctica consistente en imponer castigos corporales, y debía abolirse asimismo la tortura. El decreto trataba de regular además la economía del imperio mediante la determinación de sucesivos presupuestos anuales abiertos a la consideración pública. El decreto preveía también la modernización del sistema financiero y el establecimiento de una red bancaria moderna «a fin de crear los fondos necesarios para el incremento de las fuentes de riqueza [del imperio]» mediante la realización de obras públicas tales como carreteras y canales. «A fin de materializar esos objetivos —concluía el decreto—, deberán ponerse a contribución los recursos de la ciencia, el arte y los fondos europeos, y de ese modo ir llevándolos gradualmente a la práctica.»7

No obstante, no considerar la Tanzimat sino a la luz de los principales decretos sería pasar por alto el verdadero calado de las reformas efectuadas entre los años 1839 y 1876. Las décadas centrales del siglo XIX iban a asistir a una transformación decisiva de las instituciones clave del Estado y la sociedad otomanos. Para reformar la base impositiva y consolidar la futura prosperidad del Estado, el gobierno comenzó a reunir los datos necesarios para la periódica confección de un censo y creó un nuevo sistema de valoración catastral con el que sustituir las antiguas enfiteusis que permitían a los notables locales una explotación fiscal de las tierras de labor a título individual. Estas prácticas se adecuaban así mucho más a la noción de propiedad privada vigente en Occidente. Se procedió igualmente a una completa revisión de la Administración provincial a fin de diseñar un sistema de gobierno regular que, partiendo de las capitales de provincia, como Damasco o Bagdad, pudiera dejarse sentir en las poblaciones menores, llegando incluso al plano de las aldeas.

Para concretar estos cambios fue preciso formar a miles de nuevos burócratas, proporcionándoles una preparación técnica moderna. Y para lograrlo, el Estado estableció una nueva red de escuelas de corte europeo y capaces de impartir una formación educativa desde el grado elemental hasta el superior, pasando por la enseñanza secundaria, y todo ello sobre la base de los currículos escolares europeos pensados para la formación del funcionariado público. De manera similar, se pondría en marcha un ambicioso proyecto destinado a reformular las leyes del imperio a fin de poder conciliar el derecho islámico con los códigos jurídicos occidentales y lograr así que el sistema legal otomano resultase más compatible con las normas del derecho europeo.

Mientras las reformas se aplicaron únicamente a los más altos escalones de la jerarquía gubernamental, los súbditos del imperio otomano no mostrarían prácticamente ningún interés por la Tanzimat. Sin embargo, en el transcurso de las décadas de 1850 y 1860, las reformas comenzarían a incidir en la vida de los individuos corrientes. Acostumbrados a temer las imposiciones fiscales y el reclutamiento de tropas, los súbditos otomanos se opondrían a cuantos esfuerzos realizara el Estado para inscribir sus nombres en los archivos del gobierno. Los padres se negaban a enviar a sus hijos a las escuelas estatales, asustados ante la perspectiva de que el hecho de registrarlos en los centros de estudio y de dar sus nombres sirviera para terminar enviándolos a filas. Los habitantes de las pequeñas poblaciones se escabullían ante la llegada de los funcionarios del censo, y los granjeros dificultaban todo cuanto les era posible el registro catastral de sus tierras. Sin embargo, al aumentar las dimensiones y la eficacia del sistema burocrático, las gentes del imperio acabarían sucumbiendo a uno de los imperativos de la gobernación moderna: el mantenimiento de un registro preciso del número y la condición de los súbditos del Estado, así como del tamaño y el carácter de sus propiedades.

El proceso de reformas no afectaría menos al sultán que a sus súbditos. El poder absoluto del sultán otomano iría quedando paulatinamente socavado a medida que el centro de gravedad político fuese basculando del palacio del sultán a las oficinas de la sede del gobierno otomano, ubicado en la Sublime Puerta. En el gobierno, el Consejo de Ministros pasó a asumir el principal papel en materia legislativa y ejecutiva, surgiendo la figura del gran visir como jefe de gabinete. El sultán vio reducida su función al desempeño de un papel de jefe de Estado de carácter meramente ceremonial y simbólico. En el año 1876, la promulgación de la Constitución vendría a culminar este conjunto de transformaciones. Dicha Constitución, a pesar de dejar un gran número de potestades en manos del sultán, ampliaría la participación política por medio del establecimiento de un Parlamento. De este modo, y en el plazo relativamente breve de treinta y siete años, la monarquía constitucional vendría a sustituir al absolutismo otomano.

Todo gran programa de reformas lleva inherentemente aparejado un cierto número de peligros, y en particular si en la reforma interviene la aplicación de ideas extranjeras. Los otomanos musulmanes conservadores denunciaban que la Tanzimat venía a introducir innovaciones ajenas al islam tanto en el Estado como en la sociedad. De todas las cuestiones revisadas, ninguna habría de resultar tan explosiva como la modificación de la consideración social de los cristianos y los judíos, a quienes se reconocía ahora la condición de comunidades minoritarias no musulmanas integradas en la sociedad otomana —de confesión musulmana y mayoritariamente sunita.

En el transcurso del siglo XIX, las potencias europeas habrían de recurrir cada vez más al pretexto de los derechos de las minorías para intervenir en los asuntos otomanos. Rusia hizo extensivo su manto protector a la Iglesia ortodoxa oriental, la mayor comunidad cristiana del imperio otomano. Francia venía disfrutando desde mucho tiempo atrás de una especial relación con la Iglesia maronita asentada en la cordillera del Líbano, y en el siglo XIX se dedicaría a desarrollar el patrocinio formal de todas las comunidades católicas otomanas. Los británicos carecían de todo lazo histórico con cualquier iglesia de la región. Sin embargo, Gran Bretaña asumiría la representación de los intereses de los judíos, los drusos y las minúsculas comunidades de conversos que irían congregándose poco a poco en torno a los misioneros protestantes destacados en el mundo árabe. Cada vez que el imperio otomano se encontraba implicado en cualquiera de las áreas de importancia estratégica para Occidente, las potencias europeas no dudarían en explotar todos los medios a su alcance para entrometerse en los asuntos otomanos. Las cuestiones relacionadas con los derechos de las minorías ofrecerían a esas potencias un gran número de oportunidades de imponer su voluntad a los otomanos, y en ocasiones con consecuencias desastrosas, tanto para los europeos como para los otomanos.

La «querella de los Santos Lugares» sobrevenida entre los años 1851 y 1852 vendría a demostrar palpablemente a todas las partes implicadas los peligros de la intervención de las grandes potencias. Todo comenzó al empezar a surgir entre los frailes católicos y los monjes ortodoxos griegos ciertas diferencias relacionadas con sus respectivos derechos y privilegios en los santos lugares cristianos de Palestina. Francia y Rusia respondieron a la divergencia presionando a Estambul a fin de que la Sublime Puerta confiriera los privilegios precisos a sus respectivas comunidades clientelares. Al principio, los otomanos cedieron a las presiones francesas, entregando las llaves de la iglesia de la natividad de belén a los católicos. Los rusos, sin embargo, estaban decididos a no perder la cara ante los franceses y a conseguir por tanto un trofeo mejor para la Iglesia ortodoxa griega. Sin embargo, cuando los otomanos se avinieron a realizar concesiones similares a los rusos, el emperador francés, Napoleón III, envió inmediatamente un buque de guerra de última generación impulsado por hélices a los Dardanelos a fin de dejar en Estambul a su embajador, amenazando además con cañonear las posiciones otomanas en el norte de áfrica si la Sublime Puerta no daba marcha atrás y rescindía las concesiones realizadas a los clientes ortodoxos de Rusia. Al ceder los otomanos a las pretensiones francesas, los rusos les amenazaron con declararles la guerra. De este modo, lo que en el otoño del año 1853 comenzó siendo una guerra entre rusos y otomanos acabaría degenerando hasta convertirse en la guerra de Crimea, un violento conflicto que se extendería de 1854 a 1855 y en el que Gran Bretaña y Francia se enfrentarían a la Rusia zarista y que habría de cobrarse trescientas mil vidas, dejando además una cifra muy superior de heridos. Las consecuencias de la intervención europea en favor de las comunidades minoritarias otomanas eran demasiado graves para que la Sublime Puerta estuviera dispuesta a dejar que la situación se prolongara.

Los otomanos ya habían hecho un tímido intento de reclamar para sí la iniciativa en relación con las comunidades minoritarias no musulmanas en el decreto de reforma de 1839. «Los súbditos musulmanes y no musulmanes de nuestro noble sultanato disfrutarán, sin excepción, de nuestras imperiales concesiones», declaraba el sultán en su firman, es decir, en el regio mandato del decreto. Estaba claro que tanto él como sus administradores tenían que expresar de forma más contundente la igualdad entre los musulmanes y los no musulmanes si querían convencer a las autoridades europeas de que ya no era preciso que intervinieran para garantizar el bienestar de los cristianos y los judíos del imperio otomano. Para el gobierno otomano, el problema consistía en lograr la aprobación de su propia mayoría musulmana y poder diseñar así una política de igualdad entre las distintas confesiones. El Corán establece claras distinciones entre los musulmanes y las otras dos creencias monoteístas, y el derecho islámico había venido a consagrar esos distingos. Y el hecho de que el gobierno otomano se desentendiera de tales distinciones habría significado, a juicio de muchos creyentes musulmanes, oponerse al libro sagrado y a la ley de Alá.

Una de las consecuencias de la guerra de Crimea fue precisamente que el gobierno otomano decidió correr el riesgo de escandalizar a las masas en el ámbito doméstico a fin de evitar nuevas intervenciones europeas en defensa de las comunidades minoritarias no musulmanas del imperio. La promulgación del decreto de reforma del año 1856 se hizo coincidir con el Tratado de París, un pacto con el que se ponía fin a la guerra de Crimea. La mayor parte de las disposiciones del decreto de reforma del año 1856 hacían alusión a los derechos y a las responsabilidades de los cristianos y los judíos otomanos. Este decreto vendría a establecer por primera vez la completa igualdad de todos los súbditos otomanos, con independencia de cuál fuera su religión: «Toda distinción o designación tendente a determinar que cualquiera de las clases de súbditos que habitan mi imperio resulte inferior a otra, en virtud de su religión, de su lengua o de su raza, será erradicada para siempre de los protocolos administrativos». El decreto añadía a continuación la promesa de que todos los súbditos otomanos tendrían acceso a las escuelas gubernamentales y a los puestos del Estado, y que todos ellos deberían servir igualmente en el ejército, pues se hallaban sujetos a las mismas levas obligatorias, sin distinción de religión ni de nacionalidad.

El proceso de reforma ya había despertado controversias a causa de sus tendencias pro europeas. Sin embargo, en las reformas anteriores al decreto de 1856 no había habido nada que contraviniese directamente los mandatos del Corán, texto que los musulmanes veneran por considerar que contiene la literalidad de la palabra eterna de Alá. Contradecir al Corán equivalía a contradecir a Alá, así que no resulta sorprendente que, al ser leído en las ciudades del imperio, el decreto provocara las iras de los musulmanes piadosos. Así lo deja consignado en su diario un juez otomano de Damasco que escribe en el mismo año 1856: «Hoy se ha leído en los tribunales el decreto por el que se confiere una completa igualdad a los cristianos, concediendo no sólo la igualdad y la libertad, sino estableciendo asimismo otras violaciones de la eterna ley islámica ... Todos los musulmanes se cubrieron [la cabeza] de ceniza. Pedimos a Alá que fortalezca la religión y otorgue la victoria a los musulmanes».8 Los súbditos otomanos comprendieron inmediatamente el significado de esta particular reforma.

Las reformas de la Tanzimat estaban conduciendo al imperio otomano a aguas peligrosas. Si el gobierno promulgaba reformas contrarias a la religión y a los valores de la mayoría de la población, el proceso de reforma corría el riesgo de provocar una rebelión que desacreditara la autoridad de sus dirigentes e hiciera estallar brotes de violencia entre sus súbditos.

Los otomanos no eran los primeros gobernantes islámicos que decretaban la igualdad entre musulmanes, cristianos y judíos. Lo había hecho ya Mehmet Alí en el Egipto de 1820. Sin embargo, este primer decreto se proponía más satisfacer el deseo que animaba a Mehmet Alí a imponer los mismos gravámenes fiscales al conjunto de los egipcios, reclutándolos asimismo sin distinción alguna para el servicio en el ejército, que liberar a las minorías confesionales. Pese a que los musulmanes devotos debieron de plantear sin duda objeciones al observar que se aplicaba ese principio de igualdad durante la ocupación egipcia de Siria en la década de 1830, Mehmet Alí ocupaba una posición lo suficientemente sólida como para amilanar a sus críticos e imponer su voluntad. Es probable que, habiendo observado las reformas de Mehmet Alí, los otomanos creyeran que podían aferrarse a ese precedente sin provocar una confrontación civil.

La ocupación egipcia también había dejado las provincias árabes del imperio otomano abiertas a la penetración comercial europea. Beirut pasaría así a convertirse en un puerto importante del Mediterráneo oriental, de modo que los comerciantes empezaron a poder acceder a los nuevos mercados situados en las ciudades de tierra adentro, unos mercados que anteriormente habían estado cerrados a los comerciantes occidentales, como había sucedido por ejemplo con el de Damasco. Los comerciantes europeos comenzaron asimismo a confiar en los cristianos y en los judíos de la región y a pedirles que les sirvieran de intermediarios, como traductores y como agentes. Gracias a estos vínculos con el comercio europeo, y gracias también a la actividad consular, un buen número de individuos cristianos y judíos lograrían adquirir una notable riqueza, y de hecho muchos optarían por sustraerse a las incertidumbres del derecho otomano aceptando la ciudadanía europea.

En la década de 1840, los privilegios de que disfrutaban algunos cristianos y judíos árabes habían empezado a determinar que la comunidad musulmana de Siria acumulara un creciente y peligroso resentimiento hacia ellos. Las fuerzas externas estaban desbaratando el delicado equilibrio comunal. Por primera vez en un gran número de generaciones, las provincias árabes eran testigos de una violencia sectaria. En el año 1840 se acusó del asesinato ritual de un sacerdote católico a los judíos de Damasco, que posteriormente fueron víctimas de la violenta represión de las autoridades.9 En octubre de 1850 estallaría en Alepo un brote de violencia comunal al atacar una turba de musulmanes a la minoría cristiana próspera de la ciudad. La revuelta causó decenas de muertos y cientos de heridos. Aquellos acontecimientos no encontraban precedente en toda la historia de Alepo y eran el reflejo del resentimiento que acumulaban los comerciantes musulmanes al ver que sus negocios decaían mientras sus vecinos cristianos se enriquecían gracias a los contactos comerciales que mantenían con Europa.10

En la cordillera del Líbano se estaban incubando problemas de mayor calado. La ocupación egipcia de la década de 1830 había provocado el desplome del orden imperante en la región, abriendo un abismo entre los maronitas, que se habían aliado con los egipcios, y los drusos, que se habían opuesto a ellos. Al retirarse los egipcios, los drusos habían regresado a la cordillera del Líbano y descubierto que, en su ausencia, los maronitas no sólo habían acumulado grandes riquezas y obtenido importantes posiciones de poder, sino que ahora reivindicaban la propiedad de las tierras que ellos habían abandonado al verse obligados a huir de la dominación egipcia. En el año 1841, las diferencias surgidas entre ambas comunidades desembocarían finalmente en un enfrentamiento, y a lo largo de las dos décadas siguientes la enemistad daría lugar a choques intermitentes, alimentada por el apoyo que los británicos decidieron prestar a los drusos y el respaldo que los franceses ofrecieron a los maronitas.

Los otomanos trataron de aprovechar el vacío de poder dejado por el repliegue de las fuerzas egipcias para controlar mejor la administración de la cordillera del Líbano. Sustituyeron a los desacreditados príncipes de la familia Chehab que llevaban gobernando desde finales del siglo XVII por un gobierno bicéfalo encabezado por un maronita en el distrito septentrional y por un mandatario druso al sur de la línea definida por la carretera de Beirut a Damasco. Esta partición sectaria carecía de toda base, ya fuera geográfica o demográfica, en la cordillera del Líbano, ya que había maronitas y drusos a ambos lados del límite impuesto. En consecuencia, aquel doble gobierno pareció no contribuir sino a exacerbar las tensiones ya existentes entre ambas comunidades. Y para empeorar las cosas, los maronitas padecían divisiones internas, ya que existían profundas escisiones entre las familias gobernantes, los campesinos y el clero, escisiones que terminaban dando lugar al estallido de revueltas campesinas, las cuales, a su vez, incrementaban todavía más las tensiones. De este modo, en torno al año 1860, la cordillera del Líbano había quedado transformada en un polvorín, dado que tanto los drusos como los maronitas estaban empezando a constituir bandas armadas y a prepararse para la guerra.

El 27 de mayo de 1860, una fuerza cristiana de unos tres mil hombres, todos ellos habitantes de Zahlé, marchó en dirección del traspaís druso con la intención de vengar los ataques sufridos por los aldeanos cristianos. Se enfrentaron al pequeño contingente, integrado por unos seiscientos drusos, que les salió al paso en la carretera de Beirut a Damasco, cerca de la aldea de Ayn Dara. Los drusos infligieron a los cristianos una decisiva derrota y continuaron su ofensiva, saqueando un cierto número de aldeas cristianas. La batalla de Ayn Dara señalaría el inicio de una guerra de exterminio. Los cristianos maronitas encajaron derrota tras derrota, de modo que sus poblaciones y aldeas se vieron invadidas por los victoriosos drusos, en un avance que hoy calificaríamos como un acto de limpieza étnica. Los testigos presenciales de los hechos hablan de que corrían ríos de sangre por las calles de las aldeas de las montañas.

En el plazo de tres semanas, los drusos consiguieron consolidar su posición en el sur de la cordillera del Líbano y en todo el valle de la Bekaa. La pequeña población de Zahlé, situada al norte de la carretera de Beirut a Damasco, fue el último baluarte cristiano en caer. El 18 de junio, los drusos atacaron e invadieron Zahlé, matando a sus defensores y obligando a los habitantes a huir precipitadamente. Las fuerzas cristianas del Líbano quedaban así totalmente aniquiladas, dejando a los drusos como amos y señores de la región. Al menos unas doscientas aldeas fueron saqueadas, y fueron miles los cristianos que murieron, quedaron heridos o se vieron despojados de sus casas.11

Los acontecimientos de la cordillera del Líbano no hicieron más que incrementar las tensiones comunales que recorrían Siria. Las relaciones entre los musulmanes y los cristianos ya se habían visto sometidas a fuertes presiones tras la proclamación del decreto de reforma del año 1856 y el establecimiento de la igualdad legal entre todos los ciudadanos otomanos, con independencia de su confesión religiosa. Varios cronistas damascenos señalan que el comportamiento de los cristianos cambió a raíz del reconocimiento de esos derechos jurídicos. Dejaron de aceptar los privilegios consuetudinarios de los musulmanes y empezaron a vestir atuendos de los mismos colores y tejidos que hasta entonces habían estado reservados a los musulmanes. Además, empezaron a mostrarse asimismo cada vez más envalentonados. Así nos refiere los cambios un ofendido notable musulmán: «De ese modo sucedió que si un cristiano se enzarzaba en una disputa con un musulmán, el cristiano empezaba a devolver al musulmán todos los insultos que este último le dedicara, añadiendo incluso algunos de su propia cosecha».12 Los musulmanes de Damasco juzgaban intolerable esa conducta.

Un notable cristiano, Mijail Mishaqa, se hará eco a su vez de estas opiniones. Mijail Mishaqa, natural de la cordillera del Líbano, había trabajado durante la ocupación egipcia de la década de 1830 al servicio del linaje dominante en la región, la familia Chehab. Más tarde se había trasladado a Damasco, donde conseguiría ser nombrado vicecónsul de una potencia relativamente secundaria en la época: los Estados unidos de América. «A medida que el imperio empezó a llevar a la práctica las reformas y a aplicar las leyes de igualdad entre todos sus súbditos, con independencia de su afiliación religiosa —escribe—, los ignorantes cristianos llevaron demasiado lejos su interpretación de la igualdad y pensaron que los humildes no debían ya someterse a los poderosos y que los de baja extracción no tenían por qué respetar a los nobles. De hecho, llegaron a la conclusión de que los cristianos pobres se hallaban al fin en pie de igualdad con los musulmanes más encumbrados.»13 Al hacer caso omiso, y ostentosamente, de tan antiguas convenciones, los cristianos de Damasco contribuirían sin quererlo a las tensiones sectarias que habrían de provocar su perdición.

La comunidad musulmana asentada en la ciudad de Damasco siguió los sangrientos acontecimientos de la cordillera del Líbano con macabra satisfacción. La mayoría de ellos creía, con cierta justificación, que los cristianos del Líbano se habían comportado de forma arrogante y provocado a los drusos. A los musulmanes damascenos les complacía asistir a la derrota de los cristianos, y no mostraron ninguna cuita de conciencia por el derramamiento de sangre. Y cuando les llegó la noticia de que Zahlé había caído «hubo tal regocijo y alborozo en Damasco», refiere Mishaqa, que «se habría podido pensar que el imperio había conquistado Rusia». Enfrentados a la creciente hostilidad de los musulmanes de la ciudad, los cristianos de Damasco comenzaron a temer por su propia seguridad.

Tras la toma de Zahlé, las bandas drusas empezaron a realizar incursiones de saqueo en las aldeas cristianas de la campiña profunda próxima a Damasco. Los campesinos cristianos salieron huyendo y abandonaron sus aldeas, expuestas a un ataque inminente, yendo a refugiarse en la relativa seguridad de los muros de Damasco. Las calles de los barrios cristianos de Damasco comenzaron a llenarse por tanto de refugiados cristianos, unos refugiados que, según sostiene Mishaqa, «dormían en los callejones adyacentes a las iglesias, sin más lecho que el suelo ni otro techo que el firmamento». Todas estas gentes desamparadas acabarían convirtiéndose en blanco propicio del creciente sentimiento anticristiano, dándose precisamente la circunstancia de que su propia vulnerabilidad y pobreza venía a menguar todavía más su ya cuestionada humanidad a ojos de quienes sentían crecer en su pecho la animadversión hacia la comunidad cristiana. Los así amenazados pusieron entonces su esperanza en sus correligionarios cristianos y en el gobernador otomano, a quienes solicitarían protección frente a cualquier posible daño.

Ahmed Pachá, el gobernador otomano de Damasco, no sentía la menor simpatía por la comunidad cristiana de la ciudad. Mishaqa, que en su calidad de funcionario consular mantenía una estrecha relación con el gobernador, quedó convencido de que Ahmed Pachá se dedicaba a promover activamente las tensiones entre las distintas comunidades. Según explica Mishaqa, Ahmed Pachá creía que desde que se habían implantado las reformas del año 1856, los cristianos habían accedido a una posición social muy por encima de la que realmente les correspondía, y que habían tratado deliberadamente de eludir los deberes —y muy particularmente las obligaciones fiscales— que se erigían como contrapartida inevitable de sus recién adquiridos derechos. Pese a que en términos numéricos la comunidad musulmana de Damasco superaba en una proporción de cinco a uno a la de los cristianos, Ahmed Pachá azuzaba los temores de los musulmanes apostando cañones para «proteger» a las mezquitas de un eventual ataque cristiano. Con tales medidas, Ahmed Pachá animaba a los musulmanes damascenos a creer que pendía sobre ellos la amenaza de un ataque procedente de las poblaciones cristianas.

En el momento más álgido de esta serie de tensiones, Ahmed Pachá organizó una manifestación pensada para provocar un disturbio. El 10 de julio de 1860 ordenó desfilar a un grupo de prisioneros musulmanes que habían sido encarcelados por la comisión de crímenes contra los cristianos, estipulando además que debían recorrer las calles del centro mismo de Damasco, aparentemente con el fin de darles una lección. Como era de esperar, una turbamulta de musulmanes se apiñó en torno a los presos con la intención de quebrar sus cadenas y ponerlos en libertad. El espectáculo de unos musulmanes sujetos con grilletes y expuestos a una gratuita humillación pública como aquélla no consiguió sino reforzar la generalizada opinión de que los cristianos se habían aupado a unas posiciones de poder que no les correspondían en absoluto aprovechándose de las disposiciones contenidas en el decreto del año 1856. La muchedumbre se dirigió a las barriadas cristianas decidida a darles una lección. Como los recientes acontecimientos de la cordillera del Líbano seguían frescos en la memoria de todos, la despiadada multitud consideró que la solución más razonable sería la aniquilación.

El propio Mishaqa se vería atrapado en los estallidos de violencia que llevaba tanto tiempo prediciendo. Nos narra que el gentío echó abajo las puertas de su casa e irrumpió en masa en su domicilio. Mishaqa y sus hijos menores huyeron por una puerta trasera, con la esperanza de poder refugiarse en la casa de un vecino musulmán. Sin embargo, los amotinados les cerraban el paso en cada recodo del camino. Para distraerles, Mishaqa tuvo la idea de arrojarles puñados de monedas y huir con sus hijos mientras la muchedumbre se peleaba por el dinero. Tres veces eludió el ataque de la multitud con esta estratagema, pero al final se encontró sin escapatoria, cerrada toda vía de escape por una legión de gente enfurecida.

No tenía forma de escapar. Me rodearon para robarme y matarme. Mi hijo y mi hija se pusieron a gritar: «¡Matadnos a nosotros en vez de a nuestro padre!». Uno de aquellos miserables asestó un hachazo a mi hija en la cabeza, que Dios le pida cuentas de sus actos. Otro me disparó a una distancia de seis pasos y falló, pero otro hachazo me hirió en la sien derecha, mientras sentía que me aplastaban el costado derecho, el rostro y el brazo a base de porrazos. Era tan numerosa la turba que me rodeaba que era imposible disparar sin herir a los demás.

La muchedumbre se llevó prisionero a Mishaqa. Le separaron de su familia y le condujeron por las callejuelas más apartadas hasta la casa de un funcionario. A fin de cuentas, Mishaqa era el vicecónsul de un país extranjero. Uno de los vecinos musulmanes de Mishaqa dio cobijo a su maltrecho amigo cristiano y consiguió reunirle con los demás miembros de su familia, todos los cuales —incluyendo a su hija pequeña, agredida por la multitud— habían logrado sobrevivir milagrosamente a la masacre.

Únicamente los cristianos que tuvieron la suerte de hallar un refugio semejante consiguieron escapar a la carnicería. Unos cuantos fueron rescatados por distintos notables musulmanes, entre los que destaca la figura del héroe de la resistencia argelina francesa al colonialismo francés, el emir exiliado Abdelkader. Tanto él como los demás musulmanes que les ayudaron se jugaron la vida al rescatar y procurar amparo a los cristianos huidos. Otros cristianos se resguardarían en el reducido espacio de los consulados británico y prusiano, cuyos guardias consiguieron hacer retroceder a las masas. La mayor parte de los que lograron sobrevivir se cobijaron de mala manera en la ciudadela de Damasco, con el temor de que los soldados pudieran dejar paso libre a la muchedumbre en cualquier momento. Aunque la mayoría de los cristianos de la ciudad consiguieran finalmente encontrar un sitio seguro en el que refugiarse, fueron miles los que no pudieron hallarlo, padeciendo terribles actos de violencia a manos de la multitud, que desató sus iras en tres días de matanzas indiscriminadas.

Más tarde, Mishaqa expondría con detalle el coste material y humano de la masacre en un informe enviado al cónsul estadounidense en Beirut. En ese documento, Mishaqa afirma que en el motín se había dado muerte a no menos de cinco mil cristianos, esto es, a una cuarta parte de la comunidad, puesto que en origen la minoría cristiana contaba con unos veinte mil integrantes. La muchedumbre raptó y violó a unas cuatrocientas mujeres, muchas de las cuales quedarían preñadas, entre ellas una de las criadas domésticas de la casa del propio Mishaqa. Los daños materiales fueron muy graves. Tras la revuelta mil quinientas casas quedaron en ruinas, todos los comercios de propiedad cristiana fueron saqueados, y unas doscientas tiendas de los barrios cristianos se vieron asoladas por las llamas. La masa se entregó asimismo al pillaje en las iglesias, en los colegios y en los monasterios, destruyéndolos después del saqueo.14 El robo, el vandalismo y el fuego dejaron arrasados los barrios cristianos, en lo que había sido un estallido de violencia comunal sin precedentes en la moderna historia de la ciudad.

Si el gobierno otomano había decretado la igualdad legal entre los ciudadanos musulmanes y no musulmanes de sus dominios había sido en gran medida con la intención de evitar que las potencias europeas intervinieran en sus asuntos internos. Sin embargo, la posterior violencia desatada contra los cristianos en la cordillera del Líbano y en Damasco terminaría por hacer plausible la perspectiva de una intervención europea a gran escala. Al tener noticia de la masacre, el gobierno francés de Napoleón III envió inmediatamente una expedición militar al mando del general Charles de Beaufort d’Hautpoul, uno de los aristócratas franceses que habían servido como asesores del ejército egipcio durante la década de 1830, es decir, durante el período en que Egipto había ocupado Siria. De Beaufort recibió el encargo de evitar nuevos derramamientos de sangre y de llevar ante la justicia a quienes habían perpetrado tales actos de violencia contra los cristianos de la región.

Los otomanos se vieron forzados a actuar con rapidez. Concedieron plenos poderes a uno de los funcionarios gubernamentales de más alto rango, un hombre llamado Fuad Pachá, que había sido uno de los artífices de las reformas otomanas, y le encargaron que tomara todas las medidas necesarias para restaurar el orden antes de que la expedición francesa arribara a las costas sirias. Fuad cumpliría su misión con notable eficiencia. Puso en marcha un tribunal militar para imponer severos castigos a todos cuantos fueran hallados responsables de la alteración del orden. El gobernador de Damasco fue sentenciado a muerte por no haber sabido poner los medios para evitar la masacre. Decenas de musulmanes pertenecientes a todas las clases sociales, desde los altos estratos de la nobleza a los más humildes escalones de las masas trabajadoras urbanas, fueron ahorcados en ejecuciones públicas efectuadas en las calles de Damasco. Un gran número de soldados otomanos hubieron de enfrentarse al pelotón de fusilamiento por haber roto filas y participado en los asesinatos y los pillajes. Centenares de damascenos se verían obligados a marchar al exilio o a partir lejos, cargados de cadenas, para cumplir largas condenas de trabajos forzados en prisión.

El Gobierno estableció un conjunto de comisiones y les confió el encargo de estudiar las peticiones de compensación que hacían los cristianos por los daños sufridos y las propiedades robadas. Se desalojaron los barrios musulmanes a fin de procurar alojamiento temporal a los cristianos sin hogar mientras una legión de albañiles financiados por el Estado se dedicaban a la reconstrucción de los arrasados barrios cristianos. Lo que sucedió fue, básicamente, que los funcionarios otomanos previeron prácticamente todos los agravios que las potencias europeas pudieran venir a señalar, tomando medidas sobre el particular antes de que los occidentales tuvieran siquiera la posibilidad de intervenir. Cuando al fin llegó el general de Beaufort a las costas libanesas, Fuad tenía ya la situación bajo control. Se deshizo en agradecimientos con los franceses, reconociéndoles los servicios prestados, y les proporcionó un lugar en el que instalar sus tiendas de campaña en la misma costa del Líbano, lejos de todo centro de población, y siempre cerca de puntos en los que el mismo Fuad dispusiera de soldados a los que poder recurrir en caso de necesidad. De hecho no se vería en ningún momento obligado movilizar sus fuerzas, y antes de que hubiera transcurrido un año, los franceses retiraron sus efectivos. Los otomanos habían capeado la crisis, logrando conservar intacta su soberanía.

Los otomanos aprenderían una importante lección de la experiencia del año 1860. Jamás volverían a promulgar reforma alguna que pudiera contradecir abiertamente la doctrina islámica. Por esta razón se mostraría reticente la Sublime Puerta a abolir la esclavitud en las décadas posteriores, cuando al movimiento abolicionista vinieran a sumarse las presiones del gobierno británico. Había versos en el Corán que animaban a los dueños de los esclavos a procurarles un trato correcto, a permitirles que se casaran, y a concederles la manumisión, pero en ningún momento se prohíbe en ese texto la práctica de la esclavitud. ¿Cómo podía el sultán declarar ilegal lo que el libro de Alá autorizaba? En un esfuerzo por avenirse a las presiones británicas, la Sublime Puerta accedió en cambio a trabajar en favor del comercio de esclavos, actividad de la que el Corán no dice nada. En el año 1880, la Sublime Puerta firmaría el Tratado Anglo-Otomano para la supresión de la trata de esclavos negros. Era un compromiso destinado más a preservar la paz en el interior del imperio que a poner coto a la institución de la esclavitud.15

Los otomanos reconocerían asimismo la necesidad de equilibrar las reformas con algunos beneficios para las clases que tenían que adaptarse a ellas a fin de lograr un amplio respaldo público para la Tanzimat. La población en general no había obtenido beneficio alguno del hecho de que se hubiera aumentado el número de burócratas encargados de cobrarles los impuestos ni la eficacia de los funcionarios estatales ocupados de reclutarles y obligarles a realizar un servicio militar de tipo occidental. Todos los cambios legales ideados para conseguir que el imperio otomano resultase más compatible con el pensamiento político europeo y sus prácticas resultaban ajenos al otomano corriente. Para animar a sus súbditos a aceptar esas modificaciones tan alejadas de los presupuestos implícitos en la mentalidad del común, el gobierno otomano tuvo que invertir mayores sumas en la economía local y en la promoción del bienestar social. Los proyectos de amplia repercusión, capaces de hacer que la gente se sintiera orgullosa y confiara en el gobierno del sultanato, como el alumbrado público de gas, los transbordadores de vapor y los tranvías eléctricos, podían suscitar el apoyo que necesitaba el gobierno reformista. Si no quería que el proceso de reforma diera origen a nuevos disturbios, la Sublime Puerta no tenía más remedio que proceder a la realización de esas contribuciones visibles y perfectamente palpables, tanto en el ámbito social como en el económico.

En consecuencia, la segunda mitad del siglo XIX iba a ser testigo de una ingente inversión estatal destinada a la realización de edificios y obras públicas en todo el imperio otomano. Dos de los estados vasallos del imperio otomano —Egipto y Túnez— disfrutaban ya de la suficiente autonomía como para poner en marcha sus propios programas de desarrollo. Tras haber abrazado las ideas ilustradas, el mundo otomano comenzó a hacerse con la tecnología industrial más avanzada, en un verdadero arrebato de euforia presupuestaria. Y conforme el mundo otomano fuera introduciéndose progresivamente en la economía global de finales del siglo XIX, la diversidad de bienes y productos industriales que comenzaría a llegar a los mercados árabes iría siendo cada vez mayor.

* * *

En el siglo XIX, Egipto se puso a la cabeza del mundo árabe en materia de iniciativas modernizadoras. Mehmet Alí había realizado fuertes inversiones en los ámbitos industrial y tecnológico, aunque siempre emprendiera sus proyectos con un objetivo militar en mente. La tarea que deberían asumir sus sucesores consistiría justamente en invertir en la infraestructura civil egipcia.

Abbas Pachá (que gobernaría entre los años 1848 y 1854) comenzó modestamente al decidir realizar una concesión a una empresa británica que asumió la responsabilidad de construir una vía férrea entre Alejandría y El Cairo. Las concesiones constituían por entonces el tipo de contrato estándar con el que un gobierno animaba a las compañías privadas a realizar importantes inversiones en sus territorios. Los términos de una concesión acostumbraban a establecer los derechos y los beneficios de que habrían de disfrutar, respectivamente, tanto los inversores como el gobierno durante un período de tiempo predeterminado. Cuanto más generosas fueran las cláusulas de una concesión, tanto más sencillo resultaba conseguir que los empresarios emprendedores se interesaran por invertir en el país. Con todo, los gobiernos debían poner asimismo buen cuidado en no conceder demasiados privilegios a los extranjeros si deseaban que la iniciativa generara también algún beneficio para las arcas propias. Dado que los gobiernos de Sudamérica, áfrica y Asia se disputaban por conseguir la instalación de innovaciones tecnológicas en sus respectivos suelos, los industriales conseguían contratos jugosísimos. Sin embargo, Abbas Pachá revelaría ser un hombre conservador que prefería no comprometerse excesivamente con los inversores extranjeros.

El sucesor de Abbas Pachá en Egipto, Said Pachá (quien regiría los destinos del país entre los años 1854 y 1863), conduciría a la nación por una senda muy distinta, concibiendo planes notablemente más ambiciosos. Ordenaría tender una segunda vía férrea entre El Cairo y Alejandría y otorgaría una concesión para la construcción de un nuevo ferrocarril que uniera El Cairo con Suez, enlazando así por tierra el tramo mediterráneo de la ruta hacia el océano índico con la porción que atravesaba el mar Rojo. Promovió la creación de sociedades mixtas euro-egipcias a fin de crear compañías navieras de vapor en el Nilo y en el mar Rojo. Pese a todas estas iniciativas, ninguna habría de poseer una envergadura comparable a la de la concesión que daría Said en 1856 a su antiguo tutor francés, Ferdinand de Lesseps, concesión por la que el diplomático y empresario galo se comprometía a construir un canal capaz de unir el Mediterráneo con el mar Rojo: el canal de Suez. Aquel proyecto habría de revelarse, de entre todos los que emprendiera Egipto en el siglo XIX, el de mayor importancia para su desarrollo, pero también estaba llamado a resultar la más terrible carga económica de cuantas hubieran soportado hasta entonces las arcas del país.

En sí misma, la realización de concesiones no representaba un gasto para el tesoro nacional. Si todas las empresas constituidas por los beneficiarios de las concesiones egipcias hubieran tenido éxito, tanto los inversores como los gobiernos habrían obtenido beneficios. Por desgracia, muchas de esas iniciativas implicaban importantes riesgos, así que fueron muchas las que fracasaron. Por sí solo, esto habría constituido ya un fiasco lo suficientemente negativo para cualquier gobierno que hubiera realizado la concesión, dado que todos ellos cifraban en el éxito de sus respectivos planes la consecución de una más sólida economía doméstica gracias a la inversión en tecnología europea. Pero al fracaso y a las pérdidas había que añadir las demandas de los cónsules europeos, que exigían indemnizaciones por el mal fin dado a las sumas de dinero que habían invertido los contribuyentes.

Por si fuera poco, el orgullo nacional vino a mezclarse en la situación, dado que cada cónsul tomaba buena nota de las indemnizaciones que recibían los cónsules de otros estados y trataba de obtener para su país sumas superiores. De este modo, cuando la Compañía naviera del Nilo se vio en la bancarrota, la Hacienda egipcia tuvo que compensar a los accionistas europeos con la suma de trescientas cuarenta mil libras esterlinas.16 Los austríacos establecerían un nuevo récord en materia de reivindicaciones individuales al ingeniárselas su cónsul para exprimir al gobierno egipcio y arrancarle la suma de setecientos mil francos en concepto de compensación a un inversor austríaco —con el falso argumento, además, de que lo que había determinado que se estropearan las veintiocho cajas de capullos de gusano de seda que efectivamente habían llegado en mal estado había sido la circunstancia de que el tren de Suez a El Cairo hubiera salido con retraso—. Se dice que Said llegó a interrumpir una reunión con un hombre de negocios europeo para pedir a uno de sus criados que cerrara la ventana. «Si este caballero se acatarra —lamentó—, va a costarme diez mil libras.»17

El proyecto del canal de Suez habría de ser el que generara la mayor indemnización de todas. Los británicos habían planteado objeciones al proyecto francés de crear un canal que uniera el Mediterráneo y el mar Rojo. Dado el imperio que poseía en la India, resultaba inevitable que Gran Bretaña quedara, tras la construcción del canal, en una situación de dependencia superior a la de cualquier otra potencia marítima mundial. La idea de dejar el control de un canal tan estratégico en manos de una compañía francesa resultaba absolutamente inaceptable a ojos de los británicos. Gran Bretaña no tenía derecho a impedir que el gobierno de Egipto ofreciera las concesiones que quisiera a quien quisiera en el territorio en que era soberano, pero sí podía oponerse a los términos de la concesión. En concreto, lo que hicieron los británicos fue protestar por el hecho de que Egipto hubiera prometido proporcionar mano de obra gratis para abrir el canal, argumentando que aquello equivalía a fomentar el trabajo esclavo, así que exigieron que Egipto rescindiera los artículos del contrato de concesión que conferían a la Compañía del Canal de Suez el derecho a explotar las dos orillas del canal en régimen colonial. El gobierno egipcio dependía demasiado de la buena voluntad de Gran Bretaña como para negarse a atender sus objeciones, así que notificó a la Compañía del Canal de Suez que deseaba renegociar unos cuantos términos clave de la concesión original, acordada en 1856. La compañía recurrió entonces al gobierno francés, solicitando que, en vista de la disputa, fuera éste quien defendiera sus derechos como compañía concesionaria frente a las presiones británicas.

El sucesor de Said, Ismail Pachá (cuyo ejercicio del poder se extiende de 1863 a 1879), heredó la desavenencia y no tuvo más remedio que sufrir la mediación del emperador francés, Napoleón III, a quien difícilmente cabría considerar parte desinteresada. En el acuerdo alcanzado en el año 1864, Napoleón III exigió al gobierno egipcio el abono de una suma de treinta y ocho millones de francos a la Compañía del Canal de Suez en concepto de indemnización por la pérdida de la mano de obra gratuita, y otros treinta millones de francos más por las tierras situadas a lo largo de las orillas del canal que ahora tendrían que ser puestas nuevamente en manos del gobierno egipcio. Por si fuera poco, Napoleón III halló motivos para cargar al gobierno egipcio una cantidad añadida de dieciséis millones de francos, elevando así el montante de la compensación económica a un total de ochenta y cuatro millones de francos (es decir, unos tres millones trescientas sesenta mil libras esterlinas de la época, o treinta y tres millones y medio de dólares de 1864), una suma carente de todo precedente.18

A pesar de las fuertes pérdidas que hubieron de enjugarse a cuenta de los proyectos de desarrollo fallidos, el gobierno de Egipto no dejó de considerar con optimismo su futuro económico. La mercancía de exportación más importante de Egipto era el algodón de fibra larga, muy apreciado en las hilanderías europeas. En el año 1861, el suministro de algodón procedente de los Estados unidos quedaría interrumpido al estallar la guerra de Secesión en ese país. Entre los años 1861 y 1865 los precios del algodón se cuadruplicaron. Los ingresos anuales de Egipto imputables a la exportación de algodón aumentaron de forma espectacular, pasando aproximadamente del millón de libras esterlinas de principios de la década de 1850 a un pico máximo de once millones y medio de libras a mediados de la década de 1860. Teniendo en mente el torrente de dinero que aportaba el algodón a las arcas egipcias, Ismail Pachá creyó poder atender los compromisos adquiridos con la Compañía del Canal de Suez y seguir emprendiendo además nuevos y ambiciosos proyectos.

Ismail Pachá deseaba convertir Egipto en una gran potencia y obtener un mayor reconocimiento personal como gobernante. En 1867 solicitó al gobierno otomano permiso para cambiar el título de «pachá», que le correspondía como gobernador, por el de jedive, una denominación mucho más altisonante de origen persa que equivalía al de «virrey». En tanto que jedive, Ismail se propuso remodelar por completo la capital del país —El Cairo—, tomando como ejemplo la ciudad de París. Con la vista puesta en las ceremonias de 1869, que habrían de marcar la inauguración del canal de Suez, Ismail acometió inmediatamente la rápida y radical transformación de El Cairo. Entre el casco viejo de El Cairo y el Nilo se edificarían así una serie de barrios modernos con edificios de estilo europeo y calles amplias y rectas. Se construyó también un nuevo puente sobre el Nilo, e Ismail se concedió además el capricho de un nuevo palacio situado en la principal isla del curso del Nilo, palacio que más tarde sería convertido en hotel cuando el gobierno egipcio se viera en la bancarrota. Se instalaron farolas de gas para iluminar las calles, todas ellas pavimentadas. Distintos arquitectos paisajistas convirtieron las viejas pozas provocadas por la crecida del Nilo, como la charca de Ezbekiyya, en jardines públicos provistos de cafeterías y alamedas. Se edificó igualmente un teatro nacional y un palacio de la ópera.19 El compositor italiano Giuseppe Verdi recibió el encargo de escribir una ópera de tema egipcio para abrir con ella la primera temporada del palacio operístico, pero tardó demasiado en terminar su Aida, y la sala tuvo que inaugurarse a los compases del Rigoletto. El frenesí constructor culminaría con la visita de la emperatriz francesa Eugenia de Montijo, quien acudiría a El Cairo para festejar la inauguración del canal de Suez en noviembre del año 1869.

El terrible dispendio formaba parte del empeño por el que Ismail se proponía garantizar a Egipto un lugar entre los estados civilizados del mundo. Pese a que las ceremonias fueron auténticamente impresionantes por todos conceptos, el nuevo El Cairo era un proyecto nacido de la vanidad y sustentado en fondos obtenidos a crédito, lo que habría de determinar que el gobierno de Ismail tuviera también una existencia prestada. Lo irónico de la situación radicaba en el hecho de que Egipto se hubiera embarcado en aquel proyecto de desarrollo con la intención de consolidar su independencia respecto de toda dominación, fundamentalmente de la otomana y la europea. Sin embargo, con cada nueva concesión, el gobierno de Egipto aumentaba su vulnerabilidad y quedaba aún más expuesto a los abusos de Europa. Y Egipto no era el único país que se hallaba en esa situación. Había asimismo otro Estado en el norte de áfrica que estaba aumentando su dependencia de Europa a causa de la realización de una serie de ambiciosas reformas y proyectos de desarrollo.

Al igual que Egipto, Túnez también disfrutaba en el siglo XIX de la suficiente autonomía respecto del imperio otomano como para emprender proyectos de desarrollo propios. La dinastía husainí llevaba al frente de su gobierno —conocido en la época otomana como la Regencia de Túnez— desde principios del siglo XVIII. Los tiempos de los corsarios de la costa berberisca eran cosa del pasado. Ya el año 1830, la Regencia había acabado con todo vestigio de piratería y tratado de desarrollar la economía del país por medio de la industria y el comercio.

Entre los años 1837 y 1855, Túnez estuvo gobernada por un reformista llamado Ahmad Bey. Fuertemente influenciado por el ejemplo de Mehmet Alí en Egipto, Ahmad Bey creó un ejército nizamí en Túnez, junto con una academia militar y un conjunto de industrias armamentísticas de apoyo con capacidad para producir las armas y los uniformes necesarios para aprovisionar al nuevo ejército. Entre los militares que recibirían formación para ingresar en el nuevo ejército se encontraba un joven mameluco llamado Jair al-Din, que demostraría ser uno de los grandes reformistas del siglo XIX y que terminaría elevándose al cargo de primer ministro, tanto en Túnez como en el propio imperio otomano.

Podría decirse que Jair al-Din fue el último de los grandes mamelucos, puesto que lograría ascender de la esclavitud al cénit del poder político. En su autobiografía, dedicada a sus hijos, Jair al-Din nos ofrece una rara visión de los sentimientos que albergaba, y que probablemente compartiera con otros muchos mamelucos, antiguos y modernos: «Aunque sé con certeza que soy circasiano, no tengo ningún recuerdo preciso de mi país ni de mis padres. Debí de haber sido separado de mi familia tras alguna guerra, o durante alguna emigración; después de aquello perdería todo rastro de ellos para siempre». Pese a que realizara diversos intentos, Jair al-Din no conseguiría averiguar nunca el paradero de su familia biológica. «Mis más antiguos recuerdos de la infancia —escribe—, se sitúan en Estambul, ciudad desde la que pasaría a prestar servicio al Bey de Túnez en 1839.»20

Tras aprender árabe y recibir educación islámica, Jair al-Din sería enrolado en el ejército, recibiendo instrucción de un grupo de oficiales franceses. Pronto se convertiría en un brillante y joven oficial, alcanzando en poco tiempo el máximo rango militar del cuerpo de oficiales. Poco después adquiriría los galones de general para, a continuación, iniciarse en la vida política, y todo ello antes de que hubieran transcurrido catorce años desde que llegara a Túnez. Hablaba con fluidez el francés, el árabe y el turco, y en el curso de su carrera habría de viajar por toda Europa, recorriendo asimismo buena parte del imperio otomano. El hecho de conocer de primera mano los progresos europeos le convertiría en un ardiente partidario de las reformas Tanzimat y en defensor de la necesidad de aprender de la experiencia y la tecnología europeas a fin de permitir que los estados musulmanes realizaran plenamente sus potencialidades. Expondría sus puntos de vista en un influyente tratado político que se publicaría en árabe en el año 1867, y dos años después en una traducción oficial francesa.

Jair al-Din dirige su programa de reformas tanto al público europeo —que no tenía la menor confianza en la capacidad del mundo musulmán para adaptarse a los nuevos tiempos— como a los lectores musulmanes, que rechazaban las innovaciones extranjeras por considerarlas en cierto modo contrarias a la religión y a los valores del islam. En este texto, Jair al-Din elabora sus planteamientos sobre la base de un argumento que ya expusiera por primera vez un abogado defensor egipcio de las reformas a quien ya conocemos: el-Tahtawi (Jair al-Din había leído y admirado el libro sobre Francia que éste redactara en su día), un autor al que los reformistas musulmanes de épocas posteriores habrían de volver con frecuencia creciente a lo largo del siglo XIX. El argumento en cuestión sostenía que los elementos que los musulmanes tomaban ahora en préstamo en la esfera de las modernas ciencias europeas no constituían sino el pago de lo que se les debía, puesto que, en la Edad Media, Europa había contraído una deuda con el mundo musulmán al inspirarse en las ciencias islámicas de ese período.21

Pese a que Jair al-Din era un declarado abogado defensor de la reforma política y económica, se mostraba bastante conservador en términos fiscales. Quería que Túnez desarrollara una base económica propia a fin de poder sostener los gastos derivados de la aplicación de la tecnología moderna. Creía que el gobierno debía invertir en la creación de fábricas para poder procesar así sus más rentables cultivos propios y convertirlos en mercancías aptas para el consumo interno. Lamentaba que los trabajadores tunecinos vendieran en bruto el algodón, la seda y la lana que producían, puesto que de ese modo «los europeos [la conseguían] a un precio muy económico». Además, añadía, resultaba deplorable que «poco tiempo después, una vez trabajada esa materia prima [y convertida en telas manufacturadas], los mismos tunecinos volvieran a comprarla, pagando ahora varias veces su precio.22 Era mucho mejor, argumentaba, que las fábricas tunecinas devanaran e hilaran las fibras del país para producir telas y dedicarlas al consumo interior. De este modo, la prosperidad de la nación crecería, y eso permitiría que el gobierno invirtiera en nuevos proyectos de infraestructuras. Tan sensata gestión económica requería de gobiernos inteligentes. Jair al-Din contemplaba con creciente consternación el derrotero que seguían los gobernantes tunecinos, que conducían al país hacia el despeñadero de la insolvencia a base de empecinarse en proyectos destinados a no satisfacer más que su vanidad y de entramparse en inversiones descabelladas.

Túnez es un país relativamente pequeño, y los gastos que dedicó a la realización de reformas fueron igualmente modestos si los comparamos con los proyectos puestos en marcha en Egipto. Los grandes desembolsos realizados durante el período en que Ahmad Bey ejerció el poder en Túnez fueron principalmente los causados por el ejército nizamí. Como Ahmad Bey aspiraba a mantener un contingente de infantería compuesto por veintiséis mil hombres, decidió importar de Francia toda la tecnología y la mano de obra necesarias para crear un cinturón de industrias auxiliares —arsenales, fundiciones, factorías textiles para los uniformes, curtidurías para las sillas de montar y las botas, etcétera—. Sin embargo, como ya le ocurriera a Ismail Pachá en Egipto, también Ahmad Bey concebiría unos cuantos proyectos destinados a halagar su ego. Su más costosa extravagancia sería la construcción de un complejo palaciego en Mohammedia —una localidad situada a dieciséis kilómetros al suroeste de Túnez capital—, obra que ha sido descrita en ocasiones como el Versalles tunecino. A medida que los gastos fueran mermando paulatinamente los recursos, Ahmad Bey se vería obligado a reducir sus ambiciones. Al final dejaría sin concluir muchas de las fábricas cuya construcción había iniciado, y no le quedaría más remedio que encajar la completa pérdida de lo invertido.

Los sucesores de Ahmad Bey continuarían con el proceso de reformas, compaginando el elevado gasto en la concreción de proyectos públicos con la situación económica, marcada por la disminución de los recursos. En el año 1859 se tendía una línea de telégrafos con el fin de mejorar las comunicaciones, construyéndose además un acueducto para abastecer de agua potable a la ciudad de Túnez. Una empresa británica obtuvo una concesión para construir una vía férrea de treinta y cinco kilómetros con la que unir Túnez con el puerto de La goleta y con la población costera de al-Marsa. En la iluminación de Túnez se utilizó un sistema de gas; asimismo, se pavimentaron las calles de la ciudad.23 Como ya hiciera Ismail Pachá en Egipto, los gobernantes de Túnez querían dotar a la capital del país de todos los oropeles que caracterizaban a la modernidad europea.

En Estambul, el ritmo de los avances del proceso de reforma fue distinto al de otras ciudades y provincias otomanas. En su condición de centro del imperio, de urbe responsable de las provincias dispersas por los Balcanes, Anatolia y el mundo árabe, Estambul tenía que velar por el desarrollo de todas sus capitales de provincia. El Gobierno se propuso realizar así grandes proyectos urbanos en los territorios árabes, dedicándose a construir nuevos mercados, nuevas oficinas gubernamentales y nuevas escuelas. Además, introduciría en muchas de las más destacadas ciudades del imperio la iluminación de gas, el tranvía y otros aderezos de la vida moderna.

Los otomanos otorgarían igualmente a las empresas europeas una serie de concesiones a fin de que éstas materializaran los grandes proyectos de infraestructuras. De este modo consiguieron modernizar los puertos de Estambul y de Esmirna, así como los de Turquía y Beirut, poniendo además en funcionamiento varias compañías navieras de vapor en el mar negro y en el mar de Mármara. En el año 1856, una empresa británica se hizo con la concesión necesaria para tender la primera vía férrea de Turquía, un ferrocarril de unos ciento treinta kilómetros de largo que se extendía desde el puerto de Esmirna hasta el interior agrícola de Aydín. Una compañía francesa obtendría la concesión para la construcción de una segunda vía férrea desde Smyrna* hasta Kasaba, obra cuya longitud total sería de no venta y tres kilómetros y que se realizaría entre los años 1863 y 1865. A medida que dichas vías férreas fueran ramificándose y extendiéndose, los ingresos que empezaría a obtener el gobierno por la explotación de los ferrocarriles crecerían significativamente, lo que a su vez vendría a espolear la realización de nuevas inversiones en la red ferroviaria de la Anatolia. Durante el período de la Tanzimat se pondrían en marcha un buen número de iniciativas industriales, fundándose asimismo compañías mineras para la extracción de carbón y otros minerales. Pese a todo, las pérdidas que provocarían las iniciativas fallidas terminarían anulando los beneficios obtenidos con las coronadas por el éxito, de modo que los ingresos derivados de las inversiones otomanas en tecnología europea no llegarían a compensar los costes de la adquisición e instalación de esa nueva tecnología.

Los temerarios gastos en que estaba incurriendo el gobierno acabarían alarmando a los reformistas de todo el imperio otomano y el norte de áfrica. De este modo, la adquisición de tecnología europea habría de dar un resultado contrario al pretendido: en lugar de conseguir que los estados que habían invertido en la implantación de innovaciones se auparan a una posición de fortaleza e independencia, el proceso de desarrollo conduciría al empobrecimiento y a la debilidad de los gobiernos del Oriente Próximo, haciéndoles todavía más vulnerables a la intervención europea. En un pasaje en el que habla de Túnez, Jair al-Din afirma lo siguiente: «Está claro que los excesivos gastos que obligan al reino a soportar una carga superior a sus fuerzas son el resultado de una gobernación arbitraria, y que la economía, cuya situación ha de medirse en función del rumbo que tome el bienestar del reino, ha de regirse por una premisa: la de ceñir todos los gastos a los límites de la Tanzimat».24 Según la argumentación de Jair al-Din, para que los proyectos de desarrollo dieran fruto era preciso que el gasto de los gobiernos no excediera de sus posibilidades. La gobernación arbitraria y el exceso de gasto estaban socavando las ventajas derivadas de las reformas asociadas con la Tanzimat.

A ojos de los pensadores de mentalidad reformista como el propio Jair al-Din, la solución tanto a los imprudentes dispendios gubernamentales como al arbitrario ejercicio de la autoridad pública pasaba por decidirse a acometer reformas constitucionales y por adoptar un gobierno representativo. En la segunda mitad del siglo XIX se escuchará muy claramente en toda la región el eco de los análisis de la Constitución francesa que había realizado el-Tahtawi. Con un gobierno constitucional, un país podía prosperar, el conocimiento de la gente aumentaría, los ciudadanos conseguirían acumular una mayor riqueza, y todos ellos se sentirían satisfechos. Al menos eso decía la teoría.

La Constitución tunecina de 1861 no llegaría a colmar las esperanzas de los reformistas. El texto constitucional estaba inspirado en los decretos de reforma otomanos de los años 1839 y 1856, pero apenas establecía límite alguno al poder ejecutivo del bey, quien conservaba el derecho de nombrar y destituir a sus ministros. Sin embargo, lo que sí conseguiría la Constitución sería instituir una cámara de representantes reunidos en asamblea —el Gran Consejo— e integrada por sesenta miembros designados por el gobernante. No obstante, Jair al-Din, que había sido nombrado presidente del gran Consejo, se vería muy pronto desilusionado al constatar que la asamblea tenía unos poderes muy limitados y que apenas podía poner freno a los excesos del bey. Comprendió que lo único que hacían Ahmad Bey y su primer ministro al convocar al consejo era encargarle la estampación de su visto bueno y la confirmación de sus decisiones, con lo que en el año 1863 presentó la dimisión. En concreto, el asunto que provocó su renuncia fue el hecho de que el gobierno optara por solicitar un primer préstamo extranjero, decisión que según las previsiones de Jair al-Din estaba abocada a arrastrar a su país de adopción «a la ruina».25

El movimiento constitucional egipcio también lograría arraigar en la década de 1860. Eran muchos los reformistas que creían, siguiendo las directrices señaladas en el estudio de el-Tahtawi, que el gobierno constitucional era el fundamento de la solidez y la prosperidad europeas, así como el eslabón que faltaba en las reformas que ya había emprendido Egipto. Con todo, sucedía lo mismo que en Túnez, de modo que no era posible iniciar transformación alguna sin el consentimiento de quien ejercía entonces el poder, que no era otro que el virrey de Egipto, Ismail Pachá. En el año 1866, Ismail Pachá instaría a las fuerzas de la nación a crear el primer Consejo Consultivo de Diputados de la historia de Egipto. Dicho consejo constaba de setenta y cinco miembros, los cuales eran elegidos de forma indirecta y ejercían su mandato por espacio de tres años. Al igual que el bey de Túnez, el dominador de Egipto trató de que los más destacados terratenientes respaldaran sus controvertidas políticas económicas a través de las decisiones del pleno del consejo, cuyo papel se limitaba a actuar como órgano consultivo, lo que significa que los diputados egipcios carecían de capacidad legisladora. Pese a ser una creación del gobernante, el consejo terminaría convirtiéndose en un foro que confería a las élites egipcias la posibilidad de criticar en voz alta las políticas del soberano y su gobierno, señalando así el inicio de una más amplia participación en los asuntos del Estado.26

Con todo, el movimiento constitucional más significativo del Mediterráneo oriental habría de surgir en la Turquía otomana. A finales de la década de 1860 se reunirían en París y Londres varios destacados intelectuales turcos. En esas ciudades establecerían contacto con los liberales europeos y darían forma a un conjunto de demandas favorables al establecimiento de un gobierno constitucional, a la proclamación de la soberanía popular y a la elección de un parlamento en el que el pueblo estuviera efectivamente representado. Conocida con el nombre de Sociedad de los Jóvenes Otomanos, esta organización de intelectuales expresaba críticas al gobierno, al que culpaba de la pobreza de la sociedad otomana y de la situación de las finanzas estatales. Los integrantes de este movimiento progresista lamentaban que el imperio otomano dependiera cada vez más de las potencias europeas y que se viera también progresivamente expuesto a una nueva intervención extranjera en los asuntos otomanos. No contentos con eso, achacaban claramente los problemas de Turquía a las irresponsables políticas del sultán y de su gobierno. El movimiento conocido como Jóvenes Otomanos se dedicó a publicar periódicos y a presionar a los gabinetes extranjeros con el fin de obtener apoyos para su causa. Pese a todo, reconocían que los cambios sólo podrían materializarse con el consentimiento del sultán. Namik Kemal, uno de los grandes intelectuales turcos del siglo XIX, diría a sus camaradas de los Jóvenes Otomanos que «la nación otomana era leal a sus gobernantes; en nuestro caso, nada se hará a menos que el [sultán] lo desee realmente».27 La sociedad se disolvería en el año 1871, pero regresaría a Estambul para abogar en favor de sus planteamientos, consiguiendo en esa ciudad el respaldo de los funcionarios gubernamentales reformistas. En el año 1876 los esfuerzos de los Jóvenes Otomanos se verían recompensados con la promulgación de la Constitución otomana y la convocatoria del primer Parlamento otomano de la historia.

Si los reformistas de Túnez, Egipto y el imperio otomano habían abrigado la esperanza de conjurar la amenaza de un desplome económico mediante la institución de reformas constitucionales iban a llevarse una triste decepción. Los primeros movimientos constitucionales respetaban demasiado la autoridad de los viejos mandatarios como para atreverse a imponerles restricciones. Parecían esperar que el bey de Túnez, el Pachá de El Cairo o el sultán de Estambul aceptaran voluntariamente la imposición de límites y se mostraran espontáneamente dispuestos a compartir el poder con las asambleas de representantes en una especie de inspirado acto de benevolencia ilustrada. En cualquier caso no eran unas expectativas realistas. El Bey, el Pachá y el sultán siguieron gobernando exactamente igual que antes, y no hubo forma de poner freno a sus gastos ni de impedir que sus gobiernos se vieran abocados a la insolvencia.

* * *

La mayor amenaza para la independencia del Oriente Próximo no habría de venir de los ejércitos de Europa sino de su banca. A los reformistas otomanos les aterraban los riesgos derivados de la aceptación de préstamos de Europa. En el año 1852, cuando el sultán Abdulmecid acudiera a Francia en busca de fondos, uno de sus consejeros le llevaría aparte y trataría de advertirle enérgicamente del riesgo implícito: «Vuestro padre [Mahmut II] libró dos guerras contra los rusos y conoció muchas campañas militares. Se vio obligado a soportar notabilísimas presiones, y pese a todo nunca pidió prestado dinero a ningún país extranjero. Vuestro sultanato vive un período de paz. ¿Qué dirá el pueblo si se solicita un préstamo?». A lo que el consejero añadió: «Si el Estado toma siquiera cinco piastras a crédito, se hundirá. Porque una vez que se solicita un préstamo no habrá ya quien ponga fin a la costumbre. [El Estado] zozobrará, abrumado por las deudas». Abdulmecid se convenció de la veracidad de las palabras de su consejero y canceló la solicitud de préstamo, pero antes de que transcurrieran dos años volvería a poner sus miras en las entidades crediticias europeas.28

En el año 1863, Jair al-Din decidiría dimitir como presidente del gran Consejo de Túnez antes que participar en el primer empréstito del país con un banco extranjero. Más adelante describiría amargamente las políticas que en 1869 habrían de conducir a Túnez a la bancarrota. «Tras haber agotado todos los recursos de la Regencia, [el primer ministro] se internó en la ruinosa senda de la petición de préstamos, con lo que en menos de siete años ... Túnez, que nunca había debido nada a nadie, se vio sometida a la abrumadora carga de una deuda de doscientos cuarenta millones de piastras [seis millones de libras esterlinas, o treinta y nueve millones de dólares de la época], pues a esa suma ascendía el montante acumulado por los préstamos que el gobierno había solicitado a Europa.»29 Según las estimaciones de Jair al-Din, los ingresos anuales del Estado tunecino habían permanecido invariables a lo largo de todo el período de reformas, situándose en torno a los veinte millones de piastras. Lo que estos cálculos implican es que, por espacio de siete años, los gastos vinieron a superar a los ingresos en la terrible proporción de un 170 por 100 anual. El desenlace fue que Túnez se vería obligada a poner la soberanía de la nación en manos de una comisión financiera internacional.

En el año 1875, el gobierno central otomano sería el siguiente en declararse en quiebra. En el plazo de veinte años, los otomanos habían contratado dieciséis préstamos con bancos extranjeros, llegando a establecer su endeudamiento en cerca de doscientos veinte millones de libras esterlinas (unos mil doscientos diez millones de dólares al cambio entonces vigente). Con cada nuevo préstamo, la economía otomana quedaba más entrampada con Europa y se hacía más hondo su sometimiento a la dominación económica de Occidente. Entre los descuentos que el gobierno otomano se veía obligado a hacer para atraer a los inversores, cada vez más escépticos con la solvencia otomana, y las distintas comisiones y honorarios abonados para emitir la deuda en los mercados europeos, el gobierno otomano recibiría únicamente ciento dieciséis millones de libras esterlinas (seiscientos treinta y ocho millones de dólares), y la mayor parte de esa cantidad tendría que dedicarla a contener la progresión de la deuda contraída (que se elevaba a unos diecinueve millones de libras esterlinas, es decir, a ciento cuatro millones y medio de dólares en concepto de reembolso, y a más de sesenta y seis millones de libras esterlinas, o trescientos sesenta y tres millones de dólares de intereses). Esto determinaría que, en último término, el gobierno otomano no pudiese invertir en sus objetivos económicos sino cuarenta y un millones de libras esterlinas (doscientos veinticinco millones y medio de dólares) —de una deuda total de doscientos veinte millones de libras esterlinas (o mil doscientos diez millones de dólares)—. Como ya predijera el consejero de Abdulmecid, el Estado otomano se fue a pique, abrumado por las deudas.

En el transcurso de los seis años siguientes, y rodeados por el estruendo de una nueva y desastrosa guerra contra Rusia (1877-1878), así como por la decepción de unas pérdidas territoriales que el Tratado de Berlín vendría a confirmar en 1878, al concluir la guerra, los otomanos llegarían finalmente a un acuerdo con sus acreedores europeos en el año 1881, gracias a la creación de un organismo ad hoc: la Administración de la Deuda Pública Otomana (OPDA, según sus siglas inglesas: Ottoman Public Debt Administration). Encabezada por un consejo integrado por siete representantes de los principales estados titulares de los fondos (Gran Bretaña, Francia, Alemania, el imperio austrohúngaro, Italia, los Países bajos y el imperio otomano), la presidencia de la OPDA establecería una serie de turnos rotatorios en los que Francia y Gran Bretaña se alternarían al frente de la misma. La OPDA asumiría el control completo de varios sectores de la economía otomana, dedicando al reembolso de la deuda los ingresos derivados del monopolio de la sal, de los impuestos sobre la pesca, de los diezmos que gravaban el comercio de la seda, de los derechos de la emisión de papel timbrado y los gravámenes de los licores, así como de una parte de los tributos anuales de varias de las provincias otomanas. El lucrativo comercio del tabaco quedaría asimismo en manos de la Administración de la Deuda Pública Otomana, aunque poco tiempo después se crearía un organismo independiente con el fin de supervisar el monopolio de la compraventa de tabaco. La OPDA adquiría así una enorme capacidad de control sobre las finanzas del conjunto del imperio otomano, un control que las potencias europeas no se limitarían a emplear para fiscalizar las acciones del gobierno del sultán, sino para abrir la economía otomana a las compañías europeas de ferrocarriles, minería y obras públicas.30

Pese a que Egipto ostente el mérito de ser el último de los estados de Oriente Próximo en declararse en bancarrota —en el año 1876—, la posición de su gobierno habría sido notablemente más sólida de haberse declarado insolvente mucho antes. Los paralelismos con el caso del imperio otomano resultan asombrosos. Entre los años 1862 y 1873, Egipto contrataría ocho préstamos con entidades financieras extranjeras, adquiriendo así una deuda total de sesenta y ocho millones y medio de libras esterlinas (trescientos setenta y seis millones setecientos cincuenta mil dólares), lo que una vez deducidos los descuentos, dejaría sólo cuarenta y siete millones de libras (doscientos cincuenta y ocho millones y medio de dólares) en manos del gobierno egipcio, de los cuales unos treinta y seis millones (o ciento noventa y ocho millones de dólares) deberían dedicarse al pago del principal y los intereses de los empréstitos extranjeros asumidos. De este modo, de una deuda global de sesenta y ocho millones y medio de libras esterlinas (trescientos setenta y seis millones setecientos cincuenta mil dólares), el gobierno egipcio únicamente podría invertir en su economía unos once millones de libras (sesenta millones y medio de dólares).

Enfrentado a dificultades crecientes para recaudar fondos con los que atender a la sangría de sus deudas, el jedive Ismail comenzaría a desprenderse de los activos del Estado egipcio. En el ámbito de su propio país contrataría préstamos por valor de veintiocho millones de libras esterlinas (unos ciento cincuenta y cuatro millones de dólares). En el año 1872, el gobierno egipcio promulgó una ley que permitía que los terratenientes que pagaran por adelantado seis años de gravámenes por sus propiedades rústicas podrían disfrutar después de un descuento a perpetuidad del 50 por 100 en sus contribuciones catastrales. Comoquiera que esta medida desesperada no consiguiera taponar la hemorragia, el virrey se vería obligado en 1875 a vender al gobierno británico las acciones que poseía el Estado egipcio en la Compañía del Canal de Suez, recibiendo a cambio cuatro millones de libras esterlinas (veintidós millones de dólares), y recuperando así tan sólo una cuarta parte de los dieciséis millones de libras (u ochenta y ocho millones de dólares) que se calcula debió de costar al gobierno egipcio la construcción del canal. Despojada de sus activos más importantes, la Hacienda egipcia trataría de posponer el pago de los intereses de la deuda estatal en abril del año 1876. Esto equivalía en la práctica a una declaración de quiebra, así que los acreedores se abatieron sobre Egipto como una plaga, dispuestos a embargar cuanto pudieran.

Entre los años 1876 y 1880 las finanzas egipcias quedarían en manos de expertos europeos de Gran Bretaña, Francia, Italia, Austria y Rusia, es decir, en manos de individuos cuya principal preocupación consistía en hallar el modo de reembolsar los intereses de los titulares de los bonos de deuda extranjeros. Al igual que en Estambul, también aquí se crearía una comisión formal. Después hubo una rápida sucesión de planes de recuperación, cada uno de ellos menos realista que el anterior, lo que obligaría al contribuyente egipcio a asumir una terrible carga económica. Además, los asesores económicos extranjeros se dedicarían a aprovechar cada nuevo plan de recuperación para intervenir todavía más a fondo en la administración económica de Egipto.

La capacidad de control que ahora tenía Europa sobre Egipto quedaría firmemente consolidada en el año 1878, fecha en la que dos miembros de la comisión europea serían «invitados» a formar parte del gabinete de gobierno del virrey. El economista británico Charles Rivers Wilson fue nombrado ministro de Economía, y el francés Ernest-Gabriel de Blignières recibiría el cargo de ministro de Obras Públicas. Así las cosas, Europa no pudo resistir la tentación de demostrar el poder que ahora ejercía en Egipto y en el año 1879, al intentar destituir el jedive Ismail a Wilson y a de Blignières con la excusa de una remodelación del gabinete, los gobiernos de Gran Bretaña y Francia ejercerían una fuerte presión sobre el sultán otomano a fin de que éste se deshiciera de «su» virrey de Egipto. El recalcitrante Ismail sería derrocado y sustituido de la noche a la mañana, en el puesto se colocó a su hijo Tawfiq, más complaciente que el padre.31

Con las quiebras financieras de Túnez, Estambul y El Cairo, las iniciativas de reforma del Oriente Próximo habían vuelto a dejar a la región en el punto de partida. Lo que había comenzado como un conjunto de movimientos destinados a fortalecer a los otomanos y a sus estados vasallos, protegiéndoles frente a la injerencia exterior, había terminado colocando a los estados del Oriente Próximo en una situación de franca y creciente exposición a la dominación europea. Con el paso de los años, el control informal que las potencias europeas ejercían sobre el imperio se había endurecido hasta acabar convertido en una dominación colonial directa, ya que el siguiente movimiento de los imperios europeos, en plena fase de expansión, iba a consistir en fragmentar íntegramente el norte de áfrica para repartirse los pedazos.