Capítulo 7

EL IMPERIO BRITÁNICO DE ORIENTE PRÓXIMO

En la época en que se firmaron los acuerdos posteriores a la primera guerra mundial por los que se concedía a Gran Bretaña el ejercicio de un mandato en Irak, Transjordania y Palestina, hacía ya un siglo que los británicos regían distintas posesiones imperiales en el mundo árabe. A principios del siglo XIX, la Compañía británica de las Indias Orientales se había visto obligada a operar en las traicioneras aguas del Golfo Pérsico a fin de combatir las crecientes amenazas que representaban para la marina mercante las tribus marítimas de Sharjah y Ras al-Jaima —que hoy forman parte de los Emiratos árabes—. El Golfo Pérsico era un puente de conexión marítimo entre el Mediterráneo oriental y la India, y los británicos estaban decididos a poner fin a la piratería. Y mientras se dedicaban a someter a sus designios lo que ellos llamaban la «costa de los piratas», los británicos terminarían por transformar el Golfo Pérsico en un lago británico.

Las crónicas de las quejas británicas contra la confederación de tribus qasimíes de Sharjah y Ras al-Jaima se remontan al año 1797. La Compañía de las Indias Orientales atribuiría a los qasimíes todo un rosario de ataques a los buques británicos, otomanos y árabes. En septiembre del año 1809, la Compañía de las Indias Orientales envió a la costa de los piratas una expedición punitiva integrada por dieciséis navíos. La flota tenía instrucciones de atacar la población de Ras al-Jaima y de incendiar los barcos y almacenes de los corsarios qasimíes. Entre noviembre del año 1809 y enero de 1810, la flota británica infligiría importantes daños al puerto de Ras al-Jaima, así como a otros cuatro fondeaderos qasimíes. Los británicos quemaron sesenta grandes bajeles y cuarenta y tres naves de menor tamaño, apoderándose de veinte mil libras esterlinas antes de regresar, botín que supuestamente equivalía al montante de las propiedades robadas. Sin embargo, al no haber alcanzado un acuerdo formal con los qasimíes, los británicos tendrían que seguir haciendo frente a los ataques que sufrían sus embarcaciones en el Golfo Pérsico.1

No habían transcurrido aún cinco años desde la incursión de la primera expedición británica, y ya los qasimíes habían logrado reconstruir su flota y reanudar los ataques navales. En 1819 partiría de Bombay una segunda expedición británica destinada a someter a los qasimíes. Provista esta vez del doble de efectivos, y decidida a centrar sus acciones en la población de Ras al-Jaima, la expedición no sólo lograría apoderarse de la mayor parte de los barcos qasimíes e incendiar el resto sino que establecería el acuerdo político que la primera campaña había eludido rubricar. El 8 de enero de 1820, los jeques de Abu Dabi, Dubái, Ajmán, Umm al-Qaiwain y Bahréin, en unión de la familia qasimí que gobernaba en Sharjah y Ras al-Jaima, firmarían un tratado general por el que se declaraba el cese total y permanente de todo ataque contra la marina mercante británica. Aceptaban asimismo un conjunto común de normas marítimas a cambio de poder comerciar en todos los puertos británicos del Golfo Pérsico y el océano índico. Al conceder a los territorios marítimos dominados por un jeque la posibilidad de acceder a los puertos controlados por los británicos, el acuerdo proporcionaba a todas las partes firmantes un incentivo económico para preservar la paz, tanto en alta mar como en las aguas costeras. La Tregua Marítima Perpetua de 1853, por la que se declaraban ilegales todas las hostilidades que pudieran enfrentar en el mar a los estados del Golfo Pérsico, vendría a confirmar los términos del pacto anterior. El conjunto de los miniestados de la «costa de los piratas» pasaría a conocerse así con el nombre de Omán de la Tregua, debido precisamente al armisticio formal que establecía unas relaciones amistosas tanto con los británicos como entre los distintos territorios de los jeques árabes.

Habría de ser el inicio de un período de Pax Britannica, lapso de tiempo durante el cual el Golfo Pérsico habría de convertirse, aunque con intermitencias, en un protectorado británico. Los británicos conseguirían aumentar el control que ya ejercían en el Golfo Pérsico por medio de una serie de acuerdos bilaterales establecidos individualmente con cada uno de los jeques. En el año 1880, el jeque de Bahréin firmaría un acuerdo que en la práctica venía a poner en manos de los británicos la política de asuntos exteriores del pequeño territorio, ya que en él se comprometía «a abstenerse de entrar en negociaciones o de establecer tratados de tipo alguno con todo Estado o gobierno que no fuera el de Su Majestad británica sin el consentimiento del supradicho gobierno británico». Los británicos lograrían pactar acuerdos similares con los demás territorios de los jeques del Golfo Pérsico.2 En la década de 1890, los británicos irían todavía más lejos al conseguir que los gobernantes de la zona de golfo se avinieran a considerarse unidos a Gran Bretaña por «vínculos inalienables», lo que les comprometía a no «ceder, vender, hipotecar ni disponer de ninguna otra forma de parte alguna de [su] territorio, salvo en el caso de posibles negociaciones con el gobierno británico».3 Si Gran Bretaña adoptó dichas medidas fue para asegurarse de que ni el imperio otomano —que llevaba tratando de hacer extensiva su soberanía al conjunto del Golfo Pérsico desde la década de 1870— ni ninguno de sus rivales europeos tuviera la menor posibilidad de amenazar el total control que ejercía el gobierno británico en esta ruta estratégica hacia su imperio indio. Dado que tanto Kuwait como Qatar trataban de conseguir la protección británica con la esperanza de impedir el expansionismo otomano, ambos territorios se unirían al «protectorado» del Golfo Pérsico en los años 1899 y 1916 respectivamente.

En el siglo XX, la creciente dependencia del petróleo en que se veía sumida Gran Bretaña terminaría confiriendo al Golfo Pérsico un significado añadido. En 1907, al reconvertirse la Marina Real británica y pasar de emplear carbón a utilizar petróleo, los territorios gobernados por los jeques del Golfo Pérsico comenzaron a desempeñar un nuevo papel estratégico en los planes imperiales británicos. En el año 1913, Winston Churchill, por entonces primer lord del almirantazgo, expuso claramente a la Cámara de los Comunes la nueva situación de dependencia que unía el potencial de desarrollo de Gran Bretaña al petróleo. «En el año 1907 —reveló— se creó la primera flotilla de destructores transatlánticos totalmente dependientes del petróleo, y desde esa fecha se ha venido haciendo a la mar, año tras año, una nueva flotilla de destructores propulsados únicamente por la energía derivada de ese combustible.» En 1913, afirmaba, eran ya cerca de cien los buques de motor de explosión con que contaba la Marina Real británica.4 En consecuencia, las prioridades de Gran Bretaña en el Golfo Pérsico se ampliaron en consonancia con la nueva situación, pasando de ocuparse casi exclusivamente del comercio y las comunicaciones con la India a reflejar este nuevo interés estratégico en el petróleo.

En mayo de 1908 se descubriría en el centro de Irán el primer gran yacimiento petrolífero de toda la región del Golfo Pérsico. Eran muchos los motivos que impulsaban a los geólogos a creer que todavía quedaban por descubrir grandes cantidades de petróleo en los estados árabes del Golfo Pérsico —y en un volumen compatible incluso con la exportación—. Los británicos comenzaron así a rubricar pactos con los jeques del Golfo Pérsico, pactos que les garantizaban la posesión en exclusiva del derecho a la prospección petrolífera. En octubre del año 1913, el gobernante de Kuwait otorgaría a los británicos una concesión por la que se comprometía a no dejar efectuar prospecciones petrolíferas en su territorio sino a personas o empresas que contaran con el beneplácito del gobierno de Su Majestad. El 14 de mayo de 1914 se sellaría un acuerdo similar con el gobernante de Bahréin. La posibilidad de realizar prospecciones petrolíferas, sumada a la actividad comercial y al hecho de que la región constituyese un importante nudo de comunicaciones del imperio, determinaría que al estallar la primera guerra mundial el Golfo Pérsico resultara ser una zona de particular importancia estratégica para Gran Bretaña. En el año 1915, un informe del gobierno británico llega incluso a dictaminar que «nuestra especial posición de supremacía en el Golfo Pérsico» es «uno de los principios capitales de nuestra política oriental».5

En 1913, y al calor de la Pax Britannica, surgiría repentinamente un nuevo Estado árabe en el Golfo Pérsico. La familia Al Saud (que en el siglo XVIII había formado una confederación de poderío suficiente como para desafiar la dominación otomana en la región comprendida entre Irak y las ciudades santas de La Meca y Medina, aunque finalmente cayera derrotada en 1818 por las fuerzas de Mehmet Alí) había vuelto a establecer lazos de cooperación con los descendientes de Mohamed ibn Abd al-Wahhab y organizado así una nueva confederación de Saudíes y wahabíes. Capitaneaba la confederación un joven y carismático líder llamado Abdelaziz Ibn Abderramán al-Faisal Al Saud (1880-1953), más conocido en Occidente como Ibn Saud.

Ibn Saud iniciaría su ascenso al poder en 1902 al conducir a sus seguidores a la victoria, derrotando a sus eternos rivales, el clan de los rashidíes, y apoderándose de la pequeña ciudad surgida en el oasis centroarábigo de Riad. Sus soldados, conocidos con el nombre de los Ikhwan («los hermanos»), eran unos fanáticos religiosos que trataban de imponer la austera interpretación wahabí del islam en toda la península arábiga. Eso no les impedía rapiñar el botín que pudiera ofrecerles el saqueo, convenientemente aprobado por la religión, de cuantas ciudades conquistadas se atrevieran a rechazar su mensaje. El doble incentivo de la ganancia y la fe convertía a los Ikhwan en la fuerza de combate más poderosa de toda la península. Ibn Saud estableció su capital en Riad, dedicándose a lo largo de los once años siguientes a desplegar a los Ikhwan y a expandir de ese modo el territorio sometido a su dominio, el cual pasaría a abarcar la región comprendida entre el interior de Arabia y el Golfo Pérsico.

En 1913, Ibn Saud conquistó la región de Hasa, situada en el este de Arabia, arrancándosela a los otomanos. En 1871, estos últimos habían tratado de incorporar a su imperio esta aislada región de Arabia (conocida hoy con el nombre de Provincia Oriental de Arabia Saudí) en un empeño por extender su influencia hasta el Golfo Pérsico, empeño que los británicos se habían mostrado resueltos a obstaculizar por todos los medios posibles. En 1913, los otomanos se habían desentendido prácticamente de la administración de la comarca. Sin encontrar resistencia, los Saudíes se apoderaron de la importante ciudad de Hufuf, quedando así convertidos en la nueva potencia dominante en el ámbito formado por el conjunto de los estados árabes del Golfo Pérsico.

Enfrentados a un nuevo y poderoso gobernante en la región, los británicos firmaron un tratado con Ibn Saud a finales del año 1915. El tratado venía a confirmar que los británicos reconocían el liderazgo de Ibn Saud y hacía extensiva la protección británica a los territorios del centro y el este de Arabia, controlados ahora por Ibn Saud. A cambio, los Saudíes se comprometían tanto a no establecer acuerdos con ninguna potencia extranjera como a no ceder parte alguna de su territorio a terceros sin el previo consentimiento de los británicos, aviniéndose además a no emprender ninguna acción agresiva contra los demás estados del Golfo Pérsico —lo que en esencia convertía las tierras dominadas por Ibn Saud en un nuevo Estado del Omán de la Tregua. Al rubricar el acuerdo, Gran Bretaña daría a Ibn Saud la suma de veinte mil libras esterlinas, un estipendio mensual de cinco mil libras, y un gran número de rifles y ametralladoras destinadas en principio a ser utilizadas contra los otomanos y sus aliados árabes, que se habían alineado con los alemanes, y por tanto en contra de Gran Bretaña, en la primera guerra mundial.

Sin embargo, Ibn Saud no tenía el menor interés en combatir a los otomanos de Arabia. En vez de eso prefirió emplear las armas y los fondos británicos en la promoción de sus propios objetivos, unos objetivos que le impulsaban cada vez más hacia el este, hacia la provincia del Hiyaz, situada en las orillas del mar Rojo, ya que en ella se encontraban las poblaciones de La Meca y Medina, ciudades santas del islam. Llegadas a este punto, las ambiciones Saudíes comenzarían a chocar con las reivindicaciones de otro aliado británico, el jerife Husayn de La Meca, con quien Gran Bretaña había establecido una alianza bélica en el otoño de 1915. El jerife Husayn, al igual que Ibn Saud, aspiraba a gobernar la totalidad de Arabia. Al declarar el inicio de la Rebelión árabe contra la dominación otomana en junio de 1916, el jerife Husayn esperaba materializar, gracias al apoyo británico, las ambiciones que había concebido en Arabia, Siria e Irak. Sin embargo, al combatir a los otomanos y desplegar sus fuerzas a lo largo de los mil trescientos kilómetros de extensiones desérticas, el jerife había dejado desguarnecida la provincia del Hiyaz, que se veía así expuesta a los ataques de las fuerzas de Ibn Saud. La inmensa península arábiga no tenía sin embargo extensión suficiente para satisfacer las ambiciones de ambos hombres. Y lo que sucedió fue que, entre los años 1916 y 1918, el equilibrio de poder comenzaría a decantarse en favor de Ibn Saud.

El conflicto entre los Saudíes y los hachemitas resultaría inevitable al declararse el jerife Husayn «rey de los países árabes» en octubre del año 1916, tras el estallido de la Rebelión árabe. Ni siquiera sus aliados británicos, que le habían prometido un «reino árabe», estaban dispuestos a reconocerle «más feudo que el del Hiyaz», aunque aceptando además su condición de jerife de La Meca. Con todo, estaba claro que resultaba muy poco probable que Ibn Saud se mostrase dispuesto a permitir que prosperara la autoproclamación del rey Husayn.

Gran Bretaña trataría de mantener la paz entre sus dos aliados árabes a lo largo de toda la primera guerra mundial, intentado asimismo que concentraran sus energías en combatir a los otomanos. Sin embargo, la pugna por la primacía entre Saudíes y hachemitas estaba llamada a estallar en forma de conflicto abierto, un conflicto que se desataría precisamente pocos meses antes de que el empeño bélico de los otomanos se viniera finalmente abajo. El notable intercambio de cartas inéditas entre los dos monarcas del desierto, correspondencia que se ha conservado, expresa el crescendo de la rivalidad, una rivalidad cuyo encono iría exacerbando los ánimos a medida que fuera aumentando el calor del verano de 1918.

El rey Husayn, cuyas fuerzas no sólo se hallaban totalmente comprometidas en la lucha contra los otomanos sino que se encontraban dispersas a lo largo de la vía férrea del Hiyaz, recibía con preocupación creciente los informes que le llegaban con la noticia de que el gobernante Saudí había estado distribuyendo armas entre las tribus que recientemente habían profesado lealtad a la causa wahabí. Se trataba sin duda de las armas que los británicos habían entregado a Ibn Saud, así que el gobernante hachemita se sentía cada vez más inquieto ante la posibilidad de que el armamento británico terminara usándose contra su propio ejército. En febrero de 1918, Husayn escribió una carta de advertencia a Ibn Saud: «¿Acaso creen los hombres de las tribus [wahabíes] que Dios les considerará inocentes de las hostilidades contra el pueblo islámico, que deja en manos de Dios la protección de su vida y hacienda?». Husay avisaba así a su rival de que era un acto contrario a la religión de Alá armar a los musulmanes contra sus propios correligionarios.6

A Ibn Saud le ofendió sobremanera la carta de Husayn. A fin de cuentas, lo que estaba ocurriendo en el Néyede no era incumbencia del jerife de La Meca. La respuesta de Ibn Saud provocaría una rápida réplica de Husayn en mayo de 1918. Si las acciones de Ibn Saud se hubieran venido circunscribiendo efectivamente a la provincia centroarábiga del Néyede, los hachemitas no se habrían mostrado tan preocupados. Sin embargo, el gobernante Saudí había conseguido recientemente que le diera muestras de lealtad uno de los gobernadores del rey Husayn —un hombre llamado Khalid ibn Luway, que tenía a su cargo el control de la población del oasis de al-Khurma, una localidad situada justo en la frontera entre el Néyede y el Hiyaz—. «no tiene sentido que engañéis a Khalid ibn Luway, ni que uséis trucos y subterfugios con él», se quejaba el anciano rey.7

La población del oasis de al-Khurma se hallaba estratégicamente situada en medio de los territorios de los dos gobernantes árabes. Era además, por su número de habitantes, próximo a las cinco mil almas, un importante asentamiento por derecho propio. Pese a deber obediencia al jerife de La Meca, Khalid ibn Luway se había declarado seguidor de la doctrina wahabí en 1918, había puesto la ciudad en manos de Ibn Saud, y había comenzado a enviar la recaudación de los impuestos obtenidos en La Meca a las arcas del tesoro Saudí. En sus memorias, el hijo del rey Husayn, el emir Abdalá, señala que Khalid ibn Luway «mataba a personas inocentes, y había llegado incluso a dar muerte a su propio hermano por no compartir sus convicciones religiosas. No dejaba de perseguir a cualquier miembro de las tribus hachemitas que no se adhiriese al movimiento wahabí».8 El rey Husayn trató de convencer al gobernador rebelde y de reintegrarlo al redil, pero sin éxito.

La disputa por el oasis de al-Khurma desembocaría en el primero de una larga serie de conflictos armados entre los hachemitas y los Saudíes. En junio de 1918, el rey Husayn reuniría una fuerza de más de dos mil seiscientos soldados entre infantes y jinetes e intentaría reconquistar el oasis de al-Khurma. Pronto descubrió, sin embargo, que la población había reforzado su guarnición con hombres salidos de las filas de los Ikhwan de Ibn Saudi.9 Los Saudíes lograrían diezmar a las tropas hachemitas en dos acciones armadas independientes. Los británicos, temiendo que sus aliados árabes sucumbieran desangrados por las luchas intestinas antes de haber derrotado a los otomanos, presionaron a Ibn Saud, obligándole a sellar la paz con el rey Husayn.

En agosto de 1918, espoleado por las victorias que habían obtenido en al-Khurma las tropas especiales de los Ikhwan, Ibn Saud escribiría una carta notablemente condescendiente a Husayn. El cabecilla Saudí no encontró mejor forma de afirmar su dominio geográfico que realizar un gran despliegue de títulos de nobleza. Tras asignarse la condición de «emir del Néyede, Hasa, Qatif y sus inmediaciones», Ibn Saud se negaba a reconocer al jerife Husayn otro mérito que el de ser «emir de La Meca», y por lo tanto no aceptaba ni la denominación de monarca de las tierras árabes, como deseaba ser identificado el jerife, ni la de rey del Hiyaz, como admitían los británicos. Ibn Saud evitó intencionadamente hacer la menor alusión al Hiyaz, como si la soberanía de la inmensa provincia que discurre paralela al mar Rojo estuviera por decidir.

Ibn Saud hacía asimismo acuse de recibo de la carta que le enviara el rey Husayn el 7 de mayo, aunque manifestaba la reserva de que «algunas de las cosas que expresabais en vuestra carta no eran apropiadas». Saud reconocía asimismo que los británicos le habían presionado para que conciliaran sus diferencias, dado que la campaña contra los otomanos estaba llegando a una fase crítica y que, por consiguiente, «las disputas nos perjudican a todos», explicaba. Con todo, Ibn Saud no estaba dispuesto a dejar sin respuesta las anteriores provocaciones hachemitas. «Su eminencia sospechará sin duda que yo he debido desempeñar algún papel en el asunto de la población de al-Khurma», señala. No obstante, argumenta a continuación que la responsabilidad tanto de la defección del gobernador como de la adhesión de los lugareños a la causa wahabí debía imputarse a los propios hachemitas. «Los mantuve a raya tanto como pude —prosigue diciendo Ibn Saud—, pero entonces sus fuerzas marcharon contra ellos en dos ocasiones —refiriéndose a los dos choques que habían enfrentado a sus tropas con las de los hachemitas en al-Khurma—, así que sucedió lo que Alá había ordenado —una petulante referencia a la derrota que los Saudíes habían infligido a las fuerzas hachemitas.»10

Con la vista puesta en el futuro, Ibn Saud proponía una tregua con los hachemitas basada en el statu quo. Al-Khurma debía permanecer bajo dominación Saudí, y el rey Husayn debería comprometerse a enviar una carta al gobernador de la población del oasis en la que le diera garantías de que no existían ya diferencias entre los Saudíes y los hachemitas. Ibn Saud y el rey Husayn acordarían asimismo preservar la paz entre sus seguidores, asegurando el sometimiento de las tribus del Néyede y el Hiyaz a la tregua. Vistas las cosas con la perspectiva del tiempo, aquélla era la mejor oferta que Huseyn podía esperar recibir de los Saudíes, ya que no sólo se procedía al recíproco reconocimiento de sus respectivas fronteras y territorios, sino que se dejaba a los hachemitas el control del Hiyaz.

El rey Husayn ni siquiera se plantearía aceptar la oferta de Ibn Saud. Devolvió la carta sin abrir y le dijo al emisario: «Ibn Saud no tiene nada que reclamarnos a nosotros ni nosotros nada que reclamarle a él». En agosto de 1918, en lugar de poner en marcha la tregua, el rey Husayn envió un nuevo contingente militar a al-Khurma con la intención de restaurar su autoridad en el oasis. Asignó el mando de la expedición a uno de sus generales de mayor confianza, el jerife Shakir bin Zayd. El rey tranquilizó a su comandante diciéndole que ya había enviado a la zona camellos y provisiones suficientes «para que puedas hacer grandes cosas con ellos».11 Sin embargo, las fuerzas Saudíes lograron rechazar fácilmente la expedición de Shakir antes de que pudiera llegar siquiera al oasis en disputa.

Furioso y humillado por las repetidas derrotas que se veía obligado a encajar frente a las fuerzas de Ibn Saud, el rey Husayn ordenó a su hijo, el emir Abdalá que capitaneara una nueva campaña contra al-Khurma. Abdalá carecía de temple para una empresa de esa índole. Tanto él como sus soldados habían mantenido el cerco a la guarnición otomana de Medina hasta obtener finalmente la rendición del comandante de la plaza, en enero de 1919. Las tropas de Abdalá estaban exhaustas de guerrear tras los largos años de lucha contra los otomanos. Además, Abdalá reconocía que los soldados wahabíes eran unos combatientes fanatizados. «El militar wahabí —escribe— está ansioso por alcanzar el paraíso que, de acuerdo con su fe, le está destinado si muere en la batalla.»12 Sin embargo, Abdalá no podía desobedecer a su padre, así que en mayo de 1919 asumió el encargo y se puso al frente del ejército conduciéndolo a un nuevo choque contra los wahabíes.

Al principio, el contingente hachemita se vio saludado por el éxito en esta última campaña contra los Saudíes. En mayo de 1919, de camino a Khurma, el emir Abdalá tomó el oasis de Turaba, que también había mostrado lealtad a Ibn Saud. En lugar de procurar ganarse el afecto de los tres mil habitantes del oasis, Abdalá permitió que sus tropas saquearan la población rebelde. No hay duda de que pretendía dar ejemplo con el trato dispensado a Turaba a fin de disuadir a los demás oasis fronterizos y quitarles de la cabeza toda tentación de alinearse con los Saudíes. Con todo, la conducta de las tropas de Abdalá no sirvió sino para intensificar la lealtad que los habitantes de Turaba profesaban a Ibn Saud. No hay duda de que, hallándose todavía Abdalá en Turaba, un grupo de lugareños logró comunicar con Ibn Saud y solicitarle ayuda. El propio Abdalá escribiría desde Turaba una carta al dirigente Saudí en un intento de utilizar la conquista del oasis para alcanzar un acuerdo de paz con Ibn Saud en unos términos que los hachemitas pudieran considerar más favorables.

Pero los combatientes Ikhwan no tenían el menor interés en llegar a acuerdo alguno con los hachemitas. Al haber derrotado hasta la fecha a cuantos ejércitos hachemitas les habían salido al paso, confiaban en enfrentarse a las fuerzas de Abdalá y salir victoriosos. Unos cuatro mil soldados Ikhwan rodearon Turaba por tres de sus flancos. Al amanecer se abalanzaron sobre las posiciones de Abdalá, barriendo prácticamente al contingente hachemita. Según los cálculos del propio Abdalá, sólo ciento cincuenta y tres hombres de su destacamento, integrado por mil trescientos cincuenta soldados, logró sobrevivir a la embestida. «Yo mismo escapé de milagro», recordaría más tarde. Abdalá y su primo, el jerife Shakir bin Zayd, cortaron la tela de la parte trasera de su tienda y pese a recibir numerosas heridas consiguieron eludir la lucha.13

Las repercusiones de la batalla rebasaron con mucho las derivadas de la carnicería perpetrada en el oasis. Lo ocurrido en Turaba demostraba que los wahabíes eran la potencia dominante en la península arábiga y que los días de los hachemitas en el Hiyaz estaban contados. Así lo recuerda el emir Abdalá: «Tras la batalla comenzó un período de agitación y ansiedad por el destino de nuestro movimiento, nuestro país y la persona de nuestro rey». De hecho, su padre, el rey Husayn, parecía haber sido víctima de una depresión nerviosa. «Al regresar a nuestro cuartel general, encontré a mi padre enfermo y sumamente perturbado», indica Abdalá. «Se había convertido en un hombre malhumorado, olvidadizo y receloso. Había perdido su rápida comprensión de las cosas y su prudente discernimiento.»14

Las consecuencias del encontronazo también habrían de sorprender a los británicos, ya que muchos de ellos habían subestimado la capacidad bélica de las fuerzas de Ibn Saud. Gran Bretaña no deseaba que su aliado Saudí dominara de manera abrumadora a los hachemitas, igualmente aliados suyos, ya que eso desestabilizaría el equilibrio de poder que tan cuidadosamente habían establecido en Arabia. En julio de 1918, el residente británico de Yida (se denominaba por entonces «residente» al máximo administrador colonial de la zona, adscrito al Departamento Político de la India británica) enviaría un mensaje a Ibn Saud para exigirle que se retirara inmediatamente de las poblaciones de los oasis, ya que las zonas de Turaba y al-Khurma debían permanecer neutrales en tanto las dos partes no hubieran acordado sus respectivas fronteras. El residente dirigía a Ibn Saud la siguiente advertencia: «Si se niega usted a retirarse tras haber recibido mi carta, el gobierno de Su Majestad considerará nulo a todos los efectos el tratado que ha establecido con usted, adoptando todas las medidas necesarias para obstaculizar sus acciones hostiles».15 Ibn Saud se avino a la exigencia y ordenó a sus tropas que abandonaran Riad.

Para restaurar el equilibrio de fuerzas, los británicos tenían que concluir asimismo un tratado formal con los hachemitas del Hiyaz. El intercambio de cartas entre el jerife Husayn y sir Henry McMahon había permitido establecer una alianza válida para el período bélico, pero se trataba de un tratado de tipo muy distinto al que Gran Bretaña había establecido con los gobernantes del Golfo Pérsico, incluyendo a Ibn Saud. Sin un tratado formal, Gran Bretaña no tendría forma de proteger a sus aliados hachemitas de los Saudíes. Y Gran Bretaña prefería moverse en un contexto en el que Arabia contara con un gran número de estados de poder equiparable a tener que asistir al surgimiento de una única potencia dominante situada a caballo entre el mar Rojo y el Golfo Pérsico. Ésa es la razón de que a Gran Bretaña le conviniera, a fin de salvaguardar sus intereses imperiales, preservar la posición de los hachemitas, ya que de ese modo los territorios del jerife Husayn podrían actuar como parapeto geográfico frente al creciente poder del Estado Saudí.

Al acercarse el final de la primera guerra mundial, el gobierno británico comenzó a buscar ansiosamente la forma de establecer una alianza formal con el rey Husayn y su linaje hachemita. Enviaron para ello a la zona al coronel T. E. Lawrence, el célebre «Lawrence de Arabia» —quien ya había actuado como enlace entre británicos y hachemitas durante la Rebelión árabe—, encargándole que iniciara las negociaciones con Husayn.

Entre julio y septiembre del año 1921, Lawrence intentaría en vano persuadir al rey Husayn de que le convenía firmar un tratado en el que se recogieran las nuevas realidades que acababan de estipularse en el acuerdo de posguerra. Husayn rechazaba prácticamente todos los cambios que las potencias occidentales habían introducido en Oriente Próximo a raíz de la guerra mundial, ya que consideraba que venían a traicionar las promesas que Gran Bretaña le había hecho en su día: se negaba a circunscribir su reino al Hiyaz; ponía objeciones al hecho de que se expulsara de Damasco a su hijo, el rey Faisal, y veía también con malos ojos que se estableciera un mandato francés en Siria; impugnaba los mandatos de Gran Bretaña en Irak y Palestina (que por entonces incluía la región política de Transjordania); y censuraba la medida por la que pretendía establecerse una patria nacional judía en Palestina. En 1923, los británicos se aventuraron a realizar una última intentona y a tratar de alcanzar finalmente un acuerdo, pero el viejo y amargado monarca se negó a rubricarlo. A consecuencia de esa actitud perdería la protección británica en el instante mismo en que Ibn Saud ponía en marcha una campaña para conquistar el Hiyaz.

En julio del año 1924, Ibn Saud reunió a sus generales en Riad a fin de planear la conquista del Hiyaz. La operación se inició con un ataque contra Taif, una población situada en los montes que rodean La Meca, aunque el objetivo principal de la acción consistía en observar la reacción británica. En septiembre del año 1924, los Ikhwan se apoderaron de la plaza, entregándose a un saqueo que habría de durar tres días. Los habitantes de Taif trataron de resistir el ataque de los wahabíes, que respondieron con enorme violencia. Se calcula que debieron de morir cerca de cuatrocientas personas y que una cantidad muy superior se vio obligada a huir. La caída de Taif provocó una conmoción en todo el Hiyaz. Los notables de la provincia se reunieron en Yida y obligaron al rey Husayn a abdicar. Creían que Ibn Saud atacaba el Hiyaz a causa de su enemistad con el rey Husayn, y que al cambiar de monarca quizá se observaran transformaciones en la política Saudí. El 6 de octubre de 1924, el anciano rey accedió a los deseos del pueblo, declarando rey a su hijo Alí y partiendo al exilio. Pese a todo, ninguna de estas medidas lograría detener el avance de Ibn Saud.

A mediados de octubre de 1924, los Ikhwan se apoderaron de la ciudad santa de La Meca. No encontrarían resistencia alguna, y los soldados de Ibn Saud evitaron toda agresión violenta a los lugareños. Ibn Saud envió mensajeros a fin de sondear la reacción británica a las conquistas de Taif y La Meca. Le tranquilizó saber que Gran Bretaña se mostraba neutral en el conflicto. El gobernante Saudí, emprendió entonces la total conquista del Hiyaz. En enero de 1925 pondría cerco al puerto de Yida y a la ciudad santa de Medina. Los hachemitas resistieron casi un año entero, pero el 22 de diciembre de 1925, el rey Alí se rindió, puso el reino en manos de Ibn Saud, y siguió a su padre al exilio.

Tras conquistar el Hiyaz, Ibn Saud sería proclamado «sultán del Néyede y rey del Hiyaz». La vasta extensión territorial que ahora controlaba Ibn Saud determinó que se le catalogase en una categoría muy distinta a la de los demás gobernantes del Golfo Pérsico, todos ellos agrupados en el Omán de la Tregua. Gran Bretaña reconocería este cambio de posición, y en 1927 firmaría con el rey Abdulaziz un nuevo tratado en el que se aceptaba su plena independencia y soberanía, al tiempo que se le eximía de todas las restricciones que pesaban sobre los estados del Omán de la Tregua en materia de relaciones exteriores. Ibn Saud continuó ampliando el territorio sujeto a su control, hasta que, en el año 1932, decidió cambiar el nombre de su reino, que pasó a denominarse Arabia Saudí.

Ibn Saud no sólo había logrado establecer su poder regio en la mayor parte de la península arábiga, también se las había ingeniado para conservar su independencia, quedando por tanto libre de toda forma de dominación imperial británica. Y en ese empeño le ayudaba un decisivo error de cálculo de los británicos: no creían que hubiese petróleo alguno en Arabia Saudí.

* * *

El exiliado rey Husayn del Hiyaz tenía derecho a sentirse traicionado por los británicos. No era sólo que Gran Bretaña se hubiera negado a cumplir los compromisos escritos que había adquirido con los hachemitas a través de sir Henry McMahon, es que además los británicos se habían mantenido al margen de lo que sucedía en la zona, limitándose a contemplar sin hacer nada los acontecimientos de 1920, fecha en que los franceses habían expulsado de Siria a su hijo, el rey Faisal, y los de 1925, año en que los Saudíes habían arrebatado el Hiyaz a su otro hijo, el rey Alí.

Los británicos, por su parte, tampoco se sentían enteramente satisfechos por haber incumplido los compromisos adquiridos con el aliado que les había ayudado durante la guerra, así que estaban buscando la forma de hacerse perdonar esa falta de formalidad, si no del todo, al menos sí en parte. Así explicaría la situación Winston Churchill, ministro de las Colonias, ante la Cámara de los Comunes, reunida en junio de 1921: «nos inclinamos de forma cada vez más clara por lo que yo llamaría la solución de los jerifes, tanto en Mesopotamia, donde continúa el emir Faisal, como en Transjordania, donde gobierna actualmente el emir Abdalá».16 Churchill tenía la esperanza de que al poner en el trono de los mandatos británicos a los hijos de Husayn, Gran Bretaña pudiera dar algunos pasos en la dirección deseada y compensar en parte la falta cometida ante los hachemitas, obteniendo al mismo tiempo unos cuantos gobernantes leales y sumisos en los territorios árabes sujetos a su control.

De todas las posesiones con que contaba el imperio británico en el Oriente Próximo, la de Transjordania resultaría la más sencilla de gobernar. Con todo, el nuevo Estado de Transjordania había empezado con mal pie. Pese a poseer unas dimensiones geográficas similares a las del Estado norteamericano de Indiana o la nación europea de Hungría, Transjordania no contaba sino con trescientos cincuenta mil habitantes, distribuidos entre la población de los pequeños pueblos y aldeas de la meseta que domina el valle del Jordán y el conjunto de las tribus nómadas que repartían su vida entre el desierto y la estepa. Toda esta masa demográfica vivía de una economía de subsistencia basada en la obtención de los productos propios de la explotación del campo y la vida pastoril, lo que no suministraba sino una modesta renta fiscal al Estado en que vivían, por fortuna muy pequeño. La política de Transjordania también era bastante básica. El país se hallaba dividido en diferentes regiones, cada una de ellas provista de un grupo dirigente propio, unos grupos cuya visión de la política se centraba en intereses muy locales. En un lugar tan pequeño como éste, el reducido subsidio británico, de ciento cincuenta mil libras anuales, conseguía grandes cosas.

Al principio, los británicos no tenían pensado que Transjordania pudiese quedar constituida en Estado independiente por sí sola. En un primer momento el territorio le había sido concedido a Gran Bretaña, como parte de la región incluida en el mandato que ejercía sobre Palestina. Dos serían las razones en que habría de fundarse la decisión de separar Transjordania de Palestina —decisión que se materializaría en el año 1923—: el hecho de que Gran Bretaña deseara limitar el ámbito de aplicación de la Declaración Balfour —por la que se prometía a los judíos una patria nacional en la zona— a las tierras situadas al oeste del río Jordán; y la circunstancia de que Gran Bretaña quisiera confinar asimismo las ambiciones del emir Abdalá a los territorios sujetos al control británico.

La primera vez que el emir Abdalá penetrara en Transjordania lo haría sin haber sido invitado, en el año 1920. Se presentó en la región acompañado por un grupo de nacionalistas árabes, esto es, por un conjunto de refugiados políticos llegados del difunto reino árabe que tan efímeramente había gobernado su hermano Faisal en Damasco. Abdalá anunció que estaba dispuesto a capitanear a los voluntarios árabes, conduciéndoles a liberar Siria de la férula francesa y devolviendo así a su hermano Faisal el legítimo trono de Damasco (mientras Abdalá aspiraba, por su parte, al trono de Irak). Lo último que quería el gobierno británico era que Transjordania se convirtiera en una especie de pista de despegue desde la que lanzar ataques contra el vecino mandato francés de Siria. Los funcionarios británicos harían grandes esfuerzos para dominar la situación antes de que las cosas se les fueran de las manos.

En marzo de 1921, Winston Churchill y T. E. Lawrence invitaron al emir Abdalá a una reunión en Jerusalén, aprovechando la ocasión para ponerle al tanto de los planes que Gran Bretaña había concebido para organizar su imperio de Oriente Próximo. Faisal no iba a regresar a Damasco, que se hallaba en las firmes manos de los franceses, lo que sí podía hacer era aspirar a ser rey de Irak. Lo más que podían ofrecerle a Abdalá era colocarle a la cabeza del nuevo Estado de Transjordania. La región de Transjordania, carente de acceso al mar (su territorio no incluía todavía el puerto de Áqaba, en el mar Rojo), estaba muy lejos de satisfacer las ambiciones de Abdalá, pero Churchill sugirió que si Abdalá conseguía mantener en paz la región de Transjordania y establecer buenas relaciones con los franceses, quizá éstos le invitaran un día a gobernar Damasco en su nombre.17 La apuesta era arriesgada, pero Abdalá accedió a las propuestas, con lo que la solución de los jerifes pasó a convertirse, en la región de Transjordania, en una tangible muestra de la gobernación imperial británica.

En el año 1921, al establecer el emir Abdalá su primer gobierno en Transjordania, lo primero que hizo fue recurrir, y mucho, a los nacionalistas árabes —que ya habían prestado servicio a su hermano Faisal durante su estancia en Damasco—. El grupo de personas de que comenzó a rodearse Abdalá disgustaba tanto a los británicos como al pueblo de Transjordania. Los británicos consideraban que se comportaban como problemáticos agitadores, ya que sus constantes ataques a la presencia de los franceses en Siria resultaba un factor de fricción permanente. Para los transjordanos, los nacionalistas árabes —que acababan de fundar un nuevo partido llamado Istiqlal, o «Independencia»— representaban a una élite extranjera cuya hegemonía en el gobierno y en el ámbito burocrático condenaba a la marginación a las gentes nacidas en el país.

Uno de los más abiertos oponentes a los miembros del partido Istiqlal de Transjordania era un juez local llamado Uda al-Qusus (1877-1973). Al-Qusus era un cristiano residente en la ciudad de al-Karal, situada al sur de Transjordania, y había trabajado en el sistema judicial otomano antes de la primera guerra mundial. Al-Qusus, que dominaba el turco, y chapurreaba algo de inglés —idioma que había aprendido con los misioneros metodistas—, había viajado prácticamente por todo el imperio otomano y prestado servicio a los más altos funcionarios del gobierno. Estaba firmemente convencido de que el emir Abdalá debía constituir su gabinete con personas como él, esto es, con gentes nacidas en Transjordania, ya que sólo ellas podían mostrar un verdadero interés por incrementar el bienestar de su nuevo país. La mayor objeción que ponía a los miembros del partido Istiqlal radicaba precisamente en eso, en que únicamente les preocupaba la liberación de Damasco. El primer artículo de los estatutos de ese partido, señalaba al-Qusus con ironía, mantenía que era necesario «sacrificar Transjordania —y al pueblo transjordano— en nombre de la promoción de Siria».18 Y desde luego el hecho de que los seguidores de la formación Istiqlal le persiguieran por sus opiniones políticas no hace más que corroborar este punto de vista.

Al-Qusus criticaría abiertamente a los defensores del partido Istiqlal en un conjunto de artículos publicados en el periódico local. Acusaba de corrupción a los ministros del gobierno, añadiendo que habían desfalcado los fondos de la Hacienda pública, desviándolos para financiar sus propios proyectos a espaldas de Abdalá. Los transjordanos nativos se adherirían a las críticas del juez negándose a pagar impuestos a un gobierno «extranjero» con fama de despilfarrar los reducidos fondos del país. En junio de 1921, los aldeanos del norte de Transjordania se declararon en huelga fiscal, y la situación se desbordó rápidamente hasta adquirir las proporciones de una grave insurrección. Los británicos tuvieron que recurrir a la aviación, realizando una serie de incursiones aéreas para sofocar el alzamiento.

Tras la revuelta fiscal de 1921, los problemas surgidos entre el gobierno del emir Abdalá y los nativos transjordanos evolucionarían cada vez a peor. Al-Qusus se reunía periódicamente con un grupo de profesionales residentes en los distintos pueblecitos de la región a fin de estudiar el amiguismo y la corrupción que tanto deploraban en el gobierno del emir. Estos disidentes transjordanos cambiaban impresiones sobre la mala administración del gobierno y discutían abiertamente la necesidad de una reforma. Cuando el emir Abdalá hubo de enfrentarse a un gran levantamiento tribal, en el verano de 1923, los miembros del partido Istiqlal acusarían a al-Qusus y a los disidentes de las distintas poblaciones de ser los instigadores de la revuelta, instando a Abdalá a tomar severas medidas contra la oposición interna. Esa misma noche —corría el 6 de septiembre de 1923—, la policía aporreó la puerta del juez Uda al-Qusus y se lo llevó preso.

Al-Qusus no iba a regresar a casa en varios meses. Despojado de su rango oficial por orden del emir, fue enviado al exilio al vecino reino del Hiyaz (que seguía bajo control de los hachemitas). Le seguirían otros cuatro nativos de Transjordania: un oficial del ejército, un circasiano, un clérigo musulmán y un notable rural a quien más tarde se aclamaría como al poeta nacional de Jordania: Mustafá Wahbi al-Tal. Los cinco hombres habían sido acusados de formar una «sociedad secreta» cuyo objetivo consistía en derribar al gobierno del emir, sustituyendo a sus integrantes por personas nacidas en Transjordania. Se les acusó falsamente de haberse coaligado con el jefe de la tribu Aduán a fin de espolear el levantamiento de las otras tribus y facilitar así el golpe de Estado que planeaban. Esta acusación implicaba un acto de alta traición; de hecho, la gravedad de los cargos se refleja en el duro trato a que fueron sometidos tanto al-Qusus como sus otros cuatro compañeros.

Al llegar a la estación del ferrocarril de Ammán para coger el tren que debía conducirles al exilio, los cinco hombres se mostraron desafiantes. Mustafá Wahbi, el poeta, se puso a entonar cánticos nacionalistas, espoleando así la actitud retadora de sus camaradas. «¡Ante Dios y ante la historia, Uda!», gritó. Ninguno de los cinco hombres tenía idea de la extenuante prueba que se les avecinaba. Al llegar a Maan, que hoy es una ciudad de Jordania, pero que en esos años era un pueblecito situado en la frontera del Hiyaz, fueron arrojados a una húmeda, oscura y fétida mazmorra ubicada en los sótanos del viejo castillo de la localidad. Al-Qusus agarró por las solapas al guardia y le espetó: «¿Es que no temes a Alá? nadie sería capaz de arrojar a un animal a un lugar como éste, ¿y vosotros queréis destinarlo a las personas?».

Los guardias y sus jefes, que sabían que sus prisioneros eran personas respetables, se sintieron incómodos. Todos los principios de su cultura y su sociedad dictaban que debían mostrarse hospitalarios con cualquier hombre puesto bajo su custodia. Sin embargo, no eran sino militares, y tenían que obedecer órdenes. La conducta que tuvieron con los encarcelados fluctuaría así de forma radical, pasando de las más estimulantes muestras de amabilidad, buscándoles un lecho limpio y ofreciéndoles té y compañía, a los peores extremos de crueldad, torturando a los detenidos a fin de obtener de ellos una confesión firmada en la que se reconocieran culpables de los cargos que había lanzado sobre ellos el gobierno. Los funcionarios que ordenaban las torturas y dictaban las confesiones eran, obviamente, hombres pertenecientes al séquito de extranjeros del emir Abdalá. Al-Qusus y sus compañeros serían después acusados in absentia de «conspirar contra el gobierno de Su Alteza el emir con la intención de derribarlo por medio de una insurrección armada».19 Fueron enviados a prisión al Hiyaz, siendo confinados primero en Áqaba, y más tarde en Yida.

En marzo de 1924 se concedería permiso a los exiliados para regresar a su patria a raíz de una amnistía general otorgada con ocasión de la asunción del califato por parte del rey Husayn. El nuevo presidente turco, Mustafá Kemal Ataturk, acababa de abolir la institución del califato como medida definitiva para erradicar la influencia del sultanato musulmán, y el rey Husayn, que ahora se hallaba exiliado en el Hiyaz, no tardaría un segundo en arrogarse en nombre de la familia hachemita el honor de ostentar el título de califa. Según la costumbre, cuando se producían acontecimientos estatales de esa magnitud, se procedía a liberar a los presos, ya que dicha práctica formaba parte de los festejos.

La dura prueba de su encarcelamiento llegaba de ese modo a su fin, así que los cinco hombres recibieron un pasaje para embarcar en un vapor, en camarotes de primera clase, y trasladarse de Yida al puerto egipcio de Suez, de donde continuarían viaje hasta Transjordania. Al-Qusus envió un telegrama de agradecimiento al rey Husayn, felicitándole por haber asumido el califato (aunque al final le resultaría imposible hacerlo). Recibió casi inmediatamente respuesta del monarca exiliado, quien le deseaba un rápido y seguro retorno a su tierra natal, la cual, añadía, «necesita personas como usted, personas con sentimientos de patriotismo y devoción por el país, dispuestas a una verdadera entrega a la gran casa de los hachemitas». ¿Trataba de mostrarse irónico el rey, o estaba aconsejando a los prisioneros políticos que se enmendaran y se comportaran con más lealtad en el futuro? La verdad era que al-Qusus jamás había dado prueba de deslealtad alguna al emir Abdalá: lo único que había hecho era oponerse a que los miembros del partido Istiqlal siguieran ocupando posiciones de autoridad y postergando a los nacidos en Transjordania.

Pese a que el mismo al-Qusus no lo supiera, las autoridades coloniales británicas compartían plenamente sus preocupaciones. El residente británico de Ammán, el teniente coronel Charles Cox, sugirió a al-Qusus que le hiciera una breve visita a su regreso del exilio en el Hiyaz. Pidió al juez que le explicara las razones de su encarcelamiento, y que compartiera con él sus puntos de vista sobre el gobierno del emir Abdalá. Cox tomó cumplida nota de los extremos tratados en su encuentro, agradeció la cortesía a al-Qusus y se despidió de él.

En agosto de 1924, Cox entregó al emir Abdalá un ultimátum del alto comisionado de Palestina en funciones, sir Gilbert Clayton. En su carta, Clayton advertía a Abdalá de que el gobierno británico veía su Administración «con grave disgusto», debido a sus «irregularidades financieras y a sus descontrolados derroches». Clayton remataba el escrito con otro importante motivo de enfado para el gobierno británico: el hecho de haber permitido que Transjordania se hubiera convertido en plataforma para la alteración del orden en la vecina Siria. Se le exigía a Abdalá un compromiso escrito por el que declarara estar dispuesto a cumplir seis condiciones, todas destinadas a reformar su Administración, y la más destacada de ellas era la expulsión de los principales miembros del partido Istiqlal, para lo cual se le daba un plazo de cinco días.20 Abdalá no se atrevió a negarse. Para conferir fuerza a su ultimátum, los británicos habían enviado a Ammán cuatrocientos soldados de caballería y trescientos de infantería, acantonándolos en la población norteña de Irbid. Temiendo que los británicos le destituyeran con la misma rapidez con que le habían instalado en el poder, el emir Abdalá firmó el requerimiento.

Tras este cara a cara, el emir Abdalá expulsó a los miembros «indeseables» del partido Istiqlal, ordenó reformar las finanzas de su gobierno y colocó a varios nativos transjordanos en la Administración. Uda al-Qusus regresó al servicio activo en el sistema judicial transjordano, elevándose al cargo de fiscal general del Estado en 1931. En lo sucesivo, una vez unida su suerte a la de las élites de Transjordania, el emir Abdalá pudo contar con el apoyo y la lealtad de su pueblo. Transjordania progresó hasta convertirse en una colonia modélica que disfrutaba de una situación de paz y estabilidad, generando además muy escasos gastos al contribuyente británico y obteniendo su independencia en el año 1946.

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Pese a que, de todas las posesiones británicas de Oriente Próximo, Transjordania resultara la más fácil de gestionar, Irak habría de ser considerado durante un tiempo el mandato de más éxito. El rey Faisal sería instalado en el trono en 1921, a principios de 1924 se elegiría una Asamblea constituyente y poco después, ese mismo año, se ratificaría un tratado por el que vendrían a regularse las relaciones entre Gran Bretaña e Irak. En 1930, Irak se había convertido en una monarquía constitucional estable, con lo que la tarea de Gran Bretaña como potencia investida del mandato de la Sociedad de naciones en la región quedaba culminada. Se negoció entonces la firma de un nuevo tratado entre Gran Bretaña e Irak, dejando así la vía expedita para el acceso de Irak a la independencia, cosa que se produciría finalmente en el año 1932. La Sociedad de naciones reconoció la independencia de Irak, admitiendo al nuevo Estado en sus filas, con lo que Irak pasaba a ser el primer país que, tras un período de gobernación por mandato, conseguía entrar como miembro de pleno derecho de esa institución internacional en sus veintiséis años de historia. Irak se convirtió en la envidia de los demás estados árabes sujetos a la dominación británica o francesa, de modo que sus logros terminaron convirtiéndose en objetivo prioritario de los nacionalistas de todo el mundo árabe: la obtención de la independencia y el ingreso en la Sociedad de naciones.

Sin embargo, tras esta exitosa fachada por la que Gran Bretaña conducía al joven reino iraquí y le permitía acceder a la condición de Estado latía una realidad muy distinta. Durante el mandato habían sido muchos los iraquíes que se habían negado a aceptar la posición dominante de Gran Bretaña en el país. Su animadversión no terminaría con el levantamiento de 1920, sino que seguiría hostigando hasta el último momento el proyecto que los británicos se proponían llevar a cabo en Irak. Pese a que Faisal fuera en muchos aspectos un rey popular, la propia dependencia de los británicos socavaba su posición. Los nacionalistas iraquíes comenzaron a verle cada vez más como una prolongación de la influencia británica, criticándole por las mismas razones por las que condenaban a sus amos imperiales.

Al llegar Faisal a Irak, en junio de 1921, los británicos comenzaron a promocionar al candidato que ellos mismos habían elegido para ocupar el trono iraquí. Un buen número de contrincantes locales trataron de presentarse como alternativa, pero chocaron con la enconada resistencia de los británicos. Sayyid Talib al-Naqib, un prestigioso notable de Basora que había jugado sus cartas para acceder al trono, sería invitado en una ocasión a tomar el té con la esposa del alto comisionado británico, lady Cox, y al regresar a su domicilio sería arrestado y enviado al exilio a Ceilán. El alto comisionado, sir Percy Cox, y los miembros de su departamento organizarían una agotadora gira que habría de llevar a Faisal a visitar un gran número de poblaciones y tribus de todo Irak como antesala de un referendo nacional destinado a confirmar al favorito británico elevándole al trono de Irak. Según se dice, Faisal representó perfectamente su papel, mostrándose dispuesto a viajar por todo el país y a reunirse con las distintas comunidades iraquíes a fin de ganarse su lealtad, cosa que conseguiría con relativa facilidad. Es probable que, aun no contando con la ayuda de la manipulación británica, hubiera obtenido la aprobación de la mayoría de los iraquíes y que éstos le hubieran aceptado como rey. Sin embargo, los británicos no querían dejar nada al azar. Gertrude Bell, la ministra de Oriente que residía en Bagdad, haría en este sentido una observación célebre, al asegurar que «no volvería a participar en la creación de ningún otro rey: es demasiado estresante».21

Faisal sería coronado rey de Irak el 23 de agosto de 1921. La ceremonia se celebró a primera hora de la mañana para aprovechar el momento más fresco del día, dada la prodigiosa canícula bagdadí. Más de mil quinientos invitados asistieron a la coronación. Suleimán al-Faydi, un notable de Mosul, habla del «gran esplendor» de la coronación, y añade que además de los «miles de invitados», el acontecimiento «congregó a decenas de miles de personas en las carreteras que conducían al palacio».22 Faisal presidía la ceremonia sobre un estrado en compañía del alto comisionado británico y de algunos miembros del Consejo de Ministros iraquí. El secretario del consejo se puso en pie para dar lectura a la proclamación en la que sir Percy anunciaba los resultados del referendo. Faisal había sido elegido rey por el 96 por 100 de los votantes iraquíes. Los invitados y los dignatarios allí reunidos se pusieron en pie y saludaron al rey Faisal mientras se izaba la bandera de Irak al son del himno británico —los iraquíes no habían compuesto aún el suyo—.23 La marcha nacional no podía sino reforzar la sensación de que Faisal era un rey elegido por Gran Bretaña, cosa que efectivamente era.

La luna de miel entre Faisal y sus súbditos iba a revelarse efímera. La mayoría de los iraquíes creía que Faisal era un nacionalista árabe y esperaban que librara al país de la dominación británica. Pronto habrían de desengañarse. Mohamed Mahdi Kubba, que en la época de la coronación de Faisal estudiaba en una de las facultades de teología chiita de Bagdad, lograría captar en sus memorias el ánimo que embargaba por entonces a la mayoría de la población. Según explica, los británicos «trajeron al emir Faisal, coronándole rey de Irak y encomendándole la tarea de llevar a la práctica sus políticas. Al principio, los iraquíes dieron la bienvenida a la entronización de Faisal, cifrando sus esperanzas en él —esto es, creyendo que su presencia al frente del gobierno vendría a inaugurar una nueva era de independencia y soberanía nacional—». En realidad eran varios los notables que habían hecho depender su lealtad a Faisal del hecho de que éste defendiera efectivamente la soberanía y la independencia de Irak. Uno de esos notables escépticos era el ayatolá Mahdi al-Khalisi, un influyente clérigo que dirigía la facultad de teología de Bagdad en la que estudiaba Mohamed Mahdi Kubba. Kubba había sido testigo del compromiso de fidelidad que había prestado al-Khalisi ante una asamblea de la facultad reunida con el explícito objetivo de dar la bienvenida al rey Faisal. «Al-Khalisi elevó varias plegarias en favor del rey Faisal ... [y le] tomó de la mano, diciendo: “Os profesamos lealtad como rey de Irak, mientras gobernéis con justicia, lo hagáis con un gobierno constitucional y parlamentario, y no pongáis a Irak en ninguna situación difícil llevándolo a adquirir compromisos con los extranjeros”.»24 El rey Faisal prometió hacer todo lo posible por satisfacer esas condiciones, añadiendo que lo único que le había impulsado a venir a Irak era servir al pueblo. Faisal sabía perfectamente que no le iba a ser posible gobernar Irak al margen de los británicos. De acuerdo con lo dispuesto por la Sociedad de naciones, estaba abocado a gobernar bajo la tutela británica hasta que Gran Bretaña tuviera a bien conceder a Irak una independencia real. Sabía además que en Irak era un extranjero, y que por únicos aliados no tenía más que a un puñado de oficiales del ejército que habían combatido junto a él tanto en los tiempos de la Rebelión árabe como durante el breve período de vida del reino de Siria. En tanto no lograra asentar su posición en Irak, Faisal iba a necesitar el apoyo de Gran Bretaña para poder salir adelante. El problema que debía afrontar Faisal consistía en que la dependencia de Gran Bretaña le costaba el respaldo de los nacionalistas iraquíes. Y lo que resulta irónico es el hecho de que fuera justamente esa dependencia de Gran Bretaña lo que viniera a socavar su capacidad para fomentar la lealtad de sus propios paisanos, situación que habría de acompañarle hasta su muerte, ocurrida en el año 1933.

Las dificultades de Faisal se harían patentes en el año 1922, fecha en la que Gran Bretaña redactaría el borrador de un tratado a fin de regularizar la posición británica en Irak. El Tratado Anglo-Iraquí apenas conseguía ocultar el notabilísimo grado de dominación que Gran Bretaña ejercía en el reino hachemita, tanto en los ámbitos de la economía como en los de la diplomacia y el derecho. «Su Majestad el rey de Irak —señalaba taxativamente el pacto— acuerda dejarse guiar, durante todo el período de vigencia del presente tratado, por los consejos que Su Majestad británica le haga llegar a través del alto comisionado en todos los asuntos importantes que afecten a las obligaciones internacionales y económicas de Su Majestad británica, así como a los intereses de la corona del Reino unido.»25 El aspecto que más claramente revelaba las intenciones de los británicos era precisamente la duración del tratado —veinte años—, período a cuyo término se procedería a la revisión del pacto, bien para renovarlo, bien para declararlo terminado, en función de los respectivos pareceres de las «altas instancias contratantes». Se trataba de una fórmula pensada para prolongar la dominación colonial británica, no la independencia iraquí.

El borrador del tratado suscitó una amplia condena en todo Irak. Hasta el propio rey Faisal espolearía discretamente la oposición al tratado, no sólo por los límites que imponía a su poder regio, sino también para distanciarse de la política imperial británica. Algunos ministros dimitieron en señal de protesta. El Consejo de Ministros, que no estaba dispuesto a asumir las responsabilidad de tan controvertido documento, insistió en que debía convocarse una Asamblea constituyente de electos para ratificar el tratado. Los británicos accedieron a la elección de los vocales de dicha asamblea pero quisieron asegurarse de que la cámara así reunida estuviera decidida a respaldar el acuerdo que habían redactado. Los políticos nacionalistas se opusieron tanto al tratado como a la elección de los vocales, al comprender que la Asamblea constituyente no serviría sino para dar el visto bueno a un acuerdo concebido para perpetuar el control de los británicos.

La crisis estaba llamada a comprometer inevitablemente la credibilidad de Faisal. El ayatolá al-Khalisi volvió a dirigirse a una asamblea de estudiantes y profesores de la facultad de teología en la que impartía clases. «Hemos profesado lealtad a Faisal y aceptado que sea rey de Irak bajo ciertas condiciones —comenzó a decir el ayatolá—, y acabamos de ver que no ha sido capaz de cumplir esas exigencias. En consecuencia, ni nosotros ni el pueblo de Irak hemos de considerarnos ya ligados a él por lazo de lealtad alguno.» Al-Khalisi unió su suerte a la de la oposición nacionalista y empezó a promulgar fetuas (es decir, como ya se ha indicado, dictámenes jurídicos) en las que declaraba ilícito el tratado y prohibía toda forma de participación en las elecciones a la asamblea constituyente, considerando que su convocatoria venía a constituir «un acto contra la religión y una iniciativa que contribuía a que los infieles dominaran a los musulmanes».26 Los clérigos hicieron causa común con los nacionalistas laicos y organizaron una campaña para boicotear las inminentes elecciones a la Asamblea constituyente.

Al final, los británicos no tuvieron más remedio que imponer el tratado a la fuerza. Las autoridades británicas prohibieron todas las manifestaciones. Al-Khalisi y otros líderes de la oposición fueron arrestados y enviados al exilio. La Real Fuerza Aérea británica recibió el encargo de bombardear a cuantos insurgentes se hubieran hecho notar entre las tribus de la región del curso medio del Éufrates, que habían convertido su protesta en un levantamiento. Con la oposición sojuzgada, las autoridades continuaron con el proceso de elección. A pesar de las fetuas y de la campaña de los nacionalistas, las elecciones siguieron adelante y en marzo de 1924 se convocó la asamblea constituyente a fin de debatir y ratificar el tratado.

Entre marzo y octubre de 1924, la Asamblea constituyente se reunió y debatió con toda seriedad los términos del tratado. Al final, el acuerdo fue ratificado por una exigua mayoría. Seguía siendo tremendamente impopular entre el público iraquí, aunque hay que decir que también puso en marcha un buen número de iniciativas importantes: la asamblea aprobó el texto de la Constitución por la que debería regirse el nuevo Estado y promulgó una ley electoral que venía a echar los cimientos tanto de la monarquía constitucional como de la democracia multipartita. No obstante, los medios que emplearían los británicos para conseguir que el tratado fuese finalmente aprobado vendrían a mancillar los propios instrumentos de la gobernación constitucional y parlamentaria, asociándolos a tal punto con los designios del imperio que en último término llegarían a minar la estabilidad del sistema democrático iraquí. Los nacionalistas iraquíes no vieron en el nuevo Estado un gobierno «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», sino una institución que involucraba a los propios iraquíes en el sometimiento de su país a los británicos.

Si los británicos habían acariciado la esperanza de que las cosas pudieran marchar sin contratiempos una vez aprobado el Tratado Anglo-Iraquí iban a quedar amargamente desengañados. De hecho, los políticos británicos y estadounidenses que elaboraron los planes de la guerra librada en Irak en el año 2003 habrían podido extraer muchas e importantes lecciones de las experiencias británicas de la década de 1920.

En las distintas regiones y comunidades del nuevo Estado iraquí comenzaron a surgir divisiones rápidamente, dado que el conjunto de ese Estado había sido forjado mediante la unión de tres provincias muy diferentes del antiguo imperio otomano. El problema se manifestaría inmediatamente al intentar formarse un ejército nacional, una de las instituciones clave de cualquier Estado soberano independiente. El rey Faisal se hallaba rodeado de militares que habían combatido con él durante la Rebelión árabe y que estaban deseando establecer en Irak un ejército capaz de unir a los curdos, los sunitas y los chiitas mediante la prestación de un servicio militar de ámbito nacional. Sin embargo, el proyecto fracasaría al no poder superar la activa oposición de las comunidades chiitas y curdas, que ponían reparos al sistema de reclutamiento por lo mismo que se negaban a aceptar toda iniciativa gubernamental que en su opinión concediera un poder desproporcionado a la comunidad árabe integrada por la minoría sunita.

Los curdos constituían un desafío particularmente grave para la integridad y unidad del Estado iraquí. A diferencia de los sunitas y los chiitas, los curdos no pertenecen a la etnia árabe y veían con malos ojos cualquier esfuerzo del gobierno tendente a configurar Irak al modo de un Estado árabe. Consideraban que ese empeño desbarataba la peculiar identidad étnica de los curdos. Además, en el seno de la comunidad curda había individuos que no se oponían a las reivindicaciones del carácter árabe de la nación iraquí, pero que se valían de ellas y las utilizaban como pretexto para exigir una mayor autonomía de aquellas partes del norte de Irak en que sus respectivos grupos constituían la mayoría absoluta.

A veces daba la impresión de que lo único que unía al pueblo iraquí era su oposición a la presencia británica. Hasta el propio rey Faisal había perdido la esperanza y no confiaba ya en sus súbditos. Poco antes de su muerte, ocurrida en 1933, el primer rey de Irak señalaría en un memorándum confidencial que «no existe aún —y digo esto con el corazón lleno de pesar— un pueblo iraquí, sino una inimaginable masa de seres humanos, desprovistos de toda idea patriótica, influidos por diversas tradiciones y absurdos religiosos, carentes de todo lazo común, dispuestos a prestar oídos al mal, proclives a la anarquía, y perpetuamente dispuestos a levantarse, en toda circunstancia, contra cualquier gobierno que trate de encauzarlos».27

Para los británicos, el coste del mantenimiento del orden pronto comenzaría a superar a los beneficios de la perpetuación del mandato. Así las cosas, los británicos decidieron revisar su posición en 1930. El llamado Acuerdo de la Línea Roja de 1928 les había permitido consolidar los intereses que les ligaban al petróleo mesopotámico, ya que dicho acuerdo concedía a Gran Bretaña una participación del 47,5 por 100 en la Compañía Petrolífera Turca [ahora iraquí], mientras que los franceses y los estadounidenses no habían logrado obtener cada uno más que el 23,75 por 100 de las participaciones. Además, los británicos habían establecido en Irak un gobierno amigo y dependiente, a cuyo frente se encontraba, por añadidura, un rey «fiable» y dispuesto a proteger los intereses británicos. En consecuencia, los funcionarios británicos residentes en Irak comenzaron a pensar con convicción creciente que la mejor manera de asegurar sus intereses estratégicos pasaba antes por el establecimiento de tratados ventajosos que por la perpetuación de un control directo.

En junio de 1930, el gobierno británico concluyó un nuevo acuerdo con el que sustituir al plasmado en el controvertido Tratado Anglo-Iraquí de 1922. Los términos del nuevo pacto estipulaban que el embajador británico debía disfrutar de una posición preeminente entre todos los representantes extranjeros presentes en Irak. Se permitiría a la Real Fuerza Aérea británica conservar dos de los aeródromos con que contaba en el país, y las tropas británicas tendrían garantizado el derecho de tránsito en la totalidad del territorio. La instrucción de los soldados del ejército iraquí, así como su aprovisionamiento en armas y municiones, correría a cargo de Gran Bretaña. Aquella situación seguía sin ser una independencia plena, pero bastaba para garantizar a Irak su admisión en la Sociedad de naciones. Satisfacía además una de las principales demandas de los nacionalistas iraquíes, que esperaban que el nuevo tratado representase un primer paso hacia la independencia.

En 1930, tras la ratificación del Tratado de Alianza Preferente, británicos e iraquíes acordarían la cesación del mandato. El 3 de octubre de 1932, Irak fue admitido en la Sociedad de naciones en calidad de Estado independiente y soberano. Se trataba no obstante de una independencia ambigua en la que los civiles británicos y los oficiales del ejército de Su Majestad continuaron ejerciendo una influencia mayor de la que cabría considerar compatible con una verdadera soberanía iraquí. Todos esos controles informales británicos habrían de socavar la legitimidad de la monarquía hachemita hasta el instante mismo de su derrocamiento, ocurrido en 1958.

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Los nacionalistas egipcios observaban con gran envidia los logros de Irak. Pese a que el contenido del Tratado de Alianza Preferente anglo-iraquí sellado en 1930 no difiriera demasiado del texto del acuerdo establecido en 1922 entre Egipto y Gran Bretaña (por el cual se concedía a Egipto una independencia nominal), los iraquíes habían logrado que Gran Bretaña recomendara su admisión en el selecto club de los estados independientes, esto es, en la Sociedad de naciones. Este extremo terminó convirtiéndose en el sello distintivo del éxito político, el sello por el que los nacionalistas de los demás países árabes habrían de medir en lo sucesivo sus propias consecuciones. Al ser el país árabe en el que la actividad nacionalista contaba con una más larga tradición, Egipto debería haber encabezado la marcha hacia la liberación de la dominación colonial europea: eso era al menos lo que pensaba la élite política del país. A lo largo de la década de 1930, el Wafd, es decir, el principal partido nacionalista egipcio, comenzó a sentir la creciente presión pública que le instaba a lograr que la nación se independizara de Gran Bretaña.

Durante los años de entreguerras, Egipto elevaría el desarrollo de la democracia multipartita al grado más alto jamás conocido hasta entonces en la historia moderna del mundo árabe. La Constitución de 1923 introdujo el pluralismo político, la realización de elecciones periódicas para la designación de los representantes populares, vertebrados durante la legislatura en un sistema bicameral, el sufragio universal masculino y la libertad de prensa. De este modo comenzaron a aparecer en la escena política egipcia un buen número de partidos políticos nuevos. Las elecciones generaban una afluencia multitudinaria a las urnas, y los periodistas ejercían su profesión con notable libertad.

Sin embargo, los anales de la gobernación del país recuerdan más este período liberal por las múltiples divisiones entre facciones a que daría lugar que por haber constituido una edad de oro de la política egipcia. Tres distintas autoridades tratarían de hacerse con la primacía en Egipto: las británicas, las monárquicas y el Wafd (este último a través del Parlamento). La rivalidad que presidió sus relaciones habría de causar perjuicios muy notables a la actividad política egipcia. En sus esfuerzos por situar a la monarquía al margen de la fiscalización del Parlamento, el rey Fuad (que reinaría entre los años 1917 y 1936) tendería a oponerse al partido Wafd más incluso que a los británicos. El Wafd, por su parte, alternaba su combatividad contra los británicos y en favor de la independencia con la promoción del poder del Parlamento, dado que deseaba que las decisiones de ambas cámaras prevalecieran por encima de las del monarca. Los británicos cooperaban unas veces con el rey a fin de minar el poder del Wafd —así sucedía cada vez que los nacionalistas ocupaban el poder—, y otras con el Parlamento para debilitar al rey —escenario que se producía siempre que el Wafd se hallara en la oposición—. Las élites políticas no pasaban de ser un ramillete de grupos intrigantes, de cuyas luchas intestinas se aprovechaban tanto el rey como los británicos. En tales circunstancias, no resulta sorprendente que el proyecto de independizar a Egipto de Gran Bretaña apenas consiguiera realizar progreso alguno.

La primera cita de los egipcios con las urnas tuvo lugar en 1924. Saad Zaghlul (1859-1927), héroe del movimiento nacionalista del año 1919 y cabeza de lista del partido Wafd, obtuvo una aplastante victoria, haciéndose con el 90 por 100 de los escaños de la Cámara de Diputados. El rey Fuad nombró primer ministro a Zaghlul y le invitó a formar gobierno. Los miembros del nuevo gabinete tomarían posesión de sus cargos en marzo de 1924. Estimulado por el mandato popular derivado de su enorme capital de votos, Zaghlul entabló inmediatamente negociaciones con los británicos a fin de obtener la completa independencia de Egipto, objetivo cuestionado únicamente por las cuatro «cláusulas reservadas» del tratado de 1922: la garantía del control británico del canal de Suez, el derecho de Su Majestad a disponer de bases militares en Egipto, la preservación de los derechos legales de los extranjeros (unos derechos conocidos como las Capitulaciones) y la primacía británica en Sudán.

La cuestión del Sudán resultaba particularmente espinosa. Los egipcios habían sido los primeros en conquistar Sudán durante la década de 1820, en tiempos de Mehmet Alí. Al ser expulsados del territorio a raíz de la revuelta mahdista (1881-1885), los egipcios unirían sus fuerzas a las de los británicos, reconquistando Sudán a finales de la década de 1890. En 1899, lord Cromer ideó una nueva forma de colonialismo denominada «condominio», forma que permitía a Gran Bretaña añadir el Sudán a su imperio en régimen de colaboración con Egipto. Desde entonces, tanto Gran Bretaña como Egipto habían venido reclamando para sí la soberanía de Sudán. Los nacionalistas egipcios rechazaban la pretensión de los británicos, que en el tratado de 1922 habían afirmado tener derecho a operar con total discrecionalidad en el Sudán y exigido que se preservara la «unidad del valle del nilo». Más que cualquiera de las otras tres cláusulas reservadas, éste era el asunto que mayores tensiones provocaba entre egipcios y británicos.

Dichas tensiones desembocarían en un estallido de violencia el 19 de noviembre del año 1924, fecha en la que una banda armada de nacionalistas egipcios abatió a tiros al gobernador general del Sudán anglo-egipcio, sir Lee Stack, mientras recorría en coche el centro de El Cairo. Pese a la estupefacción, el gobierno británico utilizó el asesinato para consolidar la consecución de sus objetivos en Sudán. El alto comisionado de Egipto, lord Allenby, presentó al primer ministro Zaghlul un ultimátum punitivo expresado en siete puntos, entre los cuales figuraba la modificación del statu quo en Sudán. Al negarse Zaghlul a cumplir las exigencias británicas relacionadas con el Sudán (la retirada de todos los soldados egipcios de la zona y la autorización de un programa de regadíos con el que proceder a la explotación del agua del Nilo para la puesta en marcha de un plan agrícola británico), Allenby cursó al gobierno del Sudán la orden de llevar a efecto las demandas británicas, haciendo caso omiso de las objeciones del primer ministro egipcio. La posición de Zaghlul resultaba insostenible, así que el 24 de noviembre presentó la dimisión. El rey Fuad puso a un monárquico al frente de un nuevo gobierno y disolvió el Parlamento, marginando de facto a los nacionalistas del Wafd. Al ver que los británicos y el rey acrecentaban su respectivo poder a expensas del Wafd, Zaghlul realizaría una célebre observación: «Las balas de esas pistolas no iban dirigidas al pecho de sir Lee Stack; iban dirigidas al mío».28 De hecho, Zaghlul no regresaría ya al poder, falleciendo el 23 de agosto de 1927, a la edad de sesenta y ocho años. Los hombres llamados a sustituir a Zaghlul no tendrían su talla, de modo que el enfrentamiento entre las distintas facciones y sus luchas intestinas terminarían por erosionar la confianza del público en sus líderes políticos.

Si el Saad Zaghlul de los primeros tiempos del Wafd había sido el héroe del período liberal egipcio, no cabe duda de que Ismail Sidqi iba a ser justamente todo lo contrario. Sidqi había asistido en 1919 a la Conferencia de Paz de París como miembro de la delegación del Wafd, aunque a su regreso a Egipto tuvo un encontronazo con Zaghlul y fue expulsado del partido. Fue uno de los artífices del tratado de 1922 por el que se confería una limitada independencia a Egipto, un tratado al que Zaghlul siempre se había opuesto. Cuanto más caía Sidqi en desgracia a los ojos de Zaghlul, tanto mayor era la estima en que le tenía el rey Fuad. Para el año 1930, Sidqi y el rey se habían unido a fin de procurar conjuntamente un objetivo común: desbaratar el partido Wafd, a cuya cabeza se encontraba ahora un líder, Mustafá al-Nahás.

En enero de 1930, el Wafd volvió a acceder al poder con fuerza incontenible, tras obtener una victoria arrolladora en las elecciones de 1929, en las que el partido nacionalista consiguió la cifra record de doscientos doce diputados de los doscientos treinta y cinco posibles. El rey invitó a al-Nahás a formar gobierno. En vista de su peso electoral, al-Nahás inició una nueva ronda de negociaciones con el ministro de Asuntos Exteriores británico, Arthur Henderson, a fin de fortalecer la ilusoria independencia de Egipto. Entre el 31 de marzo y el 8 de mayo, los gobiernos de Egipto y Gran Bretaña iniciaron una serie de exhaustivas negociaciones. Ambos bandos llegaron a un punto muerto al topar con la cuestión del Sudán, ya que Gran Bretaña insistía en separar el debate sobre la independencia de Egipto del futuro de Sudán, mientras que Egipto se negaba a aceptar la independencia si se excluía a Sudán de su territorio. El fracaso de las negociaciones anglo-egipcias ofreció a los enemigos del Wafd, es decir, al rey y a los demás partidos, una oportunidad para exigir la formación de un nuevo gobierno. En junio de 1939, el gobierno de al-Nahás presentó la dimisión.

En el verano de 1930, el monarca y los británicos llegaron a un acuerdo: las riendas del gobierno debían quedar en «manos fiables». Sidqi era el candidato ad hoc.

El chambelán del rey se puso en contacto con Sidqi en el club de caballeros de El Cairo que solía frecuentar. Su intención consistía en sondear si Sidqi estaba o no dispuesto a formar un gobierno en minoría. «La confianza de Su Majestad me honra —replicó Sidqi—, pero, si decide contar conmigo en estas críticas circunstancias, debo informarle de que mi intención es iniciar la acción política desde cero y reorganizar la vida parlamentaria de acuerdo con mi idea de la Constitución y de la necesidad de un gobierno estable.»29

La respuesta de Sidqi no vino sino a confirmar la alta opinión que el rey tenía de su persona. Sidqi ya se había declarado hostil a la democracia liberal, denunciando la «autocracia parlamentaria que permitía la Constitución de 1923 [al instituir] la tiranía de la mayoría, que dominaba así a la minoría». Quería liberar a la Administración de los vínculos constitucionales y gobernar por decreto en colaboración con el rey. El monarca envió a su chambelán de nuevo y éste informó a Sidqi de que el rey se sentía «muy cómodo con sus políticas», invitándole a formar gobierno.

Sidqi cogería el timón del gobierno en junio de 1930 y consolidaría su posición en él reclamando para sí el ejercicio de tres de las carteras del gabinete. Además de ser el primer ministro, exigía el control de los ministerios de Economía e Interior. Fuad y Sidqi trabajarían conjuntamente para disolver el Parlamento, posponer las elecciones y redactar el borrador de una nueva constitución que confiriera aún más poder al rey. En el transcurso de los tres años siguientes, la democracia parlamentaria egipcia quedaría desmantelada, gobernándose el país a golpe de decreto regio.

Sidqi no trató en ningún momento de ocultar que su política era autocrática y que despreciaba el proceso democrático. En sus memorias, Sidqi confiesa que a finales de junio de 1930 «la suspensión [de las funciones] del Parlamento resultaba inevitable, [ya que] se hacía preciso proceder a la reorganización que yo mismo había iniciado». Al convocar al-Nahás y sus colegas todo un conjunto de manifestaciones de masas en protesta por la suspensión del Parlamento, Sidqi no dudó en aplastar el movimiento. «no iba a quedarme esperando a que la oposición degenerara en una guerra civil» para tomar medidas, explica Sidqi. Envió al ejército para disolver las manifestaciones, generándose así actos de violencia. Tres días después de publicarse el real decreto que daba por terminadas las sesiones parlamentarias caían abatidos tres manifestantes en Alejandría, quedando heridos otros cuatrocientos. «Por desgracia —prosigue Sidqi con la garbosa actitud con que se atusa el bigote un malvado de vodevil—, se produjeron sucesos dolorosos en El Cairo, Alejandría y algunas poblaciones rurales. El gobierno no tenía más remedio que preservar el orden, evitando que los delincuentes alteraran la paz pública y quebrantaran la ley.»30 Los británicos amonestaron tanto al primer ministro Sidqi como al dirigente nacionalista al-Nahás, pero prefirieron no interferir en una pugna que impedía a los egipcios continuar su combate en favor de una mayor independencia respecto de la sujeción británica.

Sidqi justificaría su filosofía política diciendo que, en un período presidido por las dificultades económicas, el único modo de que los dirigentes lograran encauzar a un país por la senda del progreso y la prosperidad pasaba por el mantenimiento de la paz y el orden. La crisis bursátil de 1929 había desencadenado una depresión global que había dejado huella en la economía egipcia, así que al verse obligado a hacer frente al caos económico, Sidqi consideró que tanto el Wafd como su forma de hacer política, basada en la agitación de las masas, constituían una grave amenaza para el orden público. En octubre de 1930, Sidqi presentó una nueva Constitución que ampliaba los poderes del rey a expensas del Wadf. Asimismo, reducía el número de diputados del Parlamento, que pasaba así de contar con doscientos treinta y cinco escaños a tener únicamente ciento cincuenta, y daba al rey el control de la cámara alta al aumentar la proporción de senadores designados por el monarca, que dejaba de situarse en el 40 por 100 para pasar a ser del 60 por 100, circunstancia que determinaba que el voto popular no eligiera ya sino a una minoría. La Constitución de Sidqi redujo el alcance del sufragio universal y sustituyó el sistema de elecciones directas por un proceso de votación en dos fases, claramente más complejo, en el que se incrementaba la edad requerida para poder emitir el voto en la primera vuelta y se introducían restricciones a la participación en la segunda vuelta, unas restricciones basadas en criterios económicos o vinculadas con el nivel cultural. Estas medidas no sólo sirvieron para restar capacidad de voto a las masas (debido precisamente a que el Wafd dependía de su apoyo), sino también para concentrar la autoridad electoral en la élite propietaria. Los poderes del legislativo se redujeron, se optó igualmente por disminuir la duración del período de sesiones parlamentario, que pasó de seis meses a cinco, y se amplió la potestad del monarca para posponer la promulgación de leyes.

La nueva Constitución era manifiestamente autocrática, lo que provocaría una oposición prácticamente unánime, tanto la de los políticos de todo el arco parlamentario como la del público en general. Si la prensa se permitía el atrevimiento de criticar a Sidqi o de poner objeciones a la Constitución de 1930, el primer ministro se limitaba a cerrar sin más los periódicos y a encarcelar a los periodistas. Incluso los medios que en un principio habían apoyado a Sidqi terminarían asistiendo al cierre de sus rotativas. Los periodistas respondieron imprimiendo panfletos clandestinos en los que se efectuaban virulentos ataques contra el gobierno autocrático y su despótica Constitución.

Sidqi crearía un partido propio en 1931, al perfilarse en el horizonte el proceso de unas elecciones parlamentarias regidas por los términos de la nueva Constitución. Pese a su condición de lobo solitario de la política, de individuo permanentemente reacio a afiliarse a un partido, Sidqi sabía que necesitaba tener detrás a una formación política que le garantizara la obtención de una mayoría parlamentaria. Puso a la nueva organización el nombre de Partido del Pueblo, en una inversión de la realidad digna del 1984 de George Orwell. Sidqi se atrajo el apoyo de todo un conjunto de ambiciosos tránsfugas procedentes del Partido Constitucional Liberal y del propio Partido unitario, un grupo directamente relacionado con la corona, todos ellos hombres de la élite social, no del pueblo. El programa del partido proporcionaría abundante material a todos aquellos miembros de la prensa de la oposición que desearan mostrarse sarcásticos acerca de la situación, ya que en él se prometía «apoyar el orden constitucional», «preservar la soberanía del pueblo» y defender «los derechos del trono» —en ese sentido, decían los comentaristas, el rey Fuad ha elegido bien—.31 Tanto el Wafd como el Partido Constitucional Liberal boicotearían las elecciones de mayo de 1931, con lo que el Partido del Pueblo de Sidqi lograría una indiscutible mayoría. La revolución autocrática de Sidqi parecía estar a punto de alcanzar el éxito.

Sin embargo, al final Sidqi fracasó. Sus reformas autocráticas provocaron la oposición tanto del verdadero partido del pueblo, el Wafd, como de los otros dos partidos políticos mayoritarios. La prensa, que se negó a dejarse silenciar, mantuvo un fuego graneado de críticas al objeto de conseguir que la opinión pública se volviese en contra del gobierno de Sidqi. Las condiciones de la seguridad pública comenzaron a deteriorarse al empezar la gente a criticar cada vez más abiertamente los manejos de Sidqi. Precisamente la justificación que siempre había buscado Sidqi para sostener su dominación autocrática había girado en torno a la cuestión del mantenimiento de la ley y el orden. En vista del creciente desorden, los británicos comenzaron a presionar en favor de la creación de un nuevo gobierno capaz de restaurar la confianza pública y de poner freno a la violencia política. La revolución de Sidqi había llegado a un callejón sin salida y empezaba a quedar desarbolada. En septiembre del año 1933 el rey destituyó a su primer ministro. Maltrecho pero no vencido, Sidqi seguiría siendo uno de los políticos más influyentes de Egipto hasta su muerte, ocurrida en 1950.

Durante un breve período de tiempo, el rey Fuad probó suerte con la monarquía absoluta. Promulgó un real decreto en el que revocaba la Constitución puesta en marcha en 1930 bajo los auspicios de Sidqi sin restaurar la Constitución anterior, de 1923, y disolvió el Parlamento elegido en 1931 sin convocar unas nuevas elecciones. El rey asumía así el poder absoluto en Egipto, inaugurando un período de transición de duración indefinida. Como es obvio, estas medidas no tendrían más éxito que las anteriores y tampoco conseguirían restaurar la confianza del público en el gobierno egipcio, con lo que el rey Fuad comenzaría a recibir presiones, tanto de los británicos como del Wafd, para restaurar la Constitución egipcia de 1923 y organizar unas nuevas elecciones. El 12 de diciembre de 1935 el rey Fuad se confesaba finalmente derrotado y decretaba la restauración de la constitución original.

El bloqueo político al que habían llegado los británicos, la corona y el Wafd quedaría definitivamente roto en el año 1936. En abril de ese año fallecía el rey Fuad y le sucedía su atractivo y joven hijo Faruq. En mayo se celebraron unas nuevas elecciones y el Wafd volvió a obtener la mayoría. La suma de estos dos elementos, el regreso del Wafd al poder y la coronación de Faruq, dieron lugar a una generalizada sensación de optimismo, una especie de «primavera de El Cairo». A esto vendría a añadirse además una nueva actitud británica, presidida por una mayor disposición a renegociar los términos de su relación con Egipto. El auge del fascismo en Europa, junto con la invasión de Etiopía por parte de Mussolini en 1935, conferiría un desconocido carácter urgente a la consecución del consentimiento egipcio a la posición británica. La propaganda alemana e italiana contra el colonialismo británico había comenzado a despertar un cierto interés en Egipto. Algunos partidos de reciente creación, como el Joven Egipto, abrazaban sin tapujos las ideologías fascistas.

En marzo de 1936, y para contrarrestar estos peligros, el alto comisionado británico, sir Miles Lampson, abrió una nueva ronda de negociaciones en El Cairo. La delegación multipartita egipcia acordó con el gobierno británico la firma de un nuevo tratado, y en agosto de ese mismo año el pacto adquiriría rango de ley. El Tratado de Alianza Preferente ampliaría la soberanía de Egipto y daría nueva fuerza al independentismo egipcio, aunque también concediera a Gran Bretaña, como ya ocurriera con el tratado iraquí, una posición de privilegio entre todas las naciones extranjeras y el derecho a conservar las bases militares que poseía en suelo egipcio. Además dejaba el Sudán bajo control británico. No obstante, los avances del tratado bastaron para conseguir que Egipto fuera admitido en la Sociedad de naciones en 1937, cinco años después de la incorporación de Irak al club, siendo en ese momento el único Estado árabe, además del iraquí, que lograba unirse a esa organización internacional. Sin embargo, los compromisos alcanzados, unidos a la prolongada duración del tratado, firmado por un período de veinte años, expulsaban del horizonte político, al menos a medio plazo, las aspiraciones de Egipto a la independencia total.

Las experiencias de la década de 1930 determinarían que muchos egipcios se sintieran desencantados con la política de partidos característica de la democracia liberal. Pese a que los egipcios hubieran rechazado la política autocrática de Sidqi, no puede decirse que se sintieran satisfechos con los resultados alcanzados por el Wafd, ya que sus aspiraciones nunca se habían visto colmadas. Zaghlul había prometido liberar a Egipto de la dominación británica en 1922, y en 1936 al-Nahás había empeñado su palabra en el mismo sentido. Sin embargo, la esquiva perspectiva de la independencia seguía teniendo que posponerse a la generación siguiente.

* * *

El mandato británico en Palestina estaba condenado al fracaso desde el principio. Los términos de la Declaración Balfour habían quedado recogidos en el preámbulo del instrumento promulgado por la Sociedad de naciones para formalizar la posición de Gran Bretaña en Palestina. A diferencia de todos los demás mandatos de posguerra, por los que se encargaba a una gran potencia que pusiera en marcha los órganos de autogobierno necesarios para un Estado de reciente creación, lo que se esperaba de la presencia británica en Palestina era que sentara las bases para la creación por un lado de un Estado viable en el que vinieran a integrarse los pueblos indígenas de la región y para el establecimiento por otro de una patria nacional en la que dar acogida a los judíos del mundo.

La Declaración Balfour era una fórmula destinada a crear conflictos entre las comunidades. Dado que Palestina posee recursos muy limitados, lo que ocurría era sencillamente que no había forma de establecer en la zona una patria nacional para el pueblo judío sin perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías previamente asentadas en Palestina. Resultaba por tanto inevitable que el mandato se convirtiera en fuente de conflicto entre las distintas organizaciones nacionalistas rivales —la del muy articulado movimiento sionista y la de una nueva iniciativa nacionalista palestina forjada a raíz de la doble amenaza del imperialismo británico y del colonialismo sionista—. Palestina estaba llamada a convertirse en el más grave fracaso imperial británico de todo el Oriente Próximo, un fracaso que iba a condenar a la totalidad de la región a quedar sumida en una sucesión de conflictos y actos violentos que todavía perdura en nuestros días.

Palestina era un país nuevo creado en un antiguo territorio, un país confeccionado apresuradamente con porciones tomadas de distintas provincias otomanas a fin de responder a las conveniencias imperiales. El mandato palestino abarcaba en origen un territorio comprendido entre el río Jordán y el litoral mediterráneo por un lado y las fronteras de Irak por otro, englobando así una vasta e inhóspita región desértica. En 1923, las tierras situadas al este del Jordán fueron formalmente separadas del mandato palestino a fin de constituir el Estado independiente de Transjordania, sujeto a la gobernación del emir Abdalá. Ese mismo año de 1923, los británicos cederían asimismo una parte de los Altos del Golán a los franceses, quienes la incorporarían al mandato que ejercían por entonces en Siria, tras lo cual Palestina quedó convertida en un país de dimensiones inferiores a las de Bélgica, esto es, de un tamaño aproximado al del estado estadounidense de Maryland.

La población de Palestina ya mostraba una notable diversidad en 1923. Palestina era una tierra sagrada tanto para los cristianos como para los musulmanes y los judíos, y llevaba siglos atrayendo a peregrinos del mundo entero. A partir del año 1882 comenzaría a producirse una nueva oleada de visitantes, aunque en este caso se tratara más de colonos que de peregrinos. Empujados por los pogromos del zar Alejandro III de Rusia y aguijoneados por el atractivo de una poderosa ideología nueva, el sionismo, miles de judíos procedentes del este de Europa y Rusia buscarían refugio en Palestina. Penetrarían en una sociedad integrada por una mayoría de musulmanes —en un 85 por 100—, por una minoría cristiana que venía a representar un 9 por 100 de la población, y por una comunidad judía indígena. En el año 1882, los miembros de la comunidad yishuv (nombre con el que se conocía a la comunidad judía de Palestina) no superaban el 3 por 100 de la población total de Palestina, y se hallaban concentrados en las cuatro ciudades asociadas a la erudición rabínica: Jerusalén, Hebrón, Tiberíades y Safad.32

Dos serían las oleadas de colonos sionistas que llegaran a Palestina antes de la primera guerra mundial. La Primera Aliyá —o lo que es lo mismo, el primer contingente de inmigrantes judíos— llegó a Palestina entre los años 1882 y 1903, doblando el tamaño de la comunidad yishuv, que pasó de veinticuatro mil miembros a cincuenta mil. La comunidad judía se expandiría aún más rápidamente durante la Segunda Aliyá (1904-1914), con lo que en torno al año 1914 se estima que la población total de judíos presentes en Palestina había alcanzado ya la cifra de ochenta y cinco mil almas.33

A partir del año 1882, la población árabe de Palestina comenzó a observar con creciente inquietud el incremento de la inmigración judía. La prensa árabe empezó a condenar el sionismo durante la década de 1890 y los más destacados intelectuales árabes también habrían de criticar abiertamente el movimiento sionista a principios del siglo XX. En 1909 se redactó un proyecto de ley para detener los asentamientos judíos en Palestina, y en el transcurso del año 1911, el Parlamento otomano sometería a debate en dos ocasiones la actividad de los sionistas, aunque en último término no se promulgara ninguna ley.34

Estas preocupaciones se intensificarían al conocerse en 1917, por medio de la Declaración Balfour, que el respaldo al sionismo pasaba a formar parte de la política oficial británica. La Comisión King-Crane, que recorrería Palestina de arriba abajo en junio de 1919, se vio abrumada por el número de peticiones opuestas al sionismo. «Los aspectos antisionistas son particularmente intensos en Palestina», explicaban los comisionados en su informe, ya que en esa región, añadían, «de las doscientas sesenta peticiones recibidas, doscientas veintidós (es decir, el 85,3 por 100) se declaran contrarias al programa sionista. Es el más amplio porcentaje de todos los extremos consultados que se registra en la provincia».

El mensaje que llegaba desde Palestina era claro: los pueblos árabes indígenas, que llevaban años oponiéndose a la inmigración sionista, no aceptaban el compromiso adquirido por Gran Bretaña al prometer la creación de una patria nacional judía en sus tierras. Sin embargo, el mensaje parecía no encontrar más que oídos sordos, ya que tanto Gran Bretaña como la comunidad internacional estaban decididas a determinar el futuro de Palestina sin consultar a sus habitantes ni procurar su consentimiento. Y si los medios pacíficos fracasan, es fácil que la gente desesperada recurra rápidamente a la violencia.

La inmigración judía, unida a la compra de tierras, provocaría en Palestina una creciente tensión desde el inicio mismo del mandato británico. Opuesta tanto a la dominación británica como a la perspectiva de un hogar nacional judío en pleno corazón de Palestina, la población árabe consideraba que la expansión de la comunidad judía constituía una amenaza directa a sus aspiraciones políticas. Además, la adquisición de tierras por parte de los judíos conducía inevitablemente al desplazamiento de los granjeros árabes, que se veían así obligados a abandonar unas tierras que llevaban mucho tiempo cultivando en calidad de aparceros, a menudo durante generaciones.

Entre los años 1919 y 1921, la inmigración judía a Palestina se aceleraría de forma espectacular al trasladarse a la región más de dieciocho mil quinientos inmigrantes judíos. En 1920 estallarían graves disturbios en Jerusalén, y lo mismo sucedería en 1921 en Jaffa. Los amotinamientos se saldarían con noventa y cinco judíos y sesenta y cuatro árabes muertos, por no hablar de los cientos de heridos. Entre 1922 y 1929 llegarían a Palestina unos setenta mil sionistas. En ese mismo período, el Fondo nacional Judío compró cerca de mil kilómetros cuadrados de tierras en el valle de Jezreel, situado en el norte de Palestina. Se echó la culpa del subsiguiente episodio de violencia a la suma de una elevada tasa de inmigración y a las vastas adquisiciones de tierras, pero lo cierto es que en 1929 estallaron con gran fuerza distintos brotes violentos en Jerusalén, Hebrón, Safad y Jaffa, llevándose la vida de ciento treinta y tres judíos y ciento dieciséis árabes.35

Tras cada suceso violento, las investigaciones británicas desembocaban en la adopción de nuevas medidas políticas concebidas para aplacar los temores de la mayoría de la población palestina. En julio de 1922, tras la primera oleada de disturbios, Winston Churchill publicaría un Libro Blanco pensado para calmar los recelos de los árabes, que tenían miedo de que Palestina terminara siendo «tan judía como inglesa es Inglaterra». Churchill sostuvo que los términos de la Declaración Balfour no «contemplaban que el conjunto de Palestina acabara convertido en la patria nacional de los judíos, sino que afirmaban que dicho hogar debía hallar fundamento en Palestina».36 De manera similar, la gravedad de los altercados de 1929 determinaría la elaboración de un cierto número de informes así como la estipulación de nuevas recomendaciones. El documento redactado por Shaw en 1930 señalaba que las principales causas de la agitación palestina giraban en torno a la inmigración judía y a la compra de tierras por parte de los consorcios hebreos, realizando a continuación la sugerencia de que se impusieran límites a la inmigración sionista a fin de evitar futuros problemas. A este informe le seguiría, en octubre de 1930 el Libro Blanco de lord Passfield, documento en el que se abogaba en favor del establecimiento de restricciones tanto a la compra de tierras como a la inmigración judía.

Tras la publicación de cada uno de los libros blancos británicos proclives a simpatizar con las preocupaciones de los árabes de Palestina, tanto la Organización Sionista Mundial como la Agencia Judía de Palestina se dedicarían a presionar en los ámbitos de poder de Londres y Jerusalén a fin de invertir el sesgo de unas políticas que esas entidades juzgaban adversas a sus objetivos. De este modo, y habiendo ejercido grandes presiones sobre el gobierno en minoría del primer ministro Ramsay MacDonald, los sionistas conseguirían que MacDonald rechazara el Libro Blanco de lord Passfield. Chaim Weitzman y sus asesores llegaron poco menos que a redactar la carta a la que debía dar su conformidad MacDonald, quien finalmente firmaría el documento el 13 de febrero de 1931. En esa carta, MacDonald confirmaba que el gobierno británico «no prescribe [ni] contempla en modo alguno la detención o la prohibición de la emigración judía» a Palestina, del mismo modo que tampoco se propone evitar, venía a concluir, que los judíos sigan adquiriendo tierras en Palestina. De este modo, la carta de MacDonald vendría a defraudar por completo las expectativas árabes de una mejora de la situación, razón por la que darían al escrito el nombre de «Carta negra» (por oposición a Libro Blanco).

El mandato palestino se vio así arrastrado a un círculo vicioso rematado por la instauración de una situación de violencia crónica: la inmigración sionista, en constante crecimiento, unida a la compra de tierras, igualmente en aumento, desencadenaban el conflicto comunal, lo que a su vez impulsaba a los británicos a tratar de introducir limitaciones en el proyecto de creación de un hogar nacional judío y a los sionistas a reanudar sus presiones políticas para impedir el establecimiento de dichas cortapisas. Mientras se mantuviera esa espiral, no habría de resultar posible avanzar en la creación de instituciones de gobierno ni de autogobierno. Los palestinos no querían legitimar el mandato ni el compromiso por el que éste asumía la encomienda de crear un hogar nacional judío; los británicos no estaban dispuestos a conceder a los palestinos la posibilidad de un gobierno de representación proporcional, y menos aún a aceptar su autogobierno —dado que la mayoría de los palestinos se mostraban hostiles a los objetivos del mandato—; y los sionistas no colaboraban sino en el fomento de todos aquellos aspectos del mandato que permitieran el avance de sus metas nacionales. Cada nuevo episodio de violencia hacía que las dificultades resultaran más espinosas todavía.

Por si fuera poco, los problemas de la comunidad árabe de Palestina se veían agravados por la existencia de divisiones internas en el seno de sus propios dirigentes. Las dos principales familias de Jerusalén —la de los husayníes y la de los nashashibíes— competían por hacerse con una posición dominante en la política árabe de Palestina. Los británicos explotaron las divisiones existentes entre las dos familias desde el principio. En 1920, los notables de Palestina crearían un Comité Ejecutivo árabe que, encabezado por Musa Kazim al-Husseini, debía permitirles organizarse y presentar sus demandas ante las autoridades británicas. Un segundo organismo representativo, el Consejo Supremo Musulmán, contaría con la presidencia de Hajj Amin al-Husseini, gran muftí de Jerusalén. Los nashashibíes boicotearon estas instituciones dominadas por los husayníes y trataron de trabajar directamente con los británicos. Con una cúpula dirigente dividida, los palestinos se hallaban en desventaja, tanto en sus relaciones con los británicos como en su posición frente a los sionistas.

En el año 1929, las carencias detectadas en el liderazgo nacionalista palestino animarían a un gran número de actores a probar suerte en el escenario nacional. Como ya sucediera en Egipto en 1919, el nacionalismo ofrecería una oportunidad a las mujeres, que verían en él una vía para acceder por primera vez a la vida pública. Las mujeres de la élite, inspirándose en Huda Sharawi y en la Asociación de Mujeres Wafdistas, respondieron a los disturbios de 1929 convocando en octubre de ese mismo año, en Jerusalén, el Primer Congreso de Mujeres árabes. Doscientas mujeres pertenecientes a las comunidades musulmanas y cristianas de Palestina asistirían a dicho congreso, aprobando tres resoluciones: una declaración por la que se exigía la abrogación de la Declaración Balfour; un escrito de afirmación del derecho de Palestina a un gobierno nacional en el que estuvieran representadas, en proporción a su número, la totalidad de las comunidades del país; y un llamamiento al desarrollo industrial de Palestina. «El Congreso insta a todos los árabes a no comprar nada a los judíos, excepto sus tierras, y a venderles cualquier cosa, salvo bienes inmuebles.»37

Sentadas esas bases, las delegadas comenzaron a romper con la tradición. Contrariando las costumbres palestinas, que no veían con buenos ojos que las mujeres confraternizaran con los hombres en lugares públicos, decidieron presentarse ante el alto comisionado británico, sir John Chancellor, a fin de exponerle sus resoluciones. Chancellor las recibió y prometió transmitir su mensaje a Londres, donde sería puesto en conocimiento de la comisión de investigación gubernamental sobre los problemas de Palestina. Tras reunirse con Chancellor, la delegación regresó al congreso femenino, que seguía abierto, y organizó una manifestación pública, apartándose todavía más de las normas aceptadas en materia de decoro femenino. La manifestación se convirtió en un desfile compuesto por unos ciento veinte coches. La comitiva partió de la Puerta de Damasco y recorrió las calles principales de Jerusalén, presentando sus resoluciones en todos y cada uno de los consulados extranjeros de la ciudad.

Tras el congreso, las delegadas crearon una Asociación de Mujeres árabes cuyo plan de acción se ceñía a un tiempo a los programas feminista y nacionalista. Sus objetivos consistían en «apoyar a la mujer árabe en los esfuerzos que realiza por mejorar su condición, ayudar a los pobres y a los afligidos, y estimular y promover las iniciativas nacionales árabes». La asociación femenina se dedicaba a recaudar dinero para ayudar a las familias de los palestinos que habían sido encarcelados o ejecutados por realizar atentados contra los británicos o los sionistas. Los miembros de la asociación enviaron repetidas peticiones y memorándums al alto comisionado en los que las mujeres solicitaban clemencia para los prisioneros políticos, protestaban por el hecho de que los judíos compraran armas y condenaban la incapacidad de los británicos para alcanzar un acuerdo político con los hombres del Comité Ejecutivo árabe, a los que se hallaban unidas por lazos matrimoniales y familiares.

La Asociación de Mujeres árabes era una curiosa entidad híbrida a medio camino entre la política del nacionalismo palestino y la cultura de las damas de clase media alta de los condados británicos. Se identificaban entre sí por el nombre de sus respectivos esposos —señora Kazem Pachá al-Husseini, señora Awni Abd al-Hadi— y se reunían para urdir estrategias en torno a una taza de té. Con todo, en el Egipto del año 1919, la participación de las mujeres en el movimiento nacional poseía un potente valor simbólico. Aquellas cultas y elocuentes damas venían a sumar una muy audible voz al naciente movimiento nacionalista palestino. Fijémonos, por ejemplo, en el discurso con el que la señora Awni Abd al-Hadi vino a regañar a lord Allenby durante la segunda manifestación pública de la asociación, celebrada en 1933: «A lo largo de los últimos quince años, las mujeres árabes hemos visto hasta qué punto son capaces los británicos de incumplir sus promesas, de dividir a nuestro país y de imponer al pueblo todo un conjunto de medidas políticas cuyo inevitable resultado es la aniquilación de los árabes y su sustitución por otros tantos judíos: tal es la consecuencia de la admisión de inmigrantes judíos venidos de todos los rincones del mundo».38 Su mensaje resultaba diáfano: era el conjunto de la nación palestina, y no sólo los hombres del nacionalismo, la que hacía responsable a Gran Bretaña de las medidas políticas adoptadas durante el mandato.

Las élites árabes de Palestina eran muy elocuentes, pero hablar es fácil. Pese a toda su encendida retórica nacionalista, y a pesar de las repetidas negociaciones con las autoridades británicas, la inmigración sionista continuaba avanzando a todo gas, y los británicos seguían sin dar señales de querer conceder la independencia a los árabes palestinos. Tras las recomendaciones del Libro Blanco de lord Passfield, la inmigración sionista comenzó a reducir su ritmo hasta situarse entre los años 1929 y 1931 en unos cinco mil o seis mil inmigrantes anuales. Sin embargo, la carta hecha pública por MacDonald en 1931 invirtió el sesgo de la política británica, y con el acceso al poder de los nazis en Alemania una nueva y tumultuosa riada de inmigrantes judíos comenzó a inundar Palestina. En el año 1932 fueron cerca de diez mil los judíos inmigrantes que entraron en Palestina, en 1933 serían más de treinta mil, y en 1934 superarían los cuarenta y dos mil. El punto álgido de esta nueva serie de oleadas inmigratorias se produciría en 1935, año en el que se asentarían en Palestina unos sesenta y dos mil judíos.

Entre los años 1922 y 1935, la población judía de Palestina se había incrementado hasta el punto de pasar de constituir el 9 por 100 del total demográfico a integrar el 27 por 100 de la población.39 Las compras de tierras por parte de los judíos habían comenzado a desplazar a un significativo número de trabajadores agrícolas palestinos, una cuestión que ya se había abordado en el Libro Blanco de lord Passfield, aunque en la fecha de su publicación la población judía de Palestina era la mitad de la que residía en el país en 1935. La incapacidad de los dirigentes palestinos, cuyos miembros pertenecían únicamente a las élites urbanas, repercutía de lleno en los pobres habitantes de la campiña.

En 1935 un hombre decidió canalizar la rabia de las comunidades rurales y transformarla en una rebelión armada. Y al hacerlo haría saltar la chispa que permitiría comprender que Palestina se había convertido efectivamente en un peligrosísimo polvorín.

Izzedin al-Qassam, nacido en Siria, había huido de esta región, sometida al mandato francés, en la década de 1920, yendo a refugiarse a Palestina. Era un clérigo musulmán que había adquirido notoriedad como predicador en la popular mezquita Istiqlal («independencia»), situada al norte de Palestina, en el puerto de Haifa. Encabezaba asimismo la Asociación de Jóvenes Musulmanes, un grupo juvenil de acción nacionalista y antisionista. El jeque al-Qassam empleaba el púlpito para suscitar la animadversión de sus oyentes, espoleándolos a un tiempo contra los británicos y contra el sionismo. Adquirió en poco tiempo popularidad entre los palestinos pobres, que eran los más directamente afectados por la inmigración judía, y muy pronto todos ellos empezaron a dejarse guiar antes por al-Qassam que por los fragmentados e ineficaces grupos de líderes salidos de las clases urbanas acomodadas.

Una de las consecuencias de la Carta negra publicada en 1931 por MacDonald fue que al-Qassam comenzó a promover la idea de una lucha armada contra británicos y sionistas. Su llamamiento obtuvo una respuesta entusiasta entre quienes se congregaban en la mezquita en la que predicaba. Un buen número de hombres se presentaron voluntarios para combatir, y otros aportaron fondos con los que adquirir armas y municiones. Entonces, sin previo aviso, al-Qassam desapareció súbitamente de escena en el otoño de 1935. Sus partidarios estaban preocupados. Algunos temían que sus planes hubieran fracasado; otros comenzaron a sospechar que se había largado con el dinero.

En noviembre de 1935, un periodista llamado Akram Zuaytir se encontraba comentando la misteriosa desaparición de al-Qassam con un albañil amigo del jeque y le estaba diciendo que era una vergüenza que la gente lanzara ese tipo de acusaciones contra al-Qassam. «Coincido contigo, hermano —contestó el obrero—, pero ¿por qué ha tenido entonces que esconderse de este modo?»40

La conversación quedó bruscamente interrumpida al venir corriendo hacia ellos un hombre con la noticia de que en las colinas que dominan la ciudad de Yenín se había producido un importante choque entre un grupo armado árabe y las fuerzas británicas. Los cadáveres de los rebeldes y de los policías a los que habían dado muerte estaban siendo conducidos en ese mismo momento al fuerte británico de Yenín. El joven Zuaytir se dio cuenta en el acto de que acababan de referirle una noticia importantísima y se puso en contacto con el jefe del gabinete de prensa árabe de Jerusalén para alertarle. El jefe del gabinete periodístico salió de inmediato rumbo a Yenín, dejando a Zuaytir a cargo de la oficina y asignándole la misión de notificar a los periódicos palestinos que se estaba cociendo una gran noticia.

Tres horas después, el jefe del gabinete de prensa árabe regresó conmocionado de Yenín, ya que todo cuanto tenía que referir era material de primera línea para otros tantos titulares. «Importantes acontecimientos», dijo con la respiración entrecortada. «noticias muy peligrosas. El jeque Izzedin al-Qassam y cuatro de los correligionarios de la banda armada que acaba de constituir han muerto como mártires.» El jefe del gabinete de prensa árabe había entrevistado en la comisaría de policía de Yenín a uno de los miembros del grupo armado de al-Qassam que, pese a estar herido, había logrado sobrevivir. Aun aquejado por fuertes dolores, se las había arreglado para explicarle de forma concisa en qué consistía el movimiento de al-Qassam.

Al-Qassam había creado su banda armada en el año 1933, explicó el hombre herido. Únicamente admitía en su organización a los devotos musulmanes que estuvieran dispuestos a morir por su patria. Habían reunido fondos para comprar rifles y municiones, comenzando así a prepararse para una lucha armada. Su objetivo consistía en «matar a los ingleses y a los judíos, ya que unos y otros están ocupando nuestra nación». En octubre del año 1935, al-Qassam y sus hombres habían abandonado Haifa en secreto, desencadenando así la oleada de rumores de que se habían hecho eco horas antes Zuaytir y el albañil.

La banda armada de al-Qassam había tropezado con una patrulla de policía en la llanura de Beisán, matando a un sargento judío. Los británicos habían rastreado las colinas y sorprendido a uno de los hombres de al-Qassam en la carretera que separa Naplusa de Yenín. Se produjo entonces un intercambio de disparos, muriendo en la refriega el insurgente árabe. «nos enteramos de ese martirio —explicó el superviviente de la banda de al-Qassam— y decidimos atacar a la policía a la mañana siguiente.» Los insurgentes se vieron superados por una fuerza conjunta integrada por policías y soldados británicos, yendo a refugiarse en las cuevas próximas a la aldea de Yabad, cerca de Yenín. Protegidos por un avión de la Real Fuerza Aérea, los británicos entablaron un tiroteo con los árabes que habría de prolongarse por espacio de dos horas. En ese intercambio de disparos resultaron muertos Izzedin al-Qassam y otros tres de sus hombres. Los cuatro miembros de la banda que habían logrado sobrevivir habían sido hechos prisioneros. Había muerto también un soldado británico, y otros dos habían quedado heridos.

Pese a que los acontecimientos le dejaban conmocionado, lo primero que pensó Zuaytir fue en el funeral. Según la práctica islámica, al-Qassam y sus hombres debían ser enterrados —al menos en una situación normal— antes de la puesta de sol. Sin embargo, los cuerpos de los «mártires» seguían bajo custodia policial. Zuaytir recurrió entonces a uno de sus colegas de Haifa para entablar negociaciones con las autoridades británicas a fin de conseguir que éstas entregaran los cadáveres a sus familiares, los cuales tendrían que realizar entonces los preparativos de las honras fúnebres. Los británicos accedieron a cooperar, pero con dos condiciones: el funeral debería celebrarse a las diez de la mañana del día siguiente, y el cortejo mortuorio tendría que salir directamente del domicilio de al-Qassam y dirigirse hacia el este para llegar hasta el cementerio, es decir, tendría que abstenerse de pasar por el centro de la ciudad de Haifa. Los británicos eran perfectamente conscientes del carácter altamente explosivo de la situación y deseaban evitar cualquier brote de violencia. Zuaytir, en cambio, quería asegurarse de que el funeral se convirtiese en un acto político capaz de galvanizar a cuantos se oponían al mandato británico en Palestina. Al final, Zuaytir publicó un artículo en un periódico islámico llamado al-Jami’a al-Islamiyya (La sociedad islámica) en el que instaba a los palestinos a darse cita en Haifa para unirse a la comitiva fúnebre. Trasladaba directamente el desafío a los líderes nacionalistas: «¿Marcharán los dirigentes de Palestina junto a los jóvenes que hoy participarán en el cortejo de un gran erudito religioso, sumándose así al conjunto de los fieles?».41

Zuaytir se despertó a primera hora de la mañana siguiente a fin de comprobar la repercusión que había tenido el suceso en la prensa árabe y de disponerlo todo para partir en dirección a Haifa. «Cuando leí los periódicos y las descripciones del enfrentamiento, y al ver también el llamamiento que yo mismo había hecho para asistir en masa al cortejo fúnebre, pensé que íbamos a vivir en Haifa un día de tremenda importancia histórica», escribe en su diario. «Va a ser el día de los mártires», concluye.

Estaba en lo cierto: miles de personas se habían dirigido en masa a Haifa para participar en una jornada de luto nacional. Contrariamente a los deseos de los británicos, el funeral se celebró en la mezquita más céntrica de Haifa, y el cortejo fúnebre recorrió las calles del centro de la ciudad. «Hubo que hacer un gran esfuerzo para conducir a los mártires por entre la multitud y abandonar la mezquita para llegar a la gran plaza exterior. Una vez allí resulta imposible describir la escena con palabras. Miles de personas integraban el cortejo. Los cuerpos eran llevados a hombros, al grito de Allah akbar, Allah akbar [Alá es el más grande], mientras las mujeres lanzaban alaridos desde lo alto de los tejados y desde las ventanas.» La multitud en duelo entonaba enardecidos cánticos de resistencia. «Y entonces, mientras se alzaban los cuerpos, se oyó gritar a alguien: “¡Venganza! ¡Venganza!”. Los miles de palestinos congregados respondieron atronadoramente como un solo hombre: “¡Venganza! ¡Venganza!”.»

La enfurecida muchedumbre tomó por asalto la comisaría de policía de Haifa, lanzando piedras contra el edificio y destruyendo los vehículos policiales aparcados en el exterior. Agredieron a todos los soldados y policías británicos que encontraron por el camino, pese a que los ingleses se replegaron para evitar bajas en ambos bandos. La multitud atacó asimismo la estación del ferrocarril, considerada un símbolo más de la odiada dominación británica.

La procesión duró un total de tres horas y media, al cabo de las cuales se dio sepultura a al-Qassam y a sus hombres. «Imagínense el impacto que podía llegar a ejercer en las masas la visión de los heroicos mártires enterrados con las ensangrentadas ropas de la yihad», reflexiona Zuaytir. El periodista señala asimismo que en el funeral se hallaban representados todos los pueblos y ciudades del norte de Palestina —Acre, Yenín, Beisán, Tulkarem, Naplusa, Haifa...—, «pero no vi a ninguno de los jefes de filas de los partidos [nacionalistas], razón por la que deben ser denigrados».42

La efímera revuelta del jeque Izzedin al-Qassam iba a cambiar para siempre la política palestina. El grueso de la población dejó de confiar en los notables urbanos que habían encabezado hasta entonces el movimiento nacionalista. Habían estado negociando quince años con los británicos y sus esfuerzos no habían conducido a nada. Los palestinos no habían avanzado lo más mínimo en la senda de la independencia o el autogobierno, los británicos seguían controlando firmemente la situación, y la población judía estaba creciendo a un ritmo que pronto la colocaría a la par con la población árabe. Los palestinos deseaban contar con hombres de acción capaces de plantar cara directamente a la doble amenaza británica y sionista. La consecuencia de este estado de cosas iba a ser una revuelta de tres años que habría de devastar tanto las poblaciones como la campiña palestinas.

Entre las repercusiones de la revuelta de al-Qassam destaca el hecho de que los dirigentes de los partidos políticos palestinos trataran de reafirmar su liderazgo en el movimiento nacionalista. En abril del año 1936, los principales partidos se unirían en una nueva organización a la que se dio el nombre de Supremo Comité árabe. Convocaron a una huelga general a la totalidad de los trabajadores árabes y de los empleados del gobierno, a lo que añadieron el completo boicot de todo intercambio económico con los integrantes de la comunidad yishuv. La huelga general vendría acompañada de violentos ataques contra las fuerzas británicas y los colonos judíos.

La estrategia puesta en marcha por los dirigentes nacionalistas tuvo unos resultados totalmente contrarios a los perseguidos. El boicot provocó en la economía de los árabes palestinos un padecimiento muy superior al que infligiera en la comunidad yishuv. Gran Bretaña inundó de tropas el país —trayéndose veinte mil nuevos efectivos— a fin de sofocar la rebelión. Además, los británicos recurrieron a los aliados que tenían en los estados árabes vecinos para convencer a los dirigentes palestinos de que debían desconvocar la huelga. El 9 de octubre de 1936, los reyes de Arabia Saudí e Irak se unieron a los gobernantes de Transjordania y Yemen en la publicación de una declaración conjunta en la que lanzaban un llamamiento «a [sus] hijos, los árabes de Palestina», y les instaban a «decidirse por las vías pacíficas a fin de evitar nuevos derramamientos de sangre». «Y al hacer esta petición», proclamaban de modo altamente inverosímil los monarcas, «confiamos en las buenas intenciones de Gran Bretaña, una nación amiga que se ha declarado dispuesta a hacer justicia».43

Al responder positivamente el Supremo Comité árabe a la declaración de los reyes y solicitar el fin de la huelga, los palestinos se sintieron doblemente traicionados: tanto por sus propios líderes como por sus hermanos árabes. El poeta nacionalista palestino Abú Salman captará su sentir en unos cáusticos versos en los que acusará no sólo a los dirigentes palestinos sino también a los monarcas árabes respaldados por los ingleses de haber vendido al movimiento árabe:

Vosotros que amáis a la patria,

rebelaos contra la abierta opresión,

desembarazad a vuestra tierra de los reyes,

liberadla de las marionetas.

Yo creía que nuestros soberanos eran capaces de conducir a los hombres.44

Al afirmar que la liberación de Palestina sería obra del pueblo, no de sus dirigentes, Abú Salman expresaba el pensamiento de las masas de palestinos desencantados.

Tras la huelga general, los británicos volvieron a responder con una comisión de investigación. El informe de la Comisión Peel, publicado el 7 de julio de 1937, tendría una gran repercusión en toda Palestina. El gobierno británico reconocía por primera vez que los levantamientos de Palestina eran consecuencia de la existencia de dos movimientos nacionales enfrentados e incompatibles. «En los estrechos límites de un pequeño país ha surgido un irrefrenable conflicto entre dos comunidades nacionales», mantenía el informe. «Cerca de un millón de árabes se hallan en lucha, abierta o larvada, con unos cuatrocientos mil judíos. No existe punto de acuerdo posible entre ambas partes.»

La solución que proponía la Comisión Peel era la partición. Los judíos obtendrían el control de un Estado propio en el 20 por 100 del territorio de Palestina, un 20 por 100 en el que se incluía la mayor parte del litoral y algunas de las regiones agrícolas más fértiles del país, situadas en el valle de Jezreel y en Galilea. A los árabes se les asignaban las tierras más improductivas de Palestina, entre las que figuraban el desierto del Néguev y el valle de Aravá, así como la accidentada región de Cisjordania y la Franja de gaza.

La distribución demográfica de Palestina no se correspondía con los límites geográficos de la partición. Esto resultaba particularmente problemático debido al hecho de que los principales pueblos y ciudades árabes quedaban incluidos en el territorio del Estado judío propuesto. Para suprimir estas anomalías, la Comisión Peel ofrecía la posibilidad de realizar «traslados de población» destinados a despejar de población árabe los territorios que se habían asignado al estado judío, práctica que en años posteriores terminaría conociéndose como «limpieza étnica». El hecho de que Gran Bretaña recomendara el traslado forzoso de la población árabe determinó que el presidente de la Agencia Judía, David Ben-Gurión (1886-1973), se mostrara abiertamente partidario del plan de partición. «Eso nos dará algo que nunca hemos tenido, ni siquiera cuando nos hemos regido por una autoridad propia», en la Antigüedad —sostenía entusiasmado—, esto es, un Estado «verdaderamente judío» provisto de una población homogéneamente judía.45

Por si no fueran pocos los agravios infligidos a los árabes, el plan de partición no contemplaba la creación de un Estado palestino independiente sino que exigía que los territorios árabes se anexionaran a Transjordania, quedando así sujetos a la gobernación del emir Abdalá. Las gentes de Palestina habían terminado desconfiando cada vez más del dirigente transjordano, a quien consideraban un agente británico ansioso por hacerse con sus tierras. Para los palestinos, las recomendaciones de la Comisión Peel representaban el peor resultado posible de su lucha nacional. Lejos de garantizar su derecho al autogobierno, veían perfilarse en el horizonte la dispersión de su población y la sujeción a unas autoridades extranjeras y hostiles: los sionistas y el emir Abdalá.

La Agencia Judía aceptó los términos estipulados por la Comisión Peel, y lo mismo haría el emir Abdalá. Los palestinos, por su parte, declararon la guerra tanto a los británicos como a la comunidad yishuv.

La segunda fase de la revuelta de los árabes palestinos duraría dos años, del otoño de 1937 hasta el año 1939. El 26 de septiembre de 1937, los extremistas palestinos asesinaron al comisionado regional de galilea, L. Y. Andrews. Los británicos arrestaron a doscientos dirigentes nacionalistas palestinos, deportaron a muchos de ellos a las Seychelles, y declararon ilegal al Supremo Comité árabe. Carente de un liderazgo centralizado, la revuelta degeneró hasta convertirse en una insurgencia descoordinada que hizo estragos en la campiña palestina. Los insurgentes atacaron a la policía británica y a las patrullas armadas, arremetieron contra los asentamientos judíos, asesinaron a varios funcionarios británicos y judíos, y mataron a los palestinos sospechosos de colaborar con las autoridades de ocupación. Sabotearon asimismo las vías férreas, las comunicaciones y los oleoductos que atravesaban el territorio palestino. Los aldeanos se vieron atrapados entre los insurgentes, que les pedían apoyo, y los británicos, que castigaban duramente a todos aquellos sobre los que recayera la sospecha de haber prestado ayuda a los alzados. Los efectos que semejante situación iba a tener entre la población palestina resultarían devastadores.

Con cada nuevo ataque árabe contra los británicos y la comunidad yishuv se producían actos de represalia generalizada. Los ingleses, decididos a suprimir la revuelta por la vía militar, enviaron veinticinco mil soldados y policías a Palestina, el mayor despliegue de fuerzas británicas desde el fin de la primera guerra mundial. Crearon tribunales militares y los hicieron trabajar bajo una «normativa de emergencia», lo que de hecho confería al mandato los instrumentos propios de una dictadura militar. Amparados en la autoridad legal de esa normativa de emergencia, los británicos destruyeron las casas de todos cuantos hubieran participado en los ataques, así como los hogares de quienes se supiera a ciencia cierta, o se sospechara, que habían proporcionado ayuda a los insurgentes. Se estima que se demolieron así, entre 1936 y 1940, unas dos mil casas. Tanto los combatientes como los civiles inocentes fueron internados en campos de concentración —en 1939 eran ya más de nueve mil los palestinos hacinados en esas atestadas instalaciones—. Los sospechosos eran sometidos a violentos interrogatorios, en los cuales los británicos se entregaban a prácticas que iban de la humillación a la tortura. A los delincuentes más jóvenes, es decir, los de edades comprendidas entre los siete y los dieciséis años, se les azotaba. En los años 1938 y 1939 se sentenció a muerte a más de cien árabes, de los cuales más de treinta serían efectivamente pasados por las armas. Se utilizaba a los palestinos como escudos humanos para impedir que los insurgentes colocaran minas en las carreteras por las que debían transitar las fuerzas británicas.46

El hecho de que los británicos recurrieran al uso de una fuerza aplastante, unido a la imposición de castigos colectivos, terminaría degenerando en la perpetración de una serie de abusos y atrocidades destinados a convertirse en una mancha impresa de forma indeleble en la memoria que los palestinos tienen de la época del mandato británico. El asesinato de soldados ingleses a manos de los insurgentes daría pie a la comisión de las más abominables crueldades como represalia. En uno de los casos en que, al contar con la suficiente documentación, sabemos lo que sucedió los soldados británicos se vengaron de la muerte de unos camaradas fallecidos tras la explosión de una mina en septiembre de 1938 metiendo en un autobús a más de veinte hombres de la aldea de al-Bassa y obligándoles, a punta de fusil, a pasar con el vehículo sobre una potentísima mina que los propios británicos habían enterrado en medio de la carretera de acceso a la población. Todos los ocupantes fallecieron a causa de la detonación y un militar británico fotografió sus cadáveres mutilados antes de obligar a los aldeanos a enterrar los restos de sus vecinos en una fosa común.47

Los árabes palestinos sufrieron una completa derrota, de modo que en 1939 se vieron incapaces de luchar. Habían muerto unos cinco mil hombres, y otros diez mil habían resultado heridos —en total, más del 10 por 100 de la población masculina adulta había sufrido las secuelas directas de la revuelta, entre muertos, heridos, encarcelados y exiliados—. Sin embargo, los británicos tampoco podían reivindicar una victoria. El coste de la supresión del levantamiento resultaba indefendible, y no habían logrado imponer sus políticas a los árabes palestinos. En un momento en que la guerra se asomaba al horizonte europeo, el gobierno británico no podía seguir permitiéndose el lujo de desplegar un número de tropas tan elevado para sofocar un levantamiento colonial, así que, para devolver la paz al convulso mandato palestino, los británicos archivaron el plan de partición de Palestina elaborado por la Comisión Peel en 1937. Volvió a convocarse, por enésima vez, una comisión real encargada de reexaminar la situación de Palestina, y una vez más la comisión publicó un Libro Blanco en el que trataba de darse respuesta a los agravios sufridos por los árabes palestinos.

El Libro Blanco de 1939 sería el mejor pacto que Gran Bretaña habría de ofrecer jamás a los árabes palestinos. Las nuevas medidas políticas imponían límites a la inmigración judía, situándola en quince mil individuos anuales durante un período de cinco años, hasta alcanzar un total de setenta y cinco mil inmigrantes. Esto elevaba la población de la comunidad yishuv y la situaba en el 35 por 100 del total demográfico de Palestina, una minoría que era a un tiempo lo suficientemente amplia como para cuidar de sí misma, pero no lo bastante como para tomar el control del conjunto del país. No habrían de producirse nuevas llegadas de inmigrantes judíos sin el consentimiento de la mayoría árabe, beneplácito que todas las partes implicadas sabían muy improbable, al menos a medio plazo. La adquisición de tierras por parte de los judíos quedaría prohibida, o sujeta a severas restricciones, en función de las distintas regiones. Y por último, Palestina obtendría su independencia en el plazo de diez años, regida por un gobierno conjunto formado por árabes e israelíes, «de tal forma que se garantizara la salvaguarda de los intereses esenciales de ambas comunidades».48

El Libro Blanco del año 1939 no satisfacía ni a los árabes ni a los judíos de Palestina. La comunidad árabe rechazaba los términos del plan porque permitía el mantenimiento de la inmigración judía, aunque fuera a un ritmo menor, y porque preservaba el statu quo político, aplazando la independencia por espacio de otros diez años. La comunidad yishuv se negaba a aceptar lo estipulado en el documento porque cerraba las puertas de Palestina a la inmigración judía en el preciso instante en que la espiral de atrocidades cometidas por los nazis contra los judíos comenzaba a crecer de forma alarmante. (En noviembre del año 1938, las bandas nazis habían aterrorizado a los ciudadanos judíos de Alemania durante la Kristallnacht, o «noche de los cristales rotos», el peor pogromo sufrido en Europa hasta la fecha.) El Libro Blanco también descartaba la creación de un Estado judío en Palestina, relegando a la comunidad yishuv a una posición minoritaria en el futuro Estado árabe palestino.

El Libro Blanco de 1939 logró dividir a la cúpula dirigente de la propia comunidad yishuv. David Ben-Gurión dejaría meridianamente clara su oposición al Libro Blanco desde el principio. Sin embargo, consideraba que la Alemania nazi constituía una terrible amenaza para el bienestar del pueblo judío, y es célebre su solemne compromiso de luchar junto con Gran Bretaña en la guerra contra el nazismo con independencia de lo pretendido con el Libro Blanco. Los extremistas del movimiento sionista, esto es, los miembros del Irgún y de la banda Stern, respondieron al Libro Blanco declarando a Gran Bretaña enemiga de los judíos. Lucharían contra la presencia británica en Palestina por considerarla un Estado imperial ilegítimo decidido a negar la independencia al pueblo judío, y recurrirían al empleo de tácticas terroristas para la consecución de un Estado judío en Palestina. Al término de la segunda guerra mundial, erradicado ya el nazismo, Gran Bretaña se vería obligada a combatir una revuelta judía de magnitud muy superior a cuantas hubieran podido organizar con anterioridad los árabes contra la dominación británica.

* * *

Al finalizar la primera guerra mundial, el dominio británico en Oriente Próximo era incontestable. Sus tropas ocupaban el mundo árabe desde Egipto hasta Irak, y el control que ejercía en el Golfo Pérsico resultaba inexpugnable. Pese a que pocos pueblos del mundo árabe deseaban verse gobernados por los británicos, la mayoría veían con respeto al amo colonial, aun aceptándolo a regañadientes. Los británicos se mostraban eficientes, enigmáticos, ordenados, muy avanzados en el plano tecnológico y notablemente poderosos en la esfera militar. Gran Bretaña era una nación verdaderamente grande, un coloso que descollaba rodeado de posesiones coloniales.

Tras dos décadas de dominio imperial, el coloso revelaría tener los pies de barro. Los británicos se habían enfrentado, en el conjunto de la región, a toda una batería de oponentes, desde los grupos de políticos nacionalistas moderados a los miembros más radicales de la insurgencia armada. Los británicos se habían visto obligados a negociar y a renegociar los términos de su indeseada presencia tanto en Irak como en Palestina y en Egipto. Y con cada nueva concesión británica a sus oponentes árabes, con cada rectificación política, quedaba más al descubierto el falible carácter de la potencia imperial.

Con todo, habría de ser la creciente amenaza del fascismo que bullía en Europa lo que terminara convirtiendo las posesiones británicas de Oriente Próximo en el talón de Aquiles del imperio británico. A veces daba la impresión de que las colonias árabes estaban a punto de escapar al control del Reino unido. Las acciones que Gran Bretaña llevaría a cabo en Irak y en Egipto a lo largo de la segunda guerra mundial demostrarían la debilidad de la posición del imperio, hasta el punto de presagiar el fin de la dominación británica en Oriente Próximo.

El 1 de abril de 1941, los británicos tendrían que hacer frente en Irak a un golpe de Estado favorable a las Potencias del Eje. Irak se hallaba entonces gobernado por un impopular regente, el príncipe Abd al-Ilah (que reinaría entre los años 1939 y 1953). Este regente gobernaba en nombre del rey Faisal II (cuyo reinado se extendería entre los años 1953 y 1958). Al respaldar Abd al-Ilah los llamamientos británicos, que pedían la dimisión del popular primer ministro, Rashid Alí al-Kaylani, al que acusaban de simpatizar con las Potencias del Eje, varios oficiales iraquíes optarían por respaldar al primer ministro. Los oficiales militares de mayor rango creían que Alemania e Italia iban a ganar la guerra y que, por consiguiente, la mejor forma de que Irak defendiese sus intereses consistía en cultivar las relaciones de amistad con el Eje. El regente, que temía un golpe militar, huyó de Irak y se instaló en Transjordania, dejando el control del país en manos de Rashid Alí y de los militares iraquíes.

Gran Bretaña consideró que el continuado ejercicio de la autoridad política por parte de Rashid Alí en ausencia del regente constituía en realidad un golpe de Estado. Pese a que Rashid Alí hizo todos los esfuerzos posibles por demostrar a los británicos que no se había producido ningún cambio fundamental, el tono nacionalista de su nuevo gabinete (en el que se había dado cabida al dirigente palestino Hajj Amin al-Husseini, el gran muftí exiliado a causa del extremismo de sus planteamientos nacionalistas, que ahora ejercía de asesor e íntimo colaborador de Rashid Alí) no conseguiría sino exacerbar los temores británicos. Invocando los términos del Tratado Anglo-Iraquí de 1930, los británicos solicitaron permiso a Rashid Alí para acantonar tropas en Irak. Rashid Alí y los oficiales nacionalistas pusieron reparos a la operación, ya que desconfiaban de las intenciones británicas. Desentendiéndose de las objeciones de las autoridades iraquíes, los británicos comenzaron a enviar tropas sin contar con un beneplácito oficial. Los iraquíes amenazaron con abrir fuego contra toda aeronave no autorizada, a lo que los británicos respondieron diciendo que lo considerarían razón suficiente para declararles la guerra. Dadas las circunstancias, ninguno de los dos bandos podía permitirse el lujo de dar marcha atrás.

Gran Bretaña e Irak entrarían en guerra en mayo de 1941. Los combates se iniciaron en las inmediaciones de la base británica de Habbaniyya y se prolongaron por espacio de varios días, hasta que las fuerzas iraquíes se replegaron a Faluya, ciudad en la que se reagruparon para defender Bagdad. Llegaron tropas británicas de refresco de la India y de Transjordania. Rashid Alí recurrió entonces a Alemania e Italia, solicitándoles apoyo en su lucha contra los británicos. Las Potencias del Eje se las ingeniaron para enviar treinta aviones y unas cuantas armas de pequeño calibre, pero, dado el apremiante momento en que se encontraban, se declararon incapaces de intervenir de forma más directa. Al ver que las fuerzas británicas se acercaban a Bagdad, Rashid Alí huyó del país, en compañía de todos sus aliados políticos —incluido Hajj Amin al-Husseini—. La marcha de las autoridades iraquíes dejó al alcalde de Bagdad sin nadie en quien apoyarse para negociar un armisticio con los británicos, y al conjunto del país sumido en el más completo caos.

Tras la caída del gobierno de Rashid Alí en 1941, la primera víctima del desorden subsiguiente iba a ser la comunidad judía de Bagdad. El sentimiento antibritánico se unió a la hostilidad que ya inspiraba el proyecto puesto en marcha en Palestina por los sionistas y a la ideología antisemita nazi dando lugar a un pogromo sin precedentes en toda la historia árabe, un acontecimiento luctuoso conocido en árabe como el Farhud. La comunidad judía de Bagdad había penetrado ampliamente en todos los estratos sociales, y estaba muy asimilada a la sociedad iraquí —había judíos en la élite pero también en los bazares y en los teatros de variedades iraquíes, cuyos más célebres intérpretes eran judíos—. Aun así, todo cayó súbitamente en el olvido, dando paso a dos días de violencia comunal y a un derramamiento de sangre que habría de cobrarse cerca de doscientas vidas y que dejaría saqueados y deshechos los establecimientos y los hogares judíos. Únicamente después de ocurrida la tragedia se decidirían las autoridades británicas a entrar en la ciudad y restaurar el orden.

La caída del gobierno de Rashid Alí iba a desembocar en Irak en la restauración de la monarquía hachemita. El regente, Abd al-Illah, volvería a ocupar el poder junto con los políticos iraquíes que más simpatizaban con los británicos, aupados por su antiguo amo colonial. Los nacionalistas iraquíes se sintieron indignados. Argumentaron que Rashid Alí contaba con un amplio apoyo entre el pueblo iraquí. Estaba claro que los británicos no iban a permitir que los iraquíes siguieran a ningún dirigente que no contara con la aprobación de Londres. Y al producirse tan sólo nueve años después de que Irak hubiera alcanzado su independencia nominal, esta intervención no sirvió sino para desacreditar tanto a Gran Bretaña como a la monarquía hachemita a los ojos del pueblo iraquí.

Sería Gran Bretaña, sin embargo, quien más perdiera en Irak. El mandato, que en su día había presentado los visos de un proceso logrado, quedaba así expuesto al albur de una monarquía conmocionada, de un ejército aventurero y de una población tan hostil a la dominación británica del Oriente Próximo que no tenía inconveniente en unir su suerte a las Potencias del Eje por ser enemigas de Gran Bretaña.

Las Potencias del Eje también contaban con seguidores en Egipto. Los nacionalistas egipcios no estaban satisfechos con la independencia parcial lograda en 1936 a raíz del Tratado Anglo-Egipcio. Gran Bretaña seguía ejerciendo un poder desproporcionadamente grande en Egipto, ya que controlaba los asuntos del país y mantenía una posición de completa hegemonía en el Sudán. Al estallar la segunda guerra mundial, las tropas británicas inundaron Egipto. De hecho, la independencia parecía haber aumentado la subordinación del gobierno egipcio a Gran Bretaña, dado que se mostraba más sumiso que nunca. Los integrantes de la nueva generación de nacionalistas egipcios consideraban que la situación resultaba intolerable, hasta el punto de incubar una enemistad hacia el gobierno de Su Majestad que, al igual que en el caso de Irak, les llevaba a ver con buenos ojos a las Potencias del Eje, rivales de Gran Bretaña.

Los italianos y los alemanes explotarían la percepción nacionalista al objeto de aislar a los británicos en Egipto. Los italianos pusieron en marcha una nueva y potente emisora de radio con la que difundían su propaganda en Egipto y todo el Mediterráneo oriental. Radio Bari pregonaba a bombo y platillo los logros del gobierno fascista de Benito Mussolini. Aquella mezcla compuesta tanto por arengas del más extremista de los nacionalismos como por un fuerte liderazgo y por el poder militar fascista resultaba mucho más atrayente a ojos de los nacionalistas egipcios que las mezquinas reyertas de la democracia multipartita que Gran Bretaña había impuesto en su país. Al ver que Alemania e Italia habían declarado la guerra a Gran Bretaña, eran muchos los egipcios que anhelaban asistir a una victoria de las Potencias del Eje, confiando en que los triunfadores expulsaran de Egipto a los británicos de una vez por todas.

Al comenzar la campaña norteafricana de 1940 fueron bastantes los nacionalistas egipcios que creyeron próximo el instante de la liberación. Las fuerzas italianas penetraron desde el flanco libio y atacaron las posiciones de los británicos en Egipto. Las tropas alemanas se unirían a las italianas en el norte de áfrica, aportando un contingente particularmente bien entrenado: el de los Afrika Korps, capitaneados por el brillante mariscal de campo Erwin Rommel. En el invierno de 1942, las Potencias del Eje constituían ya una verdadera amenaza para la posición británica en Egipto. Varios dirigentes políticos egipcios, entre los que figuraba el propio rey Faruq, parecían muy receptivos a la idea de que Alemania expulsara de Egipto a los británicos, dado que ellos mismos no podían hacerlo.

En junio de 1940, y dado que desconfiaban del primer ministro egipcio Alí Mahir, debido a sus tendencias fascistas, los británicos decidieron exigir su dimisión. Este tipo de intervenciones revelaban a las claras que Gran Bretaña no respetaba lo más mínimo la soberanía e independencia de Egipto, con lo que las relaciones entre ingleses y egipcios se agriaron todavía más. Al ir aumentando la ventaja lograda por las fuerzas alemanas e italianas en los campos de batalla del norte de áfrica, los británicos trataron de aplastar el apoyo con que contaban las Potencias del Eje en el seno de los círculos políticos egipcios. Irónicamente, el único partido político egipcio que podía mostrar unas credenciales antifascistas fiables era el partido nacionalista del Wafd. El 4 de febrero de 1942, el alto comisionado británico, sir Miles Lampson, presentó un ultimátum al rey Faruq por el que le exigía que adoptara una de estas dos medidas: bien encargar a Mustafá al-Nahás que formara un gobierno íntegramente formado por miembros del partido Wafd, bien abdicar él mismo del trono. Para dar fuerza al ultimátum, Lampson desplegó los tanques británicos alrededor del Palacio de Abdín, la residencia oficial de Faruq en el centro de El Cairo.

El ultimátum del Palacio de Abdín hizo saltar por los aires veinte años de política anglo-egipcia, ya que ponía en peligro los tres pilares del sistema: la monarquía, el Wafd y los propios británicos. Al plegarse a las amenazas británicas, rey Faruq había traicionado a su país y permitido que una potencia extranjera le impusiera un gobierno. Eran muchos los nacionalistas que creían que su rey debía haber plantado cara a los británicos, aun a riesgo de su vida. Y en cuanto al Wafd, ahora resultaba que el partido que había obtenido el apoyo del pueblo egipcio para luchar contra el imperialismo se avenía a acceder al poder aupado por las bayonetas de los británicos. Con todo, era justamente la histérica actitud subyacente al ultimátum lo que venía a revelar lo débiles y amenazados que se encontraban los británicos frente a los avances del Eje en el desierto occidental egipcio. Los británicos se encontraban a la defensiva tanto frente a las Potencias del Eje como ante los políticos nacionalistas egipcios, y además habían dado muestras de su falibilidad. El triple choque de poderes entre los británicos, la corona y el Wafd terminaría desmoronándose en febrero de 1942. Y diez años más tarde, las tres partes serían barridas por el levantamiento revolucionario de la década de 1950.

Los británicos habían irrumpido en el Oriente Próximo con la intención de integrar al mundo árabe en un imperio capaz de perdurar eternamente. Sin embargo, chocaron desde el principio con una firme oposición, en particular en Egipto, en Irak y en Palestina. A medida que la oposición nacionalista fue adquiriendo vigor y que el coste del imperio formal comenzó a situarse en cifras cada vez más altas, Gran Bretaña trataría de modificar los términos del imperio mediante la concesión de una serie de independencias nominales y la consolidación de sus intereses estratégicos a través de la rúbrica de distintos tratados. Sin embargo, ni siquiera esa concesión a sus oponentes nacionalistas habría de conseguir que los árabes se avinieran a aceptar la posición británica en el Oriente Próximo. Y al estallar la segunda guerra mundial, la resistencia interna que encontraría en el seno mismo de sus colonias árabes colocaría a Gran Bretaña en una situación extremadamente vulnerable en sus posesiones. Italia y Alemania se apresurarían a explotar la debilidad británica y a jugar con las aspiraciones nacionales árabes para situar a las Potencias del Eje en una posición de ventaja. Y conforme fuera zafándose el mundo árabe del control inglés, el imperio británico de Oriente Próximo comenzaría a revelarse más como una carga que como un activo.

El único consuelo que les quedaba a los británicos era que Francia, su rival imperial, no estaba logrando mayores éxitos en sus posesiones árabes.