Capítulo 8
EL IMPERIO FRANCÉS DE ORIENTE PRÓXIMO
Francia había codiciado durante largo tiempo incluir en su imperio del mundo árabe a la región de la gran Siria —una franja de tierra que incluía los actuales estados de Siria, Líbano, Palestina, Israel y Jordania—. Tomando Egipto como base, napoleón había invadido Siria en el año 1799, aunque su avance se había visto frenado en Acre por la obstinada resistencia de los defensores otomanos, viéndose forzado a retirarse. Francia había ofrecido apoyo a Mehmet Alí en la década de 1830, al invadir Siria las fuerzas del caudillo egipcio, y lo había hecho con la esperanza de conseguir extender la influencia francesa por toda la región valiéndose del aliado egipcio. Al retirarse Egipto de Siria, en el año 1840, los franceses estrecharon los lazos que ya venían estableciendo con las comunidades católicas indígenas de Siria, en particular con los maronitas de la cordillera del Líbano. Y en 1860, al masacrar los drusos a esa misma comunidad maronita, Francia enviaría una fuerza de campaña compuesta por seis mil hombres en lo que era un evidente intento de reivindicar su aspiración al control del litoral sirio. Los franceses, sin embargo, iban a verse frustrados una vez más, ya que el gobierno otomano se las ingenió para recuperar el control de sus provincias árabes, manteniéndolo durante medio siglo más.
La primera guerra mundial ofreció finalmente a Francia la oportunidad de concretar sus reivindicaciones sirias. Declarada la guerra al imperio otomano, Francia y sus aliados de la Entente pasaron a discutir abiertamente acerca de repartirse los territorios otomanos en caso de alzarse con la victoria. Tras la serie de intensas negociaciones que realizaron en nombre de sus respectivos gobiernos sir Mark Sykes y François Georges-Picot entre los años 1915 y 1916 —conversaciones que culminarían en el Tratado Sykes-Picot—, el gobierno francés conseguiría finalmente que Gran Bretaña respaldara sus ambiciones. Habiendo colonizado ya Argelia, Túnez y Marruecos, Francia estaba segura de poseer los conocimientos y la experiencia necesarias para gobernar con éxito a los árabes. Según mantenían los franceses, lo que había funcionado bien en Marruecos debía funcionar igualmente bien en Siria. Además, Francia se había ganado con el transcurso de los años la lealtad y el apoyo de la comunidad cristiana maronita de la cordillera del Líbano. De hecho, al finalizar la primera guerra mundial, el Líbano era probablemente el único país del mundo cuyos electores potenciales se dedicaban a presionar activamente, y en número considerable, en favor de la constitución de un mandato francés.
El Líbano del período otomano tardío era un territorio extrañamente truncado. Tras las masacres de cristianos ocurridas en el año 1860, los otomanos y las potencias europeas establecerían una ronda de conferencias con la intención de crear la provincia especial de la cordillera del Líbano en la montañosa región que se abre al Mediterráneo hacia el oeste, y al valle de la Bekaa hacia el este. Los otomanos conservaron el litoral, de importancia estratégica, consiguiendo además mantener bajo su administración directa las ciudades portuarias de Tiro, Sidón, Beirut y Trípoli. En el año 1888, el litoral sirio cambiaría su nombre por el de provincia de Beirut. La cordillera del Líbano no sólo quedó prácticamente aislada del mar, sino que, en muchos puntos, la provincia de Beirut tenía muy pocos kilómetros de anchura.
Una de los principales insuficiencias de la provincia autónoma de la cordillera del Líbano giraba justamente en torno a sus limitaciones geográficas. El territorio era demasiado reducido y estéril como para proporcionar sustento a una vasta población, así que durante los últimos años de la dominación otomana serían muchos los libaneses que se vieran obligados a abandonar su tierra natal en busca de mejores oportunidades económicas. Se estima que entre los años 1900 y 1914 unos cien mil libaneses —lo que quizá representaba entonces una cuarta parte de la población total— terminaron abandonando la región de la cordillera del Líbano para trasladarse a Egipto, al áfrica occidental y a las Américas.1 Esto era motivo de creciente preocupación para el Consejo Administrativo que gobernaba la cordillera del Líbano, cuyos doce miembros constituían una representación proporcional de las diversas comunidades que integraban el territorio. Al llegar a su fin la primera guerra mundial, los miembros del Consejo Administrativo comenzaron a aspirar a un país más amplio y recurrieron a su antiguo patrón, Francia, confiando en que éste les ayudara a materializar sus ambiciones.
El 9 de diciembre del año 1918, el Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano se reunió en sesión plenaria para acordar los términos de la propuesta que deseaba presentar en la Conferencia de Paz de París. El consejo perseguía una completa independencia del Líbano, en el marco de sus «fronteras naturales» y tutelado en un primer momento por la potencia francesa. Al hablar de «fronteras naturales», los miembros del consejo acariciaban la idea de expandir el territorio controlado por la administración de la cordillera del Líbano e incluir las ciudades costeras de Trípoli, Beirut, Sidón y Tiro, además del valle de la Bekaa hasta las estribaciones occidentales de la cordillera del Antilíbano. El Líbano comprendido en el espacio de sus «fronteras naturales» estaría así limitado al norte y al sur por sendos cursos de agua, por relieves montañosos al este y por el Mediterráneo al oeste.
Los habitantes de la cordillera del Líbano sabían que Francia llevaba abogando en favor de este «gran Líbano» desde la década de 1860, y tenían la esperanza de conseguir esas decisivas dimensiones geográficas si aceptaban antes la experiencia de un mandato francés. Por consiguiente, el gobierno galo invitó formalmente al Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano a exponer su caso ante la Conferencia de Paz de París, a diferencia de lo que acababa de hacer con los molestos estados árabes de Egipto o Siria, a los que se desairaba o se excluía debido a que sus aspiraciones nacionalistas chocaban con las ambiciones imperiales de las potencias reunidas en la conferencia.
El Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano envió a París una delegación de cinco hombres encabezada por Daoud Ammoun, un destacado político maronita.2 El 15 de febrero de 1919, en su alocución ante los miembros del Consejo de los Diez de la Conferencia de Paz de París, Ammoun expuso las aspiraciones de la administración de la cordillera del Líbano en los siguientes términos:
Queremos un Líbano ajeno a toda servidumbre, un Líbano dueño de su propio destino nacional y al que se le reconozcan sus fronteras naturales y todas las condiciones indispensables para que pueda vivir en libertad y prosperar en paz.
Sin embargo, todos sabemos que no nos es posible desarrollarnos económicamente y organizar nuestra libertad sin el respaldo de una gran potencia, ya que no contamos con técnicos formados y expertos en el uso de las maquinarias propias de la vida moderna y de la civilización occidental. Francia nos ha defendido siempre en el pasado, apoyándonos, guiándonos, instruyéndonos y aportándonos seguridad. Sentimos una inquebrantable amistad hacia ese país. Deseamos que Francia nos ayude a organizarnos y queremos que ella sea el garante de nuestra independencia.3
La delegación libanesa no trataba de colocarse bajo la sujeción colonial de Francia, sino de conseguir que la potencia gala les respaldara en la consecución de su objetivo último: la independencia. Sin embargo, los franceses parecieron no oír sino lo que les convenía oír, así que se mostraron encantados de valerse de la delegación libanesa para legitimar sus propias reivindicaciones en el Líbano.
No obstante, el Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano no expresaba la voluntad de todos los libaneses. Como ya hemos dicho, más de cien mil libaneses habían tenido que emigrar al extranjero —a Europa, a áfrica y a las Américas—, y la gran mayoría sentía un apasionado interés por el futuro político de su patria. Buena parte de los integrantes de la comunidad de expatriados libaneses habían terminado considerándose miembros de una diáspora siria en la que tenían cabida inmigrantes procedentes de Palestina, del interior de Siria y de Transjordania. Entre esos «sirios» figuraban algunos de los más célebres hombres de letras del Líbano, por ejemplo el mismísimo Khalil Gibran, autor de una obra maestra de la mística: El profeta. Los sirios de la diáspora consideraban que el Líbano era parte integrante de la gran Siria, aunque una parte diferenciada y peculiar, y presionaban en favor de la independencia del conjunto de Siria, aun aceptando la tutela temporal francesa. Dado el apoyo que prestaban a la causa de la dominación francesa, los defensores libaneses de la gran Siria serían igualmente invitados a exponer sus aspiraciones ante la Conferencia de Paz de París.
Una de las individualidades más destacadas de entre ese conjunto de expatriados libaneses era Shukri Ghanem. Presidente del Comité Central Sirio —una red nacionalista con delegaciones en Brasil, los Estados unidos y Egipto—, Ghanem se presentó ante el Consejo de los Diez en febrero de 1919 para hacer un llamamiento en favor de la creación de una federación de estados sirios sujetos al mandato francés. «Es preciso dividir Siria en tres partes —argumentaba—, o quizá en cuatro, si optamos por no excluir a Palestina. El gran Líbano o Fenicia, la región de Damasco y la de Alepo [deberán] constituirse en estados democráticos e independientes.» Sin embargo, Ghanem no creía que todos los sirios fueran iguales, de ahí que concluya con estas inquietantes afirmaciones: «El papel de Francia consiste aquí en guiar, asesorar y equilibrar las cosas, dosificando además nuestras libertades —no debe asustarnos decir esto a nuestros compatriotas, que son hombres razonables— en función de nuestros diferentes niveles de salud moral».4 Pese a que no podamos aventurar sino conjeturas respecto a lo que Ghanem podía querer decir al referirse a la «salud moral», está claro que pensaba que el Líbano se hallaba notablemente más avanzado que las demás regiones de Siria y que estaba al mismo tiempo mejor preparado que Damasco, Alepo y otras zonas similares para disfrutar de una plena libertad política, siempre bajo la protección francesa. En muchos aspectos, las reivindicaciones de Ghanem sintonizaban más con el planteamiento francés que la exposición que acababa de hacer Daoud Ammoun en representación del Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano.
Con todo, la política libanesa albergaba todavía una tercera tendencia, en este caso abiertamente hostil a la posición francesa en el Oriente Próximo. Los musulmanes sunitas y los cristianos ortodoxos griegos de algunas ciudades costeras como trípoli, Beirut, Sidón y Tiro no querían verse desgajados de la principal corriente social y política siria, dado que en ese caso podrían quedar reducidos a una minoría social y verse obligados a vivir en un Estado libanés dominado por cristianos. Esta tercera inquietud libanesa evidenciaba la existencia de una clara línea divisoria entre la política francófila de la administración de la cordillera del Líbano y el arabismo de la provincia costera de Beirut. Tras siglos de dominación otomana, los nacionalistas de Beirut deseaban formar parte de un gran imperio árabe, así que decidieron apoyar al gobierno del emir Faisal, radicado en Damasco. En febrero de 1919, Faisal, que había encabezado la Rebelión árabe contra la dominación otomana, una rebelión que había prendido en la amplia región que separa el Hiyaz de Damasco entre los años 1916 y 1918, realizaría una alocución ante el Consejo de los Diez en representación de las aspiraciones políticas de los libaneses de la llanura costera. Líbano, argumentaba, era una parte inseparable del reino árabe que el alto comisionado británico sir Henry McMahon había prometido a su padre, el jerife Husayn, así que debía pasar a manos del gobierno árabe que el propio Faisal encabezaba en Damasco sin necesidad de ninguna clase de mandato.
Los nacionalistas árabes de Beirut apoyaron mayoritariamente el alegato realizado por el emir Faisal ante las grandes potencias reunidas en París. Mohamed Jamil Bayhum era por entonces un joven intelectual llamado a convertirse en uno de los más ardientes partidarios de Faisal. En julio de 1919, Bayhum fue elegido para representar a la región de Beirut en el congreso sirio reunido en Damasco con motivo de los preparativos necesarios ante la inminente llegada de la Comisión King-Crane. «Las autoridades francesas hicieron todo lo posible para evitar que se llevara a efecto la elección, presionando para ello tanto a los electores como a los candidatos», recordará años después Bayhum. «Sin embargo, sus esfuerzos de persuasión y coacción resultaron vanos.»5 El Líbano se hallaba bien representado en el Congreso Sirio, ya que contaba con veintidós delegados procedentes de todas las regiones del país.
Bayhum se unió al Congreso Sirio, inaugurado el 6 de junio de 1919, con el ánimo encendido. Los delegados creían firmemente haberse congregado para transmitir los deseos políticos del pueblo sirio a las grandes potencias reunidas en la Conferencia de Paz de París —a través de la Comisión King-Crane—. La aspiración de todos ellos consistía en crear un Estado árabe en el conjunto de la gran Siria, un Estado regido desde Damasco por el emir Faisal y completa o parcialmente libre de toda injerencia extranjera. Bayhum refiere que el clima político que reinaba en Damasco se hallaba cargado de optimismo y de elevados ideales, llegando a comparar la atmósfera de la ciudad a la del París revolucionario de 1789. «Participamos en el congreso, junto con los representantes de Palestina, Jordania, Antioquía, Alejandreta y Damasco, y todos nosotros albergábamos la esperanza de que los estados aliados atendieran nuestro llamamiento y nos concedieran la libertad y la independencia que se nos había prometido.»6
Bayhum permanecería en Damasco a fin de asistir a todas las sesiones del Congreso Sirio, que continuó activo mucho después de julio de 1919, fecha de paso de la Comisión King-Crane por Siria. En octubre de 1919 contemplaría consternado la retirada de las tropas británicas de Siria, dado que las fuerzas francesas comenzaron a sustituirlas inmediatamente. Durante el invierno de 1919 a 1920, Francia empezó a imponer al aislado emir Faisal unas condiciones cada vez más rigurosas, provocando la fragmentación de la gran Siria y convirtiendo al gobierno de Faisal en una entidad subordinada. En marzo de 1920, el Congreso declaró la independencia de la gran Siria, en un desesperado esfuerzo por impedir la imposición de los mandatos, al colocar a las potencias europeas frente a un fait accompli. El Congreso Sirio definió con toda claridad su reclamación de soberanía para el Líbano, en tanto que región inseparable de Siria, afirmando en su declaración de independencia lo siguiente: «Tendremos en cuenta todos los anhelos patrióticos que los libaneses vengan a formular en relación con la administración de su país, entendido siempre en función de sus fronteras prebélicas, a condición de que el Líbano se distancie de toda influencia extranjera».
El Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano se apresuró a protestar por la declaración del Congreso Sirio, insistiendo en que el gobierno de Faisal no tenía derecho «a hablar en nombre del Líbano ni a establecer sus fronteras, limitar su independencia o prohibirle solicitar la colaboración de Francia».7 Pese a todo, los dirigentes políticos de la cordillera del Líbano se sentían cada vez más inquietos y empezaban a preguntarse cuáles eran las verdaderas intenciones de Francia. En abril de 1920, en la Conferencia de San Remo, Gran Bretaña y Francia confirmarían la situación final en que quedaba el reparto de las provincias árabes del imperio otomano. Francia fue recompensada con el control del Líbano y Siria, mientras que Palestina e Irak quedaron sujetas a la dominación británica. Pese a que muchos de los miembros de la comunidad maronita se habían esforzado en conseguir la ayuda técnica de Francia y su apoyo político, lo cierto es que, de algún modo, esperaban que el comportamiento de Francia obedeciera más a impulsos altruistas que al egoísmo imperialista. Al comenzar Francia a prepararse para ejercer el mandato en el Líbano, sus administradores militares empezaron asimismo a imponer las políticas francesas al Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano. Por su parte, los políticos de la cordillera del Líbano empezarían a preguntarse si había sido realmente prudente procurar la ayuda de Francia en su proceso de construcción estatal.
En julio de 1920, siete de los once miembros del Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano decidieron dar un giro espectacular a sus planteamientos y trataron de llegar a un arreglo con la Administración que encabezaba el rey Faisal en Damasco. Elaboraron un memorándum provisional en el que solicitaban en primer lugar el establecimiento de una acción conjunta entre Siria y el Líbano con vistas a la consecución de la completa independencia de ambos países, y en segundo lugar una solución negociada a las diferencias territoriales y económicas entre ambos bandos. Los consejeros libaneses disidentes reclamaban asimismo la formación de una delegación sirio-libanesa con la que exponer sus reivindicaciones a las potencias europeas, que seguían reunidas en París. Sin embargo, al enterarse de la iniciativa, los franceses detuvieron a los siete consejeros cuando se dirigían a Damasco.
El arresto de este grupo, en el que figuraban algunos de los políticos más respetados del Líbano, causó un tremendo impacto en toda la región. Bishara al-Khuri (1890-1964) era por entonces un joven abogado maronita que había trabajado en estrecha relación con los administradores militares franceses del Líbano (más tarde habría de convertirse en el primer presidente del Líbano, una vez alcanzada la independencia). En la madrugada del 10 de julio de 1920, el alto comisionado francés, el general Henri Gouraud, pidió a al-Khuri que acudiera a su residencia a fin de tratar un asunto urgente. Al-Khuri encontró a Gouraud rodeado de sus oficiales, midiendo el suelo a grandes pasos y dando muestras de gran ansiedad. El alto comisionado informó a al-Khuri de que los franceses acababan de arrestar a los siete consejeros disidentes.
«No eran más que unos traidores que intentaban pasarse al bando del emir Faisal y permitir que Siria se anexionara el Líbano», explicó Gouraud. «El Consejo Administrativo ha sido disuelto», concluyó.
Al-Khuri quedó estupefacto. «¿Con qué fundamento ha llevado usted a cabo ese acto hostil?»
Gouraud replicó que les había sido incautado un memorándum en el que fijaban claramente sus objetivos. «usted es antes que nada libanés, ¿no es cierto?», preguntó el francés a al-Khuri. «¿Aprueba usted su acción?»
Al-Khuri, que no había visto el texto del memorándum de los consejeros, respondió prudentemente: «Apruebo las acciones de todo aquel que procure la independencia, aunque personalmente prefiero no recurrir a nadie ajeno al Líbano». «Es un criterio con el que nosotros coincidimos», contestó uno de los oficiales franceses. Gouraud informó a al-Khuri de que los siete consejeros iban a ser puestos a disposición de un tribunal militar a fin de que respondieran de sus delitos.
El juicio de los consejeros disidentes provocaría las críticas de algunos de los más firmes defensores de la presencia francesa en el Líbano. Por su formación de abogado, al-Khuri quedó espantado de que un juicio de semejante importancia pudiera quedar zanjado en tan sólo dos días, y llegó a afirmar que la vista se había desarrollado «en un clima de linchamiento». Se sintió ofendido al comprobar que se obligaba a los testigos libaneses a declarar «su amor a Francia» como fórmula fija de su testimonio. Al final se impuso una multa a los acusados, prohibiéndoseles toda forma de ejercicio profesional en el Líbano y enviándolos exiliados a Córcega. Por si fuera poco, cuando al-Khuri logró tener finalmente acceso al contenido del memorándum elaborado por los consejeros se descubrió capaz de compartir la mayor parte de sus objetivos.8 Con este gesto despótico, los franceses habían socavado seriamente la base de sustentación que les permitía permanecer en el Líbano.
Pese a todo, los planes que los franceses habían concebido poner en práctica en el nuevo Estado libanés prosiguieron a buen ritmo. El 31 de agosto de 1920 se ampliaron los límites de la región de la cordillera del Líbano, adecuándose al esquema de las «fronteras naturales» que perseguían los nacionalistas libaneses, y al día siguiente se procedió a la creación del Estado «independiente» del gran Líbano, con la ayuda de Francia. Sin embargo, cuanto mayor ayuda prestaban los franceses, menor era la independencia de que podía disfrutar el Líbano. El desaparecido Consejo Administrativo de la cordillera del Líbano fue sustituido por una Comisión Administrativa, a cuyo frente debía figurar un gobernador francés que respondería directamente a los requerimientos del alto comisionado Gouraud.
Al imponer una nueva estructura administrativa al Líbano, Francia comenzaría a configurar la cultura política del nuevo Estado, orientándola en función de la idea que la propia Francia se hacía acerca del carácter de la sociedad libanesa. Los franceses consideraban que el Líbano tenían más de volátil mezcla de comunidades que de sociedad nacional diferenciada, de modo que conformaron las instituciones políticas del país de acuerdo con ese parecer. En el seno de la nueva Comisión Administrativa se asignaron los cargos en función de las distintas comunidades religiosas, según un sistema conocido con el nombre de confesionalismo. Esto implicaba repartir las responsabilidades políticas entre las diferentes comunidades religiosas (o confessions, en francés), haciéndolo —al menos idealmente— en proporción a su volumen demográfico. Dada su larga trayectoria de patrocinio de los católicos del Líbano, Francia estaba decidida a asegurarse de que el nuevo país fuera un Estado cristiano.
El reto al que debía enfrentarse Francia pasaba por expandir los límites del Líbano sin convertir a los cristianos en una comunidad minoritaria en su propio país. Pese a que los cristianos constituían el 76 por 100 de la población de la cordillera del Líbano eran una peculiar minoría tanto en las ciudades costeras recién anexionadas como en los territorios orientales de la Bekaa y la cordillera del Antilíbano. La proporción de cristianos en el gran Líbano descendía así a un exiguo 58 por 100 de la población total, mayoría limitada que, dadas las diferencias en las respectivas tasas de natalidad de árabes y cristianos, estaba abocada a menguar progresivamente.9 Haciendo caso omiso de las nuevas realidades demográficas de la población libanesa, los franceses optaron por favorecer a sus clientes cristianos y les concedieron una representación desproporcionada en la gobernación de la Comisión Administrativa: diez portavoces cristianos frente a cuatro musulmanes sunitas, dos musulmanes chiitas y un druso.
Pese a que los expertos franceses creían que este arcaico sistema de gobierno era el que mejor se adecuaba a la cultura política del país, eran muchos los intelectuales libaneses que se sentían cada vez más incómodos con el confesionalismo y que aspiraban a una situación distinta, una situación presidida por la afirmación de una identidad nacional. En este sentido, un periodista escribiría lo siguiente en el rotativo Le Réveil: «¿Queremos convertirnos en una nación en el verdadero y pleno sentido de la palabra? ¿O preferimos seguir siendo una ridícula mezcolanza de comunidades permanentemente enfrentadas unas a otras como otras tantas tribus hostiles? Debemos dotarnos de un mismo símbolo unificador, esto es, hemos de darnos una nacionalidad. No es flor que pueda prosperar jamás a la sombra de los chapiteles y los minaretes, ya que únicamente crece a los pies de una bandera».10 Y sin embargo, la primera bandera que los franceses permitirían izar en el Líbano independiente habría de ser la enseña tricolor francesa con el añadido de un cedro en el centro. Francia empezaba a mostrar su verdadero rostro en el Líbano.
En marzo de 1922, Gouraud anunció la disolución de la Comisión Administrativa, sustituyéndose ese organismo por un Consejo Representativo compuesto por miembros electos. Esa medida provocaría el enfado de los políticos libaneses por dos razones: en primer lugar, porque los franceses habían actuado de forma unilateral, y en segundo lugar, porque la nueva asamblea de electos quedaba prácticamente desprovista de funciones, dado que se le encomendaban todavía menos responsabilidades que a la anterior Comisión Administrativa. Además, lejos de ser un órgano legislativo electo, el Consejo Representativo tenía prohibido abordar cualquier cuestión política y únicamente podía reunirse y operar durante tres meses al año. El decreto confería la potestad legislativa al alto comisionado francés, el cual quedaba facultado para suspender las sesiones del Consejo Representativo o disolverlo a voluntad. Hasta los más ardientes partidarios libaneses del respaldo francés se sintieron ultrajados. «Este decreto por el que se nos esclaviza presenta ahora [a Francia] bajo el aspecto de una potencia conquistadora dispuesta a pisotear con las botas de sus victoriosos soldados los tratados y la amistad que nos unían a ella», escribirá un desilusionado francófilo emigrado.11
Impertérritos ante la creciente oposición del Líbano a su dominación, los franceses procedieron a efectuar las elecciones al Consejo Representativo. No escatimarían esfuerzos para asegurarse de que salieran efectivamente elegidos aquellos políticos que les apoyaban, procurando igualmente que quedaran en cambio excluidos del nuevo órgano cuantos se les oponían.
Mohamed Jamil Bayhum, el delegado beirutí que había asistido al Congreso Sirio de 1919, se opuso al mandato desde el principio y criticó sin pelos en la lengua las medidas administrativas que estaba adoptando Francia en el Líbano. Pese a que nunca había pensado en presentarse como candidato para el desempeño de un cargo, un grupo de amigos íntimos le convenció de que se uniera a una lista de la oposición. Bayhum se reunió con el administrador francés encargado de organizar las elecciones a fin de saber si las autoridades tenían algo que objetar a su candidatura. El funcionario, monsieur Gauthier, le aseguró que se trataba de unas elecciones libres y que las autoridades francesas no intervendrían en modo alguno en el proceso. Estimulado por la respuesta del señor Gauthier, Bayhum anunció que se presentaba como candidato de una lista de fuerte sesgo nacionalista, y la candidatura pasó rápidamente a encabezar los sondeos de intención de voto.
Pese a las tranquilizadoras palabras de Gauthier, enseguida habría de quedar claro que Francia estaba plenamente decidida a intervenir en el proceso electoral. Tan pronto como los franceses comprendieron que la lista presentada por los nacionalistas tenía un fuerte tirón electoral comenzaron a maniobrar para segar la hierba bajo los pies de sus candidatos. Pocas semanas después de su primera reunión, Gauthier convocó a Bayhum a su despacho y le pidió que retirara su candidatura «por orden de la más alta autoridad». Bayhum se sintió indignado, ya que había dedicado toda su energía a un intenso mes de campaña que le había llevado a recorrer la totalidad del país. Gauthier fue directo al grano: «nos opondremos a usted en las elecciones, y si sale elegido le expulsaremos del Consejo por la fuerza». Al negarse Bayhum a dar marcha atrás se vio llevado a los tribunales, acusado de fraude electoral. En el transcurso del juicio, el magistrado llamó a declarar al propio Gauthier.
«Estimado señor, ¿no tenía usted un gran número de quejas relacionadas con el señor Bayhum, quejas que confirmarían que [el acusado] ha venido dedicándose a sobornar a los electores delegados a fin de comprarles el voto?», preguntó el juez.
«Así es, así es», replicó Gauthier.
El juez se volvió hacia Bayhum y dijo: «Tengo un expediente enorme [sobre usted]». Para subrayar sus palabras el togado señaló una voluminosa carpeta. «Está repleta de reclamaciones contra usted, y todas le acusan de la compra de votos, una conducta prohibida por la ley.»
Bayhum expuso sus alegaciones sin éxito. Los cargos de fraude electoral quedaron pendientes de resolución a fin de presionarle y conseguir que retirara su candidatura al consejo.
Tras la audiencia, Bayhum se retiró para discutir la estrategia a seguir con los demás integrantes de lista nacionalista. Uno de sus amigos era el médico que atendía personalmente a Gauthier, y el facultativo se ofreció a mediar ante el administrador francés para tratar de persuadirle de que retirara los cargos contra Bayhum. Al regresar de la entrevista, el médico se retorcía de risa, para gran sorpresa de Bayhum y sus amigos. Gauthier había cortado los esfuerzos del doctor, que trataba de hablar en favor de Bayhum, con esta contestación: «usted, amigo mío, no sabe lo que es la política. Estoy por decir que ha sido el propio señor Bayhum quien nos ha obligado a impedirle el acceso a la Asamblea. Ésta es nuestra postura: si colocamos un cristal en el alféizar de una ventana lo hacemos para que permanezca en su sitio y que no se mueva ni un pelo».
El médico comprendió perfectamente el mensaje de Gauthier: los franceses no estaban dispuestos a tolerar la más mínima oposición a las instituciones que decidieran poner en marcha. Una persona como Bayhum amenazaba con romper el «cristal» que la dominación colonial francesa había colocado en el alféizar libanés. Así lo recordaría más tarde Bayhum: «Todos nos echamos a reír con el doctor al conocer la ridícula política que imponía en nuestro país la potencia a la que se había conferido el mandato. Se trataba además de la misma potencia que había prometido ayudarnos a conseguir la independencia». Bayhum retiró la candidatura y optó por no presentarse por vía alguna al consejo.12
Las elecciones confirmaron que Francia tenía más intención de gobernar el Líbano como una colonia que de contribuir a que el país alcanzara su independencia. Aquellas medidas convencerían a algunos de los más acérrimos partidarios de la tutela francesa de que lo mejor era unirse a las filas, cada vez más numerosas, de los nacionalistas libaneses que luchaban contra la dominación francesa. La forma en que el imperio francés de Oriente Próximo comenzaba su andadura en los años de entreguerras no presagiaba nada bueno. Si Francia no lograba que las cosas fueran bien en el Líbano, ¿cómo iba a arreglárselas para gestionar sus otros territorios árabes?
* * *
Mientras los franceses hacían frente a las batallas electorales del Líbano, los administradores coloniales de Marruecos tenían que vérselas con un grave levantamiento armado dirigido simultáneamente contra la dominación española y francesa. Entre los años 1921 y 1926, la guerra del Rif iba a constituirse en la mayor amenaza a la que jamás se hubiera enfrentado el colonialismo europeo en todo el mundo árabe.
En 1912, las potencias europeas habían dado luz verde a Francia para añadir Marruecos a las posesiones con que ya contaba en el norte de áfrica. El sultán marroquí, Mulay Abd al-Hafid (que reinaría entre los años 1907 y 1912), había firmado el Tratado de Fez en marzo de 1912 para conservar la primacía de su familia en Marruecos, aunque a costa de ceder a Francia la práctica totalidad de la soberanía del país, al que el tratado dejaba sujeto a una componenda colonial conocida con el nombre de protectorado. En principio, aquello significaba que Francia se avenía a proteger al gobierno de Marruecos de las amenazas exteriores, aunque en la práctica concedía a Francia el ejercicio de un dominio absoluto —aunque indirecto— a través del sultán y sus ministros.
Lo primero que los franceses dejaron desprotegido fue la integridad territorial de Marruecos. Los intereses imperiales de España en Marruecos se remontaban al siglo XVI, y hacía ya mucho tiempo que las fortalezas españolas erigidas en la costa habían evolucionado hasta convertirse en enclaves coloniales (Ceuta y Melilla siguen bajo bandera española en la actualidad, como elementos fosilizados de un imperio extinto). Francia tuvo que negociar un tratado con España a fin de delimitar claramente los respectivos «derechos» de ambos países en Marruecos, proceso que concluiría en noviembre del año 1912 con la firma del Tratado de Madrid. De acuerdo con los términos del tratado, España reivindicaba el ejercicio de un protectorado en los extremos norte y sur de Marruecos. La región septentrional abarcaba una zona de unos veinte mil kilómetros cuadrados situados tanto a lo largo del litoral Atlántico y Mediterráneo como en su traspaís, mientras que la porción meridional comprendía un territorio desértico de unos veintitrés mil kilómetros cuadrados que terminaría conociéndose con el nombre de Sáhara Español o Sáhara Occidental. Además, la ciudad portuaria de Tánger, situada junto al estrecho de Gibraltar, quedó bajo control internacional. Después del año 1912 el sultán marroquí se vería obligado a gobernar en un Estado verdaderamente truncado.
Pese a que antes de convertirse en protectorado, Marruecos hubiera contado con un Estado independiente por espacio de varios siglos, sus gobernantes nunca habían logrado que el conjunto del territorio nacional quedara sometido a su autoridad. El sultán siempre había ejercido un sólido control en las ciudades, siendo más débil su dominio en la campiña. El hecho de que Marruecos quedara sujeto a la dominación imperial no hizo más que acentuar ese estado de cosas. Los soldados se amotinaban y muchos de ellos regresaban a las tribus de las que procedían, dedicándose a fomentar la rebelión en el ámbito rural. En mayo de 1912, al presentarse in situ el primer gobernador francés para tomar posesión de su cargo, la campiña marroquí se hallaba en estado de gran agitación.
A lo largo de los trece años que ejerció el puesto en tierras marroquíes, el mariscal Hubert Lyautey (1854-1934) demostraría ser un gran innovador de la administración imperial. Llegó a Fez la víspera de un ataque en masa lanzado contra la ciudad por un grupo de soldados amotinados que contaban con el respaldo de los miembros de sus respectivas tribus. Vio así en primera persona las limitaciones con que topaban en la práctica los privilegios que habían conseguido los diplomáticos franceses al obtener de Europa el consentimiento necesario para que Francia ejerciera la hegemonía en Marruecos.
Pese a haber recibido formación militar, Lyautey no quería repetir los errores que se habían cometido en Argelia, un país cuya violenta «pacificación» no sólo había llevado décadas sino que había provocado la muerte de cientos de miles de franceses y argelinos. En lugar de imponer las formas propias de la administración europea, Lyautey albergaba la esperanza de ganarse las simpatías de los marroquíes mostrándose dispuesto a preservar las instituciones locales y a ejercer su autoridad a través de los dirigentes nativos, empezando por el mismísimo sultán.
Los franceses buscaban controlar las ciudades marroquíes por medio de las instituciones que rodeaban al gobierno del sultán, que recibía el nombre de Makhzan (cuyo significado literal es el de «tierra del tesoro»). Lyautey tuvo buen cuidado en dar grandes muestras de respeto hacia los símbolos de la soberanía del sultán, y no tuvo inconveniente en hacer sonar el himno nacional marroquí en las ocasiones solemnes ni en dejar que la bandera de Marruecos ondeara en los edificios públicos. Sin embargo, el respeto manifestado hacia el cargo que el sultán desempeñaba no siempre se extendía a la persona que lo ejercía. Uno de los primeros actos de Lyautey consistiría precisamente en forzar la abdicación del sultán reinante, Mulay Abd al-Hafid, a quien no consideraba digno de confianza, y en sustituirlo por un gobernante más complaciente, Mulay Yusuf (cuyo reinado se prolongará del año 1912 al 1927).
Lyautey levantaría su estrategia de control de la campiña sobre tres pilares indígenas: los «grandes cadíes», o cabecillas tribales; los turuq, o hermandades místicas islámicas, cuya red de logias abarcaba la totalidad del país; y los indígenas bereberes. Los grandes cadíes contaban con la lealtad de los miembros de sus respectivas tribus y podían reunir centenares de hombres armados. Habiendo sido testigo de un ataque tribal contra Fez justo al día siguiente de su llegada a la plaza, Lyautey comprendió la importancia de conseguir que los grandes cadíes apoyaran la dominación francesa. Los turuq constituían un entramado de fieles que rebasaba el marco de los lazos tribales, y sus logias no sólo habían dado muchas veces refugio a los disidentes del régimen, sino que habían servido como plataforma para movilizar los sentimientos de oposición religiosa y repeler las invasiones de los pueblos no musulmanes. Lyautey sabía que los turuq argelinos habían tenido un importante papel en la resistencia que Abdelkader había ofrecido a los franceses durante las décadas de 1830 y 1840, así que estaba decidido a utilizar su apoyo en beneficio de su gobierno. Los franceses deseaban enemistar a los bereberes del norte de áfrica con sus vecinos árabes en lo que no era sino una aplicación más de la clásica estrategia basada en la máxima de «divide y vencerás». En septiembre de 1914 se promulgaría una ley por la que se decretaba que, en lo sucesivo, las tribus bereberes de Marruecos habrían de gobernarse en función de sus propias leyes y costumbres, bajo supervisión francesa, en una especie de protectorado de segundo nivel dentro del primero.
El hecho de que el sistema ideado por Lyautey preservara las instituciones indígenas no impedía que siguiera siendo un sistema imperial. Los administradores franceses dominaban la totalidad de los departamentos de la gobernación «moderna»: las finanzas, las obras públicas, la salud, la educación y la justicia, entre otras. Los asuntos religiosos, las donaciones piadosas, los tribunales islámicos y otras cosas por el estilo podían quedar en manos de la autoridad marroquí. Con todo, el sistema de Lyautey ofrecía a los dirigentes locales los incentivos necesarios para inducirles más a colaborar con la Administración colonial francesa que a tratar de subvertir el orden galo. Cuantos más notables marroquíes se implicaran y decidieran participar en los engranajes de la dominación francesa, menos serían los que Lyautey tuviera que «pacificar» en el campo de batalla. Lyautey fue aclamado como un gran innovador, y sus coetáneos juzgaron que su vocación de conservar las costumbres y tradiciones indígenas venía a ser una especie de colonialismo compasivo.
No obstante, y a pesar del sistema que había implantado Lyautey, era mucho lo que quedaba por conquistar en Marruecos. Para reducir el esfuerzo del ejército francés, Lyautey reclutó e instruyó a un buen número de soldados marroquíes deseosos de entregar a su propio país a la dominación francesa. Pese a que aspiraba a una conquista total, Lyautey se centró en el corazón económico de Marruecos, al que motejó con la expresión le Maroc utile —una porción del territorio marroquí que comprendía las regiones provistas de mayores recursos agrícolas, mineros e hídricos.
La conquista del Marruecos útil avanzó paulatinamente, contrarrestada por la constante resistencia rural. Entre la creación del protectorado en 1912 y el estallido de la primera guerra mundial en 1914, Francia consiguió controlar las tierras comprendidas entre Fez y Marrakech, incluyendo las ciudades costeras de Rabat, Casablanca y el nuevo puerto de Kenitra, rebautizado con el nombre de Port Lyautey. Llegados a ese punto, la situación permanecería estancada durante los años de la guerra, una contienda por cierto en la que se llamaría a filas a treinta y cuatro mil soldados marroquíes a fin de que lucharan en la guerra que enfrentaba a Francia con Alemania, sufriendo un importantísimo número de bajas a mayor gloria del amo imperial. El propio Lyautey recibiría el encargo de regresar a Francia entre los años 1916 y 1917, donde desempeñaría el cargo de ministro de la guerra. Pese a su ausencia, el sistema seguiría funcionando con solidez, revelándose que los cadíes constituían el mayor apoyo con que podía contar Francia en Marruecos. En agosto de 1914 se habían reunido en Marrakech los notables rurales, reconociéndose subordinados a Francia. «Somos amigos de Francia —había declarado uno de los más destacados individuos allí congregados— y correremos su misma suerte hasta el final, sea buena o mala.»13
Tras la guerra y la Conferencia de Paz de París, Lyautey reanudó la conquista de Marruecos, enfrentándose a una oposición más intensa que nunca. En 1923 eran más de veintiún mil los soldados franceses dedicados a combatir a una cifra indeterminada de insurgentes marroquíes, aunque se estimaba que debían rondar los siete mil. Con todo, el máximo desafío habría de llegarle de las tierras situadas al otro lado de la línea de demarcación del protectorado francés, esto es, de los bereberes de las montañas del Rif, situadas en la zona septentrional española. Su mayor azote sería un individuo de una pequeña población, un juez llamado Mohamed ibn Abd al-Karim al-Jattabi, más conocido como Abdelkrim. Abdelkrim había nacido en las montañas del Rif, que dominan todo el litoral mediterráneo, y en ese bastión conseguiría organizar durante cinco años (entre 1921 y 1926) una rebelión que habría de cobrarse la vida de decenas de miles de soldados españoles en lo que ha llegado a considerarse como la peor derrota de un ejército colonial europeo en áfrica en todo el siglo XX.14
El conflicto entre los habitantes del Rif (denominados rifeños) y los españoles se inició en el verano de 1921. Inspirándose en los debates relacionados con la reforma social y religiosa del islam, Abdelkrim rechazaba tanto la dominación francesa como la española y aspiraba a crear en el Rif un Estado independiente perfectamente diferenciado del reino de Marruecos. «Yo quería convertir el Rif en un país tan independiente como lo son Francia y España, fundando así un Estado libre y plenamente soberano», explicará más tarde él mismo. «Esa independencia debía garantizarnos la consecución de una completa libertad de autodeterminación, la posibilidad de dirigir nuestros propios asuntos y el establecimiento de cuantos tratados y alianzas consideráramos oportuno rubricar.»15
Abdelkrim era un líder carismático y consiguió unir en un mismo empeño a miles de rifeños y formar con ellos un ejército de gran disciplina y motivación. Los rifeños contaban con la doble ventaja de combatir para proteger sus hogares y familias de los invasores extranjeros y de hacerlo además en la traicionera y accidentada región que tan bien conocían. Entre julio y agosto de 1921, las fuerzas de Abdelkrim diezmaron al ejército español destacado en Marruecos, matando a unos diez mil soldados y haciendo centenares de prisioneros. España envió refuerzos y, en el transcurso del año 1922, se las arregló para reocupar los territorios que habían caído en poder de las fuerzas de Abdelkrim. No obstante, los rifeños siguieron cosechando victorias frente a las tropas españolas, logrando apoderarse de más de veinte mil rifles, junto con cuatrocientos cañones ligeros y ciento veinticinco piezas de artillería pesada, armamento que sería rápidamente distribuido entre los combatientes del Rif.
El cabecilla rifeño exigió un rescate por sus prisioneros a fin de conseguir que España le proporcionara los fondos con los que proseguir su esfuerzo bélico. En enero de 1923, Abdelkrim conseguiría más de cuatro millones de pesetas del gobierno español a cambio de la liberación de los soldados hechos prisioneros por los rifeños desde el inicio de la guerra. Tan enorme suma serviría para sufragar los ambiciosos planes que había concebido Abdelkrim, permitiéndole fortalecer su revuelta y aspirar con mayor firmeza aún a crear un Estado independiente.
En febrero de 1923, Abdelkrim sentó los cimientos de un Estado independiente en el Rif. Aceptó el compromiso de lealtad que le ofrecían las tribus de la región y asumió el liderazgo político a título de emir de ese territorio montañoso (es decir, de general o gobernante de la zona). Los españoles respondieron movilizando a una nueva fuerza de campaña a fin de reconquistar el Rif. Entre los años 1923 y 1924, los rifeños infligirían a los españoles un buen número de derrotas, culminando su racha de triunfos con la conquista de la población de montaña de Chauen en el otoño de 1924. Los españoles perderían diez mil soldados más en las batallas posteriores. Todas aquellas victorias terminarían infundiendo en Abdelkrim y en sus legiones rifeñas un mayor sentimiento de confianza que de prudencia. ¿Si resultaba tan fácil derrotar a los españoles, por qué no pensar que fuera a ocurrir lo mismo con los franceses?
La guerra del Rif provocaría una grave inquietud en Francia. En una visita de inspección realizada al frente septentrional de Marruecos en junio de 1924, Lyautey constataría alarmado que la derrota de las fuerzas españolas dejaba en situación de extrema vulnerabilidad las posiciones francesas, sumamente expuestas a un ataque de los rifeños. El Rif era una región pobre y montañosa que dependía notablemente de los productos alimenticios que le llegaban de los fértiles valles de la zona francesa. Lyautey tenía que reforzar la comarca situada entre Fez y el protectorado español si quería evitar que los rifeños la invadieran a fin de garantizarse el aprovisionamiento.
Lyautey regresó a París en agosto para informar de la situación al primer ministro, Édouard Herriot, y a su gobierno, dado que Abdelkrim y su levantisco Estado planteaban una seria amenaza a los franceses. Sin embargo, las fuerzas francesas se hallaban notablemente dispersas, dado que habían ocupado Renania y tenían que sostener la administración de Siria y el Líbano, así que no resultaba posible dedicar a Marruecos la cantidad de hombres y pertrechos que Lyautey consideraba el mínimo necesario para mantener su posición en la zona. Pese a que había solicitado el envío inmediato de cuatro batallones de infantería, el gobierno no logró reunir más que dos. Como había sido de ideas conservadoras toda su vida, Lyautey tuvo la sensación de no contar con el apoyo del gobierno radical de Herriot. Habiendo cumplido ya los setenta años, y con la salud muy debilitada, regresó a Marruecos en unas condiciones de debilidad física y política que le incapacitaban para contener a los rifeños.
En abril de 1925, las fuerzas de Abdelkrim enfilaron hacia el sur e invadieron la zona francesa. Trataban de obtener el apoyo de las tribus locales que reivindicaban la posesión de las tierras de cultivo situadas al sur del Rif. Los generales de Abdelkrim se reunieron con los cabecillas tribales a fin de explicarles cómo veían ellos la situación. «Abdelkrim —que es el verdadero sultán de Marruecos— ha hecho un llamamiento a la guerra santa para expulsar a los infieles, y muy particularmente a los franceses, a mayor gloria del islam regenerado.» Era «sólo cuestión de días», explicaban, que las fuerzas de Abdelkrim ocuparan la totalidad del territorio marroquí.16 Abdelkrim estaba cada vez más convencido de que su movimiento constituía una guerra religiosa contra el cúmulo de fuerzas no musulmanas que tenían ocupado un territorio musulmán como el de Marruecos, así que pasó a reclamar para sí el conjunto de las tierras del sultanato marroquí, no contentándose ya con reivindicar el control de la pequeña república del Rif.
Como temía Lyautey, los rifeños irrumpieron rápidamente en las mal defendidas tierras agrícolas de la porción septentrional del país. Los franceses se vieron obligados a evacuar a todos los ciudadanos europeos y a retirar las tropas que tenían acantonadas en la campiña, congregándolas en la ciudad de Fez y sufriendo numerosas bajas en el repliegue. En sólo dos meses, los franceses habían perdido cuarenta y tres puestos militares y visto morir a mil quinientos soldados, por no hablar de las cuatro mil setecientas bajas padecidas entre heridos y desaparecidos en las escaramuzas con los rifeños.
En junio, tras haber acampado a sus tropas a sólo cuarenta kilómetros de Fez, Abdelkrim enviaría un escrito a los eruditos islámicos de la célebre madraza de la ciudad, ubicada en la mezquita de Al-Karauine, a fin de ganarlos para su causa. «Os damos a conocer, tanto a vosotros como a vuestros colegas ... Que sois hombres de buena fe y que no frecuentáis a los hipócritas ni a los infieles, el estado de servidumbre en que se ha abismado la desunida nación de Marruecos», expone Abdelkrim. A continuación acusa al sultán reinante, Mulay Yusuf, de haber traicionado a su nación al haberla entregado a los franceses, rodeándose además de funcionarios corruptos. Al final, Abdelkrim solicita a los dirigentes religiosos de Fez que le concedan su apoyo, planteando dicho respaldo como un deber religioso.17
Era un argumento convincente, y además Abdelkrim lo había expuesto en bien fundados términos teológicos, respaldados con un gran número de citas sacadas del Corán en las que se hablaba de la necesidad de sostener la yihad. Sin embargo, los eruditos religiosos árabes de Fez no se decidieron a respaldar a los bereberes del Rif. Al llegar a las afueras de Fez, el ejército de Abdelkrim se encontró de frente al «Marruecos útil», es decir, a la región sólidamente sujeta al control francés que se había creado al calor del sistema ideado por Lyautey. Enfrentados a una disyuntiva que les obligaba a elegir entre el naciente movimiento de liberación nacional surgido en el Rif y las instituciones, sólidamente ancladas, de la dominación imperial francesa, es claro que los estudiosos musulmanes de Fez consideraron que el sistema instaurado por Lyautey era el eslabón más fuerte.
El movimiento de Abdelkrim se detuvo frente a las murallas de Fez en junio de 1925. Si los tres pilares en que se asentaba la hegemonía rural de los franceses eran las hermandades musulmanas, los más descollantes notables tribales, y los grupos bereberes, era obvio que Lyautey se había asegurado el control de dos de ellos. «La principal razón de mi fracaso —reflexionaría más tarde Abdelkrim— se debió al fanatismo religioso.» Se trata de una afirmación incongruente, habida cuenta del modo en que el propio Abdelkrim pretendía utilizar al islam como elemento con el que reunir fuerzas para una guerra santa contra las potencias imperiales. Sin embargo, al hablar de «fanatismo religioso», el cabecilla rifeño se refiere de hecho a las hermandades místicas islámicas. «Los jeques de los turuq eran mis más enconados enemigos, como también lo eran del progreso del país», señala al expresar su parecer. Y tampoco tuvo más éxito con los grandes cadíes. «Al principio traté de ganarme a las masas para mi causa mediante la argumentación y el ejemplo —escribe Abdelkrim—, pero topé con la decidida oposición de las principales familias, que no dudaron en ejercer su poderosa influencia.» Salvo en un caso, sostiene Abdelkrim, «todas se enemistaron conmigo».18 En su oposición a Abdelkrim, los grandes cadíes y los jeques de las hermandades islámicas habían optado por prestar su apoyo a la dominación francesa en Marruecos, según lo planeado por Lyautey. Y en cuanto a los bereberes, hemos de recordar que tanto Abdelkrim como sus tropas rifeñas eran bereberes. Los grupos bereberes iban a llevar la política del separatismo bereber ideada por Lyautey más lejos de lo que el propio Lyautey se había propuesto jamás. No hay duda de que el hecho de que los rifeños fuesen bereberes ejerció una notable influencia en los árabes marroquíes, disuadiéndoles de secundar su campaña contra los franceses.
Pese a que el sistema de gobernación colonial que había concebido funcionaba adecuadamente, el mismo Lyautey iba a convertirse en víctima del levantamiento rifeño. A los ojos de quienes le criticaban en París, la penetración de la guerra del Rif en el territorio del protectorado francés era la prueba palpable de que los esfuerzos de Lyautey por lograr el total sometimiento de Marruecos habían fracasado. En julio de 1925, al entrar en el protectorado un gran contingente militar de refuerzo recién llegado de Francia, Lyautey —exhausto no sólo por los largos meses de campaña contra los rifeños sino por los achaques de su mala salud— solicitó la ayuda de otro comandante. El gobierno francés le envió entonces como auxiliar al mariscal Philippe Pétain, héroe de la primera guerra mundial por su papel en la batalla de Verdún. En agosto, Pétain asumía el control de las operaciones militares francesas en Marruecos, y al mes siguiente, Lyautey presentaba la dimisión. Lyautey abandonaría Marruecos definitivamente en octubre de 1925.
Abdelkrim no sobreviviría mucho tiempo a la marcha de Lyautey. Los ejércitos francés y español combinaron sus fuerzas para aplastar la rebelión rifeña. El ejército rifeño ya se había retirado a la accidentada región del norte de Marruecos de la que procedía, pero una vez allí iba a verse atrapado en el cerco de dos frentes que organizara el inmenso contingente de los ejércitos español y francés en septiembre de 1925. En octubre, los ejércitos europeos tenían ya completamente rodeadas las montañas del Rif, imponiendo un bloqueo total pensado para forzar la rendición de los rifeños por falta de víveres. Los europeos rechazaron los esfuerzos que realizara Abdelkrim para alcanzar una solución negociada, y en mayo de 1926, un ejército conjunto formado por unos ciento veintitrés mil soldados de las dos potencias coloniales europeas irrumpió en las montañas del Rif. La resistencia rifeña se vino abajo, y el 26 de mayo Abdelkrim se rindió a los franceses. Poco después sería enviado al exilio a la isla de la Reunión, en pleno océano índico, donde permanecería hasta el año 1947.
Con el fin de la guerra del Rif, Francia y España volvieron a asumir la Administración colonial de Marruecos, libres al fin del obstáculo de toda oposición local. Pese a que la guerra del Rif no desembocara en el surgimiento de una persistente resistencia a la ocupación de Marruecos por los franceses y los españoles, el movimiento de Abdelkrim sí que conseguiría encender la imaginación de los nacionalistas en todo el mundo árabe. Los nacionalistas árabes consideraban que los rifeños eran un pueblo árabe más (no un grupo de bereberes) y tenían muy en cuenta el hecho de que hubieran puesto en marcha una heroica resistencia a la dominación europea e infligido numerosas derrotas a los modernos ejércitos occidentales en defensa de su tierra y de su fe. Los cinco años de rebelión contra España y Francia que protagonizaran entre 1921 y 1926 inspirarían a distintos grupos de nacionalistas sirios, induciéndoles a organizar una revuelta similar contra los franceses en 1925.
* * *
En la población de Hama, situada en el centro de Siria, un joven oficial de ese país seguía ávidamente las crónicas periodísticas de la guerra del Rif. El propio Fawzi al-Qawuqji había luchado en una ocasión contra los franceses. Nacido en la ciudad de Trípoli, situada en lo que más tarde habría de convertirse en el gran Líbano, se había unido a la causa del rey Faisal, integrándose en la desorganizada banda que terminaría enfrentándose en julio de 1920 al ejército colonial francés en Khan Maysalun. La magnitud de esa derrota convencería a al-Qawuqji de que los sirios no tenían capacidad ofensiva suficiente para expulsar a los franceses, al menos de momento.
Pocas semanas después de los sucesos de Maysalun, al-Qawuqji decidiría abandonar las posturas idealistas para pasar a adoptar una actitud más pragmática, aceptando un nombramiento en el nuevo ejército sirio que estaban creando los franceses, y al que se conocería con el nombre de Troupes Spéciales, o Legión Siria. Sin embargo, no se sentía cómodo vistiendo el uniforme francés y contribuyendo a controlar un país en colaboración con una potencia imperial extranjera. Mientras leían el periódico en los cuarteles de Hama, al-Qawuqji y sus demás compañeros nacionalistas encontraban inspiración en la guerra del Rif, tomando a Abdelkrim como modelo. «Lo que veíamos en el heroísmo de su lucha terminó convenciéndonos de que el rasgo distintivo del carácter árabe había perdurado en su causa», escribirá al-Qawuqji en sus memorias. De ese modo, «se generalizó en nuestro ánimo un sentimiento de amor al sacrificio. Recuerdo que yo seguía obsesivamente los acontecimientos de Marruecos, y que me dedicaba a buscar mapas de las zonas en que se desarrollaba el conflicto».19
Si la guerra del Rif motivaba a los nacionalistas sirios, los administradores imperiales hallaban estímulo en los métodos que había ideado Lyautey para la gobernación colonial de Marruecos. Buena parte de los oficiales franceses nombrados para dirigir los asuntos sirios eran discípulos de la «escuela» de Lyautey: el general Henri Gouraud, el primer alto comisionado de Siria, había sido ayudante de Lyautey en Marruecos. Otros destacados oficiales coloniales destinados en Siria habían servido a las órdenes de Lyautey, resaltando, entre otras, las figuras del coronel Catroux, el delegado de Gouraud en Damasco; del general de Lamothe, delegado del anterior en Alepo; y de los dos coroneles que habían actuado como delegados en los territorios alauitas. Además, eran también muchos los oficiales de menor graduación que habían llegado a Siria tras un período de servicio en Marruecos. Como era de esperar, a lo que se dedicaron fue a intentar reproducir en Siria, con adaptaciones, el sistema empleado por Lyautey en Marruecos.20
Los ocupantes franceses de Siria tuvieron que hacer frente desde el principio a la oposición nacionalista que encontraban tanto en el campo como en las pequeñas poblaciones. En 1919 estallaría un levantamiento antifrancés en los montes alauitas, situados en la región occidental de Siria, y se tardarían dos años en sofocarlo. Lo único que pretendían los alauitas —una comunidad religiosa cuyos orígenes se remontan al islam chiita— era conservar su autonomía. No tenían la menor intención de luchar en favor de la independencia nacional. Los franceses consiguieron satisfacer los anhelos de autonomía local de los alauitas mediante la creación de un miniestado centrado en torno a la ciudad portuaria de Latakia y la montañosa región alauita, un miniestado gobernado por los notables locales en colaboración con los administradores franceses.
En la campiña que rodea la ciudad de Alepo, ubicada en el extremo septentrional de Siria, iba a desencadenarse en 1919, capitaneada por un notable local llamado Ibrahim Hananu, una revuelta nacionalista de entidad considerablemente superior. Hananu era un terrateniente que había trabajado en la burocracia otomana con anterioridad a la primera guerra mundial y que había quedado muy desencantado al comprobar la represión que habían ejercido las autoridades otomanas durante la guerra. Se había presentado voluntario en el ejército que había reunido el emir Faisal entre los años 1916 y 1918 con motivo de la Rebelión árabe, y había tomado parte en el Congreso general Sirio del año 1919. Hananu era un hombre de acción, de modo que juzgó que el Congreso general Sirio apenas era otra cosa que un puro ejercicio de palabrería inútil y decidió regresar al norte, a la ciudad de Alepo, a fin de movilizar a unos cuantos guerrilleros con los que organizar un movimiento capaz de frenar eficazmente a los franceses. Dio así inicio a un levantamiento rural contrario a la amenaza de la dominación francesa, un levantamiento que en 1920, tras ocupar Alepo los franceses, iba a convertirse rápidamente en un alzamiento nacionalista. El número de insurgentes crecería a gran velocidad entre el verano y el otoño de ese año, pasando de ochocientos voluntarios a cerca de cinco mil.21 Los nacionalistas sirios recibían armas y fondos de los vecinos turcos, quienes a su vez combatían por entonces contra la breve ocupación francesa de la región costera situada al sur de Anatolia. Los franceses reaccionaron con rapidez, desplegaron sus tropas y consolidaron su posición hegemónica en Alepo por temor a que la revuelta de Hananu terminara provocando un levantamiento nacionalista generalizado en toda Siria. En el otoño de 1921, Hananu huyó a Jordania, donde fue capturado por los británicos y puesto en manos de la justicia francesa. Los franceses llevaron a Hananu ante los tribunales, pero tuvieron la prudencia de absolver al líder nacionalista, evitando así que se convirtiera en un mártir. Para Fawzi al-Qawuqji, que ya se había enrolado en la Legión Siria, el desbaratamiento de la rebelión de Hananu no conseguiría sino reafirmar en él la idea de que los sirios no estaban todavía lo suficientemente preparados como para plantar cara a los franceses.
A éstos, por su parte, la vulnerabilidad frente a la agitación nacionalista les preocupaba más de lo que Fawzi al-Qawuqji imaginaba. Para contrarrestar la amenaza que podría suponer el surgimiento de un movimiento nacionalista unificado, los franceses optaron por recurrir a la estrategia del divide y vencerás, desguazando Siria en cuatro miniestados. Alepo y Damasco quedaron convertidas, respectivamente, en sede de dos administraciones distintas a fin de evitar que a los nacionalistas urbanos de las principales ciudades sirias se les ocurriera hacer causa común. Los franceses concibieron igualmente la creación de sendos estados separados en el caso de las dos comunidades religiosas de más largo historial de autonomía territorial: los alauitas de la Siria occidental, y los drusos de la región meridional. Tomando como modelo el sistema aplicado por Lyautey a la política bereber, Francia esperaba hallar un medio de crear en los alauitas y los drusos un interés personal en la conservación del mandato francés, ya que éste les permitía mantenerse al margen del nacionalismo urbano. El alto comisionado Gouraud justificaría esta división de Siria en cuatro regiones autónomas regidas por destacados personajes locales elevados al rango de gobernadores sobre la base de la doctrina aprendida en la escuela del mariscal Lyautey.22
Si por un lado estaban dispuestas a realizar grandes esfuerzos para garantizarse la buena voluntad de las comunidades drusas y alauitas de Siria, por otro, las autoridades francesas no tenían la menor intención de hacer la más mínima concesión a los dirigentes nacionalistas de Damasco. El líder nacionalista sirio más influyente de principios de los años veinte era Abderramán Shahbandar (1882-1940), un médico formado en la universidad Americana de Beirut. Al hablar perfectamente el inglés, debido a sus años en la facultad de medicina, Shahbandar no sólo había sido guía y traductor de la Comisión King-Crane en el año 1919, sino que había trabado amistad con Charles Crane. En mayo de 1920 había ejercido brevemente el cargo de ministro de Asuntos Exteriores en el último gabinete del rey Faisal y se había refugiado en Egipto tras la caída del gobierno de este soberano, ocurrida en julio de ese mismo año. Apenas doce meses después regresaría a Damasco, al anunciar los franceses, en el verano de 1921, la concesión de una amnistía general.
A su regreso a Siria, el doctor Shahbandar reanudó sus actividades nacionalistas y fundó una organización clandestina denominada la Sociedad de la Mano de Hierro. En esta sociedad se daban cita numerosos veteranos de la época otomana, todos los cuales habían pertenecido a las sociedades arabistas secretas de ese período y habían sido además defensores del gobierno árabe creado por Faisal en Damasco, teniendo como prioridad común en todos los casos el objetivo de expulsar de Siria a los franceses. La estricta vigilancia puesta en marcha por las autoridades francesas conseguiría frenar las actividades de la Sociedad de la Mano de Hierro. El 7 de abril de 1922, los franceses arrestaron a Shahbandar y a otros cuatro dirigentes del movimiento por considerarlos sospechosos de fomentar la rebelión.
Las detenciones efectuadas por los franceses no lograrían más que avivar las llamas de la disidencia siria. Al día siguiente, un grupo de nacionalistas utilizaron las plegarias del viernes como pretexto para embarcar en una manifestación de masas a los ocho mil fieles congregados en la mezquita omeya del centro de la ciudad. Los miembros de la Sociedad de la Mano de Hierro se pusieron así al frente de una heterogénea multitud compuesta por líderes religiosos, pequeños jerarcas de barrio, mercaderes y estudiantes. Recorrieron en formación las plazas centrales de Damasco y se dirigieron a la ciudadela, encontrándose allí con las fuerzas de seguridad francesas, que los dispersaron, hiriendo a varias decenas de participantes y arrestando a cuarenta y seis damascenos.
Las medidas represivas de los franceses se revelaron incapaces de sofocar las protestas, ya que cada vez eran más los habitantes de la ciudad que respondían a los llamamientos de los nacionalistas. El 11 de abril, un grupo integrado por cuarenta mujeres y capitaneado por la esposa de Shahbandar organizó una gigantesca manifestación. Los soldados franceses abrieron fuego contra la muchedumbre, matando a tres personas e hiriendo a muchas más, entre ellas a varias mujeres. Se hizo un llamamiento a la huelga general, de modo que los tenderos de Damasco tuvieron bajas las persianas de sus establecimientos durante varias semanas, el tiempo que duró el juicio contra Shahbandar y los demás líderes de la oposición. Todos los acusados hubieron de encajar unas sentencias muy severas. Shahbandar fue condenado a veinte años de prisión, mientras que a los demás se les impusieron penas comprendidas entre los cinco y los quince años de cárcel. La Sociedad de la Mano de Hierro quedó desbaratada, los nacionalistas fueron acallados y la calma pareció prevalecer, pero la tranquilidad únicamente habría de durar tres años.
En 1925, tras esos tres años de relativo sosiego, los franceses comenzaron a reconsiderar las medidas políticas que habían adoptado en Siria. La gestión de varios miniestados estaba revelándose notablemente cara. El alto comisionado Gouraud había terminado su período de mandato, así que sus sucesores optaron por decretar la unión de Alepo y Damasco en un único Estado, disponiendo que se celebraran elecciones para la designación de una nueva Asamblea de Representantes en octubre de 1925.
Tras el mencionado trienio de calma política, los franceses comenzaron a relajar la férula con que mantenían a la región siria bajo control. Ante la inminencia de las elecciones a la Asamblea de Representantes, el general Maurice Sarrail, el nuevo alto comisionado, concedió el perdón a los prisioneros políticos y permitió que los nacionalistas de Damasco crearan un partido. En junio de 1925, Shahbandar, que había cumplido dos años de cárcel antes de ser puesto en libertad a raíz de la amnistía general, creó un nuevo órgano nacionalista al que denominaría el Partido del Pueblo. Shahbandar incorporó a su formación política a algunas de las más prominentes figuras de Damasco. Las autoridades del mandato francés respondieron al reto apadrinando a un partido favorable a los intereses de Francia —el Partido de la unión Siria—. Los sirios temían que Francia amañara los resultados de las elecciones, como ya habían hecho en el Líbano. Sin embargo, la desorganización del proceso político iba a surgir antes en la meseta drusa que en el despacho del alto comisionado.
El conflicto entre los franceses y los drusos venía gestándose desde el año 1921. El general Georges Catroux, también seguidor de la línea Lyautey, había redactado en esa fecha el borrador del tratado que habría de regir las relaciones de los franceses con los drusos, y había tomado como modelo la política adoptada por Francia en relación con los bereberes de Marruecos. De acuerdo con el tratado, la meseta drusa debía quedar convertida en una unidad administrativa especial e independiente de Damasco, regida por un gobernador nativo electo y por un consejo de representantes. En otras palabras, la administración de la meseta drusa debía quedar manifiestamente en manos de los drusos. A cambio, éstos se avenían a aceptar los términos del mandato francés y el envío de asesores galos a la meseta, junto con una guarnición de soldados franceses. Muchos de los drusos albergaban profundos recelos respecto de los términos del tratado y temían que el pacto dejara a los franceses un margen demasiado amplio para interferir en sus asuntos. La mayoría de ellos optarían por esperar a ver lo que sucedía, es decir, casi todos prefirieron juzgar a los franceses por sus actos. Y lo cierto es que lo que iba a ocurrir en el transcurso de los años posteriores no habría de servir para tranquilizarles.
Para empezar, Francia cometió el error de enemistarse con el más poderoso dirigente druso, el sultán Basha al-Atrash. En lo que era una meridiana apuesta pensada para socavar la autoridad del individuo más poderoso de la meseta drusa, las autoridades francesas nombrarían gobernador de la región a uno de los parientes del sultán Basha, un personaje subordinado a él llamado Salim al-Atrash. Esto determinó el enfrentamiento de los intereses de los franceses y los del sultán Basha. En julio de 1922, los hombres del sultán Basha decidieron liberar a una persona que había sido apresada por los franceses, y la respuesta de éstos consistió en enviar tropas y aviones para echar abajo la residencia del sultán Basha. Impertérrito, el sultán Basha se puso al frente de una guerrilla y lideró una campaña contra las posiciones que ocupaban los franceses en la meseta, campaña que se prolongaría por espacio de nueve meses, hasta abril de 1923, fecha en la cual el jefe militar druso se vería obligado a rendirse. Los franceses consiguieron pactar una tregua con el dirigente druso y evitar así los peligros de poner a prueba a tan poderoso caudillo local. Sin embargo, Salim Basha al-Atrash, el gobernador nominal de la meseta drusa, había presentado ya su dimisión, y ningún otro líder druso estaba ya dispuesto a aceptar el ponzoñoso cáliz que les tendían los franceses al pretender nombrarlos gobernadores de la meseta con la oposición del sultán Basha.
En 1923, al no poder recurrir a ningún otro candidato druso, los franceses decidieron romper una de las reglas de oro del sistema ideado por Lyautey, así como los términos del tratado mismo que habían firmado con los drusos, nombrando gobernador de la meseta a un oficial francés. Y por si fuera poco, el hombre al que eligieron para el cargo, el capitán Gabriel Carbillet, era un celoso reformista que se había propuesto destruir lo que él llamaba el «antiguo sistema feudal» imperante en la meseta drusa, dado que lo consideraba «retrógrado». Las quejas de los drusos por el proceder de Carbillet se multiplicaron. Shahbandar señalaría irónicamente que muchos de sus camaradas nacionalistas concedían al oficial francés el honor de haber promovido notablemente el nacionalismo sirio al poner a los drusos al borde mismo de la rebelión.23
Los dirigentes drusos se negaron a aceptar la violación francesa del tratado firmado en el año 1921 y decidieron elevar directamente sus quejas a las autoridades del mandato. En la primavera de 1925, los cabecillas de la meseta reunieron una delegación y partieron a Beirut para reunirse con el alto comisionado y presentar una queja formal contra Carbillet. En lugar de aprovechar la oportunidad para templar los ánimos de los contrariados drusos, el alto comisionado Sarrail prefirió humillar abiertamente a los más eminentes hombres de la meseta negándose siquiera a recibirles. Los dirigentes drusos regresaron furiosos a la región de la que habían partido, decididos a rebelarse contra los franceses, para lo cual comenzaron a buscar aliados. Pronto iban a ver en los nacionalistas de las urbes a sus colaboradores naturales.
Para el año 1925, la actividad nacionalista había empezado a ganar terreno en todas las poblaciones sirias. En Damasco, Abderramán Shahbandar había logrado congregar a los principales nacionalistas en el recién creado Partido del Pueblo. En Hama, Fawzi al-Qawuqji acababa de constituir un partido político de franca orientación religiosa al que había puesto el nombre de Hizb Alá, o «Partido de Dios». Al proceder de este modo, al-Qawuqji demostró ser uno de los primeros en percibir el poderío político latente en el islam como elemento con el que movilizar a la gente contra la dominación extranjera. Se dejó crecer la barba y comenzó a visitar por las noches las diferentes mezquitas de Hama a fin de reunir apoyos para un levantamiento. Estableció buenas relaciones con los predicadores musulmanes de la ciudad y les animó a salpimentar los sermones del viernes con referencias coránicas a la yihad. Obtuvo asimismo el respaldo económico de algunas de las más acaudaladas familias de terratenientes de Hama. De ese modo crecieron tanto el número de afiliados de Hizb Alá como sus recursos financieros. A principios del año 1925, al-Qawuqji había enviado emisarios a Damasco, encargándoles que se entrevistaran con Shahbandar y fomentaran una mejor coordinación entre el Partido del Pueblo de Shahbandar y el Hizb Alá de Hama. Shahbandar frenó entonces a los emisarios llegados de Hama, advirtiéndoles de que «la idea de una rebelión en las circunstancias en que en ese momento se hallaban constituía un claro peligro que podía resultar perjudicial para los intereses de la nación».24 Sin embargo, al integrarse los drusos en la causa nacionalista en mayo de 1925, Shahbandar juzgó que el movimiento había alcanzado ya la masa crítica suficiente como para contar con una posibilidad de éxito.
Ese mismo mes de mayo, los cabecillas drusos establecieron contacto con Shahbandar y los nacionalistas de Damasco. La primera reunión se organizaría en el domicilio de un veterano periodista, y la conversación giraría en torno a los medios necesarios para poner en marcha una rebelión. Shahbandar informó a los drusos acerca de las actividades que estaba llevando a cabo Fawzi al-Qawuqji en Hama y puso sobre la mesa un debate en concreto: el de atacar a los franceses por varios frentes a la vez, mediante la organización de una rebelión siria que se extendiera al conjunto de la nación. Las reuniones posteriores habrían de celebrarse en casa de Shahbandar, y a ellas acudirían los más destacados miembros del clan de al-Atrash. Se pronunciaron juramentos secretos y se sellaron pactos igualmente clandestinos, haciendo todos los participantes el voto solemne de trabajar en favor de la unidad y la independencia nacionales.25 Se trataba de una alianza de conveniencia por ambas partes. Shahbandar y sus colegas estaban sencillamente encantados de constatar que los drusos se hallaban dispuestos a poner en marcha una acción armada en la región sujeta a su control, dado que además de disfrutar en ella de una libertad de movimientos mayor de la que tenían los propios nacionalistas en Damasco contaban con mucho más armamento. Por su parte, los drusos se alegraban de no tener que enfrentarse solos a los franceses. Los nacionalistas de Damasco les prometieron hacer que la rebelión se expandiese a escala nacional, proporcionando además a los drusos el apoyo que necesitaban para tomar la iniciativa.
Los drusos desencadenaron la rebelión contra la dominación francesa en julio de 1925. El sultán Basha al-Atrash se puso al frente de una fuerza integrada por varios miles de combatientes y partió a enfrentarse a los franceses en Saleca, la segunda ciudad en tamaño de la meseta drusa, plaza que conseguirían ocupar el 20 de julio. Al día siguiente, la banda del sultán Basha pondría cerco a la plaza de al-Suwayda, la capital administrativa de la meseta drusa, atrapando a un importante contingente de administradores y soldados franceses.
Cogidos por sorpresa, los franceses se vieron impotentes, al carecer de las fuerzas y la estrategia necesarias para rechazar la rebelión drusa. En el transcurso de las siguientes semanas, el ejército druso, compuesto por una cifra de voluntarios comprendida entre los ocho mil y los diez mil hombres, derrotaría, una tras otra, a cuantas fuerzas lanzaran contra ellos los franceses. El alto comisionado Sarrail estaba decidido a suprimir la rebelión en la cuna a fin de evitar la materialización del escenario de pesadilla que se organizaría en caso de que el levantamiento adquiriese proporciones nacionales. Procedió a una reorganización de las tropas francesas y de las fuerzas de la Legión Siria, desplazando hacia el sur a las que se hallaban acantonadas en el norte y el centro del país a fin de hacer frente al levantamiento registrado en la región meridional de la meseta drusa. En agosto, las autoridades coloniales tomaron en Damasco las medidas más enérgicas contra todos los individuos habitualmente señalados como sospechosos en virtud de sus actividades nacionalistas, arrestando y deportando a un buen número de hombres sin juicio alguno. Shahbandar y sus más íntimos colaboradores huirían de Damasco para ir a refugiarse a las tierras que controlaba el clan Atrash en la meseta drusa. Y a pesar de los grandes esfuerzos de la potencia francesa, la rebelión comenzó a extenderse. El segundo brote se iniciaría en Hama.
Fawzi al-Qawuqji había preparado adecuadamente el terreno de la revuelta en Hama y había esperado el momento más oportuno para asestar el golpe. Tras haber contemplado el surgimiento y la caída de los anteriores levantamientos sirios contra los franceses, creía que ahora, en 1925, la situación era al fin diferente. Existía un grado de coordinación nuevo entre quienes se oponían a la dominación francesa, es decir, entre los drusos, los damascenos y el partido que él mismo había creado en Hama. Los drusos habían puesto en marcha la rebelión, y la iniciativa había tenido efectos devastadores para los franceses. Al-Qawuqji aún seguía con interés las noticias que llegaban de la guerra del Rif en Marruecos y sabía que la posición de Francia en esa región norteafricana se estaba deteriorando rápidamente: «El ejército francés había quedado empantanado en su lucha contra las tribus del Rif, capitaneadas por Abdelkrim. Comenzaron a llegarnos noticias de sus victorias y también empezamos a enterarnos de que los franceses estaban enviando refuerzos a Marrakech», confiará al-Qawuqji en sus memorias. Al-Qawuqji comprendió que el hecho de que los franceses estuvieran mandando tropas a Marruecos les impediría disponer de refuerzos con los que apoyar al ejército francés de Siria. «Yo había terminado ya los preparativos necesarios», concluye al-Qawuqji. «Todo cuanto quedaba por hacer era empezar a poner en práctica el plan.»26
En septiembre del año 1925, al-Qawuqji envió varios emisarios al sultán Basha al-Atrash, que se hallaba en ese momento en la meseta drusa. Al-Qawuqji sugería que los drusos aumentaran la intensidad de sus ataques a fin de atraer a esa región meridional a todos los efectivos de que dispusieran franceses. Entonces él lanzaría un ataque en Hama a principios de octubre. El caudillo druso se mostró de acuerdo en exponer a sus tropas a un cerrado combate contra los franceses a fin de conseguir que se abriera un segundo frente hostil a Francia en Hama, así que accedió a ceñirse al plan de al-Qawuqji.
El 4 de octubre, al-Qawuqji organizó un motín en la Legión Siria, ayudado por combatientes llegados de las tribus beduinas de las inmediaciones y respaldado además por la población de la localidad. Apresó a un buen número de soldados franceses y sitió a los administradores de la población, que se hallaban en el palacio gubernamental. A medianoche, la ciudad había pasado a manos de los amotinados.
Los franceses respondieron rápidamente. Pese a que la mayor parte de sus soldados se hallaban en la meseta drusa, como había previsto al-Qawuqji, los europeos todavía contaban con la fuerza aérea. Los aviones franceses iniciaron un bombardeo sobre los barrios residenciales de Hama, arrasando parte de los mercados centrales de la ciudad y matando a cerca de cuatrocientos civiles, muchos de ellos mujeres y niños. Los notables de la población, que en un principio se habían comprometido a apoyar al movimiento de al-Qawuqji, fueron los primeros en romper filas y en sellar un pacto con los franceses a fin de terminar a un tiempo con la revuelta y con los bombardeos. Menos de tres días después de iniciada la rebelión, al-Qawuqji y sus hombres se vieron obligados a replegarse a la campiña, dejando que los franceses recuperaran Hama.
Sin dejarse amilanar por el fracaso de Hama, al-Qawuqji y sus tropas extendieron la rebelión a otros pueblos y ciudades de toda Siria. «Las puertas de los campos sirios se abrieron ante nosotros, mostrándose propicias a nuestra revuelta. Gracias a esta estratagema —señala con jactancia al-Qawuqji—, la inteligencia y la astucia de los franceses acabaría por rendirse al talento de los árabes y a sus ardides.»27
En el plazo de pocos días, la revuelta lograría extenderse a las aldeas que circundan Damasco. Los franceses trataron de sofocar el movimiento con exhibiciones de una violencia extrema. Destruyeron aldeas enteras mediante fuego de mortero y bombardeos aéreos. Ejecutaron asimismo a cerca de un centenar de aldeanos de la campiña situada en los alrededores de la capital, llevando los cadáveres de regreso a Damasco a modo de siniestros trofeos a fin de disuadir a eventuales simpatizantes y cortar los apoyos de los insurgentes. Como era de esperar, la violencia trajo más violencia. Un día aparecieron, junto a las puertas de la ciudad de Damasco, los cuerpos mutilados de varios soldados de la localidad que servían en el ejército francés como advertencia a todos cuantos tuvieran la idea de colaborar con las autoridades coloniales.
El 18 de octubre, la insurgencia se había extendido ya a la capital siria, donde tanto hombres como mujeres se unieron a la resistencia. Los hombres que tomaban las armas se veían obligados a confiar en que sus esposas y hermanas se ocuparan de pasar de contrabando alimentos y armas para ellos, llevándolos a los lugares en que se ocultaban los insurrectos. Bajo la atenta mirada de un soldado francés, una mujer damascena que llevaba comida y armamento a su marido huido y a sus compañeros rebeldes nos refiere su experiencia. «Al [centinela francés] nunca se le pasó por la cabeza que las mujeres estuvieran ayudando a los rebeldes a escapar por los tejados o que ocultaran armas y bandejas de comida bajo las túnicas y se las entregaran después a los alzados, aportando así su granito de arena a la revolución», recordará más tarde en sus memorias la periodista damascena Siham Tergeman.28
Para los dirigentes nacionalistas de Damasco, la rebelión se había convertido en una guerra santa, viendo por tanto a los combatientes como a otros tantos muyahidines. Unos cuatrocientos voluntarios penetraron en Damasco, ingeniándoselas para tomar los barrios de Shaghur y Maydan y obligando por tanto a los administradores franceses a buscar refugio en la ciudadela. Un destacamento de insurgentes se abrió paso hasta el Palacio de los Azimíes, el orgulloso proyecto materializado en el siglo XVIII por Asad Pachá al-Azimí del que se habían apoderado los franceses, convirtiéndolo en la mansión del gobernador. Los rebeldes rodearon el edificio, tratando de coger prisionero al alto comisionado, el general Maurice Sarrail. Pese a que lo cierto era que Sarrail había abandonado ya su cuartel general, se produjo un feroz tiroteo y al final el antiguo palacio quedó envuelto en llamas. Con todo, aquello no era más que el principio.
Los franceses recurrieron al empleo de la force majeure para aplastar la revuelta de Damasco. Desde las posiciones que ocupaban en la ciudadela se dedicaron a machacar indiscriminadamente los barrios de Damasco con la artillería pesada. «En el momento señalado —escribe el anciano dirigente nacionalista y médico Abderramán Shahbandar—, aquellos demoníacos instrumentos abrían sus bocas y vomitaban sus pavesas sobre los mejores barrios de la ciudad. Durante las veinticuatro horas siguientes, los obuses sembraron la destrucción, provocando incendios que acabaron con más de seiscientos palacetes extremadamente refinados.» A esta acción la siguieron varios días de bombardeos aéreos. «Las incursiones de los aeroplanos se prolongaron desde el domingo a mediodía hasta el martes por la noche. Jamás llegaremos a saber el número exacto de los que sucumbieron bajo los escombros», explica Shahbandar en sus memorias.29 Las estimaciones efectuadas con posterioridad sitúan la cifra de muertos de esas tres jornadas de violencia ininterrumpida en unas mil quinientas personas.
El impacto que tuvo este ataque en la población civil hizo que los insurgentes dieran por terminadas sus operaciones en Damasco. «Los rebeldes abandonaron la ciudad al ver a las mujeres y a los niños atenazados por el terror del constante apisonamiento de los barrios y por el ir y venir de los aviones que dejaban caer sus bombas indiscriminadamente sobre las casas», refiere Shahbandar. Pese a haber sido expulsados de Hama y Damasco, los insurgentes habían conseguido aliviar la situación en que se hallaba la meseta drusa, que llevaba tres meses soportando la peor parte de la represión francesa. Si los franceses albergaban la esperanza de frenar la difusión de la revuelta mediante el uso de una violencia indiscriminada en Hama y en Damasco, iban a llevarse una desagradable sorpresa. Fue preciso enviar tropas francesas a todos los rincones de Siria, ya que durante el invierno de 1925 a 1926 la rebelión se extendió por todo el país.
Sólo después de haber conseguido sofocar los levantamientos del norte y el centro de Siria pudieron regresar los franceses a la meseta drusa, donde el sultán Basha al-Atrash seguía liderando un activo movimiento de resistencia. En abril de 1926, los franceses recuperaron la plaza de al-Suwayda, la capital regional de la comarca drusa. Vencido el mes de mayo de 1926, fecha en la que finalmente se rendiría Abdelkrim en Marruecos, los franceses quedaron en disposición de desviar un gran número de soldados a Siria, elevando así a noventa y cinco mil hombres el total de las fuerzas francesas en la zona, al menos según los datos que aporta Fawzi al-Qawuqji. Los franceses aplastaron la resistencia siria, y sus dirigentes partieron al exilio. El primero de octubre de 1926, el sultán Basha al-Atrash y el doctor Abderramán Shahbandar cruzaban la frontera, rumbo a la vecina Transjordania.
Fawzi al-Qawuqji seguiría tratando de presentar batalla mucho tiempo después de que los demás dirigentes nacionalistas hubieran abandonado la empresa. Entre octubre de 1926 y marzo de 1927 realizaría campaña tras campaña al objeto de reavivar la rebelión, pero el pueblo sirio estaba cansado de luchar y se había vuelto cauteloso ante la violenta respuesta francesa. En su última campaña, efectuada en marzo de 1927, al-Qawuqji se las arreglaría para reunir una banda compuesta por setenta y cuatro guerrilleros, de los cuales únicamente veintisiete poseían una montura. Evitaron Damasco y se dirigieron al desierto, aunque sólo para ser traicionados por las tribus de la región que anteriormente habían apoyado al movimiento rebelde. Recurriendo a la astucia y al engaño consiguieron replegarse a Transjordania, evitando ser capturados por el enemigo, pero dejando a su país sujeto al férreo control de los franceses.30
La rebelión siria no conseguiría liberar a la nación de la dominación francesa. El movimiento nacionalista pasaría a manos de una nueva cúpula jerárquica compuesta por aquellos miembros de las élites urbanas que habían renunciado a la lucha armada como método con el que materializar sus objetivos, prefiriendo optar por la puesta en marcha de un proceso político de negociación y protesta no violenta. Así las cosas, y hasta el año 1936, los nacionalistas sirios no cosecharían prácticamente ningún avance digno de mención con sus esfuerzos.
* * *
Pese a que las autoridades coloniales de Marruecos y Siria hubieran tenido que dedicar gran parte de la década de 1920 a suprimir diversas rebeliones, contaban al menos con un partido en Argelia que prometía colmar sus aspiraciones.
Había transcurrido ya un siglo desde que el dey de Argel sellara el destino de su país con el destemplado gesto de mal genio que le había llevado a blandir un espantamoscas contra el cónsul francés en 1827. Desde que desembarcaran sus primeros contingentes de tropa en Sidi Ferruch, en junio de 1830, los franceses habían expulsado a los otomanos, derrotado al emir Abdelkader, y suprimido un buen número de rebeliones de peso, la última en el período comprendido entre los años 1871 y 1872. A principios del siglo XX habían completado ya la conquista del Mediterráneo, llegando su control hasta el Sáhara.
Al iniciarse la década de 1920 eran ya casi ochocientos mil los colonos que habían abandonado Francia para instalarse en Argelia.31 Los franceses de Argelia no se sentían ya en suelo extranjero. Las tres provincias de Orán, Argel y Constantina llevaban siendo départements franceses desde el año 1848, fecha en la que Argelia había sido declarada territorio francés, y todas ellas contaban con representantes electos en el Parlamento de París. Los diputados «argelinos» —o más exactamente, los diputados de la Argelia francesa— carecían, al igual que los nativos de la colonia, tanto del derecho al voto como de la posibilidad de concurrir en unas elecciones y optar a un cargo de orden nacional. Gozaban en cambio de una influencia desproporcionada en la cámara gala y trabajaban como un bloque en la defensa de los intereses de los colonos.
En 1930, al aproximarse el centenario de la anexión de Argelia, los franceses de la colonia aprovecharían la oportunidad de esa conmemoración para dejar claro, tanto a los ojos de los franceses de la metrópoli como a los de los naturales de Argelia, el triunfo que constituía la presencia de los franceses en Argelia y su permanencia en la región. Los planes para la celebración comenzaron con años de antelación. En diciembre del año 1923 sería el gobernador general de Argelia quien diera el primer paso, al decretar la creación de una comisión «para elaborar el programa de festejos conmemorativos del centenario de la toma de Argel por los franceses, ocurrida en 1830». El Parlamento francés dio luz verde a un presupuesto de cuarenta millones de francos, suma que debía destinarse a los actos del acontecimiento y a la constitución de una comisión encargada de la tarea de organizar los festejos. Al final, el coste de las celebraciones superaría la cifra de cien millones de francos.
Argelia quedó transformada para la ocasión. Se encargó a distintos artistas que crearan monumentos para conmemorar los principales hitos de la historia de la Argelia francesa y adornar tanto los pueblos como la campiña. Se levantaron museos en las grandes ciudades —Argel, Constantina y Orán fundamentalmente— y se acometió la realización de obras públicas en todo el país —colegios, hospitales, orfanatos, asilos para pobres, escuelas agrícolas y profesionales, así como una emisora de radio (la más potente del mundo) a fin de tener la seguridad de que las noticias de los acontecimientos relacionados con el centenario llegaran al último rincón de Argelia—. En la ciudad costera de Orán, en la región occidental del país, se organizó una importante exposición con toda la parafernalia propia de una feria mundial. Se celebraron más de cincuenta conferencias y congresos internacionales, tratándose en ellos prácticamente todos los temas habidos y por haber. Fechas señaladas del calendario fueron también las correspondientes a los acontecimientos deportivos, como rallies automovilísticos a través del Sáhara y regatas de yates. Las ciudades brillaban con la iluminación nocturna, colocándose largas hileras de bombillas eléctricas para resaltar el perfil de los edificios más descollantes y lanzándose además exquisitos castillos de fuegos artificiales.
Los elementos simbólicos del centenario quedarían espléndidamente plasmados en los monumentos que el gobierno encargaría realizar para dejar constancia del acontecimiento. En Boufarik, una población situada pocos kilómetros al sur de Argel, se instaló un gigantesco plinto de piedra de cuarenta y cinco metros de ancho y nueve metros de alto con una inscripción conmemorativa dedicada a «la gloria del genio colonizador de Francia». El escultor Henri Bouchard (que había diseñado el monumento de conmemoración de la Reforma protestante de ginebra) colocaría en el centro de ese enorme pedestal un grupo escultórico de franceses —«héroes precursores de la civilización»— encabezados por los generales Bugeaud y de Lamoricière, los comandantes militares que habían arrasado Argelia al aplicar la política de tierra quemada con la que derrotarían al emir Abdelkader en las décadas de 1830 y 1840. Otro conjunto escultórico compuesto por aristócratas, alcaldes y «colonos modélicos» franceses se erguía en orgullosas filas tras los jefes del ejército. En la parte posterior, contemplando la escena de puntillas para alzarse por encima de la espalda de los franceses de uniforme y traje de gala, el escultor incluyó a unos cuantos árabes vestidos con su atavío nacional, a fin de representar a «los primeros nativos cuya activa fidelidad ha hecho posible la tarea [de la colonización francesa]».32
Los franceses se las ingeniarían incluso para insinuar que los argelinos habían mostrado con su presencia la simpatía que les inspiraba el monumento conmemorativo de las gestas militares de 1830. La prensa francesa había debatido acaloradamente sobre el particular, argumentando que el hecho de que el monumento se propusiera celebrar el desembarco de las tropas francesas en Sidi Ferruch el catorce de junio de 1830 podía «ofender a los nativos». «Todos cuantos conocemos Argelia —escribirá Mercier, el historiador oficial del centenario— y todos cuantos vivimos en contacto cotidiano con la población arábigo-bereber, estamos muy tranquilos en ese sentido.» El jefe tribal Bouaziz Ben gana había captado a la perfección los verdaderos sentimientos del conjunto de la población indígena de Argelia, insistirá Mercier, al exclamar: «Si los nativos hubiéramos conocido a los franceses de 1830, habríamos cargado la boca de nuestros fusiles con flores en lugar de balas a fin de darles la bienvenida». Este parecer había quedado plasmado en la inscripción que campeaba en el monumento de diez metros de alto y en la que aparecía representada la figura de una Marianne que, adornada con la escarapela tricolor, miraba desde lo alto a los ojos de su obediente vástago árabe: «Transcurridos cien años, y habiendo traído la República Francesa prosperidad, civilización y justicia al país, la agradecida Argelia rinde homenaje de imperecedero afecto a la Madre Patria». Todo parecía indicar que los franceses ponían el máximo empeño en incluir a los argelinos en el reparto de su representación conmemorativa, adjudicándoles el papel de actores secundarios y partícipes activos en la colonización de su propio país.33
Las celebraciones del centenario alcanzarían su punto culminante el 14 de junio de 1930 en Sidi Ferruch. Una vez más, los organizadores volvieron a intentar presentar aquí a la Argelia colonial con los colores de una especie de coproducción franco-árabe concebida al modo de una «celebración de la unión entre los franceses y las poblaciones indígenas». Una densa multitud de gente se congregó en torno al nuevo monumento de Sidi Ferruch para contemplar el desfile militar y escuchar los discursos. El gobernador general se presentó en la plaza al frente de una falange de oficiales coloniales. Las fuerzas aéreas realizaron una exhibición a baja altura, lanzando pétalos de flores a la muchedumbre que se apiñaba en los alrededores del monumento. Un nutrido grupo de hombres con antorchas partió a la carrera, siguiendo el ejemplo olímpico, en dirección a Argel, ciudad situada al este, a unos treinta kilómetros de distancia.
Como cabía esperar, los discursos que pronunciaron los franceses fueron de corte claramente triunfalista, pero lo realmente asombroso serían los comentarios que lanzaron desde el podio los dignatarios argelinos. Hadj Hamou, un erudito religioso que hablaba en nombre del personal docente de las madrazas, expresó la gratitud que sentía por la libertad que tenía para divulgar las enseñanzas islámicas sin injerencia alguna. Todos los fieles que acudían a las mezquitas, afirmaba, seguían las indicaciones de los imanes y compartían «el común amor que les inspiraba la sagrada República laica francesa» («la sainte République Française laïque»), un hermoso oxímoron. El señor Belhadj, portavoz de los intelectuales musulmanes, señalaría el día de la celebración «la profunda unión entre los franceses y las poblaciones indígenas», una unión que había transformado al conjunto de los habitantes de Argelia en «un pueblo único y singular, capaz de vivir en paz y concordia, bajo una misma bandera y con idéntico amor a la Madre Patria». El señor Ourabah, un destacado notable árabe, suplicaba así a los colonizadores: «Instruidnos, elevadnos a mayor altura todavía, elevadnos hasta alcanzar vuestro nivel. Y permitidnos unir nuestras voces en un mismo aliento y exclamar: ¡Larga vida a Francia, eternamente grande! ¡Larga vida a Argelia, eternamente francesa!».34
En una época marcada por el florecimiento del nacionalismo árabe, Argelia parecía abrazar el imperialismo. Con todo, los argelinos no estaban satisfechos con su suerte. Muchos de los miembros de las élites cultas reconocían que no podían competir con los franceses, razón por la que trataban de unirse a ellos, y adquirir así el pleno derecho de ciudadanía francesa que hasta el año 1930 se les había venido negando. Al aceptar la dominación francesa como un hecho inevitable, estos argelinos preferirían adherirse a un movimiento en defensa de los derechos civiles que secundar a una facción nacionalista. Su portavoz era un estudiante de farmacología de la universidad de Argel llamado Ferhat Abbas.
Ferhat Abbas (1899-1985) nació en una pequeña ciudad del este de Argelia, en el seno de una familia de administradores y terratenientes de provincias. Se educó en distintos colegios franceses, abrazando así los valores de la República. Lo que más deseaba era disfrutar plenamente de los privilegios que se concedían a cualquier francés. Sin embargo, las leyes francesas ponían estrictos límites a los derechos legales y políticos de los musulmanes argelinos. Estas leyes dividían geográficamente a Argelia, ya que distinguían las zonas en que la densidad de las poblaciones europeas era relativamente elevada —y en las que regía el derecho consuetudinario francés—, de las comunidades rurales pobladas por una minoría de europeos —donde se aplicaba una mezcla de normas militares y civiles—, y de los territorios árabes, que se hallaban sometidos a un régimen administrativo plenamente militar.
Las leyes de Argelia establecían también claras diferencias entre europeos y musulmanes. En 1865, el Senado francés decretó que todos los musulmanes argelinos eran súbditos de Francia. Pese a que podían hacer el servicio militar o trabajar en el funcionariado público, en realidad no eran ciudadanos franceses. Para que se considerara la posibilidad de concederles la ciudadanía francesa, los naturales de Argelia debían renunciar a la posición social que ocuparan en la vida civil musulmana y aceptar someterse a las leyes del estatuto jurídico individual vigente en Francia. Dado que el matrimonio, el derecho de familia y la transmisión patrimonial son elementos todos ellos regulados con toda precisión en la ley islámica, esta exigencia equivalía a pedir a los musulmanes que abandonasen su fe. No resulta por tanto sorprendente que únicamente dos mil argelinos solicitaran la concesión de la ciudadanía durante los ocho años que permaneció en vigor esta ley.
Desprotegidos por el derecho francés, los musulmanes argelinos se hallaban de hecho sujetos a una multitud de leyes discriminatorias conocidas con el nombre de Code de L’Indigénat (o «código del pueblo indígena»). De efecto similar al de las leyes de Jim Crow promulgadas en los Estados unidos tras la guerra de Secesión —un conjunto de normas pensado para perpetuar la posición social subordinada y segregada de los afroamericanos—, el código del pueblo indígena, redactado tras la última gran revuelta argelina contra la dominación francesa (ocurrida en el año 1871), permitía encausar judicialmente a los naturales de Argelia por la realización de actos que la ley consentía en cambio a los europeos, como la manifestación de críticas a la República Francesa y a sus funcionarios. La mayor parte de los delitos estipulados en dicho código eran infracciones menores, sujetas por tanto a penas de escasa entidad, que no superaban los cinco días de pérdida de libertad, o una multa de quince francos. Sin embargo, y precisamente por eso, el código se aplicaba de forma totalmente habitual por el hecho mismo de que sus consecuencias fueran tan notablemente triviales, de manera que, a fin de cuentas, el código se había convertido en el instrumento legal francés que justamente más venía a recordar a los argelinos que en realidad eran ciudadanos de segunda clase en su propia tierra. A los ojos de una persona como Ferhat Abbas, educada en el pensamiento propio de la República Francesa, aquello era una indignidad insoportable.
Abbas respondió a las celebraciones del centenario de la colonia con un escrito que no sólo estaba repleto de mordaces críticas, sino que captaba plenamente la desilusión de la mayoría de los jóvenes argelinos tras un siglo de dominación francesa. Titulado Le Jeune Algérien. De la colonie vers la province, el libro de Abbas constituía un elocuente alegato que abogaba en favor de la sustitución del colonialismo francés vigente en Argelia por una gobernación que recogiera los aspectos más ilustrados del republicanismo francés.
El siglo que ahora se cumple ha sido un siglo de lágrimas y sangre. Y somos nosotros, los naturales del país quienes más sangre y llanto hemos vertido ... Las celebraciones del centenario no han sido más que una torpe manera de recordarnos un pasado doloroso, el pavoneo de la riqueza de los unos ante la pobreza de los otros ... La comprensión entre nuestras razas no pasará de ser sino un montón de palabras huecas en tanto el nuevo siglo no venga a poner los distintos elementos de este país en un mismo plano social, dando a los débiles los medios precisos para mejorar su condición.35
Resuenan en las palabras de Abbas los ecos ya suscitados por los notables musulmanes que habían tomado la palabra en las celebraciones del centenario en Sidi Ferruch —«elevadnos a mayor altura todavía, elevadnos hasta alcanzar vuestro nivel...»—. Sin embargo, Abbas expresaba de forma más rotunda sus demandas.
Abbas sostenía que los argelinos se habían ganado el derecho de ciudadanía en virtud de los servicios prestados durante la primera guerra mundial. Francia llevaba haciendo gravitar una pesada carga sobre los hombros de los naturales de Argelia desde que se introdujera por primera vez la práctica del alistamiento forzoso en 1913. Durante la primera guerra mundial se había reclutado a más de doscientos mil musulmanes argelinos, y muchos de ellos jamás regresarían. Las estimaciones de las bajas de guerra sufridas por los naturales de Argelia sitúan la cifra de caídos entre los veinticinco mil y los ochenta mil individuos. El número de heridos sería inmensamente superior.36
Aun después de terminada la guerra, los argelinos seguían siendo enrolados en el ejército francés. Abbas afirma que él mismo había ganado el derecho de ciudadanía, con su propio esfuerzo, al realizar el servicio militar en 1922. Francia no distinguía a los soldados en función de su raza o de su religión mientras se hallaran al servicio del ejército, argumentaba Abbas, así que tampoco debía hacerlo en el derecho civil. «Somos musulmanes y somos franceses», prosigue. «Somos indígenas y también franceses. Aquí en Argelia hay europeos e indígenas, pero todos somos en último término franceses.»37 Pese a estas manifestaciones, lo cierto era que los naturales de Argelia habían sido reducidos a una clase inferior en su propio país, y precisamente a causa de las leyes de la sociedad colonial. «¿Qué más puede decirse de los insultos que a diario ha de soportar el indígena en su tierra natal, en la calle, en los cafés, en la más nimia transacción de la vida cotidiana? El barbero le cierra la puerta en las narices, el hotel le niega una habitación.»38
Abbas se mostraba particularmente crítico con las leyes de naturalización francesas que exigían a los musulmanes la renuncia a su estatus personal. «¿Qué podría impulsar a un argelino a tratar de obtener la nacionalidad francesa? ¿El deseo de ser francés? Ya lo es, puesto que se ha dado en declarar que su país es suelo francés.» En un pasaje en el que alude a los gobernantes franceses destinados en Argelia, se pregunta retóricamente: «¿Qué pretenden? ¿Elevar a este país a un plano más elevado o aplicar la máxima del divide y vencerás?». Para Abbas, la respuesta era evidente. «Si realmente queremos conducir a Argelia hacia un nivel más alto de civilización, lo que se precisa es aplicar la misma ley a todos.»39 Con todo, Abbas se aferra a los derechos culturales de los argelinos para preservar su religión y recibir la enseñanza en su propia lengua —el árabe—, sin perjuicio de sus derechos como ciudadanos franceses.
Abbas no era el primero en reivindicar la plena aplicación de los derechos de ciudadanía. El movimiento de la Joven Argelia llevaba instando a la adopción de dichas reformas desde principios de la década de 1900. Tampoco puede decirse que Abbas hablara en nombre de todos los argelinos. El movimiento reformista islámico, encabezado por Abd al-Hamid Ben Badis (1889-1940), rechazaba de plano la idea de asimilación de Abbas. Las diferencias entre Abbas y Ben Badis aparecerán reflejadas en un intercambio de artículos de fondo publicados en el año 1936, ocasión en la que Ferhat Abbas realizaría la célebre afirmación de que no existía nada a lo que pudiese llamarse la nación argelina: «La idea de que Argelia sea nuestra patria no es más que un mito. La he buscado por todas partes sin llegar a descubrirla. He interrogado a la historia; he preguntado a los vivos y a los muertos; he visitado los cementerios: nadie me ha hablado de ella en parte alguna». Argelia, afirmaba, era Francia, y los argelinos, franceses. De hecho, arrastrado por su propio impulso retórico, Abbas llega a identificarse a sí mismo con Francia («La France, c’est moi»).40
«¡En modo alguno, señor mío!», le había replicado Ben Badis.
Hemos examinado minuciosamente las páginas de la historia y la situación vigente. Y hemos hallado la nación argelina musulmana ... Esta comunidad tiene su propia historia, y está repleta de grandes gestas. Posee unidad religiosa y lingüística. Cuenta con una cultura peculiar, así como con hábitos y costumbres sui géneris, buenos y malos, como todas las naciones. Por si fuera poco, esta nación argelina y musulmana no es Francia. No sabría ser Francia. No desea ser Francia. Y no podría llegar a serlo, aun en el caso de que lo quisiera.
Con todo, y al igual que Abbas, Ben Badis tampoco reclamaría la independencia de Argelia. Y si Abbas trataba de situarse en un plano de igualdad con los franceses, Ben Badis se mostraba partidario de que los musulmanes argelinos vivieran «aparte de los franceses, pero en igualdad» con ellos. Exigía a los franceses mejores condiciones de libertad, justicia e igualdad para los naturales de Argelia, respetando, eso sí, su peculiar cultura, la lengua árabe y la fe musulmana. Ben Badis concluía su artículo insistiendo en que «esta patria musulmana argelina es leal amiga de Francia».41 Las diferencias entre los asimilacionistas laicos y los reformistas islámicos difícilmente podían considerarse insuperables.
Irónicamente, los únicos activistas que reivindicaban la plena independencia de Argelia eran algunos de los miembros de la comunidad de trabajadores argelinos expatriados en Francia. De entre la fuerza proletaria argelina residente en Francia, compuesta por unos cien mil hombres y mujeres, habría de destacarse un puñado de individuos de fuerte vocación política. Todos ellos accederían a las ideas nacionalistas a través de su contacto con el Partido Comunista. Su líder era Messali Hadj (1898-1974), un político que había fundado en 1926 una asociación de trabajadores nacionalistas denominada L’Étoile Nord-Africaine (la estrella norteafricana). En febrero de 1927, Messali presentaría el programa de la nueva organización política ante el Congreso de la Liga contra la Opresión Colonial que se celebraba en Bruselas. Entre los puntos que defendía figuraban la independencia de Argelia, la retirada de las fuerzas de ocupación galas, la formación de un ejército nacional, la confiscación de las plantaciones de los colonos, el reparto de las tierras de labor entre los labriegos nativos, y una miríada de reformas sociales y económicas para sacar adelante a la Argelia independiente.42 Teniendo en cuenta la época que corría, las demandas de la asociación eran tan justas como poco realistas, así que estaban abocadas a conseguir muy escaso respaldo entre los argelinos, tanto en la misma Argelia como en el extranjero.
De todos los activistas políticos argelinos de la década de 1930, Ferhat Abbas fue sin duda el más influyente. Sus obras contaban con un gran número de seguidores, tanto entre los argelinos cultos como en los círculos de los franceses encargados de impulsar las distintas medidas políticas. «He leído vuestro libro con gran interés», escribirá en 1931 Maurice Viollette, ex gobernador general de Argelia, en una carta dirigida a Abbas. «Yo no lo habría escrito del mismo modo —prosigue—, hay ciertas páginas que lamento, pero al saberle confrontado a unas cuantas situaciones que son verdaderas provocaciones ... No me queda más remedio que reconocer que le resulte a usted difícil conservar la compostura, y lo comprendo.» El tono es condescendiente, pero está claro que eso no revestía importancia a los ojos de Abbas (ya que solía citar esas mismas frases en la promoción elogiosa que incluía en las solapas de su libro). Abbas sabía que, a través de Viollette, sus argumentos lograrían generar debate en los más altos peldaños de la Administración francesa.
La influencia de Maurice Viollette se había acrecentado tras dejar de ejercer el cargo de gobernador general de Argelia y regresar a París. Obtuvo entonces un puesto en el Senado y en esa cámara francesa abriría en marzo de 1935 un debate sobre la oportunidad o inoportunidad de conceder los derechos de ciudadanía a un selecto grupo de argelinos, tomando como base su profunda asimilación de la cultura y los valores franceses —personas a las que en Francia se denominaba évolués—. La expresión, cuyo significado alude a aquellos «que han experimentado una evolución superior», era puro darwinismo social, ya que concebía a los argelinos como a seres inmersos en un proceso de gradual avance que debía conducirlos de un estadio de evolución inferior a otro más elevado a medida que fueran despojándose de la cultura árabe y dando prioridad en su fuero interno a los valores franceses, netamente «superiores». Esta «misión civilizadora» era uno de los principios en que los franceses basaban su proyecto imperial. No obstante, pese a recurrir argumentalmente a los ideales de la «misión civilizadora», Viollette afirmaría ante el Senado que la progresiva emancipación de los musulmanes argelinos contribuiría a contrarrestar el nacionalismo y fomentaría la asimilación.
Sin embargo, el grupo de presión procolonial francés (en el que se integraban tanto los representantes de los colonos como los políticos que les apoyaban en París) tenía demasiado poder, con lo que logró que se desestimara la moción presentada por Viollette en 1935. Aun limitando estrictamente el aperturismo a un selecto núcleo de argelinos, los miembros de ese grupo temían que la concesión del pleno derecho de ciudadanía a los colonizados no condujera a la postre sino a una emancipación de carácter más general, lo que en último término acabaría por socavar la dominación de los europeos en Argelia.
En 1936, Viollette encontraría oídos más dispuestos a prestar atención a sus controvertidos puntos de vista, ya que en esa fecha se le confiaría un cargo en el gabinete formado por el gobierno socialista del Frente Popular encabezado por Léon Blum. El Frente Popular hablaba de que Francia debía establecer una relación totalmente nueva con sus colonias, y las élites políticas de Argelia sabían que Viollette podía ser un buen aliado en la defensa de su causa. Los reformistas islámicos liderados por Ben Badis decidieron unir sus fuerzas con los asimilacionistas de Ferhat Abbas. En junio de 1936 se darían cita en el Primer Congreso Musulmán Argelino y decidirían apoyar la propuesta de Maurice Viollette, es decir, el proyecto de concesión de la plena ciudadanía francesa a un selecto grupo de francófilos argelinos, a los que, en virtud del plan Viollette tampoco se les exigiría que renunciaran a su condición civil de musulmanes. El Congreso envió entonces una delegación a París a fin de exponer sus demandas políticas al gobierno en ejercicio. Blum y Viollette recibieron a los delegados, prometiendo satisfacer buena parte de las peticiones argelinas.
A finales de diciembre de 1936, Blum y Viollette habían elaborado ya el borrador de un proyecto de ley sobre Argelia, que elevaron al Parlamento. Ambos pensaban que la ley Blum-Viollette era un modelo de legislación ilustrada y que permitiría consolidar de una vez por todas la posición de Francia en Argelia, dado que buscaba la cooperación de las élites políticas y económicas del país. «Tras haber realizado tantas solemnes promesas los distintos gobiernos de Francia, en particular con ocasión del centenario (1930), es verdaderamente imposible que pasemos por alto la urgencia de esta necesaria tarea de asimilación que afecta en el más alto grado imaginable a la salud moral de Argelia», rezaba el preámbulo del proyecto de ley Blum-Viollette.43
El texto legal establecía las condiciones que debían satisfacer los musulmanes argelinos indígenas antes de poder ser considerados aptos para el programa de emancipación. Se definieron de este modo nueve grupos diferentes, el primero de los cuales era el de los argelinos que hubieran prestado servicio en el ejército como oficiales de carrera o sargentos mayores, aceptándose también en este mismo grupo a aquellos soldados que hubieran sido condecorados por su valor. Los argelinos que hubieran obtenido algún título de enseñanza superior, ya fuera en el mundo académico francés o en el musulmán, así como los funcionarios públicos que hubieran ingresado en los aparatos burocráticos del Estado por medio de unas oposiciones, también podían optar a la ciudadanía. Los nativos que hubieran accedido mediante elección a la Cámara de Comercio o a la de Agricultura, o que desempeñaran algún cargo administrativo en consejos de carácter económico, municipal o regional, contaban igualmente con el beneplácito de la ley, y lo mismo ocurría con aquellos notables que desempeñaran funciones tradicionalmente aceptadas en la cultura argelina, como los agás y los cadíes. Por último, todo argelino a quien la nación francesa le hubiera concedido determinados honores especiales, como la Legión de Honor o la Medalla al Trabajo, podría aspirar a la plena emancipación. En total, no habría más de veinticinco mil argelinos —de un montante de población global que ascendía a los cuatro millones y medio de almas— en situación de cumplir todos los requisitos que exigía el proyecto de ley Blum-Viollette para la obtención de la ciudadanía francesa.
Dados los muy limitados objetivos de la propuesta de ley, y la clara intención que tenían sus autores de perpetuar la dominación francesa en Argelia, no deja de resultar sorprendente que las reformas sugeridas por Blum y Viollette suscitaran tan enconada oposición. El grupo de presión que defendía a los colonos se puso en marcha una vez más para asegurarse de que la proposición de ley ni siquiera llegara a debatirse, y desde luego garantizar que jamás fuera sometida a votación. La prensa colonial atacó despiadadamente el proyecto, afirmando que el documento abriría de par en par las puertas de la islamización de Francia y vendría a significar el fin de la Argelia francesa.
Los debates que se suscitaban en la cámara gala encontrarían eco en las calles de Argelia, donde se produjeron disturbios entre los grupos favorables a la norma y los contrarios a ella. Los naturales de Argelia se echaron en masa a las calles para expresar su protesta, organizando manifestaciones en las que demostraban su decidida voluntad de exigir la obtención de los derechos civiles. La agitación que se observaba en Argelia no vendría sino a reforzar los argumentos de los conservadores y los grupos de presión colonialistas, que afirmaban que la alteración del orden era producto de las desastrosas políticas del gobierno de Léon Blum. Los alcaldes franceses de Argelia se declararon en huelga para mostrar su rechazo al cariz que estaban tomando los acontecimientos, secundados en su postura por los políticos argelinos, dado que el proyecto de ley no hacía más que pasar de un comité parlamentario a otro sin llegar siquiera a plantearse en serio el debate. Al final, el grupo de presión colonialista se llevaría el gato al agua. El proyecto de ley Blum-Viollette quedaría definitivamente arrumbado en 1938, sin haber sido discutido siquiera en la Cámara de la Asamblea nacional.
El centenario había llegado a su fin. A pesar de las numerosas y solemnes promesas realizadas, el gobierno francés no iba a asumir la urgente tarea de la asimilación. Resulta difícil hacerse una idea del hondo sentimiento de decepción que se instaló entre las élites argelinas, que habían elevado sus expectativas a una altura hasta entonces desconocida para verse finalmente frustrados al no lograr el gobierno de Léon Blum cumplir lo prometido. En lo sucesivo, la tendencia dominante en el movimiento de oposición argelino habría de ser de corte nacionalista. Francia no cumpliría su segundo centenario en Argelia. Y antes de que transcurrieran dieciséis años, ambos países se hallarían en guerra.
* * *
El Gobierno del Frente Popular encabezado por Léon Blum también había acariciado la esperanza de resolver las diferencias que distanciaban a Francia de las regiones siria y libanesa, sometidas a su mandato. Tras años de oposición entre las partes, salpicados de un rosario de negociaciones infructuosas, los nacionalistas de Beirut y Damasco responderían al cambio de gobierno registrado en París con renovado optimismo. El año 1936 parecía anunciar una nueva era caracterizada por una más amplia independencia árabe y por la reducción de los controles imperiales. Gran Bretaña, que había concedido la independencia a Irak en el año 1930, estaba a punto de concluir un acuerdo similar con Egipto en 1936. Todos los datos inducían a los nacionalistas de Siria y el Líbano a creer que el gobierno del Frente Popular, por el hecho mismo de concebir la cuestión imperial sobre la base de los principios ilustrados, estaría dispuesto a seguir el ejemplo de Gran Bretaña y a sellar con ellos sendos tratados que les permitieran sumarse a Egipto y a Irak e ingresar en la Sociedad de naciones en calidad de estados nominalmente soberanos.
Tras la revuelta de los años 1925 a 1927, los nacionalistas sirios habían optado por una política de liberación nacional por medios no violentos y basada por tanto en la negociación, de acuerdo con una línea de actuación política calificada de «honrosa cooperación». El bloque nacional, capitaneado por un conjunto de acaudalados notables urbanos, terminaría convirtiéndose de este modo en la coalición de partidos y facciones dominante, partidos y facciones unidos en un objetivo común: el de conseguir la independencia de Siria. En 1930, tras conseguir Irak una independencia nominal, el conjunto de fuerzas políticas sirias integradas en dicha coalición comenzaría a redoblar sus esfuerzos. Sin embargo, pasaba el tiempo y el bloque nacional, que tenía enfrente la persistente oposición conservadora del grupo de presión colonialista francés, no conseguía traducir su actitud de cooperación en un balance positivo. El primer tratado que les ofrecieron los franceses, en noviembre de 1933, seguía sin aceptar la independencia del país, de modo que la Cámara siria lo rechazó. La honrosa cooperación empezó así a dar paso a una resistencia sistemática, situación que alcanzaría su punto culminante a principios del año 1936 con la convocatoria, por parte de los nacionalistas, de una huelga general de cincuenta días.
El Gobierno del Frente Popular de Léon Blum parecía simpatizar con las demandas de los nacionalistas sirios, pero al mismo tiempo concedía la máxima prioridad a la restauración de la paz y la estabilidad en su agitado mandato. Poco después de haber accedido al poder, el gobierno de Léon Blum entablaría —en junio de 1936— nuevas negociaciones con el bloque nacional Sirio. Ambas partes hicieron rápidos progresos, ya que los negociadores franceses accedieron a muchas de las demandas de los nacionalistas. En septiembre de 1936, los negociadores franceses y sirios concluirían un tratado de alianza preferente, redactando el borrador de sus principales términos y enviándolo a sus respectivos parlamentos para que los ratificaran. Siria se creyó entonces al borde mismo de la independencia.
En vista del éxito sirio, los libaneses presionaron a los franceses al objeto de conseguir también un tratado preliminar de características semejantes y en el que se concediera al Líbano la independencia. Las negociaciones se iniciarían en octubre de 1936. Tomando como modelo el documento sirio, se elaboraría —en tan sólo veinticinco días— el borrador de un futuro tratado franco-libanés, y acto seguido el documento se enviaría a París y a Beirut para la aprobación de sus respectivos parlamentos.
Los nacionalistas de Siria y el Líbano quedaron muy satisfechos con los términos de los nuevos tratados acordados con Francia, como demostraría la facilidad con que ambos textos superaron el proceso de ratificación, tanto en Beirut como en Damasco. La Cámara libanesa aprobó su tratado en el mes de noviembre, mientras que la institución siria equivalente daría luz verde al suyo a finales de diciembre de 1936 —y en ambos casos el texto sería objeto de una aprobación unánime—. Sin embargo, como ya sucediera en el caso del proyecto de ley Blum-Viollette, el grupo de presión colonialista francés logró bloquear la vía parlamentaria de los tratados acordados con Siria y el Líbano en 1936, impidiendo todo debate o votación ante la Asamblea nacional francesa y dejando los proyectos paralizados hasta junio de 1937, fecha en la que caería finalmente el gobierno de Léon Blum.
En 1939, cuando la guerra se cernía ya sobre el horizonte europeo, la Asamblea francesa se negaría a ratificar los tratados. Para colmo de males, las autoridades coloniales galas, decididas a asegurarse de que Turquía se mantuviera neutral en la inminente guerra que amenazaba a Europa, darían todavía un paso más, cediendo el territorio noroccidental sirio de Alejandreta a Turquía, que llevaba largo tiempo reclamando el control de la región en virtud de que en ella habitaba una minoría turca que representaba el 38 por 100 de la población total. Los nacionalistas sirios, indignados, organizarían toda una serie de enormes concentraciones y manifestaciones, provocando la represión generalizada de las autoridades francesas, que suspendieron la Constitución siria y disolvieron su Parlamento.
En mayo de 1940, en el momento mismo en que Francia estaba a punto de iniciar un grave enfrentamiento con los nacionalistas de los dos mandatos que se le habían encomendado en el Oriente Próximo, la Alemania nazi ocupó el país y derrocó al gobierno. El mariscal Philippe Pétain, el mismo «héroe de Verdún» que había desplazado a Lyautey en Marruecos en lo más crudo de la guerra del Rif, fue puesto al frente de un gobierno francés colaboracionista —el llamado régimen de Vichy—. Al echar a andar el nuevo régimen, Siria y el Líbano quedaron a las órdenes de un alto comisionado enviado por Vichy, el general Henri Dentz.
Los británicos, a quienes ya causaban bastantes problemas las simpatías que los nacionalistas árabes de Egipto, Irak y Palestina profesaban a las Potencias del Eje, vieron inmediatamente una entidad hostil en la administración que había instalado Vichy en Siria y el Líbano. Y en 1941, cuando el comisionado Dentz ofreció a Alemania la posibilidad de utilizar las bases aéreas sirias, a Gran Bretaña le faltó tiempo para intervenir. En los meses de junio y julio de 1941, y en unión de las fuerzas francesas libres contrarias a Vichy, lideradas por el general Charles de Gaulle, los británicos ocuparon Siria y el Líbano.
Con la ocupación británica de Siria, la Francia libre volvería a prometer la plena independencia a Siria y al Líbano. En una proclamación leída poco después de la invasión anglo-francesa, el general Georges Catroux —que hablaba por boca del general De gaulle— anunció lo siguiente: «Estoy aquí para poner fin al régimen de mandato internacional y proclamar vuestra libertad e independencia».44 La declaración por la que Francia venía a hacer pública la independencia de Siria y el Líbano contaba además con la garantía del gobierno británico. Sin embargo, las manifestaciones de júbilo que se produjeron tanto en Siria como en el Líbano iban a revelarse prematuras. La Francia libre no había abandonado la esperanza de conservar su imperio una vez acabada la guerra. Tanto Siria como el Líbano iban a tener que enfrentarse a una dura y complicadísima batalla para conseguir materializar su independencia pese a la tremenda oposición francesa.
Tan pronto como los franceses proclamaron el final de los mandatos, los libaneses comenzaron a prepararse para la independencia. En el año 1943, los dirigentes nacionalistas de las distintas comunidades religiosas consiguieron plasmar en un acuerdo tácito conocido como el Pacto Nacional un arreglo concebido para que esas diferentes confesiones compartieran el poder. Validado por la simple presencia de los jefes políticos de todas las comunidades implicadas, que actuaban así como testigos, los libaneses respaldarían el Pacto Nacional sin llegar a imaginar siquiera que pudiera resultar necesario registrar sus términos en un documento oficial. De acuerdo con lo estipulado en el pacto, el presidente del Líbano debía ser en lo sucesivo un cristiano maronita, el cargo de primer ministro lo ocuparía un musulmán sunita, mientras que la presidencia del Parlamento se confiaría a un chiita. Los drusos, los cristianos ortodoxos y las demás comunidades religiosas se repartían el resto de las funciones relevantes del gabinete. Los escaños del Parlamento se distribuían a razón de seis diputados cristianos por cada cinco parlamentarios musulmanes (cómputo en el que tanto los sunitas como los chiitas y los drusos eran considerados miembros de la fe islámica).
El Pacto Nacional parecía haber resuelto las tensiones existentes entre las diferentes comunidades del Líbano, logrando que todas ellas encontraran interés en las instituciones políticas del país. Sin embargo, el pacto consagraba de facto el mismo principio «confesional» que ya habían aplicado en su día los franceses, dado que distribuía estrictamente los cargos en función de la pertenencia a una u otra comunidad religiosa, lo que socavaba el peso de la política en las decisiones libanesas e impedía que el país lograra una verdadera integración. De este modo venía a darse por buena la herencia de división dejada por los franceses, un nefasto legado que habría de perdurar en el Líbano mucho tiempo después de terminado su dominio.
En el año 1943, una vez resueltas sus diferencias políticas, los notables libaneses convocarían unas nuevas elecciones al Parlamento nacional. De acuerdo con lo estipulado en la Constitución del país, los cincuenta y cinco miembros del Parlamento se reunieron para elegir al presidente, y el 21 de septiembre de 1943 nombraron al abogado nacionalista Bishara al-Khuri primer presidente del Líbano independiente.
Al-Khuri era el mismo abogado que en su día oficiara como asesor del general Gouraud, el mismo hombre igualmente que pronunciara las primeras críticas al mandato francés en el Líbano. Había adquirido relieve nacional en el año 1934, fecha en la que él y un grupo de políticos de ideas similares a las suyas habían creado el bloque Constitucional con la intención de sustituir el mandato francés por un gobierno regido en función de un tratado franco-libanés. Desde aquella época no había dejado de trabajar sistemáticamente para precipitar la conclusión de la dominación francesa del Líbano. Al ser nombrado al-Khuri presidente, los diputados prorrumpieron en una sonora salva de aplausos, liberándose además una bandada de palomas blancas en la cámara. «Al anunciarse el resultado final —recordará más tarde al-Khuri— y dirigirme al estrado sobre el que debía pronunciar mi discurso, apenas podía escuchar lo que yo mismo estaba diciendo, tan atronadores eran los gritos y las salvas que estallaban en el exterior. Aun así, me las arreglé para hacerme oír y expuse las formas de cooperación que podíamos mantener con los estados árabes para poner fin al aislamiento del Líbano.»45
Los libaneses se creyeron plenamente independientes y no vieron razón alguna para esperar la más mínima oposición por parte de los franceses. La Francia libre se había comprometido a poner fin al mandato, y los británicos habían expulsado de Oriente Próximo —y a viva fuerza— a las autoridades del régimen de Vichy. El Parlamento libanés comenzaría a afirmar su independencia procediendo a revisar la Constitución a fin de despojar a Francia no sólo de todo rol de privilegio, sino del derecho a inmiscuirse en los asuntos del Líbano. Sin embargo, cuando las autoridades de la Francia libre tuvieron conocimiento de la lista de prioridades que iba a presidir la sesión parlamentaria del 9 de noviembre de 1943 solicitaron entrevistarse con al-Khuri. Advirtieron al presidente libanés de que el general de Gaulle no iba a tolerar que se adoptase ninguna medida unilateral tendente a redefinir las relaciones franco-libanesas. Fue una reunión muy tensa que concluiría sin que las partes lograran ningún acuerdo capaz de resolver sus diferencias.
Los libaneses apenas prestaron atención a las exhortaciones francesas. La Francia libre era un gobierno fragmentado que operaba en el exilio, así que los libaneses no creían que se hallara en situación de detener su legítima afirmación de independencia, una afirmación que contaba además con la garantía de Gran Bretaña. Los diputados libaneses se reunieron según lo que tenían planeado y revisaron el artículo primero de la Constitución, el que definía las fronteras del Líbano en función de «lo que el gobierno de la República Francesa reconociera oficialmente». Eliminaron esa consideración y afirmaron la «total soberanía» del Parlamento libanés en los límites entonces reconocidos como vigentes, cuyos pormenores expusieron con cierto detalle. Estipularon que el árabe era la única lengua oficial del país, relegando al francés a una posición subordinada. Pusieron en manos del presidente del Líbano —y no en las del gobierno francés— la potestad de concluir todo tipo de acuerdos con países o entidades extranjeras, previo consentimiento del Parlamento. Todas las potestades y privilegios que la Sociedad de naciones había conferido delegadamente a Francia fueron igualmente suprimidas de la Constitución. Por último, los diputados votaron para cambiar también el artículo quinto de su carta magna, el que definía los colores de la enseña nacional: la bandera tricolor francesa quedó así sustituida por dos bandas horizontales rojas separadas por una franja blanca, en cuyo centro seguía campeando el cedro, símbolo nacional del Líbano. Tanto desde el punto de vista jurídico como desde la perspectiva simbólica, el Líbano acababa de afirmar su soberanía. Faltaba todavía conseguir que Francia diera el visto bueno a este nuevo orden de cosas.
Las autoridades francesas reaccionaron de forma rápida y decisiva a la revisión de la constitución libanesa. A primera hora de la mañana del 11 de noviembre de 1943, un pelotón de la infantería de marina francesa despertaría bruscamente al presidente al-Khuri al irrumpir violentamente en su domicilio. Lo primero que pensó fue que se trataba de un grupo de renegados decididos a asesinarle. Se puso a gritar, pidiendo a sus vecinos que llamaran a la policía, pero no obtuvo respuesta alguna. Un capitán francés que, armado con una pistola, sujetaba del brazo a uno de sus hijos abrió de una patada la puerta de su habitación. «no tengo intención de hacerle daño —le espetó el francés—, pero he venido a arrestarle por orden del alto comisionado.»
«Soy el presidente de una república independiente», replicó al-Khuri. «El alto comisionado carece de autoridad para imponerme su voluntad.»
«Le leeré el dictamen», respondió el capitán. Y acto seguido leyó una declaración mecanografiada en la que se acusaba a al-Khuri de conspirar contra el gobierno del mandato. El oficial se negó a dejar leer el escrito a al-Khuri, concediéndole únicamente diez minutos para coger sus efectos personales, lo que no tuvo más remedio que hacer dado que se hallaba rodeado de soldados «armados hasta los dientes». Al-Khuri quedó muy afectado al comprobar que la tropa era libanesa. Los franceses introdujeron a al-Khuri en un coche y lo llevaron a la fortaleza de la población meridional de Rashaya. Por el camino se les unieron varios vehículos más. En ellos viajaban el primer ministro, Riyad al-Solh, y los más destacados miembros de su gabinete. Esa misma tarde serían ya seis los integrantes del gobierno libanés confinados en Rashaya.
Al difundirse la noticia de las detenciones, estallaron en Beirut varias manifestaciones violentas. La mujer de al-Khuri se unió a los manifestantes como muestra de solidaridad con quienes protestaban por la injusticia cometida en las personas de su marido y de los miembros del gobierno libanés. Los libaneses apelaron entonces a los británicos, en tanto que garantes de la declaración francesa que había proclamado la independencia del Líbano en julio de 1941, y éstos intervinieron obligando a los franceses a liberar al presidente al-Khuri y a los demás políticos libaneses. Los cambios operados en la Constitución libanesa se mantuvieron, pero Francia optaría entonces por aferrarse a su mandato del Oriente Próximo recurriendo a controlarlo por medio de sus fuerzas de seguridad. El gobierno del Líbano se vería obligado a no cejar en su lucha contra los franceses a fin de hacerse con el mando, tanto en el seno de su propio ejército como en los cuerpos policiales, en un tira y afloja que habría de prolongarse por espacio de otros tres años.46
Los sirios se hacían menos ilusiones que los libaneses respecto a las perspectivas de poder alcanzar realmente la libertad nacional tras la proclamación de independencia de las colonias del Oriente Próximo que realizara la Francia libre en el año 1941. Las autoridades de la Francia libre asentadas en Damasco ya habían expuesto claramente a los dirigentes políticos sirios que no tenían la menor intención de conceder la independencia a su país, y tampoco al Líbano, en tanto no se hubieran concluido toda una serie de tratados destinados a garantizar los intereses de Francia en ambos países. El bloque nacional se vio en la obligación de movilizarse con vistas a una confrontación en toda regla con los franceses a fin de imponer por la fuerza de los hechos sus demandas de independencia.
El máximo dirigente del bloque nacional era Shukri al-Kuwatli, un damasceno acaudalado, miembro de una destacada familia de terratenientes. Pese a que en el año 1927 los franceses le habían enviado al exilio por sus actividades nacionalistas, al-Kuwatli regresaría a Siria en 1942 para asumir poco después el liderato del bloque nacional. En 1943, al convocarse en Siria elecciones al Parlamento, la lista de al-Kuwatli se hizo con una clara mayoría, de modo que su líder fue nombrado presidente. El gobierno del bloque nacional inició su actividad adoptando medidas políticas tendentes a buscar la conciliación con Francia, con la esperanza de convencer a las autoridades de la Francia libre de que renunciaran a incrementar su control sobre el país y permitieran que Siria consolidara sus posibilidades de independencia. Sin embargo, como ya había ocurrido en el Líbano, los sirios descubrieron que Francia no estaba dispuesta a hacer concesiones en ningún tema que guardara relación con las fuerzas de seguridad del país —esto es, el ejército nacional (conocido como Legión Siria) y los cuerpos destinados al mantenimiento del orden interno (la Sureté Générale).
El Gobierno sirio de al-Kuwatli trabajaría en íntima conexión con el gabinete libanés de al-Khuri, concertándose ambos para tratar de hallar apoyos internacionales con los que defender sus respectivas posiciones contrarias a Francia. Durante el invierno del año 1944 y la primavera de 1945 se convocaron grandes manifestaciones antifrancesas. Y al anunciar Francia que no iba a entregar el control del ejército nacional sirio en tanto el gobierno de Siria no se aviniera a firmar un tratado, los gobiernos de Siria y el Líbano se negaron a seguir negociando.
En mayo de 1945, la intransigencia francesa daría lugar en toda Siria a un gran número de manifestaciones y protestas contra los franceses. Damasco pasaría a convertirse en el centro neurálgico de la oposición, dado que era la capital y la sede de los órganos políticos de la nación. Al carecer del suficiente número de efectivos armados para manejar una situación que no sólo se deterioraba rápidamente sino que estaba yéndoseles de las manos, los franceses respondieron haciendo uso de una fuerza letal en un intento de decapitar al gobierno, acción a la que unirían los bombardeos dirigidos contra la ciudadanía como fórmula de lograr su sumisión.
El primer objetivo del ataque francés sería el propio gobierno sirio. Khalid al-Azimí era uno de los miembros del bloque nacional que había resultado elegido al Parlamento en 1943, siendo después nombrado ministro de Economía. A media tarde del 29 de mayo de 1945, Khalid al-Azimí se hallaba en el palacio gubernamental del centro de Damasco discutiendo los pormenores de la crisis política en curso con un grupo de diputados. El debate quedó de pronto interrumpido al oír los asistentes, al dar justo las seis en punto de la tarde, una primera serie de andanadas de artillería.47 Al-Azimí y sus colegas quedaron horrorizados no sólo por comprobar que la crisis había conducido a los franceses a iniciar una espiral de violencia, sino por constatar igualmente la intensidad del apisonamiento que acababa de poner en práctica la artillería. Trataron de buscar ayuda, pero descubrieron que las líneas telefónicas de las oficinas del gobierno habían sido cortadas. Distintos emisarios hicieron saber a al-Azimí que las tropas francesas habían asaltado y ocupado el edificio del Parlamento, matando a todos los guardias sirios de la institución. Poco después de hacerse con el control del Parlamento, los soldados franceses tomaban posiciones en torno al palacio gubernamental, abriendo fuego contra el inmueble y haciendo añicos los cristales de las ventanas.
Los franceses habían cortado asimismo el suministro eléctrico que abastecía de luz a la ciudad de Damasco, y al empezar a caer la noche la ciudad se vio sumida en las sombras. En un vano intento de impedir el acceso de los franceses al recinto, los políticos y los guardias que protegían el palacio gubernamental se pusieron a trasladar de común acuerdo las mesas y las sillas de las distintas salas a fin de levantar una barricada con la que bloquear la entrada del edificio. Poco antes de la medianoche, al-Azimí y sus compañeros recibieron el soplo de que los franceses planeaban ocupar inmediatamente el edificio, así que salieron a hurtadillas por una ventana trasera. Se abrieron paso por las callejuelas secundarias de la urbe, esquivando la vigilancia de las fuerzas francesas, y terminaron refugiándose en el espacioso domicilio de al-Azimí, situado en el centro del casco viejo de Damasco. Más de un centenar de refugiados llenarían pronto a rebosar el amplio patio de la mansión. Entre ellos había ministros del gobierno, diputados y guardias. En un momento dado, el primer ministro Jamil Mardam, trató insensatamente de utilizar el teléfono de al-Azimí, de modo que los franceses, que tenían intervenida la línea, descubrieron el escondrijo. Una vez conocido el paradero de los dignatarios sirios, los franceses apuntaron sus cañones directamente al vecindario en el que vivía al-Azimí y desataron una implacable cortina de fuego. Los ministros del gobierno y los diputados trataron de refugiarse en las habitaciones más seguras de la casa. El suelo les retemblaba bajo los pies con el impacto de los obuses de la artillería y de las bombas que lanzaba la aviación, cubriendo de escombros y fragmentos de yeso a los que se guarecían en el interior del domicilio. Pasaron la noche aterrorizados y llenos de incertidumbre, oyendo los estruendos que señalaban la destrucción de la ciudad.
Al día siguiente, los franceses redoblaron sus esfuerzos a fin de someter al gobierno sirio. El presidente al-Kuwatli había instalado su despacho en la barriada de Salihiya, colgada de la ladera de una colina, y allí habían acudido a reunirse con él la mayoría de los ministros del gobierno. Al-Azimí prefirió permanecer con su familia en Damasco y correr la misma suerte que la ciudad. Los franceses recrudecieron todavía más su ataque. Comenzaron a lanzar proyectiles incendiarios sobre los barrios residenciales de la urbe, provocando fuegos que pronto quedaban fuera de control. «El terror se apoderó de los habitantes, que llegaron a temer que el vecindario entero terminara siendo pasto de las llamas», recuerda al-Azimí. «Los obuses caían sobre nosotros sin cesar, y no había ninguna unidad de bomberos que se atreviera, o pudiera siquiera, combatir los incendios, dado que los soldados franceses no les habrían permitido realizar su tarea.» Tras pasar otro día más bajo la lluvia de proyectiles, al-Azimí decidió abandonar su hogar y llevar a su familia a la relativa seguridad de los barrios del extrarradio, junto a Shukri al-Kuwatli y el resto del gobierno.
Desde su refugio de Salihiya, el presidente al-Kuwatli lanzó un llamamiento a los oficiales británicos, solicitándoles su intervención. Tras invocar el compromiso que había adquirido el Reino unido en 1941 y que le obligaba a garantizar la independencia siria, al-Kuwatli pidió formalmente a los británicos que intercedieran ante los franceses para poner fin al cañoneo de Damasco. El llamamiento del presidente sirio dio a Gran Bretaña un legítimo fundamento en el que apoyarse para inmiscuirse en los asuntos del imperio francés, logrando finalmente convencer a su aliado de guerra de que suspendiera el ataque. Al callar finalmente los morteros franceses el balance de la ofensiva arrojó un saldo de cuatrocientos sirios muertos, contándose por centenares el número de domicilios privados destruidos, por no mencionar el edificio que había albergado al Parlamento sirio, reducido a escombros a causa del terrible fuego graneado. El desesperado intento francés de preservar su imperio del Oriente Próximo había fracasado, y nada podría ya convencer a los sirios de que transigieran en su viejo anhelo de total independencia.
Finalmente, en julio de 1945, los franceses terminaron por admitir su derrota y accedieron a traspasar el control del ejército y las fuerzas de seguridad a los gobiernos independientes de Siria y el Líbano. No había manera de que Francia pudiera ya imponer tratado de ninguna clase a cualquiera de los dos países. El 24 de octubre de 1945, la comunidad internacional reconocería la independencia de Siria y el Líbano al admitir a ambos estados como miembros fundadores de las naciones unidas, en pie de igualdad con la mismísima Francia. Lo único que le quedaba por hacer a la metrópoli era retirar a sus tropas del Oriente Próximo. Los militares franceses abandonarían Siria en la primavera del año 1946, y en agosto de ese mismo año embarcarían en varios buques y partirían de Beirut rumbo a casa.
La periodista damascena Siham Tergeman, que entonces apenas era una jovencita, recordará más tarde los festejos que harían vibrar a la ciudad de Damasco en abril de 1946, durante «la noche de la Evacuación», celebraciones que marcarían la partida del último soldado francés de la capital. Tergeman describe el júbilo de la urbe, entregada a la euforia de su primera noche de verdadera independencia, diciendo que los acontecimientos fueron unos verdaderos «esponsales de la libertad» en los que «la feliz y encantadora novia» era la propia Damasco. «Los invitados acudieron tanto en carromatos como en coches, grandes y pequeños. Se iluminaron con antorchas los tejados de la ciudad, los hoteles y las aceras, los postes eléctricos, los jardines del Marje y las torres del ferrocarril del Hiyaz, así como la barandilla de hierro del río Barada y todas las vías públicas y cruces de carreteras.» Tergeman y su familia pasarían la noche entera celebrando la independencia, mientras grupos de cantantes y músicos entretenían a la muchedumbre que había terminado reuniéndose en torno de la plaza central del Marje. «Y así continuaría la boda de Siria con la independencia —recuerda la periodista—, hasta el despuntar del alba.»48
El júbilo sirio encontraría su contrapunto sombrío en la amargura de los franceses por el fin de su mandato. Pese a que Francia todavía conservara sus posesiones árabes del norte de áfrica, lamentaba haber perdido influencia en el Mediterráneo oriental. Después de haber pasado veintiséis años en Beirut y Damasco, los franceses no podían mostrar fruto alguno de sus esfuerzos. Peor aún, Francia sospechaba que si su aliado de guerra y contrincante en el plano imperial, Gran Bretaña, había acudido en ayuda de Siria y el Líbano había sido únicamente para conseguir que esos estados del Oriente Próximo pasaran a orbitar en torno de su propia esfera de influencia. Pese a ello, en 1946 el imperio británico del Oriente Próximo se hallaba igualmente sometido a fuertes presiones, y había iniciado ya la retirada. De hecho, los problemas que acababa de conocer Francia en Siria y el Líbano habrían de parecer un simple afección benigna por comparación con la crisis a la que iba a tener que hacer frente Gran Bretaña ese mismo año en Palestina.