Capítulo 9
EL DESASTRE PALESTINO Y SUS CONSECUENCIAS
En enero de 1944, los extremistas judíos de Palestina declararon la guerra a Gran Bretaña. «no existe ya armisticio alguno entre el pueblo judío y la Administración británica de Erets Yisrael [esto es, la Tierra de Israel], que entrega a nuestros hermanos a Hitler», afirmaba el movimiento de resistencia clandestino. «Nuestro pueblo declara la guerra a este régimen —una guerra sin cuartel.»1
Puede parecer increíble que los colonos judíos pudieran declarar la guerra al Gobierno británico, precisamente el que había convertido en realidad el sueño sionista de una patria nacional en Palestina. Sin embargo, en el transcurso de la segunda guerra mundial, Gran Bretaña había comenzado a padecer, de forma cada vez más frecuente, los ataques de la comunidad judía de Palestina. El Libro Blanco de 1939, que había impuesto límites muy estrictos a la inmigración judía y trazado el plan de la creación de un Estado independiente palestino en el año 1949 —Estado gobernado además por la mayoría árabe—, había enfurecido a los dirigentes sionistas.
En el momento en que la guerra entre Gran Bretaña y la Alemania nazi comenzaba a perfilarse en el horizonte, David Ben-Gurión se había comprometido a ayudar al ejército británico a luchar contra el fascismo, al margen de lo que afirmara El Libro Blanco, y a oponerse a lo estipulado en ese mismo documento con independencia de que hubiera una guerra. La mayoría de los sionistas de Palestina venían a secundar la política de Ben-Gurión y apoyaron a los británicos, aunque a regañadientes, en la contienda que les enfrentaba al régimen nazi de Alemania. No obstante, otros partidos sionistas más radicales consideraban que la mayor amenaza provenía justamente de Gran Bretaña. Esos partidos radicales pondrían en marcha un levantamiento armado con el objetivo declarado de expulsar a los británicos de Palestina.
Dos organizaciones terroristas judías, el Irgún y la banda Stern, iban a responsabilizarse de los peores actos de violencia. El Irgún (abreviatura de Irgun Zevai Leumi, u Organización Militar nacional (de la Tierra de Israel) había surgido en el año 1937 para proteger los asentamientos judíos de los ataques producidos durante la Rebelión árabe de los años 1936 a 1939. Sin embargo, una vez aprobó el Parlamento británico El Libro Blanco en mayo de 1939, los miembros del Irgún empezaron a juzgar que Gran Bretaña era su verdadero enemigo. El Irgún efectuó una serie de atentados con bomba contra varios funcionarios del Gobierno británico y otras tantas comisarías de la policía inglesa de Palestina, aunque en junio de 1940 decidió suspender las hostilidades. Al entrar Gran Bretaña en guerra con Alemania, la cúpula dirigente del Irgún optó por atenerse a las medidas anunciadas por Ben-Gurión, decidiendo cooperar con los británicos en la lucha contra el nazismo.
Sin embargo, una facción del Irgún se declaró disidente y siguió perpetrando atentados contra los británicos. El grupo escindido, al que terminaría conociéndose en hebreo con el nombre de Leji (acrónimo de «Lojamei Jerut Israel», o «Luchadores por la Libertad de Israel»), se haría no obstante célebre en Occidente con otra denominación, la banda Stern, llamada así porque su dirigente respondía por Abraham Stern. Stern y sus seguidores creían que el pueblo judío tenía el derecho inalienable de instalarse en la tierra de Israel, así que asumieron como un deber la tarea de recuperar dicho territorio, si era necesario recurriendo incluso al uso de la fuerza armada. A los ojos de Stern, El Libro Blanco de 1939 colocaba a Gran Bretaña en el papel de un ocupante ilegítimo. En lugar de alinearse con Gran Bretaña contra la Alemania nazi, Stern trataría de aproximarse activamente a los nazis a fin de hacer causa común contra los británicos. Al igual que algunos nacionalistas árabes, Stern esperaba cooperar con los alemanes y librar a Palestina de la dominación británica —a pesar del antisemitismo nazi—. A los ojos de Stern, la Alemania nazi no era más que una entidad política dedicada a perseguir al pueblo judío, mientras que Inglaterra se había convertido en un enemigo decidido a negar a los judíos la posibilidad de lograr un Estado propio en Palestina.
A finales del año 1940, Stern envió a un representante a Beirut con la misión de entrevistarse con distintos oficiales alemanes y abogar en favor de una convergencia de intereses capaz de acercar «los objetivos que habían concebido los alemanes para la creación de un “Nuevo Orden” europeo y las auténticas aspiraciones nacionales del pueblo judío». A través de su enviado, Stern se ofreció a la movilización de las fuerzas judías para expulsar a Gran Bretaña de Palestina a cambio de un irrestricto flujo migratorio de judíos alemanes a Palestina y del reconocimiento de Alemania al derecho de los judíos a un Estado. Stern argumentaba que esa alianza contribuiría a resolver la cuestión judía en Europa, satisfaciendo al mismo tiempo las aspiraciones nacionales judías e infligiendo una derrota decisiva a los británicos —enemigo común de judíos y nazis— en el Mediterráneo oriental.2
Stern no llegaría a recibir jamás una respuesta del Tercer Reich. Estaba claro que había cometido un error de cálculo al desconocer el carácter genocida del antisemitismo nazi. Debido a los avances realizados para contactar con los alemanes, Stern sería rotundamente condenado tanto por el Irgún como por la Agencia Judía, entidad esta última que pasaría datos de inteligencia a los británicos a fin de ayudarles a tomar medidas muy enérgicas contra el Leji. Las autoridades del mandato británico perseguían encarnizadamente a la banda Stern por la perpetración de una serie de atentados y robos a entidades bancarias de Palestina. En febrero del año 1942, varios oficiales británicos mataron a Stern al irrumpir en un piso de Tel Aviv. Al quedar desorganizada tras la muerte de Stern, la actividad del Leji decayó. Entre los años 1942 y 1944 conseguiría establecerse una frágil tregua entre la comunidad yishuv y los británicos, en lo más crudo de la segunda guerra mundial.
En el año 1943, el Irgún comenzaría a reorganizarse como movimiento de resistencia contra la dominación británica. El jefe del grupo era un nuevo y dinámico dirigente llamado Menájem Beguin. Nacido en Polonia, Beguin (1913-1992) se afiliaría a uno de los movimientos sionistas juveniles antes de huir del país al ser invadido por los alemanes en 1939. Más tarde se presentaría voluntario para formar parte de una unidad militar polaca en la unión Soviética. En 1942 su unidad fue enviada a Palestina, y allí Beguin sería captado por el Irgún. Escaló rápidamente en el escalafón de la banda hasta terminar dirigiendo la organización y trabar contacto con los nuevos jefes del Leji, entre los que se encontraba Isaac Shamir. Ambos hombres acabarían siendo primeros ministros de Israel en los últimos años de su vida, pero iniciaron su carrera política en Palestina, como terroristas. La persistente imposición de restricciones a la inmigración de judíos a Palestina, unida a la creciente conciencia de lo que estaba sucediendo en los campos de exterminio nazis y a las noticias del Holocausto, exacerbaría las tensiones entre los movimientos sionistas radicales y las autoridades británicas de Palestina. Hacia el año 1944, el Irgún y el Leji dejaron de mostrarse dispuestos a atenerse a lo establecido en la tregua general decretada dos años antes, reanudando los atentados contra los británicos en Palestina.
El Irgún y el Leji empleaban tácticas muy diferentes en el común conflicto que les enfrentaba a los británicos. El Irgún de Beguin se encargaba de efectuar atentados contra las oficinas del mandato británico y las infraestructuras de comunicaciones de la región de Palestina. El Leji de Shamir, por el contrario, procedía a realizar asesinatos selectivos y específicamente dirigidos contra los funcionarios británicos. La organización adquiriría una particular notoriedad cuando dos de sus miembros asesinaron al ministro residente británico de Oriente Próximo, lord Moyne, frente a su domicilio de El Cairo, el 6 de noviembre de 1944. Moyne era el funcionario británico de más alto rango de todo el Oriente Próximo, y había defendido las restricciones que El Libro Blanco de 1939 había impuesto a la inmigración de judíos a Palestina. La policía egipcia detuvo a sus asesinos, ahorcándolos poco después por el crimen cometido. La Agencia Judía y su ala paramilitar, la Haganá, se distanciaron del Leji y de sus acciones, ya que temían las represalias de los británicos.
Sólo una vez terminada la segunda guerra mundial decidirían el Irgún, el Leji y la Haganá sumar sus fuerzas para combatir a los británicos presentes en Palestina. Al liberar las tropas aliadas los campos de exterminio nazis quedaron al descubierto los monstruosos crímenes del Holocausto. Los dirigentes de la comunidad yishuv estaban decididos a trasladar a los supervivientes judíos del genocidio, llevándolos de los campamentos europeos de personas desplazadas hasta Palestina. Se negaron a respetar los límites que había impuesto El Libro Blanco de 1939 a la inmigración judía y se declararon en rebeldía frente al mandato británico. Durante un breve período comprendido entre los años 1945 y 1946, la Haganá coordinaría en secreto sus operaciones con el Leji y el Irgún a fin de obligar a los británicos —por medio de la violencia— a iniciar un cambio de política.
Por espacio de diez meses, la Haganá colaboró con el Irgún y el Leji en una serie de robos a entidades bancarias, de atentados contra distintas infraestructuras y de secuestros de miembros del personal británico destinado en Palestina. La Agencia Judía, encabezada por Ben-Gurión, negaría sistemáticamente toda implicación en dichas operaciones, manteniendo en secreto la intervención de la Haganá. Sin embargo, las autoridades británicas sospechaban que la comunidad yishuv estaba plenamente al tanto de los actos de violencia y tenía complicidad en ellos, así que respondió con una serie de medidas enérgicas. Entre el 29 de junio y el 1 de julio de 1946 serían arrestados más de dos mil setecientos miembros de la comunidad yishuv, y entre ellos figurarían incluso varios dirigentes de la Agencia Judía. Las autoridades británicas se incautaron asimismo de toda la documentación que manejaba la Agencia Judía, enviándola al secretariado del mandato, cuya sede se hallaba entonces en un ala del Hotel King David.
Para la Agencia Judía, la incautación de sus documentos por parte de las autoridades británicas constituía algo más que un problema administrativo. Entre los papeles requisados había expedientes que implicaban a la Agencia Judía y a la Haganá en los atentados perpetrados contra los británicos.3 Si las autoridades del mandato llegaban a encontrar pruebas de la participación de la Haganá y la Agencia Judía en actividades terroristas, lo único que cabía esperar era que los británicos se mostraran todavía más resueltos a frenar la llegada de nuevas oleadas de inmigrantes judíos a Palestina, volviéndolos al mismo tiempo más proclives a ceder a las demandas de los árabes palestinos. En el momento mismo en que esos documentos acusadores fueron enviados al secretariado del mandato, el destino del Hotel King David quedaría sellado. El Irgún ya había elaborado con anterioridad planes detallados para la perpetración de un atentado en el alto edificio de ese hotel del oeste de Jerusalén en el que tenían su cuartel general las administraciones civil y militar de Palestina, pero hasta entonces la Haganá había congelado los planes, argumentando que semejante atrocidad «podía exacerbar en exceso el ánimo de los británicos». El 1 de julio, inmediatamente después de que los británicos hubieran confiscado los documentos de la Agencia Judía, la Haganá cursaría al Irgún la orden de proceder lo más pronto posible a la operación contra el Hotel King David.
El Irgún necesitó tres semanas para completar los preparativos que precisaba la perpetración del atentado contra el Hotel King David. El 22 de julio, un grupo de activistas del Irgún depositó en el sótano del hotel un número indeterminado de cajas de leche rellenas con más de doscientos veinticinco kilos de explosivos de gran potencia. Dos soldados británicos sorprendieron a los «lecheros», enzarzándose en un tiroteo con los terroristas. Sin embargo, los activistas ya se las habían ingeniado para poner en marcha los temporizadores, los cuales debían detonar la carga en treinta minutos.
«Cada minuto que pasaba parecía un día entero», escribiría más tarde Menájem Beguin. «Las doce y treinta y uno, las doce y treinta y dos. La hora H se acercaba. La media hora estaba a punto de acabarse. Las doce y treinta y siete... De pronto, la población entera pareció estremecerse.»4
Las autoridades británicas sostuvieron que no habían recibido ninguna advertencia previa de que iba a producirse un atentado. El Irgún insistió en que había realizado sendas llamadas de aviso, tanto al hotel como a otras instituciones. Sea como fuere, y con independencia de cuál pueda ser la parte que esté diciendo en este caso la verdad, lo cierto es que no se había hecho nada para evacuar el Hotel King David. Los explosivos, que habían estallado bajo una cafetería pública a la hora del almuerzo, provocaron el derrumbamiento íntegro de una de las alas del hotel, haciendo que los seis pisos del edificio se desplomaran sobre el sótano. La explosión causó noventa y un muertos y más de un centenar de heridos —sin distinción alguna, ya que entre las víctimas había tanto británicos como árabes y judíos.
Aquella barbarie conmocionó al mundo, y la Agencia Judía lo condenó en los siguientes términos: se trata, dijo, «de un execrable crimen perpetrado por un grupo de desesperados». Sin embargo, el Gobierno británico sabía perfectamente bien que la Haganá estaba implicada en aquella campaña de terror, y así lo haría saber en un Libro Blanco sobre las actividades terroristas de Palestina que aparecería publicado tan sólo dos días después del atentado del Hotel King David.
Los británicos comprendieron que se enfrentaban a algo más que a una simple facción radical. La Agencia Judía y la Haganá quizá difirieran del Irgún y el Leji por sus tácticas y sus métodos, pero compartían un mismo objetivo: la expulsión de los británicos como paso previo para la creación de un Estado judío en Palestina.
Tras la segunda guerra mundial, Gran Bretaña no poseía ni los recursos ni la determinación necesarias para permanecer a pie firme en Palestina. Las diferencias entre los judíos y los árabes de Palestina eran irreconciliables. Los británicos temían que, en caso de hacer concesiones a los judíos, los árabes iniciaran una rebelión como la de los años 1936 a 1939. Y si hacían concesiones a los árabes, ya había quedado claro de lo que eran capaces de hacer los judíos. Los esfuerzos que realizaron los británicos en septiembre de 1946 con el fin de convocar una reunión conjunta de los dirigentes árabes y judíos en Londres se saldaría con un fracaso, ya que ambas partes se negaron a acudir a la cita. Los posteriores encuentros bilaterales que tendrían lugar en Londres en febrero de 1947 se vendrían igualmente abajo a consecuencia de las contradictorias presiones derivadas de las exigencias de construcción estatal de árabes y judíos.
Los británicos se encontraban en un callejón sin salida, de manera que la falacia de la Declaración Balfour quedaba ahora descarnadamente clara: Gran Bretaña no podía crear una «patria para el pueblo judío» sin perjudicar gravemente «los derechos de las comunidades no judías ya existentes en Palestina». El Gobierno británico se había quedado sin soluciones y no poseía ya la capacidad necesaria para influir en las partes enfrentadas en Palestina. Por consiguiente, el 25 de febrero de 1947, el ministro de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin, remitió la cuestión de Palestina a la recién creada Organización de las Naciones Unidas con la esperanza de que quizá la comunidad internacional tuviera más éxito en la búsqueda de una salida al conflicto.
Las Naciones Unidas constituyeron un Comité Especial integrado por once naciones a fin de estudiar la cuestión Palestina, comité al que se conocería por sus siglas inglesas: UNSCOP (United Nations Special Committee on Palestine). Al margen de Irán, ninguno de los miembros del UNSCOP tenía ningún interés particular en los asuntos del Oriente Próximo. Ésta es la lista completa: Australia, Canadá, Checoslovaquia, Guatemala, India, Irán, Países bajos, Perú, Suecia, Uruguay y Yugoslavia. Los delegados pasaron cinco semanas en Palestina, durante los meses de junio y julio de 1947. Los líderes políticos árabes se negaron a reunirse con los delegados del UNSCOP, mientras que la Agencia Judía, por su parte, aprovecharía la oportunidad para exponer su caso ante la comunidad internacional y abogar de la más persuasiva de las maneras en favor de la creación de un Estado judío en Palestina.
En el mismo momento en que los delegados del UNSCOP se hallaban en Palestina, llegaban a esos territorios, con la ayuda de la Agencia Judía, numerosas oleadas de inmigrantes judíos procedentes de Europa, todos ellos a bordo de destartalados barcos de vapor. Las autoridades británicas harían todo lo posible por impedir la entrada a esos refugiados, muchos de los cuales eran supervivientes del Holocausto. El más célebre de esos barcos fue el Exodus, cuyos cuatro mil quinientos pasajeros arribaron al puerto de Haifa el 18 de julio de 1947. Se negó la entrada a Palestina a los pasajeros del buque, con lo que al día siguiente la nave tuvo que poner nuevamente rumbo a Francia, donde sus pasajeros serían finalmente conducidos a campos de internamiento alemanes. Gran Bretaña se enfrentaría a una generalizada condena internacional tanto por el modo en que había manejado la crisis de los refugiados judíos como por el asunto del Exodus en particular.
Los actos de violencia que enfrentaban a Gran Bretaña con la comunidad judía crecerían en intensidad durante el período en que los delegados del UNSCOP permanecieran en Palestina para llevar a cabo su investigación. En julio de 1947, los británicos condenaron a muerte a tres hombres del Irgún por la perpetración de crímenes terroristas. El 12 de julio, el Irgún secuestró a dos sargentos británicos, Cliff Martin y Marvyn Paice, dispuesto a retenerlos como rehenes y evitar así que los británicos ahorcaran a los militantes del Irgún. El 29 de julio, tras llevar los británicos a efecto la ejecución, el Irgún colgaría a Martin y a Paice como represalia. Los sicarios del Irgún sujetarían con imperdibles una lista de cargos sobre el cadáver de ambos hombres, parodiando de forma macabra la jerga legal británica. Martin y Paice eran «espías británicos», decía el libelo, y habían sido condenados por realizar «actividades criminales antihebreas», como «entrar ilegalmente en la patria hebrea», perteneciendo además «a una organización terrorista y criminal británica conocida con el nombre de Ejército de Ocupación».5 Por si fuera poco, el Irgún había colocado bombas trampa en los cadáveres de los dos británicos, preparándolas para que estallasen al tratar de descolgarlos. La acción se había concebido con la intención de provocar la máxima indignación en las autoridades británicas y socavar su voluntad de continuar la lucha en Palestina.
El ahorcamiento de los dos sargentos fue una noticia de primera plana en toda Gran Bretaña. Los periódicos sensacionalistas azuzaron los sentimientos de hostilidad contra los judíos a base de grandes titulares en los que se vociferaba: «Dos británicos ahorcados. Una imagen que conmocionará al mundo». Se produjo inmediatamente una oleada de manifestaciones contra los judíos, oleada que pronto daría paso a distintos disturbios en Inglaterra y Escocia, creándose una situación de enfebrecida agitación que habría de prolongarse durante la primera semana de agosto. Los peores brotes de violencia tuvieron lugar en la ciudad portuaria de Liverpool, ya que durante los cinco días posteriores a la noticia se producirían en esa población actos de vandalismo contra más de trescientas propiedades judías, arrestando la policía a unos ochenta y ocho habitantes de la urbe. La Jewish Chronicle informó de que se habían producido asaltos a las sinagogas de Londres, Glasgow y Plymouth, añadiendo que también se habían recibido amenazas contra la integridad de los templos de otras poblaciones. Apenas habían pasado dos años desde que las fuerzas aliadas liberaran a los judíos encerrados en los campos de exterminio nazis y ya empezaba a extenderse por las ciudades británicas la mancha de las esvásticas y los eslóganes nazis, como «Colgad a todos los judíos» o «Hitler tenía razón».6
Los delegados del UNSCOP eran por tanto plenamente conscientes de la complejidad de la situación reinante en Palestina en agosto de 1947, esto es, en la época en que realizaron las indagaciones que tenían la misión de efectuar por encargo de las Naciones Unidas. Los delegados solicitaron unánimemente el fin del mandato británico, recomendando asimismo —por una amplia mayoría de ocho a tres— la partición de Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe. Únicamente la India, Irán y Yugoslavia se opondrían a la partición, considerando preferible un Estado federal palestino unificado.
Los británicos ni siquiera esperarían a que las Naciones Unidas debatieran las recomendaciones efectuadas por los delegados del UNSCOP. La rápida sucesión de acontecimientos —el escándalo del Exodus, el ahorcamiento de los sargentos británicos, los disturbios antisemitas subsiguientes y el informe del UNSCOP— minaron por completo la determinación británica de permanecer en Palestina. El 26 de septiembre de 1947, el Gobierno británico anunció su intención de retirarse unilateralmente de Palestina y confiar las responsabilidades del mandato a las Naciones Unidas. La fecha del repliegue británico quedó fijada para el 14 de mayo de 1948.
Los terroristas habían conseguido su primer objetivo: habían obligado a los británicos a abandonar Palestina. Pese a que los dirigentes de la Agencia Judía denunciaran públicamente sus métodos, el Irgún y el Leji habían desempeñado un papel crucial en la eliminación de un importantísimo impedimento para la creación de un Estado judío. Además, al emplear las tácticas terroristas para alcanzar fines políticos, estaban sentando un peligroso precedente en la historia del Oriente Próximo, un precedente cuyas consecuencias todavía atormentan hoy a la región.
El informe del UNSCOP se presentaría ante la Asamblea general de las Naciones Unidas en noviembre de 1947, siendo sometido a debate. La recomendación de la mayoría de los delegados estableció los términos de la controversia al abogar en favor de la partición de Palestina en un Estado árabe y otro judío. La Resolución 181 de las Naciones Unidas para la partición de Palestina dividía el territorio palestino en un tablero de ajedrez compuesto por seis casillas —tres árabes y tres judías—, dejando Jerusalén bajo el control de un fideicomiso internacional. El plan cedía cerca del 55 por 100 del territorio de Palestina al Estado judío, incluyendo la totalidad de la franja de galilea, situada al noreste del país, así como el estratégico litoral mediterráneo, desde Haifa hasta Jaffa, junto con el desierto de Aravá, hasta el golfo de Áqaba.
Los activistas sionistas presionarían sin tregua a los miembros de las Naciones Unidas a fin de obtener la mayoría de dos tercios requerida para sacar adelante la resolución de partición y la promesa de creación de un Estado judío. Los sionistas estadounidenses desempeñarían aquí un papel clave, ya que conseguirían que la Administración Truman apoyase la resolución. Más tarde, Harry Truman recordará en sus memorias que nunca se encontró «con tantas presiones [ni vio] tan envuelta a la Casa blanca en maniobras propagandísticas como entonces».7 En el último momento, los Estados unidos modificaron su posición inicial, de no intervención, y comenzaron a presionar activamente a los demás miembros de la Asamblea a fin de conseguir que prestaran su apoyo a la partición. El 29 de noviembre de 1947, la resolución de partición quedó aprobada por treinta y tres votos a favor y trece en contra, más diez abstenciones.
Tras obtener la autorización internacional para la creación de un Estado judío en Palestina —al menos en parte de su territorio—, los sionistas habían logrado dar otro importantísimo paso más hacia la consecución de su objetivo estatal último. Sin embargo, tanto el mundo árabe en general como los árabes de Palestina en particular seguirían oponiéndose implacablemente tanto a la partición como a la creación de un Estado judío en Palestina.
No es difícil comprender la posición de los árabes palestinos. En el año 1947, los árabes de Palestina constituían una mayoría demográfica integrada por más de un millón doscientos mil individuos, esto es, aproximadamente, las dos terceras partes de la población total, ya que el número de judíos de Palestina se elevaba a seiscientos mil individuos. Muchas de las ciudades y pequeñas localidades cuya población estaba integrada mayoritariamente por árabes palestinos, como Haifa, fueron asignadas al Estado judío, mientras que Jaffa, que sobre el papel formaba parte del Estado árabe, quedó convertido en un enclave aislado y cercado por el Estado judío. Además, los árabes poseían el 94 por 100 del total de las tierras de Palestina, así como cerca del 80 por 100 de los campos de cultivo del país.8 basándose en estos datos, los árabes palestinos se negaban a conferir a las Naciones Unidas la autoridad necesaria para dividir el país y entregar la mitad de su patria a terceros.
Jamal al-Husseini, un notable de Jerusalén, expresaría adecuadamente las frustraciones palestinas en un escrito de respuesta a las propuestas del UNSCOP publicado en septiembre de 1947. «El caso de los árabes de Palestina encuentra su fundamento en los principios de la justicia internacional. Es la causa de un pueblo que no desea sino vivir y disfrutar sin injerencias de la posesión del país en el que la Providencia y la historia le han colocado. Los árabes de Palestina no pueden entender por qué ha de cuestionarse y someterse a constante investigación su derecho a vivir en paz y libertad, desarrollando su país de acuerdo con sus tradiciones.» A continuación al-Husseini, que dirige sus comentarios al comité designado por las Naciones Unidas para estudiar la cuestión palestina, añade: «una cosa está clara: todos los árabes de Palestina tienen el sagrado deber de defender a su país frente a cualquier agresión».9
Nadie se había figurado que la partición pudiera abrirse paso sin oposición. Los judíos de Palestina tendrían que luchar para hacerse con las tierras que les acababa de conceder la resolución de partición de las Naciones Unidas, y no digamos para apoderarse de cualquier otro territorio al que pudiesen aspirar, pese a haber sido asignado en principio al Estado árabe. Los árabes, por su parte, tendrían que derrotar a los judíos si querían conservar la esperanza de evitar que éstos les arrebatasen parte alguna del territorio palestino.
Al día siguiente de anunciarse la resolución de partición, los árabes y los judíos comenzaron a prepararse para la inevitable contienda, ya que iba a estallar una guerra civil entre los enfrentados aspirantes a la posesión de Palestina.
* * *
Por espacio de seis meses, tanto árabes como judíos lucharon por la preponderancia de sus encontradas reivindicaciones a la posesión del territorio palestino. La comunidad judía de Palestina estaba bien pertrechada para el choque. La Haganá había conseguido una buena formación táctica y adquirido experiencia de combate a lo largo de la segunda guerra mundial. Sus integrantes habían acumulado asimismo un gran número de armas y municiones. Los árabes de Palestina no habían hecho esos preparativos, así que ponían toda su confianza en la justicia de su causa y en el apoyo de los estados árabes vecinos.
Aunque discutido, el dirigente de la comunidad árabe de Palestina era Hajj Amin al-Husseini, el gran muftí de Jerusalén en el exilio. Hajj Amin era un personaje muy controvertido que suscitaba oposición tanto en Palestina como fuera de ella. Los británicos, así como otras potencias occidentales le habían cubierto de vituperios por haberse pasado al bando de la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial, y además los jefes de Estado árabes sentían hacia él distintos grados de desconfianza. Un buen número de notables palestinos se oponían al liderazgo de Hajj Amin, lo que dividía a la comunidad árabe —y en el preciso instante en que tenía que enfrentarse al mayor desafío que jamás hubiera encarado—. Al tratar de encabezar el movimiento palestino desde su exilio en Egipto, Hajj Amin no conseguiría sino socavar las perspectivas de una significativa acción conjunta de los propios árabes, no sólo la que pudieran concertar los palestinos, sino también la que quizá hubiera podido llevar a cooperar a los palestinos con los demás estados árabes.
Los estados árabes, muchos de los cuales se habían independizado muy poco tiempo antes de la dominación colonial europea, también sufrían divisiones similares, hallándose sumidos en un estado de desmoralización semejante. La aprobación de la resolución de partición de las Naciones Unidas acababa de infligirles su primera derrota diplomática, ya que había salido adelante pese a su vehemente oposición. De este modo, al enfrentarse a la decisión, ya adoptada, de dividir Palestina, los árabes no lograrían sino hacer aflorar sus rivalidades internas.
El único país árabe que apoyó la idea de la partición desde el momento mismo en que ésta fuera puesta por primera vez sobre la mesa, es decir, desde el año 1937, fue Transjordania. El rey Abdalá (ha de tenerse en cuenta que el antiguo emir había sido coronado rey en mayo de 1946) recibiría con los brazos abiertos la posibilidad de anexionar los territorios árabes de Palestina a su reino, prácticamente carente de toda salida mar. El hecho de que Abdalá respaldara la partición provocó un gran resentimiento entre las élites políticas palestinas y el decidido odio del muftí Hajj Amin al-Husseini. El rey Abdalá quedó casi totalmente aislado en el mundo árabe. Únicamente podía contar con un mínimo apoyo: el que pudieran procurarle sus primos hachemitas de Irak. El gobierno sirio se mostraría abiertamente receloso ante la actitud de Abdalá, dado que hacía ya mucho tiempo que temía las ambiciones del monarca transjordano, quien llevaba codiciando los territorios de Siria desde la década de 1920. Abdalá sería igualmente objeto de la inveterada hostilidad de sus rivales hachemitas de Arabia, los miembros de la casa de Saud. Y finalmente, levantaría asimismo las sospechas de la monarquía egipcia, que no deseaba que nadie viniera a desafiar su autoproclamada primacía en materia de asuntos árabes.
En lugar de concertar sus acciones y comprometer la intervención conjunta de sus respectivos ejércitos nacionales, los estados árabes vecinos de Palestina prefirieron recurrir a voluntarios irregulares —nacionalistas árabes y miembros de los Hermanos Musulmanes decididos a salvar a la Palestina árabe—. Como ya ocurriera en el caso de la vaga acción de los estadounidenses y los europeos que acudieron a combatir al fascismo durante la guerra civil española en respuesta al llamamiento de la España republicana, también hubo un movimiento similar al de aquellas «brigadas Lincoln» —integrado en este caso por fuerzas árabes— que se aprestó a combatir al sionismo en Palestina. Esas tropas voluntarias recibieron el nombre de Ejército árabe de Liberación (ALA, según sus siglas inglesas: Arab Liberation Army), y su más célebre comandante fue Fawzi al-Qawuqji.
Fawzi al-Qawuqji jamás había dejado pasar la oportunidad de luchar contra el imperialismo europeo en el mundo árabe. Todas las batallas que había librado se habían saldado hasta el momento con una gloriosa derrota. En 1920 había sido uno de los integrantes del conjunto de fuerzas que se habían retirado de Maysalun el día en que los franceses derrotaron al rey Faisal, desbaratando su incipiente reino árabe. Había capitaneado la revuelta contra los franceses en la ciudad siria de Hama y desempeñado un papel clave en la revuelta siria de los años 1925 a 1927. Era también un veterano de la Rebelión árabe que había estallado en Palestina entre 1936 y 1939. Se había aliado con el ejército iraquí en su lucha contra los británicos durante el golpe de mano dado por Rashid Alí en 1941, y tras ser aplastado ese movimiento, se había pasado con armas y bagajes al bando de la Alemania nazi, casándose con una alemana y quedando a la espera de una nueva oportunidad durante el resto de los años de la guerra.
Al-Qawuqji estaba impaciente por regresar de Europa y volver a implicarse en la política árabe. Tras la derrota de Alemania huyó a Francia, donde él y su esposa subirían a un avión con rumbo a El Cairo en febrero de 1947, con identidades falsas y pasaportes amañados. El mes de noviembre de ese mismo año se las ingenió para llegar hasta Damasco, ciudad en la que sería acogido por el gobierno sirio y recibiría una asignación mensual.
Para el Gobierno sirio, al-Qawuqji era un don del cielo. Los sirios, que no deseaban implicar a sus reducidas tropas en la guerra de Palestina, habían dado todo su apoyo al Ejército árabe de Liberación, y al-Qawuqji les parecía el comandante ideal. Se le consideraba un héroe en todo el mundo árabe, y poseía una gran experiencia en la guerra de comandos. Con cincuenta y siete años cumplidos, el entrecano general asentó sus reales en Damasco y se puso inmediatamente a la tarea de reclutar un ejército irregular.
En febrero de 1948, un periodista libanés llamado Samir Souqi publicaría una entrevista con al-Qawuqji en la que se aprecia el clima que reinaba en el cuartel general del héroe de Damasco durante los preparativos bélicos:
Este dirigente árabe, impulsado por la más firme resolución, ha establecido su hogar en un cuartel militar custodiado por soldados irregulares que visten el uniforme del ejército estadounidense. No pasa una hora del día sin que se presenten en el umbral de su puerta tanto beduinos como campesinos y jóvenes vestidos con ropas modernas, ansiosos por alistarse como voluntarios en el Ejército Árabe de Liberación. Cuenta asimismo con otro cuartel en Qatana, donde se da instrucción militar a los voluntarios mientras esperan que se les envíe a Palestina.10
Los estados árabes tenían la esperanza de que, gracias a la colaboración que les había llevado a constituir una nueva organización regional conocida con el nombre de Liga árabe pudieran dejar el manos del Ejército Árabe de Liberación la responsabilidad de derrotar a las fuerzas judías de Palestina sin tener que enviar a sus propios ejércitos regulares. Nombraron comandante en jefe del Ejército Árabe de Liberación al general iraquí Ismail Safwat, encargándole que elaborara un plan de guerra coordinado a cuyas directrices se atuviera el ejército de voluntarios irregulares. Safwat dividió Palestina en tres frentes principales a fin de sistematizar las operaciones según el plan maestro. Puso a al-Qawuqji al mando del frente septentrional y del litoral mediterráneo. El frente sur quedaría bajo mando egipcio. Y el frente central —denominado Frente de Jerusalén— se hallaría a las órdenes de Hajj Amin al-Husseini, quien nombraría comandante de sus tropas al carismático jefe Abdelkader al-Husseini.
Pese a ser miembro de la familia del muftí Hajj Amin, Abdelkader se hallaba por encima de las luchas de facciones y gozaba del respeto de los palestinos de toda clase y condición. Educado en la universidad Estadounidense de El Cairo, era un veterano de la revuelta de los árabes palestinos, durante la cual se había forjado una gran reputación por su arrojo y capacidad de liderazgo, ya que había sido herido en dos ocasiones. Al igual que al-Qawuqji, en 1941 también él lucharía en Irak contra los británicos, tras la Revuelta.
El mayor problema al que tenían que enfrentarse los comandantes árabes, tanto en Palestina como en los estados árabes vecinos era la escasez de armas y municiones. Y a diferencia de los soldados judíos de la Haganá, que habían podido contar con la instrucción militar que les habían dispensado los británicos durante más de una década, y ganado además una notable experiencia de combate al luchar junto a los británicos en la segunda guerra mundial, los árabes palestinos no habían tenido oportunidad de organizar una milicia indígena. Además, mientras que la Agencia Judía había logrado pasar de contrabando armas y municiones a Palestina, los árabes palestinos no contaban con ninguna fuente independiente de la que poder abastecerse de armas. Y al carecer de vías para reabastecerse, los combatientes palestinos no tardarían en quedarse cortos de munición, dadas las escasas existencias con que contaban.
Pese a todo, las insuficiencias logísticas no arredraron a los combatientes palestinos. El 30 de noviembre de 1947 comenzarían a lanzar ataques esporádicos contra los asentamientos judíos. Poco después ampliarían sus operaciones y pasarían de realizar incursiones en las ciudades a efectuarlas en la campiña. Las fuerzas árabes trataron de cortar las carreteras que conducían a los asentamientos para aislar de ese modo a las aldeas judías. La Haganá dedicó gran parte de los meses de invierno de 1948 a excavar trincheras y a fortificar sus posiciones, trabajando para consolidar el territorio que la resolución de partición había asignado al Estado judío, antes incluso de que se produjera el repliegue de las tropas británicas, previsto para mediados de mayo de ese mismo año.
A finales del mes de marzo de 1948, las fuerzas judías pasaron a la ofensiva. Su primer objetivo fue la carretera de Tel Aviv a Jerusalén. Las fuerzas árabes habían rodeado y sometido a asedio al barrio judío de Jerusalén. La Haganá estaba decidida a abrir una línea de abastecimiento y aliviar así la situación de los judíos de Jerusalén.
La posición de los árabes en Jerusalén era notablemente menos sólida de lo que pensaban los generales judíos. Los soldados palestinos, capitaneados por Abdelkader al-Husseini, no disponían del armamento necesario para mantener sus posiciones. Los árabes tenían en su poder la estratégica población de al-Qastal, desde la que se disfrutaba de una posición de ventaja para controlar la carretera de Tel Aviv a Jerusalén. A principios de abril, al constatar que las fuerzas judías progresaban en dirección a al-Qastal, al-Husseini efectuó una visita de emergencia a Damasco a fin de conseguir las armas que sus hombres necesitaban para conservar la posición.
Las disputas internas de los distintos países árabes pondrían en peligro la misión de al-Husseini desde el principio. El gobierno sirio, que se mostraba abiertamente hostil al muftí Hajj Amin al-Husseini, negó todo apoyo a Abdelkader, que era primo del muftí. Además, se había establecido una agria rivalidad entre el Ejército Árabe de Liberación, respaldado por Siria, y las fuerzas palestinas dirigidas por Abdelkader al-Husseini, lo que no contribuía sino a dividir todavía más al bando árabe. De este modo, al reunirse en Damasco con los líderes de Siria y la Liga árabe, Abdelkader al-Husseini se vería atrapado precisamente en estas diferencias políticas internas.
El 3 de abril, mientras los cabecillas y los generales árabes reñían en Damasco, al-Qastal caía en poder de las unidades de élite de la Haganá —conocidas como el Palmaj—.* Los posteriores intentos de los árabes por recuperar la población fracasaron, y las fuerzas judías empezaron a consolidar sus defensas. Al-Qastal iba a ser la primera población árabe que capturaran las fuerzas judías, y la noticia de su pérdida habría de causar una gran conmoción en todos cuantos se congregaban en Damasco. Desde esta posición estratégica, las tropas de la Haganá representaban una verdadera amenaza para Israel. Sin embargo, los generales de la Liga árabe seguían mostrándose incapaces de toda acción sensata, aparentemente absortos en un mundo de fantasía.
El general Ismail Safwat, el comandante en jefe iraquí del Ejército Árabe de Liberación, se volvió hacia Abdelkader al-Husseini y le dijo: «De modo que al-Qastal ha caído. Su misión es recuperarla, Abdelkader. Y si no es usted capaz de hacerlo, díganoslo para que podamos confiar ese deber a [Fawzi] al-Qawuqji».
Abdelkader al-Husseini se sintió indignado. «Denos las armas que le he pedido y volveremos a tomar la ciudad. Ahora la situación ha empeorado, y los judíos cuentan con artillería, aviación y tropas más numerosas. No puedo ocupar al-Qawuqji sin armas. Déme lo que he solicitado y le garantizo la victoria.»
«Pero ¿qué me está diciendo, Abdelkader? ¿no tiene cañones?», replicó Ismail Safwat. El general iraquí prometió a regañadientes entregar al comandante palestino todas las armas y las municiones de que dispusieran en Damasco —ciento cinco rifles obsoletos, veintiún ametralladoras, una insuficiente cantidad de munición y unas cuantas minas—, pero añadió que el envío tendría que esperar. En esencia, lo que hacía el alto mando era enviar a al-Husseini de vuelta al campamento con las manos vacías.
Preso de un acceso de cólera, al-Husseini salió furioso de la sala: «Son ustedes unos traidores. Unos criminales. La historia recordará que por su culpa se perdió Palestina. Tomaré al-Qastal, aunque tenga que morir junto con mis hermanos, los muyahidín».11
Ese mismo día 6 de abril, por la noche, Abdelkader al-Husseini abandonó Damasco, presentándose en Jerusalén al amanecer del día siguiente, acompañado por cincuenta voluntarios del Ejército Árabe de Liberación. Tras un breve descanso, partió rumbo a al-Qastal al frente de una fuerza compuesta por unos trescientos palestinos y cuatro soldados británicos que habían cambiado de bando para combatir junto a los árabes.12
El contraataque de los árabes para recuperar al-Qastal comenzó a las once de la noche del día 7 de abril. Las fuerzas árabes se dividieron en varios destacamentos y se aproximaron a la aldea para asaltarla por tres frentes. Uno de los destacamentos árabes sufrió un gran número de bajas y se quedó prácticamente sin municiones. Cuando el jefe del destacamento, herido, tocó a retirada, al-Husseini se puso a la cabeza de un pequeño pelotón y sustituyó a la avanzadilla que se replegaba, tratando de poner cargas explosivas bajo las defensas que habían levantado las fuerzas judías. Sin embargo, al-Husseini y sus hombres se vieron detenidos por la cortina de fuego de los defensores judíos, y poco después quedaban a su vez rodeados al presentarse en el escenario de la refriega varios grupos de refuerzo judíos llegados de los asentamientos vecinos.
El 8 de abril, al despuntar el alba, la noticia de que al-Husseini y sus hombres se hallaban rodeados por el enemigo corrió como un reguero de pólvora entre los combatientes árabes. Parecía seguro que la batalla de al-Qastal se iba a saldar para ellos con una derrota. Sin embargo, los refuerzos árabes acudieron a la llamada, de modo que unos quinientos hombres se unieron a las tropas asediadas en al-Qastal. Lucharon durante todo el día y consiguieron retomar la población a última hora de la tarde. El júbilo por la recuperación de al-Qastal se vendría abajo al descubrir los milicianos árabes el cadáver de Abdelkader al-Husseini en el flanco este de la periferia de la población. Los combatientes palestinos, llenos de rabia, descargaron su ira sobre los cincuenta prisioneros judíos que habían hecho, de modo que los mataron a todos. La guerra civil iba a revelarse, en ambos bandos, una experiencia verdaderamente atroz.
Abdelkader al-Husseini fue enterrado al día siguiente. Diez mil compungidos árabes asistieron a su funeral en la mezquita de Al-Aqsa de Jerusalén. «La gente lloraba por él», recuerda Arif al-Arif, un historiador nacido en Jerusalén que se ocuparía de referir los hechos de 1948. «Le llamaban el héroe de al-Qastal.»13 Los palestinos nunca llegarían a recuperarse del todo de la pérdida de Abdelkader al-Husseini. No surgiría ningún otro cabecilla local capaz de liderar un movimiento de resistencia nacional contra las fuerzas judías de Palestina, de modo que su muerte supuso un golpe tremendo para la moral pública. Y lo peor fue que su sacrificio iba a resultar completamente inútil. Los desmoralizados defensores árabes dejaron únicamente una guarnición de cuarenta hombres para defender al-Qastal. Menos de cuarenta y ocho horas después, las tropas judías recuperaban el control de la pequeña población, y esta vez de manera definitiva.
El fallecimiento de Abdelkader al-Husseini y la pérdida de al-Qastal quedarían oscurecidas por la masacre de los aldeanos palestinos de Deir Yassin, ocurrida el 9 de abril. La carnicería, que tuvo lugar el mismo día en que se celebraba el funeral de al-Husseini, sobrecogió de temor a todos los habitantes de Palestina. De esa fecha en adelante iba a comprobarse que los palestinos habían perdido la fe en la lucha.
Deir Yassin era una pacífica aldea árabe situada al oeste de Jerusalén y habitada por unas setecientas cincuenta personas. Se trataba de una población un tanto heterogénea, compuesta por granjeros, albañiles y comerciantes. Contaba con dos mezquitas y dos colegios, uno para chicos y otro para chicas, además de un club deportivo. Era la última aldea de Palestina en la que hubiera cabido esperar un ataque judío, ya que sus habitantes habían sellado un pacto de no agresión con los comandantes judíos de Jerusalén. El Irgún y el Leji no darían razón alguna para explicar la incursión contra Deir Yassin, ya que no había mediado provocación de ningún tipo. El historiador palestino Arif al-Arif cree que las organizaciones terroristas judías eligieron como blanco la aldea con el doble fin de «dar una esperanza a su propia gente y de llenar de pavor el corazón de los árabes».14
El ataque contra Deir Yassin se inició antes del amanecer del día 9 de abril de 1948. El pánico se apoderó de los aldeanos, que sólo contaban con ochenta y cinco hombres armados, y que además tenían que enfrentarse a una fuerza judía superior en número y apoyada por carros blindados y aviones de combate. Una campesina estaba dándole el pecho a su bebé en el preciso instante en que se desencadenó el asalto. «Pude oír el sonido de los tanques y los rifles, y oler el humo. Les vi llegar. Los vecinos empezaron a gritarse unos a otros: “¡Si sabéis cómo huir, huid!”. Todo el que tenía un tío en alguna parte de la aldea trató de llegar hasta él. Quienes poseían un rifle intentaron proteger a sus esposas.» La joven corrió para salvar la vida, con el niño en brazos, y consiguió llegar a la aldea vecina de Ayn Karim.15
A pesar de que en Ayn Karim se hallaban acantonadas varias unidades del Ejército Árabe de Liberación, y de que la policía británica se encontraba también en las inmediaciones, nadie acudiría al rescate de los aldeanos. Los testigos presenciales refirieron que los atacantes judíos reunieron a todos los defensores árabes armados y los fusilaron. Arif al-Arif, el cronista palestino, entrevistaría a varios supervivientes de la masacre de Deir Yassin poco después de los acontecimientos, levantando acta de los horrores que se habían producido el día de la agresión, dando los nombres de las víctimas y explicando con detalle el modo en que se habían producido las muertes.
Entre otras atrocidades [los atacantes] mataron a al-Haj Jabir Mustafá, un hombre de noventa años, y arrojaron su cadáver a la calle desde el balcón de su casa. Hicieron lo mismo con al-Haj Ismail Atiya, otro anciano de noventa y cinco años, acabando asimismo con la vida de su esposa, de ochenta años, y sus nietos. Asesinaron a un joven ciego llamado Mohamed Alí Khalil Mustafá, a su mujer, que había tratado de protegerle, y a su hijo, de dieciocho meses de edad. Asesinaron igualmente a un maestro de escuela que estaba atendiendo a los heridos.16
En total murieron unos 110 habitantes de Deir Yassin.
Según las fuentes que informan a al-Arif, la matanza de Deir Yassin había proseguido hasta el final, de no haber dado un viejo general judío la orden de parar. Sin embargo, se obligó a los supervivientes a marchar hasta el barrio judío de Jerusalén, donde serían «públicamente humillados ante toda la población judía, como si se tratara de criminales». Al final fueron puestos en libertad cerca del hospital italiano que se halla próximo a Hayy al-Mismara.17 Los acontecimientos de Deir Yassin provocaron la unánime condena del mundo, tanto por la masacre de todos aquellos aldeanos inocentes como por la brutal degradación de los supervivientes. La Agencia Judía denunció la barbarie y desvinculó a las fuerzas de la Haganá de los extremistas del Irgún y el Leji.
La matanza de Deir Yassin causó un éxodo en masa de árabes palestinos, éxodo que se continuaría hasta el 15 de mayo, es decir, hasta la fecha misma en que se verificó el repliegue de los británicos. Al difundirse la noticia de la masacre, explica al-Arif, la gente de toda Palestina «comenzó a huir de sus hogares, llevándose en la memoria distintos episodios de la barbarie judía, episodios que hacían estremecerse de terror a cuantos los oían narrar». Los líderes políticos no consiguieron sino exacerbar todavía más el temor al publicar en la prensa árabe los relatos que detallaban las atrocidades cometidas en Deir Yassin y en otros lugares. Pese a que los líderes Palestinos explotaron la crisis humanitaria con la esperanza de obligar a los estados árabes a intervenir, sus informes no iban a servir más que para reforzar el miedo reinante y animar a los aldeanos a abandonar sus hogares.18 Los relatos de ese período hacen referencia una y otra vez al hecho de que los habitantes de los pueblos y las aldeas de toda Palestina reunían a sus seres queridos y abandonaban hogares y posesiones por miedo a otro Deir Yassin.
Los palestinos ya habían comenzado a huir del territorio al comienzo de la primavera. Entre febrero y marzo de 1948, unos setenta y cinco mil árabes dejarían sus hogares y abandonarían las poblaciones que se hallaban en primera línea de combate, esto es, las de Jerusalén, Jaffa y Haifa, prefiriendo la relativa seguridad de Cisjordania o de los estados árabes vecinos.19 Y ese mes de abril, tras la matanza de Deir Yassin, el flujo de refugiados se convirtió en un torrente.
Algunos palestinos optaron por responder al horror con el horror. El 13 de abril, cuatro días después de la masacre de Deir Yassin, los combatientes palestinos tenderían una emboscada a un convoy médico judío que se dirigía al monte Scopus, situado en el flanco noreste de Jerusalén. Las dos ambulancias llevaban distintivos sanitarios claramente visibles, y de hecho entre los pasajeros había médicos y enfermeras del Hospital Hadassah, además de empleados de la universidad Hebrea de Jerusalén. En total viajaban en el convoy ciento doce personas. Sólo sobrevivieron treinta y seis.
La brutalidad de la emboscada quedaría inmortalizada en una serie de espantosas fotografías en las que puede verse a los atacantes en pose triunfante junto al cadáver de sus víctimas. Estas bárbaras instantáneas llegaron a comercializarse en Jerusalén, como queriendo demostrar a los árabes de Palestina que era posible aniquilar la amenaza judía. Sin embargo, las fotografías de las atrocidades no conseguirían disipar el clima de derrota que en abril 1948 se había apoderado ya de las pequeñas poblaciones de Palestina y de sus zonas rurales.
La moral palestina había estallado en mil pedazos, y la masacre de los civiles judíos del monte Scopus no hizo más que aumentar el miedo, ya que se temía que los judíos perpetraran nuevas crueldades a modo de represalia. Captando el desplome de la moral pública, la Haganá intensificó sus operaciones de acuerdo con las directrices de un plan militar conocido como Plan D, cuyo principal objetivo consistía en despoblar y destruir los pueblos y las aldeas palestinos que se juzgara necesario vaciar para establecer un Estado judío viable.
Haifa caería en manos de las fuerzas judías entre los días 21 y 23 de abril de 1948, provocando una nueva conmoción en toda Palestina. Haifa era el motor económico de Palestina, gracias al puerto de mar y a la refinería de petróleo con que contaba. El total de la población árabe de la ciudad se elevaba a más de setenta mil almas. Era también el centro administrativo del norte de Palestina.
Dado que la resolución de partición de las Naciones Unidas había asignado Haifa al Estado judío, las fuerzas judías llevaban meses planeando tomar la ciudad. A mediados de diciembre de 1947, Haifa había sufrido ya un primer ataque de las fuerzas judías. «Las arremetidas [judías] habían desencadenado un éxodo a causa del pánico», escribe Rashid al-Hajj Ibrahim, uno de los líderes municipales de Haifa. «una gran parte de la población vio el peligro que se cernía sobre ellos, ya que la buena preparación de los judíos les venía a revelar las muchas carencias que tenían los árabes para defenderse, y eso fue lo que les empujó a huir de sus hogares.»20 Secundado por sus colegas del Ayuntamiento, Hajj Ibrahim, presidente del Comité nacional de Haifa, pondría todo su empeño en restaurar la calma y en frenar los ataques de represalia que efectuaban los irregulares, ya fueran de la localidad o extranjeros —aunque muchos de ellos eran de hecho voluntarios del Ejército Árabe de Liberación—. Sin embargo, sus esfuerzos serían vanos. Tanto durante los meses de invierno como en el comienzo de la primavera seguirían produciéndose choques violentos entre los soldados irregulares árabes y los combatientes de la Haganá. A principios de abril eran ya de veinte mil a treinta mil los habitantes de Haifa que habían abandonado la ciudad.
La embestida final comenzó el 21 de abril. Aprovechando que las tropas británicas se estaban retirando de las posiciones que ocupaban en Haifa, la Haganá lanzó un ataque en masa con la intención de tomar la ciudad. Durante las cuarenta y ocho horas siguientes, las fuerzas judías machacaron incesantemente los barrios árabes con un constante fuego de mortero y ráfagas de fusilería. El viernes 23 de abril, por la mañana, la aviación judía atacó la ciudad, «provocando el terror entre las mujeres y los niños, ya que les habían impresionado mucho los horrores de Deir Yassin», refiere Hajj Ibrahim.21 Se precipitaron en masa al puerto de Haifa, donde les estaban esperando unos barcos prestos a evacuar a los aterrorizados civiles de Haifa.
Hajj Ibrahim describirá en los siguientes términos la tragedia de que fue testigo en el muelle: «Miles de hombres, mujeres y niños salieron corriendo en dirección al barrio portuario, presa del terror, lo que dio lugar a una situación de caos sin precedentes en la historia de la nación árabe. Huían de sus casas en dirección a la costa, descalzos y desnudos, desesperadamente ansiosos por hacer cola para trasladarse al Líbano. Abandonaban su patria, sus hogares, sus propiedades, su dinero, su bienestar y sus negocios, rindiendo su dignidad y su alma».22 A comienzos de mayo no quedaban ya en Haifa más que unos tres mil o cuatro mil árabes —de una población original que superaba los setenta mil individuos—, resignados a vivir sometidos a la dominación judía.
Una vez consolidado el control de Haifa, las fuerzas judías pasaron a concentrar sus esfuerzos en el resto del litoral que las Naciones Unidas habían asignado al Estado judío. El Irgún, que operaba de forma independiente a la Haganá, inició las hostilidades, dispuesto a hacerse con Jaffa, la otra gran ciudad portuaria árabe —cercana además a la ciudad judía de Tel Aviv—. La ofensiva del Irgún se inició al alba del 25 de abril. El 27 de ese mismo mes, armado con tres morteros y veinte toneladas de obuses, el Irgún se apoderó del barrio de Manshiya, situado al norte de Jaffa. Desde esta nueva posición, y durante los tres días siguientes, el Irgún sometería a un implacable cañoneo los barrios del centro de Jaffa.
Los ataques quebraron tanto la moral pública como la resistencia de los habitantes de Jaffa. El hecho de que fuera el Irgún quien estuviera realizando la ofensiva avivó el temor a una repetición de la masacre de Deir Yassin. Y la circunstancia de que Haifa hubiera caído sólo unos días antes había dejado a la mayoría de los habitantes que todavía permanecían en Jaffa (unos cincuenta mil, dado que ya en abril habían abandonado el lugar cerca de veinte mil vecinos para buscar refugio en otra parte) prácticamente sin esperanzas de que la ciudad fuera capaz de resistir la embestida. El pánico se apoderó de la urbe y sus moradores huyeron en masa, produciéndose un éxodo generalizado. Los dirigentes municipales trataron de conseguir barcos para evacuar a la población al Líbano, negociando además la partida de otros ciudadanos a la Franja de Gaza, a través de las líneas judías. Para el 13 de mayo, todo lo que encontraron las fuerzas judías al rendirse la ciudad fueron unos cuatro mil o cinco mil habitantes.
Al ver que se les acababa el tiempo, puesto que ya faltaba poco para que finalizara el repliegue de las tropas británicas, las fuerzas judías decidieron concentrar sus ataques en los territorios nororientales que la partición había concedido al Estado judío, a fin de consolidar su posición en la zona. El 11 de mayo, las unidades de élite del Palmaj, pertenecientes a la Haganá, asaltaron y tomaron Safad, una pequeña población en la que residían doce mil árabes y mil quinientos judíos. El 12 de mayo, los judíos conquistaron Beisán, un pueblecito de seis mil almas, expulsando a sus habitantes a Nazaret y a Transjordania. Al mismo tiempo, las operaciones de la Haganá se saldaron con otras tantas evacuaciones y expulsiones en masa de los aldeanos que habitaban en la región de galilea, en la llanura costera y a lo largo de la carretera de Tel Aviv a Jerusalén. Ríos de siluetas sin hogar atestaban las carreteras de Palestina, llevando consigo los escasos enseres que podían transportar, deseando únicamente huir de los horrores de la guerra. Un testigo ocular árabe describe así las penalidades de los refugiados: «La gente abandonaba el país aturdida y sin rumbo, de modo que, carente de hogar y dinero, enfermaba y fallecía al ir de un lado a otro, obligada a refugiarse en oquedades y cuevas, harapienta o desnuda, sin nada que llevarse a la boca y terriblemente hambrienta. Y cuando comenzó a bajar la temperatura en los montes no encontraron a nadie a quien recurrir».23
Al terminar la guerra, los judíos de Palestina habían conseguido consolidar su control en las principales poblaciones de la llanura costera y la franja de galilea. Para lograrlo habían tenido que expulsar de sus hogares a unos doscientos mil o trescientos mil palestinos. Los refugiados palestinos tenían la intención de regresar cuando se restaurara la paz, pero ese retorno jamás habría de permitirse. Así lo expresaría en 1948 David Ben-Gurión a los miembros de su gabinete: «Debemos impedir que vuelvan a toda costa».24
La guerra civil terminó el último día del mandato británico. El 14 de mayo de 1948, los judíos de Palestina declararon la creación del Estado hebreo, pasando a partir de ese momento a ser conocidos como israelíes. Los árabes, derrotados, no tenían ningún Estado con el que dignificar su identidad palestina. Pusieron toda su esperanza en sus vecinos árabes, ya que sus ejércitos habían empezado a congregarse en gran número junto a las fronteras de Palestina, en espera del último movimiento de repliegue de los británicos.
El 14 de mayo, como habían prometido, los británicos dieron un último toque de corneta, arriaron la bandera, y embarcaron en los buques que les llevarían de nuevo a casa, volviendo la espalda al desastre que habían provocado en Palestina.
* * *
Al día siguiente de la partida de los británicos, los ejércitos de los estados árabes de la región invadieron Palestina. El 15 de mayo de 1948 terminaba la guerra civil que había enfrentado a los árabes y a los judíos de Palestina, dando paso a la primera guerra árabe-israelí. Los gobiernos de Egipto, Transjordania, Irak, Siria y el Líbano habían implicado a sus respectivos ejércitos en la ofensiva, con el manifiesto propósito de acudir en defensa de la Palestina árabe y de derrotar a Israel. De hecho, la Liga árabe no decidiría enviar a los ejércitos regulares de los estados árabes sino dos días antes de que los británicos se retiraran de Palestina, esto es, el 12 de mayo de 1948. De haber organizado la intervención con un mínimo de coordinación y de planificación previa, con un atisbo de confianza recíproca y siquiera un vislumbre de intención común, quizá las fuerzas árabes hubieran podido imponerse. Sin embargo, cuando penetraron en territorio palestino, más parecía que la guerra estuviera enfrentando a los árabes entre sí que a éstos con el Estado judío.
En vísperas de la primera guerra árabe-israelí, los estados árabes se hallaban sumidos en el caos. El conflicto de Palestina había tenido un desenlace peor de lo que nadie hubiera podido prever. Pese a todas sus bravuconadas, Fawzi al-Qawuqji había resultado ser un desastre en el campo de batalla, con lo que sus mal preparadas e indisciplinadas tropas se vieron obligadas a batirse en retirada en todos los choques que las enfrentaron a las fuerzas de la Haganá. El Ejército Árabe de Liberación había demostrado ser, por todos conceptos, más una carga que una ayuda para los acosados palestinos, y la estrategia de confiar la suerte de la contienda a la acción de los voluntarios árabes se había revelado un completo fracaso. A medida que fue aproximándose la fecha del repliegue británico, los estados árabes vecinos empezaron a darse cuenta de que no iba a quedarles más remedio que ordenar la intervención de sus respectivos ejércitos regulares a fin de evitar que las fuerzas judías conquistaran la totalidad de Palestina.
El conjunto de los estados árabes se encontró así ante un serio dilema. Consideraban que el conflicto de Palestina era una causa árabe, y sentían la obligación moral de intervenir y de procurar protección a sus correligionarios árabes de Palestina. El hecho de que los estados árabes se hubieran unido bajo los auspicios de la Liga árabe para coordinar su acción común no había servido más que para reforzar esa primera impresión. Aun así, los estados árabes, considerados por separado, tenían intereses nacionales propios y divergentes, lo que significa que intervenían en la guerra más en su condición de egipcios, de jordanos o de sirios que en calidad de árabes. Y lo peor es que habrían de trasladar las rivalidades internas del conjunto de los árabes al campo de batalla.
A fin de atajar la crisis palestina, la Liga árabe convocaría un ciclo de reuniones entre el otoño de 1947 y el invierno de 1948. El conflicto de intereses entre los nuevos estados árabes se hizo cada vez más patente. Cada Estado árabe tenía sus inquietudes particulares, y ninguno de ellos confiaba demasiado en los demás. El rey Abdalá de Transjordania despertaba los más agudos recelos entre sus hermanos árabes. El hecho de que hubiera apoyado la partición revelaba sus ambiciones, y hacía pensar que deseaba anexionarse los territorios árabes de Palestina a fin de ensanchar los límites de su propio Estado. Esto le había granjeado el odio del líder palestino Hajj Amin al-Husseini, la rivalidad de Faruq, el rey de Egipto, y las suspicacias de los sirios. En Siria, el presidente Shukri al-Kuwatli luchaba por contener la amenaza del «movimiento monárquico» que agitaba a algunos de sus oficiales, mandos que no sólo apoyaban al rey Abdalá de Transjordania sino que respaldaban asimismo el llamamiento que este soberano había hecho en favor de la creación de la gran Siria, un plan que debía unir a Siria y Transjordania bajo el manto de la dinastía hachemita—. Gran parte de lo que iba a hacer Siria en la inminente guerra obedecería precisamente a una estrategia pensada para contener a Transjordania. En último término, si los estados árabes se preparaban para la guerra era más para impedir que ninguno de ellos pudiera venir a alterar el equilibrio de poder entonces existente en el mundo árabe que con miras a la salvación de la Palestina árabe.
Los ciudadanos árabes no se percataban en modo alguno del cinismo de sus dirigentes, de modo que aplaudían los planes de intervención de sus respectivos gobiernos, creyendo de buena fe que el objetivo consistía en procurar amparo a Palestina frente a la amenaza sionista. Tanto al público árabe como a los soldados que combatían en los ejércitos árabes les emocionaba la retórica al uso y creían en la justicia de su causa. Lo cierto es que la decepción que habría de llevarse la gente con los políticos tras la derrota estaba llamada a convertirse en el detonante de una gran agitación en el mundo árabe, una vez consumada la «pérdida» de Palestina.
En mayo de 1948, los ejércitos de los estados árabes no estaban listos para iniciar la guerra, en gran medida porque la mayoría de esos estados acababan de independizarse de sus respectivos gobiernos coloniales. Francia había conservado el control de las fuerzas armadas de Siria y el Líbano hasta el año 1946, y al replegarse sus tropas a regañadientes habían dejado tras de sí muy pocas armas y municiones. Gran Bretaña tenía el monopolio del suministro de armas a los contingentes militares de Egipto, Transjordania e Irak. Los británicos controlaban la venta de pertrechos a sus semiindependientes aliados, asegurándose de este modo de que sus respectivos ejércitos nacionales no pudieran convertirse en ningún caso en una amenaza para las fuerzas armadas británicas destacadas en la región.
Además, en esa época, la dimensión de los ejércitos árabes era notablemente reducida. Es posible que el número de soldados del conjunto de las fuerzas armadas libanesas no pasara de los tres mil quinientos hombres, y además sus armas estaban decididamente obsoletas. El ejército sirio no superaba los seis mil hombres, y constituía más una amenaza que una baza para el presidente al-Kuwatli, ya que desde el año 1947 apenas pasaba un mes sin que surgiera el rumor de algún posible golpe militar. Al final, los sirios destinarían menos de la mitad de sus efectivos militares totales —posiblemente menos de dos mil quinientos hombres— a las luchas de Palestina. El ejército iraquí enviaría tres mil soldados. La Legión Árabe de Transjordania era el ejército mejor formado y disciplinado de la región, pero al estallar la guerra el Estado transjordano no pudo enviar sino a cuatro mil quinientos de sus seis mil efectivos totales. Los egipcios poseían el mayor ejército de la zona, y consiguieron enviar diez mil soldados a Palestina. Sin embargo, pese a todas estas limitaciones, los estrategas árabes predecían una rápida victoria sobre las fuerzas judías, concediéndose un plazo de sólo once días para ganar la contienda. Caso de juzgarla sincera, esta estimación no vendría sino a confirmar la escasa conciencia que se tenía en el bando árabe de la gravedad del conflicto que se avecinaba.
De todos los estados árabes, únicamente el de Transjordania tenía una clara política de interés en el conflicto palestino. El rey Abdalá nunca se había sentido satisfecho con el territorio que los británicos le habían asignado en el año 1921. Siempre había aspirado a restaurar la primacía de su familia en Damasco (de ahí que abogara en favor de la creación de la «gran Siria»), y desde el año 1937 había defendido la idea de una partición de Palestina que pusiera en sus manos la porción árabe del territorio así dividido, que de ese modo quedaría anexionado a su desértico reino (lo que explica la animosidad que enturbiaba las relaciones entre el muftí al-Husseini y el rey Abdalá).
El rey Abdalá había tenido numerosos contactos con la Agencia Judía desde la década de 1920. Dichos contactos pasaron a convertirse en negociaciones secretas en los tiempos en que las Naciones Unidas debatían acerca del plan de partición de Palestina. En noviembre de 1947, el rey Abdalá se entrevistaría con Golda Meyerson (quien más tarde se cambiaría el nombre por el de Golda Meir, convirtiéndose además en primera ministra de Israel) y negociaría con grandes dificultades un pacto básico de no agresión dos semanas antes de que se aprobara la resolución de partición de las Naciones Unidas. El rey Abdalá se comprometía a no oponerse a la creación de un Estado judío en el territorio designado por las Naciones Unidas. A cambio, Transjordania se anexionaría las regiones de Palestina que limitaban con sus fronteras —es decir, en esencia, Cisjordania.25
Transjordania necesitaba la aprobación de Gran Bretaña para poner en marcha su plan de absorción de las comarcas árabes de Palestina. En febrero de 1948, Abdalá envió a Inglaterra a su primer ministro, Tawfik Abu al-Huda, quien partió a Londres en compañía del comandante británico de Transjordania, el general John Bagot Glubb (más conocido como Glubb Pachá), a fin de conseguir que los británicos dieran su consentimiento al plan. El 7 de febrero, el primer ministro Abu al-Huda expuso los planes de Transjordania al ministro de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin: al expirar el mandato británico en Palestina, el gobierno de Transjordania ordenaría cruzar el Jordán a la Legión Árabe a fin de ocupar las tierras árabes de Palestina contiguas a las fronteras transjordanas.
«Parece la decisión más obvia». Respondió Bevin, «pero no se extralimite e invada las zonas asignadas a los judíos.»
«Aun en el caso de que quisiéramos hacerlo», respondió Abu al-Huda, no dispondríamos de las fuerzas necesarias.»
Bevin dio las gracias al primer ministro de Transjordania y le expresó el pleno acuerdo de Gran Bretaña con los planes que acariciaba en relación con Palestina, dando así al rey Abdalá, en esencia, luz verde para invadir y anexionarse Cisjordania.26
De este modo, Transjordania era la única nación árabe que sabía exactamente qué razones la impulsaban a penetrar en el escenario de los conflictos palestinos y qué esperaba obtener a cambio. El problema radicaba en el hecho de que los demás estados árabes eran plenamente conscientes de las ambiciones del rey Abdalá, de modo que dedicaron más esfuerzos a contener las ansias de Transjordania que a salvar a Palestina. Siria, Egipto y Arabia Saudí se concertarían secretamente para bloquear las intenciones de Transjordania, de modo que sus acciones terminaron convirtiéndose en un claro estorbo para el normal desarrollo de la guerra. Pese a que la Liga árabe decidió nombrar al rey Abdalá comandante en jefe de las fuerzas árabes, los generales de cada uno de los ejércitos nacionales árabes se negaban a reunirse con él, y no querían ni oír hablar de tener que aceptar sus órdenes, fueran éstas las que fuesen. El propio Abdalá cuestionaba las intenciones de la Liga árabe, y en una ocasión llegó a plantear a una delegación militar egipcia la siguiente pregunta: «La Liga árabe me ha nombrado comandante en jefe de los ejércitos árabes. ¿no creen que ese honor debiera recaer en Egipto, dado que es el mayor de los estados árabes? ¿O quizá la verdadera intención que subyace a esa designación radica en atribuirme a mí toda la culpa y la responsabilidad en caso de fracaso?».27
Si los estados árabes se mostraban hostiles a las intenciones del rey Abdalá, tampoco puede decirse que simpatizaran mucho más con los palestinos, dado que no ocultaban su animadversión hacia el dirigente palestino Hajj Amin al-Husseini. Los iraquíes guardaban rencor a Hajj Amin por haber respaldado éste en 1941 el golpe de Rashid Alí al-Kaylani contra la monarquía hachemita. Hacía ya tiempo que el rey Abdalá de Transjordania se había enemistado con Hajj Amin a causa de sus enfrentadas ambiciones, dado que ambos anhelaban dominar la Palestina árabe. Egipto y Siria no habían prestado a Hajj Amin más que un tibio apoyo, especialmente tras el desplome sufrido por las defensas palestinas en abril y mayo de 1948.
La coalición árabe se internó por tanto en Palestina con la intención de atender un conjunto de objetivos de carácter más bien negativo: evitar el establecimiento de un Estado judío intruso en pleno centro de la región árabe, impedir que Transjordania ampliara sus territorios a costa de Palestina, y no dejar que el muftí diera forma a un Estado palestino viable. Con semejantes objetivos bélicos, no es de extrañar que las fuerzas árabes se vieran abrumadas por la superioridad de las tropas judías, impulsadas en cambio por la desesperada determinación de establecer definitivamente el anhelado Estado judío.
Con todo, la supremacía de los judíos en el campo de batalla se debió más a su número y a su capacidad de fuego que a cuestiones derivadas de una mayor o menor resolución. La imagen de un David judío rodeado por un agresivo Goliat árabe no se corresponde con las dimensiones relativas de los ejércitos árabe y judío. El 15 de mayo, al conjuntarse los esfuerzos de los cinco estados árabes dispuestos a intervenir en la guerra —Líbano, Siria, Irak, Transjordania y Egipto—, el total de las fuerzas árabes no superaba la cifra de veinticinco mil hombres, mientras que las Fuerzas Defensivas de Israel (pues así se había denominado al ejército del nuevo Estado) contaban con unos efectivos de treinta y cinco mil soldados. En el transcurso de la guerra, tanto los árabes como los israelíes habrían de reforzar sus tropas, pero los árabes nunca llegaron a acercarse siquiera al número de efectivos de los israelíes, que se elevarían a sesenta y cinco mil soldados a mediados de julio, alcanzando en diciembre de 1948 la cifra más alta, ya que en esa fecha el ejército israelí contaba con noventa y seis mil hombres.28
Los israelíes necesitaban disponer de esa ventaja numérica. Durante las fases iniciales de la guerra, que habrían de prolongarse desde el 15 de mayo hasta la primera tregua declarada el 11 de junio, los israelíes se vieron obligados a luchar por la supervivencia en una multitud de frentes. El 15 de mayo, el ejército de Transjordania, conocido con el nombre de Legión Árabe, cruzó el Jordán y penetró en Cisjordania. Aunque al principio se mostrara reacia a entrar en Jerusalén, que de acuerdo con los términos de la resolución de partición de las Naciones Unidas había sido declarada zona internacional, la Legión Árabe tomaría posiciones en los barrios árabes de Jerusalén el 19 de mayo, a fin de evitar que las fuerzas israelíes invadieran la ciudad. Al mismo tiempo, el 22 de mayo, el ejército de Irak se apoderaba de la mitad septentrional de Cisjordania y consolidaba sus posiciones en Naplusa y en Yenín sin tener que lanzar una ofensiva contra las fuerzas israelíes. Las unidades egipcias se desplegaron desde el Sinaí hasta la Franja de Gaza y el desierto del Néguev, dirigiéndose después hacia el norte a fin de reunirse con la Legión Árabe. Las fuerzas sirias y libanesas invadieron el norte de Palestina. Durante esta primera fase del conflicto, ambos bandos sufrieron fuertes pérdidas, aunque la posición israelí era quizá la más expuesta, ya que se veía obligada a combatir contra un gran número de ejércitos a la vez.
Al iniciarse las hostilidades entre Israel y los estados árabes, las Naciones Unidas se reunieron en sesión plenaria para tratar de restaurar la paz. El 29 de mayo las Naciones Unidas lanzaron un llamamiento de alto el fuego, llamamiento que entraría en vigor el 11 de junio. El conde Folke Bernadotte, un diplomático sueco, fue nombrado mediador oficial del conflicto y se le confió la misión de devolver la paz a la región de Palestina. La primera tregua del conflicto se fijó un plazo de veintiocho días para tratar de resolver las diferencias, imponiéndose un embargo total de armas en la región. Los estados árabes trataron de conseguir armamento para sus fuerzas, que andaban muy escasas de él, pero se encontraron con que los británicos, los franceses y los estadounidenses se atenían escrupulosamente a los términos del embargo. Los israelíes, por el contrario, consiguieron que se les hicieran llegar los vitales cargamentos de armas a través de Checoslovaquia, logrando además incrementar el número de sus efectivos y elevarlos a más de sesenta mil soldados. El 9 de julio, al terminar el período de alto el fuego estipulado, Israel se encontraba mejor preparado que sus adversarios para reanudar las hostilidades.
Durante la segunda fase de la contienda, los israelíes se valdrían de la superioridad numérica de sus tropas, así como de su mayor cantidad de municiones, para dar un vuelco a la situación y ganar la mano a los árabes en todos los frentes. Arrollaron a las fuerzas sirias en la región de galilea y obligaron a los libaneses a replegarse y volver a cruzar su propia frontera. Se apoderaron de las poblaciones de Lydda* y Ramla, arrebatándoselas a la Legión Árabe, y concentraron sus energías en atacar las posiciones egipcias en el sur. Las Naciones Unidas, alarmadas por la crisis humanitaria que estaba teniendo lugar en Palestina —dado que decenas de miles de refugiados habían comenzado a huir de los combates—, reanudaron con mayor intensidad las iniciativas diplomáticas a fin de conseguir un nuevo alto el fuego. Los diplomáticos de las Naciones Unidas descubrieron que los estados árabes estaban más que dispuestos a aceptar una segunda tregua, ya que varios de sus ejércitos se habían quedado prácticamente sin munición alguna. El segundo alto el fuego entraría el vigor el 19 de julio, y se mantendría hasta el 14 de octubre.
Si los árabes habían llegado a acariciar alguna aspiración común antes del 15 de mayo, desde luego se había hecho añicos tras el desastroso resultado de los dos meses de guerra. Las divisiones que enfrentaban a los estados árabes, que ya eran profundas antes de que se iniciase la conflagración, se verían seriamente agravadas por las bajas que habían sufrido sus ejércitos en los dos choques que había conocido hasta ese momento la guerra. En lugar de obtener la rápida victoria que los estrategas de la Liga árabe habían previsto con manifiesto exceso de optimismo, los estados árabes veían a sus ejércitos atrapados en un conflicto en el que cada vez parecía más difícil alzarse con el triunfo. Además, ninguno de los estados árabes se encontraba en disposición de concebir una clara táctica para salir del atolladero. La opinión pública árabe contemplaba la escena con conmocionado desánimo, ya que asistía al sometimiento de sus ejércitos a manos de un enemigo al que hasta entonces había menospreciado, considerándolo un mero conglomerado de «bandas judías».
En lugar de aceptar la responsabilidad de su propia falta de preparación y coordinación, los estados árabes empezaron a echarse la culpa unos a otros. Los egipcios y los sirios se volvieron contra Transjordania. ¿no había mantenido el rey Abdalá reuniones secretas con los judíos? ¿Acaso no estaba cumpliendo Glubb Pachá, el comandante británico de Transjordania, la promesa que Gran Bretaña hiciera a los judíos al crear un Estado hebreo en Palestina? El hecho de que la Legión Árabe estuviera defendiendo Cisjordania y la zona árabe del este de Jerusalén de los enconados ataques israelíes empezó a juzgarse una prueba de la traición de Transjordania y de la connivencia de ese país con los sionistas, y no una muestra de valor. Estas peleas internas habrían de tener una incidencia terriblemente negativa en el esfuerzo bélico árabe. Cuanto mayor era la animadversión entre los distintos estados árabes, cuanto más aisladamente actuaban, tanto más fácil les resultaba a las fuerzas israelíes deshacerse, uno por uno, de sus respectivos ejércitos.
El conde Bernadotte encabezó los esfuerzos que realizaron las Naciones Unidas por hallar una solución a la crisis entre árabes e israelíes durante los tres meses que duró el alto el fuego. El 16 de septiembre, Bernadotte propuso una modificación del plan de partición de Palestina en el que se contemplaba la anexión de los territorios árabes a Transjordania, incluyendo las poblaciones de Ramla y Lydda, que habían caído en manos de los israelíes, así como el desierto del Néguev, que en el primer plan de resolución de partición de las Naciones Unidas había sido asignado al Estado judío. El Estado de Israel conservaría la región de galilea y la llanura costera, mientras que Jerusalén seguiría bajo administración internacional. Aunque tanto los árabes como los israelíes se habían apresurado a rechazar el plan de Bernadotte, sus esfuerzos diplomáticos se verían brutalmente truncados al caer asesinado por los terroristas del Leji el 17 de septiembre de 1948. Sin perspectiva alguna de solución diplomática, la guerra se reanudaría el 14 de octubre, tras expirar el alto el fuego.
En la tercera embestida del enfrentamiento entre árabes e israelíes —ocurrida entre el 15 de octubre y el 5 de noviembre de 1948—, los israelíes lograrían culminar la conquista de la región de galilea, obligando a todas las fuerzas de Siria, el Líbano y el Ejército Árabe de Liberación a replegarse y regresar, respectivamente, a los territorios sirio y libanés. Hecho esto, los israelíes concentrarían todos sus esfuerzos en derrotar a las fuerzas egipcias. El ejército israelí rodeó a las unidades egipcias, ahora completamente aisladas, y sus fuerzas aéreas se dedicaron a machacar durante tres semanas las posiciones del ejército egipcio.
Las pérdidas egipcias en Palestina iban a tener graves repercusiones políticas en Egipto. En el sur de Palestina, un gran destacamento de fuerzas egipcias se hallaba sometido a asedio en la aldea de Faluya, a unos treinta kilómetros al noreste de Gaza. Bloqueados durante semanas y casi sin un momento de respiro, los soldados egipcios se sintieron traicionados. Se les había enviado a la guerra con una preparación insuficiente y poco menos que sin armas ni municiones. Los oficiales de vena más política tuvieron mucho tiempo para reflexionar acerca de la bancarrota pública de la monarquía y el gobierno de Egipto. Entre los oficiales atrapados en Faluya se encontraban Gamal Abdel Nasser, Zakaria Mohi El Din y Salah Salem —tres de los militares que más tarde habrían de constituir el Movimiento de los Oficiales Libres y conjurarse para derrocar a la monarquía egipcia—. «Estábamos luchando en Palestina, pero nuestros sueños se hallaban en Egipto», escribirá después Nasser.29 Tras las experiencias vividas en la guerra árabe-israelí, el Movimiento de los Oficiales Libres egipcio terminaría transformando la derrota encajada en Palestina en una victoria en Egipto, al deponer al gobierno mismo que les había traicionado.
Los estados árabes siguieron celebrando reuniones en un vano intento de concertar una acción colectiva capaz de evitar el desastre. El 23 de octubre, se reunirían en Ammán, la capital de Transjordania, veintitrés dirigentes árabes a fin de elaborar un plan de apoyo con el que acudir en auxilio de las fuerzas egipcias, pero la mutua desconfianza que oponía a Siria, Transjordania e Irak impidió toda colaboración fructífera. Los egipcios, por su parte, no querían admitir ante sus hermanos árabes que habían sido derrotados, así que se negaron a coordinar sus acciones militares con los demás países, pese a saber que en caso de hacerlo conseguirían aliviar la situación de sus tropas asediadas.
La división árabe jugó en favor de Israel. En diciembre, los israelíes no sólo conseguirían obligar a los egipcios a abandonar totalmente Palestina —exceptuando a las tropas egipcias que todavía seguían rodeadas en Faluya—, sino que de hecho invadieron algunos territorios egipcios situados en el Sinaí. Al gobierno del rey Faruq no le quedó más remedio que invocar el Tratado Anglo-Egipcio de 1936 —un tratado que los nacionalistas despreciaban profundamente porque venía a perpetuar la influencia de Gran Bretaña en Egipto— y solicitar la intervención británica para obligar a los israelíes a retirarse del Sinaí. El 7 de enero de 1949 se sellaría una tregua entre Egipto e Israel. La última ofensiva israelí se produciría en el desierto del Néguev, saldándose con una conquista de territorios que permitió a los israelíes adentrarse hasta Um Rashrash, ya en el golfo de Áqaba, lugar en el que más tarde levantarían el puerto de Eilat.
Con la conquista del Néguev, el nuevo Estado de Israel adquiría su forma final, ocupando el 78 por 100 del territorio del mandato británico de Palestina. Transjordania había conservado Cisjordania y Egipto seguía defendiendo la Franja de Gaza, pero ésos eran los últimos territorios que todavía permanecían en manos árabes. A finales de 1948, la derrota de los ejércitos egipcios, sirios y libaneses, sumada al bloqueo de la Legión Árabe y del ejército iraquí, otorgó a los israelíes una total victoria, permitiéndoles imponer sus condiciones a los estados árabes. Las Naciones Unidas decretaron un nuevo alto el fuego y dieron inicio, en la isla mediterránea de Rodas, a las negociaciones para el establecimiento de un armisticio entre Israel y sus vecinos árabes. Israel y Egipto pactarían un armisticio bilateral en febrero. A él se sumarían el Líbano en marzo, Transjordania en abril y Siria en julio. Acababa así la primera guerra árabeisraelí.
Para los palestinos, la fecha de 1948 sería recordada como el año de la Nakba —el Desastre—. Entre la guerra civil y la guerra árabe-israelí el número de palestinos reducidos a la condición de refugiados se había elevado a setecientos cincuenta mil individuos. Esa masa de gente penetró como una riada en el Líbano, Siria, Transjordania y Egipto, quedándose también muchos de sus integrantes en los territorios de Palestina que habían conseguido permanecer en manos árabes. Los árabes de Palestina no poseían ya más que la Franja de Gaza y Cisjordania, junto con la zona este de Jerusalén. La Franja de Gaza quedaría bajo administración egipcia con la consideración nominal de un territorio autónomo. Cisjordania sería anexionada a Transjordania, país que ahora, al contar con territorios a ambos lados del río Jordán, abrevió su denominación y pasó a llamarse Jordania.
Al finalizar la primera guerra árabe-israelí no quedaba ya en el mapa ningún lugar al que pudiera darse el nombre de Palestina, y lo único que se conservaba era un pueblo palestino disperso y obligado bien a vivir sometido a una ocupación extranjera, bien a permanecer diseminado en múltiples naciones, formando una diáspora de vencidos forzada a pasarse el resto de su futura historia luchando por el reconocimiento de sus derechos nacionales.
* * *
La totalidad del mundo árabe había quedado anonadada ante la magnitud del desastre palestino. Sin embargo, en un momento de crisis como aquel, los intelectuales árabes habrían de revelarse notablemente lúcidos tanto respecto a las causas como ante las consecuencias de la pérdida de Palestina.
Inmediatamente después de la primera guerra árabe-israelí se publicarían dos obras críticas que iban a marcar la pauta tanto de la autocrítica árabe como de las posteriores reformas. El primero de esos textos era obra de Constantine Zurayk, uno de los grandes intelectuales árabes del siglo XX. Nacido en Damasco en el año 1909, Zurayk había cursado la licenciatura de Filosofía y Letras en la universidad Americana de Beirut, obtenido un máster en la universidad de Chicago, y alcanzado el grado de doctor en Princeton —terminó sus estudios a la edad de veintiún años—. Dedicó su vida a la función académica y pública en el Líbano y Siria, y escribió una serie de obras llamadas a ejercer una enorme influencia en el nacionalismo árabe. Sería precisamente Zurayk quien diera a la guerra árabe-israelí de 1948 el nombre con el que se la conoce en árabe —al-Nakba— al publicar un prestigioso tratado titulado Ma’nat al-Nakba (esto es, «El significado del Desastre»), obra que vería la luz en Beirut en agosto de 1948, en lo más crudo de la contienda.30
El segundo libro saldría de la pluma de un notable palestino llamado Musa Alami. Hijo de un ex alcalde de Jerusalén, Alami estudiaría derecho en Cambridge antes de empezar a trabajar para el gobierno del mandato británico de Palestina. Llegó a ser nombrado secretario de Asuntos árabes ante el alto comisionado y procurador de la corona, aunque dimitiría más tarde, en 1937, en el momento más álgido de la Rebelión árabe, para dedicarse al ejercicio privado de la abogacía y apoyar al movimiento nacionalista. Alami sería también quien representara las aspiraciones palestinas en las conferencias celebradas en Londres en 1939 y en el bienio de 1946 a 1947, actuando como portavoz palestino en los congresos fundadores de la Liga árabe. El ensayo que publicaría en marzo de 1949, titulado ‘Ibrat Filastin (La lección de Palestina) no habría de quedarse en una mera reflexión sobre la completa derrota árabe sino que estaba llamado a convertirse en el manual para la regeneración nacional.31
Ambos autores reconocerían que la pérdida de Palestina y la creación de Israel venía a inaugurar un peligroso capítulo nuevo en la historia árabe. «La derrota de los árabes en Palestina», advertía Zurayk, «no es un simple revés, ni un leve perjuicio pasajero. Es un desastre en el más pleno sentido de la palabra y una de las pruebas y tribulaciones más duras que jamás hayan afligido a los árabes a lo largo de su dilatada historia —una historia ya de por sí marcada por numerosas pruebas y tribulaciones—».32 Si los árabes no lograban hacer frente a este nuevo peligro se verían condenados a padecer divisiones y a vivir dominados, de modo que la independencia que acababan de conseguir podía terminar no diferenciándose demasiado de la era colonial que habían dejado atrás.
Dado que sus respectivos diagnósticos sobre los males árabes eran muy semejantes, no es de extrañar que Alami y Zurayk recomendaran un tratamiento similar. El espectáculo de la división árabe convenció a ambos hombres de que era necesario conseguir la unidad de los árabes. Los acuerdos posteriores a la primera guerra mundial, sumados al hecho de que Gran Bretaña y Francia se hubieran repartido el mundo árabe, habían fragmentado y debilitado a la nación árabe. Según argumentaban ambos pensadores, el único modo de que los árabes cobraran conciencia de su potencial como pueblo pasaba necesariamente por la superación de las divisiones creadas por el orden imperial, lo que sólo podía conseguirse mediante la unidad árabe. Los dos autores admitían la existencia de contradicciones entre el nacionalismo de miras estrechas de los estados-nación (por ejemplo, el nacionalismo característico de los egipcios y los sirios) y el más amplio nacionalismo de la nación árabe, al que uno y otro aspiraban. Zurayk creía que la unión formal resultaba imposible a corto plazo, dado que los intereses nacionales de los recién creados estados árabes independientes se hallaban profundamente arraigados. Por ello, Zurayk apelaba en primera instancia a la realización de «cambios generales de gran alcance» en los estados árabes existentes como medida previa para la consecución de la unidad a largo plazo.33 Alami ponía sus esperanzas en una especie de «Prusia árabe» capaz de lograr la unidad deseada por la fuerza de las armas.34 La perspectiva de esa Prusia árabe resultaría notablemente atractiva para un buen número de nacionalistas pertenecientes al alto escalafón de los ejércitos árabes, ya que por esa época los militares se estaban preparando para salir a la palestra política tras el desastre palestino.
De este modo, la respuesta que daban tanto Zurayk como Alami a la Nakba palestina implicaba nada menos que un renacimiento árabe, renacimiento que habría de ser además el preludio de la unidad árabe, todo ello como requisito previo para la recuperación de Palestina y el restablecimiento de la autoestima árabe en el mundo moderno. Sus libros tuvieron infinidad de lectores y ejercieron una enorme influencia sobre sus contemporáneos, precisamente porque sus análisis reflejaban el espíritu de los tiempos. El descontento de los ciudadanos árabes con sus gobernantes era cada vez más intenso. La acción de las viejas élites políticas que habían liderado el combate por la independencia nacional había quedado mancillada por su vinculación con los amos imperiales. Se habían educado en universidades europeas y hablaban el idioma de los colonizadores, se vestían con ropas occidentales y trabajaban en instituciones impuestas por los dominadores coloniales —si se sopesaba fríamente su actuación era fácil tenerles por vulgares colaboradores—. No sólo discutían para no obtener más que pequeños avances, sino que su cosmovisión se había circunscrito a los estrechos límites señalados por las fronteras estatales impuestas por el imperialismo.
Los políticos del mundo árabe habían perdido de vista la meta última de la gran nación árabe que sin embargo todavía estimulaba a muchos de sus conciudadanos. La ineptitud de su política había quedado manifiestamente clara tras el desastroso comportamiento de los árabes en Palestina. De ahí que, a los ojos de muchos árabes, los remedios que venían a proponer Alami y Zurayk al abogar en favor de una gran nación árabe integrada por un conjunto de ciudadanos mejor capacitados para hacer frente a los retos de la era moderna y dotados de la fuerza derivada de la unidad parecieran la solución obvia a la debilidad en que se hallaban sumidos en ese momento. La lección que había que extraer de Palestina era sencilla: si permanecían divididos, los árabes tenían el fracaso garantizado, lo que significaba que únicamente unidos podían acariciar la esperanza de encarar con éxito los desafíos del mundo moderno.
Los tiempos estaban cambiando. Los gobernantes árabes se habían visto seriamente debilitados a causa del gran fracaso de Palestina. Una nueva generación estaba empezando a despuntar, y sus miembros no sólo se mostraban muy receptivos a los planteamientos del nacionalismo árabe, sino que iban a convertir a sus propios gobiernos en el primer objetivo con el que medir sus fuerzas.
* * *
La derrota sufrida por los árabes en Palestina y el surgimiento del Estado de Israel desestabilizaron por completo a los recién independizados estados árabes. Los meses inmediatamente posteriores a la Nakba quedarían marcados por diversos asesinatos políticos y golpes de mano en Egipto, Siria, el Líbano y Jordania.
Tras el desastre de Palestina, Egipto quedó sumido en un caos político. En opinión de los integrantes de un nuevo partido religioso, la pérdida de un pedazo de tierra musulmana y la creación de un Estado judío en ese territorio constituía poco menos que una traición al islam. En 1928, Hassan al-Banna —maestro de un colegio de enseñanza primaria de la ciudad de Ismailía, junto al canal de Suez— había fundado la Sociedad de los Hermanos Musulmanes egipcios. Al-Banna era un carismático reformista que combatía las influencias occidentales, ya que consideraba que no hacían más que socavar los valores islámicos de Egipto. Al-Banna argumentaba que el pueblo de Egipto, sometido a la doble presión de las reformas de corte europeo y del imperialismo británico, se había «apartado de los objetivos de su fe».35 El movimiento, que se había iniciado como una agrupación para la promoción de la fe en el seno de la sociedad egipcia, acabaría convirtiéndose en una poderosa fuerza política cuya capacidad de acción rivalizaría —a finales de la década de 1940— con la de los partidos de larga tradición, incluido el propio Wafd.
Al estallar el conflicto palestino, los Hermanos Musulmanes habían declarado que se trataba de una yihad, enviando varios batallones de voluntarios a la región a fin de oponerse con las armas a la creación de un Estado judío. Al igual que los demás voluntarios árabes del Ejército de Liberación, también los Hermanos Musulmanes subestimarían la fuerza y la organización de los judíos. Mal preparados para la guerra, la derrota no habría de cogerles menos desprevenidos. Consideraron que el fracaso que habían tenido que encajar los árabes en Palestina había sido consecuencia de una alevosía contraria a la religión, y culparon de lo sucedido a los gobiernos árabes en general y al egipcio en particular. Al regresar a Egipto se dedicaron a organizar manifestaciones y echaron sobre el gobierno toda la responsabilidad de la derrota.
El Gobierno egipcio tomó rápidamente medidas para suprimir el movimiento de los Hermanos Musulmanes. Durante los últimos meses del año 1948, las autoridades acusarían a la organización creada por Hassan al-Banna de fomentar la agitación y de conspirar para derribar al gobierno. El 8 de diciembre de 1948, el primer ministro Mahmud Fahmi an-Nukrashi, que había declarado la ley marcial, aprobó un decreto por el que se procedía a disolver la asociación de los Hermanos Musulmanes. Se bloquearon todos los activos de la sociedad y el gobierno requisó sus documentos, arrestando a muchos de sus dirigentes.
Una vez puesto en libertad, Hassan al-Banna, el cabecilla de los Hermanos Musulmanes, trataría de conciliar las posiciones de los extremistas de su propia asociación con las de los miembros del gobierno. La intransigencia de ambas partes daría al traste con sus esfuerzos. El primer ministro an-Nukrashi se negó a reunirse con al-Banna, rechazando asimismo toda posible concesión a los Hermanos Musulmanes. Los extremistas de la organización de al-Banna recurrieron entonces a la violencia. El 28 de diciembre, el primer ministro egipcio sería abatido a tiros a la entrada del Ministerio del Interior. Un estudiante de veterinaria que pertenecía a los Hermanos Musulmanes desde el año 1944 le había descerrajado a bocajarro varios disparos mortales. En la tensa atmósfera surgida tras el desastre palestino, la muerte de An-Nukrashi no iba a ser sino el primero de una serie de asesinatos de líderes árabes.
El Gobierno no llegaría a detener a Hassan al-Banna por el asesinato de an-Nukrashi. Al cabecilla de los Hermanos Musulmanes no le alegraba lo más mínimo su situación de libertad, sabedor de que mientras se hallara en la calle correría el riesgo de ser asesinado a su vez, como venganza. Al-Banna trató de negociar con el sucesor de an-Nukrashi, pero el gobierno le cerró todas las puertas. Protestó públicamente, declarando que los Hermanos Musulmanes no habían participado en ningún intento encaminado a derrocar al gobierno, pero no obtuvo ningún resultado.
El 12 de febrero de 1949, Hassan al-Banna fue muerto de varios disparos frente a la sede de la Asociación de Jóvenes Musulmanes. Se asumió de forma generalizada que había sido el gobierno, con el apoyo del palacio, quien había ordenado el asesinato. La comisión de estos dos asesinatos políticos en el plazo de seis meses elevó la tensión política en Egipto a un nivel jamás igualado anteriormente.
En Siria, el desastre palestino provocaría un golpe militar. El presidente Shukri al-Kuwatli llevaba mucho tiempo temiendo verse depuesto por el ejército, y el 30 de marzo de 1949 encontraría confirmación a sus temores, ya que el coronel Husni al-Zaim, jefe de Estado Mayor del ejército, encabezaría un incruento golpe militar. El veterano político sirio Adil Arslan lo describirá diciendo que se había tratado «del acontecimiento más significativo y extraño de la reciente historia siria». En su diario, Arslan lo expondrá con mayor detalle: «El público en general lo festejó, y la mayoría de los estudiantes aprovecharon la coyuntura para manifestarse por las calles. No obstante, las élites políticas permanecieron en completo silencio, ya que les inquietaba terriblemente el destino de su país».36 Las élites políticas sirias deseaban ansiosamente preservar las instituciones democráticas de la joven república siria. Temían que se instaurara una dictadura militar, y tenían buenos motivos para ello. Pese a que el gobierno de al-Zaim durara menos de ciento cincuenta días, su golpe de mano vino a señalar la incorporación de los militares a la política siria. Salvo por un par de breves intervalos, los militares iban a conservar las riendas del Estado sirio durante lo que quedaba de siglo.
Según su ministro de Asuntos Exteriores, Adil Arslan, uno de los aspectos más extraños de la gobernación de al-Zaim radicaría en el hecho de que éste se mostrara dispuesto a llegar a un acuerdo con Israel nada más producirse la derrota siria. El 20 de julio de 1949, el gobierno de Husni al-Zaim pactaría el establecimiento de un armisticio entre Siria e Israel. Aunque de forma encubierta, al-Zaim estaba dispuesto a consolidar un vínculo mucho más sólido que el de un armisticio y lograr un tratado de paz de orden general con Israel. Con el pleno apoyo del gobierno de los Estados unidos, al-Zaim encadenaría una serie de propuestas, dirigiéndolas todas al primer ministro israelí David Ben-Gurión a través del equipo encargado de negociar los términos del armisticio. Al-Zaim ofrecía a Israel la total normalización de las relaciones entre Siria y el Estado judío —incluyendo el intercambio de embajadores, la apertura de fronteras y el fomento de unas relaciones económicas plenas.
La propuesta de al-Zaim, que acaba de sugerir la posibilidad de asentar a más de trescientos mil refugiados palestinos en suelo sirio, llamó la atención tanto de los políticos estadounidenses como de los funcionarios de las Naciones Unidas. Ya por entonces se veía con claridad que el problema de los refugiados iba a convertirse en la mayor preocupación humanitaria y en el principal escollo para la resolución del conflicto árabe-israelí. Lo que al-Zaim perseguía era conseguir que los Estados unidos incluyeran en sus programas de ayuda al desarrollo a la región de Yazira, situada al norte del río Éufrates, precisamente el espacio en el que proponía asentar a los palestinos. Al-Zaim creía que la inyección de una gran cantidad de mano de obra en la zona, unida a la financiación estadounidense, podría contribuir a modernizar su país y fomentar el desarrollo de su economía.37
El primer ministro israelí no tenía el menor interés en la oferta de al-Zaim. Pese a los grandes esfuerzos que realizaron tanto la Administración Truman como el mediador de las Naciones Unidas, el doctor Ralph Bunche, y el ministro de Asuntos Exteriores israelí, Moshé Sharett, Ben-Gurión no sólo se negaría a reunirse con al-Zaim sino que ni siquiera aceptaría discutir las sugerencias que éste había puesto sobre la mesa. Ben-Gurión insistía en que los sirios debían firmar primero un armisticio. Sabía que al-Zaim quería ajustar los límites de Siria a fin de dividir el Lago Tiberíades en dos mitades, una siria y otra israelí, cosa que Ben-Gurión rechazaba de plano. El primer ministro israelí no tenía la menor prisa por concluir ningún pacto de paz con sus vecinos árabes, y desde luego no quería sentar el precedente de realizar concesiones territoriales a fin de garantizarse una situación de paz. En todo caso, lo que le preocupaba a Ben-Gurión era el hecho de que las fronteras de Israel —según habían quedado establecidas en los acuerdos de armisticio pactados con sus vecinos árabes— pudieran no alcanzar a satisfacer las necesidades del Estado judío.
Al negarse Ben-Gurión a reunirse con al-Zaim, la Administración estadounidense sugirió una reunión entre los ministros de Asuntos Exteriores de Siria e Israel. El embajador estadounidense en Damasco, James Keeley, se puso en contacto con el ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de al-Zaim, Adil Arslan, a fin de proponerle dicha posibilidad. Arslan procedía de una familia principesca drusa que se había avenido a participar en el gobierno de al-Zaim con cierto recelo. Y a pesar de que en el diario que publicará más tarde, Arslan no se limitará a describir al coronel al-Zaim con los rasgos de un amigo, sino que señalará asimismo que se trataba de un loco, lo cierto es que al escuchar hasta el final la propuesta de Keeley —que a juzgar por lo que Arslan registra en su diario se habría producido el 6 de junio de 1949—, quedaría convencido de que al-Zaim había perdido el norte.
«¿Por qué imagina que yo voy a acceder a reunirme con [Moshé] Shertok [el ministro de Asuntos Exteriores israelí]*», preguntó Arslan al embajador estadounidense, «cuando sabe usted perfectamente que nunca me he dejado engañar por las tretas de los judíos y que soy, de todos los árabes, el menos proclive a hacerles concesiones?»
«Su pregunta me obliga a darle una respuesta totalmente franca», respondió Keeley, «aunque no tengo libertad para debatir el asunto, que ha de permanecer en secreto. Sin embargo, como sé que es usted un hombre de honor, me atrevo a pedirle su palabra y a confiar en que esta cuestión no habrá de salir de aquí.
Arslan le dio su palabra, y Keeley prosiguió. «Fue al-Zaim quien sugirió la posibilidad de mantener él mismo una reunión con Ben-Gurión ... Pero éste se negó, así que [la Administración estadounidense] pensó que debían ser los ministros de Asuntos Exteriores de Siria e Israel quienes celebraran la entrevista. Shertok se mostró de acuerdo y planteó la sugerencia que acaba usted de rechazar.»
Mientras Keeley le daba a conocer las relaciones diplomáticas secretas que al-Zaim trataba de establecer con los israelíes, el atónito Arslan procuró ocultar sus emociones, intentando asimismo descartar que la iniciativa obedeciera a una estratagema diplomática del presidente sirio. El embajador estadounidense no volvería a insistir en la cuestión y se retiró, dejando que fuera Arslan quien hiciera el siguiente movimiento.38
Arslan permanecería en su oficina hasta tarde. Se entrevistó con un miembro de la delegación siria enviada a las conversaciones destinadas a obtener el armisticio. El delegado se mostró convencido de que al-Zaim tenía intención de reunirse con el propio Shertok. Arslan sopesó la posibilidad de dimitir, pero decidió mantenerse en el cargo a fin de impedir que los israelíes consiguieran materializar su objetivo, consistente en lograr que Siria se apartara de los demás estados árabes al rubricar con el Estado judío un pacto de paz propio e independiente. Comenzó a contactar con otros gobiernos árabes a fin de advertirles de la existencia de «un gran peligro», aunque puso buen cuidado en no revelar de qué se trataba.
La reacción de Arslan indica lo mucho que se había distanciado al-Zaim tanto de la opinión pública siria como de los puntos de vista de la élite política. Con la dolorosa derrota todavía reciente, los sirios no estaban de humor para sellar ningún acuerdo de paz con Israel —y el ejército menos que nadie—. De haber hecho público al-Zaim su plan de paz, se habría encontrado sin duda frente a una oposición insuperable en su propio país. Aun así, serían tantos los personajes respetados y de relevancia internacional que se mostraran en su momento moderadamente convencidos de que el plan de al-Zaim tenía notables méritos —personajes entre los que cabe citar al ministro de Asuntos Exteriores estadounidense, Dean Acheson, al mediador de las Naciones Unidas, Ralph Bunche, y a un gran número de políticos y agentes de inteligencia israelíes—, que no deberíamos nosotros descartarlo hoy sin más. Lo que queda claro tras el examen del episodio es que sería de hecho Ben-Gurión quien desestimara la primera iniciativa de paz árabe. Al encontrarse ante un plan de paz que contaba con el doble respaldo de los Estados unidos y la Onu, Ben-Gurión dijo no.
Al-Zaim no lleva todavía el tiempo suficiente al frente de Siria como para poder permitirse el lujo de aventurarse a semejantes iniciativas de paz. El marco de las reformas que pretendía instaurar (y en el que las propuestas de un pacto de paz con Israel no constituían más que una pequeña fracción) le granjearían la animadversión de los diferentes grupos sociales que habían apoyado inicialmente su ascenso al poder, dejándole por tanto aislado. Algunos de los oficiales que le habían respaldado durante el golpe empezaron entonces a conspirar contra él. El 14 de agosto de 1949, repetirían las medidas adoptadas en el levantamiento militar de marzo, procediendo a arrestar a las más destacadas figuras del gobierno y apoderándose de la principal emisora de radio. Un convoy formado por seis carros blindados rodeó el domicilio de al-Zaim y, tras un breve tiroteo, sus integrantes detuvieron al presidente, deponiéndole en el acto. Al-Zaim y su primer ministro fueron conducidos a un centro de detención, donde serían sometidos a un juicio sumarísimo y ejecutados.
El hombre que había arrestado y fusilado a Husni al-Zaim era un seguidor de Antún Saade, uno de los más influyentes líderes nacionalistas del mundo árabe. Saade (1904-1949) era un intelectual cristiano que había regresado a su Líbano natal en 1932 —tras pasar un período de su vida en brasil— con la intención de fundar el Partido Social nacionalista Sirio. Saade había dado clases en la universidad Americana de Beirut, significándose por su oposición al mandato francés, al que condenaba por su empeño en dividir a la gran Siria, y por militar en favor de una unión de los estados integrantes de la gran Siria. Sus planteamientos políticos constituían una alternativa al pannacionalismo árabe, lo que unido a su insistencia en separar la religión de la política, terminó por atraer a una amplia gama de grupos minoritarios que temían la dominación de los musulmanes sunitas en caso de que se creara un Estado panárabe.
En julio del año 1949, Antún Saade pondría en marcha una campaña de escaramuzas guerrilleras concebidas para echar abajo al gobierno libanés. Su revuelta fue muy breve. A los pocos días de iniciada su campaña los sirios lo capturaron, poniéndolo en manos de las autoridades libanesas, quienes le someterían a un rápido juicio y lo ejecutarían por supuestas actividades revolucionarias el 18 de julio 1949.
Los fervientes seguidores de Saade se apresuraron a buscar venganza. El 16 de julio de 1951, uno de los partidarios de Saade asesinaría al ex primer ministro libanés, Riyad al-Sulh (cuyo gobierno había ejecutado a Saade), mientras se hallaba de visita en Ammán, la capital jordana.
La política árabe se volvería cada vez más violenta a medida que los golpes políticos, las ejecuciones y los asesinatos comenzaran a jalonar los cambios de liderato en los estados árabes. Sólo cuatro días después del asesinato de Riyad al-Sulh, el rey Abdalá de Jordania sería asesinado a la entrada de la mezquita de Al-Aqsa de Jerusalén para realizar el rezo de los viernes. Su nieto Hussein, que por entonces contaba quince años de edad y que estaba destinado a convertirse en el futuro rey de Jordania, se hallaba junto a él en el momento del asesinato. «Cuando echo la vista atrás —escribirá Hussein en su autobiografía—, me pregunto si mi abuelo no tendría el íntimo convencimiento de que la tragedia le rondaba de muy cerca.» Hussein recuerda asimismo la conversación que había mantenido con el rey Abdalá la misma mañana de su muerte. El viejo rey había pronunciado unas palabras «tan proféticas que me lo pensaría dos veces antes de repetirlas de no haberlas oído igualmente más de una decena de hombres que todavía viven», afirmará Hussein. «Cuando me toque morir —había dicho el anciano soberano—, querría que fuese de un disparo en la cabeza, y [que el autor] fuera un don nadie.» «Es la forma más sencilla de morir. Y lo prefiero a hacerme viejo y convertirme en una carga.» El veterano monarca iba a ver cumplido su deseo antes de lo esperado.
El rey Abdalá sabía que su vida corría peligro. Se hallaba rodeado de enemigos en los territorios palestinos que acaba de anexionar a su reino. Muchos palestinos le acusaban de haber alcanzado un acuerdo con los judíos a fin de ampliar los límites de Jordania a costa de Palestina, y Hajj Amin al-Husseini sostenía que el rey Abdalá había traicionado a Palestina. Sin embargo, nadie podría haber previsto que la nueva y violenta cultura política que estaba instalándose entre los árabes habría de golpear directamente en uno de los lugares de culto más sagrados de todo el mundo musulmán.
El «don nadie» que había disparado contra el rey Abdalá era un aprendiz de sastre de veintiún años, nacido en Jerusalén y llamado Mustafá Shukri Usho. Mustafá era más un mercenario que un hombre motivado por razones políticas, y en cualquier caso también él moriría instantáneamente al recibir un disparo de uno de los guardias del rey. Se produjeron infinidad de detenciones, y se acusó a diez hombres de complicidad en el magnicidio, aunque el juicio apenas arrojaría luz alguna sobre las razones subyacentes a la eliminación del rey. Cuatro de los diez acusados resultaron absueltos, dos serían condenados a muerte en rebeldía (ya que ambos habían huido a Egipto), y los cuatro restantes terminarían ahorcados por haber participado de distinta forma en el asesinato. Tres de los hombres ejecutados eran vulgares comerciantes —un tratante de ganado, un carnicero y el propietario de un café—, aunque todos ellos tenían antecedentes penales. El cuarto —Musa al-Husseini— era un pariente lejano del muftí.39 Se sospechaba que tanto el muftí como el rey Faruq de Egipto habían financiado la operación, aunque es muy posible que hoy no tengamos más remedio que aceptar que la verdad no llegará a saberse nunca. En último término, cabe decir que el rey Abdalá fue una víctima más del desastre palestino.
* * *
Junto con la partición del Oriente Próximo realizada a raíz del fin de la primera guerra mundial, el desastre palestino presenta todas las características necesarias para merecer que se lo califique como uno de los más importantes puntos de inflexión de toda la historia árabe del siglo XX. Aún hoy padecemos las consecuencias de ambos acontecimientos.
Una de las más persistentes secuelas de la guerra que entonces se libró es el conflicto árabe-israelí que actualmente sigue ocupando las primeras planas. Entre la negativa de los árabes a aceptar la pérdida de Palestina y las aspiraciones de los israelíes, siempre deseosos de nuevos territorios, resultaría inevitable el estallido de nuevas guerras entre árabes e israelíes, hasta el punto de que los choques entre ambos bandos se han reproducido con letal frecuencia a lo largo de las seis últimas décadas.
Los costes humanos de este conflicto han sido devastadores. El problema de los refugiados palestinos sigue sin resolverse. Las setecientas cincuenta mil personas desplazadas en los primeros momentos superan hoy los cuatro millones trescientos mil refugiados que reconocen las Naciones Unidas —una cifra provocada por las nuevas pérdidas de territorios ocurridas en el año 1967 y por el natural crecimiento demográfico registrado a lo largo de esos sesenta años—. En las décadas transcurridas, los palestinos han creado organismos representativos concebidos para hacer progresar su objetivo final, que no es otro que el de la creación de un Estado propio, pero también han procurado alcanzar esa meta por medio de la lucha armada, entregándose a actividades que van de las incursiones fronterizas en territorio israelí a la perpetración de atentados terroristas contra los intereses israelíes en el extranjero, pasando por la insurrección popular y la resistencia armada, tanto en la porción ocupada de la Franja de Gaza como en Cisjordania, o por la comisión de atentados terroristas en el mismo Israel. A pesar de estas estrategias —o quizá precisamente por ellas, argumentarían algunos—, las aspiraciones nacionales palestinas permanecen todavía hoy insatisfechas.
El desastre palestino tuvo un impacto terrible en la política árabe. Las esperanzas y las aspiraciones de los recién independizados estados árabes se verían oscurecidas por el fracaso del año 1948. Tras la derrota sufrida en Palestina, el mundo árabe viviría un período de tremenda agitación política. Una serie de asesinatos políticos, golpes militares y movimientos revolucionarios vendrían a hundir las perspectivas de los cuatro estados limítrofes con el territorio del mandato palestino. Se estaba produciendo una decisiva revolución social, ya que las jóvenes generaciones de militares comenzaron a derrocar a las viejas élites —y muchos de esos jóvenes, de origen rural, manifestarían por ello mismo una visión más próxima a la política popular que la de las cúpulas políticas que se habían aupado al poder, tras educarse en el extranjero, durante los años de entreguerras—. Si los políticos de la vieja guardia habían luchado por conseguir la independencia nacional en el interior de sus propios estados, los agitadores pertenecientes al Movimiento de los Oficiales Libres eran nacionalistas árabes decididos a promover la unidad panárabe. Los miembros del ancien régime hablaban las lenguas europeas; los integrantes de la nueva vanguardia empleaban el vocabulario de la calle.
El desastre palestino vino a suponer, en un sentido muy real, el fin de la influencia europea en el mundo árabe. El problema palestino había sido creado por Europa, y la incapacidad de los dirigentes europeos para resolverlo no vendría a ser sino un reflejo de la debilidad en que se hallaba sumido el propio continente europeo tras la segunda guerra mundial. Gran Bretaña y Francia saldrían de esa gran conflagración convertidas en potencias de segunda fila. La economía británica estaba hecha jirones tras el esfuerzo bélico, y la moral francesa había quedado conmocionada tras los años de la ocupación alemana. Ambas naciones tenían demasiado que reconstruir en sus propios territorios como para realizar grandes inversiones en el extranjero. El imperio se hallaba en franca retirada, y toda una serie de nuevas potencias habían empezado a dominar el escenario internacional.
Los jóvenes oficiales que consiguieron alcanzar posiciones de poder en la Siria de 1949, en el Egipto de 1952 o en el Irak de 1958 carecían de vínculos con Gran Bretaña y Francia, así que optaron por poner sus miras en las nuevas potencias mundiales: los Estados unidos y la superpotencia rival, la unión Soviética. La era imperial había llegado a su fin y se inauguraba un nuevo período, definido por la guerra fría. Los árabes iban a tener que adaptarse a un nuevo conjunto de normas.