EPÍLOGO
A primeras horas de la mañana del martes 11 de septiembre de 2001, cuatro comandos terroristas tomaban el control de otros tantos reactores comerciales procedentes de los aeropuertos de Boston, Newark, Nueva Jersey y Washington, D. C. Menos de cuarenta minutos después estrellaban dos aeronaves en las Torres Gemelas del World Trade Center de Manhattan, y un tercer aparato en el pentágono, en un múltiple atentado suicida meticulosamente planeado. El cuarto avión, que, según se cree, debía dirigirse al Capitolio estadounidense o a la Casa Blanca, se desintegraba en un campo de Pensilvania. Se estima que el número de muertos total de los cuatro atentados ascendió, sin contar a los diecinueve terroristas, a dos mil novecientas setenta y cuatro víctimas: dos mil seiscientas tres en las Torres Gemelas y ciento veinticinco en el Pentágono, a lo que hay que sumar la totalidad del pasaje de los cuatro aviones, es decir, doscientas cuarenta y seis personas.
Los terroristas no efectuaron advertencia alguna ni plantearon exigencias. Realizaron los atentados con la intención de causar el mayor daño posible a los Estados Unidos y con el objetivo de provocar un cambio de política. No tenemos más remedio que conjeturar, teniendo en cuenta las posteriores declaraciones de Al Qaeda sobre el tipo de modificaciones que podían tener en mente los terroristas suicidas: expulsar a los Estados Unidos del mundo musulmán, desestabilizar a los regímenes pro occidentales de la órbita árabe, y derribar dichos regímenes para sustituirlos por otros tantos estados islámicos.
Pese a que ninguna organización reivindicara la autoría de los atentados, los servicios de inteligencia estadounidenses sospecharon desde el principio del grupo terrorista de Al Qaeda que dirigía Osama Bin Laden. Pocos días después de los acontecimientos del 11 de septiembre, la oficina Federal de Investigación tenía ya identificados a los diecinueve secuestradores. Todos ellos eran varones y árabes —quince de Arabia Saudí, dos de los emiratos Árabes Unidos, uno de Egipto y uno del Líbano; y todos, sin excepción, vinculados con Al Qaeda—.
La respuesta de los Estados Unidos al peor ataque sufrido en suelo estadounidense desde la incursión aérea realizada por los japoneses en Pearl Harbor en 1941 consistió en declarar la guerra a un enemigo en gran medida desconocido. El 20 de septiembre de 2001, en una alocución televisada en la que se dirigía a los miembros de las dos cámaras del Congreso, el presidente Bush declararía la «guerra al terrorismo», una guerra que debía librarse en primer lugar contra Al Qaeda y proseguirse «hasta hallar, detener y derrotar a todos los grupos terroristas internacionales». Bush preparaba así a los estadounidenses para una larga y atípica guerra, prometiéndoles que serían los Estados Unidos quienes terminaran por alzarse con la victoria.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la guerra contra el terrorismo iban a enfrentar irremisiblemente a los Estados Unidos con el mundo árabe. en los países árabes eran muchos los que se alegraban de ver sufrir a los Estados Unidos, desde luego no puede decirse que fuera un sentimiento que todo el mundo árabe compartiera, pero sí que se hallaba presente en el ánimo de mucha gente. A juicio de los observadores árabes, los Estados Unidos parecían indiferentes al sufrimiento árabe, ya fuera el de los palestinos sometidos a la ocupación israelí o el de los iraquíes abrumados por una década de severas sanciones. en sus pronunciamientos públicos, Osama Bin Laden explotaría esta rabia contenida de los árabes. «Lo que los Estados Unidos experimentan hoy no es sino una mínima parte de lo que nosotros llevamos años viviendo», exclamaba Bin Laden en octubre de 2001. «Nuestra nación ha venido sufriendo esta humillación y este desprecio por espacio de más de ochenta años.»1
Las manifestaciones que hacía Bin Laden desde el baluarte clandestino de las montañas de Afganistán en que se refugiaba añadirían muchos grados a la ya elevada tensión entre árabes y estadounidenses. Tanto en el mundo árabe como en los círculos musulmanes existía un amplio sentimiento de admiración hacia el dirigente de Al Qaeda. A la gente le impresionaba el ingenio demostrado por la organización al asestar un golpe tan devastador a los Estados Unidos, y además en su propio suelo. De la noche a la mañana, Bin Laden se convirtió en un símbolo de culto, y la fotografía de su rostro en un icono de la resistencia islámica a la dominación estadounidense. Se trataba de puntos de vista incomprensibles para los estadounidenses, que injuriaban a Bin Laden, considerándolo la imagen misma de un mal sin paliativos.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la sociedad estadounidense quedaría atemorizada, confusa y extremadamente indignada. La gente se sentía amenazada en su propia patria, e insegura fuera de ella. Los ciudadanos exigieron a su Gobierno que diera una respuesta rápida y decisiva a sus enemigos. Y la Administración Bush respondería lanzando una serie de acciones encubiertas contra las redes terroristas de la yihad y embarcando a los Estados Unidos en dos guerras arbitrarias que en el mundo árabe confirmarían la impresión que ya se tenía de que la guerra contra el terrorismo era en realidad una guerra contra el islam.
Los Estados Unidos iniciarían la guerra contra Afganistán el 7 de octubre de 2001, con el apoyo de una coalición respaldada por sendos dictámenes de la ONU y la OTAN. Los objetivos de la coalición pasaban en primer lugar por derribar el rígido régimen talibán imperante en la región, dado que había proporcionado ayuda a Bin Laden y a su organización, y en segundo lugar por detener a la cúpula dirigente de Al Qaeda y destruir los campos de entrenamiento con que dicha red contaba en Afganistán. La guerra fue rápida y se vio en gran medida coronada por el éxito, dado que a mediados de noviembre de 2001 se había conseguido ya expulsar a los talibanes de la capital, Kabul, y que un mes después, a mediados de diciembre, caían los últimos baluartes que aún conservaban los talibanes y los miembros de Al Qaeda, y todo ello con un mínimo de tropas estadounidenses sobre el terreno.
Sin embargo, y a pesar de los éxitos operativos, la guerra de Afganistán se vería enturbiada por unos cuantos fracasos clave que exacerbarían la guerra contra el terrorismo. en el plano inmediato, los estadounidenses se revelaron incapaces de capturar o matar a Osama Bin Laden y al cabecilla talibán Mullah Omar. Ambos hombres lograrían escapar, reagrupar sus fuerzas y reanudar la lucha contra los Estados Unidos, instalando ahora su cuartel general en el vecino Pakistán. Para los seguidores de Bin Laden, el hecho mismo de sobrevivir al ataque de los estadounidenses era ya suficiente victoria.
En el transcurso de la guerra de Afganistán se conseguiría no obstante hacer prisioneros a otros miembros de Al Qaeda. Se asignó a esos hombres el rótulo de «enemigos combatientes», negándoseles tanto los derechos que según la Convención de Ginebra les asistían como prisioneros de guerra y la posibilidad de un juicio justo en el sistema legal estadounidense. Fueron encarcelados en unas instalaciones militares estadounidenses situadas en Cuba, en zona extraterritorial, instalaciones a las que se conoce con el nombre de Centro de detención de la Bahía de Guantánamo. A principios de octubre de 2001 se enviarían a Guantánamo cerca de ochocientos detenidos, todos ellos musulmanes. Con el paso del tiempo se ha ido poniendo en libertad sin cargos a centenares de detenidos, detenidos que, lógicamente, regresaron a casa y refirieron las experiencias vividas en Guantánamo. Y como quiera que esas experiencias iban de la humillación a la tortura, pasando por los malos tratos, el testimonio de los detenidos de Guantánamo ha venido provocando en los últimos años una condena internacional unánime y la indignación del mundo árabe.
En el interior de Afganistán, los estadounidenses trabajarían con los dirigentes locales a fin de crear una nueva estructura política en el país, desgarrado por la guerra, dado que lleva padeciendo más de veinte años de conflictos. Pese a todo, los estadounidenses tenían que haber realizado fuertes inversiones para fomentar el desarrollo económico y la construcción estatal a fin de garantizar la estabilidad del nuevo Gobierno presidido por Hamid Karzai. Sin embargo, en lugar de avanzar en esa dirección, la Administración Bush optaría por tomar otro rumbo: llegado el año 2002 se comprobaría que dicha administración había desviado sus energías y recursos a planear la guerra de Irak, dejando al frágil estado afgano expuesto a volver a caer en manos de los talibanes. en consecuencia, una guerra que se había iniciado en octubre de 2001, y en la que entonces no se había necesitado más que un puñado de soldados de infantería, terminaría adquiriendo proporciones mucho mayores en 2009 y obligando a Occidente a desplegar cerca de cien mil hombres para combatir a los talibanes. Y ni siquiera así puede decirse en modo alguno que la victoria sea cosa garantizada.
Para la mayoría de los estados árabes, la presencia militar estadounidense constituía motivo de incomodidad. El tibio apoyo de los países árabes a la guerra de los Estados Unidos contra el terrorismo haría que los estadounidenses dudaran de la lealtad de gran parte de sus viejos aliados regionales, y ninguno habría de suscitarle más dudas que Arabia Saudí. El hecho de que Osama Bin Laden y quince de los terroristas suicidas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 fuesen ciudadanos de ese país, unido a la circunstancia de que Al Qaeda se hubiera nutrido de fondos privados Saudíes, no contribuiría más que a empeorar las relaciones entre Saudíes y estadounidenses. También comenzó a mirarse con lupa a otros países. La Administración Bush juzgaba que Egipto no se mostraba suficientemente contundente con el terrorismo, Irán e Irak quedaron incluidos en el llamado «eje del mal», y Siria ascendió a los primeros puestos de la lista de países considerados favorables al terrorismo.
Tras el 11-S, los estados árabes también sufrirían un gran número de presiones imposibles de compatibilizar. Si se oponían a la guerra que los estadounidenses habían declarado al terrorismo se arriesgaban a convertirse en objetivo de las sanciones que sin duda habrían de imponerse, sanciones que podían ir del aislamiento económico a la directa incitación al cambio de régimen por parte de la única superpotencia mundial. Si se ponían de parte de los Estados Unidos abrían la puerta para que sus propios países quedaran bajo la amenaza de los atentados terroristas que pudieran perpetrar las células yihadistas locales alentadas por el ejemplo de Bin Laden. entre mayo y noviembre de 2003 temblarían los cimientos de varias ciudades de Arabia Saudí, Marruecos y Turquía a consecuencia de los múltiples atentados terroristas perpetrados, atentados que dejarían un sal- do de ciento veinticinco muertos y cerca de mil heridos. en noviembre de 2005, la realización de una serie de atentados coordinados en Ammán, Jordania, destruiría tres hoteles de la ciudad, provocando cincuenta y siete víctimas mortales y cientos de heridos, casi todos ellos jordanos. El mundo árabe tenía que enfrentarse así a decisiones extremadamente difíciles mientras esquivaba los escollos surgidos en sus relaciones con los Estados Unidos.
Las mismas presiones que tendían a alejar las posiciones de los Estados Unidos y el mundo árabe estrecharían en cambio los lazos existentes entre Israel y la primera potencia mundial. Y cuanto más partidarios de Israel se mostraban los Estados Unidos, tanto mayores eran las presiones a que se veían sometidas las naciones del mundo árabe.
El primer ministro Ariel Sharón convencería al presidente George W. Bush de que los Estados Unidos e Israel debían hacer causa común frente al terror. Cuando se produjeron los atentados del 11-S, la segunda Intifada, iniciada en septiembre de 2000, estaba alcanzando cotas de violencia cada vez mayores. Los terroristas suicidas palestinos habían provocado un gran número de víctimas civiles en la sociedad israelí. De acuerdo con las cifras del Gobierno israelí, los grupos palestinos perpetraron treinta y cinco atentados suicidas en 2001, provocando la muerte de ochenta y cinco personas. Y el coste humano se elevaría al año siguiente a cifras superiores al doble de las anteriores, ya que en 2002 se producirían cincuenta y cinco atentados suicidas en los que morirían doscientos veinte israelíes.2 El peor suceso tendría lugar en marzo de 2002, fecha en la que varios terroristas suicidas de Hamás matarían a treinta israelíes y herirían a otros ciento cuarenta mientras celebraban la fiesta del Pésaj en un hotel de Netanya.
El hecho de que los atentados suicidas perpetrados por los grupos islamistas fueran dirigidos contra civiles inocentes bastó para convencer al presidente Bush de que Israel y los Estados Unidos se enfrentaban al mismo enemigo. entonces los Estados Unidos optaron por hacer la vista gorda ante las acciones que los israelíes empezaron a emprender a un tiempo contra sus enemigos islamistas —la Yihad Islámica y Hamás en palestina, y Hezbolá en el Líbano— y contra las organizaciones con las que Yasir Arafat gestionaba la autoridad palestina. Israel aprovecharía al máximo la complacencia estadounidense, desencadenando una serie de ataques desproporcionados contra el gobierno y la sociedad palestinas que incrementarían terriblemente las tensiones, ya suficientemente elevadas, que recorrían el mundo árabe.
En junio de 2002, el primer ministro Ariel Sharón ordenó que las tropas israelíes volvieran a ocupar Cisjordania. Pese a que justificara la medida asegurando que la tomaba para garantizar la seguridad de Israel e impedir los atentados terroristas, estaba claro que la iniciativa de Sharón se proponía aislar a Yasir Arafat y debilitar a la autoridad palestina. Y tras apoderarse de las ciudades palestinas que habían gozado hasta entonces de un breve período de autogobierno —Belén, Yenín, Ramala, Naplusa, Tulkarem y Qalqilya—, las fuerzas israelíes comenzarían a intensificar los ataques contra la resistencia palestina.
Una vez recuperado el control de las poblaciones palestinas clave, los israelíes trataron de eliminar a la cúpula dirigente que orquestaba las acciones de los partidos y las milicias palestinos mediante una serie de asesinatos selectivos. El empeño de asesinar a los dirigentes más activos en zonas densamente pobladas venía a generar por lo común un gran número de víctimas civiles. en julio de 2002, llevados por su afán de eliminar a Salah Shehade, uno de los jefes de Hamás, los israelíes arrasarían por completo un edificio de apartamentos al lanzar contra el inmueble una bomba de novecientos kilos. Mataron efectivamente a Shehade, pero también a otros dieciocho vecinos de la finca, entre los cuales figuraban varios niños. El empleo de un armamento tan pesado en zonas urbanas causaría un enorme número de víctimas entre el pueblo palestino. Desde el estallido de la segunda Intifada en septiembre de 2000 hasta finales del año 2001 murieron unos setecientos cincuenta palestinos; en 2002, el número de víctimas mortales palestinas superaría el millar.
Además de emplear una fuerza militar letal, Israel impuso a los palestinos toda una serie de castigos colectivos inspirados en las prácticas estipuladas en la Normativa de emergencia vigente en tiempos del mandato británico. Ateniéndose a esas medidas, los israelíes habían arrestado ya a miles de palestinos desde que se iniciara la segunda Intifada, a finales del año 2000. A unos los habían juzgado y enviado a prisión para cumplir largas condenas, y a otros los habían expulsado de la región. No obstante, un tercer grupo había quedado retenido en situación de detención administrativa durante interminables meses, sin que se formulara cargo alguno contra sus integrantes y sin que éstos tuvieran siquiera acceso a las pruebas que supuestamente les inculpaban, lo que les dejaba indefensos, sin posibilidad de argumentar contra los motivos de su detención ni forma de probar su inocencia. Otro de los elementos disuasorios que emplearían los israelíes sería el de la demolición de las viviendas de aquellos palestinos sobre los que recayera alguna sospecha de participación en atentados contra Israel, práctica que iniciarían en octubre de 2001. La política de demolición de viviendas no se detendría hasta febrero de 2005, fecha en la que el jefe de estado Mayor israelí reconocería que dichas medidas no habían tenido el menor efecto disuasorio. A lo largo de todo ese tiempo, los militares israelíes destruirían seiscientas sesenta y cuatro casas palestinas, dejando sin hogar a cuatro mil doscientas personas, según B’tselem, la organización no gubernamental constituida en Centro de Información Israelí para los Derechos Humanos.
Mientras los militares israelíes se esforzaban por contener la segunda Intifada, el Gobierno de Sharón se dedicaba a exacerbar las tensiones con los palestinos mediante la adopción de medidas concebidas para aumentar la extensión de tierras cisjordanas sujetas a su control. Se incrementaron asimismo los asentamientos israelíes en los territorios ocupados. Y en junio de 2002, el Gobierno israelí iniciaría la construcción de un muro de setecientos veinte kilómetros, aparentemente destinado a aislar a Israel e impedir los atentados terroristas palestinos. este muro de seguridad (al que los palestinos llaman «muro de la segregación racial») se interna profundamente en Cisjordania y constituye una anexión de facto próxima al 9 por 100 del territorio palestino de dicha región, afectando negativamente a la vida y al sustento de casi quinientos mil palestinos.3
La forma en que los israelíes reprimían la segunda Intifada iba a tener claras consecuencias negativas para la guerra contra el terrorismo que habían declarado librar los Estados Unidos. Las imágenes del sufrimiento palestino, difundidas vía satélite por la televisión árabe provocaron reacciones de furia en todo el Oriente Próximo. Además, las acciones israelíes, unidas a la inacción estadounidense, demostrarían ser un valioso incentivo para que los jóvenes árabes se enrolaran en Al Qaeda y otras organizaciones terroristas. La Administración Bush se vio obligada a implicarse e iniciar gestiones para pacificar el choque entre israelíes y palestinos a fin de intentar relajar las tensiones de la región.
Al comprender el efecto adverso que estaban teniendo las políticas israelíes en el empeño de los estadounidenses por ganarse «el corazón y la cabeza» de los árabes e incorporarlos así a su lucha contra el terrorismo, el presidente Bush decidió abordar directamente la cuestión de palestina. en una importante alocución pronunciada el 24 de junio de 2002 en la Casa Blanca, Bush presentó la imagen de un estado palestino «capaz de convivir en paz y seguridad» con Israel; ésta era la primera vez que un presidente estadounidense en ejercicio abogaba abiertamente en favor de la creación de un estado palestino. Sin embargo, el proyecto de Bush exigía que los palestinos «eligieran nuevos dirigentes, unos dirigentes que no muestren connivencias con el terrorismo», en una obvia andanada contra el presidente de la autoridad palestina, Yasir Arafat, elegido democráticamente por la población palestina.
El discurso de Bush contenía un buen número de elementos destinados a apaciguar las preocupaciones árabes. El presidente estadounidense pedía a los israelíes que retiraran las tropas que ocupaban Cisjordania y regresaran a las posiciones en que se hallaban el 28 septiembre de 2000, es decir, antes del estallido de la segunda Intifada. Hizo asimismo un llamamiento para instar a los israelíes a poner fin a la expansión de los asentamientos en Cisjordania. Se trataba de pasos nuevos y relevantes con los que se tendía a reconocer el sufrimiento que estaban soportando los palestinos sometidos a la ocupación, y que parecía asumir igualmente las legítimas aspiraciones de los palestinos a un estado propio e independiente.
Pese a todo, el discurso de Bush no encontraría una acogida favorable en el mundo árabe. Las numerosas referencias que en él se hacían a la lucha contra el terrorismo dejaban claro a los ojos de los espectadores árabes que a Bush le interesaba más continuar con la guerra contra el terrorismo que conseguir una solución justa y duradera al problema palestino. Los árabes dudaban de la sinceridad de Bush —y no les faltaba razón, ya que en el verano de 2002 la administración estadounidense estaba ya planeando declarar la guerra a Irak—.
* * *
Los Estados Unidos expusieron los argumentos que les llevaban a plantearse entrar en guerra con Irak en el marco de la guerra global contra el terrorismo. La Administración Bush alegó que el Gobierno de Saddam Hussein había logrado reunir un vasto arsenal de armas de destrucción masiva, entre las que destacaban los agentes químicos y biológicos así como distintos elementos tendentes a la fabricación de bombas atómicas. El primer ministro británico Tony Blair se hizo eco de las preocupaciones de Bush, colocando al Reino Unido en sintonía con la posición que los Estados Unidos defendían en relación con Irak. La Casa Blanca sugería asimismo que el Gobierno de Saddam Hussein tenía contactos con la organización al Qaeda de Osama Bin Laden. La Administración Bush invocó la guerra contra el terrorismo y amenazó con desencadenar una contienda de carácter preventivo para evitar que las armas más peligrosas conocidas pudiesen llegar a caer en manos de los más violentos terroristas internacionales.
El mundo árabe expresaría graves reservas respecto a las acusaciones del presidente Bush. Los gobiernos árabes creían, erróneamente, que era en efecto muy probable que Saddam Hussein poseyera agentes químicos y biológicos en su arsenal. A fin de cuentas, ya había usado armas químicas tanto contra los curdos de Irán como contra los de Irak en la década de 1980. Hasta la máxima autoridad de las Naciones Unidas en materia de inspección de operaciones de desarme, el doctor Hans Blix, creía que Irak poseía ese tipo de armas. Con todo, los estados árabes sabían que Irak no tenía implicación alguna en los atentados del 11 de septiembre y albergaban además serias dudas de que hubiera algún tipo de vínculo entre el movimiento islamista de Al Qaeda y partido Baaz, de carácter nacionalista laico. De hecho, Saddam Hussein encabezaba justamente la clase de gobierno que Osama Bin Laden trataba de derribar. Sencillamente, el mundo árabe no aceptaba lo que estaba diciendo la Administración Bush, y sospechaba que los Estados Unidos encubrían otras motivaciones bajo esos argumentos, motivaciones relacionadas con el hecho de que ambicionaran apoderarse del petróleo iraquí y de que trataran de extender su ámbito de influencia al Golfo Pérsico, poseedor de tan ricos yacimientos petrolíferos.
La invasión de Irak, iniciada el 20 de marzo de 2003, sería objeto de una generalizada condena, tanto en el ámbito internacional como en el mundo árabe. Los Estados Unidos, secundados por Gran Bretaña, habían invadido un estado árabe sin que hubiera mediado provocación alguna, y sin contar además con el respaldo de las Naciones Unidas. Saddam Hussein, por su parte, no sólo seguiría adoptando una postura desafiante, pese a enfrentarse a unas fuerzas occidentales superiores a las suyas, sino que esa actitud —como ya ocurriera en el año 1991 durante la guerra del Golfo— lograría contar con un amplísimo apoyo entre el público árabe, circunstancia de la que los gobiernos árabes se desentenderían, sin comprender el gran riesgo que representaba para ellos. Los veintidós miembros de la Liga Árabe en pleno —con la única excepción de Kuwait— respaldaron una resolución en la que se condenaba la invasión por considerarla una violación de la Carta de las Naciones Unidas, exigiendo el 23 de marzo de ese año que las tropas estadounidenses y británicas abandonaran por completo el suelo iraquí. No obstante, nadie esperaba seriamente que la Administración Bush estuviese dispuesta a prestar atención a las preocupaciones del mundo árabe.
Pese a que los iraquíes presentaran una dura resistencia en Nasiriya —población que defenderían durante más de una semana—, se verían abrumadoramente superados en último término por el empuje militar de las fuerzas británicas y estadounidenses, que no sólo eran muy superiores a las suyas sino que disfrutaban del dominio... el 9 de abril —menos de tres semanas después de iniciadas las hostilidades—, los estadounidenses se hicieron con el control de Bagdad en una acción que vino a señalar la caída del Gobierno de Saddam Hussein. La sociedad iraquí era presa de sentimientos encontrados, ya que si por un lado festejaba el derrocamiento de un dictador muy odiado, por otro le irritaba el hecho de que los estadounidenses y los británicos hubieran invadido su país.
Las celebraciones darían paso al caos, ya que se formaron turbas vandálicas que comenzaron a asaltar los edificios gubernamentales y los palacios presidenciales, dando rienda suelta a su ira y saqueando todo cuanto caía en sus manos. Los salteadores no se limitaron al pillaje de los odiados inmuebles gubernamentales, sino que irrumpieron igualmente en muchas de las preciadísimas instituciones dedicadas a la conservación de importantes piezas del patrimonio histórico iraquí. Los inestimables tesoros arqueológicos del museo nacional de Irak desaparecieron, y las masas prendieron fuego tanto a la biblioteca nacional como a los archivos del estado, mientras las fuerzas de ocupación contemplaban inmóviles el espectáculo. Los periodistas árabes se percataron de que el único edifico público que los estadounidenses protegían era el del ministerio iraquí de recursos petrolíferos, lo que vendría a dar mayor fuerza todavía a las teorías conspirativas que sostenían que el verdadero motivo de la invasión había sido el interés estratégico de los estadounidenses por el petróleo iraquí. Además, las manifestaciones de los funcionarios estadounidenses contribuirían muy poco a calmar esas inquietudes. en una ocasión en que los periodistas preguntaron al ministro de defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, por qué las autoridades estadounidenses no se habían esforzado más en detener los saqueos, el mandatario interpelado contestaría desdeñosamente con un «Cosas que pasan».
El derrocamiento del Gobierno iraquí dejaría en manos de los Estados Unidos el control del país. La Administración Bush creó un organismo de gobierno denominado Autoridad Provisional de la Coalición británicoestadounidense. Y dos de las primeras decisiones de esa autoridad provisional iban a transformar el caos de la posguerra iraquí en un levantamiento armado contra la dominación estadounidense. en mayo de 2003, el jefe de la Autoridad Provisional, Lewis Paul Bremer, promulgó dos decretos. Por el primero se ilegalizaba el partido Baaz iraquí de Saddam Hussein, apartando definitivamente de la función pública a los antiguos miembros de esa formación. en su segunda disposición, Bremer disolvería el ejército y los servicios de inteligencia iraquíes, provocando la desbandada de sus quinientos mil integrantes.
Las autoridades estadounidenses deseaban purgar el país y extirpar la dañina influencia de Saddam Hussein, imitando en buena medida el comportamiento de los líderes de las fuerzas aliadas que ocuparon la Alemania nazi tras la segunda guerra mundial. Con estas medidas, los estadounidenses esperaban tener las manos libres para levantar ex novo un estado democrático iraquí que se mostrara respetuoso con los derechos humanos. Sin embargo, lo que en realidad había conseguido Bremer era dejar en el paro a un importante número de hombres bien armados, y quitar a las élites políticas todo interés en cooperar con los planes estadounidenses de un nuevo Irak democrático. La consecuencia fue un levantamiento armado contrario a la ocupación estadounidense y una guerra civil entre las distintas comunidades iraquíes. De este modo, Irak se convirtió rápidamente en terreno abonado para el reclutamiento de activistas decididamente opuestos a los Estados Unidos y a Occidente.
A medida que el levantamiento fue cobrando fuerza, las cifras de víctimas comenzaron a crecer en todo Irak. Surgieron organizaciones nuevas, como la de Al Qaeda de Irak, un grupo terrorista iraquí cuyos vínculos con la organización de Osama Bin Laden eran meramente nominales, pero que emplearía a un buen número de terroristas suicidas en una serie de atentados contra objetivos tanto extranjeros como nacionales. La Al Qaeda de Irak obligó a las Naciones Unidas a cerrar su sede iraquí tras matar, en dos atentados suicidas selectivos perpetrados en agosto y septiembre de 2003, a un alto funcionario de las Naciones Unidas destacado en Irak, Sergio Vieira de Mello, y a más de veinte miembros de su personal diplomático. Varios occidentales serían secuestrados, y muchos de ellos brutalmente asesinados. Las patrullas militares se convirtieron en objetivo de los atentados, cada vez más elaborados. Por término medio, los insurgentes matarían a unos sesenta empleados del Gobierno estadounidense al mes durante los seis años que siguieron a la invasión del 2003. Llegado el año 2009 eran ya más de cuatro mil trescientos los estadounidenses muertos, y ciento setenta los británicos, elevándose a más de treinta y un mil el número de soldados extranjeros heridos a consecuencia de las acciones de los insurgentes.
Todo el horror del levantamiento iraquí aparece reflejado en el sufrimiento de la propia sociedad iraquí. Pese a que las cifras de víctimas registradas entre la población civil iraquí desde la invasión del año 2003 resulten muy controvertidas, el Gobierno iraquí estima que deben de haber resultado muertos entre cien mil y ciento cincuenta mil civiles en ese período. Los terroristas suicidas estuvieron provocando carnicerías diariamente en los mercados y las mezquitas de las ciudades iraquíes. Las televisiones vía satélite difundieron en todo el mundo árabe las elocuentes imágenes de la muerte y el sufrimiento de los iraquíes. Al parecer, el verdadero coste de la guerra contra el terrorismo acabó recayendo sobre las espaldas de los propios árabes.
En último término, ¿para qué sirvió realmente la invasión de Irak? Jamás se encontraron armas de destrucción masiva. Nunca ha podido establecerse vínculo alguno que indique que Saddam Hussein y Al Qaeda pudieran haber planeado conjuntamente los atentados del 11 de septiembre. Pese a que los Estados Unidos prometieran sustituir la tiranía de Saddam Hussein por un nuevo régimen presidido por la democracia y los derechos humanos, las inequívocas fotografías de los abusos cometidos con los prisioneros demostrarían que los estadounidenses estaban empleando en la cárcel de Abu Ghraib métodos de tortura y humillación que recordaban mucho a las prácticas que años antes habían realizado en esa misma prisión los miembros del partido Baaz de Saddam Hussein. Los Estados Unidos parecían estar actuando con un doble rasero, y esa actitud únicamente conseguiría distanciarles todavía más de la opinión pública árabe.
La difusión de la democracia era uno de los temas recurrentes en el proyecto estadounidense de guerra contra el terrorismo internacional. El presidente Bush y sus asesores neoconservadores creían que los valores democráticos y la política participativa eran elementos incompatibles con el terrorismo. Uno de los principales defensores de este punto de vista era el subsecretario del Ministerio de defensa estadounidense, Paul Wolfowitz. en un discurso pronunciado en un foro sobre política exterior celebrado en California en mayo de 2002, Wolfowitz afirmaría lo siguiente: «para ganar la guerra contra el terrorismo ... Hemos de dirigirnos a los cientos de millones de personas moderadas y tolerantes que hay en el mundo musulmán ... [ya que todas ellas] aspiran a disfrutar de los beneficios de la libertad, la democracia y la libre empresa».4 El ministro de asuntos exteriores, Colin Powell, elaboraría una Iniciativa de asociación con el Oriente Próximo en diciembre de 2002. El intento, que nacería muerto, se proponía llevar la «democracia y el libre mercado» al Oriente Próximo.5 En este sentido, la Administración Bush argumentaba que un Irak democrático se convertiría en un faro capaz de guiar al resto de los estados árabes y de desencadenar una oleada de procesos democratizadores en todo el mundo árabe.
La expectativa que parecía acariciar la Administración Bush de que la avidez por la democracia prendiera como un reguero de pólvora en la región hallaba escaso fundamento en las realidades de la zona. La incómoda verdad de la democracia en el mundo árabe es que en toda elección libre y justa que pueda celebrarse en la región, son siempre los partidos más hostiles a los Estados Unidos los que tienen más posibilidades de alzarse con la victoria. esto no es debido a ningún género de animosidad hacia los estadounidenses como tales, sino al hecho de que los votantes árabes están cada vez más convencidos de que el Gobierno estadounidense es enemigo de sus intereses. La guerra contra el terrorismo no ha servido más que para confirmar este extremo a los votantes árabes. Los múltiples actos de hostilidad que han realizado los Estados Unidos contra los estados musulmanes y árabes, unidos al incondicional apoyo que la nación norteamericana ha prestado siempre a Israel, han llevado a muchos ciudadanos árabes a concluir que lo único que pretendían los Estados Unidos era explotar la idea de la guerra contra el terrorismo para ampliar el dominio que ya venían ejerciendo en la región. esto ha determinado que los votantes encuentren más atrayentes a los partidos islamistas que abogan por plantar cara a los Estados Unidos que a aquellas otras formaciones de carácter más moderado que tratan de llegar a alguna forma de arreglo con los Estados Unidos. Las elecciones celebradas en el Líbano en el año 2005, o las vividas en 2006 en los territorios palestinos, corroboran esta afirmación.
Más que los de ninguna otra sociedad árabe, los ciudadanos palestinos tienen sólidos motivos para dudar de las intenciones estadounidenses, dado el tradicional apoyo que los Estados Unidos han venido prestando invariablemente a Israel. La autoridad palestina se sentiría por tanto aliviada al constatar que la Administración Bush decidía incorporar a Rusia, la Unión Europea y las Naciones Unidas —tres entidades que los palestinos sabían favorables a sus aspiraciones— al proceso de paz. Conocido con el nombre de Cuarteto de Madrid, o de Oriente Próximo, esta asociación internacional elaboraría en abril de 2003 una «hoja de ruta conducente a la paz en oriente próximo», un documento destinado a orientar la idea que había esbozado Bush en su discurso de junio de 2002 acerca de una solución biestatal al conflicto entre israelíes y palestinos.
La hoja de ruta adolecía no obstante de un cierto número de problemas, problemas que le restaban credibilidad. El plan del Cuarteto de Madrid establecía un calendario poco realista por excesivamente ambicioso, y confiaba en poder aplicarlo a la resolución de todas y cada una de las manifiestas diferencias que separaban a israelíes y a palestinos. en junio de 2003, fecha en la que Bush presentaría formalmente el documento a las dos partes enfrentadas, la hoja de ruta incumplía ya los plazos que ella misma se había fijado, ya que la primera fase del plan (que constaba de tres) —en la que debía ponerse fin a los actos de violencia y terrorismo y «normalizarse» la vida palestina—, tenía que haber quedado culminada en mayo de 2003. La segunda fase, que según las previsiones debía desarrollarse a lo largo de los últimos seis meses del año 2003, contemplaba la creación de un estado palestino provisional delimitado por fronteras temporales. La tercera y última fase debía coronarse entre los años 2004 y 2005, período durante el cual los palestinos y los israelíes debían determinar los últimos extremos relativos al estatuto del nuevo estado, esto es, definir las fronteras que debían separarlo del israelí, asignar un papel definitivo a la Jerusalén este, resolver el problema de los refugiados palestinos, y estipular el futuro de los asentamientos israelíes de Cisjordania y la Franja de Gaza. A finales del año 2005, los estados de Israel y palestina deberían reconocerse mutuamente y declarar terminado su conflicto. Y pese a que los palestinos eran quienes más prisa tenían por consolidar la realidad de su futuro estado, también querían que el proceso de paz fuese realista y les proporcionara beneficios tangibles. Si el plan suscitaba grandes esperanzas y después terminaba por decepcionarlas lo único que se conseguiría sería que la autoridad palestina, dominada ahora por al-Fatah, se viera expuesta a las críticas de sus adversarios islamistas.
La actitud que adoptaría Israel en relación con la hoja de ruta todavía contribuiría a socavar más su credibilidad como tal proyecto de paz. Si la autoridad palestina aceptaba rotundamente el plan concebido por el Cuarteto de Madrid, el gabinete israelí no estaba dispuesto a aprobar la iniciativa de paz más que en caso de que se tuvieran en cuenta catorce objeciones. La autoridad palestina se vio así en la incómoda situación de tener que aferrarse a la hoja de ruta a fin de demostrar su voluntad de paz y conseguir que se relajara un tanto la guerra que los Estados Unidos e Israel habían declarado al terrorismo. Sin embargo, la circunstancia de que la autoridad palestina fuera incapaz de obtener ningún beneficio palpable al trabajar de común acuerdo con los estadounidenses favorecía directamente los intereses del movimiento de resistencia islámico Hamás, dado que Arafat no había logrado ningún avance que hiciera pensar en una retirada de los israelíes de los territorios palestinos o en la finalización de los asentamientos, por no hablar de que tampoco había adelantado nada en relación con la consecución de un estado palestino.
Los votantes palestinos pronto tendrían oportunidad de expresar su parecer en las urnas. en noviembre de 2004, Yasir Arafat, líder histórico de la lucha nacional de los palestinos y acosado presidente de la autoridad palestina, fallecía a causa de distintas complicaciones médicas en un hospital de París. Pese a que los palestinos lloraran la muerte de Arafat, la Administración Bush insistiría en que su desaparición abría nuevas posibilidades, ya que permitía que los palestinos eligieran a nuevos dirigentes, unos dirigentes «no complicados en acciones terroristas». El 9 de enero de 2005, los palestinos votaron la elección de un nuevo presidente. El dirigente de al-Fatah, Mahmud Abbas sucedería a Arafat al ganar los comicios con una clara mayoría del 63 por 100. La Administración Bush aplaudió el resultado y declaró que Abbas era un hombre con el que se podía avanzar.
Por otra parte, el primer ministro israelí, Ariel Sharón, se negó a tratar con Mahmud Abbas. en 2005, Sharón anunció su intención de retirar tanto a la totalidad de las tropas israelíes como al conjunto de colonos instalados en la Franja de Gaza. La posición de Israel en Gaza resultaba insostenible, dado que tenía destacados en la zona miles de soldados con la única misión de proporcionar seguridad a ocho mil colonos rodeados de una población hostil integrada por un millón cuatrocientos mil palestinos. La retirada de Gaza contaba con la entusiástica aprobación del ejército y los votantes israelíes, pero también permitía a Sharón un mayor margen de maniobra para hacer caso omiso de la hoja de ruta, ya que le facultaba para proclamar que no la necesitaba, al estar siguiendo un plan propio para alcanzar la paz con los palestinos. Con todo, Sharón seguía negándose a negociar con la autoridad palestina a fin de conseguir en Gaza un traspaso de poderes sin sobresaltos. Sin embargo, al proceder Sharón de ese modo, la retirada de las tropas y los colonos israelíes de Gaza, culminada en agosto de 2005, dejaría tras de sí un peligroso vacío de poder, lo que vendría a poner al alcance de Hamás la posibilidad de una significativa victoria, ya que ese partido islamista se atribuiría con toda naturalidad el mérito de haber expulsado a Israel de Gaza gracias a sus largos años de resistencia.
La verdadera magnitud de los beneficios obtenidos por Hamás tras la maniobra no afloraría a la superficie hasta las elecciones que habrían de celebrarse en 2006 para elegir a los miembros del Consejo Legislativo palestino. Los dos principales partidos eran al-Fatah —una formación creada por Arafat pero liderada ahora por Mahmud Abbas— y Hamás —encabezada por Ismail Haniya—. Todo el mundo esperaba que Hamás contara con un fuerte apoyo y lograra reducir la mayoría de al-Fatah en el Consejo Legislativo palestino. Sin embargo, la dimensión de la victoria de Hamás dejaría conmocionados tanto a los palestinos como a los observadores internacionales. Hamás obtuvo setenta y cuatro de los ciento treinta y dos escaños de la institución. Al-Fatah únicamente conseguiría conservar a cuarenta y cinco consejeros. De este modo, un partido sometido al boicot oficial de los Estados Unidos y la Unión Europea —que lo consideraban una organización terrorista— se hacía con una mayoría suficiente para formar el inmediato gobierno de palestina en unas elecciones que los observadores internacionales calificaban como un proceso libre y justo. Aquello representaba un desastroso revés para la guerra que los Estados Unidos habían declarado al terrorismo. Y los paganos del asunto iban a ser los palestinos.
El nuevo gobierno de Hamás, encabezado por el primer ministro Haniya, rechazaría abiertamente las políticas concebidas por el Cuarteto de Madrid para el Oriente Próximo. Haniya se negó a reconocer a Israel, a poner fin a la resistencia armada, y a aceptar los términos establecidos en la hoja de ruta. en consecuencia, el Cuarteto de Madrid decidió cortar todas las ayudas que se venían concediendo a la autoridad palestina. Mientras Hamás no se mostrara dispuesta a renunciar al terrorismo, ni los Estados Unidos ni la Unión Europea volverían a apoyar a la autoridad palestina dirigida por Hamás, pese a ser una institución democráticamente elegida.
En el Líbano, el partido islamista Hezbolá demostraría que también él resultaba muy atrayente para los votantes debido a su política de resistencia a Israel y a los Estados Unidos. La fortaleza de Hezbolá causaría sorpresa en la Administración Bush, que tenía al Líbano por una sociedad de ciudadanos modélicos que habían logrado conservar los derechos democráticos, en este caso frente a la opresión siria.
El movimiento democrático del Líbano, que en Occidente se conocería con el nombre de revolución de los cedros, había surgido a consecuencia del asesinato del ex primer ministro libanés Rafik Hariri, ocurrido el 14 de febrero de 2001. El hijo de Hariri, Saad, se puso al frente de la conmocionada nación y expresó claramente su convicción de que la responsabilidad de la violenta muerte de su padre recaía en Siria. El asesinato desencadenaría una oleada de manifestaciones de masas, dejando paralizada la actividad política libanesa. El 14 de marzo, un millón de libaneses recorrieron las calles del centro de Beirut para exigir que Siria se retirara completamente de suelo libanés. El movimiento contaba con el pleno apoyo de los Estados Unidos, que acusaban a Siria de ser uno de los estados patrocinadores del terrorismo. Sometido a una intensa presión internacional, el Gobierno sirio accedió a retirar del Líbano a sus soldados y a sus servicios de inteligencia. El 26 de abril abandonaban el Líbano las últimas tropas sirias.
En mayo y junio de 2005, el público libanés sería llamado a las urnas para elegir un nuevo Parlamento. La coalición antisiria encabezada por Saad Hariri, hijo del primer ministro asesinado, obtendría setenta y dos de los ciento veintiocho escaños del Parlamento. Sin embargo, el ala política de la milicia chiita de Hezbolá conseguiría también un sólido bloque parlamentario al hacerse con catorce escaños y lograr de ese modo constituirse —tras sumar sus fuerzas a las de un grupo de partidos pro sirios— en una formación que, presente el seno del sistema político libanés, conservaba el suficiente poder como para oponerse a todo intento del gobierno central tendente a forzar el desarme de la milicia de Hezbolá, en cumplimiento de las directrices establecidas en el acuerdo pactado en Taif en el año 1990. Hasta en el Líbano salían bien parados los partidos políticos explícitamente hostiles a los Estados Unidos.
Para los partidos islamistas, la resistencia a Israel era fuente de dividendos políticos. De hecho, mientras siguieran asestando audaces golpes al estado judío, tanto Hamás en palestina como Hezbolá en el Líbano podían contar con un amplio apoyo político. Además, esos mismos partidos islamistas creían en lo que estaban haciendo, es decir, pensaban que combatir a Israel para liberar las tierras musulmanas constituía un deber religioso. en el verano de 2006, ambos partidos incrementaron el alcance de los atentados que lanzaban contra Israel, un hecho que iba a tener consecuencias desastrosas, tanto para la Franja de Gaza como para el Líbano.
El 25 de junio de 2006, un grupo de activistas de Hamás procedente de Gaza penetró en Israel a través de un túnel excavado cerca de la frontera egipcia y atacó un puesto del ejército israelí. Mataron a dos soldados e hirieron a otros cuatro antes de escapar a Gaza reintroduciéndose por el túnel en compañía de un joven recluta israelí llamado Gilad Shalit al que habían cogido prisionero. El 28 de junio, el ejército israelí se internó en Gaza, arrestando al día siguiente a sesenta y cuatro funcionarios de Hamás, entre los que figuraban ocho miembros del gabinete palestino y veinticuatro integrantes del Consejo Legislativo. Hamás respondió disparando varios cohetes de fabricación casera sobre el territorio israelí, y los israelíes a su vez desplegaron a la fuerza aérea para bombardear distintos objetivos palestinos. Antes de que se decretara el alto el fuego —en noviembre de 2006— habían muerto ya once israelíes y más de cuatrocientos palestinos.
La guerra declarada por Hezbolá a Israel también iba a provocar que los israelíes desencadenaran contra el Líbano una respuesta tremendamente desproporcionada. El 12 de julio de 2006, un grupo de guerrilleros de Hezbolá penetraron en Israel y atentaron contra dos todoterrenos que patrullaban la frontera con el Líbano. Mataron a tres soldados, hirieron a dos, y se llevaron prisioneros a otros dos. este ataque, en el que no había mediado provocación anterior alguna, desataría un conflicto de treinta y cuatro días que llevaría a las fuerzas de infantería israelíes a invadir el sur del Líbano. La fuerza aérea israelí bombardearía diversas infraestructuras clave, arrasando barrios enteros de las zonas periféricas chiitas del sur de Beirut, lo que forzaría el desplazamiento de un millón de civiles, según las estimaciones. Los guerrilleros de Hezbolá combatirían ferozmente con las tropas israelíes en las colinas del sur del Líbano y alimentarían una constante cortina de fuego disparando misiles incesantemente contra Israel y obligando a miles de israelíes a evacuar la zona del conflicto.
El Gobierno libanés pidió ayuda a los Estados Unidos. A fin de cuentas, la Administración Bush no sólo había pregonado en repetidas ocasiones que el Líbano democrático constituía un ejemplo para todo el Oriente Próximo, sino que en el año 2005 había concedido su total apoyo a las exigencias libanesas tendentes a lograr al repliegue sirio. Sin embargo, en el año 2006 los Estados Unidos no estaban dispuestos a interponerse en los designios de Israel, ni siquiera para solicitar un alto el fuego. Lo que determinaba que la Administración Bush se negara a frenar a su aliado israelí era la circunstancia de que Israel estuviera combatiendo contra Hezbolá, una organización catalogada como terrorista por los Estados Unidos. De hecho, el Gobierno de los Estados Unidos no tendría inconveniente en reponer los misiles guiados por láser y las bombas de racimo empleadas por los israelíes al constatar que los arsenales judíos habían quedado vacíos tras la intensa campaña de apisonamiento artillero llevada a cabo contra el Líbano. Al terminar el conflicto el saldo de los bombardeos se cifraría en más de mil cien muertos en el bando libanés y cuarenta y tres bajas en la parte israelí. Las Naciones Unidas comunicarían que, según sus estimaciones, habían muerto unos quinientos combatientes en las filas de Hezbolá, mientras que el ejército israelí declararía que sus tropas habían sufrido ciento diecisiete bajas.
En el verano del año 2006, la guerra de dos frentes que llevó a Israel a luchar en Gaza y en el Líbano terminaría de probar al mundo árabe —si es que alguna prueba más necesitaba— que los Estados Unidos estaban decididos a respaldar a Israel hiciera éste lo que hiciese. Los árabes quedaron más convencidos que nunca de que la guerra contra el terrorismo no era sino un proyecto común de estadounidenses e israelíes para dejar al Oriente Próximo totalmente sometido a sus intereses. Los espectadores veían en la televisión una sucesión de imágenes de violencia que pasaban de Irak a Gaza y de Gaza al Líbano, llegando finalmente a la conclusión de que no habría paz en el mundo árabe mientras los Estados Unidos continuaran su guerra contra el terrorismo.
Al terminar la presidencia de Bush seguía reinando el desorden en el Oriente Próximo. No obstante, de Irak empezaron a llegar algunas buenas noticias. El pueblo iraquí había elegido un gobierno nacional en unas elecciones libres marcadas por una elevada participación. en 2007, el envío a Irak de un contingente de tropas estadounidenses —apodado la «oleada» (the surge)—, supondría una significativa reducción de la violencia y un retorno a la vida normal para muchos iraquíes. A finales del año 2008, los estadounidenses comenzaron a reducir el número de tropas destacadas en Irak. Continuaban produciéndose actos de tremenda violencia, y los atentados seguían amenazando con desbaratar los frágiles avances producidos en el país, pero al menos podía entreverse ya el final de la ocupación estadounidense.
La situación en que se hallaban los palestinos todavía se deterioraría más durante las últimas semanas de la presidencia de Bush. en marzo de 2007, el movimiento al-Fatah y la organización Hamás formarían un gabinete de unidad nacional a fin de acabar con el aislamiento palestino y de volver a poner en marcha los flujos de ayuda exterior que tan necesarios les resultaban. El Gobierno de unidad se revelaría efímero, desmoronándose en junio de 2007 al estallar en Gaza una refriega entre al-Fatah y Hamás. La disputa entre ambos partidos terminaría dejando el control de toda la Franja de Gaza en manos de Hamás, mientras Cisjordania pasaba a quedar gobernada por un gabinete de emergencia liderado por al-Fatah. El Cuarteto de Madrid no sólo aprovecharía entonces las divisiones palestinas y volvería a mostrar su apoyo al Gobierno «moderado» que al-Fatah encabezaba en Cisjordania, sino que decretaría el embargo de las ayudas a la Franja de Gaza, dominada ahora por Hamás. El nivel de vida en la Franja de Gaza, aislada de todo apoyo exterior, se degradaría hasta transformarse en una crisis humanitaria.
El conflicto final con el que habrían de cerrarse los años de mandato de Bush estallaría en la Franja de Gaza entre diciembre de 2008 y enero de 2009. Tras haber observado Hamás un alto el fuego de seis meses sin que se produjera una relajación de los controles israelíes en las fronteras de Gaza, los milicianos palestinos comenzaron a disparar misiles contra Israel. El 27 de diciembre, el Gobierno de Israel respondía ordenando la realización de decenas de incursiones aéreas, causando la muerte de casi doscientos palestinos. Israel pretendía que sus objetivos eran las «infraestructuras terroristas» existentes en Gaza. La Administración Bush instó entonces a los israelíes a evitar las bajas de civiles —se trata de uno de los lugares de mayor densidad de población del mundo—, pero respaldó los ataques israelíes con la eterna cantinela de la guerra contra el terrorismo. «Hamás ha de poner fin a sus acciones terroristas si quiere tener algún papel que desempeñar en el futuro del pueblo palestino», exclamaría uno de los portavoces de la Casa Blanca.6
Tras ocho días de intensos bombardeos, el ejército israelí decidió enviar sus tanques a la Franja de Gaza. Durante las dos semanas siguientes, los israelíes se dedicarían a disparar contra las sedes de las Naciones Unidas, los hospitales, las escuelas y los barrios de vecinos, causando unos daños materiales estimados en mil cuatrocientos millones de dólares en la Franja de Gaza, ya suficientemente empobrecida antes de la incursión. El bombardeo se prolongaría hasta la víspera misma de la toma de posesión del nuevo presidente estadounidense, Barack Obama. Cuando al fin se decretó un alto el fuego entre Hamás y los israelíes, el 18 de enero, los muertos palestinos eran más de mil trescientos, y cinco mil cien los heridos. en cambio, sólo trece israelíes encontrarían la muerte en los enfrentamientos, y se contabilizaron ocho heridos.
* * *
El 20 de enero de 2009, al abandonar George W. Bush la Casa Blanca, el mundo árabe concibió la esperanza de que se pusiera fin a la guerra contra el terrorismo. Con la toma de posesión del presidente Obama, los Estados Unidos inauguraban una nueva época de implicación constructiva con los mundos árabe y musulmán.
En sus primeros cien días de mandato, el nuevo presidente pondría en marcha un buen número de medidas políticas concebidas para reducir las tensiones regionales generadas por los siete años de guerra contra el terrorismo. El presidente Obama ha comenzado a dar pasos para el cierre del Centro de detención de la bahía de Guantánamo y la reducción de la presencia militar estadounidense en Irak. Ha dejado claro que el proceso de paz entre árabes e israelíes es una de las prioridades de su primer mandato, realizando gestos como el de la designación del senador George Mitchell como enviado especial al Oriente Próximo o los de las reuniones mantenidas tanto con el primer ministro de Israel como con el presidente de la autoridad palestina. Obama ha puesto en marcha una política destinada a reanudar el diálogo con los estados marginados por la Administración Bush, como Siria e Irán. Dada la complejidad que tienen tanto la historia del proceso como las cuestiones implicadas, todas estas medidas aparecen cargadas de incertidumbre. Sin embargo, las iniciativas, como tales, han sido recibidas con gran sensación de alivio en una región que ha sufrido años de tensiones, al hallarse en pleno epicentro de la guerra contra el terrorismo.
La más clara expresión de esta nueva política de implicación constructiva en las cuestiones relacionadas con los mundos árabe e islámico se produciría en junio de 2009, en la conferencia pronunciada por Obama en la Universidad de el Cairo: «He venido aquí para tratar de comenzar de nuevo y establecer una nueva relación entre los Estados Unidos y los musulmanes de todo el mundo, una relación basada en nuestros recíprocos intereses y presidida por el respeto mutuo», dijo Obama al atento público. «Hemos de esforzarnos sin descanso en escucharnos unos a otros, en aprender los unos de los otros, en respetarnos el uno al otro, y en buscar un terreno de entendimiento común.»
Pese a que Obama subrayara varios extremos importantes en los cuarenta minutos de su alocución, sería quizá su énfasis en el respeto mutuo lo que diera a los ciudadanos árabes las mayores esperanzas de futuro. Si la potencia dominante del momento fuera realmente capaz de no imponer sus reglas al mundo árabe y de ponerse a buscar soluciones comunes a las cuestiones que tenemos enfrente, los árabes se encontrarían efectivamente en el umbral de un período nuevo y más justo.
Con todo, la implicación constructiva de los Estados Unidos en tanto que potencia dominante de la era unipolar no es sino uno de los aspectos de la solución que precisan los males que aquejan al mundo árabe en el siglo XXI. También los árabes han de asumir su parte de responsabilidad en la construcción de un futuro mejor. Si los pueblos árabes han de acceder al disfrute de los derechos humanos y de un gobierno capaz de rendir cuentas de sus actos, si han de vivir con seguridad y beneficiarse del crecimiento económico, tendrán que ser ellos mismos quienes tomen la iniciativa. La historia ha mostrado los límites de toda reforma auspiciada mediante una intervención extranjera, tanto en la era colonial como en el período de posguerra. es imposible imponer la democracia: la sola pretensión de semejante idea desbarata el mensaje mismo.
Existen fundamentos para esperar un cambio positivo en el mundo árabe actual. entre los años 2002 y 2006, los miembros de un destacado grupo de intelectuales y estrategas políticos árabes han venido colaborando en la elaboración de un plan de acción diseñado para el inicio de una reforma radical. Capitaneados por la influyente política jordana rima Khalaf Hunaidi, los redactores del informe sobre el desarrollo humano árabe se han centrado en tres déficits cruciales: una insuficiente libertad para la constitución de buenos gobiernos en el mundo árabe; una insuficiencia de conocimiento que determina que el sistema educativo no prepare adecuadamente a los jóvenes árabes para obtener todo el provecho que ofrecen las oportunidades del mercado global; y una insuficiente cuota de poder de las mujeres, lo que impide que la mitad de la población del mundo árabe pueda contribuir plenamente al desarrollo humano de la región. elaborado por árabes y para árabes, el informe sobre el desarrollo humano árabe aspira nada menos que a sentar las bases de un nuevo renacimiento árabe.
En los estados árabes del Golfo Pérsico se están abordando hoy muchos de los déficits que señalan los autores del Informe sobre el desarrollo humano árabe. La riqueza que han obtenido gracias a los ingresos petrolíferos ha dado a dichos países la posibilidad de conectar con la economía global. Sus ciudadanos participan cada vez más en las tareas de gobierno, bien al ser nombrados para el desempeño de un cargo, bien tras ser elegidos en una votación democrática —así está sucediendo en Kuwait, Bahréin e incluso Arabia Saudí, nación que cuenta con el órgano consultivo de la Shura—. en el Golfo Pérsico, los medios de comunicación libres están conociendo una difusión sin precedentes, sobre todo en el campo de la televisión por vía satélite, y algunas cadenas, como la de al-Jazeera en Qatar, o la de al-Arabiya en los emiratos Árabes Unidos, emiten debates plurales que no se ven obstaculizados por las fronteras del mundo árabe y que se hayan lejos del alcance de los censores gubernamentales. Además, la presencia de universidades nuevas, ya se trate de instituciones nacionales o de campus fundados por establecimientos extranjeros de primera magnitud, está empezando a proporcionar una gama de oportunidades educativas y un nivel de formación profesional mejor y más amplio que cualquiera de los que hayan conocido los árabes hasta la fecha.
Para que el mundo árabe quiebre el ciclo de subordinación a normas adaptadas a las necesidades de sociedades ajenas será precisa la conjunción de dos factores: que las potencias dominantes de nuestra época acierten a implicarse equilibradamente y que en el seno del propio mundo árabe surja la determinación de emprender un conjunto de reformas. en este momento en que la región parece salir del tenebroso período de la guerra contra el terrorismo cabe pensar que pueda empezar a discernirse el inicio mismo de dicho círculo virtuoso. Sin embargo, será preciso acometer otro gran número de iniciativas mediante la aplicación de las teorías de resolución de conflictos y el comienzo de todo un conjunto de reformas políticas antes de que los árabes puedan dejar atrás una historia marcada por los enfrentamientos y las decepciones y logren materializar sus cualidades potenciales y colmar las aspiraciones que les animan en la era moderna.