INTRODUCCIÓN

El 14 de febrero del año 2005 —día de San Valentín— un potente coche bomba asesinaba al antiguo primer ministro libanés Rafiq Hariri en el centro de Beirut. Al regresar a su hogar tras asistir a una reunión del Parlamento, Hariri no sólo había seguido un itinerario predecible sino que, al verse inmerso en una bulliciosa caravana de vehículos, su comitiva resultaba muy fácil de detectar en el característico y denso tráfico de la ciudad. La tonelada de explosivos de la trampa dejó un enorme cráter en el punto por el que momentos antes discurría la carretera costera y resquebrajó las fachadas de los edificios colindantes. Además de Hariri hubo otras veintiuna víctimas mortales, entre políticos, guardaespaldas y chóferes, además de civiles cuyo único delito había consistido en hallarse en las inmediaciones. El crimen había sido espectacular, incluso a los curtidos ojos de un espectador beirutí.

Hariri era el hombre más rico y poderoso del Líbano. Había amasado su fortuna como contratista en Arabia Saudí, aunque después había regresado a casa al terminar la guerra civil que había devastado su país a lo largo de los quince años que median entre 1975 y 1990, convirtiéndose así, durante el período de posguerra, en uno de los artífices de la reconstrucción del Líbano. Más tarde abrazaría la carrera política, y sería nombrado primer ministro en 1992. Diez de los trece años que habían de quedarle de vida los dedicaría a encabezar el gobierno del Líbano.

El proyecto estrella de Hariri durante su mandato como primer ministro se había venido centrando en la elaboración del plan de rehabilitación del centro de Beirut. Una vez revitalizado, argumentaba, el céntrico barrio de negocios de la urbe se convertiría en el motor de la regeneración económica de ese espacio ciudadano, antaño floreciente. El plan resultó controvertido, y la despreocupada indiferencia de Hariri ante el conflicto de intereses derivado del hecho de que él fuera a un tiempo primer contratista de las obras y jefe del gobierno que adoptaba las decisiones urbanísticas dio lugar a que se le acusara fundadamente de corrupción. Con todo, eran muchos los libaneses que consideraban que Hariri era la única esperanza de su país. Había llegado a financiar él mismo, de su propio peculio, buena parte de los gastos del gobierno libanés. Conseguía infundir en los inversores extranjeros —principalmente ricos expatriados libaneses y personajes de la realeza Saudí— la confianza suficiente como para decidirles a colocar su capital en la convulsa economía libanesa. De ese modo comenzaría a emerger, de los escombros dejados por la guerra civil, una elegante ciudad provista de modernas infraestructuras.

En octubre del año 2004, Hariri presentó su dimisión como primer ministro en protesta por la injerencia de Siria en la política libanesa. Para un hombre que había fundado los cimientos de su carrera política en la cooperación con Damasco aquélla era una iniciativa peligrosa.

Corría el año 1976 cuando los sirios penetraron en el Líbano por primera vez, integrados en el contingente militar enviado por la Liga árabe para intervenir en la guerra del Líbano —y desde entonces habían dominado por completo la política libanesa—. Pese a que el gobierno sirio afirmaba respaldar la estabilidad política del frágil Estado vecino, eran muchos los libaneses que se mostraban irritados por lo que consideraban una ocupación siria. El punto de inflexión se produciría cuando el gobierno sirio, contraviniendo lo estipulado en la constitución libanesa, obligara al Parlamento libanés a prorrogar por espacio de tres años el mandato del presidente Émile Lahoud. La constitución libanesa no permitía más un único mandato presidencial de seis años. Todo el mundo sabía que Lahoud era un político prosirio. Se decía que el presidente sirio, Bashar al-Assad, había amenazado a Hariri diciéndole: «Lahoud soy yo. Si quieres que me vaya del Líbano, escindiré en dos el país».1 Hariri conocía los riesgos que entrañaba su decisión, pero optó por resistir las presiones que recibía del gobierno sirio en esta materia. No sabía que iba a pagar con su vida aquella determinación.

Cuando se asesinó a Hariri, sus partidarios se echaron a la calle y culparon directamente del crimen a los sirios. A lo largo de las semanas que siguieron al magnicidio, las manifestaciones ganaron amplitud y confianza, hasta culminar en la masiva congregación que habría de reunirse el 14 de marzo en el centro de Beirut, un mes después de la desaparición de Hariri. Un millón de libaneses —es decir, la cuarta parte de la población total del país— se dio cita en las calles céntricas de Beirut para exigir la independencia de Siria.

Las protestas y manifestaciones terminaron convirtiéndose en un movimiento popular que llegaría a conocerse en el Líbano con el nombre de «Intifada por la independencia» y al que los medios de comunicación internacionales adjudicarían el rótulo de «Revolución de los cedros». La agitación daría también origen a una coalición política formada para oponerse a la presencia de Siria en el Líbano, coalición que acabaría denominándose «Alianza del 14 de marzo». Una de las consecuencias del asesinato de Hariri se plasmaría además en una oposición tan intensa a la actitud siria, tanto en el ámbito interno como internacional, que el gobierno sirio se vería obligado a retirar de suelo libanés a sus catorce mil soldados y a sus funcionarios de inteligencia. El último contingente de tropas sirio abandonaría el Líbano el 26 de abril de 2005. Los libaneses se creyeron entonces en el umbral de una nueva era de independencia y cohesión nacional.

Aun después de haberse retirado el último destacamento, la sombra de Siria seguiría dibujando una ominosa silueta sobre el Líbano. La comisión de varios violentos asesinatos silenció las voces de los más abiertos críticos del régimen sirio que militaban en el movimiento del 14 de marzo, en un claro intento de intimidar a los integrantes de la coalición que habían logrado mantenerse con vida. A lo largo de los dos años siguientes habrían de morir asesinadas, tanto en atentados con coche bomba como en agresiones con armas de fuego, ocho destacadas figuras, entre las que destaca la presencia de cuatro miembros del Parlamento libanés. En opinión de muchos, los despiadados crímenes de estas respetadas personalidades del mundo cultural y político vendrían a poner de manifiesto la impotencia del Líbano para proteger a sus ciudadanos de la acción de fuerzas exteriores. La rabia por la sensación de desamparo se extendió junto con la exigencia de justicia.

Uno de los primeros en caer asesinado fue el periodista y escritor Samir Kassir, que falleció en la mañana del 2 de junio de 2005, cuando se dirigía al trabajo, al estallarle la bomba lapa colocada en su Alfa Romeo. Kassir, que escribía en el rotativo libanés An-Nahar, era una de las más destacadas voces del movimiento antisirio del 14 de mayo. Kassir consideraba que los problemas del Líbano venían a reproducir, en la reducida escala de ese particular microcosmos, las dolencias generales del conjunto del mundo árabe. Poco antes de su muerte, Kassir había publicado un notable ensayo en el que analizaba lo que él denominaba el «malaise árabe» del siglo XXI. Dicho malestar era un reflejo del desencanto de los ciudadanos árabes ante la constatación de hallarse regidos por gobiernos corruptos y autoritarios. «no resulta nada grato ser árabe en esta época», observa en ese escrito. «Hay quien experimenta un sentimiento de persecución y quien tiende a detestar su propia condición: una profunda inquietud recorre el mundo árabe.»

«Con todo, el mundo árabe no siempre ha padecido ese malaise», prosigue. Kassir compara el descontento del siglo XXI con la percepción vivida en dos períodos históricos en los que los árabes alcanzaron la grandeza, o aspiraron a ella.

Los primeros cinco siglos posteriores al surgimiento del islam definen un lapso de tiempo que se extiende desde el siglo VII al siglo XII de la era actual, y es la época de los grandes imperios islámicos que consiguieron alzarse con el predominio en los asuntos del mundo. Los árabes gozarían en ese período de una presencia internacional que les haría florecer desde Irak y Arabia hasta España y Sicilia. La era del islam primitivo es motivo de orgullo para todos los árabes, ya que representa un período pretérito marcado por el hecho de que, en su transcurso, los árabes se convirtieron en la potencia dominante en el mundo. Sin embargo, dicho período adquiere una resonancia particularmente intensa en el caso de los islamistas, ya que éstos argumentan que la grandeza de los árabes ha ido siempre de la mano de la fidelidad y el vigor de su adhesión a la fe musulmana.

En su ensayo, Kassir sostiene que en el siglo XIX se inicia el segundo período de mayor esplendor árabe, o al menos la época que, después de la anterior, se halla más notablemente marcada por la existencia de grandes expectativas. «El Renacimiento cultural del siglo XIX –escribe–, el célebre nahda, iluminó un gran número de sociedades árabes.» A lo largo del siglo XX, el nahda vino a configurar en el mundo árabe una moderna cultura característicamente laica. «Egipto fundó entonces la tercera industria cinematográfica más antigua del mundo, mientras que desde El Cairo hasta Bagdad y de Beirut a Casablanca, los pintores, poetas, músicos, dramaturgos y novelistas se dedicaron a dar forma a una cultura árabe nueva y dinámica.» La sociedad comenzó a cambiar, se extendió la educación, y las mujeres empezaron a correr el velo tras el que habían permanecido ocultas.

La cultura del nahda estaba igualmente llamada a moldear la política árabe del siglo XX, y al ir los árabes abandonando poco a poco la sujeción colonial y comenzar a acceder a la independencia, empezaron asimismo a desempeñar un papel destacado en la política mundial. Kassir enumera aquí la lista de los más notables ejemplos: «El Egipto de Nasser, pongamos por caso, fue uno de los pilares del movimiento afro-asiático y del posterior movimiento de no alineación; la Argelia independiente se convirtió en la fuerza impulsora de todo el continente africano; o pensemos si no en la resistencia palestina, a la que se recurrió para hacer avanzar la causa de los derechos democráticos sin sucumbir a la ideología victimista tan prevaleciente en la actualidad».

Kassir, que era un nacionalista laico, sostenía que las reformas modernizadoras de los siglos XIX y XX resultan más relevantes para la situación actual que la edad de oro de los primeros cinco siglos del islam, y dice del nahda que constituyó una época «en la que los árabes tuvieron la oportunidad de encarar el futuro con optimismo». Está claro que hoy no sucede lo mismo. El mundo árabe ve el futuro con pesimismo creciente, y el planteamiento laico ha dejado de constituir una inspiración para la mayoría de la población. En mi opinión, los islamistas ganarían de calle cualquier elección libre y justa que pudiera celebrarse en el mundo árabe actual.

Kassir plantea entonces las preguntas más difíciles: «¿Cómo hemos llegado a estancarnos de este modo? ¿Cómo es posible que una cultura viva caiga en el descrédito y que sus miembros decidan unirse en el culto de la miseria y la muerte?».2 Kassir suscita así las interrogantes que han perturbado tanto a los intelectuales árabes como a los impulsores de la acción política occidental en el período posterior al 11-S. En Occidente, son muchas las voces que consideran que la mayor amenaza para la seguridad y el modo de vida del primer mundo proviene del mundo árabe e islámico, en particular de lo que hoy se conoce como terrorismo yihadista. Esas personas no comprenden que en el mundo árabe son también muchos los que juzgan que la mayor amenaza para su seguridad y su modo de vida emana justamente de Occidente. Lo que ambos bandos deberían interiorizar es que existe un vínculo real entre el estancamiento y la frustración árabe por un lado, y la amenaza terrorista que tanto preocupa a las democracias occidentales por otro.

Los políticos y los intelectuales occidentales deben prestar más atención a la historia si abrigan la esperanza de poner remedio a los males que afligen al mundo árabe actual. En Occidente se devalúa con demasiada frecuencia el peso de la historia. En este sentido, el comentarista político George Will ha escrito lo siguiente: «Cuando los estadounidenses afirman que algo “es histórico”, pretenden decir que se trata de algo irrelevante». Nada podría estar más lejos de la verdad. De hecho, los occidentales tienen que prestar una mayor atención al modo en que los propios árabes han vivido y comprendido la historia. Esto serviría para ahorrarnos, si no el trago de repetir la historia, sí al menos la calamidad de reiterar viejos errores históricos.

Por no fijarnos más que en un único ejemplo, se observa que, a lo largo de los siglos, los líderes occidentales han tratado de presentar las invasiones del mundo árabe como otras tantas guerras de liberación. Cuando napoleón invade Egipto en el año 1798, ordena proclamar un edicto dirigido al pueblo egipcio y pensado para convencerles de las buenas intenciones que le llevan a penetrar en sus tierras. «Pueblo de Egipto –afirma el texto–, se os dirá que he venido a aniquilar vuestra religión; ¡no deis crédito a tales palabras! Contestad que he venido a restaurar vuestros derechos, a castigar a los usurpadores, y que respeto a Alá, a su profeta y al Corán.» Se tiene así la impresión de que napoleón pretendía que las gentes de Egipto creyeran que si invadía su país era para liberarles de su sujeción y para promover el islam, y no para favorecer los intereses geoestratégicos de Francia en su pugna con sus rivales ingleses.

Las gentes de Egipto no eran tan ingenuas. El más destacado intelectual cairota de la época era un hombre llamado al-Yabarti, y nos ha dejado una notable crónica de la invasión francesa. Al-Yabarti ridiculiza la proclamación napoleónica: «La primera mentira que ha dicho y la primera falsedad que ha inventado ha consistido en afirmar que “no he venido a vosotros sino con el propósito de restaurar vuestros derechos, arrancándoselos a vuestros opresores”». Este mismo autor desautorizará igualmente la profesión de fe y de respeto al islam, a su profeta y a sus escrituras que acababa de realizar napoleón. En concreto dirá que todas esas afirmaciones no son sino «un desvarío de su mente, y una superlativa insensatez».3

La huera resonancia de las garantías napoleónicas se escucha asimismo en la proclama del teniente general sir Stanley Maude al entrar en Bagdad en marzo del año 1917, en lo más crudo de la primera guerra mundial, al mando de las fuerzas invasoras británicas. Maude mantenía que su ejército había invadido Mesopotamia para expulsar al enemigo otomano de las tierras árabes. «nuestros ejércitos no llegan a vuestras poblaciones y tierras en calidad de conquistadores ni de enemigos, sino de liberadores. Desde los tiempos de Hulagu [el caudillo mongol que saqueara Bagdad en el año 1258], vuestros ciudadanos se han visto sometidos a una tiranía impuesta por extranjeros ... Y tanto vuestros padres como vosotros mismos habéis gemido bajo los grilletes.» Maude proseguiría su discurso prometiendo que los británicos habrían de ayudar a las gentes de Irak a conseguir gobernarse por sí mismos y a conocer tiempos de prosperidad, a fin de que «florezca el pueblo de bagdad».4

Las afirmaciones sobre la liberación británica pronunciadas a raíz de la ocupación de Bagdad en 1917 no poseían mayor sustancia que las realizadas por napoleón al referirse a la supuesta liberación de Egipto en el año 1798. En 1916, gran Bretaña había accedido ya a repartirse el mundo árabe con su aliado de guerra francés. Maude estaba conquistando unas tierras que gran Bretaña tenía la firme intención de anexar a su imperio. En torno al año 1920, la frustración provocada por el hecho de que gran Bretaña no hubiera logrado materializar el autogobierno prometido daría pie a un movimiento de insurgencia en toda la nación. Un abogado de la ciudad de Nayaf publicó por entonces un efímero periódico llamado alIstiqlal («Independencia»). En octubre del año 1920, le vemos exponer unas reflexiones sobre las falsas promesas de Maude: «Quedamos a la espera de lo que se nos había prometido, aunque únicamente para constatar que los oficiales del ejército [británico] nos despojaban de nuestros derechos y eliminaban nuestra independencia. Resolvimos por tanto exigir nuestras legítimas prerrogativas naturales, recordando así al gobierno que debía dar cumplimiento a sus promesas según lo exigido por la ley y el comportamiento correcto. Los oficiales [británicos] respondieron a nuestras demandas con un gran movimiento de represión, decididos a socavar los esfuerzos que realizábamos para consolidar nuestras legítimas aspiraciones».5 Los británicos habrían de suprimir con gran violencia la revuelta iraquí de 1920, así que durante los doce años siguientes Irak quedaría sometido a la dominación directa del imperio británico. De hecho, aunque fuera ya en régimen de control informal, Irak seguiría sujeto a gran Bretaña hasta el año 1958, fecha en la que se produce el derrocamiento de la monarquía iraquí.

En el año 2003, en la época en que el presidente estadounidense George W. Bush se disponía a invadir Irak para liberar a la población de ese país de la tiránica férula de Saddam Hussein, los árabes volvieron a escuchar un estribillo conocido: el de la ocupación de un lobo disfrazado con las corderiles pieles de la liberación.

La invasión de un país constituye ya un abuso lo suficientemente grave como para pretender añadirle encima el insulto a la inteligencia de los perjudicados. El periodista iraquí Muntadhar al-Zaidi se haría eco de una extendida irritación al arrojar sus zapatos al presidente Bush en una conferencia de prensa convocada en diciembre del año 2008 al objeto de que el mandatario estadounidense se despidiera de Bagdad. «¡Aquí tienes mi beso de despedida, perro!», gritó al-Zaidi al lanzar el primer zapato. «¡Y éste es por las viudas, los huérfanos y los asesinados en Irak», añadió al tirar el segundo. Pese a que posteriormente fuera arrestado y juzgado por las autoridades iraquíes a consecuencia de aquel gesto, al-Zaidi se transformó, de la noche a la mañana, en el héroe de todo el mundo árabe, ya que se había atrevido a decirle al hombre más poderoso del mundo que los iraquíes no se dejaban engañar y que distinguían perfectamente entre una liberación y una ocupación.

La explosión de al-Zaidi, así como la simpatía de los árabes por su acción, revelan la existencia de un profundo sentimiento de cólera y frustración, un sentimiento nacido del doble hecho de que los iraquíes no hubieran sido capaces ni de librarse por sus propios medios de un tirano como Saddam Hussein ni de impedir que unos extranjeros invadieran Irak para derrocar con sus grandes recursos al déspota y satisfacer sus intereses particulares. Ése es el tipo de impotencia en que pensaba Samir Kassir al escribir las siguientes líneas sobre el malestar árabe: «Al pueblo árabe le obsesiona su sentimiento de impotencia...; impotencia para suprimir la sensación de no ser sino un peón de poca monta en el tablero del ajedrez mundial, aunque la partida se desarrolle justo en el patio de tu casa».6 Incapaces de concretar sus metas en el mundo moderno, los árabes se ven a sí mismos como peones desvalidos en el juego de las naciones, unos peones obligados a atenerse a unas reglas que les imponen pueblos ajenos.

No estamos aquí ante un fenómeno totalmente nuevo. Los árabes han tenido que negociar las condiciones propias de la era moderna y acatar las reglas estipuladas por el conjunto de las potencias que han ejercido su dominio en los distintos tramos históricos. En este sentido, la moderna historia árabe comienza en el siglo XVI con la conquista otomana del mundo árabe, conquista que vendrá a inaugurar el primer período en el que los árabes se verán sometidos a la dominación de una potencia exterior. Las potencias imperiales europeas y las superpotencias surgidas del período de la guerra fría no harán otra cosa que perpetuar en cada caso esa subordinación del mundo árabe a unas reglas ajenas. Tras pasar cinco siglos obligados a ceñirse a unas normas que les habían venido impuestas por otros pueblos, los árabes aspiran ahora a convertirse en dueños de su propio destino —recuperando así la situación de que ya disfrutaran durante los cinco primeros siglos del islam—. En la actualidad, la mayoría de los árabes dicen que nunca se han hallado más lejos de ver materializada su ambición.

El examen de la historia árabe desde la óptica de las normas dominantes en un determinado período histórico nos permite distinguir en la época moderna la existencia de cuatro fases distintas: la época otomana, la época colonial europea, la época de la guerra fría, y la actual época marcada por la dominación estadounidense y la globalización. La trayectoria que sigue la historia árabe al recorrer estos diferentes períodos viene caracterizada por la existencia de altibajos en los que predomina alternativamente un mayor o menor grado de soberanía y libertad de acción. Y ello porque decir que el mundo árabe se ha visto sometido a normas extranjeras no implica afirmar que los árabes hayan sido sujetos pasivos de una unilineal historia de ininterrumpida decadencia. En el mundo moderno, la historia árabe presenta un perfil enormemente dinámico, así que es a los pueblos árabes a quienes ha de imputarse tanto la responsabilidad de sus éxitos como la de sus fracasos. Han operado de acuerdo con esas reglas impuestas cuando lo han considerado conveniente, las han subvertido cuando dichas normas se han interpuesto en su camino, y han sufrido las consecuencias cada vez que se han enemistado con las potencias dominantes de la época.

De hecho, los períodos en que los árabes han gozado de un mayor poder coinciden siempre con la elevación de más de una potencia al escalón dominante de una determinada época. Durante el período colonial, los árabes aprovecharon todas las oportunidades que se les presentaron de enemistar a los británicos con los franceses, y también tratarían de enfrentar a los soviéticos con los estadounidenses durante la guerra fría. Sin embargo, lo que observamos en cada uno de los momentos históricos decisivos en que las circunstancias experimentan una importante modificación, dando lugar a la caída de la potencia o potencias dominantes y al surgimiento de un nuevo orden mundial, es que los árabes se ven obligados a volver a empezar de cero en todos aquellos casos en que no logran comprender y dominar a su vez las nuevas normas vigentes en el recién iniciado período. Los intervalos de transición han solido anunciar invariablemente la apertura de nuevas oportunidades, pese a que la experiencia haya mostrado que el impulso que empuja a las potencias extranjeras a ejercer su dominio sobre una determinada región se hace cada vez más pronunciado de período en período.

La moderna historia árabe comienza con las conquistas otomanas de los años 1516 a 1517, durante las cuales los modernos ejércitos armados con mosquetes de carga de pólvora lograrían derrotar a sus adversarios medievales, provistos únicamente de espadas. Dichas conquistas dejarían sentado el poder otomano en el conjunto de las tierras árabes, un poder que habría de mantenerse en la zona hasta el final de la primera guerra mundial. Estas conquistas representarán asimismo el comienzo de la historia árabe regida por la obediencia a reglas ajenas. Hasta esa fecha, la gobernación de los árabes había venido teniendo su sede en las grandes ciudades de su cultura —Damasco, Bagdad y El Cairo—. Bajo la dominación otomana, la gobernación de los árabes pasará a realizarse en cambio desde la lejana Estambul, una ciudad a caballo entre dos continentes —Europa y Asia— unidos a través de la pasarela que salva el estrecho del Bósforo.

Los otomanos gobernaron a los árabes durante cuatro de los cinco últimos siglos de su historia. A lo largo de ese período de tiempo, el imperio cambiaría, provocando la correspondiente transformación de las reglas de juego. Durante el primer siglo posterior a la conquista, las reglas aplicadas por los otomanos no iban a resultar excesivamente onerosas: los árabes debían reconocer la autoridad del sultán y respetar tanto las leyes de Alá (la sharía, o ley de Dios) como las del monarca otomano. Se permitía que las minorías no musulmanas organizaran sus particulares asuntos, que se sometieran a la dirección de sus cabecillas comunales y que se atuvieran al derecho religioso que juzgaran propio; todo ello a cambio de abonar un impuesto de capitación al Estado otomano. En último término, la mayoría de los árabes parecieron valorar con ecuanimidad la posición que ocupaban en el imperio mundial dominante en la época, viéndose a sí mismos como una comunidad musulmana integrada en el gran imperio islámico.

En el siglo XVIII, las normas experimentarán un cambio significativo. El imperio otomano había alcanzado el apogeo de su poder a lo largo del siglo XVII, pero en el año 1699 iba a sufrir la primera pérdida de territorios, ya que sus adversarios europeos le despojarían de Croacia, Hungría, Transilvania y Podolia, en Ucrania. El imperio, acuciado por las necesidades económicas, decidió que el mejor medio de generar ingresos consistía en vender al mejor postor —a cambio de permitir que el adquirente disfrutara de derechos fiscales sobre lo comprado— tanto los cargos estatales como las propiedades agrícolas con que contaba en las provincias. Esto permitió que un conjunto de hombres poderosos de las comarcas más remotas del imperio se hicieran con inmensas porciones del territorio imperial, situación que les facilitó la acumulación de la riqueza y el poder suficientes para terminar desafiando la autoridad del gobierno otomano. Vemos emerger este tipo de señores locales en los Balcanes, en la Anatolia oriental y en la totalidad de las provincias árabes. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, una serie de señores enriquecidos de este modo acabarán representando una grave amenaza para la dominación otomana en distintos lugares, desde Egipto, Palestina y el Líbano hasta Damasco, Irak y Arabia.

En el siglo XIX, los otomanos iniciaron un período caracterizado por la realización de grandes reformas, todas ellas encaminadas a sofocar los retos surgidos en el seno del imperio y a mantener a raya las amenazas que planteaban los vecinos europeos. Esta era de reformas daría origen a la aplicación de un nuevo conjunto de reglas, unas reglas que venían a reflejar ahora las nuevas ideas de ciudadanía que acababan de importarse de Europa. Las reformas otomanas trataron de establecer una plena igualdad de derechos y responsabilidades entre la totalidad de los súbditos otomanos —es decir, intentaron un trato equitativo entre turcos y árabes—, igualdad que pasaría a aplicarse en ámbitos como los de la Administración, el servicio militar y las obligaciones fiscales. Se promovió así la aparición de una nueva identidad, el otomanismo, corriente que trató de trascender las diferentes divisiones étnicas y religiosas existentes en el seno de la sociedad otomana. Sin embargo, las reformas no consiguieron proteger a los otomanos de las usurpaciones europeas, aunque sí permitieron que el imperio reforzara el dominio que venía ejerciendo en las provincias árabes, unas provincias que habrían de adquirir una importancia creciente a medida que el nacionalismo comenzara a socavar la posición otomana en los Balcanes.

Con todo, las mismas ideas que habían inspirado las reformas otomanas estaban llamadas a dar lugar a novedosas nociones relacionadas con la nación y la comunidad, lo que a su vez determinaría que algunos grupos se sintieran descontentos con la posición que ocupaban en el imperio otomano. Dichos grupos comenzaron a erosionar las normas impuestas por los otomanos, unas normas a las que en los albores del siglo XX empezaría a echarse cada vez más la culpa del relativo atraso de los árabes. Al contrastar la pasada grandeza del mundo árabe con el sometimiento sufrido en ese momento —en el marco de un imperio otomano que se batía en retirada frente a sus vecinos europeos, más poderosos que él—, serían muchas las voces que surgieran en el mundo árabe para exigir la adopción de reformas en el seno de su propia sociedad, y muchas también las personas que comenzaran a aspirar a un espacio árabe independiente del orbe otomano.

En el año 1918, la caída del imperio otomano representaría a los ojos de muchas personas del mundo árabe el paso a una nueva era de independencia y grandeza nacionales. Todas esas personas comenzaron a abrigar la esperanza de levantar de las cenizas del imperio otomano un gran reino árabe dotado de nuevo vigor, viéndose además alentados en sus propósitos al conocer el llamamiento en favor de la autodeterminación nacional que lanzara el presidente estadounidense Woodrow Wilson en sus célebres Catorce Puntos.* Todas ellas habrían de verse no obstante amargamente decepcionadas, ya que pronto descubrirían que el nuevo orden mundial iba a basarse mucho más en las normas impuestas por Europa que en las enumeradas por Woodrow Wilson.

Los británicos y los franceses se valdrían de la Conferencia de Paz celebrada en París en el año 1919 para aplicar el moderno sistema estatal al mundo árabe, un sistema en el que todos los territorios árabes, salvo el centro y el sur de Arabia, habrían de quedar sujetos a una u otra forma de sometimiento colonial. En Siria y el Líbano, naciones recién liberadas de la dominación ejercida por el imperio otomano, los franceses darían a sus colonias una forma de gobierno republicana. Los británicos, por el contrario, revestirían a sus posesiones árabes de Irak y Transjordania con los oropeles propios del modelo de monarquía constitucional que es característico de Westminster. Palestina iba a ser la excepción, ya que, en ella, la promesa de la creación de un estado nacional judío, pese a la oposición de la población indígena, habría de socavar todos los esfuerzos tendentes a la formación de un gobierno nacional.

Se dotó de una capital nacional a cada uno de esos nuevos estados árabes, convirtiéndose a la ciudad así designada en sede del gobierno. Se urgió a los distintos gobernantes a que redactaran una constitución en sus respectivos países y crearan los correspondientes parlamentos nacionales, todos ellos integrados por diputados elegidos mediante sufragio popular. Las fronteras —que en muchos casos eran notablemente artificiales— fueron resultado de negociaciones entre los estados limítrofes, y no sin dar lugar a enconadas disputas en algunas ocasiones. Muchos nacionalistas árabes se opusieron a estas medidas, ya que consideraban que dividían y debilitaban a una población árabe que únicamente podría recuperar la legítima posición que le correspondía como potencia mundial respetada mediante la materialización de una amplia unidad árabe. Con todo, al tener que atenerse a las normas europeas, las acciones políticas de calado iban a quedar necesariamente confinadas dentro de los límites de los nuevos estados árabes.

Una de las más persistentes secuelas de la época colonial es la tensión heredada entre el nacionalismo de los estados-nación (por ejemplo el nacionalismo dominante en Egipto o en Irak) y las ideologías nacionalistas de carácter panárabe. En la primera mitad del siglo XX comenzarían a aflorar movimientos nacionales en el interior de los estados coloniales como forma de oposición a la dominación extranjera. Mientras el mundo árabe siguiera dividido como consecuencia del reparto efectuado entre británicos y franceses sería imposible vertebrar un movimiento nacionalista coherente capaz de englobar a la totalidad del mundo árabe. Sin embargo, por la época en que los estados árabes comenzaron a consolidar su independencia de la férula colonial —esto es, a lo largo de las décadas de 1940 y 1950—, las divisiones trazadas entre los estados árabes habían fraguado ya hasta el punto de mostrar todos los síntomas de un carácter permanente. El problema radicaba en que la mayoría de los ciudadanos árabes consideraban que los pequeños nacionalismos centrados en torno a las creaciones coloniales eran fundamentalmente ilegítimos. Para quienes aspiraban a lograr que la grandeza del mundo árabe se viera finalmente concretada en el transcurso del siglo XX quedó claro que sólo el amplio movimiento nacionalista panárabe les ofrecía la perspectiva de alcanzar la masa crítica y la unidad de objetivos precisa para devolver a los árabes el justo lugar que les correspondía entre las potencias de la época. La experiencia colonial no transformó a los árabes en una comunidad nacional, sino más bien en una comunidad de naciones, lo que determina que los árabes sigan hoy descontentos con los resultados.

La influencia de Europa en los asuntos mundiales sufriría una fuerte conmoción como consecuencia de la segunda guerra mundial. Los años de la posguerra iban a convertirse en un período marcado por las descolonizaciones, ya que los estados de Asia y áfrica conseguirían consolidar su independencia y sacudirse de encima a sus antiguos gobernantes coloniales, en muchos casos mediante la fuerza de las armas. Los Estados unidos y la unión Soviética habrían de descollar casi al mismo tiempo como potencias dominantes durante la segunda mitad del siglo XX, lo que explica que la rivalidad que iba a enfrentarlas estuviera llamada a definir las reglas de la nueva era, unas reglas a las que daría en adjudicarse la denominación genérica de «guerra fría».

Sería en ese período cuando Moscú y Washington iniciaran una intensa competencia por la obtención de la dominación global. A medida que los Estados unidos y la URSS empezaran a multiplicar los intentos con los que procuraban integrar al mundo árabe en sus respectivas esferas de influencia, el Oriente Próximo comenzaría igualmente a transformarse en uno de los varios escenarios de conflicto en que vendría a visualizarse la rivalidad de ambas superpotencias. Aunque inmerso en un período de sucesivos ejemplos de independencia nacional, el mundo árabe encontraría el suficiente margen de maniobra para actuar por su cuenta durante casi medio siglo (de 1945 a 1990), pese a hallarse limitado por unas reglas externas, en este caso las reglas de la guerra fría.

Las reglas de la guerra fría eran meridianamente claras: un país podía posicionarse como aliado de los Estados unidos o de la unión Soviética, pero le era imposible mantener buenas relaciones con ambas superpotencias. Por regla general, el pueblo árabe no mostró interés por el anticomunismo estadounidense, como tampoco le atraería el materialismo dialéctico soviético. Los gobiernos árabes trataron de transitar por una vía intermedia, sumándose al Movimiento de Países no Alineados, aunque sin éxito. Al final, todos los estados del mundo árabe se verían obligados a definirse en favor o en contra de uno u otro bando.

Los estados que se incorporaron a la esfera de influencia soviética se dieron a sí mismos el calificativo de «progresistas», aunque en Occidente se los tachara de estados «radicales» árabes. En este grupo quedaron incluidos todos los países árabes que habían sufrido una revolución: Argelia, Libia, Egipto, Siria, Irak y Yemen del Sur. Los estados árabes progresistas adjudicaron el rótulo de «reaccionarios» a los estados árabes que se alinearon con Occidente —varias repúblicas liberales como Túnez y el Líbano, junto con las monarquías conservadoras de Marruecos, Jordania, Arabia Saudí y los estados del golfo Pérsico—, aunque en Occidente se los catalogara en la categoría de los «moderados». En Occidente, acabarían empleando estas etiquetas tanto los periodistas como los políticos encargados de tomar decisiones. Lo que siguió a este estado de cosas fue el establecimiento de una red de relaciones entre patronos y clientes en las que los estados árabes comenzaron a conseguir —cada uno de su respectiva superpotencia protectora— armas para sus ejércitos y ayudas al desarrollo para sus economías.

Los estados árabes demostrarían ser actores capacitados en el escenario de la guerra fría, ya que iban a desplegar toda una batería de armas en su intento de nivelar el poder de las fuerzas intervinientes en el escenario definido por las dos superpotencias. En las décadas de 1950 y 1960, los árabes pondrían toda su fe en la política del nacionalismo árabe. Sin embargo, las repetidas derrotas sufridas frente a Israel, unidas al fallecimiento del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, terminarían erosionando la credibilidad del movimiento. En la década de 1970, un grupo de estados árabes decidió emplear los recursos petrolíferos de que disponían sus miembros para nivelar todavía más el panorama de los asuntos internacionales. En la década de 1980, fueron muchas las personas del mundo árabe que empezaron a girarse con interés hacia la política islamista en un intento de conferir mayor fuerza y unidad a los árabes frente a las potencias externas. Sin embargo, ninguna de estas estrategias conseguiría liberar al mundo árabe de las reglas impuestas por la guerra fría.

Mientras se mantuvo el statu quo entre las dos superpotencias, el sistema contó con mecanismos de control y contrapeso. Ni los soviéticos ni los estadounidenses podían permitirse la adopción de medidas unilaterales en la región, ya que temían provocar la reacción hostil de la otra superpotencia. Tanto los analistas de Washington como los de Moscú vivían con el temor de que estallara una tercera guerra mundial y trabajaban noche y día para evitar que el Oriente Próximo fuese la chispa que iniciase la conflagración. También en esta ocasión aprenderían los dirigentes árabes a enemistar a las superpotencias, valiéndose de la amenaza de defección como medio para conseguir de sus respectivos estados patronos más armas o más ayuda al desarrollo. Pese a todo, hacia el final de la guerra fría, los árabes cobrarían clara conciencia de que no se hallaban más cerca de conseguir el grado de independencia, desarrollo y respeto que se habían propuesto alcanzar al iniciarse la nueva era. Con el desplome de la unión Soviética, el mundo árabe habría de entrar en una nueva era, una era en la que tendría que asumir unos términos todavía menos favorables para sus propósitos.

La guerra fría llegó a su fin poco después de que cayera el Muro de Berlín en 1989. Para el mundo árabe, el nuevo período, marcado por una hegemonía unipolar, comenzaría en 1990, con la invasión iraquí de Kuwait. Cuando la unión Soviética votó a favor de una resolución del Consejo de Seguridad de las naciones unidas por la que se autorizaba a los estadounidenses a liderar la guerra contra Irak —un antiguo aliado del Kremlin—, la penetración iraquí en Kuwait tenía los días contados. Las certezas de la guerra fría habían dado paso a una era definida por el ilimitado poder de la potencia estadounidense, así que en la región fueron muchos los que se temieron lo peor.

Las reglas de la nueva era de dominación estadounidense son quizá las de más difícil definición. Lo que constatamos es que, a lo largo de la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI, tres de los presidentes estadounidenses han tomado medidas políticas muy distintas. Para George H. W. Bush, que ocupaba el cargo en el momento en que se derrumbó la unión Soviética, el final de la guerra fría vino a señalar el comienzo de un nuevo orden mundial. En tiempos de Bill Clinton, el internacionalismo y la implicación en los asuntos del mundo continuaron siendo las señas de identidad de la política estadounidense. Sin embargo, con la llegada de los neoconservadores al poder, consumada la elección que elevaría a George W. Bush a la presidencia de los Estados unidos en el año 2000, la superpotencia norteamericana comenzó a practicar el unilateralismo. En la estela de la conmoción causada por los ataques contra los Estados unidos ocurridos el 11 de septiembre de 2001, ese tipo de política habría de ejercer un impacto devastador en el conjunto de la región, desembocando en una guerra contra el terrorismo que habría de centrarse en el mundo musulmán y convertir a los árabes en los máximos sospechosos.

Cabe argumentar que las reglas nunca han sido más desventajosas que hoy para el mundo árabe. Dejando a un lado a los estados árabes del golfo Pérsico, que se las han arreglado para encarar favorablemente la nueva era de predominio norteamericano y lograr un notable grado de crecimiento económico y unos buenos niveles de estabilidad política para sus ciudadanos, el período posterior a la guerra fría ha venido marcado por la violencia y la inestabilidad en el conjunto de Oriente Próximo. Las perspectivas de futuro en el mundo árabe nunca han generado mayor pesimismo, tanto en el interior de cada uno de los países afectados, como en el marco de las distintas regiones o en el ámbito internacional. Cobran así pleno sentido las palabras que escribiera Samir Kassir con su característica reserva: «no resulta nada grato ser árabe en esta época».

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No obstante, sería un error subrayar las tensiones que recorren la historia árabe y omitir en cambio todo cuanto hace que el mundo árabe resulte tan fascinante. Si me he consagrado toda la vida al estudio del Oriente Próximo y me he visto seducido por la historia árabe ha sido justamente por la riqueza y la diversidad de sus matices. Tras vivir mi infancia en Beirut y El Cairo, trasladé mi interés por el Oriente Próximo a la esfera universitaria de los Estados unidos, país en el que me dediqué a estudiar árabe y turco a fin de poder acceder a las fuentes primarias de la historia árabe. Y al leer los registros y las crónicas cortesanas, así como los documentos, los manuscritos, los relatos y las memorias de esa cultura quedé igualmente sorprendido al constatar que en la historia árabe existen tanto elementos familiares como rasgos exóticos.

Buena parte de lo que el mundo árabe ha vivido a lo largo de los últimos cinco siglos es común a la experiencia que todos los seres humanos han conocido en el conjunto del globo. Nacionalismo, imperialismo, revolución, industrialización, emigración del campo a la ciudad, luchas por los derechos de la mujer... en suma, todos los grandes temas de la historia humana de la era moderna han desempeñado algún papel en el mundo árabe. No obstante, son muchas las cosas que determinan que los árabes sean distintos: la configuración de sus urbes, el carácter de su música y de su poesía, la especial posición que ocupan en tanto que pueblo elegido del islam (el Corán subraya en no menos de diez ocasiones que Alá, al ofrecer a la humanidad su revelación última, lo hace en lengua árabe), la noción que tienen de formar una comunidad nacional que se extiende desde Marruecos hasta Arabia...

Ligados por una identidad común que hunde sus raíces en la lengua y la historia, los árabes resultan absolutamente fascinantes por su diversidad. Son a un tiempo un pueblo y muchos pueblos. Si el viajero recorre el norte de áfrica y pasa de Marruecos a Egipto, observará que los dialectos, la caligrafía, el paisaje, la arquitectura y la gastronomía —así como las formas de gobierno y los tipos de actividad económica— transforman su vivencia en un caleidoscopio en constante mutación. Y si el explorador prosigue su andadura y penetra en la península del Sinaí hasta alcanzar el Creciente Fértil, descubrirá que le salen al paso diferencias similares entre Palestina y Jordania, o entre Siria, Líbano e Irak. Si se desplaza hacia el sur desde Irak y llega a los estados del golfo Pérsico, el mundo árabe le mostrará la influencia del vecino Irán. En Omán y el Yemen, se manifiesta en cambio el influjo del áfrica oriental y el Asia meridional. Todos estos pueblos poseen una historia propia y peculiar, pero todos ellos se consideran también, sin excepción, ligados por el lazo común de la historia árabe.

Al escribir este libro he tratado de hacer justicia a la diversidad de la historia árabe buscando un equilibrio en el tratamiento de las distintas experiencias vividas en el norte de áfrica, Egipto, el Creciente Fértil y la península arábiga. También he intentado mostrar al mismo tiempo los vínculos que unen las historias de estas regiones —es decir, he tratado de analizar, por ejemplo, el modo en que la dominación francesa de Marruecos influyó en su momento en la gobernación gala de Siria, así como la forma en que la rebelión contra la sujeción francesa de Marruecos marcaría el signo del levantamiento contrario a la supremacía de Francia en Siria—. Resulta inevitable dedicar a algunos países un espacio que desequilibra lo que pudiéramos considerar un reparto equitativo en el tratamiento narrativo de las naciones de la región, del mismo modo que también se hace perentorio, lamentablemente, descuidar otras, circunstancia que siento profundamente.

Me he basado en un amplio abanico de fuentes árabes, y he recurrido al testimonio de los testigos presenciales que han vivido los años más tumultuosos de la historia árabe: los cronistas de los períodos primitivos darán paso a una variada gama de intelectuales, periodistas, políticos, poetas y novelistas, así como al testimonio de muy diversos hombres y mujeres, unos famosos y otros infames. Me ha parecido totalmente natural privilegiar las fuentes árabes al redactar una historia de los árabes, de la misma forma que cabe considerar sensato preferir las fuentes rusas cuando se compone una historia de los rusos. Las autoridades extranjeras en asuntos árabes —pienso en los hombres de Estado, en los diplomáticos, en los misioneros y en los viajeros— tienen también valiosas perspectivas que compartir con nosotros en materia de historia árabe. Sin embargo, creo que los lectores occidentales verán la historia árabe de manera diferente si se les permite contemplarla con los ojos de los hombres y las mujeres árabes que han accedido a referirme su parecer respecto a la época que les ha tocado vivir.