Epílogo

EL AÑO UNO DE LAS REVOLUCIONES ÁRABES

En 2011, los árabes lograron pasar al fin la página de la que ha resultado ser la peor década de la historia moderna del oriente próximo.

Los conflictos que han venido marcando esos diez años —la guerra contra el terrorismo y la contienda de Irak— llegarían a su conclusión en 2011. El 2 de mayo de ese año, un comando especial estadounidense mató a Osama Bin Laden, que se hallaba oculto en un complejo militar secreto ubicado en Pakistán. El hombre que había planeado los atentados del 11 de septiembre de 2001 yacía finalmente inerte. poco después, en diciembre de 2011, se retiraba de Irak el último contingente de tropas estadounidense, poniéndose de este modo fin a cerca de nueve años de guerra y ocupación. No obstante, estos acontecimientos tan trascendentes habrían de quedar oscurecidos por una oleada de manifestaciones populares que plantarían cara y derrocarían a los gobernantes autocráticos del norte de África, el oriente próximo y la península arábiga. Con las revoluciones del año 2011, el mundo árabe cruzaría el umbral de una nueva era definida por el surgimiento de una serie de acciones ciudadanas en favor de los derechos humanos y políticos, acciones llamadas a proporcionar a la región una percepción nueva de dignidad y la sensación de luchar con un propósito común.

Pese a que las revoluciones árabes de 2011 cogieran a todo el mundo por sorpresa, lo cierto es que en muchos de estos países las presiones subterráneas encaminadas a la consecución de un cambio habían empezado a aflorar a la superficie mucho antes de esa fecha. Uno de los elementos definitorios del mundo árabe es la juventud de su población. de acuerdo con las cifras que ofrecen las Naciones Unidas, el número de personas de edad inferior a los veinticuatro años supera el 53 por 100 en este entorno. Sin embargo, los gobiernos árabes se están revelando incapaces de ofrecer un horizonte a sus ciudadanos más jóvenes. En 2009, las tasas de desempleo juvenil del Oriente Próximo eran las más elevadas del mundo, dado que sus cifras se situaban en una horquilla comprendida entre el 20 y el 40 por 100 de la población, variando en función de los distintos países. Esas cantidades contrastan fuertemente con el promedio registrado a escala global, que se encuentra entre el 10 y el 20 por 100 del total demográfico.1 El número de graduados que salen de los institutos y las universidades de toda la región no deja de aumentar, pero al abandonar los estudios lo único que descubren los jóvenes es que no hay trabajos que se ajusten a su formación. De este modo, está claro que la inacción de los diversos gobiernos de la zona ha ido incrementando tan inevitable como progresivamente el descontento en el seno de las crecientes filas de la juventud culta abocada al desempleo.

Con el arranque del siglo XXI quedaría roto el viejo contrato social hasta entonces vigente en el mundo árabe. A cambio de ejercer el monopolio absoluto de la vida política, los sucesivos gobiernos autocráticos habían venido prometiendo atender todas las necesidades de sus ciudadanos, al menos desde la década de 1950. Sin embargo, al llegar el año 2000, todos los estados árabes, con la única excepción de los pertenecientes al más rico cinturón productor de petróleo, se habían mostrado incapaces de cumplir sus promesas. Además, los principales beneficiarios de todas las oportunidades económicas habían pasado a ser, y de forma cada vez más acusada, los integrantes de un reducido grupo de amigos y parientes de los gobernantes de la región. En los estados árabes, el grado de desigualdad existente entre ricos y pobres había venido creciendo de forma alarmante en el transcurso de las dos últimas décadas. En lugar de tratar de resolver los legítimos motivos de queja de sus ciudadanos, la respuesta de los estados árabes al creciente descontento popular iría cayendo paulatinamente en una espiral de represión. Y lo que es aún peor, estos regímenes represivos se dedicarían a intentar preservar de forma activa el control político que ya venían ejerciendo hasta entonces sus familias, realizando para ello distintos movimientos de sucesión dinástica concretados en los preparativos con que los presidentes, ya entrados en años, formaban a sus hijos con vistas a la sucesión. No sólo había quedado quebrado el contrato social árabe, sino que estos regímenes incapaces amenazaban con perpetuarse.

De todos los países árabes, aquel en el que más palpables habrían de revelarse estas tensiones iba a ser Egipto. En el año 2004, un grupo de activistas decidiría constituir el Movimiento Egipcio por el Cambio, más conocido como kifaya (que literalmente significa «¡Basta!»), a fin de encauzar las protestas por la ininterrumpida dominación política que Hosni Mubarak llevaba años ejerciendo en Egipto, e impugnar las maniobras que venía realizando este dirigente con vistas a ofrecer a su hijo Gamal la formación precisa para designarle sucesor a la presidencia del estado. Siempre en ese mismo año 2004, Ayman Nour, miembro independiente del parlamento egipcio, fundaría el Partido al-Ghad (o «Partido del Mañana»). Su audacia al retar a Mubarak en las elecciones presidenciales del año 2005 fascinaría la imaginación del público, pero supondría un gran coste para Nour. Fue condenado, con dudosa base acusatoria, por fraude electoral, y enviado a prisión por espacio de más de tres años. En 2008, los opositores al régimen crearían una página de Facebook destinada a apoyar a los trabajadores que se manifestaban en demanda de un mejor salario —página denominada Movimiento Juvenil del 6 de abril—. A finales de ese mismo año, la comunidad virtual así formada contaba ya con decenas de miles de simpatizantes, muchos de los cuales jamás habían intervenido en política con anterioridad.

Sin embargo, los movimientos populares espontáneos egipcios no eran adversario para el régimen de Mubarak. En las elecciones parlamentarias celebradas a finales de 2010, el Partido Nacional Democrático en el poder consiguió más del 80 por 100 de los escaños en unas elecciones que se harían merecedoras de una amplia condena al considerarse que habían sido las más corruptas de toda la historia de Egipto. Existía la generalizada suposición de que el anciano Mubarak estaba allanando el camino para la sucesión de su hijo Gamal y de que por esa razón había organizado la creación de un parlamento totalmente sumiso. Desilusionados, los egipcios optaron mayoritariamente por boicotear las elecciones a fin de impedir que el nuevo parlamento lograse fingir, siquiera remotamente, haber recibido el poder como resultado de un mandato popular.

Las personas oprimidas por los regímenes autocráticos de todo el mundo árabe compartían la frustración y la represión experimentadas por los egipcios. Como decía en sus reflexiones el fallecido periodista libanés Samir Kassir, al que yo mismo citaba al comienzo de este libro, no ha resultado nada grato ser árabe en esta primera década del siglo XXI: «Hay quien experimenta un sentimiento de persecución y quien tiende a detestar su propia condición: una profunda inquietud recorre el mundo árabe». Y esa inquietud iría arraigando en todos los estratos sociales, difundiéndose por el conjunto de estos países, para terminar desembocando en el estallido revolucionario de 2011.

Lo que nadie había sabido predecir era que la transformación fuera a iniciarse en Túnez. Este país, conocido por sus políticas pro-occidentales y por constituir un destino turístico seguro, vivía en realidad sumido en una engañosa calma. por esta razón, el desencadenamiento de una tragedia personal bastó para galvanizar a los ciudadanos tunecinos y empujarles a organizar un movimiento de cambio sin precedentes llamado a incendiar la totalidad del mundo árabe.

Mohamed Bouazizi nació y creció en una ciudad del centro de Túnez llamada Sidi Bouzid, uno de esos pueblos de las provincias interiores que desdeñan tanto los turistas como el gobierno.2 Consiguió ganarse la vida a duras penas y ayudar a su madre y a sus hermanos con los magros ingresos de su carrito de verduras. todos cuantos le conocieron le describen como un hombre afable y querido, muy aficionado a la poesía y a la lectura tras su paso por la enseñanza secundaria. tenía veintiséis años y la esperanza de poder ahorrar el dinero suficiente para ampliar su pequeño negocio comprando una furgoneta.

Era lo suficientemente sufrido como para ganarse la vida vendiendo frutas y verduras y negarse a comprar además la indulgencia de los inspectores municipales. Son muchos los vendedores de Sidi Bouzid que afirmaban tener por entonces la obligación de pagar a los inspectores un soborno de diez dinares tunecinos (unos cinco euros aproximadamente) para que los agentes les permitieran la venta ambulante. de no complacer a la autoridad se exponían a multas de veinte dinares (unos diez euros) por dedicarse a una actividad comercial sin hallarse en posesión del permiso correspondiente. En los últimos dos años, Mohamed Bouazizi había tenido que abonar ya dos multas. El 17 de diciembre de 2010, una inspectora de policía de cuarenta y cinco años abordó a Bouazizi. El joven carecía de permiso, no tenía dinero para el soborno y no podía permitirse pagar otra multa. Los testigos afirman que al defender el joven su mercancía y tratar de evitar que se la confiscaran, la mujer animó a dos de sus colegas a propinar una paliza al vendedor, requisándole después sus bienes.

Dolido por la pérdida y la humillación pública sufrida, la primera reacción de Bouazizi fue dirigirse al ayuntamiento para quejarse por el trato recibido, intentando seguidamente conseguir una audiencia con el gobernador provincial de Sidi Bouzid. todo lo que obtuvo fue una nueva paliza de los funcionarios municipales y el desaire del gobernador, que ni siquiera se dignó a recibirle.

Al topar contra ese muro de corrupciones, injusticias y humillaciones públicas, Mohamed Bouazizi se roció con disolvente de pinturas frente a las puertas del despacho del gobernador y se prendió fuego. Cuando los horrorizados espectadores lograron al fin sofocar las llamas, Mohamed había sufrido ya quemaduras en el 90 por 100 del cuerpo. Fue conducido a toda prisa a un hospital e ingresado en la unidad de cuidados intensivos. Pese a que Bouazizi no llegaría a saberlo, el desesperado acto de violencia que acababa de cometer contra su propia persona estaba llamado a señalar el inicio del Año Uno de las Revoluciones árabes.

Esa misma tarde, un grupo de amigos y familiares de Mohamed formaron una manifestación improvisada frente a la sede de la gobernación, donde Bouazizi acababa de inmolarse. Comenzaron a arrojar monedas a la verja de metal, gritando: «¡Aquí tienes tu dinero!». La policía dispersó a palos a la enojada multitud, pero al día siguiente los manifestantes regresaron en número todavía mayor. Este segundo día las fuerzas del orden comenzaron a utilizar ya gases lacrimógenos y a disparar con fuego real contra la muchedumbre. Dos de los hombres heridos de bala por la policía murieron a causa de los impactos. El estado de Mohamed Bouazizi se agravó.

La noticia de las protestas que estaban teniendo lugar en Sidi Bouzid llegó a la capital tunecina. En la ciudad, la inquieta población de licenciados, profesionales y desempleados de elevada formación empezó a difundir por Internet datos relativos al tormento que estaba viviendo Mohamed Bouazizi. Le convirtieron en uno de ellos, sosteniendo equivocadamente que Bouazizi era un graduado universitario en paro que se había visto obligado a vender frutas y verduras para poder llegar a fin de mes. Crearon un grupo en Facebook y la noticia corrió como la pólvora. Un periodista que trabajaba para la cadena de televisión por satélite Al-Jazeera tomó nota de las informaciones que circulaban en Facebook y las puso en antena. La prensa tunecina, controlada por el estado, no había querido revelar los acontecimientos de Sidi Bouzid, pero Al-Jazeera estaba perfectamente dispuesta a hacerlo. El relato de una población desfavorecida que exigía sus derechos y que se rebelaba contra la corrupción y los abusos hizo que Sidi Bouzid empezara a salir noche tras noche en la programación de Al-Jazeera, llegando así a oídos del público árabe global.

La autoinmolación de Mohamed Bouazizi galvanizaría el sentimiento de indignación pública y llevaría a la gente a alzarse contra todas las injusticias que venían padeciéndose en Túnez desde la llegada al poder del presidente Zine El Abidine Ben Alí, que reinaba al modo de un gobernante absoluto: corrupción, abuso de poder e indiferencia ante las dificultades del ciudadano corriente —a lo que era preciso sumar una economía incapaz de ofrecer oportunidades a los jóvenes—. tras veintitrés años al frente del gobierno, Ben Alí carecía de soluciones para el país. No obstante, pese a lo mucho que se vilipendiara la conducta del dictador tunecino, serían su esposa, Leila Travelsi, y su familia, quienes polarizaran la exasperación pública. En Túnez, todo el mundo sabía que los Travelsi se habían enriquecido a costa del erario público, pero la publicación de los informes que el Ministerio de asuntos exteriores de los estados Unidos había elaborado acerca de esa nación árabe —dados a conocer a través de la página electrónica de Wikileaks— terminaron de confirmar los rumores. Los datos de la diplomacia estadounidense que permitían corroborar las extravagancias de la familia Travelsi se hicieron públicos prácticamente en el mismo instante en que el drama de Mohamed Bouazizi empezaba a trascender las fronteras de su país.

El 4 de enero de 2011, Mohamed Bouazizi fallecía a causa de sus quemaduras. tragedia individual, movimientos de protesta comunales, naciones descontentas, intervención de las redes sociales, televisiones árabes por satélite y Wikileaks: se daban todos los ingredientes para el desencadenamiento de una de las tormentas perfectas del siglo XXI.

Durante las dos primeras semanas de enero, las manifestaciones hallaron eco en todas las grandes poblaciones y ciudades de Túnez. La policía respondió con violencia, provocando centenares de heridos y más de doscientos muertos. Sin embargo, el ejército profesional del país se negó a disparar contra los manifestantes. El 14 de enero de 2011, al comprender que le era ya imposible contar con la lealtad del ejército y percibir asimismo que ninguna concesión iba a ser capaz de apaciguar a los manifestantes, Ben Alí causaría el asombro de su nación y de todo el mundo árabe al renunciar al poder y huir de Túnez para refugiarse en arabia Saudí. La nación tunecina, sin haber recibido ningún estímulo ni ayuda del exterior, acababa de derribar a uno de los gobernantes más autocráticos del mundo árabe mediante un movimiento desprovisto de un líder específico.*

El impacto de la revolución tunecina se dejaría sentir en todo el mundo árabe. presidentes y reyes observarían nerviosamente el derrocamiento de uno de sus homólogos a consecuencia de una acción ciudadana. Los analistas políticos de la región entera comenzarían a decirse que si algo así había podido producirse en Túnez era porque también podía suceder en cualquier otro punto del mundo árabe. Y a nadie extrañó que Egipto fuera el siguiente en caer, puesto que, de todo el mundo árabe, ése era el país más dispuesto a un alzamiento popular.

El rostro que habría de inspirar la revolución egipcia iba a quedar tan destrozado que apenas se lograría ya reconocerlo. El 6 de junio de 2010, unos policías egipcios de paisano detuvieron a Khaled Mohamed Saeed sin previo aviso mientras se hallaba en un cibercafé de Alejandría, su ciudad natal. Según los testigos presenciales del arresto, los agentes esposaron al joven bloguero de veintiocho años, y una vez así, con las manos sujetas a la espalda, comenzaron a estrellarle la cabeza contra las mesas de mármol, en pleno establecimiento. Cuando el dueño de la cafetería les pidió que se marcharan, los policías se llevaron a Saeed a un edificio de apartamentos vecino y allí le golpearon hasta matarle. Las autoridades afirmaron que Saeed se hallaba en busca y captura por robo y posesión de armas. La policía dijo que, en el momento de la detención, el joven había ofrecido resistencia y que había fallecido asfixiado al tratar de ingerir un paquete de hachís. Sin embargo, la fotografía que su hermano alcanzó a tomar con su teléfono móvil al acudir al tanatorio local para identificar el maltrecho cadáver de Khaled no confirmaba en modo alguno esta versión de los acontecimientos. La instantánea quedó colgada en Internet. apareció impresa en hojas volanderas y en grandes carteles, reimprimiéndola asimismo distintos periódicos y revistas. La tragedia de Khaled Saeed afectó profundamente al pueblo egipcio, que se sintió horrorizado ante la perspectiva de que su gobierno pudiera salir impune tras el brutal asesinato de un civil inocente a plena luz del día.

«Los millones de egipcios que se deshicieron en lágrimas al ver la imagen de Khaled Saeed con el cráneo aplastado, los dientes arrancados y el rostro destrozado por la terrible paliza no lloraban únicamente por la simpatía que les inspiraban tanto el joven fallecido como su pobre madre», escribiría el novelista Alaa al-Aswany en la columna de un periódico independiente egipcio en junio de 2010. «Lloraban también porque imaginaban que los rostros de sus propios hijos podrían encontrarse mañana en el lugar en que ahora se encontraba el del desdichado Khaled Saeed.» Y al reflexionar acerca del creciente malestar público que ya empezaba a dejarse sentir en Egipto en el verano de 2010, al-Aswany llegaba a la siguiente conclusión: «La oleada de protestas que hoy barre el territorio egipcio de punta a punta se debe en esencia al hecho de que, para millones de pobres, la vida, que ya no venía siendo ningún lecho de rosas hasta la fecha, se haya vuelto ahora sencillamente imposible. La razón más importante que explica estas vehementes protestas hay que buscarla en la circunstancia de que los egipcios hayan comprendido que no por renunciar a pedir justicia van a verse protegidos de la injusticia». Al-Aswany remataba su artículo con una frase que ha acabado convirtiéndose en su sello personal: «La democracia es la solución».3

Wael Ghonim, un joven ejecutivo egipcio que trabajaba en las oficinas de Google en Dubai, vio la foto del cadáver de Khaled Saeed y decidió tomar medidas. Creó una página de Facebook titulada «todos somos Khaled Saeed», página que suscitaría una atención sin precedentes entre los egipcios conectados a las redes sociales. En el mismo momento en que el presidente Zine el Abidine Ben Alí se veía obligado a abandonar Túnez, el número de miembros de la comunidad de Facebook unida en torno a la página conmemorativa de Khaled Saeed se elevó a varios centenares de miles de personas —cifra que excedía a tal punto la capacidad de la policía egipcia para supervisar o controlar el movimiento, que la red de Facebook acabó convirtiéndose en un puerto seguro, recalando en él los activistas políticos al objeto de intercambiar sus puntos de vista y organizar sus acciones—. tras la caída de Ben Alí, Wael Ghonim lanzaría un llamamiento en el que instaría a la población a manifestarse en masa contra el presidente egipcio Hosni Mubarak y su régimen. El llamamiento contó con el apoyo de cierto número de sedes electrónicas decididas a actuar políticamente, aunque lo irónico del asunto reside en el hecho de que el día de la protesta quedara fijado para el 25 de enero, fecha que coincidía deliberadamente con la Jornada Nacional de las Fuerzas del orden —dada la implicación de la policía en la mortal paliza propinada a Khaled Saeed—. En esa misma fecha de 1952, las fuerzas británicas habían matado a cuarenta y seis policías egipcios y herido a otros setenta y dos en la ciudad de Ismailía, situada en la orilla noroccidental del Canal de Suez (como ya explicamos en el capítulo 10). Y ahora, tras cincuenta y nueve años de dominación autocrática, los integrantes de las fuerzas de seguridad egipcias pasaban de mártires a villanos.

«La gente no ha de temer a su gobierno», rezaba una de las pancartas exhibidas en el punto de encuentro central de el Cairo, la plaza Tahrir (o de la «Liberación»), «son los gobiernos los que han de temer al pueblo». Este mensaje venía a captar el ánimo que reinaba en el país en el instante mismo en que centenares de miles de activistas democráticos se congregaban en el centro de el Cairo. Las principales ciudades de Egipto —alejandría, Suez, Ismailía y el Mansurá, entre otras— serían testigos de una oleada de protestas conocidas con el nombre de «Movimiento del 25 de enero» de modo que la agitación que barría el país terminó extendiéndose por todo el delta del Nilo y el alto Egipto, hasta el punto de que la actividad de la nación quedó completamente paralizada.

Durante dieciocho días, el mundo entero observó, conteniendo el aliento, el desafío que el movimiento democrático egipcio lanzaba al presidente Mubarak —asistiendo, pasmado, al triunfo popular—. El gobierno empleó tácticas de guerra sucia contra los manifestantes. Las autoridades liberaron a los presos de las cárceles a fin de que sembraran el miedo y el desorden. Los policías de paisano, fingiendo participar en una contramanifestación favorable a Mubarak, atacaron a los que protestaban en la plaza Tahrir. Los hombres del presidente llegarían incluso a extremos histriónicos, arremetiendo a lomo de caballo y de camello contra los activistas democráticos. En el transcurso de las manifestaciones morirían más de ochocientas personas, elevándose a varios miles el número de heridos. Muchos más aún serían los detenidos y los encarcelados sin cargo alguno —destacando entre ellos la presencia de Wael Ghonim, el ejecutivo de Google—. Sin embargo, todos los intentos de intimidación realizados por el régimen de Mubarak se encontraron con el rechazo decidido de la población, con lo que el número de manifestantes no cesó de aumentar. además, a lo largo de todo el proceso, el ejército egipcio se negó a respaldar al gobierno, declarando que las protestas de la gente que se había echado a la calle eran legítimas.

Como ya le ocurriera anteriormente a Ben Alí, Mubarak no tuvo más remedio que aceptar que, sin el apoyo de los militares, su situación resultaba insostenible. de ese modo, el 11 de febrero, el presidente egipcio abandonaba el cargo, desatando el entusiasmo y la más desenfrenada alegría en la plaza Tahrir. El Consejo Supremo de las Fuerzas armadas egipcias tomó las riendas del país y disolvió el parlamento, resuelto a supervisar el proceso de transición a la gobernación democrática. Con todo, la caída de Mubarak no iba a ser sino el primer acto de la revolución vivida en Egipto en ese año 2011.

Este derrocamiento del gobierno egipcio constituye el acontecimiento político más significativo que se ha conocido en el oriente próximo desde la revolución Islámica que desembocara en la caída del sah del Irán en 1979. Egipto es el estado más populoso de todo el mundo árabe, y en términos políticos puede decirse que es también uno de los pesos pesados de la región. tras cerca de treinta años en el poder, la gente consideraba que Hosni Mubarak era intocable. Su derribo vendría a confirmar que las revoluciones árabes de 2011 no tenían vocación de circunscribirse únicamente a los territorios de Túnez y Egipto, sino que estaban llamadas a afectar al conjunto del mundo árabe.

Tras las revoluciones tunecina y egipcia, los países árabes de la zona entraron en un período de efervescencia política para el que no se encuentra precedente alguno en toda la época moderna. La valentía de los manifestantes y el rápido éxito que conocieron al conseguir derrocar a unos dictadores sólidamente aferrados al poder habría de incendiar la imaginación de los árabes de todo el oriente próximo. de dichos movimientos surgiría una nueva percepción de la identidad árabe, una percepción definida por una exigencia popular resuelta a obtener el reconocimiento de las libertades políticas, los derechos humanos y la dignidad de las personas. Y es que la relevancia inmediata de lo que estaban haciendo los revolucionarios en una parte del mundo árabe venía a resultar más importante para sus correligionarios de las demás naciones de la región que los acontecimientos ocurridos en cualquier otro punto del globo. provistos de los mismos eslóganes que ya se habían empleado en las revoluciones tunecina y egipcia, los activistas tomarían a un tiempo las redes sociales y las calles para reclamar sus derechos —y esto tanto en Libia como en el Yemen, Baréin o Siria—.

El levantamiento libio iba a tener un desarrollo muy distinto al de las revoluciones de las vecinas Túnez y Egipto. En vez de ocupar la plaza central de la capital, los libios liberaron ciudades enteras, apartándolas de la férula gubernamental y creando un enclave rebelde en la mitad oriental del país. El ejército quedó dividido en dos facciones, una partidaria de los rebeldes y otra leal a Muamar el Gadafi, lo que daría al conflicto libio un mayor aire de guerra civil. además, la comunidad internacional estaba llamada en este caso a desempeñar un papel clave en el derrocamiento de Gadafi, puesto que el mandato de las Naciones Unidas por el que se proclamaba la observancia de una zona de exclusión aérea terminaría convirtiéndose en una campaña destinada a la consecución de un cambio de régimen respaldado por la organización del tratado del atlántico Norte.

El 15 de febrero estallaron varias manifestaciones de protesta en la localidad oriental de Bengasi. La indignada población se encontró frente a frente con los agentes de la seguridad nacional, que no dudaron en emplear la fuerza para disolverlos, golpeando a los manifestantes e hiriendo a varias decenas de personas. Ciñéndose al ejemplo de la revolución egipcia, los activistas democráticos libios lanzaron un llamamiento en el que instaban a la población a participar el 17 de febrero en la proclamación de un «día de la ira». Las protestas se extendieron por todo el país, llegando hasta trípoli, la capital libia. La muchedumbre enfurecida prendió fuego a los edificios gubernamentales y a las comisarías de policía. Las fuerzas de seguridad dispararon con munición real contra los manifestantes. El gobierno perdió rápidamente el control de la situación.

Los adversarios del régimen de Gadafi se atrincheraron en Bengasi, la segunda ciudad más importante de Libia, transformándola en su cuartel general e instaurando en ella, el 27 de febrero, el Consejo Nacional de transición, dotado de las facultades precisas para gobernar. Los miembros de las fuerzas armadas y de los servicios de seguridad de la mitad oriental del país se rebelaron contra el gobierno libio, uniéndose a los efectivos de una insurgencia cada vez más organizada y resuelta a derrocar a Gadafi, quien todavía se atrevía a autodenominarse «hermano líder y guía de la revolución», tras cuarenta y un años de permanencia en el poder.

En los primeros momentos de la rebelión, los insurgentes parecían llevar la iniciativa, ya que lograron consolidar su posición en Bengasi y en las zonas costeras del este de Libia, enarbolando la bandera prerrevolucionaria, caracterizada por una franja negra en la que puede verse la estrella y la media luna islámica enmarcadas en su parte superior por una franja roja y en su parte inferior por otra de color verde. Las filas de los soldados disidentes se verían reforzadas al incorporarse a ellas miles de civiles voluntarios: grupos de personas imbuidas de un entusiasmo inversamente proporcional a su disciplina e instrucción militar. al volante de camionetas de caja descubierta provistas de potentes ametralladoras, estos milicianos comenzarían a abandonar rápidamente el cuartel general que habían establecido en Bengasi para ocupar las ciudades costeras clave, entre otras, las que albergaban los puertos y las refinerías de Brega y ras Lanuf. a finales de febrero, los insurgentes habían extendido su dominio por todo el litoral situado al este de Bengasi, controlando asimismo algunas ciudades importantes próximas a trípoli, como la de Misrata. Los alrededores de la localidad de Bengasi quedaron cubiertos por grandes y desafiantes cartelones. «No a la intervención extranjera», proclamaban en llamativos caracteres rojos enmarcados por crudas serigrafías con la imagen de distintas armas de guerra. «el pueblo libio puede arreglárselas solo.» Gadafi parecía estar abocado a retirarse, siguiendo los pasos de Ben Alí y de Mubarak.

A medida que fue incrementándose el desafío lanzado contra su dominación, el dictador libio dejaba traslucir su cólera, dando al mismo tiempo claras muestras de no arredrarse. Impuso la adopción de las más drásticas medidas contra todos los disidentes de la capital, trípoli. El régimen organizó varias concentraciones favorables a Gadafi en la Plaza Verde,* situada en el centro de la metrópoli, congregándose en ellas miles de libios dispuestos a entonar cánticos de apoyo al hermano líder y de provocación a los rebeldes. Gadafi consiguió conservar bajo su mando a las unidades mejor armadas y mejor preparadas del ejército. El día 22 de febrero pronunciaría un largo e intrincado discurso en el que vendría a tratar a los rebeldes de «ratas y cucarachas», jurando darles caza y expulsarles, «centímetro a centímetro, habitación por habitación, casa por casa y calle por calle». Se iniciaba así la contrarrevolución de Gadafi.

En el transcurso de las primeras semanas de marzo, las fuerzas gubernamentales se enfrentarían a los rebeldes en varios choques decisivos, derrotándolos. Y al irse aproximando las tropas de Gadafi al baluarte de Bengasi, la comunidad internacional se estremeció ante la posibilidad de una inminente masacre. La desafiante actitud de febrero había desaparecido, puesto que ahora los soldados rebeldes habían comenzado a lanzar abiertos llamamientos a la comunidad internacional a fin de lograr que ésta interviniese. El 12 de marzo, los miembros de la Liga Árabe se reunieron, adoptando la extraordinaria decisión de solicitar que las Naciones Unidas autorizaran la instauración de una zona de exclusión aérea sobre suelo libio a fin de proteger a los rebeldes del posible ataque de la aviación de Gadafi. Tomando como base esa decisión de la Liga Árabe, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 1973 del 17 de marzo por la que se decretaba la creación de una zona de exclusión aérea en el conjunto del cielo libio y se autorizaba la adopción de «todas las medidas necesarias» para proteger a los civiles del país.

La resolución de las Naciones Unidas iba a conferir a la revolución libia una dimensión internacional. Casi inmediatamente, los objetivos clave del territorio comenzaron a ser atacados con misiles y a convertirse en blanco de los ataques aéreos de la fuerza de intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, con Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos al frente. Las tropas de Gadafi se vieron obligadas a retirarse de Bengasi, bajo la letal presión de los aviones de la OTAN apoyados por diversas unidades de las fuerzas aéreas de Jordania, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos. Pese a que las fuerzas de la OTAN efectuaran miles de incursiones, Gadafi conseguiría conservar las riendas del poder durante la primavera y el verano del año 2011, sin que pudiera vislumbrarse todavía la menor salida al conflicto.

El punto de inflexión se produciría el 20 de agosto, a raíz de una crucial ofensiva rebelde que provocó el desplome de las defensas con las que Gadafi protegía Trípoli. El 23 de agosto, Muamar el Gadafi y sus hijos se vieron obligados a huir de la ciudad entre los gritos de victoria de los oponentes, que festejaban ya el triunfo de la revolución. El Consejo Nacional de Transición obtuvo el reconocimiento internacional como nueva entidad gubernativa libia, prometiendo sentar las bases para una rápida transición a un gobierno constitucional. Los libios celebraron la liberación de Trípoli tachonando el cielo de fuegos de artificio.

No obstante, mientras Gadafi y sus hijos permanecieran en paradero desconocido, la revolución seguiría incompleta. Los leales a Gadafi continuaron luchando contra las fuerzas del Consejo Nacional de Transición tanto en la población de Sirte, ciudad natal del derrocado líder, como en el baluarte que controlaban sus fieles en Bani Walid. El 20 de octubre de 2011, tras un prolongado asedio, Sirte terminaba cayendo en manos de las fuerzas del Consejo Nacional de Transición. Muamar el Gadafi y su hijo Moatassem fueron detenidos tras la rendición de la ciudad, y murieron violentamente a manos de sus captores. En Internet aparecieron colgados varios vídeos espantosos con imágenes de la muerte de Gadafi, y su cuerpo quedó expuesto a la vista de todos en la ciudad de Misrata, que durante meses había estado sufriendo el asedio de las fuerzas gubernamentales, a fin de demostrar a los libios que el tirano estaba realmente muerto —siendo ambos las últimas víctimas de un conflicto que se ha cobrado, según se cree, más de veinticinco mil vidas—. El 21 de noviembre, con la captura de Saíf al islam, hijo de Gadafi y presunto heredero, se culminaba el derrocamiento del régimen dictatorial. El Consejo Nacional de Transición libio quedaba así enfrentado al sobrecogedor desafío de tener que levantar, sobre las ruinas del fracasado estado de Gadafi, las instituciones de un gobierno representativo obligado a rendir cuentas democráticas.

El 23 de noviembre, un mes después de la muerte de Gadafi, el presidente yemení, Alí Abdullah Saleh, se convertía en el cuarto autócrata árabe derrocado, tras permanecer treinta y tres años en el poder.

En el Yemen, la revolución parecía abocada al estancamiento prácticamente desde el principio. Pese a haber sido unificado en el año 1990, una fisura interna recorre todavía el país, trazando una línea divisoria que viene a reproducir la anterior separación entre los estados independientes del Yemen del Norte y el Yemen del Sur. Actualmente es un territorio dominado por una de las franquicias más activas de Al Qaeda —conocida como Al Qaeda de la Península arábiga— y se halla sometido a los efectos de la insurgencia armada que opera, liderada por la comunidad chiita houthi, en las regiones fronterizas limítrofes con arabia Saudí. El presidente Alí Abdullah Saleh, que ya había gobernado el Yemen del Norte entre 1978 y 1990, se convertiría en esa última fecha en el primer presidente de la república unificada del Yemen. En los últimos tiempos, y de acuerdo con la habitual práctica de los autócratas árabes, estaba preparando la sucesión en la persona de su hijo Ahmed. La población del Yemen, aquejada por los niveles de desarrollo humano más bajos de todo el mundo árabe, contemplaba con el más profundo de los recelos la perspectiva de esa sucesión del padre por el hijo, puesto que sabía que el objetivo de la maniobra consistiría en perpetuar el deshonesto gobierno de Saleh. de este modo, y en consonancia con el eslogan que había venido presidiendo el desarrollo de las últimas revoluciones árabes, el pueblo yemení deseaba la caída del régimen.

En febrero de 2011 —antes incluso de que fuera derrocado el presidente egipcio Hosni Mubarak— se congregaban ya en las ciudades de Saná, Adén y Taiz vastas manifestaciones integradas por varias decenas de miles de personas. Los activistas democráticos levantaron un campamento de tiendas cerca de la universidad de Saná, siguiendo el ejemplo de la plaza Tahrir de el Cairo. El respaldo al presidente comenzó a resquebrajarse cuando diversos jefes militares y líderes tribales clave se unieron a las filas de la oposición. El movimiento del Yemen, que había comenzado como una protesta pacífica, iba a terminar adquiriendo tintes cada vez más violentos. El 18 de marzo, distintos elementos del ejército, leales al presidente, dispararon contra los manifestantes, matando a más de cincuenta civiles desarmados. a raíz de este suceso, muchos de los partidarios del presidente dimitieron de sus cargos y se unieron a la oposición. En el ejército yemení hubo unidades enteras que optaron por desertar para ponerse del lado de los manifestantes. El aislamiento de Alí Abdullah Saleh se hizo todavía más patente al reclamar la comunidad internacional que el presidente yemení abandonara el cargo.

En junio, el propio presidente sufriría graves heridas al estallar una bomba en una mezquita del complejo presidencial —atentado en el que morirían cinco miembros de su círculo más próximo—. Abdullah Saleh fue evacuado a arabia Saudí a fin de recibir tratamiento médico en ese país, de modo que sus oponentes concibieron la esperanza de que solicitara asilo político en la nación vecina. Sin embargo, tan pronto como pudo valerse por sí mismo, Alí Abdullah Saleh se zafó de sus anfitriones saudíes y regresó al Yemen, después de tres meses de convalecencia. Sin embargo, el regreso del presidente Saleh a Saná, ocurrido en septiembre de 2011, volvió a desencadenar una tormenta política en el país.

Pasados diez meses de inestabilidad política, Alí Abdullah Saleh acabó firmando un acuerdo negociado por el Consejo de Cooperación del Golfo y respaldado por los estados Unidos y las potencias europeas. de acuerdo con este pacto, el presidente yemení debía abandonar el poder de forma inmediata a cambio de inmunidad diplomática —circunstancia que debía evitarle ser llevado ante los tribunales—. Entonces, el 23 de noviembre, y sin apenas preaviso, Saleh cedió el poder a su vicepresidente, Abd al-Rahman al-Mansur Hadi. Sin embargo, el pacto quedaba lejos de satisfacer las demandas de la indignada población, que exigía un cambio de régimen, y además el acuerdo alcanzado no abordaba en modo alguno las fisuras que habían ido separando a las distintas facciones de la élite política yemení en el transcurso de los diez últimos meses. por otra parte, los activistas —que deseaban que se exigieran responsabilidades a Alí Abdullah Saleh por la muerte de un gran número de manifestantes (cerca de dos mil)—, consideraban que el presidente no merecía la inmunidad diplomática. de este modo, al abandonar su cargo el presidente Alí Abdullah Saleh apenas hubo celebraciones en el Yemen, puesto que la población no acababa de convencerse de que con ello se hubiera acabado realmente con el régimen.

No todas las revoluciones árabes vividas en el año 2011 habrían de desembocar en la caída de un autócrata. El movimiento de protesta de Baréin fue reprimido mediante una acción conjunta de las autoridades del país y sus vecinos del Golfo arábigo, por no mencionar que el régimen sirio de Bashar al-Assad se mostró dispuesto a emplear todos los medios a su alcance para preservar al régimen en su pugna contra el gran movimiento de protesta, que no obstante no cesaría de crecer.

Inmediatamente después del derrocamiento del presidente Mubarak de Egipto, los activistas democráticos de Baréin fijarían el 14 de febrero como fecha idónea para una manifestación de masas en la capital del país, Manama. Ese día posee un especial significado en la región, puesto que viene a señalar el décimo aniversario del referéndum con el que se inició el proceso de reforma constitucional conocido con el nombre de Carta de acción Nacional. El referéndum de 2001 había constituido un raro ejemplo de consenso nacional en ese turbulento estado insular del Golfo pérsico, ya que la mayoría chiita había hecho causa común con la minoría sunita gobernante a fin de transformar el estado en una monarquía constitucional. Sin embargo, el impulso favorable a la reforma acabó estancándose, y la oposición política empezó a condenar cada vez con mayor fuerza las medidas políticas que se estaban adoptando, puesto que las consideraban discriminatorias para los chiitas de Baréin. también denunciarían la corrupción del gobierno. Ésos habían sido justamente los problemas que habían determinado la movilización de los jóvenes de Baréin, impulsándoles a congregarse en la plaza de la perla de Manama el 14 de febrero de 2011.

Siguiendo el ejemplo de los manifestantes egipcios, los habitantes de Baréin que decidieron echarse a la calle para protestar montaron un campamento de tiendas y ocuparon la plaza de la perla. Hombres y mujeres de todas las edades comenzaron a corear muchas de las consignas ya esgrimidas durante las revoluciones tunecina y egipcia, deleitándose con su recién descubierta libertad. El 17 de febrero, el gobierno del rey Hamad bin Isa al-Jalifa (que ocupa el trono desde 1999), de 61 años de edad, respondió con una demostración de fuerza, decidido a desalojar a los manifestantes congregados en la mencionada plaza de la perla. En la operación murieron cinco civiles y resultaron heridos más de doscientos. dos días más tarde, al retirarse las fuerzas de seguridad de la emblemática rotonda en que se estaban desarrollando las protestas, los enfurecidos manifestantes reocuparon inmediatamente la zona, añadiendo una exigencia más a su lista de reformas: la abdicación del rey Hamad y de su tío, el príncipe Khalifa bin Salman al Khalifa, que puede vanagloriarse de ser el primer ministro no electo que más tiempo lleva ocupando su cargo en todo el mundo —puesto que lo ejerce desde 1971—.

El pulso entre el gobierno y los manifestantes habría de prolongarse por espacio de cuatro semanas. El rey ofreció concesiones a sus oponentes. declaró un día de luto por las personas que habían muerto a manos de las fuerzas del orden. ordenó la puesta en libertad de un buen número de detenidos políticos e incluso sustituyó a varios ministros de su gabinete. Sin embargo, ni siquiera con todas esas concesiones a los manifestantes lograría el monarca satisfacer las exigencias de los que protestaban. a mediados de marzo, el movimiento no parecía dar la menor señal de aplacamiento. Las demandas de derrocamiento de la monarquía iban en aumento.

La prolongada inestabilidad comenzó a verse con creciente preocupación en la zona del Golfo, cuyos conservadores monarcas estaban decididos a contener la amenaza de un vuelco revolucionario. además, el hecho de que la mayoría de los manifestantes de Baréin (aunque no todos) resultaran ser de confesión chiita determinaría que en los países del Golfo pérsico fueran muchas las personas que comenzaran a pensar que la mano de Irán se hallaba detrás del levantamiento. El 14 de marzo, una fuerza de intervención conjunta formada por tropas de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos atravesó la calzada del rey Fahd —el enorme viaducto que une la península arábiga con la isla de Baréin— para contribuir a sofocar la revolución que se estaba gestando en la Plaza de la Perla. En esta ocasión, las fuerzas de seguridad no sólo destruyeron el campamento sino que echaron abajo el monumento de la perla que se levantaba en el centro de la rotonda. El rey Hamad declaró el estado de emergencia. Se procedió a arrestar a todo el mundo, no sólo a los manifestantes, sino también a los médicos y a las enfermeras que atendían a los heridos. En el levantamiento de Baréin morirían de ese modo más de cuarenta personas, la Primavera Árabe sufría, así, su primer revés.

Una de las concesiones que habría de hacer el rey Hamad a la crítica internacional pasaría por autorizar el nombramiento de una comisión de investigación independiente encargada de realizar averiguaciones tanto sobre las protestas como sobre la posterior ofensiva del gobierno. Encabezada por el profesor de derecho Cherif Bassiouni, un jurista de nacionalidad estadounidense pero de origen egipcio, la comisión sometió al estado del Golfo a un examen crítico de una intensidad desconocida hasta la fecha en esa pequeña nación insular. El detallado informe de quinientas páginas que elaboró la comisión y que se publicó en el mes de noviembre revelaría la existencia de casos de tortura, así como episodios de abuso por parte del sistema judicial, acciones arbitrarias contra los funcionarios y actos de intolerancia contra miembros de la comunidad mayoritaria de Baréin: la formada por los chiitas. Se trazó, en suma, el retrato de una represión de estado. El rey Hamad, pese a culpar a Irán por incitar al «conflicto sectario» en Baréin, prometió castigar a los responsables de los excesos, y llevar a cabo una serie de reformas destinadas a dar pasos hacia la reconciliación en vista de las experiencias vividas en el transcurso de los meses de febrero y marzo de 2011, dado que en ese período se había creado una profunda división en el país. No se termina de ver con claridad qué tipo de reformas podría tratar de poner en marcha el rey, dado que éstas tendrían que resultar aceptables tanto para la minoría sunita gobernante como para los descontentos de la mayoría chiita. A finales de 2011, Baréin estaba todavía muy lejos de alcanzar el equilibrio político, tras un año turbulento que no ha logrado más que exacerbar las profundas divisiones previamente existentes en el seno de la sociedad de ese reino insular.

Siria ha sido uno de los últimos países en sucumbir a las presiones revolucionarias ejercidas por la población civil durante el año 2011. La primera vez que los activistas de Facebook intentaron una movilización de protesta masiva en damasco, los efectivos de las fuerzas de seguridad eran tan superiores en número al contingente de manifestantes que éstos se sintieron intimidados y no se atrevieron a exponer su malestar a las claras. además, el presidente Bashar al-Assad, que en el año 2000 había sucedido en el cargo a su difunto padre Hafez al-Assad, disfrutaba de tal grado de legitimidad y respaldo públicos que parecía hallarse en una órbita distinta a la de los demás autócratas árabes. al no haber ocupado el poder sino por espacio de once años podía decirse incluso que se trataba de un recién llegado, al menos en términos relativos, y lo cierto es que todavía gozaba de una reputación de reformista —fama que, sin embargo, no merecía—. Esa imagen iba a saltar en pedazos en la primavera de 2011, cuando el régimen procedió a detener y torturar a un grupo de adolescentes de la localidad agrícola de Daraa, situada en la frontera entre Siria y Jordania.

Un día del mes de marzo, un grupo de jóvenes rebeldes comenzaron a pintar en uno de los muros de la ciudad de Daraa las consignas de las diversas revoluciones árabes ya vividas en ese 2011. «La gente quiere que caiga el régimen», proclamaban sus pintadas. El aludido régimen, alarmado por los acontecimientos ocurridos en el mundo árabe, no estaba dispuesto a tolerar la más mínima expresión de disconformidad. La policía secreta arrestó a quince muchachos con edades comprendidas entre los diez y los quince años, a causa del espíritu disidente de las pintadas. Los chicos pertenecían a varias familias destacadas de Daraa, de modo que sus padres no tardaron en congregar a sus respectivas tribus, organizando una marcha hasta la residencia del gobernador de la región para exigir la puesta en libertad de sus hijos. Las fuerzas de seguridad respondieron con cañones de agua y gases lacrimógenos para después abrir fuego contra todos aquellos respetados dirigentes de la ciudad, hiriendo a varios manifestantes. En la marcha de protesta posterior resultarían muertas tres personas.

La respuesta de las autoridades a los agraviados padres de Daraa terminaría por incendiar una situación ya de por sí notablemente tensa. además, el hecho de que el jefe de seguridad de Daraa fuera primo del presidente Bashar al-Assad vendría a implicar al conjunto del régimen en los abusos cometidos por los funcionarios locales del gobierno. La multitud de Daraa quemó las sedes locales del partido Baaz en el poder, exigiendo libertad y la abolición de la ley de emergencia impuesta en el año 1963, dado que con ella se recortaban los derechos políticos y humanos de los ciudadanos. En todo el país, los sirios de las pequeñas poblaciones económicamente deprimidas siguieron con el máximo interés los acontecimientos que estaban produciéndose en Daraa. Se identificaban con los motivos de queja que habían empujado a aquellos ciudadanos a enfrentarse al régimen, unas razones que vinculaban a Siria con las revoluciones que se habían venido produciendo en los últimos meses en otros estados árabes.

El presidente Bashar al-Assad, perfectamente consciente de que Ben Alí y Mubarak habían sido derrocados por sendos movimientos de protesta populares, envió a Daraa una delegación de altos cargos en un vano intento de diluir la tensa situación. Los hombres del gobierno prometieron llevar ante la justicia a los responsables de los disparos efectuados contra los manifestantes, poniendo además en libertad a los quince jóvenes detenidos, sabedores de que su arresto había sido el elemento desencadenante de las primeras protestas. Los jóvenes regresaron a casa con claros signos de tortura, y a muchos de ellos se les habían arrancado las uñas. En vez de calmar los ánimos, la puesta en libertad de los chiquillos de Daraa gravemente maltratados hizo estallar la cólera, de modo que los habitantes de la población se levantaron a miles, decididos a derribar todos los símbolos vinculados con el régimen de al-Assad, en una serie de protestas generalizadas carentes de todo precedente en la reciente historia de Siria. El ejército respondió con crecientes actos de represión, irrumpiendo en tromba en una mezquita del centro de la ciudad que había servido de cuartel general a los manifestantes y matando a cinco personas. La magnitud de las protestas se multiplicó al congregarse la multitud para enterrar a sus muertos. Sólo en la última semana de marzo serían asesinados más de cincuenta y cinco habitantes de la ciudad de Daraa.

Desde el principio del levantamiento sirio, los miembros del ejército habían permanecido leales al régimen en su inmensa mayoría, mostrándose dispuestos a disparar contra sus conciudadanos. a finales de 2011, las estimaciones de las Naciones Unidas, que por regla general suelen considerarse muy conservadoras, situaron el número de muertos por encima de las cinco mil personas. El gobierno arrestó a unos dieciséis mil ciudadanos, haciéndoles sufrir terribles torturas por haberse atrevido a desafiar la autoridad del gobierno. Y al irse extendiendo las manifestaciones por todo el territorio sirio, el gobierno respondería poniendo cerco a poblaciones enteras. pese a ello, las protestas continuaron, y lo único que consiguieron las iniciativas del régimen fue provocar que los manifestantes, que exigían la caída del régimen, se sintieran legitimados para esgrimir nuevos desafíos.

A finales de 2011, los diplomáticos y los analistas predecían el desplome del gobierno sirio, aunque nadie pudiera afirmar entonces con seguridad cuánto tiempo tardaría en ceder. No ha habido ninguna plaza Tahrir en Siria, y tampoco puede decirse que los sirios hayan conseguido liberar una parte del país de la férula de al-Assad, como sí lograron en cambio hacer los libios. al topar con un antagonismo implacable en el interior del país, los dirigentes de la oposición siria se verían obligados a partir a la vecina Turquía. En julio de 2011, un contingente de militares desertores organizó el llamado ejército Libre de Siria al objeto de encabezar una insurrección armada contra el régimen, y en agosto un grupo de civiles exiliados creó el Consejo Nacional Sirio, una institución concebida para operar al modo de un órgano rector del levantamiento. pese a que el régimen de al-Assad se esté enfrentando a una oposición interna sin precedentes y tenga que sortear el escollo de un importante aislamiento externo, lo más probable es que consiga conservar el poder mientras el grueso del ejército sirio permanezca leal al autócrata.

Estas seis revoluciones, ya se hayan revelado parciales o completas —esto es, las de Túnez, Egipto, Libia, el Yemen, Baréin y Siria— constituyen los logros más notables del despertar Árabe y vienen a reorganizar por completo el mapa político de la región. al terminar de redactar Los árabes en el año 2009, escribí lo siguiente: «Si los pueblos árabes han de acceder al disfrute de los derechos humanos y de un gobierno capaz de rendir cuentas de sus actos, si han de vivir con seguridad y beneficiarse del crecimiento económico, tendrán que ser ellos mismos quienes tomen la iniciativa». Y eso es lo que acaban de hacer. al manifestar el coraje de enfrentarse a sus gobiernos para defender los derechos humanos y la libertad política, las gentes del mundo árabe han dado definitivamente al traste con el mito de que los árabes como pueblo —o los musulmanes en general— adolecen de una especie de incompatibilidad con los valores democráticos. de hecho, a finales de 2011 los ciudadanos de Túnez y Egipto procurarían consolidar el triunfo de sus respectivas revoluciones al acudir a las urnas en gran número, algo sin precedentes en la región, a fin de elegir un nuevo parlamento.

En la introducción de este libro incluía yo estas palabras: «en mi opinión, creo que los islamistas ganarían de calle cualquier elección libre y justa que pudiera celebrarse en el mundo árabe actual». Y a finales de 2011, al responder al llamamiento de las urnas, los tunecinos y los egipcios han concedido su apoyo a los partidos islamistas, y además de una manera abrumadora. El partido tunecino Ennahda (o «del renacimiento»), obtuvo una mayoría relativa del 41 por 100; los Hermanos Musulmanes egipcios consiguieron aproximadamente un cuarenta por ciento de los sufragios en las dos primeras vueltas de las tres que componen en Egipto las elecciones al parlamento (la última ronda de votaciones debe celebrarse en el mes de enero de 2012); y el partido salafista egipcio Al Nour, de carácter más conservador, se alzó con la segunda posición al recibir aproximadamente el 25 por 100 de los votos. Estos resultados han desanimado a muchos de los nuevos partidos laicos de sesgo liberal constituidos por las personas que se habían puesto al frente de las revoluciones de 2011, suscitando al mismo tiempo una verdadera inquietud entre los gobiernos occidentales, temerosos de que los movimientos democráticos registrados en el mundo árabe puedan desembocar en la constitución de repúblicas islámicas próximas al modelo iraní.

Los miedos de occidente parecen infundados. La victoria que han obtenido los islamistas en las urnas es más el reflejo de una realidad política que la expresión de un auténtico entusiasmo religioso. Los partidos islamistas de la región cuentan con una buena organización y poseen además una adecuada capacidad para recaudar fondos —circunstancia que resulta imprescindible para que cualquier partido político alcance a optar por el triunfo—. Se han granjeado además el sólido apoyo del grueso de la población, dado que han trabajado para cubrir las necesidades de las personas corrientes, procurándoles servicios sociales, ayudas alimentarias, acceso a la educación y otras prestaciones similares. Disfrutan asimismo de una buena reputación, dado que no sólo se les atribuye la posesión de valores y un comportamiento íntegro, sino que han demostrado ser fieles a sus convicciones al oponerse a los corruptos y autocráticos gobiernos recientemente derrocados en Túnez y Egipto. Muchos tunecinos y egipcios han manifestado que si han concedido su voto a los islamistas no ha sido tanto por sus convicciones religiosas como por la determinación de elegir a un gobierno honesto e incorruptible.

Las nuevas democracias del mundo árabe tienen tres retos ante sí. El primero de ellos pasa por la formación de los nuevos gobiernos de mayoría islamista en Túnez y en Egipto. En este sentido, los primeros signos resultan muy prometedores. En Túnez, el partido islamista Ennahda, que ha salido victorioso, ha optado por formar una coalición con dos partidos laicos liberales, lo que le proporciona una base social notablemente amplia. De manera similar, en Egipto, el Partido de la Libertad y la Justicia de los Hermanos Musulmanes ha declarado tener la intención de formar gobierno con la coalición liberal de los Egipcios Libres en lugar de instituir un gobierno islamista con el partido salafista Al Nour. Los gobiernos de unidad nacional provistos de una amplia base social no sólo tienen más probabilidades de revelarse estables en este período posrevolucionario, también cuentan con la baza de que les resulta más sencillo tranquilizar a los preocupados turistas e inversores, haciéndoles ver que Egipto y Túnez están abiertos a acoger la actividad empresarial que tanto necesitan ambos países para reactivar sus economías, cada vez más debilitadas.

El segundo desafío al que han de hacer frente los gobiernos posrevolucionarios del mundo árabe es el relacionado con la redacción de unas constituciones que no sólo se muestren capaces de consagrar los valores de esta nueva era democrática sino que sepan concitar el pleno apoyo del conjunto de sus ciudadanos: el de los hombres y el de las mujeres, el de las mayorías y las minorías —tanto religiosas como étnicas—, y el de los ciudadanos en general, ya sean laicos o se hallen adscritos a una confesión concreta. Son muchas las lecciones que los tunecinos y los egipcios podrían extraer de la experiencia de las más viejas democracias, lecciones vinculadas con la separación de poderes entre el legislador y la autoridad ejecutiva, o con el valor de una judicatura y una prensa independientes. Tendrá que haber, inevitablemente, innovaciones que reflejen los valores y las prioridades de los ciudadanos del mundo árabe, recién liberados del yugo de sus autócratas. Dado el poder que poseen los partidos islamistas presentes en los nuevos gobiernos de la región, habrá sin duda acalorados debates acerca del papel que deba desempeñar el islam en los ámbitos legislativo, político y social. Los redactores de las constituciones de Túnez y Egipto habrán de asumir una gran responsabilidad, dado que serán ellos quienes vengan a establecer los parámetros de aquello a lo que aspiren los demás pueblos árabes cuando traten de sustituir la autocracia que ahora les gobierna por un conjunto de libertades políticas nuevas.

El tercer y último guante que habrá de recoger este nuevo período de pluralismo político árabe no se hará patente sino con la llegada de las futuras elecciones, cuando los partidos que hayan venido ejerciendo el poder hasta ese momento se enfrenten al riesgo de perder su posición preeminente. Si todos los partidos acatan las reglas de la Constitución y aceptan que en la voluntad soberana de los ciudadanos reside la potestad de elegir y cambiar el gobierno mediante el voto podrá decirse que las revoluciones del año 2011 han alcanzado su culminación. Lo más probable es que todo esfuerzo encaminado a subvertir las reglas de juego termine provocando nuevas acciones ciudadanas. Como ya dejaron dicho en muchas ocasiones los manifestantes egipcios a lo largo de todo el 2011, la gente no ha olvidado dónde se encuentra la Plaza Tahrir, de modo que sabría perfectamente regresar a ella.

El año 2011 ha revelado ser un punto de inflexión en la moderna historia árabe. Con él queda marcado el principio del fin de las seis décadas de autocracia que han venido definiendo la realidad del Oriente Próximo desde que estallaran las revoluciones árabes de los años cincuenta del siglo pasado. Pese a que el ritmo de cambio difiera de un país a otro, lo cierto es que después de 2011 no habrá ya ningún estado árabe que pueda considerarse inmune a las futuras presiones que habrán de instar a las autoridades a concretar las reformas políticas necesarias y a asumir que la gobernación ha de estar sujeta a la rendición de cuentas.

Para los pueblos árabes de Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Baréin, Siria y otras regiones, el coraje y la determinación mostrados al derrocar a sus regímenes autocráticos ha supuesto un terrible coste. De acuerdo con las estimaciones más prudentes, los combates por la libertad que se han producido en el transcurso del pasado año han costado la vida a más de treinta y tres mil ciudadanos, siendo muy superior el número de heridos y de personas que han perdido sus hogares o empleos. Con todo, los árabes han conseguido en 2011 un nivel de respeto internacional desconocido hasta la fecha. En octubre, una activista pro derechos humanos yemení de treinta y dos años llamada Tawakkul Karman sería una de las tres mujeres que recibieran en esa fecha el premio Nobel de la Paz por su «destacado papel en la lucha por los derechos de las mujeres, la democracia y la paz en el Yemen», actividad que la joven no sólo había desarrollado «antes de la Primavera Árabe sino también en el transcurso de la misma». En diciembre, la Unión Europea honraría asimismo con el premio Sájarov a la Libertad de Conciencia a cinco activistas de todo el mundo árabe, otorgándoselo al vendedor callejero tunecino Mohamed Bouazizi, cuya autoinmolación desencadenaría el inicio del año revolucionario; a la abogada siria Razan Zeitouneh y al humorista gráfico Alí Farzat, también de nacionalidad siria; a la organizadora de huelgas egipcia Asmaa Mahfouz; y al disidente libio Ahmed al-Zubair Ahmed al-Sanusi. El 14 de diciembre, la revista Time decidiría nombrar Personaje del Año al «Manifestante» en general —reconociendo así dicha publicación que las acciones de esos individuos habían supuesto el elemento de mayor influencia en los acontecimientos de 2011—.

Las iniciativas de este «Manifestante» han revelado ser un fenómeno de alcance global en el año 2011, pero lo cierto es que la inspiración de quienes se echaron a la calle para protestar en ese período, fueran hombres o mujeres, arranca en la primavera Árabe. Las manifestaciones de Yibuti, Luanda, Burkina Faso y Suazilandia se hallaban en todos los casos vinculadas con los acontecimientos registrados en el mundo árabe. Los disidentes chinos supieron ver un modelo en el ejemplo árabe. Los manifestantes españoles que ocuparon la céntrica plaza madrileña de la puerta del Sol no tendrían inconveniente en denominarla «plaza tahrir». Israel, la India y Chile también se unirían a la larga lista de países obligados a encajar las distintas manifestaciones que habrían de surgir al calor de la acción ciudadana árabe. La influencia de los movimientos árabes también habría de dejarse sentir, y de forma bien directa, en el movimiento ocupa Wall Street, nacido en los estados Unidos, así como en los actos de ocupación de diversos espacios de la City londinense próximos a la catedral de San pablo. así lo expresaría uno de los organizadores del movimiento ocupa Wall Street: «Nuestras tácticas encuentran inspiración en la primavera Árabe, dado que lo que hacemos es ocupar un espacio público, decididos a permanecer en él todo el tiempo que sea necesario».4 En el año 2011, tras haber pasado cinco siglos adaptándose al mundo moderno y rigiéndose en función de unas reglas concebidas por otras sociedades, los árabes han comenzado a sacudirse de encima esa sensación de impotencia que Samir Kassir señalaba en 2004: la de «no ser sino un peón de poca monta en el tablero del ajedrez mundial». a medida que los árabes vayan dejando atrás el primer año de su revolución irá naciendo en ellos la aspiración a la consecución de nuevas libertades en sus respectivos países y el deseo de ser tratados con mayor dignidad en la esfera internacional cuando intervengan en la configuración del mundo del siglo XXI, sujeto a tan rápidas transformaciones.

E. R.

Oxford, 17 de diciembre de 2011