I

Mientras ellos seguían charlando de cosas como estas,

los porqueros llegaron trayendo a los cerdos consigo,

y a las cerdas de cría metieron en las cochiqueras,

y un inmenso gruñido brotó de las grandes pocilgas.

Odisea, canto XIV

En el delicioso distrito de la bella Inglaterra que riega el Don, se extendía, tiempo atrás, un gran bosque que cubría la mayor parte de las pintorescas colinas y valles situados entre Sheffield y la graciosa ciudad de Doncaster. Los restos de aquellos bosques inmensos pueden verse aún en las cercanías del hermoso palacio de Wentworth, del parque de Wharncliffe y alrededor de Rotherham. En otro tiempo, allí acechaba el fabuloso dragón de Wantley, allí se libraron muchas y muy desesperadas batallas durante las guerras civiles de las dos rosas y también fue allí donde florecieron antaño aquellos valientes proscritos cuyos hechos han popularizado después las baladas inglesas.

Tal es el escenario principal de nuestra historia, la fecha de la cual se remonta a la época en que tocaba a su fin el reinado de Ricardo I, cuando la vuelta de su largo cautiverio había llegado a ser un acontecimiento más deseado que creído por sus desesperados súbditos, que se hallaban sujetos a una inexorable opresión. Los nobles, cuyo poder había crecido de forma exorbitada durante el reinado de Esteban, y a quienes la prudencia de Enrique II había conseguido someter a la Corona, habían recobrado ahora sus antiguas licencias en toda su latitud. Despreciando la débil intervención del Consejo de Estado de Inglaterra, fortificaban sus castillos y aumentaban el número de sus dependientes, sometían a vasallaje cuanto les rodeaba y consolidaban su poder con todos los medios posibles para encabezar las fuerzas suficientes que les permitieran crearse una reputación en la lucha contra las convulsiones nacionales que parecían inminentes.

La situación de la baja nobleza, los llamados «franklins»,* que en virtud de la ley y el espíritu de la Constitución inglesa tenía el derecho de mantenerse al margen de la tiranía feudal, había alcanzado ahora una insólita precariedad. Si acontecía que, como era habitual, se ponían bajo la protección del reyezuelo de su vecindad y aceptaban algún cargo en su corte o acordaban tratados de alianza y protección en sus empresas, cierto es que podían gozar de un reposo temporal, pero a cambio debían sacrificar su independencia, tan preciada para todos los corazones ingleses, además del riesgo que suponía verse envueltos en cualquier expedición, por temeraria que fuese, que la ambición de su protector les obligara a emprender. Por otra parte, los medios de vejar y de oprimir que los grandes barones poseían eran tan numerosos y variados, que jamás les faltaba pretexto ni voluntad para perseguir, hostigar y llevar hasta el último extremo la destrucción de sus vecinos menos poderosos, que intentaban desembarazarse de su autoridad confiando su salvación, en aquellos tiempos peligrosos, a su conducta inofensiva y a las leyes de la tierra.

Una circunstancia, que contribuyó a aumentar la tiranía de la nobleza y a redoblar los sufrimientos de las clases inferiores, se derivó particularmente de la conquista del duque Guillermo de Normandía. Cuatro generaciones se habían sucedido y no habían sido suficientes para mezclar las sangres enemigas de los normandos y de los anglosajones, ni para reunir, por medio de un idioma común y de mutuos intereses, dos razas hostiles, una de las cuales experimentaba aún el orgullo del triunfo, mientras la otra gemía bajo la humillación de la derrota. El poder se hallaba completamente restablecido en manos de la nobleza normanda, tras la batalla de Hastings, y se había ejecutado, según nos asegura la historia, de manera harto inmoderada. La raza entera de príncipes y nobles sajones había sido suprimida o despojada de sus bienes, con alguna rara excepción, si la hubo; tampoco era grande el número de los que poseían tierras en el país de sus antepasados, ni siquiera como propietarios de segunda categoría o de las clases inferiores. La política real había tenido largo tiempo por objeto debilitar, por todos los medios legales o ilegales, la fuerza de aquella parte de la población a la que con justicia se acusaba de alimentar un odio arraigado hacia el vencedor. Todos los soberanos de la raza normanda habían demostrado su predilección por sus vasallos normandos; las leyes de la caza y muchas otras, que el espíritu más suave y libre de la Constitución sajona ignoraba, habían sido establecidas como un yugo al cuello de los habitantes sometidos, añadiendo carga, por así decirlo, a las cadenas feudales que pesaban sobre ellos. En la corte, como en los castillos de los grandes señores, donde se reproducía la pompa y el ceremonial de aquella, solo se empleaba la lengua franconormanda; en los tribunales, los juicios y las sentencias se pronunciaban en la misma lengua; en una palabra, el francés era la lengua del honor, de la caballería e incluso de la justicia; mientras la anglosajona, tan enérgica y expresiva, estaba abandonada al uso de los aldeanos y de los siervos, que no conocían otra. Aun así, a pesar de ello, la necesaria comunicación entre los señores de la tierra y los seres inferiores y oprimidos que la cultivaban había originado la formación de un dialecto compuesto del franconormando y del anglosajón, por medio del cual podían entenderse los unos con los otros, y de esta necesidad se formó poco a poco la estructura de nuestra actual lengua inglesa, en la cual se hallan felizmente confundidos el idioma de los vencedores y el de los vencidos, desde entonces enriquecida con las voces tomadas de las lenguas clásicas y de las que hablan los pueblos meridionales de Europa.

Hemos creído oportuno exponer este orden de cosas para informar al lector común, poco familiarizado con aquella época, el cual podría olvidar que, si bien ningún acontecimiento histórico, como una guerra o una insurrección, marca la existencia de los anglosajones como pueblo aparte después del reinado de Guillermo II, las grandes distinciones nacionales entre ellos y sus conquistadores, el recuerdo de lo que en otro tiempo fueron y la conciencia de su actual humillación, continúan, hasta el reinado de Eduardo III, manteniendo abiertas las heridas que les infiriera la conquista y conservando una línea divisoria entre los descendientes de los normandos vencedores y de los sajones vencidos.

El sol se ponía en uno de los bellos y espesos claros del bosque que hemos descrito al inicio de este capítulo. Centenares de encinas de anchas copas, de troncos espesos, de ramas extendidas, que tal vez habían presenciado la marcha triunfal de los soldados romanos, desplegaban su robusta frondosidad sobre un apretado tapiz del más delicioso verdor. En algunos sitios, se entrelazaban con las hayas, los acebos y arbustos de diversas especies, tan estrechamente unidos, que interceptaban los rayos del sol poniente. En otros puntos, se separaban formando esas arboledas alargadas en cuyo entretejimiento la mirada se extravía con deleite, mientras la imaginación las cree senderos que conducen a las contemplaciones de una soledad más salvaje todavía. Aquí, los rayos rojos del sol esparcían una luz pálida y descolorida, que se deslizaba por las ramas partidas y los troncos cubiertos de musgo de los árboles, al tiempo que iluminaban con brillantes refracciones los pedazos de tierra hacia los cuales se abrían camino. Un vasto espacio abierto, en medio de aquel claro, parecía haberse consagrado antiguamente a los ritos de la superstición de los druidas, puesto que sobre la cima de una pequeña colina, de forma tan regular que parecía artificial, aún se veía parte de un círculo de piedras toscas y desgastadas, de colosales proporciones. Siete de ellas se mantenían en pie; las restantes habían sido desalojadas de su sitio, probablemente por el celo de algún converso al cristianismo, y yacían derribadas junto a su lugar de origen o al otro lado de la colina. Una gran piedra había rodado hasta el fondo de la ladera y detenía el curso de un arroyuelo que corría mansamente a su pie, produciendo un murmullo débil y susurrante que interrumpía el silencio del lugar.

Dos figuras humanas completaban este paisaje, y se ajustaban, por el traje y el semblante, al carácter áspero y rústico de los bosques de West Riding del condado de York en aquella época remota. El mayor en edad de estos dos hombres era de aspecto sombrío, salvaje y feroz; su vestimenta ofrecía la hechura más sencilla que pueda imaginarse: un sayo ceñido con mangas, hecho de la piel curtida de algún animal, que originalmente había tenido pelo, pero estaba tan usado y raído en tantos lados, que habría sido difícil asegurar a qué animal había pertenecido. Esta vestidura antigua se extendía desde el cuello hasta las rodillas, haciendo la función de todas las otras prendas a la vez; su única abertura, situada en la parte superior, era para dejar paso a la cabeza, de lo que puede deducirse que había que ponérsela como hoy nos ponemos una camisa o como se ponían en otro tiempo una cota de malla, esto es, por encima de la cabeza y de los hombros. Las sandalias, sujetas con unas correas de piel de jabalí, protegían los pies, y dos tiras de cuero delgado y flexible se enrollaban a las piernas hasta lo alto de las pantorrillas, dejando descubiertas las rodillas, al uso de los campesinos escoceses. Con objeto de ceñir todavía más el sayo al cuerpo, llevaba puesto un ancho cinturón de cuero, cerrado con una hebilla de cobre; de un lado pendía una especie de bolsa; del otro, un cuerno de carnero con una boquilla por donde se soplaba. En el mismo cinturón, había sujeto uno de esos largos y anchos cuchillos puntiagudos de dos filos, con empuñadura de ciervo, de los que se fabricaban entonces en aquellos parajes y que aún son conocidos hoy con el nombre de cuchillos de Sheffield. Nuestro hombre llevaba la cabeza desnuda y, para cubrirla, no tenía más que su poblada cabellera que caía sobre sus hombros, enmarañada y revuelta, y abrasada por el sol había ido cogiendo un color rojo oscuro que contrastaba con su barba, espesa y larga, que tenía el color del ámbar amarillo. Aún nos resta describir una parte de su traje, demasiado notable para que la condenemos al olvido: era esta un collar de cobre, semejante al de un perro, mas sin ninguna abertura y soldado con fuerza a su cuello, suficientemente ancho para no dificultar en manera alguna la respiración, y bastante apretado, sin embargo, para que fuera difícil quitarlo sin auxilio de una lima; sobre este gorjal singular se hallaba grabada, en caracteres sajones, una inscripción que decía: «Gurth, hijo de Beowulph, nacido siervo de Cedric de Rotherwood».

Al lado del porquero, porque tal era la condición de Gurth, sobre uno de los monumentos druídicos que yacían en el suelo, se veía sentado a un personaje que contaba al parecer diez años menos que su compañero. Su traje, si bien semejante al de Gurth en la hechura, se componía de mejores materiales y ofrecía un aspecto más caprichoso. Su sayo antes había estado teñido de un vivo color púrpura, sobre el que había restos de ciertos adornos grotescos de diversos colores. Además, llevaba una pequeña capa que caía hasta la mitad de sus muslos. Era de un tejido carmesí, cubierto de manchas y con vueltas amarillas, y, como podía cruzarla de un hombro a otro, o envolverse en ella a su gusto, el contraste con su escasa longitud ofrecía a la vista una extraña vestimenta. Llevaba en los brazos unas pulseras de plata, y al cuello un collar del mismo metal, en el cual se leía esta inscripción: «Wamba, hijo de Witless,* es siervo de Cedric de Rotherwood». Este personaje calzaba sandalias parecidas a las de su camarada; pero en lugar de las tiras de cuero atadas alrededor de sus piernas, usaba un par de polainas, una encarnada y la otra amarilla. Se hallaba provisto, además, de una gorra adornada de unas campanillas, como las que se atan al cuello de los halcones, y que sonaban cuando volvía la cabeza a uno y otro lado; y dado que raras veces se quedaba quieto, el rumor de estas campanillas era casi continuo. Rodeaba el borde de la gorra una faja de cuero duro, dentada en su remate, cual corona de pinchos, y del fondo sobresalía una especie de bolsa que se prolongaba sobre los hombros, como los viejos gorros de algodón que se usaban para dormir y que parecían grandes mangas de café. A esta parte de la gorra había cosidas las campanillas, y esta circunstancia, así como la forma de su peinado y la expresión, medio loca, medio fútil, de su semblante, bastaban para designarle como miembro de la clase de los bufones, o burlones, mantenidos en las casas de los ricos para ahuyentar el tedio durante las horas perezosas que se veían obligados a pasar en sus castillos. Igual que su compañero, llevaba una bolsa atada a la cintura; mas no tenía cuerno ni cuchillo, porque probablemente se le consideraba individuo de una clase a la cual hubiera sido peligroso confiar instrumentos cortantes. En lugar del cuchillo estaba armado con un sable de palo, semejante al que usa Arlequín para ejecutar sus prodigios en nuestros modernos teatros.

El aspecto exterior de estos dos hombres no formaba un contraste más opuesto que el de su rostro y su talante. El del siervo, o criado, era triste y ceñudo; su mirada estaba fija en el suelo, con una expresión de profundo abatimiento que hubiera podido pasar por apatía si el fuego que a intervalos brotaba de sus ojos sanguinolentos no hubiese atestiguado que dormitaban, bajo la apariencia de aquel melancólico anonadamiento, la conciencia de la opresión y el deseo de la venganza. El rostro de Wamba, muy al contrario, revelaba, según costumbre de la clase a que pertenecía, una especie de viva curiosidad y una impaciencia inquieta, que no le dejaban punto de reposo, y al mismo tiempo manifestaba la mayor vanidad respecto de su posición social y del papel que representaba en el mundo. El diálogo a que se entregaban se mantenía en lengua sajona, la cual, como hemos dicho, era universalmente hablada por las clases inferiores, salvo los soldados normandos y los servidores inmediatos a los grandes señores. Pero si trasladáramos aquí la conversación en su lengua original, el lector moderno no podría sino sacar de ella mediano provecho; así pues, sin su permiso, le ofrecemos la siguiente traducción:

—¡La maldición de san Withold caiga sobre esos condenados cerdos! —dijo el porquero después de soplar estrepitosamente su cuerno, con objeto de reunir la esparcida manada de puercos, los cuales respondieron a su llamamiento con gruñidos igualmente melodiosos, pero sin apresurarse todavía a dar por terminado el lujurioso festín de castañas y bellotas que les engordaba, ni parecían dispuestos a abandonar las pantanosas orillas del arroyuelo, donde muchos de ellos se habían revolcado a sus anchas en el barro, sin cuidarse ni mucho ni poco de la voz de su guardián—. ¡La maldición de san Withold caiga sobre ellos y sobre mí! —añadió—. No seré hombre de bien si el lobo de dos patas no apresa a ninguno antes de que caiga la noche. ¡Aquí, Fangs, Fangs! —gritó forzando la voz y volviéndose hacia un perro mugriento, mitad lobo, mitad mezcla de dogo y galgo, que corría, cojeando, para ayudar a su dueño a reunir a la desobediente piara; pero que, en realidad, ya fuera por no entender las órdenes de su amo, por ignorancia de su deber, o quizá por intención premeditada, no hacía sino echarlos acá y acullá y aumentar el mal, en lugar de remediarlo—. ¡El diablo te arranque los dientes —continuó Gurth—, y el espíritu del mal confunda al guarda forestal que corta las garras delanteras a nuestros perros y los inutiliza para desempeñar su oficio!1 Wamba, levántate y ayúdame, tú que eres buen hombre; da la vuelta a la colina y córtales el paso, entonces te será fácil empujarlos por delante, como lo harías con un rebaño de inocentes corderos.

—En realidad —dijo Wamba sin moverse del sitio en que se hallaba sentado—, he consultado con mis piernas sobre este punto, y son de la opinión que pasear mi lindo traje a través de esos horribles pantanos sería un acto de irreverencia hacia mi soberana persona y real vestimenta. Por lo cual te aconsejo, amigo Gurth, que llames de nuevo a Fangs y abandones a su malaventurada suerte tu manada de animales rebeldes, los cuales, ora den con una banda de soldados, ora tropiecen con proscritos o peregrinos errantes, no podrán servir sino para ser convertidos en normandos antes de rayar la aurora, para tu gran satisfacción y consuelo.

—¡Mis puercos, hacerse normandos con gran satisfacción mía! —exclamó Gurth—. Explícame esas palabras, Wamba, porque mi pobre cabeza se halla sobradamente pesada y mi espíritu demasiado inquieto para descifrar enigmas.

—Pues bien —prosiguió Wamba—, ¿qué nombre dais vosotros a aquellos animales gruñones que corren por allí abajo, con sus cuatro patas?

—Cochinos, bufón, cochinos —dijo Gurth—; cualquier idiota sabe eso.

—Y cochinos es sajón puro —añadió el burlón—. Pero ¿qué nombre dais al cochino cuando está desollado y descuartizado y colgado por los talones como un traidor?

—Cerdo —respondió el porquero.

—Me complazco, pues, en reconocer que todos los idiotas saben eso —siguió Wamba—; ahora bien, la palabra cerdo, según creo, viene del normando; de modo que mientras la bestia vive y se halla bajo la vigilancia de un siervo sajón, lleva su nombre sajón, pero se convierte en normando y se lo llama «cerdo» en cuanto lo llevan al castillo para hacer las delicias de los señores. ¿Qué dices tú a eso, amigo Gurth?

—Como quiera que haya penetrado en tu destornillada cabeza, esa observación es por demás exacta, amigo Wamba.

—¡Oh! Puedo decirte aún más —profirió Wamba en el mismo tono—. Al buey lo llaman ox en sajón mientras se halla bajo la vigilancia de siervos y criados como tú, pero se transforma en beef, en fogoso y gallardo francés, cuando llega a las honorables mandíbulas que han de devorarlo. De igual manera, mynheer Calf se convierte en monsieur de Veau: es sajón mientras requiere nuestros cuidados y fatigas, y normando en cuanto pasa a ser objeto de regalo.

—¡Por san Dunstán, no dices sino tristes verdades! —exclamó Gurth—. Apenas si nos dejan el aire que respiramos, y aun parece que nos lo concedieron después de grandes vacilaciones y con el único propósito de ponernos en estado de soportar la carga que sobre nuestros hombros pesa. Todo lo bueno y lo gordo es para la mesa de los normandos; las mujeres más hermosas son para sus lechos, los hombres más valientes, para los ejércitos que sus señores envían al extranjero, y aquellos van a blanquear con sus huesos los campos lejanos, no dejando aquí sino un reducido número de hombres que tengan, ya la voluntad, ya el poder, de proteger a los desgraciados sajones. Dios bendiga a Cedric, nuestro amo. Ha cumplido como hombre al mantenerse firme en la brecha, pero Reginald Front-de-Bœuf va a bajar en persona a esta comarca, y pronto hemos de ver cuán mal recompensado será Cedric por sus fatigas. Ea, ven aquí —exclamó de nuevo levantando la voz—. ¡A ellos! ¡Bien hecho, Fangs! Ya los tienes a todos delante, tráelos con presteza hacia aquí, amigo mío.

—Gurth —dijo el bufón—, sé que me tomas por loco y por eso temes meter tan osadamente tu cabeza entre mis dientes; una sola palabra a Reginald Front-de-Bœuf o a Philip de Malvoisin de cuanto acabas de proferir contra los normandos, y serías un porquero colgando de la rama de uno de esos árboles para escarmiento de todas esas malas lenguas que ofenden a los grandes señores y a los altos dignatarios.

—¡Perro! —exclamó Gurth—. No serás capaz de traicionarme después de haberme incitado a hablar tanto de cosas que pueden serme tan fatales.

—¿Traicionarte? —respondió el bufón—. No, eso sería un ardid digno de un cuerdo; un loco no puede, ni mucho ni poco, meditar con tanto acierto. Pero, silencio, alguien se aproxima —añadió escuchando el trote de varios caballos que se acercaban.

—¿Qué nos importa? —contestó Gurth, que al fin había logrado reunir su piara, y con ayuda de Fangs la conducía a lo largo de una de las largas arboledas del bosque que hemos intentado describir.

—No —replicó Wamba, avizor—, tengo que ver a los jinetes; acaso vengan del reino de las hadas, con un mensaje del rey Oberón.

—¡El diablo te lleve! —prorrumpió el porquero—. ¿Puedes hablar de semejante cosa, mientras una terrible tempestad de truenos y relámpagos estalla a algunas millas de nosotros? Escucha como ruge la tormenta. Para ser lluvia de verano jamás vi caer de las nubes unas gotas tan grandes; ¿oyes, en su calma aparente, gemir y crujir las ramas más gruesas de las encinas, cual si nos halláramos en pleno huracán? Aunque lo intentes, nada tienes de racional; créeme una vez en la vida, volvamos a nuestra vivienda antes de que se desate la tempestad, porque la noche será terrible.

Wamba pareció tomar en consideración la fuerza de este razonamiento y acompañó a su camarada, el cual echó a andar después de apoderarse de un enorme palo que había sobre el césped, junto a él. Este segundo Eumeo se apresuró a zanquear el claro del bosque, acosando por delante, con ayuda de Fangs, a su manada de puercos, que emitían discordantes gruñidos.