TERCER BANDIDO Quieto, caballero. Entréguennos cuanto traen consigo. De lo contrario, los detendremos y despojaremos.
RELÁMPAGO ¡Señor, estamos perdidos! Son los criminales que tanto temen todos los viajeros.
VALENTÍN Mis amigos...
PRIMER BANDIDO Se equivoca, caballero; somos enemigos.
SEGUNDO BANDIDO Silencio. Vamos a escucharlo.
TERCER BANDIDO Sí, por mi barba que así será. Porque es un hombre de bien.
SHAKESPEARE, Los dos caballeros de Verona
No habían concluido aún las aventuras nocturnas de nuestro porquero.
Así comenzó él a sospecharlo cuando, habiendo dejado atrás las casas de la ciudad, se encontró en un camino profundo, que discurría entre dos cerros cubiertos de acebos y de avellanos, sobre el que extendía sus ramas una encina achaparrada, llena de surcos y hundida por las carretas que habían transportado materiales diversos para el torneo. La oscuridad en ella era casi absoluta, porque los matorrales y los árboles interceptaban la débil claridad de la luna.
Del lado de la ciudad se oía el ruido lejano de las diversiones, al cual se mezclaban de cuando en cuando sonoras carcajadas, gritos penetrantes o los acordes de una música bárbara. Aquel jolgorio indicaba el desorden que reinaba en la ciudad, atestada de nobles y de gente disoluta, lo que produjo una gran inquietud en Gurth.
—La judía tenía razón —se decía—. ¡Vive el cielo y san Dunstán! Cuánto daría yo por llegar sin sorpresas y con mi tesoro al término de mi viaje. Hay por estos alrededores tal revoltijo, no diré de ladrones de oficio, sino de aventureros de todas las calañas, de caballeros y escuderos, monjes y trovadores, juglares y danzantes, que nadie que llevara un marco en el bolsillo atravesaría tranquilo estas veredas, mucho menos un pobre porquero con un talego de cequíes. ¡Si al menos pudiera salir de estos malditos matorrales para divisar a los adeptos de san Nicolás* antes de que se me vengan encima!
Gurth apresuró el paso con objeto de ganar cuanto antes el llano donde desembocaba el camino, mas no tuvo la suerte de lograrlo. Cuando ya alcanzaba el lindero, en el punto más espeso del soto, cuatro hombres se arrojaron sobre él, dos desde cada lado del camino, y lo asieron con tanta fuerza que toda resistencia fue imposible e inútil.
—Danos cuanto tengas —dijo uno de ellos—. Somos los libertadores de la comarca, que aligeramos a cada cual de su carga.
—No me aligeraríais tan fácilmente si pudiera defenderme —refunfuñó Gurth, cuya malhumorada honradez se sublevaba ante el peligro.
—Ahora lo veremos —prosiguió el ladrón, y añadió dirigiéndose a sus compañeros—: Llevad a ese fanfarrón. Por lo visto, habrá que romperle los huesos, cortarle la bolsa y hacerlo sangrar por dos venas al mismo tiempo.
Obedeciendo esta orden, empujaron a Gurth a través del intrincado camino hasta un bosquecillo que bordeaba el llano. Obligado a seguir adelante por sus groseros conductores, atravesó una espesa maleza y llegó a una especie de claro, poco sombrío y alumbrado por la luna. Allí se detuvieron y se unieron a ellos otros dos individuos, que debían de pertenecer a la banda. Llevaban al lado espadas cortas y en la mano ferrados garrotes. Gurth observó entonces que todos tenían el rostro enmascarado, cosa que no le dejaba la menor duda acerca de su profesión, aun cuando por su proceder no la hubiera adivinado.
—¿Cuánto dinero traes, bellaco? —preguntó uno de los recién llegados.
—Treinta cequíes míos —respondió Gurth con fiereza.
—¡Miente, miente! —exclamaron los ladrones—. ¡Un sajón con treinta cequíes abandonaría la ciudad sin desayunar! No hace falta oír más, hay que confiscarle cuanto lleve encima.
—Los reunía para comprar mi libertad —dijo Gurth.
—Eres un estúpido —prosiguió uno de los ladrones—; tres jarros de cerveza fuerte te hubieran hecho tan libre como tu amo, más libre todavía, aun siendo él sajón como tú.
—Es una triste verdad —replicó Gurth—, pero si estos treinta cequíes bastan para librarme de vuestras manos, soltadme y os pagaré.
—¡Alto ahí! —dijo el que parecía ejercer alguna autoridad sobre los demás—. El talego que llevas bajo tu capa contiene más dinero del que has dicho.
—Contiene la fortuna del intrépido caballero, mi amo, y ciertamente no os habría dicho una palabra de ella si os hubierais contentado con lo mío.
—Vive Dios que eres un buen muchacho, y no siempre servimos con tanta devoción a san Nicolás; puedes salvar tus treinta cequíes si eres franco con nosotros. Confíanos en tanto tu depósito.
Tras decir esto, le quitó la alforja de cuero que contenía la bolsa de Rebecca y el resto del oro que había llevado al judío, y prosiguió su interrogatorio:
—¿Quién es tu amo?
—El Caballero Desheredado.
—¿El que ha ganado hoy el premio del torneo? ¡Brava lanza, la suya! ¿Cuáles son su nombre y su linaje?
—Su voluntad es que lo ignoren todos, y tened por cierto que no seré yo quien lo diga.
—Y tú ¿cómo te llamas?
—Decirlo sería revelar el nombre de mi amo.
—Conoces cómo marear la perdiz, compadre; pero ya hablaremos de eso. ¿Cómo ha ganado este oro tu amo? ¿Lo ha he redado o lo ha conseguido de otra manera?
—Con el derecho de su excelente lanza. Hay en este talego el rescate de cuatro buenos caballos y de otras tantas armaduras completas.
—¿Y cuánto importa?
—Doscientos cequíes.
—¿No más? Tu amo ha sido muy generoso con los vencidos; estos han salido del paso por poco dinero. ¿Quiénes han pagado?
Gurth los nombró.
—Y el templario ¿cuánto ha dado en rescate? Ya ves que es imposible engañarme.
—Mi amo no ha exigido nada del templario, excepto su vida. Son enemigos mortales y no puede existir cortesía entre los dos.
—¿De veras? —profirió el jefe. Tras un momento de reflexión, preguntó—: ¿A qué ibas tú a Ashby con tanto dinero?
—A reembolsar al judío Isaac de York el importe de una armadura prestada a mi amo para el torneo.
—¿Y cuánto le has dado por ella? A juzgar por su peso, diría que aún quedan doscientos cequíes en el talego.
—He contado a Isaac ochenta y, a cambio, me ha devuelto cien.
—¿Cómo? ¿Qué? —exclamaron a una todos los ladrones—. Este se burla de nosotros. ¿Nos desafías con tus absurdas mentiras?
—Lo que os digo es tan cierto como que la luna nos alumbra. Aparte, en una bolsa de seda, hallaréis los cien cequíes.
—Considera, esclavo, que hablas de un judío, de un israelita, de un hombre tan incapaz de dar dinero como la arena del desierto de restituir el agua que deja caer en ella el peregrino.
—Un judío —dijo otro— es tan compasivo como un ayudante del verdugo cuando no le untan las manos.
—No obstante, es la pura verdad.
—Acercad una luz —ordenó el capitán—, quiero examinar esta bolsa y, si ese bergante no ha mentido, la generosidad del judío no será menos milagrosa que la fuente que apagó en el desierto la sed de sus padres.
Encendieron una tea, y el capitán se puso a comprobar el contenido de la bolsa. Sus compañeros se apiñaron en torno de él, y los que sujetaban a Gurth aflojaron la mano, alargando el cuello para ver mejor el resultado de la operación. Aprovechando este descuido, nuestro sajón, con un brusco y vigoroso esfuerzo, consiguió desembarazarse de ellos, y aun le habría sido fácil escaparse, si se resolviera a hacerlo sin el dinero de su amo; mas de ningún modo era esta su intención. Arrancando un garrote de manos de uno de los bandidos, asestó con él un golpe al capitán, que no esperaba semejante ataque, y había ya echado mano al talego, cuando los ladrones, más ágiles que él, aseguraron de nuevo el dinero y a Gurth.
—¡Belitre! —dijo el capitán levantándose—. Por poco me rompes la cabeza. Cualquier otro te haría pagar cara tu insolencia. En breve sabrás a qué atenerte. Hablemos antes de tu amo: los asuntos del caballero deben despacharse con preferencia a los del escudero, en buena ley de caballería. Y sobre todo estate quieto, porque al menor movimiento te quitarán las ganas de volver a menearte durante el resto de tus días. ¡Camaradas! —añadió dirigiéndose a los suyos—, esta bolsa está bordada de caracteres hebraicos; el sajón ha dicho la verdad, estoy convencido de ello. No debemos exigir al caballero andante, su amo, los derechos de pasaje. Se nos parece demasiado para que le exijamos el botín, los perros no se muerden entre ellos mientras se encuentren lobos y zorros en abundancia.
—¿Que se nos parece? —murmuró un bandido—. Me gustaría saber en qué.
—¿En qué, imbécil? —respondió el capitán—. ¿No es pobre y desheredado como nosotros? ¿No se gana la vida, como nosotros, con la punta de su espada? ¿No ha vencido a Front-de-Bœuf y a Malvoisin, como nosotros lo haríamos si pudiéramos? ¿No es enemigo mortal de Brian de Bois-Guilbert, al que con tanta razón odiamos? En fin, aun no siendo así, ¿quisieras vernos tú con menos conciencia incluso que un judío?
—¡Sería una vergüenza! —murmuró otro—. Sin embargo, cuando yo servía en la banda del viejo Gandelyn, hombre de firmes decisiones, no abrigábamos tales escrúpulos. Y dime, ¿dejaremos marchar indemne a este insolente?
—No, si tú eres más hombre que él —respondió el capitán—. Ha llegado tu hora, truhán —dijo a Gurth—. ¿Sabes manejar el palo con tanta facilidad como escamotearlo?
—Creo que te hallas en posición de contestar mejor que yo a esa pregunta —respondió Gurth.
—A fe mía, me has descargado un buen golpe. Haz otro tanto con ese valiente y pasarás sin costas. Si no lo consigues, como eres otro valiente, pagaré yo mismo tu rescate. Coge tu palo, Miller, y guarda tu cabeza. Vosotros soltad al sajón y dadle otro palo. Hay suficiente luz para gozar del espectáculo.
Ambos campeones, armados de palos semejantes, avanzaron hasta el centro del claro para aprovechar el máximo posible la luz de la luna. Los ladrones, soltando estrepitosas carcajadas, gritaban a su compañero:
—¡Miller el molinero, cuidado que te van a moler!
Miller, empuñando su palo por en medio y haciéndolo girar en torno de su cabeza a la manera que los franceses llaman faire le moulinet, exclamó con arrogancia:
—Avanza, villano, si te atreves; sabrás cómo golpea la mano de un molinero.
—Si eres un verdadero molinero —respondió Gurth sin intimidarse y manejando el palo con igual destreza—, eres dos veces ladrón, y yo, como hombre de bien, te desafío.
Dichas estas palabras, ambos campeones se acometieron y mostraron, durante algunos minutos, una perfecta igualdad en fuerza, valor y destreza, descargando y parando los golpes con tanta rapidez como donaire. Por el choque redoblado de sus bastones, se hubiera podido suponer, a cierta distancia, que al menos había una docena de combatientes. Luchas menos encarnizadas y menos peligrosas se han descrito en hermosos versos heroicos, pero la de Gurth y el molinero no alcanzará tal honor, a falta de un poeta inspirado que celebre sus peripecias. No obstante, aunque el duelo de palos haya pasado de moda, celebraremos en prosa, lo mejor que sepamos, las hazañas de nuestros intrépidos campeones.
Lucharon largo rato con igual éxito. El molinero comenzó a impacientarse al verse en frente de un adversario tan firme y al oír las burlas de sus camaradas, que, según costumbre en tales casos, se divertían con su enfado. Semejante situación de espíritu no favorecía aquel género de combate, que exige mucha sangre fría, y eso le proporcionó a Gurth, cuyo carácter era sereno, aunque avinagrado, la ocasión de obtener una ventaja decisiva, y sacó hábil partido de su superioridad.
Miller acometía con furia, pegaba alternativamente con los dos extremos y avanzaba hasta medio alcance; Gurth, al contrario, se contentaba con parar los golpes y proteger la cabeza y los miembros con un molinete incesante y rápido. No abandonó la defensiva, atento a la vez a ojos, pies y manos, hasta que, viendo a su enemigo sin aliento, amenazó con darle en la cara con la mano izquierda; mientras Miller intentaba parar el golpe, pasó el palo a la mano derecha, y con todas sus fuerzas se lo descargó en la cabeza, con tal violencia que le hizo medir el suelo cuan largo era.
—¡Bravo! —gritaron los bandidos—. ¡Combate leal y bien sostenido! ¡Viva la vieja Inglaterra! El sajón ha salvado su bolsa y su pellejo, y el molinero ha encontrado la horma de su zapato.
—Puedes continuar tu camino, valiente —dijo el capitán confirmando de esta manera el veredicto de sus subordinados—. Voy a darte dos camaradas que te guíen por el mejor camino, hasta divisar la tienda de tu amo, no vayas a encontrarte con otros rondadores nocturnos cuya conciencia sea menos susceptible que la nuestra; porque abundan, en una noche como esta. Con todo —añadió severamente—, cuidado con ello: recuerda que te has negado a decirnos tu nombre; no intentes, pues, saber los nuestros ni averiguar quiénes somos. Si lo pretendieras, te saldría peor la cuenta.
Gurth dio las gracias al capitán y le prometió seguir su consejo. Dos proscritos armados de sus bastones lo precedieron para acompañarlo a través de los bosques por un sendero tortuoso. Cuando llegaban al lindero, dos hombres se les acercaron, y después de cambiar con ellos algunas palabras en voz baja, se internaron de nuevo en la espesura, sin preguntar más. Este encuentro dio a entender a nuestro sajón que la banda era numerosa y que habían puesto retenes en los alrededores.
Cuando hubieron llegado al campo raso, donde Gurth se hubiera visto apurado para hallar su camino, sus guías lo acompañaron hasta la cima de un pequeño montículo; desde allí podían distinguirse, al fulgor de la luna, las barreras de la liza, las tiendas levantadas en uno y otro extremo, y hasta las banderolas que las coronaban; también podían oírse las voces de los centinelas, que cantando mataban el aburrimiento de su guardia nocturna.
Allí, los dos ladrones se detuvieron.
—No iremos más adelante —dijeron—, sería una temeridad. No olvides lo que te hemos dicho: sé discreto acerca de lo ocurrido esta noche y no tendrás que arrepentirte. De lo contrario, ni la Torre de Londres te pondría al abrigo de nuestra venganza.
—Buenas noches, brava gente —respondió Gurth—. No olvidaré vuestras advertencias, y no os lo toméis como una ofensa si os deseo un oficio menos peligroso y más honrado.
Dicho esto, se separaron. Los proscritos volvieron a tomar el camino por donde habían venido, y Gurth llegó a la tienda de su amo, a quien, a pesar de las intimidaciones que había recibido, narró todas las aventuras de la velada.
El Caballero Desheredado quedó tan sorprendido de la generosidad de Rebecca, de la cual, sin embargo, resolvió no aprovecharse, como de la de los ladrones, dispensados, por su condición, de tal virtud. Sin embargo, todas estas reflexiones sobre los acontecimientos hubieron de ceder a la necesidad de reposo; las fatigas de la jornada se lo imponían, y también el deber de reparar sus fuerzas para los combates del día siguiente.
Se acostó, pues, en un excelente lecho con el que estaba provista la tienda; y el fiel Gurth, extendiendo a través del umbral una piel de oso, que servía de alfombra, se echó en ella de modo que nadie pudiera entrar sin despertarle.