¡Atrás, fantasmas! Aquí está Ricardo de nuevo.
SHAKESPEARE, Ricardo III
Reanudemos el hilo de las aventuras del Caballero Negro. Después de separarse del capitán de los proscritos y abandonar la gran encina de sus reuniones, se dirigió por el camino más corto a una comunidad religiosa de las cercanías, poco extensa y de modestas rentas, llamada el priorato de Saint Botolph. Allí habían conducido al herido Ivanhoe, escoltado por el fiel Gurth y el magnánimo Wamba, tras la toma del castillo. En este punto de la narración, no es necesario comentar lo que ocurrió entre Wilfred y su libertador; basta con decir que, tras una larga y seria conversación, el prior despachó mensajeros en varias direcciones y que, a la mañana siguiente, el Caballero Negro se dispuso a continuar su viaje acompañado del bufón, Wamba, que debía servirle de guía.
—Nos volveremos a ver en Coningsburgh —dijo a Ivanhoe—, en el castillo de Athelstane, puesto que vuestro padre Cedric debe presidir allí las honras fúnebres de su noble pariente. Me interesa, querido Wilfred, ver a vuestros amigos sajones juntos y entablar con ellos relaciones de amistad más íntima que la de otro tiempo. Venid a reuniros conmigo y yo me encargaré de reconciliaros con vuestro padre.
Tras estas palabras, se despidió afectuosamente de Ivanhoe, que manifestó los más vivos deseos de acompañarlo. Pero el Caballero Negro no quiso oír hablar de ello.
—Descansad por hoy, os harán falta todas vuestras fuerzas para poneros en camino mañana. No necesito otro guía que el honrado Wamba, quien representará alternativamente el papel de cura o de loco, según sea mi humor.
—Me gusta el viaje, ¡a fe mía! —respondió Wamba—. No me molesta asistir al banquete de los funerales de Athelstane, porque si no es espléndido y magnífico, el difunto resucitará de entre los muertos para armar camorra al cocinero, al mayordomo y al copero. La cosa merece verse. En cualquier caso, señor caballero, cuento con vuestro valor para disculparme con mi amo, si llega a faltarme el ingenio.
—Pero, dime, ¿qué éxito ha de alcanzar mi pobre valor donde tu sutil ingenio fracase?
—El ingenio puede mucho. Es un truhán vigilante y sagaz que sabe beneficiarse maravillosamente del lado débil del vecino y ponerse a cubierto cuando más violentas soplan las pasiones. Pero el valor es un atrevido mozo que se lleva por delante todo lo que encuentra, se aventura contra viento y marea y se abre camino a pesar de todo. Así, valiente caballero, como yo aprovecharé el buen humor de mi noble amo, espero que vos intervengáis si la tempestad estalla.
—Señor Caballero del Candado, pues tal nombre os agrada que os den —dijo Ivanhoe—, mucho me temo que habéis elegido por guía a un fastidioso charlatán. Pero, a falta de otros, tiene el mérito de conocer los senderos del bosque tan bien como los monteros que suelen frecuentarlos y su fidelidad, ya lo habéis visto, es de buen temple.
—¡Bah! —profirió el caballero—, si al mérito de mostrarme el camino une el de amenizarlo, seremos aún mejores amigos. Hasta la vista, querido Wilfred. No partáis antes de mañana por la mañana, os lo recomiendo.
Hablando de esta suerte, tendió la mano a Ivanhoe, que la oprimió contra sus labios, se despidió del prior, montó a caballo y se alejó con Wamba.
Ivanhoe los siguió con la mirada hasta que hubieron desaparecido entre los árboles del bosque y entró de nuevo en el convento.
Poco después del toque de maitines, solicitó ver al prior. El anciano se apresuró a complacerle y le interrogó con interés sobre el estado de su salud.
—Estoy mejor —respondió el joven—, mucho mejor de lo que esperaba, ya sea porque mi herida ha sido menos grave de lo que había hecho creer la efusión de sangre o por la virtud milagrosa del bálsamo. Me siento con fuerzas para vestir mi armadura, lo cual me alegra sobremanera, pues tengo un sinfín de ideas que me rondan en la cabeza que me hacen insoportable prolongar aquí mi inactividad.
—¿El hijo de Cedric el Sajón nos abandonará sin hallarse completamente restablecido? —exclamó el prior—. ¡No lo quiera Dios! Sería una vergüenza para nosotros consentirlo.
—Tened la seguridad, venerable padre, de que no pensaría en dejar este techo hospitalario si no me hallara en disposición de soportar el viaje y, hasta cierto punto, obligado a emprenderlo.
—¿Y qué motivo tan urgente tenéis para partir?
—¿No experimentasteis jamás el presentimiento de un peligro inminente, sin que acertarais a explicároslo? ¿Jamás se oscureció súbitamente vuestro espíritu, como oscurecen un paisaje luminoso las nubes que esconden la tormenta? ¿Y no opináis que tales presagios merecen nuestra atención y que de ellos se valen nuestros ángeles de la guarda para advertirnos del peligro que nos amenaza?
—Han ocurrido —respondió santiguándose el prior— cosas semejantes y procedentes del cielo, no lo niego; en tales casos tenían un objeto útil y visible. Pero vos, herido como estáis, ¿de qué os servirá seguir las huellas de aquel a quien no podríais socorrer si se viese acometido?
—Os engañáis, prior; me siento bastante fuerte para andar a estocadas con quien me desafíe a semejante juego. Pero, aunque no fuese así, ¿no podría auxiliarlo en el peligro, con otros medios que no fueran ni la fuerza ni las armas? Es por demás notorio que los sajones odian a los normandos; ¿quién sabe lo que puede suceder si se presenta a ellos cuando tengan el alma lacerada por la muerte de Athelstane y el cerebro caliente por las abundantes libaciones que serán servidas en el funeral? Temo sobre todo ese momento y estoy resuelto a correr con él los peligros que halle o evitarlos si está en mi mano. Siendo así, lo mejor que puedo hacer es tomar prestado, con vuestro permiso, un palafrén, cuya marcha sea más suave que la de mi destrier.*
—Con mucho gusto —dijo el respetable eclesiástico—. Os daré mi propia jaca de paseo: tiene un paso de ambladura tan armonioso como la yegua del abad de Saint-Albans. Y todavía os diré de Malkin, pues este es su nombre, que, salvo que tomarais prestada la montura del juglar que ejecuta la danza de los huevos, no hallaríais para el viaje un animal más obediente, dócil y tranquilo. Viajando en su lomo he compuesto más de una homilía para la edificación de mis hermanos del convento y de muchas otras almas cristianas.
—Pues bien, padre mío, os ruego que mandéis ensillar al momento a Malkin y que Gurth disponga mis armas.
—Debo preveniros, gentil caballero, que Malkin tiene a las armas tan poca afición como su amo y en cuanto vea vuestro aparejo guerrero o sienta su peso, no puedo garantizaros nada. Malkin es una bestia con muy buen juicio: no sufre más carga de la que debe llevar. Un día, un religioso de San Bees me prestó el tratado de los Fructus Temporum y os aseguro que no quiso pasar el umbral de la puerta hasta que hube cambiado el pesado libro por mi ligero breviario.
—Confiad en mí, santo padre —dijo Ivanhoe—, no la abrumaré con una carga excesiva y, si quiere pelea conmigo, puede apostarse doble contra sencillo a que tiene las de perder.
Esto fue dicho mientras Gurth ajustaba en los talones del caballero un par de espuelas de oro, capaces de convencer a la yegua más contumaz de que nada le tendría mejor cuenta que resignarse a la voluntad de su jinete. Al ver aquellas puntas largas y aceradas, el digno prior comenzó a arrepentirse de su condescendencia.
—A propósito —dijo—, estoy pensando ahora, gentil caballero, que mi Malkin no puede sufrir la espuela. La yegua de nuestro proveedor se adaptaría mucho mejor a vuestros deseos; si quisierais aguardar, en menos de una hora llegará del establo del convento. Es un animal muy dócil, pues carretea nuestra provisión de leña para el invierno y no come un grano de cebada.
—Gracias, reverendo padre. Me atengo a vuestro primer ofrecimiento, con mayor razón cuanto que ya sacan ensillada a Malkin. Gurth llevará mi armadura y, por lo demás, quedad tranquilo: como no cansaré los lomos de Malkin, no cansará ella mi paciencia. Ahora, adiós.
Ivanhoe bajó la escalera con más desenvoltura y rapidez de lo que podía esperarse de un herido y montó la jaca, impaciente por librarse de las insistencias del prior, que lo seguía tan de cerca como su gordura y su edad le permitían, alabando las cualidades de Malkin y recomendando al caballero que cuidara de ella.
—Acaba de cumplir los quince años, la edad más peligrosa tanto para las yeguas como para las muchachas —dijo el anciano riendo de su propio chiste.
Ivanhoe, a quien preocupaban más otros cuidados que el discutir los andares del animal con el amo de este, no prestó demasiada atención a los consejos y las gracias del buen hombre. Una vez sobre la yegua ordenó a su escudero (pues así se denominaba Gurth a sí mismo) que marchase a su lado y siguió el camino que había tomado el Caballero Negro a través del bosque, mientras el prior se lamentaba viéndole alejarse del convento.
—¡Virgen santa! ¡Qué vivos y petulantes son esos guerreros! No debería haberle confiado a Malkin. Baldado de dolores como estoy, ¿qué va a ser de mí si le ocurre una desgracia? Después de todo —añadió reponiéndose un poco—, yo no habría escatimado mis inservibles y gastados huesos por la justa causa de la vieja Inglaterra, así que bien puede Malkin correr algunos riesgos en esa aventura. Además, puede que se acuerden de nosotros y quizá envíen un magnífico regalo a nuestra pobre casa o una jaca mansa al viejo prior. Y si no se acuerdan, porque los grandes son olvidadizos con los favores de los pequeños, a fe mía, he de darme aún por satisfecho de haber cumplido con mi deber... Me parece que ya es hora de llamar a desayunar a los hermanos al refectorio. ¡Esa campana la oyen con más gusto que la de prima y la de maitines!
Y el prior de Saint Botolph dio media vuelta cojeando y tambaleándose, para ir a presidir la distribución de abadejo y cerveza que debía servirse en el desayuno de los religiosos. Corto de resuello y con aire importante, se sentó a la mesa y dejó escapar aquí y allá alguna que otra frase enigmática acerca del gran servicio que acababa de prestar y de las ventajas que este comportaría al convento. En otros momentos, semejante lenguaje habría despertado viva curiosidad, pero estando muy salado el abadejo y bastante fuerte la cerveza, los monjes hacían funcionar demasiado seriamente las mandíbulas para dar audiencia a sus orejas, de modo que a ninguno se le ocurrió reflexionar acerca de las discretas alusiones del prior, salvo el hermano Diggory, el cual, a causa de un violento dolor de muelas, no podía comer sino de un lado.
Mientras tanto, el Caballero Negro y Wamba se iban internando tranquilamente en las profundidades del bosque. Cuando el buen caballero no tarareaba una canción de algún trovador enamorado, animaba con sus preguntas la parlera jovialidad de su compañero. Así su conversación formaba una extraña mezcla de canciones y bufonadas, de la cual intentaremos dar al lector alguna idea. Hay que figurarse aquel personaje tal como ya lo hemos descrito: alto, vigoroso, de anchos hombros, de constitución fuerte, jinete en un caballo negro cuyas poderosas formas parecían sin fatiga acomodarse a su pesada carga. Con objeto de respirar libremente, había levantado la visera de su yelmo; pero aunque el resto de sus facciones no se distinguía, mostraba al descubierto unas mejillas curtidas y coloradas, y unos rasgados ojos azules cuya intensa mirada centelleaba bajo la sombra de la visera. Por lo demás, todos los ademanes del campeón revelaban alegría, abandono, la tranquilidad imperturbable que el miedo no puede quebrantar, de aquel que alberga un espíritu acostumbrado a desafiar el peligro inminente, del hombre cuya vida transcurría entre combates y aventuras.
El bufón vestía su habitual fantástica librea, mas los últimos acontecimientos lo habían decidido a trocar su espada de palo por una gran cuchilla encorvada, que parecía una hoz, y a defenderse con un pequeño escudo redondo o tarja, de cuyas armas, a pesar de su condición, había sacado hábil partido cuando habían atacado el castillo. En realidad, la enfermedad mental de Wamba procedía sobre todo de cierta irritabilidad nerviosa que no le permitía conservar mucho tiempo una misma postura ni seguir el curso de una idea, aunque podía despachar a las mil maravillas cualquier tarea que solo exigiese una atención pasajera y cazaba al vuelo, por decirlo así, cuanto impresionaba su imaginación. A caballo, por ejemplo, se revolvía sin cesar hacia delante y hacia atrás, se pegaba a las orejas del animal o se plantaba en los lomos; se ponía ora a mujeriegas, ora a horcajadas mirando la cola del animal, haciendo siempre muchos gestos y monadas. Al final, tanto y tanto se zarandeó que, importunado el animal de mil maneras, acabó por echarle a rodar sobre la hierba. Este accidente, que divirtió mucho al caballero, dio por resultado el sosegar un poco los nervios del bufón y obligarle a cabalgar en adelante de modo más regular.
En este momento de su viaje en que los alcanzamos, la alegre pareja se hallaba en actitud de entonar un virelay,* el caballero con su voz potente y ejercitada, con voz de falsete el bufón.
EL CABALLERO
Ana amiga, amiga, amiga;
el sol dora monte y prado;
ya las aves han cantado
y el no verte me atosiga.
Despierta, Ana amiga, amiga.
¿No oyes el eco burlón
sonar alegre en la huerta?
Y yo suspiro a tu puerta
con amante corazón.
A ti sola el sueño hostiga,
Ana amiga.
WAMBA
Pedro amigo, Pedro amigo,
cesa en tu amoroso empeño
¿vale el mundo un dulce sueño?
Déjame dormir te digo,
Pedro amigo, Pedro amigo.
¿Qué me importa la bocina?
¿Qué del ave la cadencia?
Es mi grata somnolencia
la canción más peregrina.
Yo por ti no me atosigo,
Pedro amigo.
—¡Deliciosa canción! —dijo Wamba—, y juro por mis cascabeles que encierra una linda moraleja. Solía cantarla con mi camarada Gurth cuando aún no era, por la gracia de Dios y de su señor, lo que se llama un hombre libre. Un cierto día ese diabólico cantar se apoderó de nosotros de tal modo que nos quedamos repitiéndolo en la cama, medio dormidos, más de dos horas después de la salida del sol, lo que nos valió una buena paliza. Desde entonces, solo de pensar en ella me duelen todos los huesos de la espalda. Sin embargo, he cantado la parte de Anna Marie únicamente por daros gusto, gran señor.
Luego el bufón entonó una balada popular de carácter cómico que gustó mucho al caballero, y cogiéndole la melodía, este se añadió al canto siguiendo lo que hacía Wamba.
EL CABALLERO Y WAMBA
Al retortero de una viudita
a tres galanes juntó la cuita
de amor profundo.
Elige, hermosa, debes calmar
ese prurito de enamorar
a todo el mundo.
Yo, dijo el uno, soy caballero;
el hondo valle y el verde otero
de gloria inundo.
De mis mayores la ilustre rama
no fue opulenta, pero su fama
asombró al mundo.
Sus mil hazañas he celebrado
en mil leyendas que me ha dictado
mi estro fecundo.
Más que la fama de tus mayores,
dijo ella, valen los tentadores
bienes del mundo.
EL CABALLERO
Galgo de piernas, lince de vista,
cual nadie a un ciervo sigo la pista,
dijo el segundo.
Nací en el monte; soy campesino
de alma sencilla y es mi destino
correr el mundo.
Noble, más nombres que a un rey me dan,
Enrique, Alfredo, Ricardo, Juan,
David, Facundo...
¡Basta!, la hermosa dijo sonriendo,
fuera casarme, según voy viendo,
con medio mundo.
WAMBA
Más recio el otro que un elefante,
nuevo de ropas y de semblante
muy rubicundo,
habló de rentas y de un cortijo.
¡Gentil esposo!, la viuda dijo,
renuncio al mundo.
—Cómo me gustaría, amigo Wamba —dijo el caballero—, que nuestro montero de la gran encina o el alegre ermitaño, su capellán, estuvieran aquí para oír esta balada en elogio del jovial labriego.
—Pues a mí no me gustaría tanto, la verdad —respondió el bufón—, a no ser que acudiera por el cuerno que cuelga de vuestro tahalí.
—Sí, es una prueba de la buena amistad de Locksley, de la cual probablemente no usaré. Tres notas de este cuerno, y veríamos acudir en nuestro auxilio una alegre banda de honrados monteros.
—¡Líbrenos Dios de ellos, por mucho que quieran demostrar con ese lindo regalo sus pacíficas intenciones!
—¿Qué quieres decir? ¿Crees que sin esa prenda de amistad se atreverían a atacarnos?
—¡Oh! Yo nada creo, que esos árboles tienen oídos como las paredes. Pero contestadme a esto, señor caballero, ¿cuándo están la copa y la bolsa mejor vacías que llenas?
—Nunca, a mi entender.
—Por contestación tan ingenua mereceríais no tener jamás llenas las vuestras. Sabed que es mejor vaciar la copa antes de alargársela a un sajón y dejar en casa la bolsa antes de dar un paseo por los bosques.
—Entonces piensas que nuestros amigos son ladrones, ¿verdad? —preguntó el Caballero del Candado.
—No me habréis oído decir eso, gran señor. Se puede aligerar el caballo de un hombre quitándole la maleta, si tiene que andar un largo trayecto, y también se puede prestar un servicio al alma de un caballero, aligerándole de lo que es el origen de todos los males. No aplicaré, pues, esos feos calificativos a hombres que hacen tales servicios. Únicamente, si los encontrara, me alegraría haber dejado en casa bolsa y maleta para evitarles estorbos.
—Debemos rogar por ellos, amigo mío, a pesar de la linda fama que les atribuyes.
—Rezaré por ellos con toda mi alma —dijo Wamba—, pero en la ciudad, no en el medio del bosque, como al abad de San Bees, al que obligaron a oficiar misa en el hueco de una añosa encina como si fuera un altar.
—Piensa de ellos lo que quieras, Wamba, mas esos monteros acaban de prestar a tu amo Cedric un gran servicio en Torquilstone.
—Es verdad, pero va incluido en la índole de sus tratos con el cielo.
—¡Sus tratos con el cielo, Wamba! ¿Qué quieres decir con eso? —replicó el caballero.
—Aquí lo tenéis —contestó el bufón—. Colocan entre ellos y el cielo una balanza, así llamaba a su libro de cuentas nuestro despensero, completamente igual a la que usa con sus deudores Isaac el judío; y a semejanza de este, dan muy poco y guardan mucho, descontando sin duda en su favor la promesa del Evangelio, que dice que una buena obra será pagada en el séptuplo de su importe.
—Ponme un ejemplo de lo que dices, Wamba. No soy experto en cifras ni contabilidad.
—Pues bien, ya que es tan torpe vuestro entendimiento, sabed que esa gente compensa una buena acción con otra... que no es precisamente buena. De manera que por cada escudo que echen en la alforja de un fraile mendicante, quitarán un centenar de besantes a un abad panzudo, o bien, por un lado auxilian a una pobre viuda y, por el otro, le roban un beso en medio del verde bosque a una doncella.
—¿Y cuál de esas es la buena acción y cuál la mala? —le interrumpió el caballero.
—¡Oh! ¡Brava sátira! ¡Brava sátira! —dijo Wamba—. Bien puede verse que se os va pegando mi ingenio. Nada tan picaresco dijisteis, lo juraría, cuando cantabais maitines con aquel borracho de eremita. Pero retomemos el hilo: nuestros alegres hijos de los bosques compensan la construcción de una cabaña con la quema de un castillo; restauran una capilla y saquean una iglesia; dan libertad a un infeliz prisionero y asesinan a un orgulloso oficial; en fin, volviendo a nuestro caso, salvan a un franklin sajón y tuestan a un barón normando. ¡Salteadores amables, en suma, y ladrones corteses! Conviene encontrarles cuando más degradados estén.
—¿Por qué?
—Porque entonces les remuerde la conciencia y solo piensan en ajustar sus cuentas con el cielo. ¡Apenas tengan la balanza equilibrada, desgraciado del que caiga en sus garras! Por esta razón, señor caballero, después de la buena obra de la toma de Torquilstone, los primeros viajeros que encuentren al paso serán trasquilados sin piedad. Y, no obstante —añadió Wamba acercándose al caballero—, son de temer en estas soledades encuentros más peligrosos para un viajero que estos proscritos.
—¿Y cuáles son? Puesto que no se ven lobos ni osos por aquí —preguntó el caballero.
—¡Os digo que sí! ¿Y los hombres armados de Malvoisin? Dejadme que os diga que, en tiempos revueltos, media docena de esos demonios son peores que una manada de lobos en cualquier época. Están a la espera de los frutos de su cosecha, y como han engrosado sus filas con los soldados de Front-de-Bœuf que escaparon de Torquilstone, si tropezamos con ellos, nos harán pagar caras nuestras proezas de armas. Ahora bien, señor caballero, supongamos que nos encontráramos con dos de ellos: ¿queréis hacerme el favor de decirme qué haríais?
—Los clavaría en tierra de una lanzada, Wamba, si los muy bergantes se atrevieran a cerrarnos el paso.
—¿Y si fuesen cuatro?
—Bastaría igual remedio.
—Pero, si tuviéramos seis enfrente de nosotros, que no somos más que dos, ¿no recurriríais al cuerno de Locksley?
—¿Cómo? ¿Pedir socorro por veinte canallas? Un buen caballero los dispersa como dispersa el viento las hojas secas.
—¿Queréis tener la bondad de permitirme examinar más de cerca ese instrumento de virtud tan eficaz?
El caballero se quitó el tahalí y satisfizo la curiosidad de su compañero, que al instante se lo colgó de su cuello.
—¡Tra-lira-la! —profirió Wamba canturreando las notas convenidas—. Conozco tan bien la melodía como cualquier otro.
—¿Qué quieres decir con eso, belitre? Devuélveme el cuerno.
—Tranquilizaos; se halla en buenas manos. Cuando la Locura y el Valor andan juntos, la Locura debe llevar el cuerno, porque lo toca mejor.
—No te excedas, pícaro. Eso traspasa tus privilegios. Cuidado con abusar de mi paciencia.
—No me amenacéis con la violencia, noble señor —dijo el loco poniéndose a cierta distancia del irascible caballero—, o la Locura pondrá pies en polvorosa y dejará al Valor desenvolverse en el bosque como pueda.
—Vaya, tocado —dijo el caballero—; y a decir verdad, no tengo tiempo para discutir contigo. Guarda el cuerno si quieres y prosigamos nuestro camino.
—¿No me haréis daño?
—Te lo prometo, pillo.
—¿Palabra de caballero? —preguntó Wamba acercándose tímidamente y con precaución.
—¡Palabra de caballero! Pero ¡acércate de una vez!
—Siendo así, ¡que el Valor y la Locura hagan buenas migas otra vez! —dijo el loco volviendo a ocupar su sitio al lado del caballero—. Mirad, es que no me gustaron demasiado los regalos con los que complacisteis al corpulento eremita, que le hicieron rodar sobre la hierba como si fuera un bolo. Y ahora que la Locura lleva el cuerno, ¡que se levante el Valor y sacuda sus melenas! Pues, si no me equivoco, en el matorral de allá abajo hay gente que nos mira.
—¿Por qué lo dices?
—Dos o tres veces me ha parecido ver brillar un yelmo entre el follaje. Si fuese gente honrada, proseguiría su camino, pero ese soto me parece una capilla digna de los adeptos de san Nicolás.
—A fe mía, creo que tienes razón —dijo el caballero bajando su visera.
En buena hora la bajó, ya que en el mismo instante, tres flechas, disparadas desde el lugar sospechoso, vinieron a darle en la cabeza y en el pecho, y una de ellas le hubiera atravesado las sienes si no hubiera sido rechazada por la precaución que acababa de tomar; las otras dos rebotaron en su loriga y en el escudo que colgaba de su cuello.
—¡Gracias, mi excelente armero! —profirió el Caballero Negro—. ¡Vamos, Wamba, carguemos contra ellos!
Y diciendo esto, corrió derecho al soto. Antes de llegar, fue acometido por siete hombres armados que se precipitaron sobre él con las lanzas en ristre. Tres de estas armas lo alcanzaron y volaron en pedazos cual si hubieran golpeado una torre de bronce. Los ojos del Caballero Negro parecían despedir llamas a través de su visera. Se irguió en los estribos y exclamó con aire de dignidad indescriptible:
—¿Qué significa eso, señores?
Los agresores contestaron desnudando las espadas y rodeándole con fuertes gritos.
—¡Muerte al tirano!
—¡Ah, san Eduardo! ¡Ah, san Jorge! —repuso el caballero derribando un hombre a cada invocación—. ¿Nos hemos topado con traidores aquí?
Por encarnizados que fuesen, los agresores iban retrocediendo ante un brazo cada golpe del cual era una muerte. Se diría que el terror que infundía un vigor tan asombroso iba a triunfar sobre todos, cuando un jinete cubierto con una armadura azul y que hasta entonces había permanecido detrás de los otros asaltantes, acudió a su vez con la lanza enristrada; pero tomando por blanco al caballo en lugar de al jinete, hirió mortalmente al noble animal.
—¡Traición! —exclamó el Caballero Negro, a quien el caballo arrastró en su caída.
Entonces Wamba hizo sonar el cuerno; tan de repente y tan brusco había sido el ataque, que no le había dado tiempo de reaccionar antes. El repentino estruendo hizo retroceder de nuevo a los bandidos, y Wamba, aunque mal armado, no vaciló en ayudar al Caballero Negro a ponerse en pie.
—¡Vergüenza sobre vosotros, cobardes! —prorrumpió el Caballero Azul, que parecía el jefe—. ¿Vais a emprender la fuga al son del cuerno con el que se divierte un bufón?
Animados por estas palabras volvieron a la carga: el Caballero Negro no tuvo otro recurso que apoyar la espalda en el tronco de una encina y defenderse con la espada. El caballero traidor, armado de otra lanza y aguardando el momento en el que su temible adversario quedaría acorralado, se arrojó sobre él al galope con el propósito de dejarlo clavado en el árbol. Pero su intento se vio frustrado por Wamba. El bufón, supliendo la fuerza por la agilidad, y poco vigilado por los asesinos, que estaban ocupados en una tarea más importante, se deslizó por detrás de los combatientes y detuvo bruscamente el impulso fatal del Caballero Azul, cortando con el sable de un revés los jarretes de su caballo. Montura y jinete rodaron por el suelo. Sin embargo, no por ello dejó de ser apurada la situación del Caballero Negro, que, acosado por todas partes como estaba por muchos hombres armados de pies a cabeza, comenzaba a fatigarse a causa de los violentos esfuerzos que se veía obligado a hacer para esquivar los golpes que le asestaban. De repente, una flecha engalanada con plumas de ganso dejó tendido en el suelo a uno de los agresores más temibles y una banda de arqueros, capitaneados por Locksley y el alegre ermitaño, apareció al descubierto. Se arrojaron todos a la vez sobre los bandidos y los dejaron a todos muertos o gravemente heridos. El Caballero Negro dio las gracias a sus libertadores con una dignidad hasta entonces desconocida para ellos, porque sus maneras habían sido más bien las de un rudo y audaz soldado que las de una persona de alto rango.
—Antes de manifestaros toda mi gratitud, intrépidos amigos —dijo—, me interesa en gran manera el descubrir, si puedo, qué hombres son los que me han acometido sin haberles provocado. Wamba, alza la visera del Caballero Azul, capitán, al parecer, de estos bandidos.
En un abrir y cerrar de ojos, el bufón se halló junto al jinete desmontado, el cual yacía en tierra, magullado por la caída y oprimido bajo el peso de su caballo, incapaz de huir o de oponer resistencia.
—Permitidme, valiente señor —dijo el bufón—, que tras haber sido vuestro armero os haga de escudero: primero os he ayudado a desmontar y ahora voy a quitaros el yelmo de la cabeza.
Profiriendo estas palabras, hizo saltar bruscamente las ataduras del casco, que arrojó sobre la hierba. Entonces, con gran asombro suyo, el Caballero Negro distinguió una cabeza canosa y unas facciones que no esperaba ver en tales circunstancias.
—¡Waldemar Fitzurse! —exclamó—. ¿Quién pudo inducir a un hombre de vuestra cuna y de vuestro mérito a cometer tan negra fechoría?
—Ricardo —respondió este mirándolo fijamente—, mal conocéis el corazón humano si ignoráis hasta dónde pueden arrastrar a los hijos de Adán la ambición y la venganza.
—¿La venganza, decís? Jamás os hice daño alguno. No tenéis ningún motivo de venganza contra mí.
—Mi hija, Ricardo, cuya mano despreciasteis. ¿No fue eso un insulto para un normando cuya sangre es tan noble como la vuestra?
—¡Vuestra hija! —replicó el Caballero Negro—. ¿Y lo consideráis un motivo suficiente para desatar semejante enemistad y para resolver con sangre? Retiraos algunos pasos, señores, tengo que hablarle a solas. Ahora, Fitzurse, decidme la verdad, ¿quién os ha mandado cometer esta infamia?
—El hijo de vuestro padre —respondió Waldemar—, y con esta orden no hizo sino vengarse de la desobediencia que le mostrasteis a vuestro padre.
Los ojos de Ricardo chispearon de furor, pero su buen natural no tardó en sobreponerse. Apretándose la frente con una mano, permaneció un momento inmóvil mirando al humillado barón, en cuyo semblante luchaban el orgullo y la vergüenza.
—¿Pedís gracia, Fitzurse? —preguntó el rey.
—El que se halla en las garras del león sabe que sería inútil —respondió Waldemar.
—Recibidla, pues, sin haberla pedido, el león no se alimenta de cadáveres. Os concedo la vida, pero con una condición: dentro de tres días saldréis de Inglaterra y marcharéis a ocultar vuestra infamia en vuestro castillo normando y jamás el nombre de Juan de Anjou se verá relacionado con vuestra felonía. Si transcurrido el término asignado os encuentro en este territorio, seréis castigado con la muerte; y si se os escapa una sola palabra en menoscabo de mi familia, por san Jorge que iré a arrancaros del mismo pie de los altares para mandaros ahorcar de una almena de vuestro castillo, donde sirváis de pasto a los cuervos. Locksley, como veo que vuestros hombres han cogido los caballos que huían, dadle uno a este caballero y que parta sin ser molestado.
—Si no creyera que la voz que oigo tiene derecho a exigir obediencia —respondió el montero—, enviaría una flecha a este cobarde y malvado que le ahorraría las fatigas del viaje.
—Tienes un corazón verdaderamente inglés —dijo el Caballero Negro— y haces bien en creer que tengo derecho a ser obedecido. Yo soy Ricardo de Inglaterra.
Al oír estas palabras, pronunciadas con la majestad que con venía al rango ilustre y al carácter no menos distinguido de Ricardo Corazón de León, todos los proscritos se arrodillaron a sus pies y le juraron fidelidad, implorando el perdón por sus pasadas culpas.
—Alzaos, amigos míos —dijo Ricardo con un tono amable y mirándolos con una serenidad en la que su habitual buen humor ya había aplacado el calor de la encarnizada lucha que acababa de sostener, y solo dejaba la huella de los grandes esfuerzos realizados—. Las culpas que hayáis podido cometer en el llano o en el bosque han sido redimidas por el leal servicio prestado a mis vasallos en su aflicción, al pie de las murallas de Torquilstone, y por el auxilio que acabáis de dar a vuestro soberano. Alzaos y sed a partir de hoy más fieles vasallos. En cuanto a ti, valiente Locksley...
—No me llaméis más Locksley,29 señor. Dadme el nombre que la fama tanto ha propagado por esos contornos y que, temo, habrá llegado a vuestros oídos reales. Yo soy Robin Hood, del bosque de Sherwood.
—¡Rey de los proscritos y príncipe de la gente de bien! Tu nombre es conocido en todo el mundo y ha resonado hasta en Palestina. Puedes estar tranquilo, bravo Robin; nada de cuanto hayas hecho durante mi ausencia y en las revueltas que han seguido a esta redundará en tu perjuicio.
—Es muy justo; y como dice el proverbio —profirió Wamba, que al fin halló ocasión de meter baza, pero con menos petulancia que de ordinario—: «Cuando el gato está fuera, los ratones juegan».
—¿Cómo? ¿Estás ahí, Wamba? —dijo Ricardo—. Hacía tanto rato que no oía tu voz que pensaba que habías huido.
—¿Yo? ¿Y desde cuándo ya no es la Locura compañera inseparable del Valor? Ved, ahí tenéis en tierra el trofeo de mi espada, ese excelente caballo tordo, al que de buena gana vería rebosando salud, y a su amo ocupando su sitio. Al principio me he servido un poco de las piernas, es verdad, pues mis coloreadas vestiduras no están hechas a prueba de puntas de lanza como una cota de malla de acero, pero si no he combatido a estocadas, no me negaréis que he tocado bien el cuerno.
—Y oportunamente, honrado Wamba. Ese es un servicio que no olvidaré.
—Confiteor! Confiteor! —Con plañidera sumisión clamó una voz a la izquierda del rey—. Mi latín se niega a decir más... ¡No importa! Confieso mi crimen de alta traición y pido en cambio que me absuelvan antes de subir a la horca.
Ricardo se volvió y vio al alegre ermitaño, de rodillas, desgranando su rosario y con el bordón, que no había permanecido ocioso durante el combate, colocado junto a él sobre la hierba. Había dado a su fisonomía la expresión más adecuada a una profunda contrición, tenía los ojos tan convulsos que ya no se veía el blanco de ellos y de tal modo deprimidos los ángulos de la boca, que según la observación del loco, parecían las borlitas que cuelgan de la abertura de una bolsa. Pero el aire picaresco y chocarrero, disimulado a medias por las arrugas de su ancha faz, desmentía aquella máscara de compunción y protestaba contra su pretendido arrepentimiento.
—¿De dónde sacas esa aflicción, ermitaño? —preguntó el rey—. ¿Temes que llegue a oídos del obispo de tu diócesis la manera que tienes de servir a Nuestra Señora y a san Dunstán? Descuida, amigo. Nada temas, Ricardo de Inglaterra no vende los secretos de la botella.
—No, graciosísimo soberano —respondió el ermitaño, bien conocido de los curiosos en las leyendas de Robin Hood, como el fraile Tuck—, no, no es el báculo, es el cetro lo que temo. ¡Ay! ¡Mi sacrílego puño hubo de dar en la cabeza al ungido del Señor!
—¿Cómo? ¿Eso te inquieta? Por mi fe que había olvidado ya esa historia, por más que me zumbaron los oídos todo el día. El puñetazo fue bueno; pero me remito a los valientes que me rodean, ¿no lo devolví con creces? Por lo demás, si crees que algo te debo y que es necesaria otra partida...
—¡De ninguna manera! —exclamó el fraile Tuck—. Me cobré con intereses y todo. ¡Quiera Dios que vuestra gracia pague siempre tan liberalmente sus deudas!
—Si pudiera hacerlo con esta moneda —dijo el rey— mis acreedores no se quejarían de hallar el tesoro vacío.
—Y no obstante —prosiguió el ermitaño con sus hipócritas remilgos—, ¡no sé qué penitencia me impondrá por aquel puñetazo sacrílego!
—No hablemos más de ello, hermano. Después de haber recibido tantos golpes de paganos e infieles, mal haría en tomar a pecho el que me ha regalado un clérigo tan digno como el de Copmanhurst. Con todo, santo fraile, mejor convendría a la Iglesia y a ti que te concediera licencia para secularizarte; entrarías en los arqueros de mi guardia, a mi servicio, como sirves ahora a san Dunstán.
—Monseñor, os pido humildemente perdón, y no dejaréis de otorgármelo cuando sepáis hasta qué punto me domina el pecado de la pereza. San Dunstán, ¡ojalá todos nos hagamos dignos de su protección!, se está quedo en su nicho cuando por matar un ciervo a tiro olvido mis oraciones; a veces paso la noche fuera de mi celda, haciendo cualquier cosa y san Dunstán no se incomoda por ello. ¡Ah! El buen señor es pacífico donde los haya y, además, es de madera. Por otra parte, ser arquero de la guardia del rey... Es un gran honor, sin duda alguna, pero si acaso quisiera ausentarme para ir a consolar a alguna viuda por aquí o matar un gamo por allá, enseguida «¿Adónde va el perro del monje?», diría este, y «¿Habéis visto al maldito Tuck?», añadiría aquel. «¡Pícaro fraile!», gimotearía un guardia, «destruye él solo más caza que medio condado.» «Sin contar», exclamaría otro, «que hostiga a todas las gacelas de la comarca.» En una palabra, mi buen señor, dignaos dejarme tal como me conocisteis; o bien, por poco que deseéis honrarme con vuestra benevolencia, no veáis en mí sino al pobre clérigo de la capilla de San Dunstán, a quien la menor ofrenda será de las más gratas.
—Comprendo —dijo el rey—. Pues bien, otorgo al digno clérigo el derecho de jurisdicción y montería en mis bosques de Wharncliffe. Toma nota de ello: solo te concedo tres gamos por estación, pero no sea yo rey ni cristiano, si eso no te sirve de excusa para matar treinta.
—Podéis creer que, con la gracia de san Dunstán, sabré multiplicar tan generoso regalo.
—¡Oh! No abrigo la menor duda. Y como el venado es manjar que da mucha sed, nuestro bodeguero tendrá orden de enviarte todos los años una barrica de vino de Canarias, un tonel de malvasía y tres barriles de cerveza de primera calidad. Si eso no apagase tu sed, ven a la corte y hazte compinche de mi mayordomo.
—¿Y para san Dunstán?
—Añadiré una capa pluvial, una estola y una sabanilla para el altar. Pero —continuó Ricardo santiguándose— no debemos bromear con las cosas santas, no sea que Dios nos castigue por pensar más en nuestras locuras que en el respeto que le es debido.
—Respondo por mi patrón —exclamó el alegre monje.
—Responde por ti mismo, hermano —contestó con aspereza el rey. Casi al mismo tiempo le tendió la mano y el eremita, con aire confuso, dobló la rodilla y se la besó.
—No haces tanto honor a mi mano como a mi puño —dijo Ricardo—, te has arrodillado ante la una mientras que te prosternaste ante el otro.
El ermitaño, temiendo abusar de la paciencia del rey si proseguía la conversación en tono demasiado festivo, pérfido escollo que con cuidado deben evitar los que se acercan a las testas coronadas, hizo una profunda reverencia y se retiró a un lado.
Al mismo tiempo, dos nuevos personajes llegaron al lugar de la escena.