¡En marcha! Debemos atravesar el valle y las malezas, donde el cervatillo retoza al lado de su tímida madre, o la gigante encina raya con su tupido ramaje la capa del sol en la avenida alfombrada de césped. ¡De pie y en marcha!, porque se ofrecen a nuestra planta encantadores senderos cuando radiante brilla el sol en todo su esplendor; senderos menos rientes y menos seguros, cuando Febo alumbra con sus dudosos fulgores la selva umbría.
El bosque de Ettrick
Cuando Cedric el Sajón vio a su hijo caer sin conocimiento en el palenque de Ashby, su primer impulso fue ordenar que lo custodiaran y lo cuidaran sus propios servidores, mas las palabras se le atragantaron en la garganta. No pudo decidirse a reconocer, en medio de tal concurrencia, al hijo que había maldecido y desheredado. No obstante, dijo a Oswald que no perdiera de vista a Ivanhoe y que lo condujera con dos criados a Ashby tan pronto como se hubiese dispersado la multitud. Pero a Oswald le tomaron la delantera en aquella buena obra: la multitud se dispersó, y él no vio al caballero en ninguna parte.
En vano el copero de Cedric buscó a su joven señor por todas partes. Encontró manchado de sangre el lugar donde se había desmayado, pero ni rastro del cuerpo; parecía como si unas hadas se lo hubieran llevado. Quizá Oswald, supersticioso como todos los sajones, hubiera acabado por creer en algo por el estilo para explicarse la desaparición de Ivanhoe, si de improviso sus ojos no hubieran tropezado con alguien que vestía a modo de escudero y cuyas facciones le recordaron a las de su camarada Gurth. Inquieto por la suerte de su señor y desolado por su súbita desaparición, el porquero había descuidado, buscándolo aquí y allá, las precauciones que exigía su propia seguridad. Oswald juzgó que era su obligación detener a Gurth como un fugitivo cuya suerte debía decidir Cedric.
El copero continuó indagando sobre el paradero de Ivanhoe sin con seguir ningún resultado, y solo pudo descubrir que había sido levantado por unos criados de lujosa librea, colocado en la litera de una dama que se hallaba entre los espectadores y trasladado inmediatamente fuera de la arena. Esta noticia decidió a Oswald a volver al lado de Cedric para recibir nuevas órdenes y llevó consigo al porquero, al que consideraba en cierto modo un desertor del servicio de su amo.
La suerte de su hijo había ocasionado a Cedric vivos temores y una emoción aguda, porque la naturaleza quería recobrar sus derechos, a pesar del estoicismo patriótico que se esforzaba en refrenar sus ímpetus. Mas apenas supo que Ivanhoe se hallaba en buenas manos, la ansiedad paternal cedió nuevamente el paso al amor propio herido y al resentimiento de lo que él llamaba una sublevación filial.
—Que siga su camino —dijo—, y que cuiden de sus heridas aquellos por cuyo afecto las ha recibido. Mejor sirve para los trucos malabares de la caballería normanda que para conservar el honor y la nombradía de sus ancestros ingleses con el hacha y la lanza, las antiguas y excelentes armas de su país.
—Si para conservar el honor de sus ancestros —intervino Rowena, que se hallaba presente—, basta con ser prudente en el consejo y bravo en la ejecución, el más valiente entre los valientes y el más amable y distinguido, ninguna voz, que yo sepa, salvo la de su padre...
—¡Silencio, lady Rowena! No os permito hablar de este asunto. Preparaos para el banquete del príncipe, se nos ha invitado a él con una cortesía que raras veces prodigan los normandos a nuestra raza desde la fatal batalla de Hastings. Yo asistiré, aunque no sea sino para probarles cuán poco ha podido conmover a un sajón la suerte de un hijo que ha vencido a sus más intrépidos campeones.
—Yo no pienso ir, y os ruego que tengáis cuidado con lo que decís, no sea que lo que vos creéis valor y firmeza de carácter sea solo dureza de corazón.
—Quedaos, pues, ingrata dama; vos sí que tenéis duro el corazón cuando sacrificáis el interés de un pueblo oprimido a un frívolo afecto que yo no apruebo. Voy en busca del noble Athelstane y juntos nos dirigiremos al banquete de Juan de Anjou.
Asistieron en consecuencia a la comida cuyos principales acontecimientos ya hemos narrado. Tan pronto como hubieron salido del castillo de Ashby, los dos thanes montaron a caballo con su gente y fue durante el desorden de la partida cuando, por primera vez, la mirada de Cedric cayó sobre el porquero desertor. El noble sajón, conforme hemos visto, había abandonado la sala del festín en un exceso de humor poco paciente, y estaba deseoso de hallar un pretexto para desahogar su cólera contra el primero que se le pusiera por delante.
—¡Cadenas! ¡Cadenas! —gritó—. ¡Oswald! ¡Hundibert! ¡Perros esclavos! ¿Por qué no encadenáis a ese miserable?
Sin atreverse a replicar, los compañeros de Gurth lo ataron con un cabestro que encontraron a mano. No se quejó por semejante trato, pero dirigió a su señor una mirada de reproche, diciendo:
—Esto me sucede por amar vuestra sangre más que la mía propia.
—¡A caballo, y en marcha! —profirió Cedric.
—Ya era hora —añadió Athelstane—; si no apretamos el paso, el resopón* que el digno abad Waltheoff ha mandado disponer en nuestro obsequio no valdrá gran cosa.
Los viajeros, con todo, se dieron tanta prisa que llegaron al convento de San Withold antes de que ocurriera tal desgracia. El abad, que también era sajón, recibió a sus compatriotas con la fastuosa y pródiga hospitalidad que esta nación se complacía en ostentar. Permanecieron a la mesa hasta muy avanzada la noche, mejor dicho, hasta rayar el día, y no se despidieron de su venerable huésped sino después de haber compartido con él, durante la alborada, un abundante desayuno.
En el momento en que la cabalgata se disponía a salir del patio del monasterio, sobrevino un incidente bastante alarmante para los sajones, que, de entre todos los pueblos de Europa, eran los que más ciegamente creían en los agüeros, a los cuales se remontan buena parte de las creencias supersticiosas mencionadas en nuestras crónicas nacionales. Los normandos, raza mixta y más ilustrada en lo referente a la época, se habían desprendido de la mayor parte de las supersticiones heredadas de sus antepasados de Escandinavia y se jactaban de pensar libremente sobre tales materias.
En las presentes circunstancias, la aprensión de una desgracia inminente fue inspirada por un enorme perro negro y enjuto que, considerado cual respetable profeta, se plantó sobre sus patas traseras y se puso a aullar lastimosamente al pasar los primeros jinetes y siguió ladrando con fiereza, brincando de un lado a otro, hasta que se lanzó tras ellos.
—No me gusta esa música, padre mío —dijo Athelstane, que tenía la costumbre de llamar así a Cedric en prueba de respeto.
—Tampoco a mí me gusta, tío —añadió Wamba—; y mucho me temo que nos cueste la torta un pan.
—A mi entender —prosiguió Athelstane, a quien la excelente cerveza del abad (Burton ya era famoso por esta generosa bebida) produjera una favorable impresión— mejor haríamos en volver atrás y quedarnos en el convento hasta la noche. Trae mala suerte emprender un viaje entre comida y comida. Además, que un monje, una liebre o un perro que aúlla se crucen en el camino son presagios de desgracia.
—¡Sigamos! —dijo Cedric con impaciencia—. El día será corto y es larga la jornada. En cuanto al animal, lo conozco, es el mastín del desertor de Gurth, tan inútil como su amo.
Al tiempo que decía esto, Cedric, irritado por aquel retraso, se irguió en los estribos y lanzó su venablo al pobre Fangs, pues era Fangs, que había seguido el rastro del porquero durante su simulada expedición, después lo había perdido y ahora demostraba su alegría al volver a encontrarlo. El venablo hirió al animal en el lomo y a poco estuvo de quedarse clavado en el suelo. Fangs huyó lejos del furioso thane aullando de dolor. Gurth sintió que se le partía el corazón en el pecho, porque el proyectado intento de matar a su fiel compañero le afectaba mucho más que el mal trato que él mismo había sufrido. Habiendo intentado en vano llevarse las manos a los ojos, le dijo a Wamba, que, temiendo la cólera de su señor, se había colocado prudentemente a retaguardia:
—Hazme el favor de limpiarme los ojos con la punta de tu capa; el polvo me molesta y estas ligaduras me impiden valerme de las manos que Dios me ha dado.
Wamba lo hizo como pedía y marcharon algún tiempo uno al lado del otro. Gurth, que se había encerrado en un sombrío silencio, estalló al fin.
—Amigo Wamba —dijo—, de cuantos están bastante locos para servir a Cedric, solo tú tienes el talento de hacerle agradable la locura. Acércate a él, pues, y dile que ni por afecto ni por miedo Gurth ya no lo servirá más. Que me mande cargar de hierros, molerme a palos, cortar la cabeza, está en su derecho, pero a partir de hoy nunca podrá obligarme a que le quiera o le obedezca. Ve y dile que Gurth, hijo de Beowulph, renuncia a su servicio.
—Ciertamente —replicó Wamba—, loco y todo como soy, no pienso encargarme de tan loca comisión. Cedric tiene otro venablo en el cinto, y ya sabes que raras veces yerra el tiro.
—Pues que tire, poco me importa. Ayer abandonó a Wilfred, mi joven señor, bañado en su propia sangre; hoy ha pretendido matar en mi presencia al único ser viviente del cual he recibido pruebas de afecto. Por san Edmundo, san Dunstán, san Withold, san Eduardo confesor y por todos los santos sajones del calendario (pues Cedric no juraba por ningún santo que no fuese de linaje sajón y sus sirvientes le imitaban en esta devoción restringida) que no se lo perdono.
—Ahora que lo pienso —dijo el bufón, que con frecuencia solía representar el papel de conciliador en Rotherwood—, nuestro amo no abrigaba el propósito de lastimar al perro: solo quería asustarle. Porque, si te diste cuenta, se puso de pie en los estribos, cual si quisiera darnos a entender que apuntaba más allá del blanco, y así hubiera sido si Fangs no hubiera saltado justo en el momento preciso ni recibido el rasguño que yo curaré con un emplasto de guisantes, de la anchura de un sueldo.
—¡Ah, si pudiera creerlo! ¡Si fuera posible! —profirió Gurth—. Pero no, el venablo iba bien dirigido: lo vi partir, lo oí silbar con toda la furia del que lo había arrojado y, en el suelo, donde se clavó, vibraba aún de pena, por así decirlo, de haber errado el golpe. ¡Por el cochino de san Antonio, renuncio a servir a mi amo!
Y el porquero, indignado, cayó de nuevo en un melancólico silencio, del cual ya no lograron sacarle los esfuerzos de Wamba.
Mientras tanto Cedric y Athelstane, que marchaban a la cabeza de la banda, discurrían acerca del estado del país, de las disensiones de la familia real, de los feudos y los litigios de la nobleza y de las probabilidades que a los sajones oprimidos se ofrecían para sacudir el yugo de los normandos o, al menos, para aprovechar las discordias civiles que probablemente no tardarían en llegar, con objeto de devolver a la nación su independencia y dignidad. Este era un asunto que apasionaba a Cedric. El restablecimiento de las franquicias de su raza era su sueño dorado, y sin vacilar había sacrificado en aras de este su felicidad doméstica y los intereses de su hijo. Mas para obrar aquella gran revolución en favor de los naturales era indispensable que estuvieran unidos y que los dirigiese un jefe de autoridad reconocida. La necesidad de elegir este jefe entre los sajones de sangre real no solo saltaba a la vista de todos, sino que había llegado a ser la condición impuesta a aquellos a los que Cedric había confiado sus secretos planes y esperanzas. Athelstane al menos detentaba este título y, si bien tenía poca habilidad mental para recomendarlo como jefe de partido, poseía, a pesar de todo, buena presencia, bravura, el hábito de los ejercicios militares y parecía dispuesto a seguir la opinión de consejeros más sabios que él. Por encima de todo, se sabía que era generoso, hospitalario y de un carácter excelente. No obstante, cualesquiera que fuesen las pretensiones de Athelstane a la jefatura de una confederación sajona, muchos se inclinaban a dar la preferencia a lady Rowena. Aparte de que esta descendía de Alfredo el Grande, su padre había sido un guerrero renombrado por su prudencia, valor y generosidad, y sus compatriotas honraban en gran manera su memoria.
No le habría sido difícil a Cedric, si consintiera en ello, colocarse a la cabeza de un tercer partido, por lo menos tan temible como los otros dos. En compensación de la alcurnia real que le faltaba, tenía valor, actividad, energía y, sobre todo, esa fidelidad absoluta a la causa nacional que le había valido el apelativo de El Sajón. Por lo demás, en nobleza nadie lo aventajaba, salvo Athelstane y su pupila. Ninguna mezcla de interés personal empañaba estas cualidades de suerte que lejos de pensar en dividir a su nación, ya tan debilitada, con una facción más, desde un principio entró en sus planes el extinguir las ya existentes, valiéndose para ello del proyectado enlace entre Athelstane y Rowena. La recíproca inclinación de su pupila y de su hijo se había opuesto hasta entonces al propósito que acariciaba. Tal fue la causa que lo movió a desterrar a Wilfred de la casa paterna.
Cedric tomó esta medida rigurosa con la esperanza de que la ausencia trajera el olvido al corazón de Rowena, pero vio fallida su esperanza, y tal decepción podía atribuirse en parte a la educación que había dado a su pupila. Cedric, a cuyos ojos el nombre de Alfredo resplandecía como el de una divinidad, había rodeado a la única descendencia de este gran rey de todos los homenajes que apenas se hubieran tributado, en aquella época, a una princesa de hecho. La voluntad de Rowena había sido casi siempre ley en la casa de Cedric y él mismo, cual si hubiese resuelto proclamarla soberana, al menos en aquel pequeño reino, parecía fundar su orgullo en considerarse el primero de sus vasallos. De esta manera acostumbrada al ejercicio, no solo de su libre voluntad, sino de una autoridad despótica, Rowena estaba preparada para resistir las tentativas que tuvieran por objeto contrariar sus inclinaciones o disponer de su mano contra su voluntad. Con mayor razón también se hallaba apercibida a confirmar su independencia, incluso en casos en los que jóvenes educadas en la obediencia y la sumisión rechazan con frecuencia la voluntad paterna. Manifestaba sin rodeos sus vehementes sentimientos, y Cedric, que no podía desistir de su acostumbrada deferencia a las opiniones de su pupila, no sabía cómo arreglárselas para hacer valer su autoridad de tutor.
En vano quiso deslumbrarla con la perspectiva de un utópico trono; Rowena, dotada de clara inteligencia, consideraba imposible tal proyecto, y por lo que a ella concernía, todavía menos apetecible. Sin ocultar la franca preferencia concedida al valeroso Wilfred de Ivanhoe, declaró que si no se aceptaba a su amante favorecido, preferiría encerrarse en un convento antes que compartir un trono con Athelstane, a quien siempre había desdeñado y que ya comenzaba a detestar con fuerza, a causa de las mortificaciones que por su culpa experimentaba.
Cedric, que no tenía en mucho la constancia de las mujeres, persistía en emplear todos los medios a su alcance para lograr el feliz éxito de su proyectado enlace, considerándolo de una importancia capital para el porvenir de los sajones. La inesperada y romancesca aparición de su hijo en el torneo de Ashby le había parecido, con razón, un golpe mortal asestado a sus esperanzas. Verdad es que el amor paternal triunfó por un momento sobre el orgullo y el patriotismo, pero estos dos sentimientos reaparecieron con renovada energía y lo incitaron a tentar un vigoroso esfuerzo para unir a Athelstane y Rowena, así como a adoptar las medidas necesarias para impulsar la restauración de la independencia sajona.
Acerca de este último punto departía en aquel momento con Athelstane, no sin motivo para lamentarse de vez en cuan do de que tan gloriosa empresa dependiese de un hombre que en lugar de sangre tenía horchata en las venas. Cierto es que Athelstane era por naturaleza bastante vanidoso, le gustaba que le acariciaran sus oídos con pomposas frases relativas a su ilustre alcurnia y sus derechos hereditarios a la soberanía, aunque esa insignificante vanidad ya quedaba satisfecha con recibir el homenaje de sus servidores y de los sajones que de cerca lo trataban. No carecía de valor ante el peligro, pero le repugnaba singularmente marchar a su encuentro. Como cuestión de principios, convenía con Cedric en que los sajones tenían razón en reivindicar su independencia y estaba aún más convencido de la necesidad de ser su rey una vez lograda esta. No obstante, al discutir los medios de consolidar estos derechos, volvía a ser Athelstane el Irresoluto, esto es, lento, indeciso, tardo y sin iniciativa. Las ardientes y enérgicas exhortaciones de Cedric producían en su impasible naturaleza el mismo efecto que la bala candente bajo el agua, la cual, tras un poco de ruido y de humo, no tarda en enfriarse.
Renunciando a esta tarea que podía compararse a la de espolear un mal rocín o batir un hierro frío, Cedric retrocedió hasta su pupila, con la que no obtuvo mayor satisfacción en la conversación. Su intervención interrumpía el diálogo entre Rowena y su doncella favorita acerca de la valentía y del paradero de Wilfred. Elgitha no se privaba de practicar una doble venganza, por ella y por su señora, recordando cómo Athelstane había rodado por la arena, un recuerdo harto desagradable a los oídos de Cedric. El viaje, pues, solo ofreció al testarudo sajón toda suerte de sinsabores y contrariedades, circunstancia que lo llevó a maldecir mil veces en su fuero interno el torneo, al que lo había convocado y a su propia locura de asistir a él.
Alrededor de mediodía, obedeciendo a una proposición de Athelstane, los viandantes se detuvieron a la sombra junto a una fuente de un claro del bosque, con objeto de dar reposo a sus caballos y probar las provisiones que el generoso abad había mandado colocar a lomos de una mula. Su comida se prolongó más de lo necesario y, habiéndoles quitado otros refrigerios semejantes la esperanza de llegar a Rotherwood antes de la noche, resolvieron proseguir su camino más rápidamente de lo que lo habían hecho hasta entonces.