¡Malditos garabatos! En mi vida he visto otros iguales.
OLIVER GOLDSMITH, Doblegada para vencer
Cuando el templario entró en el salón del castillo, encontró
allí a De Bracy.
—¿Y vuestro galanteo? —le preguntó este último—. Supongo que ese ruidoso llamamiento os ha contrariado tanto como a mí. Pero llegáis más tarde que yo y de peor gana, de lo que deduzco que vuestra entrevista ha sido más agradable que la mía.
—¿Os ha recibido mal la heredera sajona? —respondió Bois-Guilbert.
—¡Por los huesos de santo Tomás! Cualquiera diría que lady Rowena ha sabido que no puedo resistir el espectáculo de ver llorar a una dama.
—Vaya, vaya... ¡Aquí tenemos al jefe de una compañía de mercenarios contenido por las lágrimas de una mujer! Algunas gotas de agua en la antorcha del amor no hacen más que avivar su llama.
—¡Menudas gotas! La damisela ha vertido un raudal capaz de extinguir un incendio. Jamás se vieron desde los tiempos de Niobe, cuya historia nos ha referido el prior,* unos brazos tan retorcidos y unos ojos tan anegados en llanto como los suyos. La hermosa doncella sajona ha sido poseída por un diablo acuático.
—Y toda una legión de diablos ha elegido por domicilio a mi judía, pues no creo que uno solo, aun siendo este el mismo Apolión, hubiera podido infundirle semejante decisión y orgullo. Pero ¿dónde está Front-de-Bœuf? El cuerno suena cada vez más fuerte.
—Estará ocupado con el judío —respondió De Bracy fríamente—. Lo más probable es que los aullidos de Isaac ahoguen los ruidos exteriores. Debéis saber por experiencia, sir Brian, que un judío obligado a desprenderse de sus tesoros, sobre todo con las condiciones que nuestro amigo le impondrá, exhala gritos capaces de sofocar el son de veinte cuernos y de otras tantas trompetas. Pero haremos que sus vasallos lo llamen.
Al cabo de algunos instantes se les reunió el señor del castillo, que había sido interrumpido en su tiránica crueldad, como ha visto el lector, y que se había retrasado para dar algunas órdenes necesarias.
—Veamos la causa de este maldito alboroto —dijo—. Aquí hay una carta que nos la va a revelar. Si no me equivoco, está escrita en sajón.
Mientras la miraba, le iba dando vueltas y más vueltas, cual si realmente esperara entender su contenido a fuerza de manosearla. Al fin se la entregó a De Bracy.
—Es una auténtica algarabía, he aquí todo lo que puedo decir —respondió este, a quien correspondía una gran dosis de la ignorancia tan común entre los nobles de la Edad Media—. Nuestro capellán trató de enseñarme a escribir, pero todas mis letras parecían puntas de lanza u hojas de espada, y el buen hombre desistió de su empeño.
—Dádmela —dijo el templario—. Nuestra calidad de sacerdotes nos obliga a saber algo con que ilustrar nuestro valor.
—En este caso, nos aprovecharemos de vuestra respetable ciencia —profirió De Bracy—. ¿Qué es lo que dice?
—Es un desafío en toda regla. Pero, por la virgen de Belén, si no es chanza de loco, se trata de la misiva más extraordinaria que jamás haya pasado el puente levadizo de un castillo señorial.
—¡Una chanza! —dijo Front-de-Bœuf—. Me gustaría saber quién osa chancear conmigo en tales materias. Leed, sir Brian.
Y el templario leyó lo siguiente:
Yo, Wamba, hijo de Witless, bufón de un hombre noble y libre, Cedric de Rotherwood, alias el Sajón, y yo, Gurth, hijo de Beowulph, porquero...
—¿Habéis perdido el juicio? —interrumpió Front-de-Bœuf.
—Por san Lucas, esto dice —replicó Bois-Guilbert. Y prosiguió su lectura:
... y yo, Gurth, hijo de Beowulph, porquero del susodicho Cedric, con la ayuda y la asistencia de nuestros aliados y confederados, que hacen causa común con nosotros en esta querella, especialmente del buen caballero llamado, por ahora, El Negro Haragán, y del valiente montero Robert Locksley, al que llaman Corta-varitas, a vos, Reginald Front-de-Bœuf, y a vuestros cómplices y aliados, quienesquiera que sean, en vista de que sin motivo alguno ni previa declaración de guerra os habéis apoderado injusta y violentamente de la persona de nuestro amo y señor, el susodicho Cedric, alias el Sajón, de la noble doncella lady Rowena de Hargottstandstede, y también de la persona del noble Athelstane de Coningsburgh, y también de las personas de otros hombres libres, sus guardias, y también de las personas de algunos siervos de los mismos; y también de cierto judío llamado Isaac de York y de cierta judía, hija del citado judío, y de ciertos caballos y mulas, cuyas nobles personas, con sus dichos guardias y siervas, y dichos caballos y mulas, y judío y judía referidos, estaban todos en paz con Su Majestad y viajaban como vasallos por el camino real; por todo ello, os requerimos y demandamos que las susodichas nobles personas, a saber: Cedric de Rotherwood, alias el Sajón, Rowena de Hargottstandstede y Athelstane de Coningsburgh, con sus siervos, guardias y demás acompañantes, y los caballos y mulas, y los referidos judío y judía, con todas las monedas y efectos de su pertenencia, nos sean, en el término de una hora tras la recepción de la presente, entregados a nosotros o a la persona o personas que para ello designemos, sin daño corporal ni menoscabo de bienes de las susodichas nobles personas, criados, guardias y siervos, judío y judía, mulas y caballos. De no cumplir con nuestro requerimiento y demanda debemos declarar, y declaramos, que os consideraremos ladrones y traidores desleales, y pelearemos contra vosotros en batalla, asedio o lo que fuere menester, haciendo cuanto pueda contribuir a vuestro daño y destrucción. Dios os guarde muchos años. Hecho y firmado por nosotros, en la víspera de san Withold, bajo la gran encina de Harthill Walk, y escrito por un hombre santo, servidor de Dios, de Nuestra Señora y de san Dunstán, en la ermita de Copmanhurst.
Al pie de este documento figuraban en primer término una cabeza de gallo con su cresta, toscamente bosquejada, con una leyenda que explicaba que aquel jeroglífico era la rúbrica de Wamba, hijo de Witless. Debajo de este emblema se veía una cruz, designada como firma de Gurth, hijo de Beowulph. Luego seguían trazadas, en caracteres toscos pero firmes, estas palabras: «El Negro Haragán». Y para coronar la obra, una flecha dibujada con bastante limpieza se identificaba como la marca del arquero Locksley.
Después de leer este estrafalario documento, los caballeros se miraron unos a otros, mudos de asombro y sin saber si era aquel negocio de burlas o de veras. De Bracy rompió el silencio con una estrepitosa carcajada, al que se unió el templario, aunque con un poco más de moderación. Este acceso de hilaridad intempestiva impacientó a Front-de-Bœuf.
—Os lo digo francamente, nobles señores —profirió—, mejor sería reflexionar acerca de lo que conviene hacer que entregarse a una alegría tan inoportuna.
—Desde su última caída en el torneo —dijo De Bracy al templario—, Front-de-Bœuf no ha recuperado su talante; la sola idea de un desafío le intimida, aun viniendo de un loco y de un porquero.
—¡Por san Miguel! —replicó Front-de-Bœuf—. Quisiera verte en mi lugar, De Bracy, con toda la aventura encima. ¿Acaso esos tunantes obrarían con tan inconcebible desfachatez, si no tuvieran quien les guardara las espaldas? No faltan bandidos en el bosque, y la protección que dispenso al venado les saca de tino. Una vez, sorprendimos a uno de ellos con las manos en la masa y lo mandé atar a los cuernos de un ciervo salvaje, que lo destrozó en cinco minutos. Pues bien, por eso me acribillaron con más flechas que las que se tiraron al blanco en Ashby. ¡Eh! —gritó dirigiéndose a uno de sus criados—, ¿has mandado reconocer qué fuerzas apoyan este pretencioso reto?
—Por lo menos hay doscientos hombres reunidos en el bosque —respondió el escudero.
—¡Buen negocio! —prosiguió Front-de-Bœuf—. ¡Esto es lo que sucede por haberos prestado mi castillo! ¿No os las podríais haber arreglado sin hacer ruido? Pero teníais que traerme esta colmena de avispas para que viniera a zumbar en mis oídos.
—¿Esa banda de cobardes y bribones que pululan en los bosques y asesinan el venado en vez de contribuir a su conservación? —dijo De Bracy—. Son otros tantos zánganos que no pican.
—¡Ah! ¿Lo creéis así? Sus flechas agudas y largas como pinos, que clavan en un blanco de la anchura de un cequí, no son malos aguijones.
—¡Qué injuria, señor! —intervino Bois-Guilbert—. Llamemos a nuestra gente y vayamos a buscarlos. Un caballero, ¡qué digo!, un hombre de armas bastaría para hacer frente a veinte de esos villanos.
—Bastaría y sobraría —añadió desdeñosamente De Bracy—. A mí me daría hasta vergüenza acometerles con mi lanza.
—Cierto sería —prosiguió Front-de-Bœuf—, si se tratara de atezados turcos o moros, señor templario, o de los cobardes campesinos franceses, valiente De Bracy; pero tenemos que habérnoslas con arqueros ingleses y no les llevamos otra ventaja que la de nuestras armas y nuestros caballos, que de poco nos servirán entre las malezas del bosque. ¿Que los vayamos a buscar, decís? Apenas tenemos gente para defender el castillo. Mis mejores soldados están en York, como los vuestros, De Bracy. A lo sumo, me quedan unos veinte, sin contar el puñado de hombres que han servido en esta loca empresa.
—¿Teméis que reúnan un número suficiente para asaltar el castillo? —observó Bois-Guilbert.
—¡Oh! No hasta ese extremo, sir Brian. Esos proscritos tienen, es cierto, un intrépido capitán, pero carecen de artilugios de guerra, de escalas, de jefes expertos, y mi castillo nada tiene que temer.
—Avisad a vuestros vecinos —prosiguió el templario—, decidles que reúnan a sus vasallos y que vengan en auxilio de tres caballeros sitiados por un bufón y un porquero, en la morada señorial de Front-de-Bœuf.
—¡Menuda ocurrencia! ¿Y a quién mandaría avisar? A estas horas, Malvoisin se encuentra en York con toda su gente, lo mismo que mis otros aliados, y yo hubiera hecho lo que ellos si no hubiera sido por vuestra diabólica empresa.
—En ese caso —dijo De Bracy—, enviemos un mensaje a York y llamemos a nuestra gente. Si los de ahí abajo no se desmandan a la vista de mi estandarte o a la proximidad de mi compañía franca, los tendré por los forajidos más audaces que hayan tensado el arco en los bosques.
—¿Y quién llevará el mensaje? —preguntó Front-de-Bœuf—. Pronto serán dueños de todos los caminos y asaltarán al mensajero que pase por ellos. —Y añadió tras un momento de reflexión—: Ya lo tengo. Señor templario, sin duda escribís con tanta perfección como leéis y si pudiéramos encontrar el tintero de mi capellán, que murió de indigestión el año pasado, durante las fiestas de Navidad...
—Con vuestro permiso —dijo el escudero, que había permanecido en el fondo de la sala—, creo que la vieja Urfried lo tiene guardado como un recuerdo de su confesor, el último hombre, según dice, que la trató con las consideraciones debidas a las matronas y a las doncellas.
—Ve por él, Engelred, y luego vos, Bois-Guilbert, contestaréis a ese audaz desafío.
—Esa es una tarea en la cual manejaría mejor la espada que la pluma, pero os complaceré.
El templario se sentó junto a una mesa y escribió en francés, al dictado del castellano, la respuesta siguiente:
Sir Reginald Front-de-Bœuf y los nobles caballeros, sus aliados y confederados, no aceptan desafíos procedentes de esclavos, siervos o proscritos. Si la persona que se llama a sí mismo Caballero Negro tiene realmente derecho a los honores de la caballería, debería saber que se degrada en esa compañía, y que no le compete el pedir cuenta alguna a hombres de bien y de noble linaje. En lo concerniente a nuestros prisioneros, os requerimos, en nombre de la caridad cristiana, que enviéis un eclesiástico que los confiese y reconcilie con Dios, puesto que abrigamos la firme intención de ejecutarlos esta mañana antes del mediodía para que sus cabezas, colocadas en las almenas, muestren el caso que hacemos a los que vienen en su auxilio. Así pues, como ya hemos dicho, os requerimos que les enviéis un sacerdote para que los reconcilie con Dios, haciendo lo cual les prestaréis en esta vida el último servicio.
Tras doblar esta misiva, se la entregaron al escudero para que la diera al mensajero, que esperaba fuera, como respuesta a la que había llevado.
El montero, una vez cumplido su cometido, regresó al cuartel general de los proscritos, el cual, por el momento, se hallaba establecido bajo una encina venerable, a unos tres tiros de flecha de Torquilstone. Allí, Wamba, Gurth y sus aliados, el Caballero Negro y Locksley, sin olvidar al alegre eremita, aguardaban con impaciencia una respuesta a su requerimiento. En torno de ellos, y a cierta distancia, se veía un gran número de monteros, cuyo rústico atavío, aire audaz y rostros atezados revelaban su oficio. Ya se habían reunido más de doscientos y a cada instante llegaban otros nuevos. Salvo una pluma atada a sus gorras, los jefes no llevaban en el traje, armas ni equipo insignia alguna que les distinguiera del resto de sus subordinados.
Además, una banda menos regular y peor armada, compuesta de aldeanos sajones de las cercanías y de la mayor parte de los siervos y vasallos de los vastos dominios de Cedric, se les habían unido también para ayudar a rescatarlo. Casi todos llevaban hoces, venablos, trillos y otros instrumentos agrícolas, que la necesidad convertía a veces en instrumentos de guerra, porque los normandos, recelosos, según la política usual de los conquistadores, no permitían a los vencidos tener o llevar espadas ni lanzas. Esta circunstancia hacía la ayuda de los sajones mucho menos temible para los sitiados de lo que hubiera debido hacerla el vigor de los hombres, la superioridad numérica y el ardor que les infundía una causa legítima. La carta del templario iba dirigida al jefe de este ejército variopinto.
Primero se la entregaron al eremita para que diese a conocer su contenido.
—Por el cayado de san Dunstán, que devolvió más ovejas al redil que báculo de obispo almas al paraíso —exclamó el digno anacoreta—. Declaro mi imposibilidad de explicaros esta jerga; francesa o árabe, está fuera de mi alcance.
Tendió la misiva a Gurth, quien movió la cabeza con aire ceñudo, y se la dio a Wamba. El loco la recorrió de cabo a rabo con la vista, parodiando a un hombre inteligente, con muecas dignas de un mono en semejante caso. Terminó con un brinco y entregó el mensaje a Locksley.
—Si las letras mayúsculas fueran arcos y las minúsculas, flechas, podría entender algo —observó el buen montero—; pero tal como viene, el significado permanece tan a salvo ante mis ojos como el ciervo que pace a diez leguas de aquí.
—Yo os serviré de secretario —dijo el Caballero Negro.
Y tomando la carta de manos de Locksley, la leyó primero para sí y la tradujo luego en sajón a sus confederados.
—¡Ejecutar al noble Cedric! —exclamó Wamba—. ¡Por la Santa Cruz! Habéis leído mal, señor caballero.
—No, amigo —respondió este—, he explicado la carta tal como viene escrita.
—Entonces, ¡por santo Tomás Cantuariense! —profirió Gurth—, tomaremos el castillo, ¡aunque debamos demolerlo con nuestras propias manos!
—La verdad es —añadió Wamba— que para demolerlo no tenemos otra cosa; pero las mías apenas pueden amasar mortero.
—No es sino un ardid para ganar tiempo —dijo Locksley—. No se atreverán a cometer un atentado, del cual yo podría tomar horrorosa venganza.
—A mi entender —repuso el caballero—, uno de los nuestros debería introducirse en el castillo y darnos cuenta de la situación de los sitiados. Puesto que nos requieren el envío de un confesor, me parece que este santo ermitaño tendría una hermosa ocasión de ejercer su piadoso ministerio y proporcionarnos al mismo tiempo útiles informes.
—¡La peste sea contigo y con tu consejo! —replicó el buen ermitaño—. Te lo repito, señor Caballero Haragán, una vez suelto los hábitos, mi sacerdocio, mi latín y mi santidad se van a paseo y con mi gabán verde mato mejor veinte gamos que confieso a un cristiano.
—Temo —prosiguió el Caballero Negro—, y lo temo muchísimo, que no haya entre nosotros quien se encargue, por esta vez al menos, del papel de confesor.
Todos se miraron sin decir palabra.
—¡Vaya! —dijo Wamba al cabo de un momento—. Ha llegado la hora de que el loco haga una locura y arriesgue su cabeza mientras los cuerdos se quedan a salvo. Debo deciros, amados primos y paisanos, que antes de vestir este colorido traje, vestí el sayal y me educaron para monje; pero una fiebre me atacó al cerebro y solo dejó en él el juicio suficiente para ser loco. Espero, pues, que aleccionado por el buen eremita y, sobre todo, por el saber y la santidad cosidos a su capucha, me vean con aptitud para administrar consuelos terrenales y espirituales a Cedric, nuestro dignísimo amo, y a sus compañeros de infortunio.
—¿Tendrá el juicio suficiente? —preguntó a Gurth el caballero.
—No lo sé —respondió aquel—, pero esta sería la primera vez que le hubiera faltado el ingenio para sacar partido de su locura.
—Pronto, ponte el hábito, valiente —dijo el caballero—, y que tu señor nos informe de la situación del castillo. Debe de haber en él muy poca gente, y apuesto doble contra sencillo a que un ataque brusco y audaz nos franqueará sus puertas. La hora apremia... ¡Parte!
—En tanto —añadió Locksley—, sitiaremos la fortaleza de modo que no salga ni una mosca. Así, amigo mío, puedes asegurar a esos tiranos que si ejercen la menor violencia con sus prisioneros, la pagarán muy cara.
—Pax vobiscum! —respondió Wamba, que acababa de embutirse en su disfraz.
Dicho esto, imitó el andar grave y solemne de un religioso y se marchó a ejercer su ministerio.