XXXI

Una vez más a la brecha, queridos amigos, una vez más,

o tapiemos el muro con nuestros muertos ingleses.

                                          [...]

Y vosotros, bravos soldados,

carne y sangre de Inglaterra, mostrad aquí el temple de vuestra tierra,

que podamos jurar que sois dignos de vuestra fama.

SHAKESPEARE, Enrique V

Por más que Cedric no tuviera gran confianza en la promesa de Ulrica, se la comunicó a Locksley y al Caballero Negro. Encantados de saber que tenían en la fortaleza un aliado, el cual, en caso necesario, se hallaba dispuesto a facilitarles la entrada, pronto se pusieron de acuerdo con el sajón para acelerar el asalto, único medio de arrancar a los prisioneros de las manos del cruel Front-de-Bœuf.

—La sangre real de Alfredo se ve amenazada —dijo Cedric.

—Peligra también el honor de una dama —añadió el Caballero Negro.

—¡Por el san Cristóbal de mi tahalí! —profirió Locksley—, aunque solo se tratara de salvar al fiel esclavo Wamba, arriesgaría de buena gana cualquier miembro de mi cuerpo para que no le tocaran ni un pelo de la cabeza.

—Lo mismo digo —añadió el fraile—. Venga, señores, confío en que un loco, y por tal entiendo un loco sin collar y maestro en su arte, capaz de hacer mucho mejor el sabor de una jarra de vino como el de una tajada de jamón, digo que a un loco semejante, hermanos, no le faltará jamás un clérigo dispuesto a ayudarle con sus oraciones o con un golpe de mano, mientras yo sepa decir misa o blandir una partesana.

Dicho esto, ejecutó un molinete con esta pesada arma, igual que podría hacerlo con su cayado un pastorcillo.

—¡Así es, ermitaño! —respondió el Caballero Negro—. San Dunstán en persona no habría hablado mejor. Ahora, amigo Locksley, ¿no es justo que el noble Cedric dirija el asalto?

—Nada de eso —replicó el sajón—. Jamás aprendí el arte de atacar o defender esas moradas de la tiranía con que los normandos han poblado esta desventurada tierra. Combatiré en primera fila, pero mis honrados vecinos saben que nada entiendo de disciplina militar ni de sitiar fortalezas.

—Puesto que esa es la decisión del noble Cedric —dijo Locksley—, yo tomaré con gusto el mando de los monteros; y que me ahorquen sin más ceremonias en el árbol que acoge las celebraciones de nuestros consejos, si los sitiados osan mostrarse en las murallas sin verse acribillados por tantas flechas como clavos de especias tiene un jamón de Navidad.

—Muy bien dicho, camarada —repuso el caballero—. En cuanto a mí, si me juzgáis digno de dirigir este asunto, y si estos valientes quieren seguir a un buen caballero inglés, título que merezco con toda confianza, me hallo dispuesto a guiarlos al asalto de esas murallas con la habilidad de mi larga experiencia.

Así distribuidos los papeles entre los jefes, se dio el primer asalto, cuyo resultado ha visto ya el lector.

Inmediatamente después de tomar la barbacana, el Caballero Negro comunicó a Locksley el feliz éxito, y lo invitó al mismo tiempo a vigilar de cerca el castillo, a fin de impedir que el enemigo reuniera sus fuerzas e hiciera una salida repentina para recobrar el punto que acababa de perder. Esto quería evitarlo por encima de todo, consciente de que los hombres que tenía a sus órdenes eran voluntarios poco ejercitados, reunidos precipitadamente, mal armados y sin disciplina, que hubieran luchado con sobrada desventaja en un ataque repentino contra los avezados veteranos de los caballeros normandos, quienes estaban bien provistos de toda suerte de armas y tenían para contrarrestar el entusiasmo y el ardor de los asaltadores, la seguridad que inspiran una fuerte disciplina y el uso habitual de las armas.

El caballero empleó aquel momento de tregua en mandar construir una especie de puente levadizo o gran tablado, por medio del cual contaba atravesar el foso, a pesar de la resistencia que le opondrían. Este trabajo exigió algún tiempo, pero los jefes lo lamentaron tanto menos cuanto que daba a Ulrica tiempo para ejecutar su proyectado plan, cualquiera que fuese.

Terminado el puente, el Caballero Negro habló en estos términos a los que le rodeaban:

—No debemos demorarnos más, amigos míos; el sol se pone en el oeste y tengo entre manos asuntos que no me permiten pasar un día más en vuestra compañía. Además, sería un milagro que no vinieran jinetes de York a sorprendernos, a menos que llevemos pronto a cabo nuestra empresa. Que uno de vosotros vaya a decirle a Locksley que reanude los disparos y simule un ataque por el lado opuesto del castillo. En cuanto a vosotros, valientes ingleses que vais a secundarme, preparaos para arrojar el puente sobre el foso tan pronto como se abra la puerta de la barbacana. Entonces atravesadlo sin miedo detrás de mí, y ayudadme a derribar la poterna de enfrente. Aquellos de vosotros a quienes no convenga esta tarea, o los que están harto mal armados para ejecutarla, subirán a la plataforma de la barbacana, y desde allí hostigarán con una nube de flechas a todo el que aparezca en las murallas. Noble Cedric, ¿queréis mandar ese cuerpo de reserva?

—¡No, por el alma de Hereward! —respondió el sajón—. El mandar no es cosa mía. Pero ¡maldita para siempre sea mi memoria si no marcho el primero en cuanto nos mostréis el camino! La querella me concierne y el deber me ordena estar en la vanguardia.

—Pensadlo bien, noble sajón: no tenéis cota de malla ni coselete, nada más que ese ligero yelmo, escudo y espada.

—¡Tanto mejor! Pesaré mucho menos al escalar las murallas. Y perdonadme este alarde de vanidad, señor caballero, hoy veréis cómo un sajón no teme marchar al combate a pecho descubierto, con tanta audacia como un normando cubierto de hierro.

—Siendo así —exclamó el caballero—, en el nombre de Dios, ¡abrid la puerta y arrojad el puente!

La puerta de la barbacana, que se hallaba enfrente de la entrada principal del castillo, se abrió de repente; el puente, arrojado con fuerza, hizo saltar el agua y se extendió hasta la orilla opuesta, abriendo a dos hombres de frente un paso vacilante y difícil. Convencido de la necesidad de sorprender al enemigo, el Caballero Negro, a quien Cedric seguía de cerca, saltó sobre el puente y llegó al otro lado. Allí, se puso a descargar grandes hachazos contra la puerta del castillo. El templario, al retirarse, había destruido el puente levadizo, pero las vigas que salían por encima del dintel defendían en parte al sajón y al caballero de las piedras y de los disparos que les dirigían los sitiados. Los que se aventuraron a seguirlos no tenían ese resguardo; dos de ellos fueron alcanzados por saetas de ballesta y otros dos cayeron en el foso; el resto retrocedió hasta la barbacana.

La situación de Cedric y del Caballero Negro se hizo entonces muy crítica, y más lo habría podido ser si los arqueros apostados en la barbacana no hubiesen disparado sin descanso a las murallas, distrayendo así la atención de los que las ocupaban e impidiéndoles aplastar a sus jefes bajo una granizada de proyectiles. No por ello el peligro dejaba de ser extremo y la catástrofe, inminente.

—¡Que la vergüenza caiga sobre vosotros! —gritó De Bracy a los soldados que le rodeaban—. ¡Os llamáis ballesteros y permitís que esos dos perros mantengan su posición ante las murallas del castillo! Demoled sobre ellos trozos de estas almenas de piedra, no habrá nada mejor. ¡Pronto! ¡Traed picos y palancas, y tirad abajo esa mole! —añadió señalando una enorme almena esculpida, que caía a plomo sobre la puerta.

En el mismo momento se vio tremolar una bandera roja en el ángulo de la torre que Ulrica había indicado a Cedric. Locksley la divisó el primero, mientras en su impaciencia por conocer los progresos del ataque corría a la barbacana.

—¡San Jorge! —gritó—. ¡San Jorge por Inglaterra! ¡Al asalto, valientes amigos! ¿Permitiréis que ese buen caballero y el noble Cedric fuercen solos el paso? ¡Adelante, fraile del demonio! Demuestra que sabes batirte por tu rosario. ¡Adelante, compañeros! El castillo es nuestro, ¡tenemos amigos en él! ¿Veis aquella bandera? Es la señal convenida. Torquilstone se halla a nuestra merced. ¡Pensad en el honor, pensad en el botín! ¡Un esfuerzo más y la fortaleza nos pertenecerá!

Al proferir estas palabras, Locksley tensó su arco y clavó una flecha en el corazón de un soldado, que bajo las órdenes de De Bracy iba a arrancar de cuajo la almena saliente y a precipitarla sobre Cedric y el Caballero Negro. Un segundo soldado tomó la férrea palanca de manos de su compañero moribundo y había movido ya la formidable piedra, cuando, herido de un flechazo en la cabeza, cayó muerto en el foso. El desaliento embargó a los restantes al ver que no había arma defensiva que resistiera los disparos del terrible arquero.

—¡Cobardes! ¿Retrocedéis? —gritó De Bracy—. ¡Mount joye Saint-Denis,* dadme la barra!

Y apoderándose de la herramienta hizo palanca a la voluminosa almena, que ya estaba separada de su cavidad. Era una mole de tal peso que, en su caída no solo habría roto las vigas que defendían a los dos asaltadores, sino que habría hundido el rudimentario puente de tablas por donde habían atravesado el foso. Todos vieron el peligro y ni los más valientes, incluso el intrépido eremita, se atrevieron a poner un pie en el tablado. Tres veces Locksley apuntó a De Bracy, y tres veces su flecha rebotó en la armadura impenetrable del caballero.

—¡Maldita sea tu cota española! —dijo aquel—. Si la hubiera forjado un herrero inglés, mis flechas la habrían atravesado como si se tratara de seda o camelote. —Luego se puso a gritar—: ¡Camaradas... amigos... noble Cedric... atrás! ¡Cuidado con la piedra!

Su voz se perdió en el estruendo que armaba el Caballero Negro, cuyos hachazos en la poterna habrían ahogado el son de veinte trompetas de guerra. Con todo, el fiel Gurth se lanzó al puente para avisar a su señor del peligro que lo amenazaba o para compartir el mismo destino. Mas su advertencia habría llegado tarde: la desgajada almena se bamboleaba y De Bracy, que la empujaba ardorosamente, habría terminado su obra si la voz del templario no hubiera sonado cerca de sus oídos:

—Todo está perdido, De Bracy; el castillo arde.

—¿Qué decís? ¿Habéis enloquecido?

—El fuego ha estallado en el lado del oeste; he intentado apagarlo en vano.

Con la feroz sangre fría que le caracterizaba, Brian de Bois-Guilbert comunicó la espantosa noticia a su compañero de armas, quien no la recibió con la misma calma.

—¡Santos del paraíso! —exclamó De Bracy—. ¿Qué va a ser de nosotros? Ofrezco un candelero de oro macizo a san Nicolás de Limoges.

—Dejaos de votos y oídme. Bajad con vuestros hombres como para intentar una salida y abrid la puerta. Tras ella no hay más que dos hombres, arrojadlos al foso y proseguid vuestro camino hasta la barbacana. Yo iré a atacarla desde fuera, saliendo por la puerta principal. Una vez recobrada esa posición, sabremos conservarla hasta recibir próximo auxilio o, al menos, obtener del enemigo condiciones más razonables.

—El plan es bueno. Acepto mi parte.... Y vos ¿me seréis fiel?

—Como el guante a la mano. Pero, en el nombre de Dios, ¡daos prisa!

De Bracy reunió a sus hombres con precipitación, bajó a la poterna y mandó abrir bruscamente la puerta. En el mismo instante, esta cedía a los extraordinarios esfuerzos de Cedric y del Caballero Negro, quienes se precipitaron juntos al otro lado. Dos soldados cayeron bajo sus golpes y los restantes, sordos a la voz del capitán, retrocedieron.

—¡Bergantes! —gritó De Bracy—. No son más que dos... ¡Adelante! ¡No hay otro camino de salvación!

—¡Es el diablo en persona! —respondió un soldado tratando de evitar los golpes del Caballero Negro.

—Y aun cuando lo fuese, ¿huiríais de él hasta las bocas del infierno? El castillo está ardiendo, ¡cobardes! Tened al menos el valor de la desesperación o abridme paso, seré yo quien luche con ese demonio.

En aquel encuentro, De Bracy sostuvo noblemente la alta nombradía que había adquirido en las guerras civiles de aquella época atroz. El abovedado pasadizo que daba acceso a la poterna, y donde combatían encarnizadamente cuerpo a cuerpo los dos campeones, retumbaba al fragor de los terribles golpes que se descargaban uno a otro: De Bracy con su espada de dos manos y el Caballero Negro con su formidable hacha.

Al fin, el normando cayó al suelo tras una fuerte embestida en la cabeza, y si su escudo no hubiera amortiguado el golpe, hubiera exhalado allí el último aliento.

—Rendíos, De Bracy —dijo el vencedor inclinándose hacia él y apoyando en la visera de su yelmo el puñal que usaban los caballeros para dar el golpe de gracia a sus enemigos, y que por esta razón lo llamaban misericordia—. Rendíos, Maurice de Bracy, con o sin condiciones, o estáis muerto.

—No me rindo a un desconocido —respondió De Bracy con voz apagada—. Decidme vuestro nombre o tratadme como queráis. Nunca podrá decirse que De Bracy sucumbió a los golpes de un patán desconocido.

El Caballero Negro murmuró algunas palabras al oído del vencido.

—Me rindo. Soy vuestro prisionero y me postro a vuestros pies sin condiciones —profirió con aire sombrío el normando pasando del tono de una altanera arrogancia al de la más profunda sumisión.

—Id a la barbacana —repuso el vencedor—, y esperad allí mis órdenes.

—Antes, permitidme deciros una cosa que os importa saber. Wilfred de Ivanhoe está aquí prisionero y herido; será víctima de las llamas si no le socorren.

—¡Wilfred, en peligro mortal! ¡Si le sucede el menor percance, todos los hombres del castillo responderán por ello! ¿Dónde lo han encerrado?

—Subid por aquella escalera de caracol, conduce a su aposento. ¿Aceptaríais que os hiciera de guía?

—No. Id a esperar mis órdenes. No me fío de vos, De Bracy.

Durante el combate de los dos caballeros y la breve conversación que lo siguió, Cedric, al frente de una partida de arqueros, entre los que destacaba el ermitaño, había pasado el puente al abrirse la poterna, persiguiendo a los desalentados partidarios de De Bracy. Algunos pidieron cuartel, otros opusieron una resistencia inútil, y la mayor parte huyeron hacia el patio interior. Cuando De Bracy se hubo levantado, lanzó a su vencedor una detenida mirada llena de amargura.

—¡No se fía de mí! —repitió—. Pero ¿merezco acaso su confianza?

Después recogió sus armas, se quitó el yelmo en señal de sumisión y se dirigió a la barbacana; antes de entrar en ella, entregó su espada a Locksley, a quien encontró al paso.

A medida que el incendio crecía, el humo de las llamas iba penetrando en la estancia donde Ivanhoe recibía los cuidados de Rebecca. El estrépito del segundo ataque lo había despertado de su corto sueño, y suplicó a la judía que volviera a ocupar su puesto de observación en la ventana. Un vapor sofocante no tardó en extenderse por todas partes, ocultándole el espectáculo del campo de batalla. Al cabo, el denso humo que invadía la estancia y los gritos de «¡Fuego!» que entrecortaban los clamores guerreros les advirtieron del nuevo peligro que les amenazaba.

—¡Fuego! —exclamó—. ¡El castillo está ardiendo! ¿Qué vamos a hacer para salvarnos?

—¡Huye, Rebecca! Piensa en tu vida —dijo Ivanhoe—. No hay ayuda humana que pueda salvarme.

—No huiré —respondió ella—. Nos salvaremos o moriremos juntos. Pero, ¡gran Dios!, mi padre, mi padre... ¿cuál va a ser su suerte?

En ese momento, la puerta se abrió bruscamente y apareció el templario. Con su rica armadura abollada y cubierta de sangre y el penacho medio abrasado de su yelmo, ofrecía un aspecto espectral.

—¡Al fin te encuentro! —dijo a Rebecca—. Como puedes observar, cumplo mi promesa de compartir contigo la dicha y la pena. Solo hay un camino de salvación; he vencido muchos obstáculos para mostrártelo. Levántate, sígueme sin tardanza.17

—¿Partir sola? —respondió Rebecca—. No os seguiré yo sola. ¡Si sois de mujer nacido, si tenéis un ápice de caridad, si vuestro corazón es menos duro que vuestra coraza, salvad a mi anciano padre, salvad a este caballero herido!

—Un caballero, Rebecca —replicó el templario sin perder su calma estoica—, debe mirar a la muerte cara a cara, ya la encuentre en el incendio, ya en la batalla; pero, un judío, ¿a quién le importa dónde y cómo afronte la suya?

—¡Bárbaro! ¡Antes morir en las llamas que deberos mi salvación!

—No eres libre de elegir. Te has burlado una vez de mí; pero dos, eso a nadie le ha ocurrido.

Y tras estas palabras, cogió a la joven, que rasgaba el aire con sus gritos de espanto, y se la llevó en brazos fuera de la estancia, sin cuidarse de las amenazas ni de las injurias que Ivanhoe atronaba contra él.

—¡Perro templario! —gritaba hasta desgarrarse la garganta—. ¡Oprobio de tu orden, deja a esa doncella! Traidor Bois-Guilbert, ¡Ivanhoe te lo manda! ¡Miserable, voy a arrancarte el corazón!

—Si no llega a ser por vuestros gritos, Wilfred, no os habría encontrado —dijo el Caballero Negro precipitándose en aquel momento en la estancia.

—Si sois un verdadero caballero, no os preocupéis por mí —repuso Ivanhoe—; perseguid al raptor que huye. ¡Salvad a lady Rowena, buscad al noble Cedric!

—Ya les llegará el turno —respondió el desconocido—. Vos primero.

Y apoderándose del herido, se lo llevó con tanta facilidad como el templario se había llevado a la judía, y volvió a emprender el camino hacia la poterna. Allí, confió su carga a dos monteros, y entró nuevamente en el castillo para socorrer a los otros prisioneros.

El incendio ya se había apoderado de uno de los torreones, y se veían las llamas salir por la ventana y la tronera. En otros puntos, el espesor de los muros y la solidez de las bóvedas se oponían al avance del fuego; también allí el furor de los hombres desplegaba una violencia igual a la del elemento destructor. Los asaltadores batían de sala en sala a los defensores del castillo y saciaban en su sangre el odio que albergaban contra los vasallos de un tirano aborrecido desde hacía mucho tiempo. La mayor parte de la guarnición se defendía hasta morir; algunos pidieron gracia, pero no la obtuvieron. Solo se oía el estrépito de las armas y los gritos de agonía; resbalaban los pies sobre la sangre de los combatientes heridos o moribundos.

En medio de aquella escena de confusión, Cedric vagaba de un lado a otro en busca de Rowena, y Gurth, que se le había unido, exponía su propia vida para desviar los golpes dirigidos a su amo. Cedric logró al fin encontrar a su pupila justo cuando esta ya había renunciado a toda esperanza de salvación y aguardaba una muerte próxima oprimiendo una cruz contra su seno. La puso en manos de Gurth y le ordenó que la condujera a la barbacana; el paso estaba libre de enemigos y las llamas aún no lo amenazaban. Cumplida esta tarea, el bravo sajón corrió en busca de Athelstane, resuelto a desafiar todos los peligros para salvar al último retoño de los príncipes de su raza. Empero, antes de que Cedric hubiese penetrado en el viejo salón donde él mismo había estado prisionero, el fecundo ingenio de Wamba había hallado el modo de salvarse él y su compañero de infortunio.

Cuando la barahúnda exterior anunció que se encontraban en lo más recio del combate, se puso a gritar con toda la fuerza de sus pulmones: «¡San Jorge y el dragón! ¡San Jorge por Inglaterra! ¡El castillo es nuestro!». Y para hacer más imponentes estos gritos, hizo chocar con estrépito una contra otra dos viejas armaduras que colgaban de las paredes. Un centinela, apostado en la antesala y ya presa de vivos temores, se asustó, y sin acordarse de cerrar la puerta, corrió a anunciar a Bois-Guilbert que el enemigo había penetrado en el salón del castillo. No les fue, pues, difícil a los prisioneros ganar la antesala y de allí el patio interior, donde se representaba el último acto de aquella tragedia. Allí se mantenía a caballo el intrépido templario, rodeado de algunos jinetes y hombres armados, que se habían agrupado en torno de este ilustre jefe a fin de asegurar la última probabilidad de salvación que les quedaba. Por orden suya, habían bajado el puente levadizo, pero el paso estaba lleno de enemigos. Hasta entonces los arqueros no habían hostigado aquella parte del castillo sino con nubes de flechas. Apenas vieron surgir las llamas y caer el puente, acudieron en tropel a dicho punto con objeto de oponerse a la salida de los sitiados y también con el de obtener su parte de botín antes de que el fuego lo consumiera todo. Además, los que habían entrado por la poterna comenzaban a invadir el patio y atacaban con furia al resto de los sitiados, los cuales se hallaban, nunca mejor dicho, entre la espada y la pared.

Inflamados por la desesperación y enardecidos por el ejemplo de su indomable jefe, aquel puñado de bravos soldados pelearon con el valor más firme y, como estaban bien armados, lograron rechazar muchas veces a un adversario muy superior en número. Rebecca, atravesada en la silla de uno de los esclavos sarracenos, ocupaba el centro de la reducida banda y Bois-Guilbert, pese a la confusión de aquella sangrienta refriega, velaba solícitamente por ella. A cada instante volvía a su lado y descuidaba su propia defensa por cubrirla con su escudo chapeado de acero. Luego, lanzando su grito de guerra, daba un salto hacia delante, derribaba a sus más encarnizados enemigos y volvía a colocarse al lado de la judía.

Athelstane, que, como ya sabe el lector, era indolente por temperamento pero de bravura incontestable, creyó reconocer a Rowena en la mujer velada, de la cual el templario se había hecho celoso protector y parecía resuelto a llevarla consigo a despecho de todos los obstáculos.

—¡Por el alma de san Eduardo! —exclamó—. ¡Yo se la arrancaré a ese presuntuoso caballero y él morirá entre mis manos!

—¡No os precipitéis! —le gritó Wamba—. Quien lleva sobrada celeridad se expone a confundir ranas por peces. ¡Por mis cascabeles! Esa no es nuestra señora. ¡Fijaos en sus largas trenzas negras! Si no sabéis distinguir lo negro de lo rubio, avanzad, podéis ser el que manda, pero yo no os seguiré. No permitiré que me rompan los huesos sin saber por quién lo hago. Y además, ¡no tenéis armadura! Pensadlo: jamás gorras de seda pararon hojas de acero. ¿Insistís? No, si ya lo dicen: donde las dan las toman. Deus vobiscum, ¡valeroso Athelstane! —Y tras esta recomendación, el loco, que tenía asida la túnica del sajón, la soltó.

Apoderarse de una maza que un soldado moribundo había dejado caer en el suelo, precipitarse hacia el grupo del templario, golpear ciegamente a derecha e izquierda y derribar un hombre a cada golpe fue obra de un instante para la fuerza descomunal de Athelstane, que en aquellos momentos redoblaba un arrebato de furor. Pronto se halló a dos pasos de Brian de Bois-Guilbert y lo desafió con voz de trueno:

—¡Detente, templario desleal! Suelta a la que eres indigno de tocar. ¡Detente, soldado de una banda de ladrones y de hipócritas asesinos!

—¡Perro! —contestó el templario rechinando los dientes—. ¡Yo te enseñaré a blasfemar de la santa orden del Temple de Sión!

Y tras estas palabras hizo dar un salto al caballo hacia el sajón, obligando al animal a levantarse sobre sus patas traseras, y en el momento en que este se disponía a volver a poner sus patas sobre tierra, aprovechó la bajada del caballo para ponerse en pie en los estribos y descargar un terrible golpe en la cabeza de Athelstane.

Wamba no se había equivocado: jamás gorras de seda pararon hojas de acero. Era tan cortante el arma del templario, que partió en dos, como si fuera una pequeña rama de sauce, el sólido mango de la maza que el desventurado sajón había levantado con objeto de parar el golpe. Sin embargo, este había sido arremetido con tan irresistible violencia sobre su cabeza, que le hizo medir el suelo cuan largo era.

Beau-seant! —exclamó Bois-Guilbert—. ¡Perezca así quien ose difamar a los caballeros del Temple!

Y aprovechando sin vacilar el desorden ocasionado por la caída de Athelstane, añadió:

—¡Los que quieran salvarse, que me sigan!

Y atravesó el puente levadizo, dispersando a cuantos le cerraban el paso. Lo acompañaban sus sarracenos y media docena de hombres armados a caballo. Su retirada fue muy peligrosa a causa de la nube de flechas que siguió al templario y a sus partidarios, mas no por ello dejó de dirigirse al galope hacia la barbacana, de la cual, según el plan que ambos habían convenido, De Bracy podía haberse apoderado.

—¡De Bracy! ¡De Bracy! —gritó—. ¿Estáis ahí?

—Aquí estoy —respondió el capitán—, pero prisionero.

—¿Puedo socorreros?

—No, me he rendido sin condiciones, y cumpliré mi palabra. Salvaos: los halcones andan sueltos. Poned el mar entre Inglaterra y vos... No me atrevo a deciros más.

—Pues bien, ya que queréis quedaros, que conste que he redimido palabra y guante. En cuanto a los halcones, que se revuelvan tanto como quieran: los muros de la preceptoría de Templestowe me ofrecen refugio seguro, y allí estaré como la garza en su guarida.

Dicho esto, partió al galope con su séquito.

Los defensores del castillo, que por carecer de caballos no habían podido huir, continuaron batiéndose con la energía de la desesperación, como hombres que no esperaban ni gracia ni probabilidad alguna de salvarse. El incendio había invadido rápidamente todas las construcciones de Torquilstone cuando Ulrica, su autora, apareció en la cúspide de un torreón, semejante a una furia escandinava, y se puso a entonar un himno guerrero de los que en otro tiempo los bardos de los sajones paganos solían oír en los campos de batalla. Tenía la cabeza desnuda, sus largos cabellos grises flotaban en desorden, sus ojos extraviados revelaban a un tiempo el paroxismo de la locura y la embriaguez de una venganza satisfecha. Blandía una rueca, lo mismo que las Parcas, aquellas hermanas fatales que hilaban con sus dedos la tela de la vida humana. La tradición ha conservado algunas estrofas del himno bárbaro que cantaba en una exaltación de gozo feroz, entre aquella escena de sangre y fuego.

El infierno se agita, el cuervo grazna.

Blanco dragón alado,

guía a tus hijos a la lid sangrienta;

en la mano la tea, el hierro al lado.

¿Para el festín forjaron en el yunque

el hierro del valiente?

¿La tea solo ante Himeneo esparce

su rojizo fulgor resplandeciente?

La oscura nube, de furor preñada,

ya es del castillo toldo;

el águila se cierne en la tormenta,

su banquete ha de hallar entre el rescoldo.

Valhalla, con sus vírgenes feroces,

hiere el tambor tonante.

¡Oh! ¡Cuántos héroes de la tumba al linde

aguardan sin temor su último instante!

La nube se ennegrece, atroz sudario

deshecho en mil jirones

por el fuego que atiza la venganza.

¡Ved! Apenas purpúreos sus pendones

difunden al flotar mortal zozobra,

se da el supremo asalto;

más recio es el combate y de las armas

más fuerte el choque... Odín goza en lo alto.

La espada está de fiesta. ¡El héroe expire

si esclavo ha de vivir!

¡Te arrase un volcán, mansión infame!

¡Caed, murallas! Todo ha de morir.

Hengist no existe ya. ¡Volad, guerreros,

de la venganza en pos,

a fuego y sangre! Aborrecido déspota,

tal es, al expirar, mi último adiós.18

Al fin, el incendio había conseguido dominar cuantos obstáculos se le opusieran y proyectaba en el cielo vespertino inmensas columnas de llamas, que podían divisarse a gran distancia. Todas las torres se derrumbaron una tras otra, con sus techos y sus vigas abrasadas. Fue imposible para los combatientes permanecer en el patio del castillo: los vencidos, de los que quedaban muy pocos, aprovecharon la ocasión para desbandarse y buscar un asilo en el bosque inmediato. En cuanto a los vencedores, reunidos en grupos numerosos, contemplaban con una mezcla de espanto y maravilla aquel espectáculo de destrucción, cuyas llamas iluminaban con rojizos fulgores sus rostros y sus armas. En la elevada cúspide, se divisó durante largo rato la fantasmagórica aparición de Ulrica; la vieja sajona agitaba los brazos con aire de triunfo salvaje, cual emperatriz que gobernara sobre el elemento destructor que había desencadenado. Al fin, el torreón se hundió con espantoso estruendo y Ulrica desapareció en medio de las llamas que habían devorado a su tirano. Un prolongado estremecimiento de horror recorrió aquella muchedumbre armada, que, muda e inmóvil por espacio de algunos instantes, no osó sacudir su entorpecimiento sino para santiguarse repetidas veces.

Locksley fue el primero en romper aquel silencio penoso:

—¡Regocijaos, compañeros! —exclamó—. ¡La madriguera de la tiranía ya no existe! Que cada uno lleve su botín a nuestro punto de reunión, bajo la gran encina de Harthill Walk. Mañana, al rayar el día, se hará un reparto equitativo entre nosotros, sin olvidar a los dignísimos aliados que acaban de ayudarnos en este acto de legítimas represalias.