CAPÍTULO 2

 

 

1

 

Avancé otro paso y descendí otro escalón. Mis ojos aún me ubicaban sobre el suelo de la despensa del restaurante, pero estaba erguido y la coronilla de mi cabeza ya no rozaba el techo, cosa que, por supuesto, era imposible. Mi estómago, infeliz, se revolvió en respuesta a mi confusión sensorial, y sentí que el sándwich de ensalada de huevo y la porción de tarta de manzana que había tomado en el almuerzo se preparaban para pulsar el botón de eyección.

A mi espalda —aunque a cierta distancia, como si se encontrara a quince metros en lugar de a metro y medio—, Al dijo:

—Cierra los ojos, socio, así es más fácil.

Cuando lo hice, la confusión sensorial desapareció de inmediato. Fue como desconectar los ojos. O como ponerse esas gafas especiales para ver una película en 3D, quizá eso se aproxime más a la realidad. Moví el pie derecho y descendí otro escalón. Eran escalones; con mi vista desconectada, mi cuerpo no albergaba ninguna duda al respecto.

—Solo dos más, y entonces ábrelos —indicó Al. Su voz sonaba más lejos que nunca. En el otro extremo del restaurante en lugar de en el vano de la puerta de la despensa.

Bajé el pie izquierdo, después otra vez el pie derecho, y de repente noté un pequeño estallido dentro de mi cabeza, exactamente igual al que uno oye en un avión cuando se produce un cambio súbito de presión. El campo oscuro tras mis párpados se tornó rojo y sentí cierta calidez en la piel. Era la luz del sol. Indiscutiblemente. Y el débil olor a azufre se había vuelto más denso, desplazándose por la escala sensorial desde el «apenas perceptible» hasta el «nauseabundo». Eso también era indiscutible.

Abrí los ojos.

Ya no estaba en la despensa, ni tampoco en Al’s Diner. Aunque en la despensa no había ninguna puerta desde la que acceder al mundo exterior, yo estaba fuera. En el patio. Este, sin embargo, ya no era de ladrillos, y no se veía ningún almacén outlet alrededor. Me hallaba de pie sobre una superficie de cemento sucia y agrietada. Varios contenedores enormes de metal se alineaban contra el muro blanco y virgen donde debería haber estado Confort de Maine. Encima se distinguía algo amontonado y cubierto con bastas lonetas marrones del tamaño de sábanas.

Me volví para echar un vistazo a la enorme caravana plateada donde se encontraba Al’s Diner, pero el restaurante había desaparecido.

 

 

2

 

En el lugar donde debería estar, se erguía ahora la vasta mole dickensiana del Taller de Tejidos Worumbo, que funcionaba a pleno rendimiento. Oía el tronar de la maquinaria de tintura y secado, el shat-HOOSH, shat-HOOSH de los gigantescos telares que en otro tiempo llenaron el segundo piso (había visto fotografías de aquellas máquinas, manejadas por mujeres que llevaban un pañuelo en la cabeza y bata de trabajo, en el minúsculo edificio de la Sociedad Histórica de Lisbon, en lo alto de Main Street). De las tres altas chimeneas que se habían derrumbado durante un vendaval en los años ochenta brotaba un humo de color gris blancuzco.

Yo estaba de pie junto a un gran edificio cúbico pintado de verde; el secadero, supuse. Ocupaba la mitad del patio y se elevaba a una altura de unos seis metros. Aunque acababa de descender por un tramo de escalera, este ya no existía. No había camino de retorno. Me invadió una sensación de pánico.

—¿Jake? —Era la voz de Al, pero muy débil. Daba la impresión de que llegaba a mis oídos gracias a un mero efecto acústico, como una voz serpenteando durante kilómetros por un largo y angosto cañón—. Podrás volver a entrar del mismo modo que saliste. Busca a tientas los escalones.

Levanté el pie izquierdo, lo bajé, y sentí un escalón. Mi pánico cesó.

—Adelante. —Débil. Una voz en apariencia propulsada por su propio eco—. Echa un vistazo y vuelve.

Al principio no fui a ningún sitio, simplemente permanecí allí sin moverme, frotándome la boca con la palma de la mano. Notaba los ojos como si fueran a salirse de las órbitas. Algo parecía arrastrarse por mi cuero cabelludo y descender a lo largo de una estrecha franja de piel hasta la región dorsal. Estaba asustado —casi aterrado—, pero contrarrestando y manteniendo a raya el pánico (por el momento) sentía una poderosa curiosidad. Veía mi sombra sobre el cemento, tan definida como algo que hubiera sido recortado de una tela negra. Veía escamas de óxido en la cadena que separaba la nave de secado del resto del patio. Olía el potente efluvio que emanaba del trío de chimeneas, lo bastante fuerte como para que me picaran los ojos. Cualquier inspector de la Agencia de Protección del Medio Ambiente que respirara esa mierda cerraría la planta en menos de un minuto. Excepto que… no creía que hubiera ningún inspector de la Agencia en la vecindad. Ni siquiera tenía la certeza de que la Agencia ya se hubiera creado. Sabía dónde estaba; Lisbon Falls, Maine, en el corazón del condado de Androscoggin.

La verdadera pregunta no era dónde, sino cuándo.

 

 

3

 

Un letrero que no podía leer colgaba de la cadena; el mensaje estaba orientado hacia el lado equivocado. Eché a andar hacia él, pero entonces me volví. Cerré los ojos y avancé arrastrando los pies, recordándome a mí mismo dar pasos de bebé. Cuando mi pie izquierdo chocó contra el escalón inferior de la escalera que ascendía hasta la despensa del Al’s Diner (o eso esperaba fervientemente), palpé el bolsillo trasero y extraje una hoja de papel doblada: la nota de mi exaltado director de departamento. «Que pases un buen verano y no olvides el día de capacitación en julio.» Me pregunté brevemente qué opinaría acerca de que el próximo curso Jake Epping impartiera un bloque de seis semanas titulado Literatura de viajes en el tiempo. Rasgué una tira del encabezado, hice una bola y la dejé caer en el primer escalón de la escalera invisible. Aterrizó en el suelo, por supuesto, pero en cualquier caso servía para señalar su posición. Era una tarde cálida, sin viento, y dudaba que la bola fuera a salir volando, pero encontré un pequeño fragmento de hormigón y lo usé a modo de pisapapeles, solo para asegurarme. Aterrizó en el escalón, pero también sobre el trozo de papel. Porque no había escalón. La letra de una vieja canción se deslizó a través de mis pensamientos: «Primero hay una montaña, luego no hay montaña, luego hay».

«Curiosea por ahí», había dicho Al, y decidí seguir su consejo. Me figuraba que si aún no había perdido el juicio, probablemente aguantaría un rato más. Es decir, siempre que no presenciara un desfile de elefantes rosa o un ovni cerniéndose sobre Automóviles John Crafts. Intenté autoconvencerme de que aquello no estaba sucediendo, que no podía estar sucediendo, pero no funcionó. Los filósofos y los psicólogos podrán debatir sobre lo que es real y lo que no, pero la mayoría de los que vivimos vidas ordinarias conocemos y aceptamos la textura del mundo que nos rodea. Aquello estaba sucediendo. Demás consideraciones al margen, aquel maldito hedor descartaba cualquier alucinación.

Me acerqué a la cadena, que colgaba a la altura de mi muslo, y la franqueé por debajo. Estarcido en el otro lado con pintura negra se leía PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE EL COLECTOR ESTÉ REPARADO. Me volví, no divisé indicios de ninguna reparación en perspectiva para el futuro inmediato, doblé la esquina de la nave de secado, y casi tropecé con el hombre que estaba tomando el sol allí. Aunque iba a resultar difícil que consiguiera un buen bronceado. Llevaba puesto un viejo abrigo negro que se desparramaba a su alrededor como una sombra amorfa. Había regueros de mocos secos en ambas mangas. El cuerpo dentro del abrigo estaba consumido al punto de la escualidez. El cabello gris acero le caía apelmazado alrededor de unas mejillas pobladas por una desaliñada barba. Era un borrachín, si es que alguna vez hubo un borrachín allí.

En la cabeza, echada hacia atrás, llevaba un sombrero de fieltro que parecía directamente sacado de una película de cine negro de los años cincuenta, aquellas en las que todas las mujeres tienen un buen par de domingas y todos los hombres hablan rápido con un cigarrillo pegado en la comisura de los labios. Y sí, sobresaliendo de la cinta del sombrero, cual un pase de prensa de un reportero a la antigua usanza, había una tarjeta amarilla. Probablemente en otro tiempo había sido de un amarillo más vivo, pero el excesivo manoseo de unos dedos mugrientos le habían conferido un tono mortecino.

Cuando mi sombra cayó sobre su regazo, Míster Tarjeta Amarilla se volvió y me inspeccionó con ojos empañados.

—¿Quién cojones eres? —preguntó, salvo que pronunció algo similar a «¿Quin co-jone se-res?».

Al no me había proporcionado instrucciones detalladas sobre cómo responder a sus preguntas, así que contesté lo que consideré más seguro.

—¿Y a ti qué coño te importa?

—Vale, pues que te jodan.

—Bien —dije—. Estamos de acuerdo.

—¿Eh?

—Que pases un buen día.

Me encaminé hacia la verja, que permanecía abierta sobre un raíl de acero. Más allá, a la izquierda, se extendía un aparcamiento que nunca antes había estado allí. Estaba lleno de coches, la mayoría abollados y todos lo bastante antiguos como para pertenecer a un museo de automoción. Había Buicks con ojos de buey y Fords con narices de torpedo. Pertenecen a operarios reales de la fábrica, pensé. Operarios reales que ahora mismo están dentro trabajando, cobrando por horas.

—Tengo una tarjeta amarilla del frente verde —dijo el borrachín. Su voz sonaba truculenta y preocupada—. Así que dame un pavo porque hoy se paga doble.

Le tendí la moneda de cincuenta centavos. Entonces, sintiéndome como un actor que solo tiene una frase en la obra, recité:

—No me sobra un dólar para dártelo, pero ahí va media piedra.

«Después le sueltas la moneda», había dicho Al, pero no fue necesario. Míster Tarjeta Amarilla me la arrebató y la sostuvo cerca de su cara. Por un instante pensé que incluso iba a morderla, pero simplemente cerró su mano de largos dedos en torno a la moneda, haciéndola desaparecer. Me escudriñó con recelo, lo cual confería a su rostro un aspecto casi cómico.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

—Que me aspen si lo sé —respondí, y me volví hacia la verja. Esperaba que continuara lanzando preguntas a mi espalda, pero solo hubo silencio. Salí por la puerta.

 

 

4

 

El vehículo más moderno del aparcamiento era un Plymouth Fury de —creo— mediados o finales de los cincuenta. La placa de la matrícula parecía una versión imposiblemente antigua de la montada en la parte trasera de mi Subaru; a petición de mi ex mujer, la mía llevaba pintado un lazo rosa contra el cáncer de mama. En la placa que yo estaba mirando en ese momento ponía VACACIONLANDIA, pero tenía el fondo de color naranja en lugar de blanco. Al igual que en la mayoría de los estados, las matrículas de Maine ahora incluyen letras —la de mi Subaru es 23383 IY—, pero la de ese Fury rojo y blanco casi nuevo era 90-811. Sin letras.

Toqué el maletero. Era sólido y estaba caliente por el sol. Era real.

«Cruza las vías y estarás en la intersección de las calles Main y Lisbon. Después de eso, socio, el mundo es tuyo

Ninguna línea de ferrocarril pasaba por delante de la antigua fábrica —no en mi tiempo—, pero ahí estaban las vías, en efecto. Tampoco tenían aspecto de meros artefactos abandonados. Se veían pulidas, relucientes. Y desde algún lugar en la distancia se oía el wuf-chuf de un tren real. ¿Cuánto hacía que no pasaban los trenes por Lisbon Falls? Probablemente desde que la fábrica cerró y la US Gypsum (conocida por los lugareños como la US Ginchos) aún operaba las veinticuatro horas.

Excepto que está operando las veinticuatro horas, pensé. Me apostaría cualquier cosa. Y también la fábrica. Porque esto ya no es la segunda década del siglo veintiuno.

Había reanudado la marcha sin darme cuenta siquiera, caminando como un hombre en un sueño. Me detuve en la esquina de Main Street con la Ruta 196, también conocida como Antigua Carretera de Lewiston. Solo que en ese momento no tenía nada de antigua. Y en la diagonal de la intersección, en la esquina opuesta…

Allí se encontraba la Compañía Frutera del Kennebec, un nombre ciertamente pomposo para una tienda que había estado tambaleándose al borde del olvido —o así me lo parecía— durante los diez años que yo llevaba enseñando en el instituto. Su inverosímil raison d’être y único medio de supervivencia lo constituía el Moxie, el más extraño de los refrescos. El propietario, un anciano afable llamado Frank Anicetti, me había dicho en una ocasión que la población mundial se dividía de forma natural (y probablemente por herencia genética) en dos grupos: los escasos pero bienaventurados elegidos que apreciaban Moxie por encima de todas las demás bebidas potables… y el resto. Frank definía a este segundo grupo como «la mayoría desafortunadamente incapacitada».

La Compañía Frutera del Kennebec de mi tiempo es una construcción de colores desteñidos, verde y amarillo, con un sucio escaparate desprovisto de mercancía…, a no ser que el gato que a veces duerme allí esté en venta. El tejado se ha combado por la nieve de numerosos inviernos. La oferta en el interior es poca salvo por los souvenirs de Moxie: camisetas de un naranja vivo en las que se lee ¡TENGO MOXIE!, gorras del mismo color, calendarios de época, letreros de metal que parecen de época pero que probablemente hayan sido fabricados el año anterior en China. Durante casi todo el año, el lugar está vacío de clientes y casi todos los estantes están desnudos de mercancías…, aunque puedes comprar algunos aperitivos azucarados o una bolsa de patatas fritas (si te gustan las aderezadas con sal y vinagre, claro). En el refrigerador de refrescos no hay nada más que Moxie. El refrigerador de cervezas está vacío.

Cada mes de julio, en Lisbon Falls se celebra el Festival Moxie de Maine. Hay bandas de música, fuegos artificiales y un desfile donde participan —juro que es cierto— carrozas Moxie y reinas de la localidad vestidas con trajes de baño de color Moxie, lo cual es sinónimo de un naranja tan brillante que puede ocasionar quemaduras de retina. El mariscal del desfile siempre va vestido como el Doctor Moxie, es decir, con una bata blanca, un estetoscopio y uno de esos espejos que llevan los médicos sobre la frente. Hace dos años el mariscal fue Stella Langley, la directora del instituto, y nunca logrará sobreponerse a la vergüenza.

Durante el festival, la Compañía Frutera del Kennebec cobra vida y hace una caja excelente, sobre todo gracias a los desconcertados turistas de camino a las zonas vacacionales del oeste de Maine. El resto del año es poco más que una cáscara acosada por el débil aroma del Moxie, un olor que siempre me ha recordado —probablemente porque pertenezco a la mayoría desafortunadamente incapacitada— al Musterole, el remedio fabulosamente hediondo con el que mi madre insistía en frotarme la garganta y el pecho cuando me resfriaba.

Lo que ahora contemplaba yo desde el otro lado de la Antigua Carretera de Lewiston era un negocio próspero en la flor de la vida. El cartel colgado sobre la puerta (REFRÉSCATE CON 7-UP encima, BIENVENIDO A LA CÍA. FRUTERA DEL KENNEBEC debajo) era lo bastante brillante como para lanzarme flechas solares a los ojos. La pintura era reciente, el tejado estaba incólume. La gente entraba y salía. Y en el escaparate, en lugar de un gato…

Naranjas, cielo santo. En otro tiempo la Compañía Frutera del Kennebec vendió fruta de verdad. ¿Quién lo hubiera adivinado?

Empecé a cruzar la calle, pero retrocedí al divisar un autobús interurbano que se acercaba roncando hacia mí. El cartel de ruta sobre el parabrisas dividido decía LEWISTON EXPRESS. Cuando el autobús frenó y se detuvo en el paso a nivel del ferrocarril, vi que la mayoría de los pasajeros estaban fumando. La atmósfera allí dentro debía de ser algo así como la atmósfera de Saturno.

En cuanto el autobús hubo continuado camino (dejando tras de sí el olor del diésel a medio quemar para que se combinara con el hedor a huevo podrido que escupían las chimeneas de Worumbo), crucé la calle y me pregunté por un instante qué sucedería si me atropellara un coche. ¿Desaparecería? ¿Despertaría tirado en el suelo de la despensa de Al? Probablemente ninguna de las dos cosas. Probablemente moriría aquí, en un pasado del que casi con certeza mucha gente sentía nostalgia. Tal vez porque habían olvidado lo mal que olía el pasado, o porque, de entrada, nunca se habían planteado ese aspecto de los Gloriosos Cincuenta.

Un chaval estaba apostado el exterior de la Compañía Frutera, calzaba botas negras y apoyaba un pie contra el revestimiento de madera. Llevaba el cuello de la camisa levantado en la nuca, y el pelo peinado con un estilo que identifiqué (por películas antiguas, principalmente) como Elvis Temprano. A diferencia de los chicos que estaba acostumbrado a ver en mis clases, no lucía perilla, ni siquiera una mosca bajo el labio. Comprendí que en el mundo que ahora visitaba (esperaba que estuviera simplemente de visita), lo echarían a patadas del instituto por presentarse sin siquiera una sola hebra de vello facial. Al instante.

Saludé con una inclinación de cabeza. James Dean devolvió el gesto y dijo:

—¿Qué hay, papaíto?

Entré. Una campanilla tintineó sobre la puerta. En lugar de polvo y madera en un lento proceso de descomposición, percibí olor a naranjas, manzanas, café y aroma de tabaco. A mi derecha había un expositor de cómics con las cubiertas arrancadas: Archie, Batman, Capitán Marvel, El Hombre Plástico, Historias de la cripta. El letrero escrito a mano encima de este tesoro, que habría provocado un paroxismo a cualquier aficionado de eBay, decía: TEBEOS 5C C.U. TRES POR 10C. NUEVE POR UN CUARTO. POR FAVOR, NO TOCAR SI NO TIENES INTENCIÓN DE COMPRAR.

A la izquierda había un expositor de periódicos. No vi ningún ejemplar del New York Times, pero sí del Press Herald de Portland y un único Boston Globe. El titular de este pregonaba DULLES INSINÚA QUE HARÁ CONCESIONES SI LA CHINA ROJA RENUNCIA AL USO DE LA FUERZA EN FORMOSA. La fecha en ambos era «Jueves, 9 de septiembre de 1958».

 

 

5

 

Cogí el Globe, que se vendía por ocho centavos, y caminé hacia un dispensador de bebidas que no existía en mi época. Tras el mostrador de mármol se encontraba Frank Anicetti. Era él, sin duda, hasta en las distinguidas sienes, salvo que en esta versión —llamadle Frank 1.0— era delgado en lugar de regordete y usaba bifocales sin montura. También era más alto. Sintiéndome como un extraño en mi propio cuerpo, me deslicé en uno de los taburetes.

Él señaló el periódico con una inclinación de cabeza.

—¿Eso va a ser todo, o puedo servirle algo?

—Cualquier cosa fría que no sea Moxie —me oí decir a mí mismo.

Frank 1.0 sonrió en respuesta.

—No lo vendemos, hijo. ¿Qué le parece un refresco de zarzaparrilla?

—Suena bien. —Y era verdad. Tenía la garganta seca y la cabeza ardiendo. Me sentía como si tuviera fiebre.

—¿De cinco o de diez?

—¿Perdón?

—La zarzaparrilla. ¿De cinco o de diez centavos? —Pronunció «zarzaparrilla» al estilo de Maine: zaarspaarilla.

—Ah. De diez, supongo.

—De acuerdo, creo que supone bien. —Abrió un congelador y sacó un vaso cubierto de escarcha de aproximadamente el tamaño de una jarra de limonada. Lo llenó de un grifo y percibí el olor suntuoso e intenso de aquella cerveza de raíz. Retiró la espuma sobrante con el mango de una cuchara de madera, después rellenó el vaso hasta arriba y lo depositó en la barra—. Aquí tiene. Con el periódico son dieciocho centavos. Más un penique para el gobernador.

Le entregué uno de los dólares antiguos de Al y Frank 1.0 me devolvió el cambio.

Tomé un sorbo a través de la espuma que había arriba y me quedé asombrado. Era… completa. Deliciosa en todos los sentidos. No conozco una manera mejor de expresarlo. Este mundo desaparecido cincuenta años atrás olía peor de lo que jamás habría imaginado, pero sabía infinitamente mejor.

—Qué maravilla —dije.

—¿Sí? Me alegro de que le guste. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—No.

—¿De fuera del estado?

—Wisconsin —contesté. No era del todo mentira; mi familia vivió en Madison hasta que cumplí los once, cuando mi padre consiguió trabajo de profesor de lengua en la Universidad del Sur de Maine. Yo he estado deambulando por el estado desde entonces.

—Bien, ha elegido la mejor época para venir —dijo Anicetti—. La mayoría de los veraneantes se han ido, y en cuanto eso sucede, los precios bajan. Lo que está bebiendo, por ejemplo. Después del Día del Trabajo, una zarzaparrilla de diez centavos solo cuesta un décimo de dólar.

La campanilla sobre la puerta tintineó; las tablas del suelo crujieron. Fue un sonido agradable. La última vez que me aventuré en la frutería Kennebec, con la esperanza de encontrar un paquete de tabletas masticables Tums (me llevé una desilusión), habían gruñido.

Un chico de quizá unos diecisiete años se deslizó tras el mostrador. Tenía el pelo muy corto, casi al estilo militar. El parecido con el hombre que me había atendido resultaba inconfundible, y me di cuenta de que ese era mi Frank Anicetti. El tipo que había cercenado la cabeza de espuma de mi cerveza era su padre. Frank 2.0 ni siquiera me echó una ojeada; para él, yo era un cliente más.

—Titus ha subido el camión en el elevador —le comunicó a su padre—. Dice que estará listo para las cinco.

—Bien, eso es estupendo —dijo Anicetti sénior, y encendió un cigarrillo. Por primera vez noté que sobre la barra de mármol se alineaban pequeños ceniceros de cerámica. Escrito a los lados se leía WINSTON SABE BIEN, A CIGARRILLO ¡COMO DEBE SER! Volviéndose de nuevo hacia mí, preguntó—: ¿Quiere una bola de vainilla en el refresco? Invita la casa. Nos gusta tratar bien a los turistas, en especial cuando vienen tarde.

—Gracias, pero así está bien —dije, y era cierto. Un poco más de dulzura y me estallaría la cabeza. Y era fuerte, como beber un expreso carbonatado.

El chico me dirigió una sonrisa tan dulce como el líquido de la jarra helada; no mostraba nada del divertido desdén que había sentido emanar del aspirante a Elvis de fuera.

—Leímos una historia en el colegio —dijo—, donde los vecinos se comían a los turistas que los visitaban fuera de temporada.

—Frankie, bonita forma de hablar a un visitante —reprendió el señor Anicetti. Sin embargo, sonreía al decirlo.

—No pasa nada —dije—. Yo mismo he enseñado esa historia. De Shirley Jackson, ¿verdad? La gente del verano.

—Esa es —admitió Frank—. La verdad es que no la entendí, pero me gustó.

Tomé otro trago de mi cerveza de raíz, y cuando la dejé sobre el mostrador de mármol (donde produjo un clonc satisfactoriamente recio), no me sorprendió excesivamente ver que casi no quedaba. Podría convertirme en un adicto a esto, pensé. Deja el Moxie a la altura del betún.

El mayor de los Anicetti exhaló un penacho de humo hacia el techo, donde un ventilador de palas lo impulsó en perezosos haces azulados.

—¿Imparte clases en Wisconsin, señor…?

—Epping —respondí. Me había pillado demasido por sorpresa para pensar siquiera en dar un nombre falso—. Lo cierto es que sí, pero este es mi año sabático.

—Eso significa que se ha cogido un año libre —explicó Frank.

—Sé lo que significa —contestó Anicetti. Trataba de parecer irritado, pero no le salió bien. Decidí que esos dos me gustaban tanto como la cerveza de zarzaparrilla. Me gustaba incluso el aspirante a matón adolescente de la calle, aunque solo fuera porque desconocía que ya era un cliché. Aquí existía cierta sensación de seguridad, una sensación de, no sé, preordenación. Sin duda falsa, ese mundo era tan peligroso como cualquier otro, pero yo poseía una pieza de conocimiento que antes de esa tarde habría creído que solo estaba reservada a Dios: sabía que el chico sonriente que había disfrutado de la historia de Shirley Jackson (incluso a pesar de no haberla entendido) iba a sobrevivir a ese día y a más de cincuenta años de días venideros. No iba a morir en un accidente de tráfico, ni a sufrir un ataque al corazón, ni a contraer cáncer de pulmón por respirar el humo de segunda mano de su padre. Frank Anicetti estaba listo para la acción.

Eché un vistazo al reloj de la pared (COMIENZA EL DÍA CON UNA SONRISA, se leía en la esfera, BEBE CAFÉ PARA ANIMARTE). Marcaba las 12.22. Eso no me decía nada, pero fingí sobresaltarme. Apuré la zaarspaarilla y me levanté.

—He de ponerme en marcha si quiero llegar a tiempo a Castle Rock para reunirme con mis amigos.

—Bueno, vaya despacio por la Ruta 117 —aconsejó Anicetti—. Esa carretera es una hijaputa. —Aunque lo que dijo fue ‘japuta. No había escuchado un acento norteño tan pronunciado en años. Entonces me di cuenta de que eso era literalmente cierto y casi estallé en carcajadas.

—Así lo haré —aseguré—. Gracias. Hijo, respecto a esa historia de Shirley Jackson…

—¿Sí, señor? —Señor, todavía. Y no había nada despectivo en ello. Empezaba a opinar que 1958 había sido un buen año. Aparte del hedor de la fábrica textil y del humo de los cigarrillos, claro.

—No hay nada que entender.

—¿No? Eso no es lo que dice el señor Marchant.

—Con el debido respeto al señor Marchant, dile que Jake Epping dice que a veces un cigarro es solo humo y que a veces una historia es solo una historia.

Se rió.

—¡Se lo diré! ¡Mañana por la mañana a tercera hora!

—Bien. —Incliné la cabeza en dirección a su padre, deseando poder contarle que, gracias al Moxie (que él no vendía… aún), su negocio iba a permanecer en la esquina de Main Street con la Antigua Carretera de Lewiston mucho tiempo después de su fallecimiento—. Gracias por la zarzaparrilla.

—Vuelva cuando quiera, hijo. Estoy pensando en rebajar el precio de la grande.

—¿A un décimo de dólar?

Sonrió. Al igual que su hijo, exhibía una sonrisa natural y abierta.

—Creo que ya empieza a pillarlo.

La campanilla tintineó. Entraron tres mujeres. No llevaban pantalones, sino vestidos cuyo bajo caía hasta la mitad de la espinilla. ¡Y sombreros! Dos de ellos tenían pequeños velos de gasa blanca. Se pusieron a revolver en los cajones abiertos de fruta, en busca de la mejor pieza. Yo empecé a alejarme de la fuente de bebidas, pero entonces se me ocurrió algo y di media vuelta.

—¿Podría decirme qué es un frente verde?

El padre y el hijo intercambiaron una divertida mirada que me hizo pensar en un chiste antiguo. Un turista originario de Chicago que conduce un lujoso coche deportivo se detiene en una granja en el campo. El viejo granjero está sentado en el porche, fumando una pipa de maíz. El turista saca la cabeza fuera de su Jaguar y pregunta: «Eh, abuelo, ¿puede decirme cómo llegar a East Machias?». El viejo granjero pega un par de chupadas a su pipa reflexivamente, y entonces contesta: «No se mueva ni un milímetro».*

—Usted es de fuera, ¿verdad? —preguntó Frank. No tenía un acento tan cerrado como su padre. Probablemente ve más televisión, pensé. No hay nada como la tele para erosionar un acento regional.

—En efecto —asentí.

—Es curioso, habría jurado que hablaba un poco gangoso, como un norteño.

—Es cosa del dialecto peninsular —expliqué—. Es decir, de la Península Superior.

Excepto que —¡maldición!— eso era Michigan.

No obstante, ninguno de los dos pareció enterarse. De hecho, el joven Frank se retiró y se puso a fregar platos. A mano, me fijé.

—El frente verde es la licorería —dijo Anicetti—. Justo al otro lado de la calle, por si quiere comprar una pinta de algo.

—Creo que con la zarzaparrilla tengo suficiente —dije—. Era solo por saberlo. Que tenga un buen día.

—Igualmente, amigo mío. Vuelva a visitarnos.

Al pasar junto al trío que examinaba la fruta, murmuré: «Señoras». Y en ese momento deseé haber llevado un sombrero con el que saludar. Un fedora, quizá.

Como los que se ven en las películas antiguas.

 

 

6

 

El aspirante a matón había dejado su puesto y pensé en caminar por Main Street para ver qué más había cambiado, pero la idea solo duró un segundo. No tenía sentido forzar mi suerte. Imaginad que alguien me preguntaba por mi ropa. Creía que mi americana y mis pantalones pasarían más o menos desapercibidos, pero no estaba del todo seguro. Por no hablar de mi pelo, que me llegaba hasta el cuello. En mi época eso se consideraba perfectamente correcto para un profesor de secundaria —incluso conservador—, pero podría atraer miradas en una década donde rasurarse la nuca se consideraba una parte normal del servicio de barbería y donde las patillas estaban reservadas para rockabillies como el que me había llamado «papaíto». Por supuesto, podría decir que era un turista, que en Wisconsin todos los hombres llevaban el pelo un poco largo, era la última tendencia, pero el pelo y la ropa —esa sensación de no ser yo mismo, como una especie de alienígena en un disfraz humano imperfecto— solo constituía una parte del asunto.

Más que nada, estaba flipando, lisa y llanamente. No es que estuviera mentalmente inestable, creo que un cerebro humano moderadamente equilibrado puede absorber gran cantidad de rarezas antes de que llegue a desmoronarse del todo, pero flipando, sí. Continuaba pensando en esas señoras con vestido largo y sombrero, señoras que se avergonzarían por enseñar el borde de la tira del sujetador en público. Y el sabor de la zarzaparrilla. Qué completo había sido.

Al otro lado de la calle había una tienda con una modesta fachada donde se leían las palabras LICORERÍA DEL ESTADO DE MAINE grabadas en relieve sobre el pequeño escaparate. Y sí, la pared frontal era de un claro verde lima. Dentro distinguí a mi compinche del secadero. El largo abrigo negro colgaba de las perchas de sus hombros; se había quitado el sombrero, y el cabello brotaba de la cabeza en todas direcciones, erizado, como el de un palurdo de dibujos animados que hubiera insertado el Dedo A en el Enchufe B. Gesticulaba al dependiente con ambas manos, y pude ver su tesoro amarillo en una de ellas. Intuía que apresaba el medio dólar de Al Templeton en la otra. El dependiente, que llevaba una corta bata blanca que se parecía un poco a la que llevaba el Doctor Moxie en el desfile anual, exhibía una expresión de singular indiferencia.

Caminé hasta la esquina, esperé a que se redujera el tráfico, y crucé la Antigua Carretera de Lewiston hacia la Worumbo. Un par de hombres empujaban por el patio una plataforma rodante cargada de fardos de ropa, fumando y riendo. Me pregunté si tendrían idea de lo que esa combinación de humo de tabaco y polución de la fábrica estaba haciendo a sus entrañas, y supuse que no. Probablemente eso fuera una bendición, aunque se trataba de una cuestión más propia de un profesor de filosofía que de un tipo que se ganaba el sueldo exponiendo a adolescentes de dieciséis años las maravillas de Shakespeare, Steinbeck y Shirley Jackson.

Una vez que entraron en la fábrica, haciendo rodar la plataforma entre las fauces de metal oxidado de unas puertas con una altura equivalente a tres pisos, franqueé la cadena de la que colgaba el cartel de PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO. Me obligué a no caminar demasiado rápido y a no escudriñar alrededor, a evitar cualquier cosa que pudiera atraer la atención, pero resultaba difícil. Ahora que casi me hallaba en el lugar por donde había llegado, la urgencia de apresurarme era casi irresistible. Tenía la boca seca, y la zarzaparrilla que había bebido enturbiaba mi estómago. ¿Y si no podía regresar? ¿Y si la marca que coloqué para indicar la posición de la escalera invisible había desaparecido? ¿Y si seguía allí, pero la escalera no?

Calma, me dije. Calma.

No pude resistirme a una rápida inspección antes de agacharme bajo la cadena, pero el patio estaba desierto. Desde algún lugar distante, como procedente de un sueño, me llegó de nuevo aquel tenue wuf-chuf del tren diésel. Me trajo a la mente otro verso de otra canción: «Este tren tiene el blues de las vías en desaparición».

Avancé hasta el flanco verde de la nave de secado, con el corazón latiéndome fuerte y alto en el pecho. La bola de papel y el trozo de hormigón seguían allí; por el momento todo bien. Le di una patada con cuidado, pensando: Por favor, Dios, que esto funcione, por favor, Dios, déjame volver.

La punta del zapato golpeó el trozo de hormigón —lo vi salir rebotando—, pero también chocó contra el tope del escalón. Estas dos acciones simultáneas eran en sí mismas imposibles, pero ambas sucedieron. Eché otro vistazo alrededor, pese a que desde el patio nadie podría verme en aquel estrecho callejón a menos que casualmente pasara justo por delante, en uno u otro extremo. Nadie.

Subí un escalón. Mi pie lo sentía, aunque los ojos me decían que continuaba en el pavimento agrietado del patio. La zarzaparrilla pegó otro cálido bandazo en mi estómago. Cerré los ojos y experimenté cierta mejoría. Di el segundo paso, luego el tercero. Eran bajos, esos escalones. Cuando pisé el cuarto, el calor estival desapareció de mi nuca y la oscuridad tras mis párpados se hizo más profunda. Intenté dar con el quinto escalón, solo que no había un quinto escalón. En cambio, mi cabeza chocó contra el bajo techo de la despensa. Una mano me asió por el antebrazo y casi grité.

—Relájate —dijo Al—. Relájate, Jake. Ya has vuelto.

 

 

7

 

Me ofreció una taza de café, pero rehusé con la cabeza; mi estómago aún se revolvía. Se sirvió una para él, y volvimos al reservado donde se había iniciado aquella travesía de locos. Mi cartera, el teléfono móvil y el dinero estaban amontonados en el centro de la mesa. Al se sentó con un jadeo de dolor y alivio. Parecía un poco menos demacrado y un poco más relajado.

—Bueno —empezó—. Ya has ido y has vuelto. ¿Qué opinas?

—Al, no sé qué pensar. Estoy conmocionado hasta el tuétano. ¿Lo encontraste por accidente?

—Totalmente. Menos de un mes después de instalarme aquí. Aún debía de tener el polvo de Pine Street en las botas. La primera vez, de hecho, me caí por esa escalera, como Alicia en la madriguera de conejo. Creí que me había vuelto loco.

Podía imaginármelo. Yo al menos había recibido cierta preparación, por pobre que esta hubiera sido. Y realmente, ¿existía algún método adecuado para preparar a una persona para un viaje en el tiempo?

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?

—Dos minutos. Ya te lo dije, siempre dura dos minutos. Da igual cuánto tiempo pases allí. —Tosió, escupió en un puñado limpio de servilletas, las dobló y las guardó en el bolsillo—. Y cuando bajas los escalones, siempre son las 11.58 de la mañana del 9 de septiembre de 1958. Cada viaje es el primero. ¿Adónde fuiste?

—A la frutería Kennebec. Me tomé una cerveza de raíz. Fantástica.

—Sí, las cosas saben mejor allí. Menos conservantes, o lo que sea.

—¿Sabes quién es Frank Anicetti? Lo he visto cuando era un chaval de diecisiete años.

De algún modo, a pesar de todo, esperaba que Al se riera, pero se lo tomó como un asunto rutinario.

—Claro. He visto a Frank muchas veces, pero él solo me ha visto a mí una vez. En el pasado, quiero decir. Para Frank, cada vez es la primera vez. Entra en la tienda, ¿verdad? Viene de la Chevron. «Titus ha subido el camión en el elevador», le cuenta a su padre. «Dice que estará listo para las cinco.» Eso lo he escuchado cincuenta veces, por lo menos. No entro en la tienda siempre que voy, pero cuando lo hago, es lo que dice. Después llegan las mujeres y se ponen a seleccionar fruta. La señora Symonds y sus amigas. Es como ver la misma película una y otra y otra vez.

—Cada vez es la primera vez —repetí lentamente, rodeando con un espacio cada palabra. Intentando que cobraran sentido en mi mente.

—Correcto.

—Y cada persona con la que te encuentras, se encuentra contigo por primera vez, independientemente de las veces que os hayáis encontrado antes.

—Correcto.

—Podría volver y tener la misma conversación con Frank y su padre y no lo sabrían.

—De nuevo, correcto. O podrías cambiar algo, pedir un helado de plátano en lugar de un refresco, por ejemplo, y el resto de la conversación tomaría un rumbo distinto. El único que parece sospechar algo es Míster Tarjeta Amarilla, pero está demasiado borracho para darse cuenta de lo que siente. Si tengo razón, claro está, y él presiente algo, es porque está sentado cerca de la madriguera de conejo. O lo que sea. Quizá desprende alguna especie de campo energético y él…

Entonces rompió a toser y no pudo proseguir. Verle encogido, agarrándose el costado e intentando ocultarme el dolor que padecía y cómo le desgarraba por dentro, resultaba doloroso en sí mismo. No puede seguir así, pensé. En menos de una semana acabará en el hospital, y probablemente solo es cuestión de días. ¿Y no era esa la razón por la que me había llamado? ¿Porque tenía que transmitir a alguien su increíble secreto antes de que el cáncer le sellara los labios para siempre?

—Creí que podría ponerte al tanto de todo esta tarde, pero será imposible —dijo Al cuando recuperó el control de sí mismo—. Necesito ir a casa, tomarme algunas medicinas, y acostarme. Nunca en toda mi vida he tomado nada más fuerte que una aspirina, y esa mierda de OxyContina me apaga como a una cerilla. Dormiré seis horas y luego me sentiré mejor durante un rato. Un poco más fuerte. ¿Puedes venir a mi casa a eso de las nueve y media?

—Lo haría si supiera dónde vives —dije.

—Una cabaña pequeña en Vining Street. El número diecinueve. Busca el gnomo de jardín al lado del porche. No tiene pérdida. Está agitando una bandera.

—¿De qué tenemos que hablar, Al? Quiero decir… me lo has enseñado. Te creo. —En efecto, pero… ¿por cuánto tiempo? Mi breve visita a 1958 ya estaba adquiriendo la evanescente textura de un sueño. Unas pocas horas más (o unos pocos días) y probablemente sería capaz de convencerme a mí mismo de que lo había soñado.

—Tenemos mucho de que hablar, socio. ¿Vas a venir? —No repitió «la petición de un hombre moribundo», pero lo leí en sus ojos.

—De acuerdo. ¿Quieres que te lleve a casa?

Los ojos le relampaguearon.

—Tengo la camioneta, y son solo cinco manzanas. Puedo conducir hasta allí.

—Seguro que sí —dije, con la esperanza de que mi voz sonara más convincente de lo que me sentía. Me levanté y empecé a guardar mis cosas en los bolsillos. Encontré el fajo de dinero que Al me había entregado y lo saqué. Ahora entendía los cambios en el billete de cinco. Probablemente también habría diferencias en los otros.

Se lo tendí y negó con la cabeza.

—No, quédatelo. Tengo mucho.

Sin embargo, lo dejé en la mesa.

—Si cada vez es la primera vez, ¿cómo es posible que conserves el dinero que trajiste? ¿Cómo es que no se esfuma en cada viaje?

—Ni idea, socio. Ya te lo dije, hay muchas cosas que desconozco. Existen reglas, y he averiguado algunas, pero no demasiadas. —El rostro se le iluminó en una lánguida pero genuinamente divertida sonrisa—. Tú te has traído contigo la cerveza, ¿no? ¿A que sigue removiéndose en tu barriga?

A decir verdad, así era.

—Bien, ahí lo tienes. Te veré esta noche, Jake. Estaré descansado y podremos hablar de esto.

—Una pregunta más.

Agitó una mano en mi dirección, como diciendo «adelante». Advertí que sus uñas, que siempre había mantenido escrupulosamente limpias, estaban amarillentas y resquebrajadas. Otra mala señal. No tan reveladora como una pérdida de peso de quince kilos, pero igualmente mala. Mi padre, que trabajó como ayudante de un médico, solía decir que uno puede deducir mucho acerca de la salud de una persona a partir del estado de sus uñas.

—La Famosa Granburguesa.

—¿Qué pasa con ella? —dijo, pero advertí una sonrisa jugueteando en las comisuras de sus labios.

—Puedes vender barato porque compras barato, ¿no es cierto?

—Carne picada del Red & White —dijo—. Uno diecinueve el kilo. Voy todas las semanas. O lo hacía hasta mi última aventura, que me llevó muy lejos de Las Falls. Negocio con el señor Warren, el carnicero. Si le pido cinco kilos de carne picada, me dice: «Marchando». Si le pido seis o siete, dice: «Tendrá que concederme un minuto para picársela fresca. ¿Celebra una reunión familiar?».

—Siempre lo mismo.

—Sí.

—Porque siempre es la primera vez.

—Correcto. Si lo piensas, es como la historia de los panes y los peces de la Biblia. Compro la misma carne picada semana tras semana. Se la he servido en las comidas a cientos o miles de personas, a pesar de esos estúpidos rumores de las gatoburguesas, y siempre se renueva.

—Compras la misma carne, una y otra vez —repetí, intentando asimilarlo.

—La misma carne, a la misma hora, del mismo carnicero, que siempre dice lo mismo a no ser que yo diga algo diferente. Admito, socio, que a veces se me ha pasado por la cabeza la idea de acercarme y soltarle: «¿Cómo va eso, señor Warren, calvo cabrón? ¿Se ha follado a alguna gallina últimamente?». Jamás se acordaría. Pero jamás lo he hecho, porque es un buen hombre. La mayoría de la gente que he conocido en esa época son buenas personas. —Al decir esto parecía un poco nostálgico.

—No entiendo cómo puedes comprar carne allí, servirla aquí… y luego volver a comprarla.

—Únete al club, socio. Te agradezco mucho que todavía sigas aquí; podría haberte perdido. De hecho, no tenías por qué haber contestado al teléfono cuando te llamé al instituto.

Una parte de mí deseaba no haberlo hecho, pero no lo mencioné. Probablemente no hacía falta. Al estaba enfermo, pero no ciego.

—Ven a casa esta noche. Te contaré lo que tengo en mente, y después podrás actuar como creas oportuno. Pero tendrás que decidirlo rápido, porque el tiempo es escaso. Un poco irónico, considerando dónde desembocan los escalones invisibles de mi despensa, ¿no te parece?

Más despacio que nunca, repetí:

—Cada… vez… es… la… primera vez.

Al volvió a sonreír.

—Creo que ya has captado esa parte. Te veré esta noche, ¿vale? Vining Street, número diecinueve. Busca el gnomo con la bandera.

 

 

8

 

Salí del Al’s Diner a las tres treinta. Las seis horas entre ese momento y las nueve y media no fueron tan extrañas como visitar Lisbon Falls cincuenta y tres años antes, pero casi. El tiempo parecía simultáneamente demorarse y acelerar. Conduje hasta la casa que estaba pagando en Sabattus (Christy y yo habíamos vendido la que poseíamos en Las Falls y dividido los ingresos cuando nuestra corporación marital se disolvió). Pensé en echarme una siesta; por supuesto, no pude dormir. Tras veinte minutos tumbado de espaldas, más tieso que un palo, con la vista clavada en el techo, fui al cuarto de baño a hacer pis. Mientras observaba la orina salpicar la taza, pensé: Esto es cerveza de zarzaparrilla procesada en 1958. Sin embargo, al mismo tiempo pensaba que eso era una memez. Al me había hipnotizado de algún modo.

Esa cosa de la duplicación, ¿entendéis?

Intenté terminar de leer los últimos trabajos de mi clase avanzada, y no me sorprendí lo más mínimo al descubrirme incapaz de hacerlo. ¿Blandir el temible rotulador rojo del señor Epping? ¿Establecer juicios críticos? De risa. Ni siquiera conseguía conectar las palabras. Así que encendí el tubo (jerga con raíces en los Gloriosos Cincuenta; los televisores ya no tenían tubos) y navegué por los canales durante un rato. En el TCM di con una película antigua titulada La chica de las carreras. Me encontré mirando con tal intensidad coches antiguos y a adolescentes dominados por la angustia, que acabé con dolor de cabeza, de modo que la apagué. Me preparé un salteado, pero a pesar de que estaba hambriento, no pude comer. Ahí sentado, contemplando el plato, pensaba en Al Templeton sirviendo los mismos seis kilos de hamburguesas una y otra vez, año tras año. Realmente era como el milagro de los panes y los peces, y entonces, ¿qué importaba si, debido a los bajos precios, circulaban rumores sobre gatoburguesas y perroburguesas? Considerando lo que pagaba por la carne, debía de estar obteniendo un beneficio disparatado con cada Granburguesa que vendía.

Cuando me di cuenta de que andaba en círculos por la cocina —incapaz de dormir, incapaz de leer, incapaz de ver la tele, un salteado perfecto tirado por el triturador del fregadero—, me subí al coche y conduje de vuelta a la ciudad. Para entonces eran las siete menos cuarto y en Main Street abundaban las plazas de aparcamiento. Me detuve enfrente de la frutería Kennebec y me quedé sentado tras el volante, contemplando una reliquia con la pintura desconchada que en otro tiempo había sido un próspero negocio en una ciudad pequeña. Ya cerrado, parecía listo para la bola de demolición. El único indicio de vida humana eran unos carteles en el polvoriento escaparate (¡BEBER MOXIE ES SALUDABLE!, rezaba el más grande), tan anticuados que bien podrían llevar años abandonados.

La sombra de la frutería se extendía por la calle hasta tocar mi coche. A mi derecha, donde había estado la licorería, se levantaba ahora un edificio de ladrillo visto que albergaba una sucursal del Key Bank. ¿Quién necesitaba un frente verde cuando podías colarte en cualquier tienda de comestibles del estado y salir alegremente con una pinta de Jack o un cuarto de licor de café? Y nada de endebles bolsas de papel; en estos tiempos modernos usamos plástico, hijo. Dura mil años. Y hablando de tiendas de comestibles, nunca había oído hablar de ningún establecimiento llamado Red & White. Si querías comprar comida en Las Falls, ibas al supermercado de la IGA, a un bloque de distancia por la 196. Estaba justo enfrente de la vieja estación de tren. La cual, por cierto, era ahora una combinación de tienda de camisetas y salón de tatuajes.

Sea como fuere, en ese momento el pasado daba la impresión de hallarse muy cerca; quizá se debía a la estela dorada de la declinante luz estival, que siempre se me ha antojado ligeramente sobrenatural. Era como si 1958 aún permaneciera aquí mismo, oculto solo tras una fina película de años intermedios. Y, si lo que me había sucedido esa tarde no procedía de mi imaginación, eso era cierto.

Quiere que haga algo. Algo que él mismo habría hecho si el cáncer no le hubiera detenido. Dijo que volvió y se quedó cuatro años (eso era lo que creía recordar que había dicho, al menos), pero cuatro años no fueron suficientes.

¿Estaba yo dispuesto a volver a bajar esa escalera y quedarme cuatro años o más? ¿Fijar mi residencia allí, básicamente? ¿Regresar dos minutos más tarde… solo que ya en la cuarentena, con hebras de gris asomando en el pelo? No podía imaginarme haciendo eso, aunque, de entrada, tampoco podía imaginar qué habría descubierto Al que fuera tan importante. Únicamente sabía que pedirme cuatro o seis u ocho años de vida era demasiado pedir, incluso para un hombre moribundo.

Aún me faltaban dos horas hasta la cita en casa de Al. Decidí volver a casa y prepararme otro bocado, pero en esta ocasión me obligaría a comer. Después, me concedería otra oportunidad para terminar de corregir los trabajos. Quizá yo era una de las pocas personas que habían viajado en el tiempo —para el caso, Al y yo podríamos ser los únicos en la historia del mundo—, pero mis alumnos de poesía seguían esperando sus calificaciones finales.

En el trayecto rumbo a la ciudad no había puesto la radio, pero entonces la encendí. Al igual que mi tele, obtiene la programación de sondas espaciales manejadas por ordenador que giran alrededor de la Tierra a una altura de treinta y cinco mil kilómetros, una idea que seguramente el adolescente Frank Anicetti habría recibido abriendo los ojos como platos (pero probablemente sin una total incredulidad). Sintonicé Los Sesenta a las Seis y pillé a Danny y los Juniors desentramando «Rock’n’Roll is Here to Stay», tres o cuatro voces armónicas y apremiantes cantando sobre un piano martilleante. Les siguió Little Richard gritando «Lucille» a pleno pulmón, y a continuación Ernie K-Doe más o menos gimiendo «Mother-in-Law»: «Ella cree que su consejo es una contribución, pero si lo dejara, eso sería la solución». Todo sonaba tan melodioso y fresco como las naranjas que la señora Symonds y sus amigas habían estado seleccionando esa misma tarde.

Sonaba a nuevo.

¿Quería yo pasar varios años en el pasado? No. Sin embargo, quería volver. Aunque solo fuera para escuchar cómo sonaba Little Richard cuando aún estaba en la cresta de la ola. O para subir en un avión de Trans World Airlines sin tener que quitarme los zapatos, someterme a un escáner de cuerpo entero y atravesar un detector de metales.

Y anhelaba tomar otra cerveza de raíz.