«ANIMA HOMINIS»

I

Siempre que vuelvo a casa después de estar con desconocidos, y a veces también después de conversar con algunas mujeres, repaso triste y decepcionado lo que les he dicho. Tal vez exagerara con intención de sorprender u ofender, llevado por una hostilidad que no oculta sino mi miedo; o mis pensamientos naturales se hayan visto anegados por una indisciplinada simpatía. Los demás comensales apenas parecían tener humanidad, ¿cómo iba yo a conservar la cabeza fría entre imágenes del bien y del mal, toscas alegorías?

Pero cuando cierro la puerta y enciendo la vela, invito a una musa marmórea, un arte en el que ninguna idea o emoción acude al pensamiento porque otro hombre haya pensado o sentido cosa diferente, ya que en ese momento sólo debe haber acción y no reacción, y el mundo debe conmover mi corazón únicamente porque éste se descubre a sí mismo, y empiezo a soñar con párpados que no tiemblan ante la bayoneta: todos mis pensamientos son despreocupados y alegres, soy todo virtud y confianza. Cuando pretenda poner en verso lo que he descubierto será una labor ardua, pero por un instante creo haberme encontrado a mí mismo y no a mi contrario. Tal vez sea sólo la aversión al trabajo lo que me convence de que no he sido más yo mismo de lo que el gato es la hierba medicinal que está comiendo en el jardín.

¿Cómo puedo haberme confundido con esa condición heroica que desde mi más tierna juventud ha hecho de mí una persona supersticiosa? Eso que parece completo y tan minuciosamente organizado como esos edificios y paisajes intrincados y brillantemente iluminados que aparecen un momento ante mis ojos cuando estoy entre el sueño y la vigilia debe proceder de más arriba y estar fuera de mi alcance. A veces recuerdo el pasaje de Dante en que ve en su habitación al Señor de Aspecto Terrible que aparentando «regocijarse en su interior de un modo que maravillaba verlo, habló y dijo muchas cosas de las que sólo pude entender unas pocas, y entre ellas éstas: ego dominus tuus», o si las condiciones las impusiera, por así decirlo, no un gesto—como en la imagen de un hombre—, sino un hermoso paisaje, probablemente pensaría en Boehme y en ese país donde nos «solazamos eternamente con la amena lozanía de toda suerte de flores y formas, entre árboles, plantas y frutos de toda índole».

II

Cada vez que me paro a considerar cómo está organizado el intelecto de mis amigos descubro el mismo contraste entre artistas y escritores emotivos. Muchas veces le he dicho a una amiga íntima que su único defecto es su costumbre de juzgar con dureza a quienes no gozan de su simpatía, cuando ha escrito comedias en las que los malvados parecen sólo niños traviesos. Ella desconoce por qué ha creado ese mundo donde no se juzga nunca a nadie y que es una especie de exaltación de la indulgencia, pero en mi opinión su ideal de belleza es un sueño que compensa una naturaleza agobiada por el exceso de juicios. Conozco a una actriz famosa que en su vida privada es como esos capitanes de los barcos bucaneros que tenían sojuzgada a la tripulación a punta de trabuco, mientras que sobre el escenario destaca por su interpretación de mujeres que mueven a lástima y despiertan el deseo porque necesitan de nuestra protección, y resulta adorable en el papel de una de esas jóvenes reinas imaginadas por Maeterlinck que tienen tan poca voluntad y fe en sí mismas que parecen sombras suspirando en el confín del mundo. La última vez que la visité en su casa vivía inmersa en un torrente de palabras y movimientos, era incapaz de escuchar, y de sus paredes colgaban mujeres pintadas por Burne-Jones en su última época. Me había invitado con la esperanza de que defendería a aquellas mujeres, que siempre están escuchando y que le son tan necesarias como un buda contemplativo a un samurái, ante un crítico francés que trataba de persuadirla de que prefiriese un cuadro postimpresionista de una mujer gorda y rubicunda que yacía desnuda sobre una alfombra turca.

Sin duda hay hombres cuyo arte es menos una virtud opuesta que una compensación por alguna circunstancia o accidente de la salud. Al oír los abucheos que se produjeron tras la primera representación de El galán de Occidente, Synge se quedó perplejo, incapaz de pensar con claridad, y no tardó en caer enfermo—de hecho es probable que la tensión de aquella semana precipitara su muerte—, y eso que era, como suele ocurrir con los hombres amables y callados, escrupuloso y preciso en sus afirmaciones. En su arte creaba, para deleitar su oído y su imaginación, personajes volubles y temerarios que «se dedican a coquetear y retozar durante toda su vida […] hasta el día del Juicio». En otros momentos, ese hombre, condenado por su mala salud a llevar la vida de un monje, se divertía con «grandes reinas […] que no hacen otra cosa que buscar pareja desde el principio hasta el final». De hecho, en su imaginación siempre se complace en la vida física, en la vida cuando la luna arrastra la marea. El último acto de Deirdre of the Sorrows, en el que su arte se muestra en su forma más noble, lo escribió en su lecho de muerte. No estaba seguro de que hubiese un más allá y estaba dejando atrás a su prometida y una obra inacabada «¡Ay, qué pérdida de tiempo!», me dijo; odiaba tener que morir, y, sin embargo, en las últimas palabras de Deirdre y en el acto central aceptaba la muerte y se despedía de la vida con un gesto elegante. Otorgó a Deirdre la emoción que consideraba más deseable, más difícil y más adecuada, y tal vez viera en esos deliciosos siete años que entonces se alejaban de ella, la plenitud de su propia vida.

III

Siempre que pienso en algún gran escritor poético del pasado (el realista es un historiador y oscurece la distancia con el testimonio de su mirada) compruebo, si conozco a grandes rasgos su vida, que la obra de un hombre es una huida de su horóscopo, una lucha a ciegas con el entramado de las estrellas. William Morris, un hombre feliz, ocupado y muy irascible, describía colores apagados y emociones meditabundas, y seguía, más que ningún otro hombre de su época, a una musa indolente; mientras que Savage Landor nos sobrecogía a todos con su calmada nobleza cuando tomaba la pluma y con la violencia de sus pasiones cuando la dejaba a un lado. En sus Conversaciones imaginarias nos había recordado, por así decirlo, que la Venus de Milo es una piedra, y no obstante, en una ocasión en que los ejemplares no salieron de la imprenta en la fecha prevista, escribió: «He tomado la resolución de hacer pedazos mis esbozos y proyectos y de renunciar a cualquier empresa futura. He tratado de pasar el tiempo durmiendo y paso dos tercios del día en la cama. Se puede decir que he muerto». Supongo que Keats nacería con esa ansia por los lujos tan habitual entre muchos de los pioneros del movimiento romántico, pero fue incapaz, al contrario que el acaudalado Beckford, de saciarla con objetos extraños y hermosos, lo que le empujó a buscar placeres imaginarios. Ignorante, pobre, con mala salud y no muy bien educado, sabía que le estaban vedados los lujos tangibles, y cuando conoció a Shelley se mostró suspicaz y resentido porque, tal como recuerda Leigh Hunt, «era demasiado sensible respecto a sus orígenes y tendía a ver en cualquier persona de noble cuna a un enemigo natural».

IV

Hará unos treinta años leí una alegoría en prosa escrita por Simeon Solomon, hace tiempo descatalogada e imposible de encontrar, y recuerdo, o creo recordar, una frase: «una imagen hueca de deseos satisfechos». Cualquier arte feliz se me antoja igual que esa imagen hueca, en cambio, cuando sus rasgos expresan también la pobreza o la exasperación que empujaron a su creador a ponerse manos a la obra, lo llamamos arte trágico. Keats nos ofreció tan sólo sus sueños de lujo, pero al leer a Dante no podemos escapar por mucho tiempo del conflicto, en parte porque los versos son en determinados momentos un espejo de su historia, y aún más porque la historia es tan clara y sencilla que posee calidad artística. No soy experto en Dante, y tan sólo lo he leído en traducción de Shadwell o Dante Rossetti, pero siempre he estado convencido de que cantaba a la dama más pura que celebrara jamás ningún poeta y a la Justicia Divina no sólo porque la muerte le arrebatara a dicha dama y la ciudad de Florencia hubiera desterrado al cantor, sino porque tuvo que luchar en su propio corazón con su injusta ira y su lujuria; a diferencia de los grandes poetas que están en paz con el mundo y en guerra consigo mismos, libró una doble lucha. «Siempre—nos dice Boccaccio—, tanto en su juventud como en su madurez, encontró sitio entre sus virtudes para la lascivia»; o como prefería expresarlo Matthew Arnold, «su conducta era extremadamente irregular». Guido Cavalcanti, tal como lo traduce Rossetti, veía «demasiado vil» a su amigo:

Y aunque tus palabras amables y sentidas

me habían hecho atesorar tu poesía,

tu vida abyecta hace que ya no me atreva a

decir que apruebo tus rimas.

Y cuando Dante encuentra a Beatriz en el Edén, ¿acaso ésta no le cubre de reproches porque, cuando se fue, él la siguió a pesar de los sueños admonitorios y las falsas imágenes, de modo que, para salvarle de sí mismo, ella ha tenido que «visitar […] las puertas de la Muerte» y enviarle a Virgilio como guía? Por su parte, Gino da Pistoia se queja de que, en su Commedia, sus «preciosas herejías […] se abaten sobre los justos y dejan escapar a los malvados»:

Por eso sus vanos decretos, en los que tanto mintió,

deben ser como cáscaras vacías que se desprecian;

pero los falsos testimonios que levantó

harán que una venganza francesa o italiana

caiga sobre él como Antonio sobre Cicerón.

El propio Dante canta a Giovanni Guirino «al aproximarse la muerte»:

El rey, junto a cuya suntuosa tumba

se instalan los criados con riquezas sin cuento,

ordena que renuncie a mi amarga ira

y eleve los ojos al gran Consistorio.

V

De las disputas con los otros hacemos retórica, pero de las disputas con nosotros mismos hacemos poesía. A diferencia de los retóricos, que consiguen una voz segura a fuerza de repetir a la multitud que han vencido o podrían vencer, nosotros cantamos desde nuestra incertidumbre, y aplastados por la conciencia de nuestra soledad, incluso en presencia de la belleza más elevada, nuestros versos vacilan. También estoy convencido de que ningún buen poeta, por desordenada que haya sido su vida, ha perseguido jamás los placeres en sí mismos. Johnson y Dowson, amigos de mi juventud, eran hombres disipados, borracho el uno y borracho y mujeriego el otro, y aun así tenían la seriedad de quienes han comprendido el sentido de la vida y están despertando del sueño; y ambos, uno en la vida y en el arte, y el otro en el arte y menos en la vida, compartían una constante preocupación por la religión. Tampoco he leído, oído hablar o conocido a ningún poeta que haya sido un sentimental. El otro yo, el anti yo o el yo antitético, como uno quiera llamarlo, se muestra sólo ante quienes ya no se engañan y sienten pasión por la realidad. Los sentimentales son personas prácticas que creen en el dinero, en la posición social y en las campanas de boda. Su idea de la felicidad consiste en estar tan ocupados, sea en el trabajo o en la diversión, que todo lo olviden menos su objetivo inmediato. Encuentran placer en una copa llenada en el embarcadero de Leteo, y para el despertar, la visión y la revelación de la realidad, la tradición nos ofrece una palabra distinta: éxtasis.

Un viejo artista me escribió describiéndome sus vagabundeos por los muelles de Nueva York, y me contó que allí había conocido a una mujer que cuidaba de su niño enfermo y la convenció de que le contara su historia. Ella le habló de los otros hijos que se le habían muerto: una historia larga y trágica. «Quería pintarla—escribía—, pues si me negase ese dolor no podría creer en mi propio éxtasis». No debemos construir una falsa fe ocultándole las dudas a nuestro pensamiento, ya que la fe es el logro más elevado del intelecto humano, el único regalo que el hombre puede hacerle a Dios, y debe ofrecerse con sinceridad. Del mismo modo tampoco debemos ocultar la fealdad para crear una falsa belleza y ofrendársela al mundo. Sólo quien ha soportado todos los dolores imaginables puede crear la mayor belleza imaginable, pues sólo cuando hayamos visto y previsto lo que tememos nos recompensará ese vagabundo deslumbrante e imprevisible de pies alados. Él es de todas las cosas no imposibles la más difícil, pues lo que se obtiene con facilidad no puede ser parte de nuestro ser; lo que fácil viene fácil se va, como dice el proverbio. Cuando comprenda que nada tengo y que los campaneros de la torre tocan a muerto en el himeneo del alma, comprobaré que la oscuridad se torna luminosa y el vacío fructífero.

Este último conocimiento a menudo lo adquieren más deprisa los hombres turbulentos, y su agitación se acrecienta por un tiempo. Cuando la vida desvele uno por uno todos sus trucos, puede que quienes nos hayan engañado por más tiempo sean la copa de vino y el beso sensual, porque nuestras Cámaras de Comercio y nuestros Parlamentos no poseen la arquitectura divina del cuerpo ni el sol ha madurado su frenesí. El poeta tal vez obtenga su perdón porque no puede quedarse en la casa sagrada sino que vive entre los remolinos que asedian su puerta.

VI

Creo que el héroe y santo cristiano, en lugar de sentirse meramente insatisfecho, hace un sacrificio deliberado. Recuerdo haber leído una vez la autobiografía de un hombre que había hecho un arriesgado viaje disfrazado entre los exiliados rusos de Siberia y cómo contaba que de niño era tan tímido que se había ejercitado obligándose a deambular de noche por peligrosos callejones. El santo y el héroe no pueden contentarse con ser esa imagen hueca un instante y luego convertirse en un ser heterogéneo, sino que aspiran a parecerse siempre al yo antitético. El arquetipo ensombrece al arquetipo, pues en todos los grandes estilos poéticos hay un santo o un héroe, pero, cuando todo acaba, Dante puede volver a sus enredos de alcoba y Shakespeare a su jarra de cerveza. No buscaban una perfección imposible más que cuando escribían en el papel o el pergamino. Lo mismo hará el santo o el héroe, pues como escribe con sangre en su propio cuerpo, y no en el papel o el pergamino, comprende mejor la sangre y el cuerpo ajenos.

Hace unos años empecé a creer que nuestra cultura, con su doctrina de la sinceridad y la autorrealización, nos hacía amables y pasivos, y que la Edad Media y el Renacimiento estaban en lo cierto al fundar la suya en la imitación de Cristo o de algún héroe clásico. San Francisco y César Borgia se convirtieron en personas dominantes y creativas apartándose del espejo y meditando sobre una máscara. Cuando pensé en ello ya no vi otra cosa en la vida. No pude escribir la obra de teatro que tenía proyectada, pues todo se volvió alegórico, y aunque descarté cientos de páginas en mi intento de escapar de la alegoría, mi imaginación se volvió estéril durante casi cinco años y sólo logré escapar cuando me burlé de mis propias ideas en una comedia. Siempre estaba pensando en el elemento imitativo en el estilo y en la vida, y en la vida más allá de la imitación heroica. Leo en un antiguo diario: «Creo que la felicidad depende de la energía para adoptar la máscara de otra vida, del renacimiento como algo distinto de uno mismo, algo creado en un momento y perpetuamente renovado; en jugar como lo hace un niño de modo que el infinito dolor de la autorrealización desaparezca detrás de una cara grotesca o solemne tras la que uno se oculta del horror del juicio. […] Puede que todos los pecados y energías del mundo no sean más que la huida de un rayo infinitamente cegador»; y en una fecha anterior: «Si no podemos imaginarnos diferentes de lo que somos, y no intentamos asumir ese segundo ser, tampoco podemos imponernos ninguna disciplina a menos que nos la impongan otros. La virtud activa, en contraposición a la aceptación pasiva de un código, es por tanto teatral, conscientemente dramática, una máscara […] Wordsworth, pese a ser un gran poeta, resulta a menudo plano y aburrido en parte porque su sentido moral, al tratarse de una disciplina que no había creado él, sino sólo de una mera obediencia, carece del elemento teatral. Y eso aumenta su popularidad entre los mejores periodistas y entre los políticos que han escrito libros».

VII

Pensaba que el héroe encontró colgada de algún roble de Dodona una máscara antigua en la que tal vez perdurase algo de Egipto y la modificó a su antojo retocándola un poco aquí y allá, dorando las cejas o añadiendo una línea dorada a los pómulos; y que cuando por fin miró a través de ella supo que el aliento de otro respiraba a través del suyo por los labios tallados, y que en ese preciso instante sus ojos quedaron fijos en un mundo visionario: ¿cómo iba a aparecérsenos si no el dios en el bosque? Los libros buenos e indoctos afirman que Aquel que tiene las estrellas más lejanas bajo su manto se aparece sin intermediarios, sin embargo los preceptos de Plutarco y la experiencia de esas viejas del Soho que ofrecen sus brujerías a las criadas a cambio de un chelín pretenden que un hombre vivo y extraño puede ganar un muerto ilustre para Daimon;a pero ahora añado otra idea: el Daimon no se presenta de igual a igual, sino buscando su propio opuesto, pues el hombre y el Daimon alimentan el hambre de sus respectivos corazones. Como el espíritu es simple y el hombre confuso y heterogéneo, tan sólo se entrelazan cuando el hombre encuentra una máscara cuyos rasgos permitan la expresión—por temible que sea—de todo aquello de lo que más carece, y sólo de eso.

Cuando más insaciables sean los deseos y mayor la resolución de renunciar al engaño o a una victoria fácil, más íntimo será el lazo y más violenta y clara la antipatía.

VIII

Estoy convencido de que todos los hombres religiosos han creído que hay una mano ajena a la nuestra en los acontecimientos de la vida, y que, como dice alguien en el Wilhelm Meister, todo accidente es destino; y me parece que fue Heráclito quien dijo: «El Daimon es nuestro destino». Cuando pienso en la vida como una lucha con el Daimon que siempre nos obliga a trabajar en la tarea más difícil entre las no imposibles, comprendo por qué hay una enemistad tan profunda entre el hombre y su destino, y por qué los hombres aman tan sólo su destino. En un poema anglosajón se llama a un hombre, para aplicarle un epíteto que condense todo su heroísmo, «ansioso de su Sino». Estoy convencido de que el Daimon nos entrega y engaña, y de que tejió esa red a partir de las estrellas y luego se la quitó del hombro. Después mi imaginación pasa de Daimon al amado y adivino una analogía que escapa al intelecto. Recuerdo que los griegos antiguos nos aconsejaron buscar las estrellas principales—que gobiernan por igual al enemigo y al amado—entre las que están a punto de ocultarse, en la Séptima Casa, como dicen los astrólogos, y que es posible que «el amor sexual», que está «fundado en el odio espiritual», sea una imagen de la guerra que libran el hombre y Daimon, e incluso me pregunto si no puede haber cierta comunión secreta, ciertos susurros en la oscuridad entre Daimon y el amado. Recuerdo con qué frecuencia las mujeres enamoradas se vuelven supersticiosas y creen que pueden traer buena suerte a sus amados, y también una antigua leyenda irlandesa sobre tres jóvenes que fueron a buscar ayuda en la batalla a la casa de los dioses en Slieve-na-mon.

—Antes deberéis casaros—les respondió uno de los dioses—, pues la buena o la mala suerte siempre le llega al hombre través de una mujer.

A veces practico la esgrima media hora al acabar el día, y cuando cierro los ojos al apoyar la cabeza en la almohada veo un florete cuya punta se agita ante mi rostro. Cualquiera que sea nuestra labor o la ensoñación por la que nos dejemos arrastrar siempre nos encontramos con esa otra Voluntad en lo profundo del pensamiento.

IX

El poeta encuentra y confecciona su máscara en la decepción, el héroe en la derrota. El deseo satisfecho no es un gran deseo, igual que el hombro que no ha empujado contra una puerta indestructible no ha agotado todas sus fuerzas. Sólo el santo no se deja engañar y no empuja con el hombro ni tiende insatisfecho las manos. Escalaría sin extraviarse hasta el ser antitético del mundo, el hindú que limita su pensamiento mediante la meditación o lo aparta de sí en la contemplación, el cristiano que imita a Cristo, el ser antitético del mundo clásico. Y es que el héroe ama el mundo hasta que éste termina destruyéndolo y el poeta hasta que se ha quebrantado su fe; en cambio el santo renuncia a él cuando todavía es agradable, y como renuncia a la experiencia en sí misma, lleva su máscara tal como la encuentra. El poeta o el héroe, independientemente de en qué corteza encuentren sus máscaras, poseen una fantasía tan torrencial que modifican un poco sus rasgos, pero el santo, cuya vida no es sino una repetición de obligaciones rutinarias, no necesita nada que no necesite todo el mundo, y día tras día flagela en su cuerpo a los conquistadores romanos y cristianos: Alejandro y César pasan hambre en su celda. Su origen no está en la decepción ni en la derrota, sino en una tentación como la de Cristo en el desierto, una contemplación eternamente renovada en un único instante de todos los reinos de la tierra, y como ha renunciado a ellos, todos muestran constantemente sus tronos vacíos. Edwin Ellis, recordando que Cristo también midió su sacrificio, se imaginó a sí mismo en un bello poema encontrándose en el Gólgota con el fantasma de «Cristo el Menor», el Cristo que podría haber tenido una vida próspera sin conocer el pecado, y que ahora vaga solitario día y noche, convertido en un espectro fatigado.

Lo vi y le grité:

«¡Eli, me has abandonado!».

Los clavos ardían en sus miembros,

huyó para encontrar la felicidad.

Y aun así el santo se libra—a pesar de su corona de mártir y de su abstinencia de deseos—de la derrota, de la decepción amorosa y del pesar de la partida.

¡Oh, noche que guiaste!

¡Oh, noche, amable más que el alborada!

¡Oh, noche que juntaste

amado con amada,

amada en el amado transformada!

En mi pecho florido,

que entero para él sólo se guardaba,

allí quedó dormido,

y yo le regalaba,

y el ventalle de cedros aire daba.

El aire del almena,

cuando yo sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello hería,

y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo, y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

X

Al hombre que toma la pluma o el cincel no le está permitido buscar la originalidad pues su único objetivo es la pasión, y no puede sino tallar o cantar según una nueva moda, porque ningún desastre se parece a otro. Es como esos fantasmas enamorados de la obra de teatro japonés que, obligados a vagar juntos y no mezclarse jamás, se lamentan: «No dormimos ni nos despertamos, pasamos nuestras noches sumidos en un pesar que al final es una visión, ¿qué son para nosotros esas escenas primaverales?». Si cuando hemos encontrado una máscara pensamos que no se ajustará a nuestro estado de ánimo hasta que retoquemos de oro las mejillas, lo haremos furtivamente y sólo allí donde los robles de Dodona arrojan su sombra más oscura, pues si el Daimon nos sorprendiera manos a la obra se nos echaría encima, ya que es nuestro enemigo.

XI

Hace muchos años vi, entre el sueño y la vigilia, a una mujer de increíble belleza que disparaba una flecha hacia el cielo, y desde el primer instante en que traté de descifrar su significado he pensado mucho en la diferencia entre el movimiento serpenteante de la Naturaleza y la línea recta que en la Seraphita de Balzac se denomina la «Marca del Hombre», aunque podría llamarse más bien la marca del santo o el sabio. Creo que los poetas y los artistas no podemos disparar más allá de lo tangible y estamos condenados a pasar del deseo a la fatiga y otra vez al deseo, y a vivir esperando, con la humildad de las bestias, el momento en que se produzca la visión como un terrible relámpago. No dudo que esos círculos palpitantes y esos arcos tendidos, sea en la vida o en la época del hombre, son matemáticos, y que haya en este mundo o fuera de él quien pueda predecir el suceso y sea capaz de fijar en el calendario la duración de la vida de un Cristo, un Buda o un Napoleón: que cada movimiento, en el sentir o en la imaginación, prepare en la oscuridad, mediante su confianza y claridad crecientes, a su propio ejecutor. Buscamos la realidad con el lento esfuerzo de nuestra debilidad y recibimos golpes desde lo ilimitado y lo imprevisto. Sólo si somos santos o sabios y renunciamos a la experiencia misma podemos, por utilizar una imagen de la cábala cristiana, abandonar el súbito relámpago y el camino de la serpiente y convertirnos en el arquero que apunta con su flecha al centro del sol.

XII

Los médicos han descubierto que algunos sueños nocturnos, pues no concibo que con todos ocurra lo mismo, son los deseos frustrados del día, y que el terror que nos inspiran los deseos que nuestra conciencia condena deforman y perturban dichos sueños. Sólo han estudiado la aparición en el sueño de elementos que quedaron insatisfechos sin el desaliento purificador. En nuestras vidas podemos satisfacer algunas de nuestras pasiones y sólo un poco cada una de ellas, y nuestros caracteres se distinguen porque no hay dos hombres que negocien igual. El trato, el compromiso, está siempre amenazado, y cuando se rompe enloquecemos, nos domina la histeria o nos sentimos engañados; y así cuando una pasión denegada o prohibida aparece en un sueño, nosotros, antes de despertar, quebrantamos la lógica que le había dado su capacidad de acción y volvemos a sumirla en el caos. No obstante, las pasiones, cuando sabemos que no pueden satisfacerse, se transforman en visiones, y una visión, tanto si estamos despiertos como dormidos, prolonga su poder mediante el ritmo y las pautas, esa rueda donde el mundo se hace mariposa. Nosotros no necesitamos protección, pero ella sí, pues si nos interesamos por nosotros mismos, por nuestras propias vidas, pasamos por alto la visión. Es difícil decidir si somos nosotros o la visión quien crea la pauta y hace girar la rueda, pero sin duda hay cientos de maneras de tenerla cerca: elegimos nuestras imágenes de épocas pasadas, nos alejamos de nuestro tiempo e intentamos que Chaucer nos parezca más próximo que el periódico del día. Eso nos obliga a ocultar todo lo que la visión no puede incorporar, y cuando se presenta en sueños en ese momento en que incluso el sueño cierra los ojos y los sueños empiezan a soñar, nos arrastra, nos absorbe una luz blanca, olvidamos incluso nuestros propios nombres y acciones, y aun así seguimos siendo dueños de nosotros mismos y murmuramos como Fausto: «Detente, instante», pero lo hacemos en vano.

XIII

Un poeta, cuando se va haciendo mayor, acaba preguntándose si no podrá conservar su máscara y su visión sin padecer nuevas amarguras y decepciones. ¿Podría, en tal caso, sabiendo lo frágil que es su vigor, imitar a Landor que vivió amando y odiando, ridículo e inconquistable, hasta una edad avanzada, tras perderlo todo menos el favor de sus Musas?

Dicen que Memoria es madre de las Musas;

la una me ha abandonado, las otras siguen

sacudiéndome el hombro y animándome a cantar.

Puede que piense: ahora que he hallado la visión y la máscara no tengo por qué sufrir más. Comprará tal vez una casita, como Ariosto, donde cultivar su huerto, y pensará que quizá pueda descubrir un ritmo y una pauta como los del sueño en el retorno de los pájaros y las hojas, o en el sol y la luna, y en el vuelo vespertino de los grajos, y no despertar ya de la visión. Luego recordará a Wordsworth marchitándose octogenario, célebre y senil, y subirá a alguna habitación vacía y encontrará allí, olvidada por la juventud, una amarga corteza.

25 de febrero de 1917