EL TRENZADO DE LA CUERDA

Una vez Hanrahan marchaba por los caminos cerca de Kinvara, al anochecer, cuando oyó el sonido de un violín procedente de una casa algo apartada de la carretera. Y tomó el sendero que conducía a la casa, pues no tenía costumbre de pasar por un sitio en donde hubiera música, baile o buena compañía sin hacer un alto. El dueño de la casa se hallaba a la puerta y cuando Hanrahan se aproximó, le reconoció y le dijo: «Bienvenido seas, Hanrahan, no te has dejado ver en todo este tiempo». Pero la mujer de la casa salió a la puerta y le dijo a su marido: «Preferiría que Hanrahan no entrase esta noche, pues ahora no tiene muy buena fama entre los curas y entre las mujeres que miran por su reputación, y si bebe, aunque sólo sea una copa, nada de lo que pueda hacer me sorprendería». Pero el hombre contestó: «A Hanrahan de los poetas nunca he de cerrarle mi puerta», y con estas palabras le hizo entrar.

En la casa se había reunido un gran número de aldeanos y más de uno se acordaba de Hanrahan; pero algunos de los chiquillos que estaban en los rincones no le conocían más que de oídas y se pusieron en pie para así poder verle, y uno de ellos preguntó: «¿Hanrahan no era aquel que tenía la escuela, y Ellos se lo llevaron?», pero su madre le tapó la boca con la mano y le mandó que se callara y que no fuera diciendo tales cosas. «Pues Hanrahan puede montar en cólera—añadió—, si oye hablar de esa historia o si alguien se pone a hacerle preguntas». Uno de los presentes le pidió entonces una canción, pero el dueño de la casa dijo que aquél no era momento de pedirle ninguna canción, antes de que hubiera descansado; y le sirvió whisky en un vaso, y Hanrahan le dio las gracias y se lo bebió de un trago.

El violinista afinaba su violín para el siguiente baile, y el dueño de la casa les dijo a los mozos que cuando vieran bailar a Hanrahan iban a ver todos lo que era bailar, pues desde la última vez que estuvo allí no se había vuelto a ver nada parecido. Hanrahan dijo que no iba a bailar, que ahora hacía mejor uso de sus pies viajando por las cuatro provincias de Irlanda. Acababa de decir esto cuando en el cuarterón de la puerta apareció Oona, la hija de la casa, llevando en sus brazos unas cuantas astillas de pino de los pantanos de Connemara para el fuego. Las echó a la hoguera, y las llamas al avivarse iluminaron su gran hermosura y su sonrisa, y dos o tres de los mozos se levantaron y le pidieron un baile. Pero Hanrahan cruzó la sala, apartó a los otros a un lado y dijo que, después del largo camino que había recorrido para estar junto a ella, era con él con quien tenía que bailar, y seguramente le susurró dulces palabras al oído, pues ella no puso ninguna objeción, se quedó a su lado, y un ligero rubor afloró a sus mejillas. En ese momento otras parejas se pusieron en pie, pero cuando el baile ya iba a empezar, Hanrahan miró casualmente al suelo y vio que sus botas estaban gastadas y rotas y que las astrosas calzas grises le asomaban por debajo; y en tono de enfado dijo que el suelo era malo y que la música no era gran cosa, y se sentó en el rincón en penumbra junto al hogar. Y al punto la muchacha se sentó a su lado.

El baile mientras tanto continuaba, y apenas acababa una danza cuando ya estaban pidiendo la siguiente, y durante algún tiempo nadie prestó demasiada atención a Oona y a Hanrahan el Rojo, sentados en aquel rincón. Pero la madre empezó a sentirse intranquila y llamó a Oona para que la ayudase a poner la mesa en la habitación de dentro. Pero Oona, que jamás le había dicho antes a nada que no, le contestó que iría enseguida, pero que todavía no, pues estaba escuchando algo que él le decía al oído. La madre se sintió entonces aún más inquieta, se acercó a donde estaban, y hacía como si removiera el fuego o barriera el hogar para así poder oír un minuto lo que el poeta estaba diciéndole a su hija. Y en una ocasión oyó que le estaba hablando de Deirdre, la de las blancas manos, y de cómo había conducido a la muerte a los hijos de Usna; y de que el rubor de sus mejillas no era de un rojo tan intenso como la sangre de tantísimos hijos de reyes derramada por su culpa, y de que los remordimientos nunca la habían abandonado; y quizá era su recuerdo, añadió, el que hacía que los trinos del chorlito en los pantanos sonasen al oído de los poetas tan lastimeros como la canción fúnebre de unos jóvenes por el compañero muerto. Y si no fuera por los poetas que han ensalzado su belleza en sus canciones, no habría quedado de ella ni el recuerdo. Y en otra ocasión no entendió bien lo que estaba diciendo, pero, por lo que pudo oír, sonaba como si fuera poesía, aunque sin rima, y esto fue lo que le oyó decir: «El sol y la luna son el hombre y la doncella, son mi vida y tu vida, surcando, siempre surcando los cielos como bajo una misma caperuza. Fue Dios el que hizo al uno para el otro. Él creó tu vida y mi vida antes del principio del mundo, Él las creó para que fueran por el mundo, de un confín al otro, como los dos mejores bailarines que, cuando todos los demás están ya agotados y se recuestan contra la pared, siguen bailando sin parar de un extremo al otro del granero, frescos y risueños».

La vieja fue entonces a donde estaba su marido jugando a las cartas, pero éste no le hizo el menor caso, y entonces se dirigió a la mujer de uno de los vecinos y le dijo: «¿Es que no habrá forma de que podamos separarlos?—Y sin esperar respuesta les espetó a unos mozos que estaban allí charlando—: ¿Qué clase de hombres sois que no podéis hacer que la mejor muchacha de la casa salga a bailar con vosotros? Id todos ahora—añadió—, y a ver si lográis arrancarla de la cháchara del poeta». Pero Oona no quiso escuchar a ninguno, y se limitó a hacerles un gesto con la mano para que se apartaran. Entonces se encararon con Hanrahan y le dijeron que bailara él con la muchacha o que la dejase bailar con alguno de ellos. Hanrahan, al oír lo que le decían, respondió: «Sea así, pues, bailaré yo con ella, pues no hay nadie en la casa lo bastante hombre para bailar con ella más que yo».

Entonces los dos se pusieron en pie y la sacó a bailar llevándola cogida de la mano, y varios de los mozos se sintieron ofendidos, y otros empezaron a mofarse de su tabardo hecho jirones y de sus botas agujereadas. Pero él no les hizo ningún caso, y Oona tampoco les prestó la menor atención, y se miraban el uno al otro como si el mundo les perteneciese a ellos solos. Pero otra pareja que había estado sentada como si fuesen amantes, salió a bailar al mismo tiempo, y se cogieron de las manos y movían los pies siguiendo el compás de la música. Pero Hanrahan les volvió la espalda, como irritado, y en lugar de bailar se puso a cantar, y mientras cantaba seguía llevando a Oona cogida de la mano, y su voz sonaba cada vez más fuerte, y las burlas de los mozos cesaron, y calló el violín, y al final no se oía más que su voz, que sonaba como el viento. Y lo que cantaba era una canción que había compuesto en cierta ocasión en sus correrías por el Slieve Echtge, y su letra tal como podría traducirse al inglés era como sigue:

¡Oh!, que el viejo y huesudo dedo de la Muerte

no nos encuentre nunca allí,

en el alto y cóncavo país de las ciudades,

donde el amor es dar y perdonar;

donde las ramas tienen fruto y flor

todas las estaciones del año;

donde los ríos van desbordados

de cerveza roja y de cerveza negra.

Un anciano toca la gaita

en un bosque de oro y plata;

reinas, de ojos azules como el hielo,

bailan entre la multitud.

[O Death’s old bony finger | Will never find us there | In the high hollow townland | Where love’s to give and to spare; | Where boughs have fruit and blossom | At all times of the year; | Where rivers are running over | With red beer and brown beer. | An old man plays the bagpipes | In a golden and silver wood; | Queens, their eyes blue like the ice, | Are dancing in a crowd].

Y mientras cantaba Oona se arrimó más a él, y el rubor desapareció de sus mejillas, y sus ojos ya no eran azules, sino grises por las lágrimas que se le saltaban, y quien la hubiera visto habría pensado que, allí, en aquel mismo momento, estaba decidida a seguirle del oeste al este del mundo.

Pero uno de los mozos gritó: «¿Dónde está ese país del que canta? Ten cuidado, Oona, está muy lejos, antes de llegar a él tendrías que recorrer un largo camino». Y otro añadió: «Si te vas con él, no es en el País de los Jóvenes en donde acabarás, sino en Mayo, en medio de los pantanos». Oona le miró entonces como si quisiera interrogarle, pero él alzó su mano en la suya, y medio cantando, medio gritando, exclamó: «Ese país está muy cerca de nosotros, está en todas partes; puede que se halle en ese cerro pelado de ahí detrás, o tal vez en el corazón del bosque». Y con voz potente y clara gritó: «En el corazón del bosque. ¡Oh, que nunca nos encuentre la Muerte en el corazón del bosque! Y tú, Oona, ¿quieres venirte allí conmigo?», le preguntó.

Pero mientras estaba diciendo esto las dos viejas habían salido fuera, y la madre de Oona lloraba y decía:

—Le ha echado un maleficio a Oona. ¿No podemos hacer que los hombres le expulsen de la casa?

—Eso es justo lo que no puedes hacer—le contestó la otra mujer—, pues es un poeta del Gael, y bien sabes que si echaras de tu casa a un poeta del Gael, te echaría tal maldición que el grano se agostaría en los campos y a las vacas se les secaría la leche, y esto nada menos que durante siete años.

—¡Dios nos ayude!—gimió la madre—, ¡por qué le dejaría yo entrar en la casa, con la pésima reputación que tiene!

—Si no le hubieras dejado entrar no habría habido el menor problema, pero grandes males se abatirán sobre ti si le echas a la fuerza. Pero ahora escucha, porque tengo un plan para que salga de la casa por su propio pie sin que nadie tenga que echarle.

Al poco rato las dos mujeres volvieron a entrar, llevando cada una un haz de heno en el delantal. Hanrahan no estaba ya cantando, sino que estaba hablándole a Oona muy rápida y dulcemente, y le decía:

—La casa es angosta, pero el mundo es ancho, y ningún amante sincero ha de tener miedo a la noche, ni a la mañana, ni al sol, ni a las estrellas, ni a las sombras del crepúsculo, ni a ninguna cosa terrena.

—Hanrahan—interrumpió entonces la madre, dándole un golpecito en el hombro—, ¿puedes echarme una mano un minuto?

—Anda, Hanrahan—añadió la vecina—, ayúdanos a hacer una cuerda con este heno, pues tú eres diestro con las manos, y una ráfaga de viento ha soltado la techumbre de paja del almiar.

—Lo haré por vosotras—contestó, cogiendo el bastoncillo en sus manos, y la madre empezó a pasarle el heno, y él lo iba trenzando, pero lo hacía a toda prisa para acabar pronto y quedarse otra vez libre.

Las mujeres siguieron con su charla mientras le pasaban el heno, y le daban ánimos, y le decían lo buen trenzador de cuerdas que era, mejor que ninguno de sus propios vecinos o que cualquiera de los que habían visto hasta entonces. Y Hanrahan se dio cuenta de que Oona estaba observándole y se puso a trenzar a toda velocidad, la cabeza erguida, jactándose de la destreza de sus manos, de los muchos conocimientos que albergaba en su cabeza y de la fuerza de sus brazos. Y mientras se pavoneaba iba andando hacia atrás, sin dejar de trenzar la cuerda, hasta que llegó a la puerta que estaba abierta a sus espaldas, y sin reparar en ello cruzó el umbral y se encontró en la carretera. Y apenas se halló fuera, la madre, con un salto repentino, le arrojó la cuerda que quedaba dentro, cerró la puerta y el cuarterón y les echó el cerrojo.

Cuando terminó se sintió enormemente contenta y rió a carcajadas, y los aldeanos también rieron y la felicitaron. Pero oían los golpes que daba fuera a la puerta y las maldiciones que profería, y la madre apenas tuvo tiempo de detener a Oona, que tenía ya puesta la mano en el cerrojo. Después hizo una seña al violinista y éste acometió un reel*, y uno de los mozos cogió a Oona sin pedirle permiso y se la llevó al centro del baile. Y cuando acabó la danza y el violín calló, fuera ya no se oía el menor ruido y la carretera estaba tan en silencio como antes.

Por lo que se refiere a Hanrahan, cuando vio que le habían dejado fuera y que esa noche no podía ya contar con un refugio, ni con bebida, ni con ninguna muchacha que le prestara oídos, su rabia y coraje se desvanecieron, y se encaminó a donde las olas batían contra la playa.

Se sentó en una piedra de gran tamaño, y empezó a balancear el brazo derecho y a cantar para sí lentamente, que era lo que siempre hacía para reconfortarse cuando todo le salía mal. Y si fue en aquella ocasión o en otra distinta cuando compuso la canción que aún hoy lleva por título «El trenzado de la cuerda», y que comienza «¿Qué gato negro me ha metido en este aprieto?», eso es algo que nunca se ha sabido.

Pero después de cantar un rato, fue como si la bruma y las sombras, unas veces emergiendo del mar, otras agitándose sobre su superficie, se espesaran en torno suyo. Le pareció que una de las sombras era la mujer-reina que había visto dormida en el Slieve Echtge; pero ahora no estaba dormida, sino que se burlaba y gritaba a los que venían tras ella: «Fue débil, fue débil, no tuvo valor». Y entonces se percató de que aún llevaba en la mano los cabos de la cuerda y se puso a trenzarlos de nuevo, y mientras lo hacía le parecía que con ellos iba trenzando todas las desdichas del mundo. Y después le pareció como si la cuerda se transformara en su sueño en un gusano gigantesco que surgía del mar y se le enroscaba alrededor y le iba apretando más y más cada vez. Y por fin se libraba de él, y siguió caminando, tembloroso y vacilante, por el borde de la playa y las grises figuras volaban de un lado a otro en torno suyo: Y esto es lo que decían: «Lástima que se muestre sordo a la llamada de las hijas de los Sidhe, pues en el amor de las mujeres terrenas nunca ha de hallar el menor consuelo hasta el fin de la vida y de los tiempos, y el frío de la sepultura atenazará para siempre su corazón. Él ha escogido la muerte; dejemos que muera, dejemos que muera, dejemos que muera».