EL ÚLTIMO JUGLAR

Michael Moran nació hacia 1794 no lejos de Black Pitts, en las Liberties de Dublín, en Faddle Alley. A los quince días de nacer se quedó completamente ciego a causa de una enfermedad, y se convirtió, por ende, en una bendición para sus padres, que pronto pudieron mandarle a hacer rimas y a mendigar en las esquinas de las calles y en los puentes que atraviesan el Liffey. Y es bien posible que desearan haber tenido las alforjas llenas de otros igual que él, ya que, libre del estorbo de la visión, su cabeza convertía cada acontecimiento del día y cada cambio de la pasión pública en rimas o en pintorescos refranes. Para cuando se hizo un hombre era ya el reconocido adalid de todos los vendedores de baladas de las Liberties: de Madden, el tejedor, de Kearney, el violinista ciego de Wicklow, de Martin el de Meath, de M’Bride de Dios sabe dónde, y de aquel M’Grane que posteriormente, cuando el verdadero Moran había dejado de existir, se pavoneaba con plumas prestadas, o más bien con harapos prestados, y proclamaba que jamás había habido más Moran que él, y de muchos otros. Y no halló, pese a su ceguera, ninguna dificultad para conseguir mujer, sino que por el contrario pudo seleccionar y escoger, pues era exactamente esa mezcla de golfo y de genio que resulta caro al corazón de la mujer, la cual, por convencional que en sí sea, ama lo inesperado, lo tortuoso, lo desconcertante. Y no le faltaron, pese a sus harapos, muchas cosas excelentes, pues se recuerda que siempre le encantó la salsa de alcaparras, y en una ocasión en que a su mujer se le había olvidado, le lanzó una pierna de cordero a la cabeza. Él no era gran cosa, desde luego; con su basto abrigo de frisa con esclavina y borde festoneado, sus viejos pantalones de pana y sus zapatones, y su recio bastón atado a la muñeca con una correa de cuero: y le habría causado una penosa impresión al juglar MacCoinglinne, si aquel amigo de reyes, en profética visión, hubiera podido contemplarlo desde el pilar de piedra de Cork. Y, sin embargo, a pesar de no existir ya la capa corta y el morral de cuero, Moran era un verdadero juglar, siendo tanto poeta como bufón como noticiero de la gente. Por la mañana, una vez terminado el desayuno, su mujer o algún vecino le leían el periódico en voz alta, y le iban leyendo y leyendo hasta que él los interrumpía con «Eso servirá…, me vienen las meditaciones»; y de estas meditaciones venía la provisión de chistes y rimas del día. Llevaba la Edad Media entera bajo su abrigo de frisa.

En cambio no le tenía a la Iglesia y al clero el odio de MacCoinglinne, pues cuando el fruto de sus meditaciones no maduraba bien, o cuando el público pedía algo más sólido, recitaba o cantaba, en verso medido, la historia o la balada de un santo o mártir o alguna aventura bíblica. Se ponía en una esquina y, cuando se había juntado una muchedumbre, empezaba de manera parecida a lo que sigue (transcribo las anotaciones de uno que lo conoció): «Agrupaos en torno a mí, muchachos, agrupaos a mi alrededor. Muchachos, ¿estoy en medio de un charco? ¿Me estoy mojando?». Al instante varios chicos gritaban: «¡No! ¡No te estás mojando! Estás en seco y en un buen lugar. Empieza por Santa María, empieza por Moisés», pidiendo cada uno su historia favorita. Entonces Moran, meneando el cuerpo y agarrándose los harapos, exclamaba: «Todos mis amigos del alma se han convertido en unos lenguaraces»; y tras una última advertencia a los chicos («Como no os dejéis de bromas y diversiones os voy a dejar hechos un caso a unos cuantos»), daba comienzo a su recitado, o tal vez se entretenía aún, para preguntar: «¿Hay ya una multitud a mi alrededor? ¿Algún hereje canalla por ahí?». O podía ocurrir que empezara por cantar:

Agrupaos a mi alrededor,

muchachos, ¿os queréis agrupar?

Y oíd bien lo que os he de decir

antes de que la vieja Sally

me traiga la tetera y el pan.

De sus cuentos religiosos, el más conocido era «Santa María Egipciaca», un largo poema de excesiva solemnidad, condensación de la obra, mucho más larga aún, de un tal obispo Coyle. Relataba cómo una ramera egipcia, de nombre María, seguía a los peregrinos hasta Jerusalén en busca de clientes, y entonces, al ver que se le negaba la entrada al Templo por intervención sobrenatural, se convertía en penitente, huía al desierto y se pasaba el resto de su vida haciendo penitencia en solitario. Cuando estaba por fin al borde de la muerte, Dios le enviaba al obispo Zósimo para que la oyera en confesión, le diera el último sacramento y, con la ayuda de un león, enviado también por Dios, cavara su fosa. El poema tiene la insufrible cadencia del siglo XVIII en su peor momento, pero era tan popular y se pedía con tanta frecuencia que a Moran se le apodó Zósimo, y se le recuerda por ese nombre. También tenía un poema de su propia invención, llamado «Moisés», que se aproximaba un poco más a la poesía sin aproximarse mucho. Pero Moran malamente podía aguantar la solemnidad, y no tardó en hacer la siguiente parodia golfa de sus propios versos:

En el reino de Egipto, allí donde está el Nilo,

la princesa bañábase con muchísimo estilo.

Tras darse un chapuzón regresó hasta la orilla,

corrió para secarse, rechazó la sombrilla.

Tropezó en una anea, y al levantarse aprisa

vio a un niño en una cesta con una gran sonrisa.

Lo levantó en sus brazos, y dijo con su acento:

«Caramba, muchachitas, ¿de quién es el portento?».

Con mayor frecuencia, sin embargo, eran sus rimas humorísticas burlas y chanzas a costa de gente contemporánea. Le encantaba, por ejemplo, recordarle a un zapatero, célebre tanto por la ostentación que hacía de su riqueza como por su desaseo personal, su insignificante origen en una canción de la que sólo nos ha llegado la primera estrofa:

En la parte más guarra del guarro Dirty Lane1

vivía un remendón muy guarro, Dick Maclane;

tenía una mujer que en el viejo reinado

fue hereje protestante, y de mucho cuidado.

En el Puente de Essex forzaba la garganta,

cada grito que daba, un penique a la manta.

Pero Dickie llevaba un abrigo flamante

que le había sacado a la gente importante.

Era todo un fanático, como los de su banda,

y cantaba en las calles, o hacía propaganda,

acompañado siempre de su mujer nefanda.

Tuvo problemas de diversa índole y hubo de hacer frente a numerosos entrometidos y hacerlos callar. Una vez un vigilante muy oficioso lo detuvo por vagabundo, pero se vio clamorosamente derrotado entre las risas del tribunal cuando Moran le recordó a su señoría el precedente sentado por Homero, quien también, declaró, era poeta, y ciego, y mendigo. Al crecer su fama hubo de hacer frente a una dificultad más seria. Diversos imitadores surgieron por todas partes. Cierto actor, por ejemplo, hizo tantas guineas como Moran chelines remedando sus decires y sus canciones y su atavío en el escenario. Estaba este actor cenando una noche con unos amigos cuando se originó una discusión acerca de si su imitación era o no exagerada. Se acordó resolver la disputa mediante una consulta al vulgo. Una cena de cuarenta chelines en un famoso café sería la apuesta. El actor ocupó su puesto en el Puente de Essex, uno de los lugares predilectos de Moran, y no tardó en congregarse una pequeña multitud. Apenas había terminado con «En el reino de Egipto, allí donde está el Nilo» cuando apareció Moran en persona, seguido de otra multitud. Las dos multitudes se unieron con grandes risas y alboroto.

—Buenos cristianos—gritó el simulador—, ¿es posible que haya alguien capaz de burlarse así del hombre pobre que no ve?

—¿Quién es ése? Es un impostor—respondió Moran.

—¡Fuera de aquí, desgraciado! Eres tú el impostor. ¿No temes que la luz divina te deje sin ella por burlarte del hombre pobre que no ve?

—Por todos los ángeles y todos los santos, ¿es que no hay protección contra esto? Eres un canalla de lo más inhumano, al intentar privarme así de mi honrado sustento—respondió el pobre Moran.

—Y tú, tú, desgraciado, ¿es que no me vas a dejar seguir con mi hermoso poema? Gentes cristianas, por caridad, ¿es que no vais a echar a este hombre de aquí, aunque sea a golpes? Se está aprovechando de mis tinieblas.

El simulador, viendo que llevaba las de ganar, agradeció a la gente su apoyo y protección, y siguió con el poema, mientras Moran se limitó a escuchar en desconcertado silencio durante un rato. Pasado ese rato volvió a protestar, diciendo:

—¿Es posible que ninguno sea capaz de conocerme? ¿No veis que soy yo; y que ése es otro?

—Antes de adentrarnos más en esta historia preciosa—le interrumpió el simulador—, apelo a vuestra caridad para que contribuyáis con donativos a ayudarme a seguir.

—¿Es que no tienes alma para querer que se salve, tú, que hasta del Cielo te burlas?—gritó Moran, completamente fuera de sí por este último agravio—. ¿Vas a robarle al pobre además de engañar al mundo? Oh, ¿se habrá visto alguna vez tanta maldad?

—Amigos míos, os dejo a vosotros que decidáis—dijo el simulador—: dad al verdadero hombre que no ve, al que todos conocéis tan bien, y salvadme de ese intrigante.

Y con tales palabras recogió algunos peniques y medios peniques. Mientras lo hacía, Moran dio comienzo a su «María Egipciaca», pero la muchedumbre indignada, quitándole el bastón, estaba ya a punto de apalearlo cuando retrocedió desconcertada de nuevo por su enorme parecido consigo mismo. El simulador les pidió entonces que «le dejaran tan sólo ponerle la mano encima a ese bribón, ¡y no tardaría él en hacerle saber quién era el impostor!». Lo guiaron hasta donde estaba Moran, pero en vez de enzarzarse con él le echó en la mano unos chelines y, volviéndose a la multitud, les explicó que él no era, en efecto, más que un actor, y que acababa de ganar una apuesta, y así, en medio del entusiasmo general, se fue a tomarse la cena que había ganado.

En abril de 1846 se mandó aviso al cura de que Michael Moran estaba muriéndose. El cura se lo encontró en el 15 (ahora 14 1/2) de Patrick Street, sobre un lecho de paja, en una habitación atestada de andrajosos cantantes de baladas que habían venido a alegrarle las últimas horas. Tras su muerte, los cantantes de baladas volvieron con muchos violines y demás instrumentos y le montaron un buen velatorio, añadiendo cada uno al jolgorio lo que supiera de trovas, cuentos, viejos refranes o rimas chocantes. El tiempo de Moran había pasado, él había rezado sus oraciones y hecho su confesión, y, ¿por qué no iban ellos a darle una calurosa despedida? El funeral tuvo lugar el día siguiente. Un nutrido grupo de admiradores y amigos se metió en el coche fúnebre con el féretro, pues hacía un día de lluvia asqueroso. No habían ido muy lejos cuando uno de ellos exclamó: «Hace un frío que pela, ¿no?». «De espanto—respondió otro—, estaremos tan tiesos como el cadáver para cuando lleguemos al camposanto». «Mala muerte ha tenido—dijo un tercero—; ojalá hubiera aguantado un mes más, hasta que hubiera hecho un tiempo más decente». Un hombre llamado Carroll sacó entonces media pinta de whisky, y todos bebieron por el alma del difunto. Desgraciadamente, sin embargo, el coche iba demasiado cargado, y antes de que hubieran llegado al cementerio se rompió una ballesta, y con ella la botella.

1893