Una vez Hanrahan viajaba hacia el norte, echando de cuando en cuando una mano a algún granjero en la época más ajetreada del año, y contando sus historias e interpretando su repertorio de canciones en duelos y en esponsales.
Un día, en la carretera de Colooney, se encontró por casualidad con una tal Margaret Rooney, mujer a la que había tratado en Munster cuando él era joven. En aquella época ella no gozaba de muy buena reputación, y el cura acabó expulsándola del pueblo. La reconoció por sus andares, por el color de sus ojos, y por la manera que tenía de echarse hacia atrás con la mano izquierda el pelo que le caía por la cara. Había estado vagabundeando de aquí para allá, le dijo, vendiendo arenques y cosas así, y ahora iba de vuelta a Sligo, a la casa del Burgo* en la que vivía con otra mujer, Mary Gillis, con un pasado muy semejante al suyo. Se alegraría muchísimo, añadió, si la acompañaba y se quedaba en casa con ellas, y les cantaba sus canciones a los labriegos, a los ciegos y a los violinistas del Burgo. Se acordaba muy bien de él, continuó, y siempre le había tenido gran simpatía; y en cuanto a Mary Gillis, se sabía varias de sus canciones de memoria y, por tanto, no había de temer que no le tratara bien, y todos los labriegos y mendigos que le oyeran le darían una parte de sus propias ganancias por sus relatos y sus canciones mientras se quedara con ellos, y darían a conocer su nombre por todas las parroquias de Irlanda.
Se alegró de acompañarla y de encontrar una mujer que escuchara el relato de sus desventuras y que le consolara. Era ese momento del atardecer en el que todo hombre puede pasar por guapo y toda mujer parece hermosa. Mientras le contaba el infortunio del «Trenzado de la cuerda» ella le rodeó con su brazo y a la luz del crepúsculo tenía tan buen aspecto como cualquier otra.
Siguieron charlando todo el camino hasta llegar al Burgo, y por lo que se refiere a Mary Gillis, cuando le vio y supo quién era, casi se puso a llorar sólo de pensar que tenía en su casa a un hombre de tantísima fama.
Hanrahan se sintió muy contento de poder quedarse con ellas por algún tiempo, pues estaba cansado de tantas andanzas; y desde el día en que encontró hundida la pequeña cabaña, y que Mary Lavelle se había ido, y la techumbre de paja esparcida por el suelo, ya nunca había pretendido tener una casa propia; y jamás se había quedado en un sitio el tiempo preciso para ver cómo verdeaban las hojas que había visto marchitarse, ni para ver recogido el grano que había visto sembrar. Para él suponía un gran cambio contar con un refugio para guarecerse de la humedad, y un fuego cuando se hacía de noche, y con un plato de comida en la mesa sin tener que pedirlo.
Mientras estuvo viviendo allí, tan tranquilo y tan bien atendido, compuso muchísimas de sus canciones. La mayor parte eran canciones de amor, pero algunas eran canciones de arrepentimiento, y otras canciones sobre Irlanda y sobre sus desdichas, con uno u otro nombre.
Todas las tardes los labriegos y los mendigos, los ciegos y los violinistas se daban cita en la casa para escuchar sus canciones y poemas, y sus relatos de los viejos tiempos de los Fianna*, y los grababan en su memoria, que aún no estaba deformada por los libros; y de ese modo divulgaron su nombre por duelos, esponsales y festividades a todo lo largo y lo ancho de Connacht. Nunca vivió con tanto desahogo ni tuvo tantos ingresos como en aquella época.
Una tarde de diciembre estaba tarareando una cancioncilla que decía habérsela oído al chorlito verde de la montaña, sobre los muchachos de rubios cabellos que se fueron de Limerick, y que andaban errantes y sin rumbo por los confines de la tierra. Esa noche había muchísima gente en la sala, incluidos dos o tres mozalbetes que habían entrado a hurtadillas, se habían sentado junto al fuego, y estaban muy ocupados asando una patata en las brasas o haciendo cosas parecidas como para prestarle demasiada atención; pero mucho tiempo después, cuando su nombre hubiera caído en el olvido, recordarían el sonido de su voz, su forma de mover las manos y su mirada, sentado en el borde de la cama proyectando su sombra, que cuando se movía se agrandaba hasta tocar el techo, en la pared encalada que tenía detrás.
De repente dejó de cantar, y sus ojos se nublaron como si mirara algo a lo lejos.
Mary Gillis, que estaba sirviéndole whisky en una jarra que tenía al lado en su mesa, dejó de servir y le preguntó:
—¿Es que piensas dejarnos?
Margaret Rooney, que oyó la pregunta y no sabía por qué la había hecho, se tomó aquellas palabras totalmente en serio y se acercó a él, y en su corazón sintió miedo de perder a tan buen compañero, a alguien del que se contaban tantas cosas y que hacía acudir a su casa a tantísima gente.
—No vas a irte de nuestro lado, ¿verdad, corazón?—le dijo cogiéndole la mano.
—No, no era en eso en lo que estaba pensando—contestó—, sino en Irlanda y en la tremenda desdicha que la aflige. —Y apoyando la cabeza contra una mano empezó a cantar estos versos, y el sonido de su voz era como el viento en un paraje solitario:
Los viejos y pardos espinos se parten en dos en lo alto de Cummen Strand,
azotados por un viento negro y amargo que sopla de la izquierda;
nuestro valor se resquebraja como el árbol viejo azotado por el negro viento y muere,
pero en nuestros corazones llevamos escondida la llama que arde
en los ojos de Cathleen, la hija de Houlihan.
El viento ha agolpado las nubes en lo alto del Knocknarea,
y fulminado las piedras con el rayo, por lo que cuenta Maeve.
La ira, cual estruendosa nube, inflama nuestros corazones;
pero todos nos postramos en tierra para besar los pies silenciosos
de Cathleen, la hija de Houlihan.
El pantano amarillo se ha desbordado en lo alto del Cloth-na-Bare,
pues vientos de lluvia agitan la sofocante atmósfera;
nuestros cuerpos y nuestras almas corren como aguas desbordadas;
pero más pura que el esbelto cirio que arde ante el Leño Santo
es Cathleen, la hija de Houlihan.
[The old brown thorn-trees break in two high over Cummen Strand, | Under a bitter black wind that blows from the left hand; | Our courage breaks like an old tree in a black wind and dies, | But we have hidden in our hearts the flame out of the eyes | Of Cathleen, the daughter of Houlihan. || The wind has bundled up the clouds high over Knocknarea, | And thrown the thunder on the stones for all that Maeve can say. | Angers that are like noisy clouds have set our hearts abeat; | But we have all bent low and low and kissed the quiet feet | Of Cathleen, the daughter of Houlihan. || The yellow pool has overflowed high up on Clooth-na-Bare, | For the wet winds are blowing out of the clinging air; | Like heavy flooded waters our bodies and our blood; | But purer than a tall candle before the Holy Rood | Is Cathleen, the daughter of Houlihan].
Mientras cantaba empezó a quebrársele la voz y unas lágrimas resbalaron por sus mejillas, y Margaret Rooney ocultó el rostro entre las manos y empezó a llorar con él. Entonces los harapos de un mendigo ciego que estaba sentado junto al fuego se estremecieron con un sollozo, y después ya no hubo uno solo que no prorrumpiera en lágrimas.