Un hombre, de cabellos castaños y ralos y pálido semblante, iba medio corriendo por el camino que serpenteaba desde el sur hacia la ciudad de Sligo. Muchos le llamaban Cumhal, el hijo de Cormac, y otros muchos le llamaban Veloz Caballo Salvaje; y era un juglar, y llevaba un corto jubón de varios colores, zapatos puntiagudos y un abultado talego. Era además de la estirpe de los Ernaans, y su país natal era el Campo de Oro; pero comía y dormía en los cinco reinos de Eri*, y su morada no estaba sobre la faz de la tierra.
Paseó la mirada desde la torre de lo que, años más tarde, sería la abadía de los Frailes Blancos hasta una hilera de cruces que se recortaban contra el cielo en lo alto de una colina, un poco al este de la ciudad, y cerrando el puño lo blandió contra las cruces. Vio que no estaban vacías, pues los pájaros revoloteaban a su alrededor; y pensó que lo más probable era que en una de ellas hubieran montado a algún vagabundo como él; y murmuró: «Ser ahorcado, estrangulado con la cuerda de un arco, lapidado o decapitado debe ser ya bastante horrible. ¡Pero que los pájaros te picoteen los ojos y que los lobos te devoren les pies! ¡Lástima que el rojo viento de los Druidas no marchitase en la cuna al soldado de Dathi que trajo el árbol de la muerte de bárbaras tierras, o que el mismo rayo que fulminó a Dathi al pie de la montaña no le fulminase también a él, o que las sirenas de verdes cabellos y verdes dientes no cavasen su sepultura en lo más profundo de las entrañas del profundo mar!». Mientras hablaba temblaba, de pies a cabeza y el sudor afloró a su rostro, y no sabía el porqué, pues había visto muchas otras cruces.
Atravesó dos colinas y el portón almenado y después, torciendo por un camino a la izquierda, llegó a la puerta de la abadía. Estaba remachada con gruesos clavos, y al llamar despertó al hermano lego que hacía de portero y le pidió sitio en la hospedería. Entonces el hermano lego puso un pedazo de turba al rojo en una pala y le condujo a un amplio y desnudo cobertizo, con el suelo cubierto de juncos mugrientos; encendió una vela de junco encajada entre dos piedras de la pared, echó los carbones al rojo en el hogar, le entregó dos cabos sin encender y un manojo de yesca y le mostró una manta que colgaba de un clavo, una balda con una hogaza de pan y una jarra de agua, y una tina que estaba al otro extremo en un rincón. Después el hermano lego le dejó solo y regresó a su puesto junto a la puerta. Y Cumhal, el hijo de Cormac, se puso a despabilar la turba al rojo para así poder encender los dos cabos y el manojo de yesca; pero los cabos y la yesca no prendían porque estaban húmedos. Se quitó, pues, los puntiagudos zapatos y sacó la tina del rincón con la intención de lavarse los pies y quitarse el polvo del camino; pero el agua estaba tan sucia que no se veía el fondo. Como no había comido en todo el día tenía tal hambre que, en vez de desahogar su mal humor con la tina, cogió la negra hogaza y le dio un mordisco, pero escupió el bocado enseguida, pues el pan estaba duro y mohoso. Aun así no dio rienda suelta a su indignación, pues no había bebido nada desde hacía muchas horas; con la esperanza de una cerveza de brezo o de algo de vino para rematar el día ni siquiera había probado el agua de los riachuelos, para que así la cena le supiera mejor. Se llevó la jarra a los labios, pero la apartó enseguida, pues el agua sabía amarga y olía mal. Entonces le dio un puntapié a la jarra, estrellándola contra la pared de enfrente, y descolgó la manta para arroparse y pasar la noche. Pero apenas la tocó, fue como si las pulgas saltarinas la hiciesen cobrar vida. En este punto, fuera de sí de cólera, se lanzó contra la puerta de la hospedería, pero el hermano lego, demasiado acostumbrado a protestas semejantes, la había cerrado con llave por fuera; vació, pues, la tina y se puso a dar golpes con ella a la puerta, hasta que el hermano lego acudió y le preguntó qué le dolía y por qué le había despertado de su sueño.
—¡Que qué me duele!—rugió Cumhal—, ¿es que no están los cabos tan húmedos como las arenas de Three Rosses*?, ¿acaso no hay tantas pulgas en la manta como olas en la mar, e igual de bravías?, y el pan, ¿no está tan duro como el corazón del hermano lego que se ha olvidado de Dios?, y el agua de la jarra, ¿no está tan podrida y huele tan mal como su propia alma?, y el agua para los pies, ¿no tiene el mismo color que tendrá él después de abrasarse en el Fuego Eterno?
El hermano lego comprobó que el cerrojo era seguro y se volvió a su nicho, pues tenía mucho sueño y ninguna gana de entablar conversación. Y Cumhal siguió dando golpes a la puerta, y al poco oyó de nuevo los pasos del hermano lego y le gritó:
—¡Oh, cobarde y tiránica raza de los monjes, perseguidores de los bardos y de los juglares, que odiáis la vida y la alegría! ¡Raza que nunca empuña la espada ni dice la verdad! ¡Raza que hacéis que se le fundan los huesos al pueblo mediante la cobardía y el engaño!
—Juglar—replicó el hermano lego—, yo también compongo rimas, y muchas, mientras estoy sentado en mi nicho al lado de la puerta, y me apena oír cómo los bardos echan pestes de los monjes. Hermano, me gustaría dormir y, por tanto, pongo en tu conocimiento que es el superior de nuestro monasterio, nuestro gracioso abad, quien dispone todo lo que se refiere al hospedaje de los viajeros.
—Puedes dormir—le contestó Cumhal—. Voy a entonar una maldición de bardo contra el abad. —Y poniendo la cuba boca abajo debajo de la ventana, se subió encima y empezó a cantar con potente voz. Su canto despertó al abad, que se incorporó en su lecho y tocó un silbato de plata hasta que el hermano lego acudió.
—No puedo pegar ojo con ese ruido—dijo el abad—. ¿Qué es lo que ocurre?
—Es un juglar—contestó el hermano lego—, que se queja de los cabos, del pan, del agua de la jarra, del agua para los pies y de la manta. Y ahora se ha puesto a cantar una maldición de bardo, ¡oh, hermano abad!, contra vos, y contra vuestro padre y vuestra madre, y contra vuestro abuelo y vuestra abuela, y contra toda vuestra parentela.
—¿La maldición que está echando tiene rima?
—Sí, tiene rima, y con dos asonancias en cada verso de la maldición.
El abad se quitó el gorro de dormir y lo estrujó entre las manos, y en medio de su monda cabeza la mata circular y gris de sus cabellos parecía el túmulo que hay en la cima del Knocknarea; pues en Connacht no han abandonado todavía la antigua tonsura.
—A menos que hagamos algo—continuó—, les enseñará sus maldiciones a los niños de la calle, a las muchachas que hilan en los portales y a los ladrones del Ben Bulben.
—¿Queréis que vaya entonces—inquirió el otro—, y que le dé unos cabos secos, pan fresco, una jarra de agua potable, agua limpia para los pies y una manta nueva, y que le haga jurar por el bendito san Benigno, y por el sol y la luna, para no dejar ningún cabo suelto, que no les recitará sus rimas a los niños de la calle, ni a las muchachas que hilan en los portales, ni a los ladrones del Ben Bulben?
—Ni nuestro Bendito Patrón, ni el sol ni la luna servirán de nada—replicó el abad—, pues mañana, o al día siguiente, le volverán a entrar ganas de maldecir, o bien, sintiéndose orgulloso de esas rimas, les enseñará sus versos a los niños, a las muchachas y a los ladrones. O le contará a algún otro de su mismo oficio cómo le fue en la hospedería, y ese otro se pondrá a su vez a echar maldiciones, y mi nombre quedará mancillado. Has de saber que no existe propósito de enmienda más que bajo techado y entre cuatro paredes y no por esos caminos. Por tanto, te ordeno que vayas a despertar al hermano Kevin, al hermano Paloma, al hermano Pequeño Lobo, al hermano Patricio el Calvo, al hermano Brandon el Calvo, al hermano Jacobo y al hermano Pedro. Que cojan a ese hombre, que le aten con cuerdas y que le zambullan en el río para que deje de cantar. Y por la mañana, para que esto no haga más estentóreas aún sus maldiciones, le crucificaremos.
—Todas las cruces están llenas—observó el hermano lego.
—Entonces tenemos que hacer otra cruz. Otros le darán su merecido, si nosotros no lo hacemos, pues ¿quién va a poder comer y dormir en paz mientras hombres así anden sueltos por el mundo? ¡Vergüenza sentiríamos incluso ante el bendito san Benigno, y con cara agria nos habría de mirar cuando viniese a juzgarnos en el Último Día, si dejásemos escapar a un enemigo suyo, teniéndolo como lo tenemos en nuestras manos! Hermano, no hay uno solo de todos esos bardos y juglares que no haya sembrado de bastardos los cinco reinos, y cuando rajan una bolsa o rebanan un cuello, y si no es una cosa siempre es la otra, jamás se les pasa por la cabeza confesarse o hacer penitencia. ¿Puedes citarme uno solo que no sea pagano en su corazón, y que no esté siempre suspirando por el Hijo de Llyr*, por Aengus, por Bridget*, por el Dagda* y por Dana*, la Madre, y por todos los falsos dioses de antaño; siempre componiendo poemas en honor de todos esos reyes y reinas de los demonios, de Finvaragh, que habita bajo el Cruachmaa, de Aodh el Rojo de Cnoc-na-Sidha, de Cliona, la de las Olas, de Aoibheal, el de la Roca Gris, y de ese al que llaman Donn, el de los Toneles del Mar, y siempre despotricando contra Dios, contra Cristo y contra los Santos benditos?—Mientras hablaba abría los brazos en cruz y cuando terminó se caló el gorro de dormir hasta las orejas para no oír el ruido, cerró los ojos y se dispuso a dormir.
El hermano lego halló al hermano Kevin, al hermano Paloma, al hermano Pequeño Lobo, al hermano Patricio el Calvo, al hermano Brandon el Calvo, al hermano Jacobo y al hermano Pedro sentados en sus camas, y les hizo levantar. Entonces amarraron a Cumhal, le llevaron a rastras hasta el río, y le zambulleron en el sitio que luego se llamó el vado de Buckley.
—Juglar—le dijo el hermano lego, mientras le llevaban de vuelta a la hospedería—, ¿por qué no usas el ingenio que Dios te ha dado más que para componer cuentos y versos blasfemos e inmorales? Pues ése parece tu oficio. Me sé muchos de tales cuentos y versos casi de memoria, y sé muy bien que es verdad lo que digo. ¿Y por qué honras con rimas a esos demonios, a Finvaragh, a Aodh el Rojo, a Cliona, a Aoibheal o a Donn? Yo soy hombre también de gran ingenio y cultura, pero glorifico siempre a nuestro gracioso abad, a Benigno, nuestro Patrón, y a los príncipes de la provincia. Mi alma es decente y comedida, pero la tuya es como el viento que silba entre los sauces. Dije cuanto pude en tu favor, siendo como eres también hombre de muchas luces, pero ¿quién podría ayudar a alguien como tú?
—Amigo—le respondió el juglar—, mi alma es sin duda como el viento, y me lleva de un lado a otro, de arriba abajo, y dicta a mi mente y fuera de mi mente infinidad de cosas, y por eso me llaman Veloz Caballo Salvaje. —Y ya no habló más en toda la noche, pues sus dientes castañeteaban de frío.
El abad y los monjes fueron a verle por la mañana, le ordenaron que se preparara para ser crucificado y le sacaron de la hospedería. Y cuando tenía aún un pie en el escalón una bandada de soberbios gansos árticos pasó volando con estridentes graznidos por encima de su cabeza. Alzó hacia ellos sus brazos y exclamó:
—¡Oh, gansos magníficos, deteneos un instante y tal vez mi alma podrá viajar en vuestra compañía a los desolados parajes de la costa y el ingobernable mar!
En el portón se vieron rodeados por una multitud de mendigos que habían acudido a pedir limosna a los viajeros o peregrinos que hacían noche en la hospedería. El abad y los monjes condujeron al juglar a un lugar en medio del bosque, a cierta distancia, en donde crecían multitud de árboles nuevos y esbeltos, y le hicieron talar uno y cortarlo hasta darle el largo requerido, mientras los mendigos charlaban y gesticulaban formando un círculo a su alrededor. El abad le hizo cortar después otro tronco más pequeño y clavarlo sobre el primero. Ya tenía, pues, su cruz; y se la cargaron al hombro, pues su crucifixión había de tener lugar en lo alto de la colina donde estaban las otras.
Cuando llevaban media milla les pidió que se detuviesen y le vieran hacer juegos de manos; pues se sabía, les dijo, todos los trucos de Aengus, el de Sutil Corazón. Los monjes más viejos preferían ir deprisa, pero los más jóvenes querían verle: les hizo, pues, múltiples prodigios, llegando incluso a sacarse sapos vivos de las orejas. Pero al cabo de un rato se cansaron, le dijeron que sus trucos eran aburridos y un tanto irreverentes, y volvieron a cargarle la cruz al hombro. Media milla más adelante les pidió que se detuviesen y haría de bufón, pues se sabía, les aseguró, todas las bufonadas de Conan el Calvo, en cuya espalda crecía una piel de oveja. Y los monjes más jóvenes, después de escuchar sus regocijantes historias, le ordenaron que cargase otra vez con la cruz, pues les parecía pernicioso prestar oídos a tales despropósitos. Otra media milla y les pidió que se detuviesen y le oyeran cantar la historia de Deirdre, la de los Blancos Senos, y de las innumerables desdichas que había sufrido, y de cómo los hijos de Usna perecieron por servirla. Y los monjes jóvenes se volvían locos por oírle, pero cuando hubo terminado montaron en cólera y le golpearon por haber despertado en sus corazones anhelos ya olvidados. Entonces le cargaron la cruz a la espalda y le condujeron a toda prisa hasta la colina.
Al llegar a la cima le quitaron la cruz y empezaron a cavar un hoyo para alzarla, mientras los mendigos se agolpaban a su alrededor y charlaban entre ellos.
—Pido una última gracia antes de morir—dice Cumhal.
—No te concederemos ningún otro aplazamiento—le responde el abad.
—No pido más aplazamientos, pues yo ya desenvainé mi espada, dije la verdad y viví mis sueños, y estoy tranquilo.
—¿Quieres acaso confesarte?
—Por el sol y la luna, no; pido tan sólo que me dejéis comer las provisiones que llevo en mi talego. Siempre que voy de viaje llevo víveres en el talego, pero nunca los pruebo a no ser que me esté muriendo de hambre. Y hace dos días que no he comido.
—Cómetelos, pues—le contesta el abad, y dando media vuelta se fue a ayudar a los monjes a cavar el hoyo.
El juglar sacó una hogaza de pan y unas cuantas lonchas de tocino frito frío de su talego y lo puso en el suelo. «Daré un diezmo a los pobres—proclama, y cortó la décima parte del pan y del tocino—. ¿Quién de entre todos vosotros es el más pobre?». Y entonces estalló un terrible griterío, pues los mendigos empezaron a narrar la historia de sus desventuras y de su pobreza y sus rostros amarillentos se agitaban como el lago Gabhra cuando se llena de agua de los pantanos en época de crecidas.
Les escuchó unos momentos, y contestó: «Yo soy el más pobre, pues he caminado por los caminos desolados y las orillas del mar; y el andrajoso jubón de paño multicolor que llevo sobre mis hombros y los destrozados zapatos puntiagudos que calzan mis pies siempre me han mortificado porque en mi corazón llevaba una ciudad coronada de torres y llena de nobles atavíos. Y yo soy el que más solo ha estado por los caminos y las orillas del mar porque en mi corazón oía el crujir del vestido orlado de rosas de aquella que es más sutil que Aengus, el de Sutil Corazón, y cuya risa es aún más hermosa que la de Conan el Calvo, y cuyas lágrimas encierran más sabiduría que las de Deirdre, la de los Blancos Senos, y que es más adorable que el despuntar de la aurora para quienes se hallan sumidos en las tinieblas. Por todo lo dicho, me concedo el diezmo a mí mismo; pero como para mí ya todo ha terminado, voy a dároslo a vosotros».
Y les arrojó a los mendigos el pan y las lonchas de tocino, y no dejaron de disputárselas y de chillar hasta que no devoraron las últimas migajas. Pero entretanto los monjes clavaron al juglar en su cruz, la metieron en el hoyo para ponerla derecha, lo llenaron con paladas de tierra y apisonaron la tierra para que quedara igualada y firme. Y después se marcharon, y los mendigos, sentados alrededor de la cruz, siguieron allí. Pero cuando empezó a ponerse el sol, se levantaron para irse ellos también, pues empezaba a hacer frío.
Apenas se habían alejado un corto trecho cuando los lobos, que ya se habían dejado ver en la linde de un bosquecillo cercano, empezaron a aproximarse y los pájaros comenzaron a describir círculos cada vez más cerrados. «Proscritos, quedaos un poco más—gritó entonces a los mendigos con débil voz el crucificado—, y mantened a las fieras y a los pájaros alejados de mí». Pero los mendigos estaban irritados porque les había llamado proscritos, y le arrojaron piedras y lodo, y uno de ellos que llevaba un niño lo aupó poniéndoselo delante de los ojos y le dijo que él era el padre, y le maldijo, y después le dejaron solo. Entonces los lobos se agolparon al pie de la cruz y los pájaros empezaron a volar más bajo cada vez. Y momentos después se lanzaron en picado contra su cabeza, brazos y hombros y empezaron a picoteárselos, y los lobos empezaron a devorarle los pies. «¡Proscritos!—gimió—, ¿por qué os habéis vuelto todos contra el proscrito?».