LA REINA Y EL BUFÓN1

A un tal Hearne, un hechicero que está en la frontera de Clare y Galway, le he oído decir que «en todas las cortes» del País de las Hadas «hay una reina y un bufón», y que si uno es «rozado» por cualquiera de los dos nunca se recupera, aunque sí pueda recuperarse del roce de cualquier otro habitante de dicho País. Del bufón dijo que era «quizá el más sabio de todos», y contó que iba vestido como uno de «los mismos que solían ir recorriendo el país». Yo recuerdo haber visto a un hombre alto, larguirucho, harapiento, sentado junto al hogar de la cabaña de un viejo molinero, no lejos de donde estoy ahora escribiendo, del que se me dijo que era un loco; y compruebo en las historias que un amigo ha recogido para mí que se cree que este hombre se traslada durante su sueño al País de las Hadas; pero no sé decir si se convierte en un Amadán-na-Breena, un bufón del exterior, ni si allí está vinculado a una corte. Una vieja a la que conozco bien, y que ella misma ha estado en el País de las Hadas, fue quien le habló de él a mi amigo. Le dijo: «Entre ellos hay bufones, y los locos que vemos nosotros, como aquel Amadán de Ballylee, se van con ellos por las noches, y también las locas a las que llamamos Oinseachs (monas)». Una mujer que está emparentada con el hechicero de la frontera de Clare, y que puede curar a la gente y al ganado por medio de sortilegios, dijo: «Hay algunas curaciones que yo no puedo hacer. No puedo ayudar a nadie que haya recibido una caricia de la reina o del bufón del exterior. Sé de una mujer que vio una vez a la reina, y tenía el aspecto de una cristiana cualquiera. Nunca supe de nadie que hubiera visto al bufón salvo una mujer que estaba paseando cerca de Gort, y dijo: “Ahí está el bufón del exterior que viene por mí”. Así que los amigos que iban con ella se pusieron a gritar, aunque ellos no veían nada, y supongo que ante eso el bufón se marchó, porque a ella no le pasó nada. Era como un hombre grande y fuerte, dijo la mujer, e iba medio desnudo, y eso es todo lo que dijo de él. Yo no he visto nunca a ninguno, pero soy prima de Hearne, y mi tío estuvo ausente veintiún años». La mujer del viejo molinero dijo: «Se dice que la mayoría son buenos vecinos, pero para lo que no hay remedio es para la caricia del bufón; todo el que la recibe va listo. ¡El Amadán-na-Breena lo llamamos!». Y una vieja que vive en el Pantano de Kiltartan, y es muy pobre, dijo: «Ya lo creo que es verdad, no hay remedio para la caricia del Amadán-na-Breena. Había un viejo al que conocí hace mucho tiempo, que tenía una cinta, y sólo con medirte podía decir qué enfermedades tenías; y sabía muchas cosas. Y una vez me dijo: “¿Cuál es el peor mes del año?”, y yo dije: “El mes de mayo, por supuesto”. “Pues no es ése—dijo él—; sino el mes de junio, ¡porque ése es el mes en el que el Amadán hace su caricia!”. Dicen que de aspecto es como cualquier otro hombre, pero que es leathan (ancho) y nada espabilado. Yo conocí a un chico que una vez se llevó un gran susto, porque un cordero lo miró por encima de la tapia, y tenía barba, y él supo que era el Amadán, porque era el mes de junio. Y lo llevaron a ese hombre del que estaba hablando, el que tenía la cinta, y éste, al verlo, dijo: “Llamad al médico, y que se diga una misa por él”. Y así lo hicieron, ¡y querréis creer que aún está vivo y tiene familia! Un tal Regan dijo: “Ellos, la otra clase de gente, podrían pasar por aquí cerca, al lado de uno, y rozarle. Pero todo el que recibe el roce del Amadán-na-Breena está perdido”. Ya lo creo que es verdad que es en el mes de junio cuando es más probable que dé el toque. Yo conocí a uno que lo recibió, y él mismo me lo contó. Era un chico al que conocía bien, y me contó que una noche fue a verle un caballero que había sido su patrón, y que estaba muerto. Y le dijo que fuera con él, pues quería que luchara con otro hombre. Y cuando fue se encontró con dos grandes escuadrones de ellos, y el otro escuadrón también tenía un hombre vivo con ellos, y se le puso a luchar con él. Y libraron un gran combate, y él venció al otro hombre, y entonces el escuadrón de su bando lanzó un gran grito, y a él se le dejó volver a casa. Pero unos tres años después de eso estaba cortando arbustos en un bosque y vio al Amadán irse hacia él. Llevaba en los brazos una vasija grande, y relucía tanto que el chico no podía ver nada más; pero entonces el Amadán se la puso detrás de la espalda y arrancó a correr, y el chico dijo que tenía un aspecto salvaje y parecía ancho, como la ladera de la colina. Y el chico echó a correr, y el Amadán le tiró a la espalda la vasija, y ésta se rompió con gran estrépito, y parara en lo que parara aquello, allí y entonces se le fue la cabeza. Vivió todavía algún tiempo, y solía contarnos muchas cosas, pero había perdido el juicio. Pensaba que quizá no les había gustado que ganara al otro hombre, y solía temer que algo se le echara encima». Y una vieja del asilo de Galway, que tenía algún que otro conocimiento sobre la Reina Maeve, dijo el otro día: «El Amadán-na-Breena cambia de forma cada dos días. A veces se presenta bajo la apariencia de un joven, y luego se presentará bajo la apariencia de la peor de las bestias, intentando dar el toque que solía intentar dar. Recientemente oí decir que le habían pegado un tiro, pero a mí me parece que sería difícil pegarle un tiro».

Yo conocí a un hombre que estaba intentando ver con los ojos del espíritu una imagen de Aengus, el antiguo dios irlandés del amor y la poesía y el éxtasis, que transformó cuatro de sus besos en pájaros, y de pronto la imagen de un hombre con capirote y cascabeles irrumpió en la visión de su espíritu, y se hizo vívida y habló y se dijo «mensajero de Aengus». Y conocí a otro hombre, un gran vidente en verdad, que vio a un bufón blanco en un jardín quimérico, en el que había un árbol con plumas de pavo real en lugar de hojas, y flores que se abrían mostrando pequeños rostros humanos una vez que el bufón blanco las había tocado con su cresta de gallo, y en otra ocasión vio a un bufón blanco sentado junto a una charca y sonriendo y mirando imágenes de hermosas mujeres que ascendían desde la charca y se quedaban flotando.

¿Qué otra cosa puede ser la muerte sino el comienzo de la sabiduría y el poder y la belleza? Y la locura quizá sea una especie de muerte. A mí no puede parecerme asombroso que muchos vean en «todas las cortes de ellos» a un bufón con una reluciente vasija de algún hechizo o sabiduría o sueño demasiado poderoso para la inteligencia mortal. También es natural que haya una reina en todas las cortes de ellos, y que uno oiga hablar poco de sus reyes, porque las mujeres llegan con más facilidad que los hombres a esa sabiduría que los pueblos antiguos, y aún hoy todos los pueblos salvajes, consideran la única sabiduría. El yo, que es el fundamento de nuestro conocimiento, queda hecho pedazos por la locura, y queda olvidado en las emociones impetuosas de las mujeres, y por tanto los locos pueden vislumbrar, y las mujeres desde luego vislumbran, mucho de lo que la santidad encuentra al término de su penoso viaje. El hombre que vio al bufón blanco dijo de cierta mujer, una mujer que no era campesina: «Si yo tuviera su poder de visión conocería toda la sabiduría de los dioses, y a ella no le interesan sus visiones». Y yo sé de otra mujer, que tampoco era campesina, que se trasladaba durante el sueño a regiones de sobrenatural belleza, y a la que nunca le importó más que ocuparse de su casa y sus hijos; y al poco un herbolario la curó, como dijo ella. La sabiduría y la belleza y el poder a veces pueden, según creo yo, llegar a los que mueren cada día que viven, aunque su morir tal vez no sea como el morir del que habló Shakespeare. Hay una guerra entre los vivos y los muertos, y las historias irlandesas siguen machacando sobre ello. Éstas dirán que cuando se pudren las patatas o el trigo o cualquier otro de los frutos de la tierra, maduran en el País de las Hadas, y que nuestros sueños pierden su sabiduría cuando la savia asciende por los árboles, y que nuestros sueños pueden hacer que se sequen los árboles, y que uno oye el balar de los corderos del País de las Hadas en noviembre, y que los ojos ciegos pueden ver más que otros ojos. Y por creer siempre el alma en estas o en parecidas cosas, ni la celda ni el desierto estarán nunca vacíos durante mucho tiempo, ni vendrán al mundo enamorados que no comprendan la estrofa:

¿Acaso no oyes las dulces palabras

de ese canto que resuena en el cielo?

¿Acaso no oyes que los que se mueren

se despiertan en un mundo de rapto?

¿Que el amor cuando los miembros están enlazados,

y el sueño, cuando la noche de vida está hendida,

y el pensamiento, cuando más se aferra

a los límites borrosos del mundo,

y la música, si el amado canta,

son la muerte?

1901