LA ROSA ALQUÍMICA

I

Hará ya más de diez años que vi por última vez a Michael Robartes, y por primera y última vez a sus amigos y condiscípulos, presencié el trágico final de todos ellos, y tuve unas extrañas vivencias que me han cambiado tanto que mis escritos se han vuelto menos populares e inteligibles y podría acabar tomando el hábito de Santo Domingo. Acababa de publicar La rosa alquímica, una obrita sobre los alquimistas un poco al estilo de sir Thomas Browne, y había recibido muchas cartas de creyentes en las ciencias arcanas que me reprochaban mi supuesto apocamiento, pues no podían convencerse de que mi evidente simpatía por aquel asunto fuese sólo la simpatía del artista, que no es sino una especie de compasión por todo lo que ha conmovido el corazón de los hombres en cualquier época. Muy al principio de mis investigaciones descubrí que su doctrina no era una mera fantasía acerca de la química, sino un sistema filosófico que aplicaban al mundo, a los elementos y al hombre en sí mismo; y que, si pretendían transformar en oro los metales más vulgares, era sólo como parte de una transmutación universal de todas las cosas en una sustancia divina e imperecedera; y eso me dio pie a convertir mi librito en una imaginativa ensoñación sobre la transmutación de la vida en arte y un lamento de deseo desmedido por un mundo constituido totalmente por esencias.

Me encontraba meditando sobre lo que llevaba escrito, en mi casa, en uno de los barrios del casco antiguo de Dublín; una residencia que mis antepasados habían hecho casi famosa gracias a su participación en la política de la ciudad y a la amistad que trabaron con los hombres más famosos de su época; y sentía la dicha desacostumbrada de haber puesto por fin en práctica mi largamente acariciado proyecto de transformar mis aposentos en la expresión de mi doctrina favorita. Había hecho descolgar los retratos, cuyo interés era más histórico que artístico, y gruesos tapices teñidos del bronce y el azul de los pavos reales cubrían las puertas y dejaban fuera cualquier actividad o historia exentas de belleza y paz; al contemplar mi Crivelli y demorar la mirada en la rosa que sostiene la Virgen en la mano y cuya forma era tan delicada y precisa que más parecía una idea que una flor, o mi Della Francesca, tan imbuido de fantasmal perplejidad, experimentaba un éxtasis cristiano carente de las servidumbres a la norma y la tradición. Al posar la vista sobre los antiguos dioses y diosas de bronce que había adquirido a costa de hipotecar mi casa sentía el deleite del pagano por su belleza aunque exento de su terror por el insomne destino y todos sus esfuerzos y sacrificios; y me bastaba con acercarme a mis estanterías, donde todos los volúmenes estaban encuadernados en piel labrada con intrincados adornos y colores escogidos: Shakespeare en el naranja de la gloria del mundo, Dante en el rojo oscuro de su cólera y Milton en el gris azulado de su formal sosiego, para saber lo que necesitaba de las pasiones humanas sin experimentar ni su amargura ni su hastío. Me había rodeado de todos esos dioses porque no creía en ellos, y experimentaba todos los placeres porque no me entregaba a ninguno, sino que me mantenía apartado, aislado e indisoluble como un espejo de acero bruñido. Observaba en plena exaltación de esa idea los pájaros de Hera, centelleando a la luz del fuego como sacados de un mosaico bizantino; y en mi imaginación, para la que el simbolismo es una necesidad, eran los guardianes de mi mundo y dejaban fuera todo lo que no poseyera una belleza tan majestuosa como la suya. Por un momento pensé, como tantas veces antes, que era posible despojar a la vida de toda amargura excepto la de la muerte; y entonces una idea que una y otra vez había seguido a la primera me llenó de pesar apasionado. Todas esas formas: la Madonna con su meditativa pureza, los rostros deleitados y fantasmales bajo la luz de la mañana, las divinidades de bronce con su dignidad desapasionada, esas siluetas descabelladas que iban de la desesperación a la desesperanza, pertenecían a un universo divino del que yo no formaba parte; cualquier experiencia, por profunda que fuera, cualquier percepción, por exquisita que pareciese, me recordaría el sueño amargo de una energía ilimitada que nunca podría conocer, y también que, incluso en los momentos más perfectos, me hallaría escindido en dos seres, y uno contemplaría con gesto solemne el placer del otro. Había atesorado oro formado en crisoles ajenos, pero el sueño supremo del alquimista, la transmutación del corazón fatigado en un espíritu incansable, quedaba tan lejos de mí como sin duda lo había estado de él. Me volví hacia mi última adquisición, un juego de instrumentos alquímicos que, según el anticuario de la Rue Le Peletier, habían pertenecido otrora a Raimundo Lulio, y al empalmar el alambique al hornillo de atanor y dejar a su lado el lavacrum maris, comprendí la doctrina alquímica que dice que todos los seres se sienten hastiados cuando los arrancan del profundo abismo por donde vagan los espíritus indivisibles y sin embargo múltiples; y orgulloso de mi saber simpaticé con la extenuante sed de destrucción que impulsaba al alquimista a ocultar bajo sus símbolos de leones y dragones, de águilas y cuervos, de rocío y salitre, la búsqueda de una esencia que disolviera todas las cosas mortales. Repetí para mis adentros la novena clave de Basilius Valentinus, en la que compara el fuego del Día Postrero con el fuego del alquimista, y el mundo con sus hornillos, y nos advierte de que todo debe disolverse antes de que la sustancia divina, oro material o éxtasis inmaterial, despierte. Ciertamente yo había logrado disolver el mundo mortal y vivido entre esencias inmortales, pero no había experimentado ningún éxtasis milagroso. Mientras lo pensaba, descorrí las cortinas, me asomé a la oscuridad y mi atribulada fantasía imaginó que todos aquellos puntos de luz que cubrían el cielo eran los hornos de innumerables alquimistas divinos que trabajaban sin cesar convirtiendo el plomo en oro, la fatiga en éxtasis, los cuerpos en almas y la oscuridad en Dios; y, al contemplar la perfección de su tarea, me abrumó tanto el peso de mi condición de mortal que solté un grito semejante al de tantos soñadores y literatos de nuestro tiempo ante la aparición de esa elaborada belleza espiritual que por sí sola podría elevar las almas apesadumbradas con tantísimos sueños.

II

Mi ensoñación se vio interrumpida por alguien que llamaba ruidosamente a la puerta, y me extrañó muchísimo porque no acostumbraba recibir visitas y había pedido a los criados que trabajasen en silencio para no quebrar el sueño de una vida casi secreta. La curiosidad me impulsó a ir a abrir yo mismo la puerta y, tras coger uno de los candelabros de plata que había sobre la repisa de la chimenea, empecé a bajar las escaleras. Los criados parecían haber salido, pues aunque los ruidos se colaban hasta el último rincón y resquicio de la casa no se oía a nadie en el piso de abajo. Recordé que, como mis necesidades eran tan escasas y mi participación en la vida tan pequeña, habían empezado a ir y venir a voluntad y a menudo me dejaban solo horas enteras. El vacío y el silencio de un mundo al que había despojado de todo excepto de mis sueños me sobrecogieron de pronto y sentí un escalofrío al descorrer el pestillo. Encontré delante de mí a Michael Robartes, a quien hacía años que no veía; su cabello pelirrojo despeinado, sus ojos apasionados, sus labios trémulos y sensibles y su tosca vestimenta le daban, entonces igual que quince años atrás, la apariencia de una mezcla de disoluto, santo y campesino. Me explicó que acababa de llegar a Irlanda y deseaba verme por un asunto de suma importancia: de hecho, el único asunto que tenía importancia para él y para mí. Su voz trajo a mi memoria nuestros años de estudiantes en París y, al recordar la magnética influencia que había llegado a ejercer sobre mí en aquel entonces, sentí un leve temor mezclado con enfado por aquella intromisión injustificada. Mientras lo guiaba al piso de arriba por las anchas escaleras que en épocas más sencillas, antes de que el romanticismo en el arte y la literatura llenara de sutilezas y complicaciones la imaginación de los hombres, habían pisado Swift bromeando y clamando, y Curran contando historias y citando a los griegos, me eché a temblar como si fuese a tener una revelación inesperada. Noté que mis manos se estremecían y reparé en que la luz de las velas vacilaba más de lo acostumbrado sobre los dioses y las ninfas plasmados en la pared por algún escayolista italiano del siglo XVIII y hacía que pareciesen seres primigenios que cobraran forma lentamente en la oscuridad vacía e informe. En cuanto se cerró la puerta y la cortina de los pavos reales cayó separándonos del mundo, sentí, de un modo que no sabría explicar, que estaba a punto de suceder algo singular e inesperado. Me acerqué a la repisa de la chimenea y reparé en que un pequeño incensario de bronce engastado con piezas de porcelana pintada por Horacio Fontana que había llenado de amuletos antiguos se había volcado y su contenido se había desperdigado, empecé a meter los amuletos en su recipiente, en parte para organizar mis ideas y en parte por esa habitual reverencia que siempre he creído que debemos a las cosas largo tiempo relacionadas con temores y esperanzas secretos.

—Veo—dijo Michael Robartes—que sigues siendo aficionado al incienso. Si me lo permites puedo mostrarte uno más precioso que ningún otro que hayas visto. —Mientras hablaba me quitó el incensario de la mano y dejó los amuletos en un montoncito entre el hornillo de atanor y el alambique. Tomé asiento y él se sentó a su vez junto al fuego y se quedó un rato mirando la lumbre con el incensario en la mano—. He venido a pedirte algo—dijo—, y el incienso inundará la habitación y nuestro pensamiento con su dulce aroma mientras hablamos. Me lo proporcionó un anciano en Siria que me aseguró que estaba hecho con las mismas flores que posaron sus pesados pétalos purpúreos sobre las manos, el cabello y los pies de Cristo en el Huerto de Getsemaní y lo envolvieron con su denso perfume hasta que clamó en contra de la cruz y de su destino. —Luego sacudió en el incensario un polvillo que sacó de una bolsita de seda, dejó el incensario en el suelo y prendió el polvillo, del que emanó un humo azulado que se elevó hacia el techo y volvió a descender hasta parecerse al árbol baniano de Milton. Me produjo, como a menudo hace el incienso, una leve somnolencia, por lo que me sobresalté un poco al oírle decir—: He venido a hacerte la misma pregunta que te hice en París y que te impulsó a abandonar la ciudad para no contestarme.

Había vuelto los ojos hacia mí, y los vi relucir a la luz del fuego entre la nube de incienso mientras contesté:

—¿Te refieres a si estoy dispuesto a convertirme en neófito de tu Orden de la Rosa Alquímica? Si no lo estuve en París, cuando me sentía tan insatisfecho, ¿crees probable que vaya a estarlo ahora que por fin he ordenado mi vida de acuerdo con mis deseos?

—Has cambiado mucho desde entonces—respondió—. He leído tus libros, y ahora te veo entre todas estas imágenes y te entiendo mejor que tú mismo, pues he estado en esta misma encrucijada con muchísimos soñadores. Te has apartado del mundo y has reunido estos dioses en torno a ti, y si no acabas prosternándote ante ellos, estarás siempre ahíto de lasitud y vagos propósitos, pues en este mundo y en esta época quien pretenda olvidar su desdicha deberá hacerlo entre el bullicio y la agitación de la multitud, o bien buscar una unión mística con las multitudes que los gobiernan.

Luego musitó algo que no alcancé a oír como si se dirigiese a alguien invisible.

Por un instante el cuarto pareció oscurecerse, como ocurría siempre que estaba a punto de llevar a cabo algún experimento, y los pavos reales de las puertas parecieron brillar en la oscuridad con un color más intenso. Descarté aquella ilusión, causada, según decidí, sólo por la memoria y el incienso en la penumbra, pues me negué a reconocer que él todavía pudiera dominar mi intelecto, y dije:

—Aun concediendo que necesitara una creencia espiritual y alguna forma de adoración, ¿por qué iba a ir a Eleusis y no al Calvario?

Él se inclinó hacia delante y empezó a hablar con una leve cadencia rítmica, y una vez más tuve que enfrentarme a las sombras de una noche más antigua que la del sol, que empezaban a oscurecer la luz de las velas y a borrar los pequeños reflejos de los marcos de los cuadros y las divinidades de bronce, a convertir el humo azul del incienso en un intenso púrpura y a hacer que los pavos reales brillaran y reluciesen como si cada color por separado fuese un espíritu viviente. Me había sumido en una profunda ensoñación casi onírica en la que me parecía oírle a lo lejos.

—… y, sin embargo, nadie se halla en comunión con un único dios—estaba diciendo—, y cuanto más habita uno en la imaginación y las ideas refinadas, más dioses conoce y frecuenta y más queda bajo el poder de Roldán, que hizo sonar en Roncesvalles la última trompeta de la voluntad y el placer corporales; y de Hamlet, que los vio perecer y se limitó a exhalar un suspiro; y de Fausto, que los buscó por todo el mundo y no pudo encontrarlos; y bajo el poder de todas esas incontables divinidades que han cobrado forma espiritual en la imaginación de los poetas y novelistas modernos, y de las antiguas divinidades que, desde el Renacimiento, han recobrado su antiguo culto, quitando el sacrificio de pájaros y peces, la fragancia de las guirnaldas y el humo del incienso. Muchos creen que fueron los hombres quienes crearon esas divinidades, y que podrían volver a destruirlas; pero nosotros, que las hemos visto pasar con tintineantes armaduras y suaves túnicas, que las hemos oído hablar mientras yacíamos en un trance semejante a la muerte, sabemos que son ellas quienes siempre están creando y destruyendo a los hombres, que apenas son un mero temblor en sus labios. —Se había puesto en pie y empezado a ir y venir por la habitación, y en mi ensoñación se había convertido en la lanzadera de un telar en el que se estaba tejiendo un inmenso entramado purpúreo cuyos pliegues empezaban a llenar la habitación, que parecía haberse quedado inexplicablemente silenciosa, como si en el mundo no hubiera otra cosa que aquella trama y aquel tejido—. Han vuelto, han vuelto con nosotros—empezó otra vez la voz—, todos los que habitaban tus sueños y los que has visto en los libros. Está Lear, con la cabeza todavía húmeda por la tormenta y que se ríe porque creías existir cuando no eres más que una sombra y pensabas que él era una sombra cuando es un dios eterno; y Beatriz, con los labios partidos en una sonrisa, como si las estrellas estuviesen a punto de desaparecer en un suspiro amoroso; y la madre del Dios de la humildad, cuyo influjo sobre los hombres ha sido tan grande que han tratado de despoblar sus corazones para que Él pudiera reinar en ellos en solitario, y tiene en la mano una rosa cada uno de cuyos pétalos es un dios; y ahí, ¡con qué agilidad se mueve!, llega Afrodita bajo la sombra de las alas de innumerables gorriones y con unas palomas blancas y grises a sus pies.

En mitad de aquel sueño le vi extender el brazo izquierdo y pasar la mano derecha por encima, como si acariciase las alas de las palomas. Hice un violento esfuerzo por el que creí romperme en dos, y dije con forzada determinación:

—Si te lo permitiera, me arrastrarías a un mundo indefinido que me colma de terror; no obstante, un hombre sólo puede aspirar a la grandeza si logra que su espíritu lo refleje todo con la indiferente precisión de un espejo. —Parecía totalmente dueño de mí mismo y proseguí aunque un poco más deprisa—: Te ordeno que te marches cuanto antes, pues tus ideas y fantasías no son más que ilusiones que se cuelan como los gusanos en las civilizaciones al inicio de su declive y en los espíritus que empiezan a entrar en decadencia.

De pronto me sentí muy enfadado; cogí el alambique de la mesa, y estaba a punto de levantarme y golpearle con él cuando los pavos reales de la puerta que tenía detrás parecieron volverse inmensos, el alambique se me escurrió entre los dedos y me vi sumido en una marea de plumas verdes, azules y broncíneas; mientras me debatía inútilmente oí una voz distante que decía:

—Nuestro maestro Avicena ha escrito que toda la vida procede de la corrupción…

Las plumas me habían cubierto ya por completo y supe que, después de combatir cientos de años, había salido derrotado. Me estaba hundiendo en las profundidades cuando el verde, el azul y el bronce que parecían haber anegado el mundo se convirtieron en un mar de llamas que me arrastró consigo, y en ese momento oí una voz que gritaba: «El espejo se ha roto en dos mitades», y otra que respondía: «El espejo se ha roto en cuatro pedazos», y una más lejana que gritaba exultante: «El espejo se ha roto en un sinfín de pedazos»; y luego una multitud de manos lívidas trató de tocarme, unos rostros amables y desconocidos se inclinaron sobre mí y oí unas voces acariciantes y quejosas que murmuraban palabras que caían en el olvido nada más ser pronunciadas. Estaba elevándome sobre la marea de llamas y noté cómo mis recuerdos, mis esperanzas, mis pensamientos, mi voluntad y todo lo que consideraba parte de mi ser se desvanecían; luego creí alzarme sobre innumerables grupos de seres, cada uno de los cuales estaba, según intuí con algo más certero que la propia razón, envuelto en un momento eterno, en la perfección del movimiento de un brazo, en un rítmico círculo de palabras, en una ensoñación con la mirada perdida y los párpados entornados. Después pasé más allá de esas formas, que eran tan hermosas que casi habían dejado de existir, y tras soportar muchos estados de ánimo desconocidos que parecían melancólicos, con el peso de muchos mundos, caí en esa Muerte que es la Belleza en sí misma, y en esa Soledad que todas las multitudes desean incesantemente. Todo lo que había vivido alguna vez parecía habitar en mi corazón, y yo en el suyo, y jamás habría vuelto a conocer la mortalidad o el llanto si no hubiese pasado de pronto de la certeza de aquella visión a la incertidumbre del sueño, y me hubiera convertido en una gota de oro fundido que caía a enorme velocidad a través de una noche tachonada de estrellas mientras oía por doquier un llanto exultante y melancólico. Caí, caí y caí hasta que el llanto resultó ser sólo el aullido del viento en la chimenea y desperté apoyado sobre la mesa con la cabeza apoyada entre las manos. Vi el alambique oscilando de un lado al otro en el rincón donde había caído y a Michael Robartes que me observaba expectante.

—Iré a donde quieras—dije—y haré lo que me pidas, pues he visto a las criaturas eternas.

—Supe que responderías así—replicó—en cuanto vi cernerse la tormenta. Debes acompañarme muy lejos, porque se nos ha ordenado construir nuestro tiempo entre la pura multitud de las olas y la impura multitud de los hombres.

III

No hablé mientras recorríamos en coche las calles desiertas, porque mi imaginación se hallaba curiosamente vacía de pensamientos y vivencias familiares; era como si la hubieran arrancado del mundo de lo concreto y la hubiesen arrojado desnuda a un mar sin orillas. Había momentos en que parecía que la visión estaba a punto de volver y que recordaría a medias, con un éxtasis de alegría o de pesar, crímenes y heroísmos, fortunas y desdichas, o bien empezaría a considerar, con un súbito sobresalto del corazón, esperanzas y terrores, deseos y ambiciones ajenos a mi vida ordenada y cuidadosa, y luego despertaría estremecido al pensar que algún ser imponderable había pasado a través de mi espíritu. De hecho tuvieron que pasar varios días antes de que aquella sensación desapareciese por completo e incluso ahora, que he buscado refugio en la única fe creíble, siento una gran tolerancia por aquellas personas con temperamentos incoherentes que se juntan en las capillas y lugares de reunión de ciertas sectas oscuras, porque yo también he visto cómo hábitos y principios muy arraigados se disolvían ante un poder que era hysterica passio o pura locura, si se quiere, pero que fue tan poderoso en su exultación melancólica que tiemblo sólo de pensar que pudiera volver a despertarse en mí y arrancarme de mi recién recobrada paz.

Cuando llegamos bajo la luz grisácea a la gran estación de ferrocarril semivacía me pareció haber cambiado tanto que ya no era, como todos los hombres, un instante de estremecimiento ante la eternidad, sino la eternidad misma llorando y riéndose de ese instante; y cuando nos pusimos en marcha y Michael Robartes se durmió casi enseguida, su rostro dormido, que no mostraba el menor indicio de nada de lo que tanto me había conmovido y ahora me mantenía despierto, le pareció a mi agitada imaginación más una máscara que un rostro. Me dominó la fantasía de que el hombre que había detrás de ella se había disuelto como la sal en el agua, y que se reía, suspiraba, clamaba y denunciaba a petición de seres mayores o menores que el hombre. Me repetí una y otra vez: «Éste no es Michael Robartes, Michael Robartes lleva muerto diez o veinte años». Al fin caí en un sueño febril, del que desperté cada vez que el tren atravesaba a toda prisa algún pueblecito con los tejados de pizarra brillantes por la humedad, o un lago tranquilo que centelleaba bajo la fría luz matutina. Había estado demasiado preocupado para preguntar adónde íbamos, o reparar en los billetes que había comprado Robartes, pero supe por la posición del sol que nos dirigíamos al oeste, y pronto supe también, por el modo en que habían crecido los árboles como si fuesen mendigos andrajosos que inclinaran la cabeza hacia el este, que nos estábamos acercando a la costa. Casi de inmediato distinguí el mar entre las montañas bajas que había a nuestra izquierda y vi su color grisáceo oscuro surcado de manchas y líneas de color blanco.

Cuando nos apeamos del tren descubrí que todavía teníamos un largo camino por delante y nos pusimos en marcha después de abotonarnos los abrigos, pues el viento era violento y cruel. Michael Robartes guardaba silencio como si estuviese deseoso de dejarme sumido en mis pensamientos, y mientras andábamos entre el mar y la pared rocosa de un alto promontorio, comprendí aún con más claridad la enorme impresión que había sufrido mi forma de pensar y de sentir, a no ser que la sustancia de mi espíritu hubiese sufrido una misteriosa transformación, pues las olas grises coronadas de espuma habían adquirido una fantástica y torrencial vida interior; y cuando Michael Robartes señaló un caserón antiguo de planta cuadrada, al socaire del cual había otro edificio más moderno y mucho más pequeño, construido en el extremo de una escollera destartalada y casi desierta, y afirmó que aquél era el Templo de la Rosa Alquímica, me dominó la idea de que el mar, que lo cubría incesantemente con rociones de espuma blanca, estaba reclamándolo como parte de una vida inconcreta y apasionada, que había declarado la guerra a nuestro cuidadoso y ordenado modo de vida y estaba a punto de hundir al universo entero en una noche tan oscura como la que siguió a la caída del mundo clásico. Una parte de mi alma se mofó de tan descabellados temores, pero la otra, la que seguía sumida en la visión, creyó oír el fragor de ejércitos desconocidos, y se estremeció ante el inconcebible fanatismo que movía a aquellas olas grises.

Habíamos dado unos cuantos pasos por la escollera cuando nos topamos con un anciano que era evidentemente un guarda, pues se hallaba sentado en un tonel puesto boca abajo cerca de un lugar donde los albañiles habían estado reparando una grieta en el rompeolas y tenía enfrente una fogata como las que se ven en esos braseros que llevan los quincalleros debajo de sus carros. Vi también que era un beato, como dicen los campesinos, porque tenía un rosario colgado de un clavo en el tonel, y al verlo me estremecí sin saber por qué. Apenas lo hubimos dejado atrás, oí que nos increpaba en gaélico: «¡Idólatras, idólatras, idos al infierno con vuestras brujas y diablos; idos al infierno y así volverán los arenques a la bahía!»; y durante un rato lo oí gritar y murmurar a nuestras espaldas.

—¿No os da miedo—pregunté—que esos incivilizados pescadores cometan alguna barbaridad contra vosotros?

—Ni a mí ni a los míos—respondió—puede herirnos o ayudarnos persona alguna, nos contamos entre los espíritus inmortales, y cuando muramos será por la consumación de la obra suprema. También llegará el momento en que esa gente sacrifique un mújol a Artemis o cualquier otro pescado a una nueva divinidad, a menos que sean sus propias divinidades quienes reconstruyan sus templos de piedra gris. Su reino no ha cesado jamás, tan sólo ha declinado un poco su poder, pues los Sidhe siguen flotando en el viento y bailan y juegan al hurling, pero no pueden reconstruir sus templos hasta que se hayan producido martirios y victorias, y tal vez la largamente anunciada batalla en el valle del Cerdo Negro*.

Arrimándonos al muro que recorría la escollera por la parte del mar para protegernos de los rociones de espuma y del viento que amenazaba con hacernos salir volando en cualquier momento, nos dirigimos hacia la puerta del edificio de planta cuadrada. Michael Robartes la abrió con una llave en la que aprecié el óxido producido por el salitre de muchos vientos marinos, y me condujo por un pasadizo desnudo y unas escaleras sin alfombras hasta una salita forrada de estanterías. Me explicó que me llevarían comida, aunque fuese sólo un poco de fruta, pues antes de la ceremonia debía someterme a un moderado ayuno, y también un libro sobre la doctrina y las costumbres de la Orden, leyendo el cual tendría que pasar las pocas horas de luz invernal que quedaban. Luego se marchó tras prometer que volvería una hora antes de la ceremonia. Empecé a rebuscar en los estantes y encontré una de las bibliotecas alquímicas más completas que jamás he visto. Allí estaban las obras de Morienus, que ocultaba su cuerpo inmortal bajo una camisa de crin; de Avicena, que era un borracho y aun así controlaba a una legión de espíritus; de Alfarabi, que metió a tantos espíritus en su laúd que podía hacer que los hombres rieran, llorasen o cayeran en un trance mortal; de Lulio, que podía adoptar la apariencia de un gallo rojo; de Flamel, que con su mujer Pernella creó el elixir hace cientos de años y, según se cuenta, vive todavía en Arabia entre los derviches; y de otros muchos no tan famosos. Había muy pocos místicos que no fuesen místicos alquimistas, debido, sin duda, a la devoción de casi todos ellos a un solo dios y a su limitado sentido de la belleza, lo que a Michael Robartes debía de parecerle una consecuencia inevitable; no obstante, reparé en la presencia de una colección completa de facsímiles de los escritos proféticos de William Blake, probablemente por las multitudes que poblaban sus visiones y eran «como los alegres peces entre las olas cuando la luna absorbe el rocío». Había también muchos poetas y escritores en prosa de diversas épocas, todos ellos levemente hastiados de la vida, como de hecho les ocurre siempre a los grandes, y que nos ofrecieron su imaginación porque ya no la necesitaban ahora que ascendían en sus espléndidas carrozas.

Después oí llamar a la puerta y una mujer entró y dejó un poco de fruta sobre la mesa. Juzgué que debía de haber sido hermosa, aunque sus mejillas estaban hundidas por lo que, de habérmela encontrado en cualquier otra parte, habría tomado por la excitación de la carne y la sed de placeres, pese a que debía de tratarse de la exaltación de la fantasía y la sed de belleza. Le pregunté no sé qué a propósito de la ceremonia, pero al no obtener más respuesta que un movimiento de cabeza, comprendí que debía esperar en silencio a la iniciación. Cuando terminé de comer, volvió a entrar y, después de dejar un cofre de bronce curiosamente labrado sobre la mesa, encendió las velas y se llevó la bandeja y los restos de comida. En cuanto me quedé solo, me volví hacia el cofre y vi que los pavos reales de Hera extendían sus colas contra un fondo de estrellas sobre la tapa y los lados como para afirmar que el firmamento formaba parte de su gloria. Dentro había un libro encuadernado en pergamino y en él, pintada en oro y delicados colores, se hallaba la Rosa Alquímica amenazada por numerosas lanzas, aunque en vano, como mostraban las puntas melladas de las más cercanas a los pétalos. El libro estaba escrito en pergamino, con caracteres bellos y claros, intercalados de imágenes simbólicas y miniaturas al estilo del Splendor Solis.

El primer capítulo describía cómo seis estudiantes, de ascendencia celta, se entregaron cada cual por su cuenta al estudio de la alquimia y resolvieron uno el misterio del pelícano, otro el del dragón verde, otro el del águila y otro el de la sal y el mercurio. Una aparente sucesión de casualidades, que, según afirmaba el libro, fueron obra de los poderes sobrenaturales, hizo que coincidieran en el jardín de una posada del sur de Francia, y mientras conversaban se les ocurrió la idea de que la alquimia no era sino el destilado gradual del contenido del alma hasta que uno estuviera dispuesto a despojarse de lo mortal y revestirse sólo de lo inmortal. Una lechuza pasó volando sin hacer ruido entre las hojas de parra, luego llegó una anciana apoyada en su cayado, se sentó a su lado, y retomó la idea donde la habían dejado. Tras exponer el principio de la alquimia espiritual y ordenarles que fundaran la Orden de la Rosa Alquímica, se marchó, y cuando trataron de seguirla no la vieron por ninguna parte. Fundaron la Orden, compartieron sus bienes y siguieron juntos con sus pesquisas, y a medida que fueron perfeccionándose en la doctrina alquímica empezaron a ver apariciones que les revelaron misterios cada vez más maravillosos. El libro explicaba después todo lo que estaba permitido dar a conocer al neófito, y al principio se ocupaba con considerable detalle de la realidad independiente de nuestros pensamientos, que era, según afirmaba, la doctrina en que se basan todas las doctrinas verdaderas. Si uno imagina, decía, un ser vivo, no tardará en poseerlo un alma errante e irá de aquí para allá obrando el bien o el mal hasta que llegue el momento de su muerte; y proporcionaba muchos ejemplos recibidos, decía, de diversos dioses. Eros les había enseñado a fabricar formas en las que pudiese habitar un alma divina y susurrar lo que quisiera a los espíritus durmientes; Atis, formas desde las que seres demoníacos podían inocular la locura o los sueños inquietos en la sangre de quienes duermen; Hermes, que si uno imagina que hay un perro junto a su lecho le guardará hasta que despierte y espantará a los demonios más poderosos, pero que si no pones todo tu empeño en ello el perro será débil, los demonios vencerán y el can perecerá pronto; Afrodita, que si creas en tu imaginación una paloma coronada de plata y haces que aletee sobre tu cabeza, su suave arrullo hará que dulces sueños de amor inmortal prevalezcan sobre el sueño de los mortales; y todas las divinidades por igual les habían revelado entre advertencias y lamentaciones que todos los espíritus están engendrando constantemente esos seres y enviándolos a causar la salud o la enfermedad, la alegría o la locura. Cuando uno daba forma a los poderes maléficos, proseguía, debía hacerlos feos, con el labio leporino y sediento de energía, o alterar las proporciones de su cuerpo bajo el peso de la vida; en cambio, los poderes divinos debían aparecer sólo bajo formas hermosas, que son, por así decirlo, las que abandonan temblorosas la existencia, plegándose a un éxtasis intemporal, sumiéndose con ojos semicerrados en un soñoliento silencio. Las almas incorpóreas que descendían a esas formas eran lo que los hombres llamaban los estados de ánimo, y obraban todos los grandes cambios que acontecen, pues igual que el mago o el artista podía convocarlos a voluntad, también ellos podían borrar de la imaginación del mago o el artista, o si eran demonios, de la del loco o el innoble, la forma que prefiriesen, y mediante su voz y sus gestos derramarse por el mundo. De este modo han sucedido todos los grandes acontecimientos: un estado de ánimo, una divinidad o un demonio descienden como un leve suspiro sobre la imaginación de los hombres y luego alteran sus pensamientos y sus actos hasta que los cabellos que eran rubios se vuelven morenos y los morenos rubios, y los imperios cambian sus fronteras como si fuesen hojas arrastradas por el viento. El resto del libro contenía símbolos de formas, sonidos y colores, y sus correspondencias con divinidades y demonios, para que el iniciado pudiera crear una forma para cada divinidad o cada demonio y ser tan poderoso como Avicena entre quienes viven en este valle de lágrimas y de risas.

IV

Dos horas después de ponerse el sol regresó Michael Robartes y me explicó que tendría que aprender los pasos de un baile extremadamente antiguo ya que, antes de que mi iniciación pudiese llevarse a cabo, tendría que interpretar tres veces un baile mágico, pues el ritmo era la rueda de la Eternidad, y sólo con él podía quebrarse lo transitorio y lo accidental y liberarse el espíritu. Comprobé que los pasos, que eran muy sencillos, se parecían a ciertas danzas griegas antiguas, y como en mi juventud había sido buen bailarín y además conocía algunos pasos gaélicos muy curiosos, no tardé en memorizarlos. Luego se puso y me hizo ponerme a mí unas vestiduras que recordaban por su forma tanto a Grecia como a Egipto, aunque sus tonos carmesíes sugerían una vida más apasionada; y tras poner en mis manos un pequeño incensario de bronce labrado en forma de rosa por un artesano moderno, me pidió que abriera una portezuela que había enfrente de la puerta por la que había entrado. Puse la mano en el picaporte, pero en cuanto lo hice los vapores del incienso, ayudados tal vez por su misteriosa influencia, me hicieron sumirme nuevamente en un sueño, en el que creí ser una máscara sobre el mostrador de una tienda oriental. Muchas personas, de mirada tan brillante y reposada que supe que eran más que sobrehumanos, llegaron y me probaron en sus caras, pero por fin me arrojaron a un rincón entre risas; sin embargo, todo debió de pasar en un instante, pues cuando desperté mi mano seguía en el picaporte. Abrí la puerta y me encontré en un pasadizo maravilloso, en cuyos lados había mosaicos tan hermosos como los del baptisterio de Rávena, aunque de belleza menos severa, que representaban diversas divinidades; el color predominante en cada una de ellas, sin duda un color simbólico, se repetía en las lámparas que pendían del techo: una lámpara de extraño aroma delante de cada divinidad. Pasé junto a ellos maravillado de que aquellos entusiastas hubiesen podido crear aquella belleza en un lugar tan remoto, y casi persuadido, en vista de tantas riquezas ocultas, de creer en una alquimia material; el incensario inundaba el aire de un humo de cambiantes colores.

Me detuve ante una puerta, en cuyos paneles de bronce había labradas grandes olas a cuya sombra había leves insinuaciones de rostros terribles. Quienes se hallaban al otro lado parecieron haber oído nuestros pasos, pues una voz gritó: «¿Ha terminado ya la obra del Fuego Incorruptible?». E inmediatamente Michael Robartes respondió: «El oro perfecto ha salido del hornillo de Atanor». La puerta se abrió, entramos a una gran sala circular y nos encontramos entre hombres y mujeres que danzaban lentamente con túnicas carmesíes. En el techo había un mosaico que representaba una enorme rosa; y en las paredes, también en mosaico, había una batalla entre los dioses y los ángeles; los dioses brillaban como rubíes y zafiros mientras que los ángeles eran todos grises, porque, como me susurró Michael Robartes, habían renunciado a su divinidad y su propio perfeccionamiento individual por amor a un dios de la humildad y el pesar. Unos pilares sostenían el techo y formaban una especie de claustro circular en el que cada pilar era una columna de formas confusas, divinidades, al parecer, del viento, que, en una agitada danza de vehemencia sobrehumana, se alzaban al son de címbalos y caramillos; de entre aquellas formas asomaban manos que sostenían incensarios. Me pidieron que dejara también el mío en una de las manos, ocupara mi lugar y bailara, y al volverme hacia los danzantes vi que el suelo era de una piedra verde y que en el centro había un Cristo pálido sobre una cruz blanca. Pregunté a Robartes por el significado de aquello y me informó de que pretendían perturbar su Unidad mediante sus pies multitudinarios. La danza prosiguió, trazando sobre el suelo las formas de los pétalos de la rosa del techo al son de ocultos instrumentos que tal vez fuesen antiguos pues yo nunca había oído nada parecido, y a cada momento se iba volviendo más apasionada, hasta que todos los vientos del mundo parecieron haberse levantado bajo nuestros pies. Al cabo de un rato me sentí fatigado y me quedé junto a uno de los pilares observando las idas y venidas de aquellas figuras flamígeras, hasta que poco a poco fui sumiéndome en un sueño del que desperté al ver caer lentamente los pétalos de la gran rosa, que ya no parecía un mosaico, entre el aire cargado del humo del incienso, y adoptar después la figura de unos seres vivientes de extraordinaria belleza. Leves y vaporosos al principio, empezaron a bailar y al hacerlo fueron cobrando una forma más definida hasta que pude distinguir bellos rostros griegos y augustas fisonomías egipcias, e incluso identificar de vez en cuando a alguna divinidad por el báculo que llevaba en su mano o por el ave que revoloteaba sobre su cabeza; y pronto todos los pies mortales bailaron junto a los blancos pies de los inmortales; y en los ojos azorados que contemplaban aquellos otros ojos nebulosos e imperturbables percibí un deseo supremo, como si, tras un indescriptible peregrinar, hubiesen encontrado por fin el amor perdido de su juventud. A veces, aunque sólo por un instante, reparé en una figura vaga y solitaria con el rostro velado que portaba una antorcha y revoloteaba entre los danzantes, igual que un sueño dentro de un sueño, o una sombra dentro de una sombra, y supe, merced a un entendimiento nacido en una fuente más profunda que el intelecto, que era el propio Eros, y que llevaba velado el rostro porque desde la creación del mundo no ha habido hombre ni mujer que haya sabido qué es el Amor, ni le haya mirado a los ojos, pues de todas las divinidades Eros es la única que es sólo espíritu, y se oculta en pasiones que no son esencia suya cuando comulga con un corazón mortal. Por lo que quien ama noblemente conoce el Amor a través de una piedad infinita, una indescriptible confianza y una compasión inagotable; y quien lo hace de forma innoble lo conoce mediante los celos más vehementes, el odio repentino y un deseo insaciable; pero sin que el uno ni el otro lleguen a ver su rostro. Mientras pensaba en todo aquello, una voz me gritó de entre las figuras carmesíes: «¡A bailar! ¡Nadie puede dejar de bailar! ¡A bailar! ¡A bailar! Y que los dioses formen sus cuerpos de la sustancia de nuestros corazones», y antes de que pudiera responder una misteriosa oleada de pasión, que parecía el alma de la danza que se agita en nuestras almas, se apoderó de mí, y sin quererlo ni resistirme me vi arrastrado hasta el centro. Me encontré bailando con una augusta mujer inmortal que llevaba lirios negros en el pelo y cuyo gesto soñoliento parecía cargado de una sabiduría más profunda que la oscuridad que separa a una estrella de otra, y de un amor como el amor que respiró sobre las aguas; y mientras bailábamos el incienso flotaba entre nosotros y sobre nosotros, cubriéndonos como en el centro del mundo, y fue como si pasaran siglos y en los pliegues de nuestras vestiduras y en sus espesos cabellos se desataran y amainaran tormentas.

De pronto reparé en que sus párpados no habían temblado nunca, y en que sus lirios no se habían movido de su sitio ni habían perdido un solo pétalo, y comprendí horrorizado que estaba bailando con alguien que era más o menos que humano, y que estaba sorbiendo mi alma igual que un buey bebe el agua de un charco en el camino; caí al suelo y me sumí en la oscuridad.

V

Desperté de pronto como si algo me hubiese arrancado de mi ensueño y vi que me hallaba tendido sobre un suelo toscamente pintado, que en el techo, no muy alto, había pintada burdamente una rosa y que en las paredes había unos frescos incompletos. Los pilares y los incensarios habían desaparecido, y cerca de mí una veintena de durmientes yacía envuelta en vestiduras desarregladas, sus rostros girados hacia arriba me parecieron máscaras vacías iluminadas por el frío amanecer a través de una ventana alargada en la que no había reparado antes. Fuera se oía el rugido del océano. Vi a Michael Robartes tendido a poca distancia y junto a él un cuenco de bronce volcado que daba la impresión de haber contenido incienso. De pronto oí el griterío de unos hombres y mujeres airados mezclado con el rugido del mar, me puse en pie de un salto, corrí a donde estaba Michael Robartes y traté de despertarlo. Luego lo agarré por el hombro e intenté levantarlo, pero cayó hacia atrás; las voces sonaron aún más fuertes y airadas y se oyó a alguien que golpeaba con fuerza la puerta que daba a la escollera. De repente oí el sonido de la madera al quebrarse, supe que había empezado a ceder y corrí hacia la puerta de la sala, la abrí y salí al pasadizo cuyo entarimado crujió bajo mis pies. Encontré una puerta que daba a una cocina y al cruzar la puerta oí dos golpes seguidos y supe por el súbito sonido de las pisadas y los gritos que la puerta que daba a la escollera se había derrumbado. Salí corriendo de la cocina y llegué a un pequeño corral con unos escalones que descendían hacia el mar por el otro lado de la escollera, desde allí seguí junto al borde del agua con el airado sonido de las voces resonando todavía en mis oídos. Hacía poco que habían reconstruido aquella parte de la escollera con bloques de granito y todavía no estaban cubiertos de algas, pero cuando llegué a la parte más antigua estaba tan resbaladiza que tuve que trepar hasta el camino. Miré hacia el Templo de la Rosa Alquímica donde los pescadores y sus mujeres seguían profiriendo gritos, aunque ya no tan airados, y vi que no había nadie junto a la puerta ni en la escollera, sin embargo, en ese preciso instante, una pequeña multitud salió y empezó a recoger piedras que habían amontonado allí para colocarlas debajo de los bloques de granito la próxima vez que una tormenta dañase la escollera. Mientras observaba a la muchedumbre, un anciano, el devoto que habíamos visto antes, creo, me señaló con el dedo y soltó un grito, y la multitud empalideció y todos los rostros se volvieron hacia mí. Eché a correr, y tuve suerte de que aquellos remeros no fuesen tan hábiles con los pies como con los brazos y el cuerpo; sin embargo mientras corría apenas oía los pasos o los gritos de quienes me seguían, pues muchas voces quejosas y exultantes que había olvidado nada más oírlas, igual que se olvida un sueño, parecían resonar en el aire sobre mi cabeza.

Todavía hoy hay momentos en los que me parece oír esas mismas voces quejosas y exultantes, y en los que el mundo indefinido, que casi ha perdido toda la influencia que antaño ejerciera sobre mi corazón y mi intelecto, parece a punto de volver a dominarlos; pero llevo el rosario en torno al cuello, y cuando las oigo o creo oírlas, lo aprieto contra mi corazón y repito: «Aquel cuyo nombre es Legión espera a nuestra puerta para burlar con sutilezas a nuestro intelecto y adular a nuestros corazones con la belleza, pero nosotros confiamos sólo en Ti». Y entonces se aplaca la lucha que en otro tiempo se libraba en mi interior, y quedo en paz.